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entre hilos
Tuvieron todo en contra. Les prometieron un EMPLEO cosiendo ropa, comida, un buen sueldo, vivir en Buenos Aires y dejar Bolivia, pero FUERON ENGAÑADAS. trabajaron como esclavas DURANTE 16 horas al día Y sin nadie a quien acudir, PERO lucharon, siguieron luchando y al final -con mucho esfuerzo, lágrimas y voluntad- LOGRARON salir. Por Pablo Ferri. Fotografía: Paula Salischiker.
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Los trabajadores viven amontonados con sus familias.
Parte
de sus historias se repite: conocían a alguien y por eso llegaron a Buenos Aires, muchas veces un familiar, un vecino. Les prometieron un buen trabajo confeccionando ropa, casa, comida, un sueldo. Les pagaban el pasaje de ida desde Bolivia –La Paz, Sucre, Tarija…–, les mostraban un futuro feliz. Las chicas llegaban a la estación de autobuses de Liniers, en el límite entre la capital argentina y la provincia de Buenos Aires. Casi siempre era de noche, siempre un viaje muy largo, decenas de horas desde Bolivia. De ahí las recogían y llevaban al hogar del sueño truncado, un taller textil –ellas aun no lo sabían–, siempre un cuchitril lleno de máquinas de coser –collaretas, rectas, overlooks…–, del polvillo de esas máquinas, de cuartos minúsculos para dormir –dos por dos, tres por tres–, jornadas interminables de más de 14 horas, comida escasa… Pasaban allí varios meses, perplejas, quizá deprimidas, seguramente desesperadas y cuando cualquiera pensaría en arrojar la toalla, cuando la única reacción posible comprendería un mar de lágrimas, ellas salían adelante. Se pararon y echaron a andar. Y andan. 46
Para defender los derechos de sus compatriotas, Olga Cruz se convirtió en espía de talleres clandestinos.
“Después te vamos a pagar” “Cuando te quieres ir dicen que primero les enseñes el boleto de camión. Luego te empiezan a decir todo lo que les debes: colchón, comida del viaje cuando te trajeron… Al final o te quedas trabajando o te vas sin nada”. Olga Cruz tiene 37 años y llegó a Buenos Aires hace 16. Nació en Sucre, una pequeña ciudad del altiplano boliviano. De pequeña hacía cuajada con la leche de las cabras de su mamá. Vivía en un barrio a 15 minutos del centro. Sus abuelos tenían un campito y sembraban papas, trigo, habas, arvejas; ella ayudaba en la siembra y la cosecha. Su papá le enseñó a comprobar si las papas estaban listas hurgando con un palo en la tierra, “tenías que hurgar con cuidado para no estropear la raíz”. Dejó la secundaria porque eran siete hermanos y su mamá no podía pagar el material de todos; la está terminando hasta ahora. Vivían apenas con lo justo. A los 20 años nació su primer hijo, Johan. Después, tuvo a Daniela -16- y Micaela -10-. Se casó, luego se separó y entre tanto fue a probar fortuna a Buenos Aires. Entonces tenía 21. “Caí en un taller por un primo hermano. El horario era de siete de la mañana a 10 de la noche, a veces terminábamos hasta las 11. Compartía ese horario con mi hermana porque tenía que hacerme cargo de mis hijos –Daniela nació al poco tiempo de llegar a Buenos Aires–. Trabajé ahí alrededor de tres o cuatro meses. Nos daban de desayunar té o mate cocido; en el almuerzo una sopa con un trozo de carne y en la cena igual. No vivía en el taller, pero es lo mismo: alquilas un cuarto donde sea y tampoco tienes derecho a nada. En el taller no me pagaban, llegaba fin de mes y simplemente me decían: ‘El dueño no pagó, el fabricante no pagó, después te vamos a pagar’. Esa cadena no ha cambiado y sigue hasta el día de hoy”.
que trabajan hasta 14 personas y un día cualquiera, después del almuerzo, son 10 –en máquinas overlook, recta, collareta, en la mesa de estampado, en las computadoras, en la mesa de corte–. Después del almuerzo el comedor se vacía, el trasiego se concentra entonces en la planta de arriba, una bodega atestada de hilos de colores, piquetes –tijeras especiales de costura–, carteles en contra de la esclavitud moderna –la de los talleres textiles clandestinos–. Olga trabaja ahí todas las tardes, junto a la ventana y una foto del papa Francisco. Hoy recuerda cómo La Alameda dejó de ser el típico comedor social y empezó a luchar por los derechos de sus compatriotas; cómo se convirtió en un refugio para ella y las demás, en un segundo hogar.
El comedor de la Fundación Alameda también sirve como salón de juntas de la cooperativa.
“ME PAGABAN CINCO PESOS AL DÍA. EN AQUELLA ÉPOCA NO PODÍAS HACER MUCHO CON ESO. ME ACUERDO QUE EL HELADO DE AGUA MÁS BARATO COSTABA 20 o 25 CÉNTIMOS”. Olga come de pie. Entre las 12:30 y las 13:00 busca un hueco en la barra de la cocina de la asociación La Alameda, una organización no gubernamental que lucha por los derechos de los trabajadores del sector textil en Argentina, sobre todo de los trabajadores migrantes, en especial de los bolivianos. Llena un plato y come ahí parada, cerca del rancho que sacia el apetito de decenas de migrantes que acuden allí cada día. Ya hace tiempo que las cosas le van bien y ella puede recitar de carrerilla años enteros de su vida: “Después del primer taller me fui a otro de reparación de tejidos de lana y luego a otro de bordado con lentejuelas. En ése estuve un buen tiempo, pero al final me fui porque no nos pagaron. Siempre te hacen una trampa. Por ahí te pagan una, dos o tres veces y cuando ya ven que se acaba la temporada no te pagan. Luego fui a trabajar a una verdulería. Me pagaban cinco pesos al día. En aquella época no podías hacer mucho con eso. Me acuerdo que el helado de agua más barato costaba 20 o 25 céntimos”.
Era la época del corralito. Cientos de miles de argentinos perdieron sus ahorros en 2001, los bancos dejaron de dar dinero. Para los migrantes la situación no era mejor: Olga dejó la verdulería porque no le pagaban y comía en el comedor social de la iglesia. “Un día fui a una iglesia que repartía comida, pero no alcanzamos porción y nos quedamos sin comer. Había mucha, mucha gente, nos apretaban y yo tenía miedo por mis hijos. Tuvimos que abandonar la fila. Ese día lloré porque no pude hacer nada por ellos, no les di de comer”. Luego su hermana le habló de La Alameda. Se escuchan varias máquinas de coser en la grabación. Olga usa una collareta de cuatro hilos, una máquina ideal para el acabado de prendas de ropa. En el piso de arriba de La Alameda funciona una cooperativa textil desde 2005. Olga y otros compañeros la crearon. Ahora cobran según lo que trabajan, según los encargos que tienen. Hay meses que ganan 1,500 pesos argentinos (250 dólares, según el cambio oficial) y otros hasta 4,000 (650 dólares). Hay meses
“Sería en 2003 o 2004. Venían muchos trabajadores de un taller de aquí cerca (La Alameda está enfrente del parque Avellaneda, en la comuna 9 de la capital, cerca ya de la provincia). Decían que trabajaban desde las siete de la mañana hasta la una, las dos, las tres de la mañana. Confesaron que el tallerista, así llaman los costureros al encargado o dueño del taller clandestino, de nombre Salazar Nina, hacía café de madrugada y les ponía la música muy alta para que no se durmieran, también para que no hablaran. El tallerista no quiere que los trabajadores platiquen entre ellos porque a cada uno les paga una cosa. También decían que llegó a golpear a algunas empleadas y cortaba las pestañas a los niños para que no fueran a molestar a sus mamás; muchos talleres clandestinos funcionan en régimen de cama adentro: los empleados viven y trabajan allí junto a sus hijos. Un día, en una asamblea de La Alameda, se decidió que me enviarían a investigar”. Entonces Olga se convirtió en espía con una cámara escondida en la mochila. 47
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“UNA PAREJA Y SUS HIJOS tENÍAN anemia crónica. a los niños no les daban de comer porque no trabajaban. esta familia tenía las máquinas instaladas en su cuARTo”. El caso Salazar Nina lleva años en los juzgados. La Alameda denunció primero sus talleres, tenía dos, y luego llegaron otros, decenas en Buenos Aires y otras ciudades del país. Denunciaron el horario inhumano de trabajo, las condiciones de vida penosas, la irregularidad en los pagos –cuando había–, los abusos y maltratos, en fin, de decenas de talleristas que luego vendían la producción a marcas prestigiosas. La Alameda ha denunciado a muchas marcas de ropa y zapatos. Pero todo empezó el día que Olga se colgó una mochila en los hombros con una cámara oculta que ocupaba la mochila entera y llamó a la puerta del taller de Salazar Nina. “Fue en verano la vez que entré. Me presenté y dije que buscaba trabajo. Un canal nos había dejado una cámara oculta que yo llevaba a cuestas y ahí grabé”. Olga tomó video de Salazar Nina, “boliviano, de La Paz, alto, fisicudo”. El taller estaba en la planta de abajo y las viviendas arriba, siempre habitaciones de dos por dos o tres por tres, paredes finas, puertas que no eran puertas sino cortinas delgadas, el polvillo de las máquinas flotando en el aire. “Una pareja y sus hijos tenían anemia crónica. A los niños no les daban de comer porque no trabajaban. Esta familia tenía las máquinas instaladas en su cuarto, dos o tres, y una litera para dormir todos. Cuando las máquinas no paran de funcionar por horas sale mucho polvillo”. Olga comprobó que los testimonios de los trabajadores eran ciertos, disimuló un rato ante el patrón y se marchó. Al día siguiente volvió con la cámara y grabó el segundo taller. Muerta de miedo, dijo de nuevo que quería trabajar y Salazar Nina la recibió en su cuarto, un 48
lugar espacioso, con cama grande y pantalla de plasma. Comía fruta de un plato: plátanos, uvas, manzanas, de todo, y le prometió una vida hermosa, un buen sueldo, etcétera. Olga asintió y se fue. El día de hoy Salazar Nina responde ante los tribunales. Desde entonces Olga se ha infiltrado en cantidad de talleres, “10, 15 o 20”, ahora ha perdido la cuenta. Sus grabaciones y las de sus compañeros han lanzado investigaciones oficiales a talleres clandestinos y han enganchado el drama del trabajo esclavo al mapa mediático en Argentina y otros países latinos. “Ya no habló más” “Y mi tía me dijo: ‘Anda para allá, ¿o no quieres trabajar? Bueno, le dije’. Y me trajeron para acá y estuve un año trabajando con ellos, con el vecino”. Pamela Flores llegó varias veces a Buenos Aires –a la estación de autobuses de Liniers–. La primera, en 2007, fue con un vecino de su tía. Tenía 19 años. “Había terminado la secundaria en La Paz y quería seguir estudiando. Para eso necesitaba dinero”. Pamela llegó a un taller de costura en la avenida Eva Perón, cerca del parque Avellaneda. Sería ayudante, dedicaría seis días a la semana -en jornadas de 7 a 22– a cocinar, planchar y ordenar ropa, limpiar todo. Eran cinco hombres y tres mujeres en el taller, algunos de su edad, otros menores. Los que sabían cosían sacos de vestir. “El vecino de mi tía me dijo que me iba a pagar 300 pesos al mes –100 dólares en la época más o menos–, pero en realidad no me pagaba, él anotaba lo que me compraba: jabón para mi ropa, champú, comida y me lo descontaba. Me dijo que me iba a pagar cuando me
fuera, pero estuve un año y luego ya no me quería pagar. Los domingos también laboraba porque no me dejaban salir. Me quedaba limpiando todas las máquinas y haciendo el aseo. Dormí todo ese tiempo en una litera que estaba ahí mismo en el taller. La compartía con una chica y su bebé”. Su papá le mandó dinero y Pamela volvió a La Paz. Cinco meses más tarde lo intentó de nuevo. “Estaba embarazada en esa época. Mi esposo (que es su novio, aunque lo llame así) me dijo que viniera. Se llama Joaquín. Entonces fui e igual me puse a trabajar de ayudante en otro taller: cocinaba, ayudaba. Mi sueldo era igual que en el otro, pero en éste sí me pagaban, 300 pesos. Al principio estaba a gusto, pero cuando nació mi bebé ya no pude laborar. Ahora tengo dos, Brian, de cuatro, y Michelle, de tres. Vivíamos en el taller, en un cuarto chiquito. Mi hijo se enfermó mucho en ese lugar, era muy pequeño y tenía humedad porque había sido un baño. Hace tres años de eso. Ahí vivimos con mi hijo hasta que tuvo año y medio. Estaba muy delicado, tenía asma, no podía respirar y siempre estaba con nebulizadores. Luego tuvo fiebre, diarrea, estuvo así una semana, me dijeron que iba a mejorar, pero no”. La voz de Pamela se rompe y llora porque todo es muy reciente, porque se ha visto de repente en aquella habitación que era un baño, ha sentido la humedad, el zumbido de los nebulizadores y la voz de su hijo y… “Ahora ya está bien, está bien […]. Antes de no hablar decía cosas, decía: ‘Mamá, papá, pis…’. Ya no usaba pañal, pero luego volvió a usar”. Pamela, su marido, Brian y la pequeña Michelle volvieron a La Paz y luego de
Los trabajadores padecen anemia por la precaria alimentación y adquieren distintas alergias.
Los talleristas venden las confecciones a marcas reconocidas sin pagarles a sus empleados.
Las manos que se encuentran detrás de las prendas que utilizamos día a día probablemente son víctimas del trabajo esclavo.
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“CUANDO venía la inspección, los que estábamos a prueba teníamos que subir corriendo al desván para que no nos vieran. de 20 trabajando éramos 15”.
Gracias al esfuerzo que se lleva a cabo en La Alameda, se han realizado juicios a patrones explotadores.
vuelta a Buenos Aires. Lo intentaron varias veces, un taller, otro, otro. Hace unos meses que alquilan dos cuartos en un departamento en Villa Celina, la pequeña Bolivia porteña. El problema del lugar es que las puertas son cortinas, sus hijos salen de las habitaciones y la otra gente que vive allí se molesta. “Ya nos queremos ir”, dice. De momento pasa los días entre su casa y La Alameda, donde ayuda en la cocina y se desahoga con las otras chicas. Se acuerda de sus papás y piensa que igual vuelve a Bolivia cuando ahorre. “Mi papá es profesor, mi mamá limpia flores para la municipalidad. Me dicen que vuelva, pero queremos ahorrar. A mi marido ahora le pagan 1,200 pesos al mes (250 dólares) y trabaja mucho. Yo me ocupo de los niños”. “Teníamos que estar en el desván” Algunas desaparecen durante largo tiempo. Flora, por ejemplo, lleva casi un mes sin poner los pies en La Alame50
da. Estuvo enferma y luego además tuvo a su bebé y parece que tiene miedo de hablar –de más–. Hace unas semanas, en septiembre, relató su historia. Flora trabajaba en un taller clandestino, se cambió a otro, luego a otro; la rutina y condiciones siempre los mismos. La Alameda había denunciado hacía poco a una gran empresa textil española y parece que Flora trabajaba en uno de los talleres que la proveía. Tenía miedo, no quería además que se supiese que ella contaba lo que pasaba. Ni siquiera Olga había hablado con ella desde hacía tiempo y Olga habla con todas. De septiembre a noviembre ocurrió lo mismo con varias chicas que fueron a denunciar. Reyna Carrasco, de 24 años, apareció en octubre y ya no volvió. Había llegado a Liniers un domingo por la noche tres años atrás. Un tío la había traído para trabajar en un taller. Olga Montaño, otra Olga, tenía 27 años el día que narró su historia en el comedor de La Alameda. Había llegado con 20 a trabajar en el taller de su prima en
Buenos Aires. “Me explotaba”, contó. “Yo quería estudiar bioquímica en La Paz, pero había demasiados postulantes y pues…”. Tampoco volvió. Parecía que La Alameda condensaba fantasmas. Chicas que en la calle no eran nadie más que empleadas de sus patrones, madres de sus hijos, cocineras de otros, aquí, en el comedor, hablaban, se explicaban, se hacían carne y hueso y tan rápido como aparecían –sus caras cobrizas, su pelo negro, algunas baratijas en las muñecas o en los dedos–, podían desaparecer y esfumarse. Olga dice que a veces pasa, que muchas veces trabajan con familiares y que no las dejan salir o las convencen de que hablar de los problemas internos del taller equivale a traicionar… Roxana llegó al comedor una tarde de noviembre con su hijo Axel. Apenas levantaba cinco palmos del suelo y ya generaba el caos de un rebaño de cabras. Gritaba, agarraba las cortinas de las ventanas del comedor –y se llenaba de polvo–, agarraba los celulares de las mesas,
subía las escaleras que dan a la cooperativa. De ser más alto seguro hubiera agarrado las fotos que cuelgan de las paredes sólo por el placer de hacerlo. Roxana se reía, su larga trenza vibraba sobre una camiseta gris de manga corta y cuando Axel se tranquilizó empezó a hablar. “La primera vez vinimos con un vecino que tenía un pariente peruano y nos trajo. Fue hace tres años. Llegamos un día en la noche a la estación de Liniers. Luego una combi nos llevó al taller. Nos dijo que nos iba a pagar 200 pesos a cada uno, pero luego nos descontaba los pasajes, la comida, etcétera”. Roxana se embarazó. “No me dejaban salir, la primera vez que fui al ginecólogo tenía cuatro meses de embarazo. El peruano me obligó a que fuera con
su esposa”. Con siete meses el médico le dijo que mantuviera reposo, pero los talleristas no querían y los echaron. Roxana y su marido volvieron a La Paz y Axel nació poco después. Apenas con un año Axel dejó Bolivia para siempre. Roxana entró a trabajar entonces en un taller de coreanos en Buenos Aires donde hacían lencería. “Me dijo que primero tenía que estar a prueba tres meses, ‘de negro’, pero nunca me puso en blanco. Cuando venía la inspección, los que estábamos a prueba teníamos que subir corriendo al desván para que no nos vieran. De 20 trabajando éramos 15. Pasó como tres veces”. Roxana se fue a otra fábrica de lencería, ésta legal. “Era de unos judíos”. En pocos meses la hicieron encargada de la planta, pero tuvo
que dejarlo. Su esposo se operó los ojos –tenía miopía crónica– y quería trabajar menos horas. El patrón dijo que no era posible. Entonces le hablaron de La Alameda, su hermano trabajaba aquí, en la cooperativa. “Me mostraron que hay juicios a las personas que explotan laboralmente y me gustó mucho que hubiera juicios. No sabía que se podía luchar contra el trabajo esclavo. A veces yo me decía: ‘¡Cómo no me había enterado de que existía esto!’”. Roxana ayuda ahora en La Alameda. Su marido ya está bien de los ojos y Axel es un muchacho alegre, no hay duda. “Mi lugar favorito de Buenos Aires es el zoológico. Me gusta mucho. El de La Paz es chiquito, aquí hay focas, pingüinos, en Bolivia no”.
Algunas mujeres toman valor para testificar contra sus jefes, sin embargo, pronto desaparecen sin dar seguimiento al caso.
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