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SE ACABÓ LA FIESTA

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Hacía mucho calor. La casa estaba en una carretera de costa, colgada al mar. Recorrimos un camino de palmeras y tierra en coche y aparcamos detrás de una verja. Había un coche viejo debajo de una parra, parecía que nadie lo había tocado en mucho tiempo. Bajé toda despeinada por el viento de tantas horas. Antes de salir decidimos quitarle la capota al jeep. Tú me miraste, te acercaste y metiste los dedos entre mis enredos. Picamos al timbre y nada. Tú mirabas las plantas, las vistas. Yo esperaba. Volví a picar y un señor con una muleta vino hacia nosotros. Mirada franca, sonrisa abierta, un señor de los que comen con las manos y miran de reojo, observándolo todo. Nos abrió la verja con la muleta, como si llevara demasiado tiempo sirviéndose de ella. Tú cogiste las bolsas y de un pellizco me hiciste andar. Sabías que el misterio que rondaba a ese señor me dejaba parada, quieta. Lo seguimos a través de un frondoso jardín que me hizo pensar en Grandes esperanzas o en una fiesta de El gran Gatsby, a saber. Tenía dejes de haber celebrado grandes acontecimientos, de haber servido comidas abundantes, de haber alojado risas, alegría y buen humor de tanta gente. Ahora, sin embargo, estaba triste, pero era esa tristeza que tienen los lugares donde una vez ocurrió la magia. Una tristeza que sigue

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atrapando, envuelta de misterio, envuelta de preguntas. Yo ya tenía la mía. ¿Qué pasó?

El señor de la muleta se había sentado en una mesita al fondo del jardín, ya a la entrada de la casa. Un perro le custodiaba los pies. Parecía que pasaba muchas horas ahí sentado. Fumaba pipa y rallaba un cuaderno viejo, usado, sucio. Qué puta es la vejez, la de las personas, y también la de los lugares. Pensé en mi madre, en su incipiente no recuerdo, en nuestra casa de verano, en las fiestas ya apagadas. Pensé en mí, en mi partición, en que un día dejé la fiesta. Ahora los ratos de diversión eran menos y más cortos. Eso es lo que más echo de menos de aquellos veranos.

Me pellizcaste otra vez y ahora sí que me volví y te lo devolví, tanto pellizco me acaba hartando. El señor de la muleta ni nos miraba y yo esperaba una llave, una firma, algo. Tú te movías nervioso, siempre te mueves nervioso cuando la cosa no sigue su curso, cuando toca esperar, cuando toca observar. El señor levantó la vista de su cuaderno y nos preguntó si queríamos ir a la habitación. Claro, contestamos, desaprobando su pasotismo ante sus nuevos clientes. Y él gritó un nombre en francés. Y una mujer de pelo largo y blanco, delgada y encorvada, salió por una puertecita del fondo de la casa, de lo que parecía una trastienda. Chasqueó los dedos, como si llamara a los gatos, y los dos nos volvimos hacia ella. El señor de la muleta ya nos dejó de mirar y volvió a su pipa y a sus garabatos. Entendimos que nos llamaba a nosotros y tú cogiste las bolsas y entraste el primero en la casa. Entonces ya vino el silencio.

Las casas suelen tener su propia música, su propio sonido, su propia melodía. Y cuando entras en ellas y ya no oyes nada,

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solo puede venirte a la memoria el recuerdo de lo que un día sonó ahí. A mi memoria, como si hubiese estado antes, venía un piano, venía un clarinete, venía un arpa, incluso podía venir una orquesta entera. Aquí se tocó jazz, me susurraste tú, y entendí que estábamos pensando lo mismo. La mujer de pelo blanco nos esperaba detrás de un mostrador, pero yo no podía dejar de mirar todo el espacio, toda la sala. Aquello era como un antiguo café. Tú fuiste hacia ella y yo me fui hacia las ventanas. Había butacas, había sillones, había sábanas tapando butacas y sillones, había mesas puestas con restos de comida, de servicio, había sillas de recién sentados, había migas de pan, hormigas, polvo, paredes agrietadas, alfombras con mugre, lámparas de cristal ya opaco, y unos grandes ventanales. Había mucho, había de todo, desordenado. Aquello parecía abandonado, parecía haber abortado más de una mudanza, solo faltaban cajas por en medio, pero no había ninguna, no. Esos señores habían intentado irse de allí ya demasiadas veces, pensé. Me volví hacia ti y la voz dulce y suave de la mujer de pelo blanco me recordó una leve melodía de piano que pusimos en el entierro de mi hermana. Lo que nos costó escoger esa melodía a mi hermano y a mí. Lo que nos costó dejarla ir con qué música. A veces las cosas más superfluas tienen tanto significado que no puedes dejarlas a una libre elección. Tienes que pensarlas, aunque te cuesten miles de lágrimas. Porque sabes que ya siempre jamás esa melodía será tu hermana. Y mi hermana ahora es Satie y ahora es Pachelbel.

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