34 ESCUELA Núm. 4.055 (434)
26 de marzo de 2015
CON DISTINTAS VOCES
Esta insoportable levedad… Juan Antonio Gómez Trinidad Catedrático de Filosofía de Instituto
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Un fantasma recorre Occidente: la banalidad”, podríamos decir parodiando a Marx ¿Cómo calificarán nuestra sociedad las generaciones futuras cuando analicen lo que ven, escuchan y admiran nuestros jóvenes? No lo sé, pero a nosotros puede darnos muchas de las claves de la educación: el reino despótico de la apariencia, de la frivolidad, del pensamiento único que se ha adueñado de los medios de comunicación. ¿Se puede entender la compleja realidad social económica y política solo a través de 140 caracteres? ¿Se puede transmitir el proyecto de vida en común, solo sostenido a través de sacrificios particulares, si el ejemplo de éxito social es la convivencia de unos supuestos VIP, cuya vida sin interioridad es retransmitida en directo? ¿Se puede conseguir una mejora del peregrinaje social si no sabemos el itinerario, si desconocemos de dónde partimos y hacia dónde vamos? Esta frivolización de la existencia, tanto personal como colectiva, es incompatible con la dignidad y el progreso humano tal como lo entendemos en Occidente.
No se trata solo de enseñar destrezas y competencias, sino de transmitir los valores que dan sentido a los esfuerzos que requiere una vida humana auténtica, no anestesiada por la permanente distracción hacia el exterior. Por ello, cuando más abundan los medios, es cuando no podemos perder de vista los fines. Nunca hemos tenido tantos medios para enseñar como ahora. “Cuando el marinero no encuentra la Polar, cualquier viento le es adverso”, decía Séneca y algo similar podemos decir de la educación actual, con grandes e innumerables medios, pero con una escasez de fines que vuelven inútil cualquier esfuerzo. Personalmente, me produce vértigo la cantidad de estudios, congresos, webs, blogs y otros muchos recursos que compiten para atraer mi atención ofreciendo nuevos “crecepelos educativos”. Contrasta esta inmensa oferta con la permanente insatisfacción educativa que asola a Occidente en general y a España en particular. Insatisfacción sí, a pesar de la complacencia de las administraciones educativas cuando presentan sus logros a través de la disminución del abandono escolar prematuro como indicador máximo del éxito escolar. Que no abandonen el sistema puede ser una condición necesaria, pero absolutamente insuficiente del éxito escolar y menos aún del logro educativo. Occidente se encuentra permanente insatisfecho con su sistema escolar porque no sabe en el fondo qué es lo que quiere conseguir con la educación. No se trata sólo de la inserción laboral –que no sería
poco, pero que depende de factores externos al sistema educativo–, ni del subsidio social mínimo ni del dominio de las nuevas tecnologías: se trata de algo más, de entender el qué y el para qué de la propia existencia y del proyecto de vida en común que nos ha tocado vivir. En el hipotético caso de la adquisición plena de las siete famosas competencias, la educación occidental fracasará si instala a los jóvenes en la epidermis de la vida, en el interés particular o partidista, en la apariencia efímera, en el aplauso fácil o en la acomodación con la opinión mayoritaria. Esto produciría unos niveles de mediocridad intelectual y una falta de crítica asfixiante. Por mucho que sea una situación mayoritaria, no dejará de ser una existencia humana fallida. Occidente surge cuando más allá de las apariencias, de la comodidad del reino de las sombras instalado en la caverna platónica, se inicia la difícil e incompresible ascensión a otros mundos verdaderos y reales donde brillan los ideales. Hoy Occidente se ha instalado en la representación de la realidad, en el pacto con lo fáctico, en el individualismo más infantil: no importa la belleza de la obra de arte o de la naturaleza, sino el selfie. El objetivo no es contemplar la obra de arte ni su imagen más fiel, sino mostrar a los demás que estuve allí, mi representación en primer plano… lo demás es secundario. En definitiva: la trivialización de la cultura. Para luchar contra esta peste cultural, necesitamos volver al punto del camino donde perdimos el itinerario y para ello
recuperar, entre otras cosas, el silencio. No sería mala práctica ayudar a nuestros jóvenes a que aprendan a escuchar el silencio, a apagar las múltiples fuentes de sonidos que, como si fuera oxígeno, necesitan para sentirse vivos. El silencio como condición para la reflexión. En ella reside nuestra singularidad frente a las máquinas, nuestra capacidad de llevar una vida singular distinta, propia e irrepetible. Mis reflexiones, son mías y las puedo compartir o no. La información es común para todos, y en muchos casos trivial e irrelevante. La reflexión permite interiorizar, digerir la información, transformarla en conocimiento significativo para nuestra vida, por ello se dice que cinco minutos de reflexión enseñan más que muchas horas de lectura o de viajes. Se puede mirar sin ver, se puede ver sin entender. Incluso, posiblemente se puede tener éxito, pero sin reflexión no se puede tener una existencia humana plena. El único modo de luchar contra el tsunami cultural de la trivialización, la superficialidad y la banalidad es recuperar la reflexión como práctica habitual. Como decían los clásicos, una vida que no es reflexionada, no es una auténtica vida humana. Alguien dijo que el hombre actual se parece a uno que sale de su casa, pierde la llave y ya no sabe cómo entrar en ella: incapaz de penetrar, opta por distraerse, dando vueltas alrededor. Educar es ayudar a volver al interior, por mucho que, de momento, nos incomode encontrarnos a solas con nosotros mismos.
Robustecer la profesión docente Antonio Bolívar Catedrático de Didáctica y Organización Escolar. Universidad de Granada
U
n cúmulo creciente de investigación educativa, desde el movimiento de escuelas eficaces, ha ido evidenciando que los buenos docentes marcan una diferencia en los aprendizajes de los alumnos. Pero han sido los informes internacionales (como McKinsey) los que han popularizado una evidencia obvia: “La calidad del sistema escolar no puede exceder a la calidad de sus profesores”. De ahí la importancia de su formación y selección. Como evidencian diversos informes, los países con los mejores sistemas de educación en el mundo logran atraer a la docencia a los estudiantes que se encuentran en el primer tercio de su promoción de graduados. Unos docentes, con un buen “capital profesional”, pueden conseguir buenos resultados, junto a otras medidas paralelas en las políticas educativas. De ahí la necesidad de articu-
lar políticas de formación del profesorado que, de manera efectiva, logren incidir en la calidad. ¿Cómo robustecer la profesión docente? Atraer, retener y desarrollar buenos profesores se titulaba el referido informe de la OCDE de 2005. Atraer a los mejores estudiantes de cada generación a dedicarse a la docencia; de otra parte, mejorar la calidad de las carreras que conducen a la enseñanza y, en tercer lugar, unas políticas de formación continua orientadas al desarrollo profesional de los que se encuentran ejerciendo. Un relevante libro de Hargreaves y Fullan (Capital profesional. Transformar la enseñanza en cada escuela) presenta un enfoque nuevo para fortalecer la profesión docente y la mejora de la educación, acompañado de un conjunto coherente de acciones que habría que tomar para poner en práctica y hacer sostenible esta perspectiva. El principal activo para transformar la enseñanza en cada escuela es la profesionalidad docente, que se verá potenciada en un contexto de trabajo en equipo. El “capital profesional” de excelentes docentes, formando una comunidad profesional de aprendizaje, es el principal activo para transformar la enseñanza. Al igual que el capital humano individual, se ve potenciado cuando existe un capital social cooperativo.
El “capital profesional” como concepto se compone de “capital humano” (conocimiento y competencias de la profesión), “capital social” (interacciones y relaciones sociales) y el “capital decisorio” (capacidad para hacer juicios por una práctica reflexiva). El capital profesional está en función de estos tres tipos de capital y, si falta alguno, se irá agotando. A su vez, se ve potenciado cuando la escuela construye la capacidad para funcionar como una comunidad profesional de aprendizaje, como hemos aprendido tanto de las “organizaciones que aprenden”, como de las llamadas “culturas de colaboración” o “comunidades de práctica”. Por eso, potenciar una profesionalidad interactiva, al incrementar el capital social de la escuela, se ha constituido en una vía privilegiada para la mejora escolar. El cambio y la mejora educativa, actualmente, requieren centrarse en el desarrollo del capital profesional de los docentes como personas, equipos y como profesión. Construir una visión colectiva y situar los objetivos prácticos, creación de culturas de colaboración, altas expectativas de niveles de consecución y proveer apoyo psicológico y material al personal, son otras tantas dimensiones de estas funciones transformacionales. En fin, se trata de “reculturizar” las
relaciones profesionales interviniendo en la organización escolar, de modo que sea posible acercarse a hacer de la escuela una comunidad profesional. Para transformar las culturas de las escuelas, se han de rediseñar los lugares de trabajo, alterando los roles y estructuras, que incrementen –conjuntamente– la profesionalidad del profesorado y el sentimiento de comunidad. Al respecto tiene su papel clave el liderazgo, siempre que se sitúe bien dentro del conocimiento y planteamiento actual. Sin embargo, en este país, “la formación del profesorado es uno de los grandes problemas pendientes de la democracia española”, como dice el colectivo Lorenzo Luzuriaga en un informe reciente. Continúan pendientes una selección del alumnado que desee dedicarse a la docencia; la formación pedagógica del profesorado de Secundaria no acaba de cuajar; los concursos de acceso aún perviven, sin haber establecido el llamado MIR docente; la inducción a la enseñanza y el apoyo al profesorado novel prácticamente no existe; por último, configurar los centros como un contexto de aprendizaje profesional. En fin, proponer una nueva reforma de la educación, sin decir una palabra sobre la formación del profesorado, predice su propio fracaso, como decía en un célebre libro Sarason.