El carro del doctor

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El Carro del Doctor (Cuento) -René Soto Reyna.

Prólogo El alacrán de Durango es una de los seres más letales y antiguos, unos trescientos millones de años, que se conocen sobre la faz de la tierra. En los poemas de la antigua Grecia, Escorpio mató al gigante Orión picándole en el talón; por lo cual era de funesto augurio nacer bajo el octavo y más complejo de los signos zodiacales, Escorpión, que rige a los nacidos en otoño, del 24 de octubre al 22 de noviembre. El Escorpión es en sí mismo significado de aproximarse a las dos caras de la existencia, la vida y la muerte, en el mismo instante. En la astrología es de sobra conocido el poder violento que hace que el signo de Escorpión sea constantemente seducido en el amor y en las batallas por los riesgos, las revoluciones y el afán de la regeneración. La Biblia se cita a menudo al escorpión como uno de los símbolos más característicos del mal y para el cristianismo, su traicionera picadura simboliza a Judas. La fama de villano tan tóxico para matar a un ser humano han hecho de su nombre y su


figura un símbolo y sinónimo de terror como El Alacrán de Durango, Centruroroides Suffussus, de siete centímetros, amarillo ocre con dos bandas longitudinales que se reproduce en época de lluvias con dieciocho crías sobre el lomo de la madre, alcanzando a vivir hasta nueve años en una biología desconocida hasta la fecha. El veneno, en líneas generales, es un cóctel compuesto por ochenta potentes neurotoxinas que actúan bloqueando los canales del calcio y las bombas de sodio/potasio fundamentales para el normal funcionamiento muscular y neuronal, causando la muerte por parálisis cardiorrespiratoria. El alacrán de Nayarit (C. Noxius) es cuatro veces más ponzoñoso que el de Guerrero (C. Limpídus) y seis veces más letal que el famoso alacrán de Durango (C. Suffusus). Los médicos duranguenses Carlos León de la Peña e Isauro Venzor Fuedesi obtuvieron en 1926 el primer suero anti alacránico en México, mientras que el Dr. Maximiliano Ruiz Castañeda optimizó su titulación en 1933. En la Segunda Convención Médica, celebrada en Torreón, Coahuila, los doctores Carlos León de la Peña Gavilán e Isauro Venzor Fuedesi presentaron su estudio titulado El alacrán de Durango, clasificación y distribución geográfica en el Estado. Sintomatología de la intoxicación producida por su piquete. Eficacia del tratamiento seroterapico (septiembre, 1931) en el cual dieron a conocer sus resultados en los primeros 300 casos en que se aplicó el suero anti alacránico. En Durango y en el mundo es incontable el número de vidas que ha salvado el antídoto descubierto por el célebre dúo de doctores –Carlos León de la Peña Gavilán (falleció el 17 de septiembre de 1947) e Isauro Venzor Feudesi (falleció el 17 de julio de 1943)- que entregaron su trabajo en forma gratuita para los habitantes de la “callada y bendita ciudad colonial” de Durango y de toda la humanidad ¿Acaso no son héroes? Está bien que se festeja con bronce y mármol a grandes cantantes, a escritores, a revolucionarios y presidentes ¿No es cierto? Pero no existe una estampilla ni grabado -ni canto ni cantera- ni estela que conmemore la épica médica de la lucha contra el alacrán. Es decir, en el país donde nadie espera descubrir nada, la ingratitud y el olvido son las monedas de mayor circulante mientras persista la ignorancia colectiva de los pueblos. El instinto temor a los alacranes, que es reflejo no aprendido, me dictó cada renglón de este cuento que nunca había publicado tal vez por sentirlo –entre la realidad y la ficción- íntimo y privado, hasta esta noche que regreso como hijo pródigo –con derroche de lo que me enseñaron mis maestros; sin talento propio que merezca el menor de los méritos- a la Alma Mater Studiorum, la fuerza impulsora de los estudios universitarios. El cuento no lo acabé de escribir nunca. La trama original el tiempo la ha consumido. Para que su pánico sea perfecto hay que oírla no leerla porque yo creo que le falta el énfasis que me fue dado por quien me contó aquello. Se dictó solo, hace treinta giros alrededor del sol en torno a la historia clínica de Antonio, eterno agradecido del insigne benefactor Dr. Isauro Venzor Fuedesi. Hoy lo presento como el brindis más humilde a uno y a todos los académicos –presentes, distantes y futuros- de la Facultad de Medicina de La Universidad Juárez Del Estado De Durango.


El Autor.

El Carro del Doctor (Cuento) -René Soto Reyna.

quella mañana durangueña, muy temprano, cuando mi jefecita todavía vivía, me levanté como de costumbre a la hora del tren a Torreón, y después de almorzar -blanquillos con frijoles, cafecito con semitas y leche bronca- saqué mi camión y me fui rumbo al Mercado Gómez Palacio. Al llegar al templo de San Miguel Arcángel del barrio del Escorial antes que me santiguara viendo la veleta de cruz de fierro un soldado prieto en medio de la calle me hizo señas para que me frenara: —¡Alto en nombre de la Patria! –Me dijo el gendarme con rostro cacarizo y chaquetón pardo descolorido- hay que llevar al batallón a una misión. —Hasta aquí comió gordas Antonio. –Me dije a mi mismo- Pero si le digo que no, me va a ir peor ¡Y apenas iba a empezar mi ruta! —Son órdenes del Capitán Ortiz, y no hay pero que valga. —¿El Capitán Ulogio Ortiz? ¡Válgame Dios! ¡El Alacrán de Durango! —¡Dale al Pueblito, zoquete! –me gritó con vozarrón así que no tuve más remedio que agachar la cabeza y manejar como me ordenaron. Con el mío eran tres los camiones repletos y pensé que si íbamos rumbo de la sierra los cristeros acabarían con la tropa y con nosotros. En cambio, si veníamos al Pueblito ¡Uff! al menos iba a quedar mi jalea cerquita de la casa y no con los cristeros del mezquital. Ya ni modo de rajarse. Entonces lo vi de lejecitos al capitán: bajito, y güero como menonita, pero muy canijo. Ese fue el militar que trajo prisionero de Zacatecas y ordenó desplantar al anciano Padre Correa antes de acribillarlo con su propia 45 en la puerta principal del panteón de Durango. Ha de haber sido la madrugada del seis de febrero de 1927 para que nadie se diera cuenta porque amanecía nevando. Los cristeros andaban levantados dando bajas a los soldados en todos los combates, y, el impío capitán se vengó con el pobre Padrecito. Cuando cruzamos el río de El Pueblito se oyeron sus órdenes, sí, como un graznido de gansa clueca: —¡Pelotón! Aquí se bajan toditos; ¡Sargento! Que los camiones se arrienden a la ciudad. No paré hasta regresar al fogón de mi jefecita y tomarme otro café de talega bien cargado con dos cucharas de azúcar para calmar mis nervios. —¡Ah caray! ¿Qué te pasó Antonio? Te ves muy inquieto ¿Qué no fuiste para Analco? ¡Ya pasa de mediodía y hay que pelar la gallina! —¡Pues nada! –Le contesté antes de salir rápidamente de la casa, sin lograr que me pasara el susto- “¡Éramos munchos y todavía parió la abuela!” No pude dormir en toda la noche. Cuando fui en la mañana con Don Pancho Pérez, mi patrón, se extrañó mucho de verme nervioso. —¿No trabajaste ayer? Te ves muy escuálido ¿Qué te pasó Antonio?


—Pues nada, patrón. —Entonces ¿Qué te trae aquí? ¿Por qué no andas en la ruta? —Por miedo don Pancho. —Ni ayer ni antier has sacado lo de diario. Te he completado el chivo de lo que cae en La Internacional -así se llamaba la cantina de mi patrón que estaba detrás de la Catedral- ¿Cómo que no es negocio si hay tanto pasaje? —En eso si tiene la razón Don Pancho –me apuré a decirle- La gente va y viene todos los días al mercado y hasta parados me los traigo al mediodía pero… —Y ¿Entonces? Le platiqué a Don Pancho el susto y todos los detalles que me había pasado -Estaba nervioso rascándome la nuca con los dedos- Tal como se lo estoy contando a ustedes, la pura verdad. —¿Cómo dices que se llama el oficial ese? Hay que averiguarlo. El General Ortiz es muy cuate mío. Es cuestión de que yo le diga el nombre del desalmado que te amenazó y capaz que lo manda fusilar sin más ni más. Dicen que un día nomas porque vio que uno de sus soldados traía un escapulario colgado del pecho lo mandó al paredón ¿Cómo la vez? Tú no te apures “El Alacrán de Durango” a cada rato viene a La Internacional. —No lo supe Don Pancho –le mentí porque volvía a sentir el mismo miedo cuando mencionó que no era capitán sino hasta General- es que con el susto ni siquiera de sus señas me acordé. No lo sé, patrón ni quiero decirle nada ¿Qué tal que si le da ira conmigo? Entonces sí no hay santo en todo el cielo que me salve. Era cierto cada rato venían los soldados por la cantina, porque eso sí, Don Pancho era gente de respeto, a festejar con música y mezcal toda la tarde. Ni lo dudé tantito. Si al Padre Correa nomás porque le decían “El Caminante de Zacatecas” donde visitaba iglesias y parroquias –Pensé yo solito- le quitó las plantas de los pies, y así sangrando y todo lo puso a caminar antes de fusilarlo ¿Qué no le hará al pobre Antonio? —Hay que buscar el nombre para que deje de molestarte. —¡Ah, Don Pancho! En que aprietos me pone ¿No puede dejarlo de ese tamaño? —Vete a trabajar, Antonio, déjame ver tu asunto y mañana te digo. Me subí al camión pero no sabía qué hacer. Le daba a mi camión haciendo paradas en cada esquina para subir y bajar pasaje pero traía la mente en blanco. Mejor dicho en verde, porque seguía mirando de uno a otro lado por los espejos sospechando que en cualquier momento llegaba a balacearme el capitán uniformado. Tan ansioso estaba que no me di cuenta que mi compadre se me acercó en una de las paradas: —Desde ayer lo ando buscando ¿Donde se mete, compadrito? —¡Ya ni la amuela, compadre! -fue lo primero que le dije porque estaba resentido con él. —¿Pues que se trae, compadre, que no viene a trabajar? — es que me hicieron echar un viaje al Pueblito y en lugar de pagarme el flete ¡casi me desplantan! Me fue como pinole en la feria de Santiago Papasquiaro. —¡Ja, Ja, Ja! ¿A quién se le ocurre pensar que los soldados te vayan a pagar? Era guasa compadre ¡Ah! ¡Qué socarrón es, compadrito! Pero no


se enfade. Le ando buscando desde ayer a ver si quieres cambiar de chamba. —¿Lo dice de veras? ¡Ya pido esquina! —Si le interesa vaya a buscar al doctor Venzor porque al nopal se le arrima cuando tiene tunas. —¿Y de que tú? —De chofer, claro, ¡Ni modo que de enfermera! —Tiene razón. Iré a verlo hoy mismo porque ya me hartó el camioncito este. El doctor Venzor era muy famoso entre los ricos y solicitado por los pobres. Enfrente del jardincito Hidalgo y el Templo de Santa Ana, tenía siempre su consultorio lleno. Cuando fui a verlo, luego luego, me dio el trabajo porque se sentía cansado de manejar. —El trabajo es tuyo, Antonio –me dijo- cuando entré a su consultorio- vas a ganar diez pesos diarios. El carro del doctor un fordsito tudor del 27 lucía nuevecito, con su motor de cuatro bujías y 75 caballos de fuerza, tres velocidades, con frenos en las cuatro ruedas, limpia brisas, motor de arranque –cuando me fallaba el cran- un indicador de gasolina y asientos para cuatro personas. Aquel fordsito se parecía a uno que salió en una película en blanco y negro, muy chulo del frente y como hecho bolita de atrás. Tenía su palanca pegada al piso y los guardafangos negros, su pintura azul-verde nomás brillaba cuando yo lo traía por Tierra Blanca y el centro de la ciudad. A las güeritas de la Alameda se les retorcía el pescuezo cuando me veían pasar en el carro del doctor. Me pasaba el día limpiando sus polveras negras, la parrilla frente cromado y sus llantas altas y delgadas. Su inconfundible claxon bufaba como un toro en celo. Era el más bonito de la ciudad con sus dos faros redondos, un espejito lateral y un foquito rojo de atrás. —Gracias doctor –le contesté muy contento porque los demás choferes ganaban tres pesos trabajando en los camiones todo el día- ¡Que Diosito se lo pague con hijos! Al que nace pa’ tamal –como mi amá decía- del cielo le caen las hojas porque también me daba sus zapatos cada fin de mes ya que calzábamos el mismo número siete y medio. Sus pantalones me quedaban grandes y me los arreglaban en la casa ¡Si vieran como me veía curro con ellos después que le agarraban la bastilla! Me quedaba todo el día porque me daban de almorzar, de comer y hasta de cenar como si fuera familiar. Mi horario era de ocho a ocho, pero la mayor parte del día no salía de la casa mientras el doctor estaba atendiendo sus enfermos. ¡Cómo lo querían las gentes de El Salto, Miravalles, Canatlán, Nombre de Dios, Poanas, Cuencamé, Victoria y San Juan del Río! En la placita Hidalgo conocí a una hembra preciosa de Santa Isabel del Resbalón de la que primero me enamoré y luego le cumplí como debe ser un hombre. —Nunca puede uno alcanzar la completa felicidad –me consoló el doctor aquella medianoche de octubre que le atacó un paro del corazón a mi jefecita- Cuantas veces se regocija el hombre otras tantas se abate en este mundo miserable. No te aflijas que la muerte no es el final sino el reencuentro en la gloria de los que se han querido en esta vida terrenal.


Algunas veces íbamos a visitar a sus enfermos que lo recibían con harto cariño ¿Ninguno de ustedes recuerda al doctor Isauro Venzor Fuedesi? No, si les digo que de veras fue muy importante. El doctor, que era oriundo de Chihuahua, me contó que había llegado jovencito a Durango en 1908, procedente de México donde había realizado sus estudios de medicina, y fue Comisario de Salubridad hasta que llegaron los revolucionarios: El General Domingo Arrieta León y sus hermanos José, Mariano y Eduardo; Calixto Contreras, Orestes Pereyra y Tomás Urbina. Cuando la toma de Durango, en 1913. Fueron incendiadas las tiendas de El Castillo, El Pescador, La Corbeta, La Baja California,La Suiza, La Francia Marítima, El Centenario, y El Convento de las Carmelitas. El resto de las casas, casi todas de particulares fueron más o menos saqueadas. El doctor Venzor salía a las calles luego de las refriegas, a atender a los heridos sin importar de cuál bando eran. El Gobernador Provisional, Ingeniero poblano Pastor Rouaix, le enseñó al General Domingo Arrieta a leer y a escribir, por eso ocupó, al siguiente año de 1914, el cargo de Gobernador y Comandante Militar de Durango: ¡Agárrate Genoveva –decía a su jovencita esposa- Que vamos a galopar! En el año de 1918 fue un año funesto para la Ciudad de Durango, por la epidemia de gripe Asiática y del tifo que diezmó a la población, salía el doctor a cuidar los enfermos día y noche sin negarles caridad. Luego de un prolongado noviazgo el doctor se desposó con la hermosa señorita Belén Saravia en la Hacienda de San Rafael, en el año de 1925. —¿Quién es ese, doctor? -le pregunté un día mientras hojeaba un periódico de la capital con la fotografía de un preso tras las rejas. —José de Jesús. Es muy amigo mío. Está encarcelado en Lecumberri por sus ideales políticos comunistas -me contestó sin dejar de mirar la páginaAlgún día admirarás sus pinturas al fresco en los edificios públicos porque gusta de pintar para las masas iletradas, no para los aristócratas. —¿Es preso o dibujante? ¿Cómo León Toral? “¿Quién mató a Obregón? –La gente dice riendo- ¡Calles…e señor”! —Las dos cosas. Un pintor de murales muy afamado, algún día oirás hablar de “David”, como le dice su mujer, “Alfaro Siqueiros” nativo de los Arcos de Belén en la Ciudad de México. Un preso por órdenes del “Jefe Máximo de la Revolución”. —Ahora ya cuenta usted con muchas amistades en Durango. —Así como con Siqueiros, nadie me dispensa con tanto afecto como el doctor Carlos León de la Peña Gavilán. —Es el médico de los más ricachos, dicen en la ciudad. —No creas en las murmuraciones porque te equivocas rotundamente. El director del Hospital Civil es un hombre de alcurnia, es cierto, pero es mayor la altura de su modestia y su cultura. Consulta a sus enfermos más humildes sin cobrar un centavo. Aparte de cirujano experto en heridas por arma de fuego, es químico y bacteriólogo. —Ba-te-rio… ¿Qué? ¿Y eso qué es? —Un cazador de microbios. —¿Un cazador de alacranes? ¡Seguro que es de Durango! Antes, cuando era niño, el entretenimiento era ser cazadores de alacranes, ponerlos a pelear, cortarles el aguijón. ¡Mire que saben pelear hasta la muerte!


Aquí se acabó la plática cuando lo llamó la señora Belén a cenar. Ahora entiendo que su profunda amistad con el doctor Carlos León de la Peña, director del hospital, los llevó a que trabajaran juntos en una empresa que ambos se habían propuesto desde años antes: la cura del piquete del alacrán. Pasaron los días, pasaron muchos días, y yo me sentía cada vez más a gusto con ellos. En ese tiempo se empezaron a juntar los choferes de la ceteeme y para que no me anduvieran dando lata me alisté con el nuevo sindicato. Una noche calurosa de agosto por allá de 1930, me recuerdo requetebién, salió corriendo el doctor como siempre que le mandaban llamar del Hospital Civil: —Antonio, apúrate, vete por la penitenciaría para llegar más pronto al hospital –me dijo mientras se subía con su maletín negro en la mano izquierda porque siempre se ponía igual de ansioso cuando le avisaban de un caso urgente. —No se preocupe que ahorita llegamos ¿Hay otro desgraciado? —Sí –me contestó moviendo la cabeza- El alacrán de Durango es el verdugo más letal del mundo. —Es un canijo escorpión –le dije mientras prendía los faros del carroNomas está esperando que la gente se duerma para atacarla. Ahora si, como decía mi abuelita: “Cuando te pica un alacrán de Durango se te apareció el diablo”.

—Los forasteros siempre son los más afectados por confiados. —Dice la gente que en la cárcel de Durango hubo un alacrán del tamaño de una cuarta que mataba a todo aquel que estuviera preso de la celda número once, irremidiablemente.


—Se dice irremediablemente, Antonio. —Si usted lo dice…Al condenado que dejaran encerrado seguro lo hallaban tieso en la siguiente mañana. Aquella celda de la muerte fue elegida para encerrar a los más peligrosos criminales. Incluso se ofreció el indulto al que lograra resolver el misterio y salir vivo de la fatídica celda. —Apúrate, Antonio, no platiques tanto que ya me has contado veinte leyendas de Durango –Me urgió cuando bajamos por La Calle del Correo que viene de La Estación en dirección al campanario izquierdo de la Iglesia- Si llegamos a tiempo puede salvarse esa persona. —Dicen que allá arriba, en las noches de luna llena, una monja se esconde entre sus arcos de piedra. —Nada más se le aparece a todo aquel que conoce de su romántica existencia. No deja de ser otra leyenda. En realidad son los haces iluminados de la luna que dibujan caprichosas figuras entre los claustros de la cantera. —Es que sí fue cierto, aunque no me lo quiera creer –le dije antes de dar vuelta en la Catedral- El único que resolvió el misterio fue Juan Sin Miedo de la Hacienda de Cacaria que se agenció la buena suerte de traer fósforos… —Nunca me has contado porque estaba prisionero Juan sin Miedo. —El muchacho era el mejor domador de potros del Valle de Cacaria, y de corazón noble enamorado de Guadalupe la mujercita más agraciada de la Laguna de Santiaguillo: lindísima, de piel blanca, chapeteada, de labios finos cabellera larga y sedosa, y, ojos borrados de color miel. —¿No me estarás mintiendo? —¡Cómo cree! ¡Si me lo contó mi abuelo! —¡Ah, como eres ocurrente y dicharachero! —Deje le cuento. En una ocasión llegó un perro con rabia a la hacienda y amenazaba con atacar a los niños que acababan de salir de la escuela. Entonces Juan sin pensarlo dos veces trajo su escopeta y disparó al animal con tanto infortunio que los perdigones pegaron en el pecho de Doña Elvira, que en ese preciso momento se atravesó en la mira, cayendo abatida. Juan sacó su hacha y se enfrentó al perro rabioso cortándole la cabeza, pero Don Procopio el hacendado mayor ordenó que lo detuvieran como asesino a prisión perpetua. Aquí fue –le señalaba mientras pasamos frente a las altas tapias de la antigua crujía- en la cárcel de Durango. Los vecinos supieron que el ladino viejo español deseaba que su hijo Palemón se quedara con Lupita y aprovechó la ocasión para quitar a su joven rival de amores, pero Lupita siempre lo rechazó. Cuando le encerraron en la celda número once las horas transcurrían sin que algo extraordinario ocurriese Juan aguzaba el oído y el olfato constantemente ya que con su vista aunque recorría el derredor del oscuro calabozo...ni se veía nada. Cuando pasó la parte más fría de la noche, de súbito la vela se apagó. El joven sintió un temor inusitado, inexplicable y demoró varios minutos en hallar fósforos en su bolsillo. Y cuando, al fin, encendió de nuevo la vela la flama iluminó temblorosa la celda, Juan encontró bajando sobre la pared al tremendo: escorpión. Entonces, los ojos del reo descubrieron, un alacrán enorme que mediría unos treinta centímetros…


—¡Qué exagerado eres, Antonio¡ No miden más de siete. —“Un alacrán de Durango –como dice el dicho- derramaba su ponzoña, ande con tiento amiguito que la vida no retoña”. Poco más, poco menos que un monstruo. Bueno, medía veinte, incluyendo el lomo, las pinzas y con la cola de siete cañutos enroscada a punto de lanzarla hacia adelante con todo y su amenazante aguijón. Los alacranes tienen un par de ojos saltones en la cabeza y otros dos…no, tres pares ocultos a los lados del caparazón que nadie sabe. Pueden ver arriba, atrás, adelante y a los lados, aunque traigan cargando un alacranero de hijos. —Sigue, no tardes en llegar que me urge estar en el hospital. —Creyó el preso que el monstruo huiría al verle o al sentir algún movimiento ¡Pero qué va! El alacrán bajó resuelto hasta llegar al piso de tierra, y extendiendo con rapidez y audacia sus tenazas se dirigió hacia él con la cola enroscada. El preso huía en derredor del pequeño calabozo, pero viéndose perdido, de último momento se quitó el sombrero y lo arrojó sobre el alacrán, dejándolo capturado –de pura chiripa- dentro de la copa del sombrero de palma. Respirando después del susto con dos piedras se aseguró que con su peso sobre el sombrero impidieran que el temible escorpión escapara y dando gracias a Diosito esperó, aunque se acabó la vela, que al amanecer los carceleros llegaran. Nadie podía creerlo al día siguiente que encontraron al hombre vivo y al alacrán vencido. Juan fue puesto en libertad por su hazaña, volvió a Cacaria y se casó con Lupita. El calabozo dejó de ser el mito de la Celda de la Muerte, y tomó su nuevo nombre: "La Celda de Juan Sin Miedo". —Un mito con el tiempo se hace mitote. En la actualidad nadie sabe si existió la celda, ni se sabe el lugar exacto de los acontecimientos. —Todo el mundo sabe que si es cierto porque mi abuelo decía que al alacrán se lo llevaron en un frasco al museo de México, y el hombre, como lo era de nación, no echaba mentiras nunca. —Es una leyenda. La única opción que puede salvar una vida es el suero anti alacránico por eso te digo que te apures a llegar. Si llegamos más tarde ni el mismo suero puede salvarlo. ¡Apúrate por favor! —No se para que tanto brinco estando parejo el suelo, doctor. Nadie se salva del alacrán de Durango. Ha matado muchos niños en el Cerrito del Calvario porque no saben desconfiar. Mi abuelo decía que los alacranes eran espías del diablo y nos enseñaba a rezar antes de dormir: “San Jorge Bendito/ amarra tu animalito/ con tu cordón bendito/ y que no me pique a mí/ ni a otro pobrecito”, como una esperanza de acabar con la maligna plaga de alacranes que se halla en la Ciudad de Durango. —Tú apúrate. No todos comparten el sentimiento de temor que embarga el corazón, al ver un alacrán, no. Hay personas a las que si les da gusto encontrar alacranes. —Ya sé que usted dice, como Catarino Hernández, el alacranero, atrás del templo de Analco, que los atrapa a la media noche con una antorcha, les arranca la cola a cada uno de ellos, y luego los lleva a vender a la presidencia donde después de pagárselos los arrojan a la Acequia Grande. —Se le arrancan las ponzoñas para enviarlos a un laboratorio a México. El año pasado se agarraron ciento veinte mil alacranes. —¡Ánde, no diga! ¿Y eso? ¿Para qué tantos?


—Para fabricar el suero anti alacránico. ¡Al fin, ya llegamos! ¡Acércate a la entrada principal! Fue muy rápido cuando llegamos pero el enfermo no resistió los temblores y murió como todos los picados de alacrán con la boca abierta reclamando una bocanada de aire y en medio de horribles convulsiones así que no me sorprendió la desgraciada noticia que la enfermera le dio al doctor antes que se acercara a examinarlo: —Ya está difunto. Dios lo agarre confesado. —¿Cuándo le picó el alacrán? —Desde las siete de la noche lo bajaron del Cerro del Mercado y lo llevaron primero al Templo de San Agustín. Después lo trajeron con ahoguillo hasta noche unos vecinos caritativos, porque aquí no tiene familiares. Al parecer es gente de Chihuahua, si nadie lo reclama lo van a llevar a la fosa común. —Lástima ¡El suero lo habría salvado! La próxima vez hay que estar más prevenidos y me avisen en cuanto conozcan del caso de la picadura. Si pasa la segunda hora es muy poco lo que se puede hacer. El número de defunciones causadas por las picaduras de alacrán durante un periodo de 36 años, desde 1890 hasta 1926, fue de 1610 que da un promedio de 44 muertes por cada año. —Mil seiscientos diez muertos son verdaderamente alarmantes -Dijo la enfermera mientras le echaba una sábana al rostro del cadáver para que nadie lo viera- ¡Huy, qué miedo! Y se me hacen pocos porque muchos no vivían para contarlo. —Mi abuelo decía que había más de ciento cincuenta muertos cada año antes que viniera la Revolución. —Aparte de este caso este año solo tres forasteros han muerto, pero todos los picados que reciben a tiempo el suero anti alacránico han salvado la vida. ¿Cómo se llamaba el paciente? —Traía un papel en la camisa que decía: Eulogio Ortiz. —¡No puede ser! ¡El Alacrán de Durango! –se me salió decirle. —No lo creo. Ha de ser un homónimo –dijo con prudencia el doctor- que lo entierren temprano en la fosa común porque los picados de alacrán apestan pronto. —No cabe duda -contestó la enfermera de modo lacónico pero a mí no me sorprendió- no cabe duda que el alacrán de Durango ha cobrado la vida a todo tipo de personajes –ricos y pobres, paisanos o fuereños- como decía y con razón el Obispo Pedro Sánchez de Tagle hay que rezar a San Jorge el Santo Patrono de Durango cada 23 de abril con una esperanza de acabar con la maligna plaga de alacranes, para que interceda para liberar a los niños entre los que causa los mayores estragos cada año. —Han rezado más de dos siglos a San Jorge –Contestó el doctor un poco afligido cuando regresábamos- la invención del rezo se debe fundamentalmente a la incertidumbre. Antes del naufragio nos hunde el pánico. La muchedumbre adora todo aquello que no comprende. Las plegarias del miedo, como las luciérnagas, requieren de la oscuridad para brillar. —No se ponga triste –para consolarlo le dije- Cuando funcione su suero va a ser muy rico y más famoso.


—No se trata de hacer fama ni plata sino de salvar a tanto desventurado. El doctor Carlos León de la Peña trajo la idea original que aprendió en sus estudios de neurología y química en el Instituto Pasteur de Francia, directamente del doctor Vital Brazil Mineiro da Campanha, fundador del Instituto Butantan de Sao Paulo, conteniendo un artículo relativo a la preparación de un suero contra el piquete del alacrán que vive en Brasil. Primero logramos inmunizar a un caballo con 1500 ponzoñas y después de sangrarlo conseguimos el suero anti alacránico. Antes de comenzar a usar el suero en la especie humana creímos conveniente remitir una muestra al Instituto de Higiene de la Ciudad de México para su control, por ser ese el establecimiento científico de más prestigio de nuestro país y por lo tanto, con autoridad científica para juzgar nuestro trabajo. El estudio fue hecho por el Dr. Zozaya, director entonces, del Instituto y de conocida competencia en Serología. Su dictamen fue publicado en el No. 2 del Boletín Oficial del Departamento de Salubridad, correspondiente al segundo trimestre del año de 1927. Sus conocimientos respecto a la eficacia del suero en animales de laboratorio fueron exactamente los mismos a los que nosotros habíamos llegado. Entonces nos decidimos a comenzar a aplicarlo en las gentes. —Si no fuera por su suero nadie se salvaría. —Yo atiendo a los enfermos; Dios los cura. Si encontramos un remedio que sea eficaz será gratuito, nunca para lucrar con la muerte de tantos seres inocentes. No viviré ni moriré contento hasta que ni un solo duranguense muera por esta causa tan trágica. Al día siguiente el Doctor me mandó llamar a su consultorio para decirme que por parte del sindicato iba a tener las tardes libres y descansos el sábado y el domingo por lo que me puse muy contento. Esa tarde, con la libertad, no supe que hacer. Me fui a la gasolinera que estaba en la de 20 y no pasó mucho tiempo sin que llegara mi compadre, que traía un “diecero” Así le decíamos a los carritos de ruta porque se cobraban diez centavos por cada pasajero. Al verme le extrañó que yo no anduviera trabajando. Cuando le conté lo sucedido, ni tardo ni perezoso, me pidió que le ayudara toda la tarde para irse con su vieja al Teatro Imperio. No pasó mucho para que el doctor me preguntara lo que hacía en las tardes libres, y le contesté: —Pues ayer me gané cuatro pesos. —Eso sí está muy bien ¿A qué te dedicas? —Le ayudo a mi compadre manejando el “diecero”, su carrito de ruta, hay tardes que he ganado hasta cinco pesos. Al oírme, como que se quedó un rato sin mirarme, pero luego, dirigiéndome la vista me dijo muchas palabras tan re’ bonitas que no puedo acordarme, nomás las del final: —Cuando veas que sale la primera placa, este carro va a ser tuyo, y yo me bajo ahí mismo donde sea. Tú te quedaras a trabajar en la ruta ¡No se te olvide, Antonio, cuando veas la primera placa! Diciembre pasó más lento que noviembre. Tan lento que hasta el año se me olvidó. Cuando llegó enero ya no dormía tranquilo pensando como iba a hacerle para pagar el carro del doctor. Antes de acabarse el frío de enero, una mañana muy temprano llevaba al doctor, al palacio municipal, hicimos un alto en la esquina del


Arzobispado, quedando frente a nosotros uno de los “dieceros” de la ruta. El aire se me fue del pecho cuando vi que traía su placa nuevecita. Cuando el doctor me vio, intrigado tal vez por mi silencio, o tal vez de mi emoción, sin percatarse de lo mismo que yo estaba viendo: —Doctor ¿Qué le parece el carrito ese? —Un Chevroletito del 38, no le veo nada de extraordinario. —¿Ya se fijo bien? —No es nuevo. No tiene choques ¿Si tiene algo importante porqué no me lo dices? —La placa, Doctor. —¡Es nueva! ¡No me había fijado! -y sin pensarlo dos veces, me dijo¡Antonio! ¿Ya te fijaste? ¡Traía las placas nuevas! Aquí me bajo: el carro es tuyo. —No señor Doctor –le dije, apesadumbrado- no me haga eso. —Ya trabajaste muchos años conmigo, ahora es muy justo que trabajes para ti mismo. Con todo gusto de doy mi carro para que lo juntes un patrimonio para tu familia, que tienes muchos hijos a quien mantener. Ahora, deja bajarme que buena falta me hace caminar. Y no lo dejé que se bajara. Le insistí que hacía muchísimo frío todavía y que yo quería llevarlo primero al hospital, y después a su consultorio, para que me platicara como iba a pagarle el carro. Aceptó que lo llevara al hospital y luego a su casa, pero me aclaró que el carro me lo daba para que trabajara por mi mismo y juntara un patrimonio para mi familia –y que ya no le trabajara a nadie. Sentí que el corazón me daba tanto canijo brinco que no pude hablar. Además que ni fui a la escuela para poderle decirle lo que sentía –porque eso sí: no se leer ni escribir pero no soy ingrato- le prometí que todos los días iría a llevarlo al hospital, y lo cumplí. Aquel hombre noble y sereno, aquel doctor tan famoso, seguía callado como si nada hubiera pasado, mientras a mí, en lugar de palabras que no tengo, las lágrimas me salían de los ojos y me nublaban el cielo. Creo que el doctor si me entendió –ustedes, no- porque cuando llegamos a la puerta de su consultorio, no me dijo una sola palabra, solo me dio a manera de despedida dos palmadas en mi hombro izquierdo, antes de desparecer bajo la fachada de cantera que enmarcaba el portón de su consultorio. Cuando ya me sentí de veras solo, entonces sí, lloré. El Doctor Venzor era muy buena gente conmigo, y como no tuvo hijos – ahora me digo- a mí me tocó en suerte el carro del doctor. Lo traje de ruta hasta que saqué para comprarme el lote donde ahora vive mi prole. Ahora que estoy aquí -viejo y enfermo de olvido- cuanta memoria tengo se me apaga. Primero se escatimaron las llantas por la guerra mundial, luego las refacciones se escasearon, así que le saqué el motorcito para jalar agua del pozo del ranchito de mi abuelo. Las láminas sirvieron para hacer un techo y las puertas un cerco del corral de las gallinas. ¡Cómo no me voy a acordar! Si fue el 17 de julio de 1943 cuando un infarto acabó con la vida del doctor mientras leía en su consultorio ¿Ninguno de ustedes recuerda al doctor Isauro Venzor Feudesi? Es que si no tiene ni una estatua aquí ha de tenerla en el cielo. Hasta la misma calle de su consultorio lleva su nombre. No, si les digo que de veras fue un gran personaje en la Ciudad de Durango ¡Hasta aquí comió gordas


Antonio! Desde ese día estoy solo, como huérfano; ya ni siquiera tengo el carro del Doctor. FIN Epílogo

Viví la aventura, lo cual es una riqueza para mi vida, como estudiante de medicina en la Universidad Juárez del Estado de Durango. Hospedado en una casona de colonial arquitectura –Hidalgo 508 Sur un número fantástico, casi en la Alameda- con pisos y vigas de gruesa madera, balcones de abolengo español con altos ventanales de orlas forjados, paredes de noble cantera adornadas con oleaje en las cornisas y arabescos religiosos en cada esquina, bañados del cielo azul diurno y de la luz de cuentos y tradiciones sin fin como su intemperie noche estelar que no ha cambiado en los cinco siglos de la Perla del Guadiana -ni en mi añoranza. Cada noche era efímera comparada con el peregrinaje grecolatino de huesos, músculos, órganos y arterias que teníamos que recorrer de memoria para la primera lección de Anatomía de la siguiente mañana. Yo siempre vinculo el Puente de Piedra, La Calle Fanny Anitúa, El Cerrito de los Remedios y el grabado de Hipócrates en la fachada con mi Escuela de Medicina. La trama empieza de polvo y tiempo; de sueño y cábalas que no habrán cesado hasta el final del camino. Quizás el ideal sería que no hubiera éxito ni fracaso; que no existiera ni la pobreza ni la fortuna; pero no es así ¿Cuantas cosas extrañamente sigilosas durarán más allá de nuestro olvido? ¡No sabrán nunca…que nos hemos ido! El único intruso en este lance de aprendices era un alacrán de las leyendas que cada noche surgía exacto entre los tablones de la rancia madera reclamando de rutina su territorio con luz de luna en lugar de la lámpara ámbar que iluminaba una calavera articulada sobre los cuatro volúmenes del “Tratado de Anatomía Humana” 8va. Ed. de Leo Testut-Latarjet. Cada lección le dicta a cada alumno ideas totalmente distintas. Es cierto, si. Yo no se si estos dos párrafos puedan leerse de colofón…son quizá fragmentos pero tenían que serlo para que fuesen explícitos más allá de las palabras que he usado esta noche: No son los hospitales ni los laboratorios, ni el quirófano ni la morgue, ni siquiera el universo caótico e interminable de las ciencias que otros llaman biblioteca donde brota el arte de ser médico, sino en la cátedra espontánea -facultad intacta y secreta- de cada Maestro frente a sus discípulos: Esa es la verdadera Escuela de Medicina. Por ellos –mis Maestros- estuve, fui y soy de medicina el aprendiz; soy, y estoy agradecido, por añadidura, aquí. -René Soto Reyna.


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