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La leyenda de Arga
EL DESAFÍO DE LAS PIEDRAS
Seis figuras peludas y medio desnudas deambulaban en silencio por una de las márgenes pedregosas del río más grande. El radiante sol de primavera traspasaba el follaje traslúcido de chopos, sauces y alisos que se concentraban en la orilla opuesta de donde merodeaban los humanos. El ufano esplendor de verdes y ocres desbordaba los límites del bosque fluvial desparramándose más allá, entre hayas, fresnos y abedules. Río arriba, en las vastas llanuras de valles sombríos y colinas ondulantes y soleadas, eran los densos robledales y encinares quienes tomaban el protagonismo. Y no lo dejaban hasta muy lejos de allí, donde la planicie —por el horizonte de levante— ganaba altitud y los cerros, cada vez más escarpados, daban paso a la gran montaña de cimas blancas y tierras altas cortadas por desfiladeros, barrancos y quebradas.
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Los cazadores zigzagueaban ensimismados por el arenal y el pedregal que bordeaban el cauce del río. Su aburrida tarea recolectora quedaba envuelta por una cantinela fluvial caudalosa y vigorosa. Al sonsonete de la música de agua se le añadía el fragor del bosque y un agudo piar que surgía de la maleza y de la espesura, con el contrapunto del croar de las ranas proveniente del carrizal.
Los seis machos aprovechaban la llegada del buen tiempo tras un invierno largo y crudo. La nieve, el frío y otras inclemencias les habían restringido mucho la actividad al aire libre. También les habían impedido la caza mayor, reduciendo en gran manera la obtención de alimentos y habiendo llegado a unos límites de supervivencia que no recordaban desde hacía mucho tiempo. Pero ahora, el calor matutino de un sol exultante les vigorizaba el cuerpo. Sólo unas finas pieles curtidas les colgaban deshilachadas de la cintura para abajo, hasta las rodillas, protección que les permitía moverse con agilidad por aquellas terrazas fluviales cercanas a la cordillera baja.
Un único cometido les mantenía a todos la mente ocupada: la selección de cantos de río. Era necesaria una primera elección para ahorrarse un traslado demasiado pesado e inútil, habida cuenta de que después, en el campamento, buena parte del material también se acabaría desechando o estropeando. Se imponía, pues, una renovación a fondo de los utensilios de piedra que habían estado utilizando a lo largo de todo el invierno. El instrumental acusaba el desgaste, y más importante aún: les urgía disponer de cantos adecuados para fabricar nuevas armas. Habiendo dejado el frío atrás, necesitaban hachas y puntas de lanza renovadas para salir de cacería.
Examinaban detenidamente cada guijarro que recogían y, a menudo, tras chasquear la lengua o emitir un gruñido sordo de rechazo, los soltaban de nuevo sobre la orilla pedregosa. Ocasionalmente, sin embargo, dejaban ir un resuello gutural más agudo de aprobación, seguido por la rápida introducción del material dentro del rudimentario zurrón de piel que llevaban colgado de la espalda, bolsa en la cual cada uno llevaba también, enroscada en la estrecha cinta que hacía las veces de correa, su larga e inseparable jabalina de madera.