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La guerra de las
esmeraldas
Por José Luis Pardo y Alejandra S. Inzunza Fotografías: Alejandra S. Inzunza
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La muerte de Víctor Carranza, el zar de las esmeraldas, ha dejado sin líder visible a uno de los más rentables y convulsos negocios de Colombia. Los esmeralderos temen una nueva Guerra Verde. En los últimos nueve meses, al menos 25 personas relacionadas con el negocio han sido asesinadas. El posible heredero de Carranza sufrió un atentado en un centro comercial. En la zona ya se ha visto a grupos de ex paramilitares y guerrilleros desmovilizados. Los esmeralderos piden militarizar la zona para evitar un nuevo baño de sangre.
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Bogotá.- Fue cosa de hace tres semanas: un helicóptero y una aeronave no tripulada sobrevolaban el cementerio Jardines de Paz, un polígono arbolado e irregular ubicado al norte de esta ciudad. Del primero descendían, suaves y armoniosas, olas de pétalos de rosa cuya caída anunciaba la llegada de una marcha de dolientes; la otra, discreta y silenciosa, propiedad de los servicios de inteligencia de Colombia, vigilaba a un grupo de hombres que suelen vestir costosos trajes y a los guardaespaldas que, en autos blindados, escoltaban el féretro de Víctor Manuel Carranza Niño, el zar de las esmeraldas. Los violines y las canciones de José Alfredo Jiménez, el artista preferido de Víctor Manuel, sonaban al paso del ataúd. En la capilla, sobre el altar, una imagen al óleo de Carranza, con bigote recortado, el sombrero blanco de cinco dólares que siempre portaba y los ojos semiabiertos con los que siempre observó en primera línea, como pocos, los conflictos del último medio siglo de Colombia. Carranza fue enemigo declarado de la guerrilla, acusado de ser uno de los pioneros del paramilitarismo y de haber montado un grupo armado al que se responsabilizó de haber perpetrado varias matanzas. Mientras en los años ochenta más de 3 mil personas morían en la Guerra Verde, el conflicto que estalló entre los dueños de las minas de esmeralda, él se convertía en el amo y señor. “Esa joya, esa mina y esa finca y ese mar, ese paramilitar (…) ese federal, ese sapo, ese chivato, el sindicato y el obispo general son propiedad del señor Matanza”, decía Manu Chao en una canción inspirada en su figura. Carranza sobrevivió a todos sus enemigos, a varios atentados y también a la justicia, que nunca logró sentenciarlo a pesar de que acumulaba causas abiertas –al menos cuatro– y testigos que lo incriminaban. Murió el pasado 4 de abril, a los 77 años, en una cama de la Clínica Santa Fe de Colombia, producto de un cáncer de próstata. Mónica Hernández, una famosa presentadora de televisión, dirigía el sepelio desde el atril. Allí recordaba la cara amable que deseaban apreciar quienes lo admiraban: la del niño pobre y sin estudios que modernizó las minas y proporcionó empleo a miles de colombianos. “Nos enseñó que las esmeraldas eran brillantes, grandes, hermosas y poderosas”, decía la maestra de ceremonias. Él sabía lo que esas piedras “hermosas y poderosas” representaban: al momento de su muerte, Carranza acumulaba casi un millón de hectáreas de terrenos, 100 mil cabezas de ganado y, resguardadas en la caja fuerte de un banco de Bogotá, las dos esmeraldas más grandes del mundo, Fura y Tena, de 11 mil y 2 mil quilates, respectivamente. La del hombre esmeralda era una de las grandes fortunas de Colombia. “En otra dimensión, pero se le ha comparado con Tirofijo –como se conocía al fundador y líder histórico de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), quien murió en 2008 de un ataque al corazón– por ser un hombre de poder, vincu-
lado a muchas cosas”, analiza una persona cercana al hombre que dominaba el marcado de las gemas verdes. Hacía dos años ya que la salud de Carranza flaqueaba y con ella la frágil paz de los esmeralderos. “Don Víctor estaba muy delicado. Tenía cáncer de próstata, pulmones y huesos. Estaba siempre con oxígeno, tratándose como Chávez”, afirma Luis Felipe Sánchez, obispo de Chiquinquirá, municipio de la cordillera oriental de Boyacá, la tierra de las minas de esmeraldas. Hasta entonces, el zar, un hombre bajito pero vigoroso, con el torso fuerte típico de la gente que trabaja en el campo, era el caudillo en una región pobre, infestada de narcos, guerrilleros y paramilitares, en la que el Estado le había cedido el control. La enfermedad le llegó justo después de sufrir un último atentado. Salió de su finca y subió al auto, escoltado por una comitiva de cuatro vehículos blindados. Después de varios kilómetros cayó en cuenta de que el auto no tenía combustible suficiente y paró en una gasolinera. En ese momento, 15 hombres armados, algunos con lanzamisiles, embistieron contra el auto que lo seguía, creyendo que Carranza viajaba en él. Tenía suficientes enemigos, tantos como para acumular, y salir con vida, unos 25 ataques con granadas, bazucas y lanzacohetes. Esas eran 25 suficientes razones como para vivir casi recluido, de finca en finca, huyendo de la altura de Bogotá, perjudicial para su salud y su seguridad. Comía con sus guardaespaldas, familiares o gente de extrema confianza. Siempre tenía a mano una pistola y en las noches una subametralladora. De vez en cuando salía de sus fortalezas y acudía a las reuniones de los esmeralderos, siempre auspiciadas por la Iglesia. El tema era el mismo: la paz. –Ya no hay palabra. Ahora estas reuniones son mentira –comentó a un amigo cercano pocos meses antes de morir–. Ahí dicen que sí a la paz y luego sólo hay muertos.
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Quién mató a Mercedes? Durante un rato prevaleció el silencio. Ni Víctor Carranza, ni su enemigo desde hace años, Pedro Rincón, alias Pedro Orejas, respondían a la pregunta del obispo Luis Felipe Sánchez. El zar permaneció con el gesto imperturbable que lo distinguía –sus allegados cuentan que cuando estallaba en ira era mejor estar lejos de él–. Orejas, un hombre corpulento de ojos achinados y rasgos finos, tampoco abrió la boca. Los tres se habían reunido para hablar sobre la estabilidad de la zona. Los acuerdos de paz firmados hacía 23 años en Boyacá se tambaleaban. Mercedes Alieth Chaparro, una mujer que trabajó estrechamente con el zar durante décadas, había sido asesinada días antes –en julio de 2012– cuando se dirigía a una de las fincas de su jefe, en la zona rural de Muzo, la capital esmeraldera de Boyacá. Hasta ahora no se sabe quién la asesinó, pero la eje-
cución fue interpretada como un golpe directo al reinado de Carranza. Desde entonces, al menos otras 25 personas han sido asesinadas. “No sé si habrá otra guerra, pero si matanzas selectivas”, analiza el obispo Sánchez en la zona de comida rápida de un centro comercial bogotano. De su cuello cuelga una cruz de oro de unos 20 centímetros. Algunas personas se acercan a saludarlo y le besan la mano llena de anillos también dorados. Entre el barullo y la comida grasosa, el obispo recuerda la época en la que las familias se mataban unas otras por las piedras verdes. “Es la cultura del viejo oeste. El esmeraldero siempre anda armado. Mata desde chiquito”, apunta el sacerdote. “Se mataba a quien tuviera una piedra. Las mujeres se ofrecían a cambio de una”.
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ara llegar desde Bogotá, a 300 kilómetros de distancia, hay que viajar más de ocho horas por caminos empolvados. Con la explotación de las minas se generó empleo, pero, a la vez, aumentó la prostitución, el alcoholismo y la inseguridad. El Estado siempre estuvo ausente. La agricultura y la ganadería fueron sustituidas por la minería. No había otra forma de vivir en la región más que trabajando en la mina o buscando chispitas verdes cerca del río o en los escombros. La paz se mantuvo hasta 2002, cuando durante el gobierno de Álvaro Uribe entraron los paramilitares en la región. Carranza había sido acusado cuatro años antes por secuestro y conformación de grupos paramilitares en Los Llanos y la Costa. En algunas de sus fincas se encontraron cadáveres y una escuela de entrenamiento
paramilitar. En lugar de cumplir condena en una cárcel, fue confinado a una escuela de formación del Departamento Administrativo de Seguridad. Al final, fue absuelto y recibió una indemnización de casi cuatro millones de dólares. Cuando salió de su reclusión, se encontró con una sorpresa: un nuevo caudillo había llegado a su territorio. Yesid Nieto, un presunto paramilitar y narcotraficante asesinado en 2007, compró en aquel entonces 20 por ciento de La Pita, una de las minas más productivas de la región. Quería lavar dinero en ella. Su incursión como propietario coincidió con un hecho afortunado para la familia Rincón, dueña de La Pita: encontraron esmeraldas en su territorio. Los Rincón habían sido durante mucho tiempo escoltas de los esmeralderos, hasta que de un día para otro decidieron convertirse en sus propios jefes. Con el respaldo de Yesid Nieto, disputaron a Víctor Carranza una zona llamada Consorcio, donde se encuentran La Pita y Cunas. Hace cinco años los Rincón quisieron asociarse con Carranza, pero éste rechazó la oferta por los vínculos de Pedro Rincón Orejas con Yesid. El propio Orejas había sido acusado de asesinato y puesto en libertad meses después. La Fiscalía cuenta con cientos de grabaciones y pruebas de sobornos entregados a jueces y fiscales que lo liberaron; ahora están detenidos. Un grupo de unos 20 hombres armados con fusiles incursionó hace unas semanas en la mina de Cunas, concesión propiedad de Carranza. Amordazaron y golpearon a una docena de vigilantes y robaron un cargamento millonario de esmeraldas. Esa misma mina había sufrido un asalto similar el año pasado. Los dueños aseguran que los asaltantes actuaron bajo las órdenes y con el financiamiento de Pedro Ore-
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jas, quien hace poco perdió a su abogado, asesinado a plena luz del día cuando se dirigía a casa de su madre.
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Fura y Tena formaron la primera pareja que pobló la
dado y armas”, cuenta un veterano capataz, viejo conocido de Mauricio. Hasta aquí llegan inversionistas, vendedores y mineros que han encontrado una buena pieza que vender. Sobre una mesa de madera varios comerciantes exponen su material, que guardan en pequeñas bolsas. Otros
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Una buena piedra podría valer 50 mil dólares y ser vendida en 200 mil o incluso medio millón de dólares. “Con todas las esmeraldas se podría hacer una carretera de 20 carriles desde Alaska hasta la Patagonia”
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Tierra, según la leyenda muisca, el grupo indígena que habitó el valle de Boyacá. Estaban destinados a ser felices, pero un día apareció un hombre llamado Zerbi. Buscaba una rara gema verde que generaba juventud, belleza y felicidad. Le pidió a Fura que escapara con él y lo ayudara a buscarla. Tena, traicionado, se clavó un cuchillo y murió al momento. Al darse cuenta de lo que había hecho, Fura se arrepintió y se aferró al cuerpo de su esposo, llorando durante días. Sus lágrimas se convirtieron en esmeraldas, y tanto Fura como Tena fueron transformados en dos grandes montañas divididas por una cascada. Entre Fura y Tena se encuentra el Consorcio, la zona disputada por la gente de Víctor Carranza y Pedro Orejas. Recientemente se encontró ahí petróleo, carbón y decenas de minerales más, gracias a un estudio realizado por la Comunidad Europea. En esta tierra las nubes llegan a tocar el suelo y cientos de hombres se cuelan a las entrañas de las montañas para encontrar las lágrimas de Fura. Una buena piedra podría valer 50 mil dólares y ser vendida en 200 mil o incluso medio millón de dólares después de procesada. “Con todas las esmeraldas se podría hacer una carretera de 20 carriles desde Alaska hasta la Patagonia”, calcula el obispo Sánchez. Mauricio nos guía hasta esta zona a bordo del jeep blanco de su jefe, Jesús Hernando Sánchez. Trabaja en Bogotá como asistente y guardaespaldas del principal socio de Carranza, pero durante años fue minero. Nació aquí y vivió en primera persona la Guerra Verde. “A mi padre y a muchos vecinos los asesinaron, era una etapa muy violenta”, explica mientras desayuna un caldo de carne en un restaurante de carretera. “Mataban a un familiar y entonces se vengaban, y así una y otra vez”. De complexión cuadrada y mentón prominente, nos conduce hasta la explanada que funciona como un espacio de encuentro entre los mineros. Nos hallamos parados entre las minas de Muzo y Coscuez, dos de los centros de esmeraldas más importantes de Colombia. “Aquí antes no podrían haber entrado sin un auto blin-
mantienen conversaciones privadas a unos metros. Son las siete de la mañana y la parrilla del puesto regenteado por una señora se encuentra a pleno rendimiento. Filetes y tripas se cocinan sobre las brasas. En la fila de ollas se suceden papas, arroz, frijoles y caldo de carne. Los mineros desayunan con contundencia antes de sumergirse durante horas en las profundidades. Pedazos de piedras se derrumban sobre los cascos rojos, blancos y amarillos; peones, jefes y representantes de los inversionistas acuclillados delante de una roca que promete arrojar esmeraldas. Para llegar hasta esta diminuta gruta de la mina de Coscuez, en el occidente de Boyacá, se camina un kilómetro con 800 metros por un estrecho túnel y, luego, descender otros 100 metros encaramado en un montacargas. Don Luis, casi medio siglo como minero, es el encargado del grupo. Su cara está tiznada de negro, al igual que la de todos. Se seca el sudor con un viejo pañuelo que también utiliza para cubrirse la nariz. El calor aprieta y falta el aire, viciado por el polvo de las detonaciones y las perforaciones. El hombre señala una veta blanca bajo el haz de la luz de su linterna. “Esto es lo que seguimos: suponemos que encontraremos una piedra, pero nunca estás seguro”, explica. Hay días en que no encuentran nada. Estas minas han sido perforadas por los indígenas desde antes de la llegada de los españoles, excepto las que pertenecen al Consorcio, encontradas hace 15 años. Aún no existe un estudio fiable para saber dónde yace la piedra preciosa. Al mismo Carranza se le atribuyó un pacto con el diablo que le permitía encontrar esmeraldas donde otros sólo cosechaban piedra negra. “Las esmeraldas me buscan”, solía decir el viejo. La intuición y la fortuna todavía marcan la jornada de estos hombres, veinteañeros y sexagenarios, encorvados, perforando, detonando, picando, cargando escombros en vagones. Viven tres de cada cuatro semanas en la colonia minera, aunque algunos prefieren pasar ahí el mes completo. Trabajan, almuerzan –normalmen-
te pollo cocido con arroz–, y descansan para levantarse todavía de noche. Mientras avanzamos por un camino oscuro, apenas manchado por un par de linternas, un trabajador se acerca al capataz para confiarle que uno de sus compañeros acaba de robarse una piedra. No son pocos los que al toparse con una buena esmeralda deciden saltar el protocolo para vender la piedra por su cuenta. Cuando se consigue extraer esmeralda, como ahora, empieza el proceso de selección. Los representantes de los empresarios se apretujan para apreciar la piedra, calcular su valor y asegurarse de que su jefe se lleve lo que le corresponde. Si la esmeralda es valiosa, el cargamento se traslada en furgones blindados hasta Bogotá, donde se harán negocios de millones de dólares. Después de que se extraen las piedras de más valor, los mineros tienen derecho a hacer el rebusque: escarbar entre los restos de piedras en busca de alguna esmeralda. Si tienen suerte, podrán llevarse algunas de poco valor: 10, 20, 40 dólares. Esta es la recompensa a su trabajo. No existen sueldos. “Ellos prefieren que sea así”, argumenta Mauricio, “porque cuando hay una buena producción ganan mucho más de lo que obtendrían con un salario”. Al llegar a la entrada de la mina, coronada por una virgen, y salir de nuevo a la superficie, un grupo de hombres y mujeres se afanan en palear entre los escombros. A veces también hay niños entre ellos. –¿Y ellos qué hacen? –Ellos no son de la mina –responde, con indiferencia, uno de quienes han acabado su jornada. Son guaqueros, personas de los pueblos aledaños que rebuscan entre los desechos y escombros de la mina en busca de una chispita verde. En el viaje de regreso a Bogotá, cuando hemos dejado atrás las grandes montañas y las carreteras polvorientas, Mauricio, cuya familia vive en Boyacá, confiesa que nunca volvería a las minas. “Vivo mucho mejor ahora”. Aunque tenga que ir siempre armado y guardar las espaldas de uno de los jefes más prominentes de este enverdecido mundo.
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Una esmeralda gigante apadrina el Emerald Trade Center, en el centro de Bogotá, uno de los edificios más vigilados del país. Cada metro del lugar cuenta con seguridad. Hombres con armas largas o la pistola encajada en el pantalón, entran y salen en todo el día. Acceder a cada una de las oficinas implica sortear tres o cuatro controles distintos de seguridad. En el piso de abajo, algunos turistas se acercan a ver las joyas elaboradas con las esmeraldas. Unos aretes sencillos, que hagan juego con un collar, pueden costar hasta 10 mil dólares. En ese mismo edificio se encuentra el tallador de esmeraldas más famoso del mundo, Adolfo Argotty, y varios laboratorios para procesar las piedras, además de decenas de oficinas de clientes, socios y gente relacionada con el mundo verde.
A pocas cuadras se encuentra la Plaza Bolívar, el centro neurálgico del país, presidido por una estatua de bronce del Libertador. José Ignacio Paris, el primer zar de las esmeraldas, se la regaló al Estado en agradecimiento a los favores concedidos. En el quinto piso del Emerald Center se encuentra la oficina de Jesús Hernando Sánchez, lugar en el que a las 12 en punto unos meseros servirán el almuerzo. Desde allí se puede ver gran parte de la ciudad. Su escritorio desborda fotografías familiares rodeadas de piedras verdes. No son esmeraldas, son sólo decorativas. En el suelo, junto a la silla de Hernando, hay un par de fusiles. Otra pistola descansa sobre la mesa, al lado de su computadora. Sus asistentes lo tratan con el mayor respeto. Es el “Patrón”, el socio de Víctor Carranza con mayor poder en Boyacá. Hernando muestra un libro sobre la historia del negocio que heredó de su padre y que, como sucesor de Carranza, pensaba dirigir por completo. “Algo tiene ese color azul-verde que es fascinante”, filosofa mientras levanta una de esas piedritas. Durante años se ha dedicado a asistir a las exhibiciones de esmeralderos en Tailandia, Hong Kong y Nueva York. Aunque es bogotano y nunca ha trabajado cerca de las minas, Hernando posee gran parte de las concesiones en la zona. “Este gremio es muy respetado. Nos encontramos en una de las zonas más seguras de la ciudad. Existe la mala fama por la guerra, pero es un gremio muy unido”, explica. Cada cinco minutos aparece alguno de sus asistentes para cuchichearle algo. Su celular suena constantemente, tiene que salir. En octubre pasado Hernando fue atacado por ese “gremio unido”. Al concluir una reunión en el norte de la ciudad, recibió una llamada que lo hizo desviarse a una zona comercial. Eran las cinco de la tarde. Veinte días antes su escolta había detectado que los estaban siguiendo; sabían que Hernando estaba en la mira. Aquel día decidió bajar a comprar ropa en una exclusiva tienda. El video del atentado –dura unos 15 minutos y fue grabado por la cámara de seguridad– muestra a detalle el intento de asesinar a Hernando Sánchez: Despreocupado, ingresa solo a la tienda; sus escoltas resguardan afuera. Apenas pisa el lugar, un hombre aparece de inmediato y se pone a su servicio. Hernando examina las camisas y las corbatas. Se interesa en unas y pide que le muestren más. Se prueba un cinturón. Analiza escrupulosamente toda la tienda, siempre con el hombre de la tienda a su lado. Elige una chamarra negra, similar a la que viste ese día. El hombre le ayuda a probársela. Hernando se mira en el espejo. La tienda luce casi vacía. Inesperadamente, un hombre trajeado ingresa y saca una pistola de entre su ropa. Dispara 11 veces sin fallar. Hernando se desploma y una chica se esconde detrás de un mueble. No pasan más de 10 segundos. Hernando, abatido y sangrando en el piso, alcanza a disparar en
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dos ocasiones. No acierta. El hombre escapa. Uno de sus hombres entra corriendo, toma el celular y llama a la policía. Pasan unos dos minutos y el esmeraldero sigue en el suelo. Nadie se le acerca. La mujer opta por salir corriendo. Luego entran varios hombres, los de seguridad del centro comercial y algún mirón. Llega la policía. Hernando se retuerce en el suelo. Uno de los hombres más cercanos de Víctor Carranza era baleado así a plena luz del día en un centro comercial sin que nadie supiera quién ordenó el atentado. Se habló de las FARC, de los paramilitares y de Pedro Orejas. “Hernando tiene el poder económico pero no el militar para liderar”, dice una fuente cercana que pide mantener su nombre en el anonimato. El heredero, el hombre que controlaría Boyacá una vez que el zar de las esmeraldas muriera, estuvo hospitalizado durante varias semanas. Desde entonces está recluido, evitando amenazas, no aparece más en público. Perdió un ojo y un riñón.
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Hernando Sánchez no estuvo en el funeral de Víctor Carranza. Tampoco acudió Luis Murcia, a quien conocen como El Pequinés, el hombre con el que firmó la paz en 1990 para finalizar la Guerra Verde. Días antes, un anónimo había amenazado con volar por los aires la ceremonia fúnebre. De ahí, la vigilancia aérea y los 50 hombres que escoltaron a su jefe hasta el horno donde lo incineraron. Las ausencias del posible heredero y de su socio más importante simbolizaban el descabezamiento de un negocio sumido en la incertidumbre. La última escena de una secuencia poco halagüeña. En el velatorio, la noche antes del entierro, también había multitud de hombres armados. No hubo facción interesada que no estuviera presente. Algunos socios de Carranza, enemigos que se convirtieron en amigos y otros amigos que le dieron la espalda. El jueves, mientras los médicos intentaban reanimar sin éxito al zar, los esmeralderos se reunieron y prometieron respetar la paz. La retórica del día siguiente, sin embargo, decía lo contrario. “Tienen que militarizar”, asegura una persona que trabaja estrechamente con ellos. “Porque si no, si los joden, se van a tener que defender y ese es el temor, que haya una nueva guerra”. En la zona, asegura la misma fuente, ya se ha visto a un grupo de ex paramilitares y guerrilleros desmovilizados acopiando un arsenal de entre 200 y 300 fusiles. “A rey muerto, rey puesto”, concluye en entrevista el obispo Luis Felipe Sánchez. El problema es que no existe príncipe sucesor. No al menos uno que tenga sangre azul-verde.
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