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Primero de Bachillerato
© De esta edición: Ediciones Micomicona S.Coop. V., 2015. © Selección y adaptación: Raquel Aguasca, Ana Belén Caravaca, Emilio Tadeo, Enrique Tarazón, Pedro de la Horra. Coordinación editorial: Pedro de la Horra. Diseño y maquetación: David Peyró. Fotografías: Archivo Micomicona. ISBN: 978-84-942541-9-2 Depósito legal: V-995-2015 Impreso en España- Printed in Spain Imprime: Impressa. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).
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En esta recopilación de lecturas de la Literatura universal, dispones de un amplio abanico de textos que van desde la antigüedad hasta las obras más importantes del siglo XX. En el libro se incluyen varias antologías de poesía, teatro y narrativa, junto con varias obras completas referentes de cada uno de los periodos estudiados en la asignatura. Son las siguientes: Edipo Rey de Sófocles Hamlet de William Shakespeare Cándido de Voltaire Werther de Goethe La señorita Julia de A. Strindberg La metamorfosis de F.Kafka Todas las lecturas están relacionadas con la unidad correspondiente del libro de texto de ediciones Micomicona donde podrás encontrar un análisis y comentario de texto de las mismas. Igualmente, las antologías van acompañadas de algunas actividades que te ayudarán a entender mejor la lectura y la época literaria en la que se enmarca. En estas páginas viven algunos de los personajes más sublimes de la literatura universal, su lectura constituye una fuente de conocimiento y de placer estético inagotable, porque cada lector extraerá de ellas una enseñanza o un sentimiento distinto. Disfrutemos leyéndolas. Pero, aunque no pueda hechizarte, si te atreves a sumergirte en mis abismos, léeme, para aprender a amarme. (…) Ch. Baudelaire. Epígrafe para un libro condenado
Índice La literatura en la Antigüedad. 1. Edipo Rey.
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La literatura medieval. 2. Las mil y una noches (Antología).
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La literatura en el Renacimiento. 3. Antología lírica del Renacimiento italiano. 4. Decamerón (Antología).
35 47
El clasicismo literario. 5. Hamlet.
57
La literatura del siglo XVIII (El Siglo de las Luces). 6. Cándido. 7. Selección de fragmentos de novela inglesa del siglo XVIII.
97 127
El movimiento romántico. 8. Werther. 9. Antología de la poesía romántica. 10. Selección de novela histórica.
137 175 185
La segunda mitad del siglo XIX. Narrativa realista. El teatro europeo de fin de siglo. 11. Selección de fragmentos de novela realista. 12. Antología de relatos de la segunda mitad del siglo XIX. 13. La señorita Julia.
195 205 213
La poesía posromántica y la poesía del siglo XX. 14. Antología de la poesía simbolista. 15. Antología de la poesía vanguardista.
229 235
Narrativa y teatro del siglo XX. 16. La metamorfosis. 17. Antología del teatro del absurdo y del compromiso.
243 261
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Edipo Rey SÓFOCLES
Fotograma de la película Edipo rey dirigida en 1967 por P.P. Pasolini
PERSONAJES EDIPO, rey de Tebas Grupo de SUPLICANTES con un SACERDOTE a la cabeza. CREONTE, hermano de YOCASTA. CORO de ancianos tebanos, dirigido por el CORIFEO. TIRESIAS, adivino, ciego, anciano. YOCASTA, esposa de Edipo, viuda de layo. MENSAJERO corintio. Un PASTOR, antiguo servidor de layo. Dos niñas, varios criados y doncellas de palacio. (Delante del palacio de Edipo, en Tebas. Un grupo de ancianos y de jóvenes están sentados en las gradas del altar de Apolo, en actitud suplicante, portando ramas de olivo. El Sacerdote de Zeus se adelanta solo hacia el palacio. Edipo sale seguido de dos ayudantes y contempla al grupo en silencio. Después les dirige la palabra.)
© Adaptación: Pedro de la Horra Moreno *Entre corchetes [ ] el número de orden aproximado del verso en la obra original
La Literatura en la Antigüedad
Prólogo Edipo.–¡Oh hijos míos, estirpe nueva del antiguo Cadmo1 ¿Por qué estáis en actitud de suplicantes ante mí, coronados con ramos de olivo? La ciudad está llena de incienso, rebosa de cantos, de súplicas y de gemidos. Y yo, porque no considero justo enterarme por mensajeros, he venido en persona, yo, el ilustre Edipo, famoso entre todos. Así que, oh anciano, ya que eres por tu condición a quien corresponde hablar, dime en nombre de todos: ¿cuál es la causa de que estéis así ante mí? ¿El temor, o el ruego? Piensa que yo querría ayudaros en todo. Sería insensible, si no me compadeciera de vosotros y vuestra actitud. Sacerdote.– ¡Oh Edipo, rey de mi país! Mira la edad que tenemos los que nos sentamos cerca de tus altares.– unos, sin fuerzas aún para volar; otros somos Sacerdotes (yo lo soy de Zeus), torpes ya por la vejez, y otros, escogidos entre los aún jóvenes. El resto del pueblo con sus ramos permanece sentado en las plazas en actitud de súplica, junto a los templos de Palas y junto a la ceniza profética de Ismeno2. La ciudad, como tú mismo puedes ver, vive agitada y no es capaz todavía de levantar cabeza con esta ola de muerte [25]. La vida se debilita en las raíces de la tierra, en los rebaños de bueyes que pacen y en los partos estériles de las mujeres. Además, una divinidad portadora de fuego, la odiosa peste, se extiende por toda la ciudad. ¡Odiosa epidemia, bajo cuyos efectos está despoblada la casa de Cadmo, mientras el negro Hades se enriquece con nuestros suspiros y lamentos! Ni yo ni estos jóvenes estamos sentados suplicándote por considerarte igual a los dioses, pero sí el primero de los hombres en los sucesos de nuestra vida y en las vicisitudes creadas por los dioses. Cuando llegaste a la ciudad de Cadmo, fuiste capaz de liberarnos del tributo que ofrecíamos a la cruel Cantora3 y, además, sin haber visto nada más ni haber sido informado por nosotros, solo con la ayuda de un dios enderezaste nuestra vida. Pero ahora, ¡oh Edipo, el más sabio entre todos!, te imploramos todos los que estamos aquí como suplicantes que nos consigas alguna ayuda, da igual que provenga de un dios, o de un mortal. Dado que he observado que son efectivos los consejos de los que tienen experiencia. ¡Entonces, tú el mejor de los mortales!, salva la ciudad y sostén la buena fama de tu nombre, apresta tu guardia, porque esta tierra ahora te celebra como su salvador por el favor de antaño. Que de ninguna manera recordemos de tu reinado [50] que vivimos en la prosperidad para caer enseguida; antes bien, levanta con firmeza la ciudad. Con favorable augurio, nos procuraste entonces la fortuna, que así sea también en esta ocasión. Si quieres continuar gobernando esta tierra como ahora la gobiernas, es mejor que lo hagas con hombres en ella que vacía, para nada sirve una fortaleza o una nave sin hombres que la ocupen. Edipo.– ¡Oh hijos dignos de lástima! Venís a hablarme con unas peticiones que me son bien conocidas, que no son nuevas para mí. Sé bien que todos estáis sufriendo y, al sufrir, no hay ninguno de vosotros que padezca tanto como yo. Vuestro dolor afecta solo a cada uno en sí mismo y a ningún 1 Rey legendario de Tebas 2 En Tebas había dos templos dedicados a Palas Atenea. Ismeno era un semidiós hijo de Apolo, en honor suyo había un altar de cenizas en Tebas. 3 La esfinge estaba a la entrada de la ciudad de Tebas y retaba a todo viajero a resolver un enigma, si no lo hacía el monstruo le daba muerte. Edipo resolvió el enigma.
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otro, mientras que mi corazón se angustia, al tiempo, por la ciudad y por mí y por ti. De modo que no me despertáis de un sueño en el que estuviera sumido, sino que estad seguros de que muchas lágrimas he derramado yo y muchos caminos he recorrido ya en el curso de mis pensamientos sobre esto. El único remedio que he encontrado, después de reflexionar a fondo, ya lo he puesto en práctica: he enviado a Creonte, hijo de Meneceo, mi propio cuñado, a la morada Pítica de Febo4, a preguntar lo que tengo que hacer o decir para liberar nuestra ciudad. Y ya hoy mismo, dado el tiempo transcurrido, me inquieta qué puede haberle pasado [75] pues lleva ausente más tiempo del fijado. Sería yo malvado si, cuando llegue, no cumplo todo cuanto el dios haya manifestado. Sacerdote.– Hablaste en el momento preciso en que estos me están indicando por señas que Creonte se acerca. Edipo.– ¡Oh dios Apolo! ¡Ojalá venga con una solución salvadora, del mismo modo que viene con rostro radiante! Sacerdote.– Por lo que se puede adivinar, viene contento. En otro caso no vendría así, con la cabeza coronada de frondosas ramas de laurel. Edipo.– Pronto lo sabremos, pues ya está lo suficientemente cerca para que nos escuche. ¡Oh príncipe, mi pariente, hijo de Meneceo! ¿Qué respuesta del oráculo nos traes? Entra CREONTE en escena por la izquierda Creonte.– Una buena. Puesto que, incluso lo asuntos más desafortunados, si se sabe afrontarlos, pueden llegar a buen término. Edipo.– ¿Cuál es la respuesta?, porque tus palabras aunque no me producen temor, tampoco me tranquilizan. Creonte.– Si tu voluntad es escucharme en presencia de estos, estoy dispuesto a hablar; aun que si lo deseas podemos pasar dentro. Edipo.– Habla ante todos, ya que por ellos sufro un desasosiego mayor, incluso, que por mi propia vida. Creonte.– Te diré, entonces, las palabras que escuché de parte del dios. El soberano Febo Apolo nos ordena, claramente, eliminar la lacra que existe en esta tierra y no mantenerla hasta que llegue a ser irremediable. Edipo.– ¿Con qué expiación? ¿Cuál es la naturaleza de la calamidad? Creonte.– [100] Con el destierro o pagando un asesinato con otro, puesto que esta sangre es la que está sacudiendo la ciudad. Edipo.– ¿El asesinato de qué hombre denuncia tal desdicha? Creonte.– Teníamos nosotros, señor, en otro tiempo a Layo como soberano de esta tierra, antes de que tú reinaras rectamente esta ciudad. Edipo.– Lo sé por haberlo oído, pero nunca lo vi. Creonte.– Él murió y ahora nos prescribe claramente que tomemos venganza de los culpables con mano dura, sean quienes sean. Edipo.– ¿Dónde pueden estar? ¿Dónde podrá encontrarse la huella de una antigua culpa, difícil de investigar? Creonte.– El dios afirmó que en esta misma tierra. Lo que es buscado puede ser encontrado, se pierde en cambio aquello que se olvida. Edipo.– ¿Y dónde aconteció la muerte de Layo.– en casa, o en el campo, o en tierras foráneas? 4 Se refiere al oráculo de Delfos, consagrado al dios Apolo.
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Creonte.– Tras haber marchado, según dijo, a consultar al oráculo, ya no volvió más a casa. Edipo.– ¿Y ningún mensajero ni compañero de viaje lo vio, de quien, informándose, pudiera sacarse alguna noticia? Creonte.– Murieron todos, excepto uno, que huyó despavorido y sólo una cosa pudo decir con seguridad de lo que vio. Edipo.– ¿Cuál? Porque un solo detalle podría proporcionarnos el conocimiento de muchos, si consiguiéramos un pequeño principio de esperanza. Creonte.– Decía que unos ladrones con los que se tropezaron le dieron muerte, y que no lo mató una sola mano sino muchas. Edipo.– ¿Cómo iba a llegar un bandido a semejante audacia, [125] si no se hubiera incitado desde aquí con dinero? Creonte.– Eso era lo que pensamos todos. Pero, después que murió Layo, nadie se ofreció a vengar su muerte en medio de tantas desgracias. Edipo.– ¿Y qué desgracias eran esas que impidieron averiguar la muerte del rey? Creonte.– La Esfinge, de enigmáticos cantos, nos obligaba a atender a lo que nos estaba saliendo al paso, dejando de lado lo que no teníamos a la vista. Edipo.– Yo lo aclararé desde el principio. Febo y tú, merecidamente, de manera digna, pusisteis tal solicitud en favor del muerto. Encontraréis también en mí, con razón, a un aliado para dar satisfacción a esta tierra al mismo tiempo que al dios. Pues no para defensa de lejanos amigos sino de mí mismo acabaré yo en persona con esta lacra abominable. Puesto que aquel que sea el asesino tal vez también de mí podría querer vengarse con violencia semejante. Vosotros, hijos, levantaos deprisa de las gradas y recoged estos ramos de suplicantes. Que uno de vosotros congregue aquí al pueblo de Cadmo porque voy a hacer todo lo que haga falta. Y con la ayuda de del dios apareceré triunfante o dejaré la vida en ello. Entran EDIPO y CREONTE en el palacio Sacerdote.– Hijos, levantémonos. El rey nos ha dado la respuesta que veníamos a buscar. ¡Ojalá que Febo, el que ha enviado estos oráculos, [150] sea nuestro salvador y ponga fin a la epidemia! Todos salen de la escena y, seguidamente, entra en ella el CORO de ancianos tebanos
Párodo Coro.– ¡Oh dulce oráculo de Zeus! ¿qué respuesta nos has traído de Pito, rica en oro, hasta la ilustre Tebas? Mi alma encogida por el miedo y temblando de espanto, ¡oh Apolo a quien se le dirigen agudos gritos, dios de Delos, sanador! estoy inquieta por tus noticias, ¿qué obligación ahora, pasado el tiempo, nos vas a obligar a cumplir? Dímelo, ¡oh hija de la dorada Esperanza, palabra inmortal! Te invoco a ti primero, hija de Zeus, inmortal Atenea, y a tu hermana, Artemisa, protectora del país, que se asienta en glorioso trono circular en el ágora5 y al arquero febos que hiere de lejos. Apareced ante mí, los tres, divinidades protectoras. Si, siempre cuando una calamidad amenazaba nuestra ciudad, habéis destruido el fuego espantoso del sufrimiento, haced también acto de presencia ahora. 5 Había un templo circular dedicado a Artemisa en Tebas.
La Literatura en la Antigüedad
¡Ay, Ay! mis sufrimientos son muchos. Todo mi pueblo está enfermo y mi espíritu no encuentra arma alguna con la que se pueda defender. Ni crecen los frutos de la noble tierra ni las mujeres son capaces de soportar los esfuerzos del parto. Y puedes ver como mis hijos, uno tras otro, [175]igual que pájaros de ágiles alas, más rápidos que el fuego que todo lo quema, se precipitan, hacia la playa del dios del ocaso6. La ciudad se consume con incontables muertos y sus hijos yacen abandonados en el suelo, portadores de muerte, sin que nadie los llore. Las esposas y, también, las canosas madres gimen por doquier en las gradas de los templos, en actitud de suplicantes, por causa de sus míseros sufrimientos. Y el canto del peán7 resuena al mismo tiempo que los gemidos. En auxilio de estos males, ¡oh gran hija de Zeus!, envía tu ayuda. Concédenos que Ares8 el destructor, que ahora sin la protección de los escudos me abrasa saliéndome al encuentro a grandes gritos, se dé la vuelta en su carrera, lejos de los confines de la patria, bien hacia el inmenso lecho de Anfitrita9, bien hacia la inhóspita agitación del mar de Tracia. De esta manera, si la noche deja algún mal pendiente, a terminarlo después llega el día. A ése, ¡oh tú, que posees la fuerza del abrasador relámpago, [200] oh Zeus padre!, destrúyelo con tu rayo. Señor, Apolo Licio10, quisiera que tus flechas invencibles que parten de cuerdas trenzadas en oro se distribuyeran ante nosotros, protectoras, y, también, las antorchas llameantes de Artemisa con las que ella alumbra sus correrías por los montes de Licia. También te invoco a ti, dios de la mitra dorada, que has dado su nombre a esta tierra, a Baco, el de rostro colorado, al que se saluda con el evohé11, compañero de las ménades, ¡ven a protegernos con refulgente antorcha del dios odioso entre los dioses!
EPISODIO I Sale EDIPO y se dirige al CORO Edipo.– Suplicas, pero si quieres prestar atención y aceptar mis palabras, obtendrás en respuesta a tus ruegos, remedio y alivio para tus males y tendrás que darme tu ayuda en el tema de la peste. Y yo diré lo que sigue, ajeno a este relato y a este este hecho. Porque yo solo no podría seguir por mucho tiempo la pista sin tener ningún indicio. Pero, como ahora he venido a ser un ciudadano entre ciudadanos, proclamo ante todos vosotros, ciudadanos cadmeos, lo siguiente.– aquel que entre vosotros [225] sepa por obra de quién murió Layo, hijo de Lábdaco, le ordeno que me lo revele todo y, si tiene miedo por su vida, que aleje su preocupación, ya que no sufrirá otra pena que la de salir, sin daño alguno del país. Si alguien sabe que el asesino es otro, de otra tierra, que no calle, que yo he de concederle una recompensa y añadiré, además, mi agrade6 Hace referencia a la muerte, Hades. En Homero aparece que tenía su reino hacia poniente, allá donde se pone el sol. 7 El pean era una plegaria o canto dirigido al dios Apolo como dios sanador. 8 Ares es el dios de la guerra y de la muerte. 9 Podría referirse al océano Atlántico ya que después habla el poeta del mar de Tracia, el Ponto Euxino (Mar Negro), citando de esta manera los confines conocidos del mundo griego. 10 Epíteto de Apolo de etimología confusa, en este contexto relacionado con la idea de luz y esplendor. 11 Grito ritual con que las Ménades(seguidoras de Baco), poseídas por él, le invocaban.
La Literatura en la Antigüedad
cimiento. Si, por el contrario, calláis y alguno temiendo por un amigo o por sí mismo trata de rechazar esta orden, conviene que me oigáis decir lo que haré.– a este hombre, quienquiera que sea, yo prohíbo que en esta tierra, de la que poseo el poder y el trono, sea acogido por persona alguna, que le sea dirigida la palabra, que pueda participar en plegarias y sacrificios comunes, ni que se le acepte en las purificaciones. Mando que todos le expulsen, sabiendo que es una impureza para nosotros, según me lo acaba de revelar el oráculo pítico del dios. Esta es la alianza que yo hago con la divinidad y con el muerto. Y contra el autor del crimen, un miserable, reclamo una vida de total infortunio, tanto si actúo solo como si lo hizo con cómplices. Y hago votos para que, si llega a ser huésped en mi propio palacio [250] y yo tengo conocimiento de ello, se me apliquen los mismos castigos que acabo de exponer. A todos vosotros os encargo el cumplimiento de mi voluntad, hacedlo por el dios y por este país tan consumido en medio de esterilidad y desamparo de los dioses. Aunque esto no hubiese sido un mandato divino, no sería natural que vosotros dejarais tal crimen sin expiación, sobre todo por haber perecido un hombre excelente y, a la vez, un rey. Como yo soy el que me encuentro con el poder que él antes tuvo, comparto su lecho y su esposa y hubiéramos tenido en común el nacimiento de hijos comunes, si su descendencia no se hubiera malogrado (la desgracia cayó sobre su cabeza), por todo esto yo, como si se tratase de mi padre, lo defenderé y pondré todos los medios para tratar de capturar al autor del asesinato del hijo de Lábdaco, descendiente de Polidoro y de su antepasado Cadmo, hijo del antiguo Agenor. Y ruego a los dioses, que castiguen a los que esto no hagan, de manera que no les brote cosecha alguna de la tierra ni tengan hijos de sus mujeres, y que perezcan a causa del mal que nos angustia o por uno todavía peor. Y a vosotros, los demás Cadmeos, que haréis caso de mis palabras [275] que la Justicia y todos los demás dioses os asistan con buenos consejos. Corifeo.– Como me has implicado en tu maldición, te contestaré, oh rey. Ni yo lo he matado ni puedo señalar a quien lo hizo. Sería más adecuado que la investigación del autor del hecho la llevara a cabo el mismísimo Febo, que fue quien lo ordenó. Edipo.– Con razón hablas. Pero ningún hombre podría obligar a los dioses a hacer algo que no desean. Corifeo.– Me gustaría expresar una segunda opinión. Edipo.– Y si tienes una tercera, no dejes de decirla. Coro.– Conozco una persona venerable, el noble Tiresias, que tiene dones proféticos como el dios Apolo. Podríamos averiguar algunas cosas si se le inquiriera, señor. Edipo.– No he descuidado esa posibilidad y la he puesto en práctica; en cuanto Creonte me habló de él, he enviado dos mensajeros a buscarlo. Me extraña que después de tanto tiempo aún no se haya presentado. Corifeo.– También circulan por ahí algunos rumores antiguos y poco fiables. Edipo.– ¿Cuáles son? Pues atiendo a toda clase de rumor. Corifeo.– Se dijo que murió a manos de unos caminantes. Edipo.– También yo lo oí. Pero nadie sabe donde para aquel que dice haberlo visto. Corifeo.– Si es algo temeroso, al oír tus imprecaciones no se quedará callado. Edipo.– El que no tiene temor ante los hechos tampoco tiene miedo a la palabra.
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Corifeo.– Pero ahí está el que lo dejará al descubierto. Estos hombres traen ya aquí al sagrado adivino, al único de entre los mortales en quien la verdad es innata. (Entra Tiresias con los criados Edipo. Un niño le acompaña.) Edipo.– [300] ¡Oh Tiresias, tú que todo lo observas, tanto lo que puede ser visto como lo que debe permanecer oculto, igual los asuntos del cielo que los terrenales! Aunque no puedas ver, conoces qué terrible epidemia asola nuestra ciudad. ¡Oh, señor!, solo en ti confiamos como defensor y salvador. Febo, quizás te han dado noticia de ello nuestros mensajeros, respondió que la única posible liberación de esta plaga nos llegaría si, tras averiguar quién era el autor del crimen, dábamos muerte a los asesinos de Layo o los condenábamos al exilio. Tú, ahora, no nos niegues la ciencia de la interpretación de las aves ni ningún otro medio de adivinación que poseas, sálvate a ti mismo y a la ciudad y sálvame a mí, y líbranos de toda la impureza originada por aquel asesinato. Estamos en tus manos. Que un hombre ayude a los demás con los medios de que dispone y es capaz, es la más bella de las tareas. Tiresias.– ¡Ay, ay! ¡Qué terrible es tener clarividencia cuando no aprovecha al que la tiene! Eso lo sabía bien, pero lo he olvidado, de lo contrario no hubiera venido aquí. Edipo.– ¿Qué pasa? ¡Qué apesadumbrado vienes! Tiresias.– Déjame ir a casa. Más fácilmente soportaremos tú tu destino y yo el mío si me haces caso. Edipo.– No obras con justicia ni con benevolencia para la ciudad que te alimentó, si la privas de tu augurio. Tiresias.– Veo que tus palabras no son [325] oportunas. ¡No quiero que a mí me pase lo mismo...! (Hace ademán de marcharse.) Edipo.–¡Por los dioses!, no te vayas si sabes algo. Todos nos prosternamos ante ti para suplicarte. Tiresias.– Todos han perdido el juicio. Yo nunca revelaré mis males, mucho menos los tuyos. Edipo.– ¿Qué dices? ¿Sabiéndolo no hablarás, acaso piensas traicionarnos y arruinar a la ciudad? Tiresias.– Yo no quiero hacerte daño a ti ni a mí mismo. Me interrogas inútilmente. De mí no sabrás nada. Edipo.– ¡Oh el más malvado de los malvados, llegarías a irritar, incluso, a una roca! ¿No hablarás de una vez, vas a seguir mostrándote así de duro e inflexible? Tiresias.– Me reprochas mi obstinación, y no ves la que albergas en tu interior, y, además, me insultas. Edipo.– ¿Quién no se irritaría al oír esas razones con las que perjudicas a nuestra ciudad? Tiresias.– Las desgracias llegarán por sí mismas, aunque yo las esconda con el silencio. Edipo.– Pues bien, debes contarme cuáles son esas desgracias que están por llegar. Tiresias.– No puedo hablar más. Y si quieres irrítate de la manera más violenta, si así te place. Edipo.– Tal es mi cólera que no callaré nada de lo que intuyo. Me parece que tú ayudaste a maquinar el crimen y tú lo llevaste a cabo, aunque no con tus propias manos. Pero si tuvieras vista, diría que, incluso, este acto hubiera sido obra solo tuya. Tiresias.– [350] ¿De verdad?, pues yo te insto a que permanezcas leal al edicto que has proclamado antes y a que no
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nos dirijas la palabra ni a éstos ni a mí desde el día de hoy, ya que tú eres la causa del azote impuro de esta tierra. Edipo.– ¿Con tanta desvergüenza haces esta aseveración? ¿crees que así te salvarás del castigo? Tiresias.– Yo estoy salvado. Pues tengo la verdad como fuerza. Edipo.– ¿De quién has sabido esa verdad? Desde luego, de tu arte no procede. Tiresias.– Sabida por ti, porque me impulsaste a hablar en contra de mi voluntad. Edipo.– ¿hablar de qué? Dilo, de nuevo, para que lo entienda mejor. Tiresias.– ¿No has escuchado antes? ¿O es que tratas de hacerme hablar? Edipo.– No como para decir que me es comprensible. Dilo de nuevo. Tiresias.– Afirmo que tú eres el asesino al que estáis buscando. Edipo.– No repetirás impunemente dos veces esta infamia. Tiresias.– Aún diré otras verdades que te enfurecerán más. Edipo.– Di cuanto gustes, que en vano será dicho. Tiresias.– Afirmo que, sin saberlo, has estado conviviendo vergonzosamente con los seres que te son más queridos y que no te das cuenta hasta qué punto de miseria has llegado. Edipo.– ¿Crees, en verdad, que puedes seguir diciendo todo eso impunemente? Tiresias.– Sí, si es que existe alguna fuerza en la verdad. Edipo.– Existe, pero no para ti. Tú no la tienes, ya que estás ciego de los oídos, del entendimiento y de la vista. Tiresias.– Eres digno de lástima por reprocharme cosas que pronto todos te reprocharán a ti. Edipo.– Vives en una noche continua, de manera que ni a mí, [375] ni a nadie que vea la luz, podrías perjudicar nunca. Tiresias.– No quiere el destino que tú caigas por mi causa, Apolo es lo bastante poderoso y a él le ha sido confiado el cumplimiento de tu destino. Edipo.– ¿Esa invención es tuya o de Creonte? Tiresias.– Creonte no es culpable de tus desgracias, lo eres tú mismo. Edipo.– ¡Oh riqueza, poder real que aventajas a cualquier otro en una vida llena de envidias! ¡Cuánta envidia acecha en vosotros, si, a causa de este mando que la ciudad me confió como un presente, sin yo pedirlo, Creonte, el fiel, el amigo desde el principio, desea expulsarme a escondidas, sobornando a semejante hechicero maquinador y charlatán engañoso, que tiene los ojos abiertos solo para las ganancias y que es ciego en su arte! Porque, a ver, dime, ¿en qué fuiste tú un adivino infalible? ¿Cómo es que no diste alguna respuesta que liberara a estos ciudadanos cuando estaba aquí la perra cantora. Y, ciertamente que resolver el enigma no estaba al alcance de cualquier persona que se presentara, sino que requería el arte de un adivino. Tú mostraste con claridad que desconocías el arte de los pájaros y la visión profética que viene de los dioses. En cambio, cuando yo llegué, Edipo, el que nada sabía, lo solucioné y la hice callar solo con mi habilidad, y no por haberlo aprendido de los pájaros. A mí es a quien tú intentas echar, creyendo[400] que estarás más próximo al trono de Creonte. Me parece que tú y el que ha urdido esto tendréis que lograr la purificación entre lamentos. Y si no te
La Literatura en la Antigüedad
hubieses hecho valer por ser un anciano, hubieras conocido con sufrimientos qué tipo de sabiduría tienes. Corifeo.– Nos parece que sus palabras y las tuyas, Edipo, han estado pronunciadas por la ira. Pero no debemos ocuparnos en tales cosas, sino en cómo vamos a cumplir los oráculos del dios.. Tiresias.– Aunque seas el rey, se me debe dar la oportunidad de replicarte. También yo tengo derecho a ello, ya que no vivo sometido a ti sino a Loxias12, y tampoco soy seguidor de Creonte, jefe de un partido. Y puesto que me has reprochado ser ciego, te diré que, aunque tú tienes vista, no ves en qué grado de desgracia te encuentras ni dónde habitas ni con quién transcurre tu vida. ¿Acaso sabes de quién eres hijo? Sin saberlo has devenido abominable para los tuyos, para los muertos y para los que todavía habitan en la tierra, y la maldición que te acecha inexorablemente, tanto por la parte de tu madre como la de tu padre, con paso terrible te expulsará, algún día, de esta tierra. Y, entonces, tú, que ahora ves claramente, estarás en la oscuridad. ¡Qué puerto no se llenará con tus gemidos!, ¡qué Citerón13 no los recogerá cuando seas consciente del puerto inhóspito que es tu infausto matrimonio adonde has llegado pensando haber culminado una travesía feliz! Y no adviertes la infinita cantidad de tus desventuras [425] que te igualarán a tus hijos. Y ante esto continuas ultrajando a Creonte y a mi palabra. nadie existe en el mundo cuyo final sea más terrible que el tuyo. Edipo.– ¿He de seguir tolerando las palabras de este hombre? ¡Maldito seas! ¡Vete ya de esta casa, márchate por el mismo camino que has venido! Tiresias.– No hubiera venido, si tú no me hubieses llamado. Edipo.– No sabía que ibas a decir necedades. En tal caso, difícilmente te hubiera hecho venir a mi palacio. Tiresias.– Según tú soy un necio, pero los padres que te engendraron me consideraban juicioso. Edipo.– ¿Qué padres? Aguarda, explícate. ¿Quién me dio la vida? Tiresias.– El día de hoy te hará nacer y, a la vez, te destruirá. Edipo.– ¡De qué modo enigmático y oscuro hablas! Tiresias.– ¿Acaso no eres tú el más hábil para descifrar enigmas ? EDIPO.– Échame en cara, precisamente, aquello que me hizo grande. Tiresias.– Y es sin embargo, tu éxito el que te pierde. Edipo.– Si salvo a esta ciudad, no me preocupa. Tiresias (haciendo el gesto de marcharse).–En ese caso me voy. Ven, chico, condúceme. Edipo.– Que te lleve, sí, porque aquí eres una molestia; y fuera, puede ser que no atormentes más. Tiresias.– Me voy, porque ya he dicho aquello que vine a decir, no porque tema tu semblante. Nunca me podrás perder. Y te digo: el hombre que, desde hace tiempo, [450] buscas con amenazas y con proclamas a causa del asesinato de Layo está aquí. Parece ser forastero, pero pronto saldrá a la luz que es tebano por su linaje y no se complacerá de tal suerte porque lo convertirá de vidente en ciego y de rico en pobre y vagará por tierras extrañas ayudándose de un bastón. Todo el mundo sabrá que él mismo es, a la vez, hermano y 12 Epíteto de Apolo. 13 Citerón es el monte en el que fue abandonado Edipo de niño.
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padre de sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que nació y a la vez marido de la esposa de su padre y asesino del mismo. Entra en palacio y piensa en ello. Y si encuentras que miento, puedes decir que ya no poseo el arte adivinatorio. TIRESIAS se aleja acompañada de su pupilo y EDIPO entra en palacio
ESTÁSIMO I CORO ¿Quién es el hombre al que la profética roca délfica14 acusa de haber cometido los crímenes y las acciones más abominables con sangrientas manos? Es el momento para que huya con paso más poderoso que el de los caballos rápidos como el viento, pues contra él se precipita, armado con fuego y relámpagos, el hijo de Zeus. Y, tras él, corren las infalibles diosas de la Muerte. No hace mucho resonó claramente, desde el nevado Parnaso15[475], la voz que ordena que se siga el rastro al hombre desconocido. Se esconde en el agreste bosque, por cuevas y grutas, cual toro salvaje, de desgraciado andar, intentando salvarse de los oráculos procedentes del centro de la tierra. Pero estos, siempre vivos, revolotean alrededor. El sabio adivino, ya lo crea o no, me perturba y confunde con sus palabras. ¿Qué puedo decir? Lo ignoro. Solo tengo esperanzas, porque no veo nada ni del presenta ni del pasado. Nunca he sabido qué enemistad había entre los Labdácidas y el hijo de Pólibo. Ni antes ni ahora tengo argumentos a favor de los Labdácidas y en contra de la buena fama de Edipo para presentarme como vengador de muertes inciertas. Cierto es que Zeus y Apolo son sagaces y conocedores de los asuntos de los mortales, ahora bien no se puede asegurar, entre mortales, que un adivino tenga más juicio que yo. Un hombre siempre puede contraponer sabiduría a sabiduría. Y yo, antes de ver la profecía cumplida [500] , no voy a aceptar el argumento de los acusadores. Porque es evidente que se enfrentó a la doncella alada16 y demostró en la prueba su sabiduría y su amor por la ciudad. Por ello, en mi corazón nunca será culpable de tal maldad Entra CREONTE
EPISODIO II Creonte.– He sabido, ciudadanos, que el rey Edipo me acusa con terribles palabras y por eso me presento ante vosotros. Pues, si en estos momentos de infortunio, cree que he provocado alguna desgracia con mis palabras o con mis obras, no tengo deseo de una vida que dure mucho tiempo con esta fama. Porque la pena que me produce esta difamación no es insignificante, sino gravísima. Para mí, es muy grave tener fama de malvado en la ciudad, y ser malvado ante ti y ante los amigos. Corifeo.– Tal vez haya llegado a este ultraje forzado por la cólera, más que intencionadamente. 14 En Delfos se encontraba el oráculo pítico. El coro se resiste a considerar a Edipo culpable, a pesar de las palabras de Tiresias. Por otra parte, no encuentra relación alguna entre Layo y Edipo, de quien el coro piensa que es hijo de Pólibo de Corinto. 15 Delfos estaba situado en el monte Parnaso, que era considerado el centro de la tierra. 16 La esfinge.
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Creonte.– [525] Pero ha dicho bien claro que con mis argumentos persuadí al adivino para que mintiera, ¿no? Corifeo.– Eso dijo, pero no sé con qué intención. Creonte.– ¿Y, con la mirada sincera y la mente despejada, lanzó esta acusación contra mí? Corifeo.– No sé, pues desconozco la manera de actuar de los poderosos. Pero aquí lo tienes en persona, sale ya del palacio. Entra EDIPO en escena Edipo.– ¿Qué haces aquí tú? ¿A qué has venido? ¿Eres, acaso, persona de tanta osadía que has llegado a mi casa, a pesar de que es evidente que tú eres el asesino de este hombre y un usurpador manifiesto de mi soberanía? ¡Dime, por los dioses! ¿Te decidiste a actuar así por haber visto en mí alguna cobardía o locura? ¿O pensabas que no descubriría que tu acción se deslizaba con engaño, o que no me defendería al averiguarlo? ¿No es una insensatez tu intento de conseguir, sin el apoyo del pueblo y de los amigos, el trono que solo se obtiene con el pueblo y con dinero de amigos? Creonte.– ¿Sabes lo que debes hacer? Déjame hablar y escúchame, después de conocer mis razones, juzga tú mismo. Edipo.– Tú eres diestro en el hablar y yo soy difícil de convencer, porque me encuentro que eres hostil y molesto para mí. Creonte.– En lo que a eso se refiere, óyeme primero lo que te tengo que contar. Edipo.– En lo que a esto se refiere, no me digas que no eres malvado. Creonte.– Si crees que la arrogancia[550] sin la inteligencia es una virtud, estás muy equivocado. Edipo.– Si crees que habiendo perjudicando a un pariente no sufrirás la pena, no razonas correctamente. Creonte.– De acuerdo contigo en que has dicho. Pero explícame cuál es el agravio que crees que te he infligido. Edipo.– ¿Me persuadiste, o no, de que era necesario que enviara a alguien a buscar al venerable adivino? Creonte.– Y aún soy del mismo parecer. Edipo.– ¿Cuánto tiempo hace ya desde que Layo... Creonte.– ¿Qué es lo que ha hecho? No entiendo. Edipo.– ... fue asesinado a escondidas? Creonte.– Podrían contarse largos y antiguos años. Edipo.– ¿Y en aquel tiempo ya ejercía su arte ese adivino? Creonte.– Sí, su sabiduría era la misma y todo el mundo lo respetaba de la misma forma. Edipo.– ¿Me mencionó para algo en aquella época? Creonte.– No, ciertamente, al menos cuando yo estaba presente. Edipo.– Pero, ¿no hicisteis investigaciones sobre aquella muerte? Creonte.– Las hicimos, ¿cómo no? Pero no averiguamos nada. Edipo.– ¿Y cómo, pues, este sabio no dijo entonces estas cosas? Creonte.– No lo sé. De lo que no comprendo, prefiero guardar silencio. Edipo.– Pero lo que sabes, al menos, deberías contármelo si quieres mostrarme tu buena voluntad.
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Creonte.– ¿A qué te refieres? Si lo sé, no lo negaré. Edipo.– Me refiero a que si no hubiera estado concertado contigo, no habría dicho que yo asesiné a Layo. Creonte.– Si ha afirmado eso, tú lo sabrás mejor. Ahora también es justo que yo te [575] pregunte a ti, igualo que tú has hecho conmigo. Edipo.– Pregunta, pero no me hallarás culpable de asesinato. Creonte.– Bien, ¿estás casado con mi hermana? Edipo.– No es posible contestar negativamente a esa pregunta que me haces. Creonte.– ¿No eres rey en igualdad de derechos que ella? Edipo.– Y todo aquello que desea obtiene de mí. Creonte.– ¿Y no es cierto que en rango soy igual a vosotros dos? Edipo.– Por eso, precisamente, resultas ser un mal amigo. Creonte.– Al contrario, si haces el razonamiento que yo hago. Considera primeramente esto.– ¿crees que alguien preferiría gobernar con miedo a dormir tranquilo, teniendo el mismo poder? Por lo que a mí respecta, no tengo el deseo de ser rey sino el de actuar como si lo fuera, como cualquiera con sentido común. En efecto, ahora lo obtengo de ti todo sin temor, mientras que si gobernara, me vería obligado a actuar muchas veces contra mi voluntad. ¿Cómo, pues, iba a ser para mí más grato el poder absoluto, que un mando y un dominio exentos de sufrimientos? Aún no estoy tan mal aconsejado como para desear otras cosas que no sean los honores acompañados de provecho. Ahora todos me saludan y me acogen con cariño. Los que quieren conseguir algo de ti, buscan mi intercesión porque así les es más fácil obtener lo que quieren. ¿Cómo iba yo, pues, a desear aquello con lo que perdería todas estas ventajas?[600] Una persona sensata no puede actuar así. No soy, por tanto, amigo de esta idea ni soportaría nunca la compañía de quien lo hiciera. Y, como prueba de esto, ve a Delfos y entérate si te he anunciado fielmente la respuesta del oráculo. Y otra cosa, si puedes probar que he tramado algo en común con el adivino, tras hacerlo, no me condenes a muerte por un solo voto, sino por dos, por el tuyo y el mío; pero no me inculpes por tu cuenta a causa de una suposición no probada. No es justo considerar, sin fundamento, a los malvados honrados ni a los honrados malvados. Afirmo que es igual rechazar a un buen amigo que a la propia vida, a la que se estima sobre todas las cosas. Con el tiempo, podrás conocer que esto es cierto, ya que sólo el tiempo muestra al hombre justo, mientras que conocerás al perverso en un solo día. Corifeo.– Ha hablado de manera acertada para quien quiera evitar caer en un error, señor, pues aquellos que se precipitan no son de fiar. Edipo.– Cuando el que conspira a escondidas avanza con sigilo y rapidez, preciso es que también yo mismo tome una determinación rápida. Si permanezco sin actuar, la conjura triunfará y yo fracasaré. Creonte.– ¿Qué pretendes, entonces? ¿Expulsarme del país? Edipo.– En modo alguno. Quiero tu muerte, no tu exilio. Creonte.– Cuando me expliques el motivo de tu cólera. Edipo.– [625]¿Quieres decir que no me obedecerás ni acatarás mi voluntad? Creonte.– No me parece que razones con cordura. Edipo.– Sí lo hago, al menos en lo que me afecta.
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Creonte.– También deberías hacerlo en lo que me afecta a mí. Edipo.– Tú eres un traidor. Creonte.– ¿Y si estuvieses equivocado? Edipo.– Se debe obedecer al rey. Creonte.– Excepto si gobierna injustamente. Edipo.– ¡Oh ciudad, ciudad! Creonte.– También es mi ciudad, no solo la tuya. Corifeo.– Cesad, príncipes. Veo que, a tiempo para vosotros, sale de palacio Yocasta, con la que debéis dirimir la disputa que estáis sosteniendo. YOCASTA sale de palacio Yocasta.– ¿Desdichados, por qué discutís de esa manera tan exaltada e insensata? ¿No os da vergüenza ventilar cuestiones particulares cuando la ciudad se enfrenta a una epidemia tan grave? ¿Entra a palacio y tú, Creonte, ve a tu casa. No convirtáis un hecho sin importancia en un dolor insoportable. Creonte.– Hermana, Edipo, tu esposo, cree justo actuar con severidad contra mí, y duda entre desterrarme de mi patria o tras hacerme prisionero, matarme. Edipo.– Así es. Pues lo he sorprendido, mujer, tramando contra mi persona con mañas ruines. Creonte.– ¡Que me abandone la suerte o que perezca maldito, si soy culpable de algo de lo que me imputas! Yocasta.– ¡Por los dioses!, Edipo, da crédito a sus palabras, sobre todo si sientes respeto ante un juramento en nombre de los dioses y también por respeto a mí y a los que están ante ti. Corifeo.–[650] Reflexiona, señor, da muestras de buena voluntad y acepta sus palabras. ¡Te lo suplico! Edipo.– ¿En qué quieres que ceda? Corifeo.– En respetar al que nunca antes fue estúpido y ahora es fuerte en virtud del juramento. Edipo.– ¿Sabes lo que pides? Corifeo.– Lo sé. Edipo.– ¿Qué quieres, entonces? Coro.– Que por una incierta acusación no condenes al exilio y al oprobio a un amigo que te ha hecho este juramento. Edipo.– Entérate bien.– pedirme eso es condenarme a mí al exilio o a la muerte. Corifeo.– No, ¡por el dios primero entre todos los dioses el Sol! ¡Qué muera sin dios, sin amigos, de la peor manera, si tengo semejante pensamiento! Pero esta tierra que se consume aflige mi ánimo, desventurado, si los males que os atañen a vosotros dos se unen a los que ya había. Edipo.– ¡Que se vaya éste, aun cuando deba yo morir irremediablemente o ser expulsado por la fuerza, deshonrado, de esta tierra! Ante tus palabras dignas de lástima me apiado, que no ante las de este. Él, se encuentre donde se encuentre, será objeto de mi aborrecimiento. Creonte.– Es evidente que transiges lleno de odio, pero cuando te hayas calmado te sentirás turbado. y estarás molesto cuando termines de estar airado. Las naturalezas como la tuya son [675] las que más insoportable se hacen a sí mismas. Edipo.– ¿No has de dejarme tranquilo? Vete ya. Creonte.– Me voy, pero aunque parta ti sea un desconocido para estos soy el mismo. (Se aleja.)
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Corifeo.– Señora, ¿qué estás esperando para llevarlo a palacio? Yocasta.– Saber qué ha sucedido. Corifeo.– Una oscura sospecha surgió de unas palabra mal entendidas, y una acusación injusta ha provocado el rencor. Yocasta.– ¿Entre ellos dos? Corifeo.– Sí. Yocasta.– ¿Y cuál fue el motivo? Corifeo Basta, me parece que es suficiente, con el país atormentado como está, es mejor que el asunto cese. Edipo.– Mira donde me llevas con tus buenos deseos de tranquilizarme y de reprimir mi corazón. Corifeo.– ¡Oh señor, no te lo he dicho sólo una vez.– has de saber que habría de mostrarme insensato, falto de razonable juicio, si te abandonara. Tú, que dirigiste con justicia el rumbo de mi querido país, cuando estaba sacudido entre desgracias, llegarás a ser también ahora un buen guía, si puedes. Yocasta.– ¡En nombre de los dioses! Dime también a mí, señor, cuál es la causa de la cólera que te domina. Edipo.– [700] Hablaré. Pues a ti, mujer, te venero más que a éstos. Es a causa de Creonte y de la clase de conspiración que ha tramado contra mí. Yocasta.– Habla, explícame con exactitud el motivo de la querella. Edipo.– Dice que yo soy el asesino de Layo. Yocasta.– ¿Lo conoce por sí mismo o por haberlo oído decir a otro? Edipo.– Ha hecho venir a un desvergonzado adivino para decirlo, ya que su boca, por lo que a él en persona concierne, está completamente libre. Yocasta.– Olvídate de eso, escúchame y verás que nadie que sea mortal tiene conocimiento en el arte adivinatoria. La prueba de esto te la mostraré en pocas palabras. Una vez le llegó a Layo un oráculo -no diré que del propio Febo, sino de sus servidores- que decía que tendría el destino de morir a manos del hijo que naciera de mí y de él. Sin embargo, a él, al menos según el rumor, unos bandoleros extranjeros le mataron en una encrucijada de tres caminos. Por otra parte, no habían pasado tres días desde el nacimiento del niño cuando Layo, después de atarle juntas las articulaciones de los pies, lo abandonó con la ayuda de unos criados en el paraje más inaccesible de un monte. Por tanto, Apolo ni cumplió que el niño llegara a ser el asesino de su padre ni que Layo sufriera a manos de su hijo la desgracia que él temía. Afirmo que los oráculos habían declarado tales cosas. Por ello, tú para nada te preocupes, pues aquello en lo que el dios [725] considera necesario, él mismo lo revela por medios sencillos. Edipo.– Al escucharte, mujer, ¡qué delirio se ha apoderado de mi alma y qué agitación de mis sentidos! Creonte.– ¿Qué antiguas inquietudes te hacen hablar así? Edipo.– Me pareció oírte que Layo había sido muerto en una encrucijada de tres caminos. Yocasta.– Se dijo así y nadie lo ha desmentido. Edipo.– ¿Y dónde se encuentra el lugar ese en donde ocurrió la desgracia? Yocasta.– En la región llamada Fócide, en la encrucijada que hace confluir los caminos de Delfos y de Daulia. Edipo.– ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde estos acontecimientos?
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Edipo Rey
Yocasta.– Poco antes de que tú aparecieras con el gobierno de este país, se anunció eso a la ciudad. Edipo.– ¡Oh Zeus! ¿Cuáles son tus planes para conmigo? Yocasta.– ¿Qué miedo es el que te desazona, Edipo? Edipo.– Todavía no me interrogues. Y dime, ¿qué aspecto tenía Layo y de qué edad era? Yocasta.– Era alto, con los cabellos desde hacía poco encanecidos, y su figura no era muy diferente de la tuya. Edipo.– ¡Ay de mí, infortunado! Me parece que hace poco, sin saberlo, he precipitado contra mí, las maldiciones más terribles. Yocasta.– ¿Qué dices? No me atrevo a dirigirte la mirada, señor. Edipo.– Me pregunto, con tremenda angustia, si el adivino no estaba en lo cierto, y me lo demostrarás mejor, si aún me revelas una cosa. Yocasta.– Yo también muero de angustia, pero contestaré a lo que me preguntes si tengo respuesta. Edipo.– [750]¿Viajaba solo, o con una escolta numerosa como corresponde a un rey? Yocasta.– Eran cinco en total. Entre ellos había un heraldo. Layo iba dentro de un carruaje. Edipo.– ¡Ay, ay! Todo está ya claro. ¿Quién fue el que entonces os anunció las nuevas, mujer? Yocasta.– Un servidor que llegó tras haberse salvado sólo él. Edipo.– ¿Por casualidad se encuentra ahora en palacio? Yocasta.– No, por cierto. Cuando llegó de allí y vio que tú regentabas el poder y que Layo estaba muerto, me suplicó, encarecidamente, cogiéndome la mano, que le enviara a los campos y al pastoreo de rebaños para estar lo más alejado posible de la ciudad. Yo lo envié, porque, en su calidad de esclavo, era digno de obtener este reconocimiento y aún mayor. Edipo.– ¿Cómo podríamos hacerlo venir con rapidez? Yocasta.– Es posible. Pero ¿para qué quieres verlo? Edipo.– Me da miedo, señora, haber dicho demasiadas cosas. Por eso, quiero verlo. Yocasta.– Está bien, vendrá, pero también yo merezco saber lo que te causa desasosiego, señor. Edipo.– Y no te privaré de ello, pues, ¿a quién mejor que a ti podría yo contar, en estos momentos de inquietud, la historia de mi desgracia? Mi padre era Pólibo de Corinto, y [775] mi madre Mérope, doria. Yo era considerado allí como el más importante de los ciudadanos hasta que me sobrevino un extraño suceso, que no parecía merecer mi preocupación. He aquí que en un banquete, un hombre ebrio, refiriéndose a mí, dijo, en plena embriaguez, que yo era un hijo adoptado. Yo, disgustado, a duras penas me pude contener a lo largo del día, pero, al siguiente, fui junto a mi padre y mi madre y les pregunté. Ellos se tomaron a mal la injuria de aquel que había dejado escapar estas palabras. Yo me alegré con su reacción; no obstante, la duda me seguía atormentando sin cesar. Y un día, sin que mis padres lo supieran, me dirigí a Delfos, y Febo no respondió a mis preguntas, al contrario, ¡desgraciado de mí! me despidió con terribles y desgraciados augurio. Me dijo que estaba fijado que yo tendría que unirme a mi madre y que traería al mundo una descendencia no permitida entre los hombres y que yo sería asesino del padre que me había engendrado. Después de oír semejante oráculo, calculando la posición de
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Corinto por las estrellas, huí de mi patria, adonde nunca pudieran cumplirse las atrocidades de mis funestos oráculos. En mi huida llegué a ese lugar en donde tú afirmas que mataron el rey [800]. Y a ti, reina, te revelaré la verdad. Cuando en mi viaje estaba cerca de esa encrucijada de caminos, me salieron al paso un heraldo y un hombre, como el que tú describes, montado sentado en un carruaje tirado por potros. El conductor y el mismo anciano intentaron arrojarme con violencia fuera del camino. Yo, encolerizado, devolví los golpes al conductor del carro. Cuando el anciano vio desde el carro que me aproximo, me golpeó con su fusta de doble punta. Y él no pagó por igual, sino que, inmediatamente, le golpeé con el bastón y, al punto, cayó redondo de espaldas desde el carro. Maté a todos. Si hay alguna relación entre Layo y este extranjero, ¿quién hay en este momento más infortunado que yo? ¿Qué hombre podría llegar a ser más odiado por los dioses?, nadie, ni extranjero ni ciudadano, podrá acogerme en su hogar ni dirigirme la palabra. Y nadie, sino yo, fue quien lanzó sobre mí mismo tales maldiciones. Profano el lecho del muerto con mis manos, precisamente con las que le maté. ¿Soy, entonces, un canalla? ¿No seré completamente impuro?, ya que siempre debo salir desterrado y no puedo ver a los míos [825] ni pisar mi patria, si no quiero verme forzado a unirme en matrimonio con mi madre y a matar a Pólibo, que me crió y engendró. ¿Acaso no creerá todo el mundo que ha sido un dios sin piedad quien ha maquinado todas estas desgracias? ¡Oh, sagrada majestad de los dioses!, que no vea yo ese día, que desaparezca de entre los mortales antes que ver que semejante deshonor caer sobre mí! Corifeo. A nosotros, oh rey, también nos asusta, pero mientras no lo conozcas del todo por boca del testigo, ten esperanza. Edipo.– En verdad, ésta es la única esperanza que tengo.– aguardar al pastor. Yocasta.– Y cuando venga, ¿cuál es tu intención? Edipo.– Yo te lo diré. Si descubrimos que dice lo mismo que tú, puedo considerarme libre de l infortunio. Yocasta.– ¿Qué palabras especiales me has oído? Edipo.– Decías que él afirmó que unos ladrones le habían matado. Si aún confirma que fueron varios, yo no fui el asesino, pues no podría ser uno solo igual a muchos. Pero si dice que fue un hombre que viajaba en solitario, está claro.– el delito me es imputable. Yocasta.– Ten por seguro que así propagó la noticia, y no le es posible desmentirla de nuevo, puesto que toda la ciudad lo escuchó, no solo yo. Y aunque se retractara [850] de su primera declaración, eso tampoco probaría, señor, tu participación en la muerte de Laios, porque Loxias auguró expresamente que se llevaría a cabo por obra de un hijo mío. Sin embargo, aquél pobre infeliz, nunca le pudo matar, ya que sucumbió antes. De modo que yo no me preocuparía por los oráculos, ni por uno por otro. Edipo.– Tienes razón, haces un sensato juicio. Pero, no obstante, envía a alguien para que haga venir al pastor y no lo olvides. Yocasta.– Ahora mismo. Pero entremos en palacio. Jamás haría nada que no te complaciese. Entran en palacio
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ESTÁSIMO III Coro ¡Ojalá el destino me asistiera para cuidar de la venerable pureza de todas las palabras y acciones cuyas leyes son sublimes, nacidas en el celeste firmamento, de las que Olimpo es el único padre y ninguna naturaleza mortal de los hombres engendró ni nunca el olvido las hará reposar! Poderosa es la divinidad que en ellas hay y no envejece. El orgullo engendra al tirano. Cuando el orgullo, se sacia estúpidamente [875] de muchas cosas que no son oportunas ni convenientes subiéndose a lo más alto, luego se precipita hacia un abismo de fatalidad donde no sirve la firmeza del pie. Pido al dios que nunca haga cesar la lucha que es favorable para la ciudad. Al dios no cesaré de tener como protector. Si alguien se comporta de manera arrogante en acciones o de palabra, sin sentir temor de la Justicia ni respeto ante las moradas de los dioses, ¡ojalá le alcance un funesto destino por causa de su infortunada arrogancia! Y si sus beneficios no se extraen de la justicia sino que se asientan sobre actos impíos o atentan contra cosas sagradas, ¿qué hombre, en tales circunstancias, se jactará aún de rechazar de su alma las flechas de los dioses? Si las acciones de este tipo son dignas de horrores, ¿por qué debo yo participar en los coros? No volveré para honrar al dios al sagrado centro de la tierra, ni al templo de Abas ni a Olimpia[900], si estos actos bien conocidos no son condenados unánimemente por todos los hombres. Pero, ¡oh Zeus poderoso!, si con razón eres así llamado, que riges todo, que no pase esto inadvertido a tu poder siempre inmortal. Si los antiguos oráculos acerca de Layo se consideran abolidos por todos y Apolo ya no recibe honores públicos. El culto a los dioses habrá desaparecido.
EPISODIO III YOCASTA sale de palacio acompañada de servidoras. Llevan flores y perfumes Yocasta.– Príncipes del país, se me ha ocurrido la idea de acercarme a los templos de los dioses con estas coronas y ofrendas de incienso en las manos. Edipo tiene demasiado perturbado su corazón con aflicciones de todo tipo. No sabe juzgar, cual un hombre razonable, los nuevos acontecimientos a la luz de los antiguos y solo presta oídos a aquel que anuncia catástrofes. Y ya que no consigo nada con mis consejos, me llego ante ti, oh Apolo Liceo, ya que eres tan próximo, para implorarte, con estos signos de rogativas que nos proporciones alguna liberación purificadora, puesto que ahora todos sentimos ansiedad, al ver asustado a aquel que es como el piloto de la nave. Entra en escena un MENSAJERO, un hombre viejo Mensajero.– ¿Podríais informarme, oh extranjeros, dónde[925] se halla el palacio del rey Edipo? Corifeo.– Ésta es su morada, forastero, y él mismo está dentro. Esta mujer es la madre de sus hijos. Mensajero.– ¡Que llegues a ser siempre feliz, rodeada de tus hijos dichosos, tú que eres esposa perfecta de Edipo! Yocasta.– Lo mismo te deseo, extranjero, pues lo mereces por tus favorables palabras. Pero dime con qué intención has llegado y qué quieres anunciar. Mensajero.– Buenas nuevas para tu casa y para tu esposo, mujer.