valle del cauca
A la guerra con un palo de madera Hace un año los habitantes de los poblados indígenas del norte del Cauca, en Colombia, declararon la guerra al gobierno y a las farc. Su arma es un palo de madera con el que los cinco mil miembros de su guardia tratan de proteger a los pobladores de esta región, uno de los puntos más calientes del conflicto armado y un surtidor clave para las redes de narcotráfico del país. Por Alejandra S. Inzunza y Jaled Abdelrahim fotos de Alejandra S. Inzunza
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las paredes. Pasaron horas hasta que unos hombres, que portaban como única arma palos de madera pintados con los colores del arcoíris, lograron atravesar el fuego cruzado, pasaron entre las farc y los militares, entraron en la casa de Esperanza Guaynas y se la llevaron. Cuando despertó, estaba en el hospital.
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Esperanza Guaynas cocinaba un pollo con arroz cuando escuchó una explosión. Luego, algunos disparos. Minutos después, otros más. No era la primera vez, así que apagó el fuego de la estufa y decidió esperar junto a la ventana. Los disparos se escuchaban cada vez más cerca, a un lado de la calle, entre los árboles vecinos. Al asomarse se dio cuenta de que su casa, cuatro paredes austeras coronadas por un techo de zinc, había quedado justo en medio de la batalla. Por un lado disparaba el ejército y, por el otro, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc). Media Naranja, un poblado de trescientos habitantes enclavado en las altas montañas del Cauca, una región en forma de serpiente en medio de los Andes al suroeste de Colombia, se convirtió una vez más, en agosto de 2012, en un territorio de guerra. Sus habitantes, en su mayoría indígenas nasa, como Esperanza Guaynas, están acostumbrados desde hace sesenta años a la violencia en los montes por parte del Ejército y la guerrilla. Las balas, los misiles y las bombas que se confunden con fuegos artificiales son comunes en este enclave alejado de las grandes ciudades y cerca del Pacífico, una de las zonas más disputadas por el conflicto armado y, también, uno de los territorios con mayor producción de hoja de coca en el país. Aquí, entre caminos de tierra y pedruscos, casas humildes y grandes cocales, gente como Esperanza Guaynas queda en medio. Un “tatuco” —una de las bombas caseras que fabrica la guerrilla— cayó aquel día en su casa y las esquirlas que desperdigó le dieron en la pierna. Esperanza Guaynas se empezó a desangrar. No podía moverse y gritaba sin que nadie la escuchara mientras las balas atravesaban 42 GATOPARDO www.gatopardo.com
oco antes de que eso sucediera, el 17 de julio de 2012, más de quinientos indígenas nasa subieron hasta el cerro Berlín (municipio de Toribío) guiados por el sonido de una flauta. Hombres, mujeres y niños, ataviados con sombreros de paja y pañuelos verdirrojos, los colores que representan a su comunidad, hacían retumbar los tambores durante el ascenso. Cantaban el tradicional himno del Cauca: “Vivimos porque peleamos contra el poder invasor y seguiremos peleando mientras no se apague el sol”. Era una advertencia. Habían decidido enfrentarse al Ejército y pedir que se retiraran del monte, sagrado para la etnia nasa, donde habían instalado una base militar que los convertía, a ellos, en blanco constante de la guerrilla. Sólo llevaban un bastón en la mano. Ese cuartel del Ejército, improvisado con tiendas de campaña, sacos de dormir y comida fría, había sido instalado meses antes por unos cien soldados para hacer frente a las farc, que opera entre los cerros inaccesibles que rodean Toribío. El Comité Regional Indígena del Cauca (cric) solicitó, durante meses, que se retirara el cuartel, pero su pedido fue ignorado. La Guardia Indígena, un cuerpo de seguridad voluntario y desarmado que existe desde los años ochenta, cuando se creó la cric, integrado por cinco mil hombres de toda la región para defender la autonomía y las tierras del Cauca, guió a los campesinos para recuperar su territorio. —¿No le da vergüenza estar invadiendo un territorio que no le pertenece? —increpó uno de los líderes indígenas a uno de los soldados, que utilizaba su arma como escudo para alejar a la multitud—. Los verdaderos soldados no atropellan los derechos de la gente —decía el hombre, apoyado por los gritos de sus compañeros. Los soldados dispararon al aire para dispersar a la gente, tiraron gas lacrimógeno y se sentaron en el suelo para evitar el desalojo. Pero los palos de madera se alzaron ante los fusiles y el Ejército tuvo que abandonar el cerro Berlín. Ese día comenzó la revuelta de los indígenas del Cauca.
Funeral de Jaime Mestizo, líder indígena del poblado de Huellas. recibió dos disparos mientras esperaba el autobús el 14 de septiembre de 2012.
En enero de 2013, cinco meses después de aquel enfrentamiento, Toribío sigue marcado por las balas. El pueblo parece apagado, gris. Apenas hay un par de tiendas de abarrotes y por sus calles no se ve a casi nadie. A unos metros, los militares todavía se pasean entre los niños que salen de la escuela y van directo a sus casas. Un miembro de la Guardia Indígena se apoya en su bastón mientras muestra los escombros de la estación de policía, que ha sufrido cuatro atentados y que ahora no es más que una mezcla de ladrillos y basura. Las casas de alrededor también son escombros y se caen a pedazos. Hace más de dos años, un ataque de la guerrilla dejó más de seiscientas viviendas destruidas, y la mayor parte sigue así. La gente no sale, además, porque teme a las balas perdidas. No hay día que trans-
curra sin escuchar disparos entre las montañas, que son ya parte del sonido ambiental. Según datos de la alcaldía, el municipio ha sido atacado unas seiscientas diez veces por las farc desde 1983. Para llegar a este pueblo en el norte del Cauca, un lugar escondido entre cerros que se sobreponen y en el que se divisan las nubes mirando hacia abajo, es necesario tomar un par de autobuses. Sólo pasan a primera hora de la madrugada, o por la tarde, aunque hay días en que nunca llegan. La Guardia Indígena decidió que, para mayor seguridad, debían acompañarnos dos de sus miembros, dos jóvenes de apenas veinte años, llamados Oldaid y Armoni, que piden que llevemos en alto el bastón de madera mientras transitamos los arduos caminos en sus motos. Ese palo con listones
verdirrojos es nuestro visado, nuestro salvoconducto: lo que nos salvará, potencialmente, la vida. Al verlo, tanto la guerrilla como el Ejército saben que no deben disparar. Es una regla implícita, aunque no siempre se cumple. Los doscientos cincuenta mil pobladores que forman las diecinueve comunidades indígenas del norte del Cauca, pertenecientes a diez etnias precolombinas, viven sometidos en su propio territorio. La Constitución colombiana establece que las comunidades indígenas tienen una autonomía que implica autodeterminación administrativa y judicial, y la disposición de sus tierras como entidades independientes. Sin embargo, el conflicto bélico entre las farc y el Ejército, una lucha de la que no quieren formar parte, impide que eso se cumpla.
—Hemos pedido al Ejército y a la guerrilla que abandonen nuestro territorio de inmediato —dice Julio Tumbo, gobernador del cabildo indígena de Corinto, un órgano independiente al gobierno municipal. Aunque se encuentra detrás de un escritorio de lámina, el hombre —piel curtida, hombros fuertes, manos cansadas— es un guerrero de unos cincuenta años que más de una vez ha levantado, para defenderse o para defender a alguien, ese bastón de cedro que ahora está en reposo, a un lado de su silla. En julio de 2012, cuando sucedieron los hechos del monte Berlín, las diversas administraciones indígenas de estos territorios habían remitido dos cartas: una destinada al líder de las farc, Rodrigo Londoño Echeverri, alias Timochenko, y otra al Ejército colombiano. Exigían que se retiwww.gatopardo.com
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Esperanza Guaynas fue herida el año pasado durante un enfrentamiento entre el Ejército y las farc. Una bomba casera cayó en su casa mientras cocinaba. La Guardia Indígena la rescató en medio del fuego cruzdo.
raran de su territorio todos los cuerpos armados. Nadie hizo caso. Pero el gesto marcó el inicio de una lucha sin tregua y a dos flancos. Días después de los acontecimientos en el cerro, la Guardia Indígena capturó a cuatro ex miembros de la comunidad reclutados por las farc. En lugar de entregarlos a las autoridades, los sometieron a treinta latigazos y los obligaron a dejar la región. —Ni podemos soportar esto más años, ni queremos contar más muertos —se indigna Tumbo en el despacho humilde de cuatro metros cuadrados lleno de papeles y propaganda del cric desde el cual se puede ver el principio del laberinto que es el Cauca—. Tenemos derecho a disponer de nuestras veredas, a salvar a nuestra gente, a conservar nuestras costumbres y a proteger a la Madre Tierra. Que se acabe este conflicto que sólo busca desplazarnos a nosotros. Berlín fue la primera acción real que reivindicó los derechos de los pobladores del norte del Cauca, pero el poder ejecutivo colombiano no aceptó el desalojo del Ejército y, a los pocos días, ordenó a las fuerzas públicas recuperar la base. Ahora, además de ese cuartel existe otro, también en Toribío, que se ha instalado en una calle de la que todos sus habitantes han tenido que emigrar. Francia, una mujer tímida de veinticinco años, es la última moradora de esa calle. Se resiste a dejar un lugar que se desmorona porque no tiene adónde ir. Vive de lavar la ropa a los militares que ahora son sus vecinos. Su calle se convirtió en una trinchera para los miembros del Ejército colombiano, que instalaron allí esa base para hacer frente a las farc y que, por tanto, fue blanco de los ataques. Cuando Francia abre la puerta, vestida de camiseta y pantalón deportivo, se ve un grupo de soldados con cascos y chalecos antibalas cruzando su casa, de lado a lado, a través de las paredes rotas, usando la vivienda de parapeto. Cada vez que escucha disparos, ella se esconde debajo de la cama.
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cuarenta kilómetros de distancia de Toribío, una gran cruz de madera blanca corona un féretro, en mitad del pequeño cementerios de La Raya. El cementerio está en una montaña en la que, desde hace años, se entierra a los pobladores de los sitios aledaños a Corinto. En el ataúd, esperando ser sepultado, está Jaime
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Mestizo. Sobre la caja, sencilla, de madera barnizada, hay flores, la camiseta de su equipo de futbol y la bandera rojiverde de la Guardia Indígena, el ejército de palos de madera que él lideró durante tres años. Sus tres hijos observan al grupo de hombres que cava el hoyo donde enterrarán a su padre, de treinta y siete años. El 14 de septiembre de 2012, Jaime Mestizo recibió dos disparos a sangre fría mientras esperaba un autobús cerca de su comunidad. Hasta ese momento había sido el alcalde de otro pequeño pueblo llamado Huellas. Ahora engrosa la lista de dirigentes indígenas que en el último lustro han sido asesinados, un número que actualmente ronda los cincuenta al año, y que ha aumentado paulatinamente a raíz del incremento de militares en la zona y de la petición de
Nadie se atreve a afirmar por qué fue asesinado el alcalde de Huellas. La mayoría sospecha que tiene que ver con su postura para desalojar a las FARC y al Ejército. Lo mismo se dice de los demás líderes indígenas muertos. Pero aún no hay una investigación. desalojo, por parte de la Guardia Indígena, de los grupos armados. Para llegar a La Rayá, el poblado donde se realiza el funeral dos días después de la muerte de Mestizo, unas trescientas personas tuvieron que viajar por más de una hora en chiva, un autobús sin cristales y pintado de colores psicodélicos, el único medio de transporte en esta zona de caminos polvorientos e inaccesibles. Algunos se subieron al techo, otros tuvieron que viajar colgados de las ventanas. Después, vestidos con pantalones vaqueros, camisas de colores y pañuelos verdirrojos, como si fueran al trabajo y no a un funeral, tuvieron que caminar unos cuarenta minutos para llegar a la parte más alta del monte, desde donde se puede ver gran parte del valle. Nadie se atreve a
afirmar por qué fue asesinado el alcalde de Huellas. La mayoría sospecha que tiene que ver con su postura para desalojar a las farc y al Ejército. Lo mismo se dice de los demás líderes indígenas muertos. Pero aún no hay una investigación. —Ya había recibido amenazas de gente cercana a los guerrilleros —dice un vecino que no quiere dar su nombre. —Jaime iba andando con la camisa al hombro, sudando por su comunidad —grita, con una voz ronca que se quiebra en cada frase, Ana Deida, su amiga y quien lo reemplazará en el puesto—. Por eso nos lo han quitado. No podemos permitir que por defender la vida, el territorio y los derechos nos estén matando. Tenemos que seguir con la lucha. Hay que estar unidos. Todos asienten con la mirada clavada en el suelo. —Si no defendemos nosotros nuestra casa, ¿quién lo va a hacer?. Los miembros de la Guardia rodean el féretro con sus bastones extendidos. Hacen un pequeño círculo. Cada uno agarra un extremo del palo para formar una valla simbólica. Aquellos que se acercan a dar su pésame deben pasar por debajo de los bastones. Los guardias los alzan cada vez que alguien se aproxima para rendir honores. Los hijos de Jaime se abrazan uno al otro y lloran frente al cadáver. Finalmente, los hombres más fuertes cargan el féretro que llevan al hoyo que ellos mismos cavaron y, después de depositarlo allí, levantan su bastón. —¡Qué viva la Guardia indígena! —grita uno. —¡Viva! —responden los demás. —¿Hasta cuándo? —replica la primera voz. —¡Hasta siempre! —se enfervorizan todos.
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res días después del funeral llegamos a Corinto, una de las ciudades más grandes del Cauca: tiene calles semiasfaltadas, pequeños comercios y ofrece un aspecto más urbano. La carretera llega hasta aquí porque está en las faldas de la montaña. Es la sede administrativa de los poblados (los lugareños los llaman veredas) que se ven sobre el monte. Son apenas las seis de la tarde y se escuchan unas ráfagas a lo lejos. Todavía no oscurece. Las personas, sobre todo los jóvenes, suben a las azoteas y se asowww.gatopardo.com
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Más de 300 personas viajaron por más de una hora en un autobus sin cristales para llegar a este poblado en el municipio de Caloto, donde se llevó a cabo el funeral de jaime mestizo.
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Ese palo con listones verdirrojos es nuestro visado, nuestro salvoconducto: lo que nos salvará, potencialmente, la vida. Al verlo, tanto la guerrilla como el Ejército saben que no deben disparar. Es una regla implícita, aunque no siempre se cumple. www.gatopardo.com
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valle del cauca Ahora, en medio de la noche, los disparos vuelven a escucharse. Los guardias indígenas, que normalmente pasan la noche en las oficinas del cabildo de Corinto, duermen tranquilos en sus catres. Nadie se inmuta, aunque cada vez se escuchan más cerca. En algún momento, alguien golpea la puerta con desesperación. Después se va. Los disparos continúan unos minutos más, hasta que empiezan a desvanecerse. A la mañana siguiente, nadie comenta lo que ha sucedido. Acostumbrados a estos disparos a diario, los de esa noche no le quitaron el sueño a nadie.
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el municipio de toribío ha sido atacado unas 610 veces por las farc desde 1983.
man por las ventanas como si ocurriera algo espectacular. —Ya empezaron los disparos, vamos a ver —dice sonriente Oldaid, un joven de pelo corto, que achina los ojos cada vez que sonríe. Es uno de los dos miembros de la Guardia Indígena que nos acompaña por el Cauca y que, en varias ocasiones, ha utilizado su bastón para rescatar a la población que queda en medio de los enfrentamientos. Ahora sube las escaleras emocionado y mira hacia el cerro. Sólo se ve humo. El fuego dura menos de media hora. La ciudad se calla. La gente vuelve a los hogares y, apenas se va el sol, ya no queda nadie en las calles porque hay toque de queda y las amenazas vienen de todos lados. 48 GATOPARDO www.gatopardo.com
En los últimos meses han llegado comunicados de las bacrim —como bautizó el ex presidente Álvaro Uribe a algunas bandas criminales, como Los Rastrojos, que han surgido a raíz de la atomización de los grandes cárteles de la droga—, de los paramilitares —como Águilas Negras— y de las farc, en los que amenazan a la población y explican sus razones para el conflicto armado. En estos papeles, que aparecen de un día a otro por las calles, las Águilas Negras advierten que pondrán “a dormir” a cualquiera que no respete sus reglas. O Los Rastrojos informan a que a partir de las diez de la noche todo el territorio les pertenece. En el último que llegó, las farc ordenaban a la población civil no salir de sus casas, evitar caminar junto al ejército y pedían a la prensa identificarse para evitar confusiones durante un enfrentamiento.
l tiroteo nocturno está directamente relacionado con el mapa que, un día antes, unos treinta campesinos del Cauca hicieron con rotulador negro, reunidos en el cabildo de Corinto para hablar del otro problema que acecha a la región: la droga. En apenas un par de horas, levantándose de uno en uno, señalaron treinta y tres puntos en los que existen grandes cultivos ilegales de mariguana, treinta y cuatro de coca y uno de amapola. También indicaron la presencia de dos laboratorios de fabricación de cocaína y dos refugios de la guerrilla. —A un experto le costaría meses realizar este mapa y cobraría mucho por eso — les dijo la representante de la ong que ayuda a elaborar un plan para erradicar la presencia de cultivos ilegales en la zona. Diversas organizaciones trabajan aquí promoviendo cultivos tradicionales como café y cacao, y explicando las repercusiones de la agricultura ilegal. Recoger las hojas de coca, no obstante, deja más dinero que cualquier otro cultivo. Una persona puede ganar unos doce dólares por día como jornalero en un cultivo ilícito de marihuana o de hoja de coca, mientras que en un sembradío de café o naranja el sueldo no supera los ocho. Por eso, al ver desde lo alto el Cauca, se encuentran decenas de invernaderos y pequeños huertos con cocales de más de tres metros de altura en los jardines de las casas. Cada espacio de tierra es aprovechado. Incluso hay campos de futbol rodeados de hoja de coca. —Las farc han presionado a la población para tener estos cultivos, aunque algunos lo hacen voluntariamente. Usted se sube a un helicóptero y son puros invernaderos, parece un pesebre, pero todo es mariguana. Inicialmente, eran para tomate pero como no era rentable ,las farc llegaron con el negocio del narcotráfico —dice el coronel Mesa, un mili-
tar serio, fortachón, integrante de la Fuerza de Tarea Apolo, una unidad del Ejército que se ha instalado al sur de Cali, donde comienza el valle del Cauca, para hacer frente a la guerrilla. El Cauca —un millón y medio de habitantes— tiene una las ubicaciones geográficas más estratégicas en Colombia, según Ariel Ávila, de la Corporación Nuevo Arco Iris (cnai) —un centro de investigación sobre el conflicto armado—ya que favorece el tráfico de armas y drogas hacia el Pacífico, permite la siembra de cultivos ilícitos por su clima, y sus montañas y caminos sinuosos favorecen la proliferación de laboratorios y cocinas para procesar la droga. El trabajo en los cultivos ilícitos tiene la misma exigencia que una jornada normal de campesinado, sólo que “mejor pagada”, aseguran tres jóvenes de Corinto, que cuando es temporada trabajan recogiendo hoja de coca. Cuando la cosecha termina, un coche se acerca a la parcela. Su conductor habla con el dueño y se lleva la hoja dejando una promesa de pago. —Ni sabemos quiénes son esa gente ni tampoco lo dicen. Vienen, recogen y se van —explica con sencillez una de las chicas del grupo, que pide mantener su nombre en el anonimato. La guerrilla exige un impuesto a aquellos que tienen los cultivos más grandes, algunos de varias hectáreas. —El combustible de esto es el narcotráfico, eso es indiscutible. Las farc tienen conexiones con Los Rastrojos. Nosotros combatimos directamente a los grupos armados, pero al hacerlo nos encontramos con el narcotráfico. Durante el proceso hemos encontrado seis cristalizaderos (en ocho meses) y entre cinco y ocho toneladas de mariguana— dice el coronel Mesa. Lo cierto es que, hasta la fecha, a pesar de la presencia del Ejército en las carreteras, y del dominio tanto de éste como de las farc sobre los cerros de la región, los narcotraficantes siguen accediendo al lugar. Julio Tumbo, el gobernador indígena de Corinto, se pregunta por qué nadie los ha detenido nunca.
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ldaid y Armoni, los jóvenes guardias que nos acompañan, conducen las motos con cuidado para no caer en alguno de los hoyos del camino que lleva hasta Media Naranja, el poblado a media hora de Corinto que, por estar ya en medio de la montaña, es constantemente atacado por los cuerpos armados. Durante la semana que pasamos en la zona, nos repi-
ten constantemente que no bajemos el palo de madera en ningún momento. Al llegar al poblado a primera hora de la mañana, Lindelia Tale, una mujer pequeña y fuerte, líder del cabildo de Media Naranja, está en medio de la única calle de este pequeño caserío en la montaña. Algunos vecinos se asoman desde sus casas de piedra y zinc. Dos años atrás, esta mujer de cuarenta y tres decidió formar parte de la Guardia Indígena para ayudar a que los habitantes de su comunidad vivieran en paz. Su trabajo consiste en hablar con los vecinos, denunciar a los guerrilleros, pelearse con el ejército y convencer a los comunitarios que dejen los cultivos ilegales. La última vez que hubo un enfrentamiento, en un ataque de hartazgo, se metió en la lluvia de balas y se acercó al Ejército para pedir que se retiraran, pero la ignoraron. Entonces caminó hasta el otro flanco para buscar a la guerrilla y pedir lo mismo. Aunque no escucharon sus súplicas, quedaron impresionados al ver que aquella mujer diminuta se metía entre el fuego cruzado sin protección. Un rato después se retiraron. Esta mañana, Lindelia ha decidido enseñarnos la zona. En la parte trasera de una pick-up, Oldaid, Armoni y una vecina se aferran a los barrotes del vehículo que conduce Diego, un ganadero fornido y bonachón, vecino de Media Naranja. Por la ruta aparecen restos de bombas caseras y casquillos que lanzan las farc y el Ejército, que a menudo los niños utilizan como juguetes. Vamos hacia las parcelas de tierra de Diego, que desde hace unos meses están ocupadas por el ejército. El coche se detiene para saludar a don Francisco, un vaquero viejo con sombrero texano que recorre los montes a lomo de su caballo y que se queja de que el fuego cruzado acabó con más de diez de sus reses en el último año. Al llegar a la propiedad, Diego explica que antes la parcela estaba llena de vacas, pero que ahora todo el terreno está cercado y él mismo tiene prohibido el paso. Al cruzar la alambrada, aparecen cuatro militares con armas largas de entre los arbustos y las trincheras que han cavado en las tierras de este hombre. El sargento Vergara, que se encuentra a cargo de esta base improvisada, no tiene respuesta cuando se le pregunta acerca de las posibilidades que tiene Diego de recuperar sus terrenos o recibir una compensación económica por el agravio. —Seguimos órdenes de los mandos de arriba. Estamos aquí para dar seguridad y para colaborar con la gente —dice.
Es la enésima vez que Diego se queda sin respuestas. Dice que ya ha dado por “perdida” su hacienda. En el camino, se ven los cocales y los grandes invernaderos que se han convertido en el paisaje característico del Cauca. —Mire, ésta es la coca —señala Lindelia con voz firme, mientras sujeta las pequeñas hojas del arbusto que no mide más de un metro y medio—. Ahora no es época, así que la cosecha es escasa. Gran parte de los campesinos no tienen ni la menor idea de que son parte de un entramado internacional. Para ellos, éste es sólo un trabajo. Desde hace tres años, Lindelia trata de convencer a la población de que cambie hacia los cultivos tradicionales. El Comité Regional Indígena del Cauca ha pedido incentivos del gobierno colombiano para que en el futuro sea más rentable vender café que coca. Hasta ahora, son pocos los que le hacen caso, ya que antes una rueca de café (sesenta kilogramos) se pagaba en cien mil pesos colombianos y ahora no cuesta más de sesenta mil (treinta y tres dólares). El día en que su vecina, Esperanza Guaynas, fue herida durante un enfrentamiento, justo frente a su casa, Lindelia coordinó su rescate. Llamó a los otros Guardias Indígenas que subieron en sus motos por el camino empinado desde Corinto, mientras en Media Naranja se cruzaban las balas. Sostenían su arma, el bastón de madera, para que no dispararan hacia ellos. Así fue como pudieron entrar en la casa de Esperanza y salvarla. Hace casi dos meses de aquel ataque, y Lindelia nos lleva a casa de la mujer, una pequeña choza en medio de la montaña. Afuera hay un jardín con todo tipo de frutos, un pequeño baño exterior y una habitación junto a la cocina. Esperanza Guaynas, una mujer morena de pelo negro y largo, abre la puerta pero la cierra de inmediato. No deja ver el interior. Recibe en el jardín y hace una especie de visita guiada y muestra cada uno de los agujeros que dejaron las balas, el sitio donde cayó la bomba, otro en el que hace unos años explotó una similar. Enseña todas habitaciones, menos una, y en cinco minutos acaba el tour. —Cerré la puerta porque mis hijos están limpiando mariguana. Nunca lo habíamos hecho pero es la única forma que tenemos ahorita para hacer dinero —dice Esperanza Guaynas en voz baja—. Perdón por cerrar así, pero me daba vergüenza que los vieran. // www.gatopardo.com
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