EDELVIVES
A L A
D E LTA
El islote de los perros Oriol Canosa Ilustraciones
Oriol Vidal
A los hijos de la comunidad sefardita de Estambul, que tienen la difĂcil tarea de preservar un tesoro: su lengua
Novela ganadora del XXVIII Premio Ala Delta de Literatura Infantil
El jurado se reunió el 20 de enero de 2017. Estaba compuesto por Carmen Blázquez (crítica literaria), Daniel Hernández Chambers (escritor), Violante Krahe (editora), Ana López Andrade (profesora) y Marina Navarro (bibliotecaria).
1 UNA ISLA EN UN ESTRECHO Y UNA NIÑA LLAMADA KLARA
Si algún día viajáis a Estambul, tenéis que ir en barco. Entrar en el estrecho del Bósforo y ver las cúpulas y minaretes de la ciudad desde la plataforma de un buque, o mejor aún, abrazados al mástil de un velero, es una experiencia difícil de olvidar. Si llegáis desde el norte, desde el mar Negro, antes de amarrar en el puerto de Eminönü deberéis cruzar los casi treinta kilómetros de estrecho: un pasadizo de agua entre acantilados, con las orillas repletas de aldeas de pescadores, palacios otomanos, puentes suspendidos y bosques que descienden prácticamente hasta el mar. Pero si llegáis desde el sur, desde el Mediterráneo y el mar de Mármara, la
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impresión será todavía mayor: mil mezquitas colgadas de las laderas del Bósforo os darán la bienvenida, con sus minaretes erguidos como si fueran los mástiles inmóviles de una armada de barcos de piedra. Sí, a Estambul hay que llegar en barco. Klara observaba las cúpulas doradas de la ciudad recostada cómodamente en uno de los bancos de madera de la cubierta del transbordador que unía el puerto de Estambul con las islas Príncipe. Era el último día de colegio antes de las vacaciones de verano y, como cada tarde, había tomado el vapor para volver a su isla. La brisa marina, húmeda y tibia, se le pegaba a la piel. Los chillidos de una bandada de gaviotas hambrientas le hacían compañía. El trayecto entre la ciudad y las islas es corto. En esa época, a mediados de junio de 1910, se podía llegar a Burgazada, la isla de Klara, en poco más de una hora. Docenas de transbordadores, viejos barcos de vapor con enormes ruedas de madera, unían la ciudad, una de las más grandes del planeta, con las tranquilas
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islas Príncipe. Con unos buenos prismáticos era posible, desde el puerto de Burgazada, distinguir las terrazas y los jardines del palacio de Topkapi, en el corazón de Estambul. Nuestra historia tiene más de un siglo. Las cosas eran un poco distintas entonces. Estambul era la capital de un gran imperio, el Imperio otomano, gobernado por un sultán llamado Mehmet V, un hombre de mirada triste y largos bigotes que pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en sus palacios escribiendo poemas. Entonces los turcos todavía eran los señores del Mediterráneo oriental y su capital, Estambul, era una de las ciudades más bonitas, ricas y bulliciosas del momento. Bueno, en eso no ha cambiado tanto... Cuando el vapor atracó en Burgazada, Klara pudo distinguir a su familia esperándola en el muelle. Sus padres y su hermano pequeño, Isaac, saludaban con la mano. Mair, su padre, agitaba el sombrero por encima de la cabeza. Para celebrar el último día de colegio de Klara, los cuatro se montaron en sus bicicletas y pasearon por el puerto hasta llegar a Barba Nikos, una heladería donde se hacían los mejores granizados de limón de la isla. —Klara, supongo que estarás contenta —dijo Sheli, su madre—. ¡A partir de ahora y hasta que
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acaben las vacaciones ya no tendrás que tomar el transbordador cada mañana! —Pues la verdad es que no me importaba demasiado. Me gusta navegar por el Bósforo a primera hora, ver cómo sale el sol e ilumina el Cuerno de Oro... Klara apuraba las últimas gotas de su granizado de limón. Unos metros más allá, en el muelle, se amontonaban las cajas, baúles y maletas de docenas de veraneantes que, como las golondrinas y los ruiseñores, llegaban a la isla con el buen tiempo. En invierno, en la isla de Burgazada, la tercera en importancia de las islas Príncipe, vivían poco más de mil personas. Pero en verano llegaban multitud de familias de Estambul a pasar los meses de calor, y la población de la isla se duplicaba. Las villas y mansiones de las laderas del monte Hristos, que llevaban meses cerradas, abrían sus persianas y contraventanas y por la noche volvían a escucharse la música y las risas en sus jardines. Burgazada era, sin duda, un lugar idílico para pasar el verano. Klara sabía perfectamente lo que sucedería a continuación. Como siempre que iban a tomar un sorbete, su padre les propondría una carrera en bici hasta las ruinas del antiguo monasterio griego de
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Hristos, situado en la cima del único monte de la isla. Era una tradición familiar. —Venga, montad todos en las bicicletas. El último en llegar al monasterio pagará el alquiler de este mes. Los cuatro salieron del puerto y empezaron a trepar por la empinada carretera que une el puerto con el monasterio, que son, respectivamente, el punto más bajo y más alto de la isla. Pagar un mes de alquiler estaba totalmente fuera de las posibilidades de las huchas de los dos niños, pero no había peligro alguno: a los pocos minutos, la bicicleta de Mair, el orondo y fatigado padre de Isaac y Klara, empezó a quedarse atrás. El pobre hombre a duras penas conseguía avanzar y a cada pedalada soltaba un jadeo profundo que agitaba sus largos bigotes de morsa. Cuando llegó a la cima, el resto de la familia hacía tiempo que lo esperaba bajo la sombra de un ciprés. —Creo que este mes también me tocará pagar el alquiler a mí —dijo con una media sonrisa en la boca, ahogada por los resoplidos de caballo de sus agotados pulmones. En la cima, el paisaje era espléndido. Podía verse toda la isla, que solo tiene un par de kilómetros de largo. Y más allá, el resto del archipiélago de las islas Príncipe, que los turcos llaman Adalar. Büyükada,
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la mayor, con sus iglesias armenias y griegas; Heybeliada, con su puerto y su imponente escuela de marinos, y las demás, las más pequeñas: Kinaliada, Yassiada, Sedef, Kashik, Sivri y Tavshan, que no es más que un peñón que sobresale entre las olas del mar de Mármara. Al norte, a tan solo un par de kilómetros, se distinguen con claridad las costas de Asia. Y al oeste, un poco más lejos, las costas de Europa. ¡Qué emocionante poder observar dos continentes a simple vista y desde una pequeña isla en mitad del mar! París es la capital de los franceses. Londres, la de los ingleses. Y Berlín, la de los alemanes. Pero en Estambul, en esa época, las cosas no iban exactamente así. Había muchos turcos, es verdad, pero la ciudad también estaba habitada por griegos, judíos, armenios, franceses, georgianos, venecianos, búlgaros, caldeos, genoveses, rusos... Era una de las ciudades más pobladas del planeta y en ella podían escucharse todas las lenguas del Mediterráneo. ¡Y no porque estuviera llena de turistas, precisamente! Los griegos, por ejemplo, llevaban más de tres mil años viviendo en la ciudad. Klara no era turca. Su familia, los Perahya, eran sefarditas, que es el nombre que reciben los judíos
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que fueron expulsados de la península ibérica en tiempos de los Reyes Católicos. No eran los únicos: en Estambul vivían y viven todavía decenas de miles de sefarditas que se han ganado su sitio después de pisar sus calles durante cinco largos siglos. Burgazada, la pequeña isla donde vivían los Perahya, era tan diversa como Estambul. Había en ella armenios, judíos, turcos, italianos y griegos. Se hablaba una gran cantidad de lenguas. Y los que más lenguas hablaban, con diferencia, eran los judíos de la isla. La familia Perahya era un claro ejemplo de este don de lenguas del que siempre han gozado los sefarditas. En casa usaban el judeoespañol, un idioma que ya hablaban cinco siglos atrás, cuando fueron expulsados de la península ibérica. Pero Mair y Sheli también sabían hebreo, turco, griego, francés, inglés e italiano. Y los niños no se quedaban atrás. Klara hablaba judeoespañol en casa, turco en la calle y francés en la escuela. Y también sabía un poco de griego, el idioma elegido por sus padres para discutir entre sí sin que los niños les entendieran. Klara, por supuesto, disimulaba y hacia ver que no se enteraba de nada para poder espiar las conversaciones de los mayores. Mair puso sus grandes manos en los hombros de sus hijos y dijo:
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—Observad nuestra isla. Es uno de los lugares más bonitos que puedan contemplarse. Siempre ha sido así y lo seguirá siendo por muchos años. Los automóviles que empiezan a invadir las calles de Estambul nunca llegarán hasta aquí, porque hemos aprobado una ley que prohíbe los vehículos en las islas. En Adalar solo se puede circular en bicicleta, en carro o en mula. ¡Debemos proteger la paz de este paraíso! —Me gusta la tranquilidad de las islas. Aunque echaré de menos los viajes en el transbordador de vapor. —No te preocupes, Klara. Cuando llegue el otoño volverás a la escuela. Pero ahora debes aprovechar el verano. Tienes diez años y tu hermano siete. El diez y el siete son dos números muy importantes en nuestra cultura. ¡Debéis aprovechar bien este verano!
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