PACIFICO

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RODRIGO D. SANCHO FERRER

PACÍFICO

OCHOACOSTADO,NARRATIVA

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La reproducción parcial o total de este libro no autorizada por el editor, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada. DISEÑO; Ediciones Oschoacostado

Primera Edición; Septiembre de 2011

© Rodrigo D. Sancho Ferrer, 2o11 edicionesochoacostado@gmail.com www.edicionesochoacostado.blogspot.com IMPRESO EN ESPAÑA

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P A C Í F I C O

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ÂżCrees acaso que no se sufre siendo tan solo de aire? De la pelĂ­cula Tous les Matins du Monde

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Sobrevolamos. Abajo se extiende inabarcable todo el Océano Pacífico, la mayor extensión de agua líquida de todo el universo conocido. Piloto el maravilloso último modelo de Boeing a través de esa masa de aire entre el cielo estrellado de la noche y el oleaje lejano del océano. Ese aire, que imaginamos invisible, presenta en cambio una textura cambiable, gaseosa, una textura casi imperceptible que aparece como un velo de seda que a cada instante hacemos estallar con la piel del aparato. Vamos atravesando nieve y yo piloto el avión, en la noche, sobre una extensión de agua que ningún humano sería capaz de atravesar nadando, nadando o a pie. Sobrevolamos un desierto que realmente es infinito, -9-


sin hombres, sin países, sin banderas. Sobrevolamos el azul de los mapas, una mancha del tamaño de continentes. A mi lado veo dormir al copiloto, más atrás, más allá de la puerta de seguridad duermen cientos. Tienen las ventanillas bajadas y no pueden observar la luz de la luna invadiéndolo todo, empapando cada partícula de aire, estallando también esa luz ante el empuje del avión, cientos de fósforos apagándose al unísono, una tarta de cumpleaños para un hombre que cumpliera 100000 años.

Voy pilotando este avión sobre el océano, vamos –voy- a bajar allá abajo, hasta las olas para nadie del Pacífico, dejando caer el aparato suavemente para que nadie despierte, que no sepan que voy a mecerles como se mece la cuna del recién nacido, no saben, bajamos, tenemos todo el tiempo del mundo, la piel de los mandos del aparato está fría aunque mis manos están calientes, hay una fiesta de luces en los dispositivos y esa enorme luna redonda como un queso, como un queso brillante, de neón, en el cielo ¿Veis esa sábana azul ahí abajo?, es el mar, digo azul, quizá es más bien negro o color plata, si alguien dibujara esta trayectoria se felicitaría por lo preciso de la curva, por lo equilibrado e ingenioso de la función que la define. El reflejo de las luces de posición sobre las olas me hace pensar en submarinos, en la idea de que el mar nos - 10 -


esté tomando una fotografía. Somos una estrella fugaz, una esperanza, en el cielo del náufrago. Ya casi tocamos las olas, voy pilotando el avión sobre el terco oleaje, somos un delfín aleado de acero, ya noto ahí abajo –¿no es maravilloso?- como la panza del avión toca por un instante el agua, percibo el olor a sal, sé que atrás todos duermen no saben que este avión evita radares volando pegada a la superficie del agua, qué más da, no hay nadie en un radio de miles de kilómetros, estamos nosotros solos, no somos nadie. Soñarán que flotan. Ahora esta graciosa pirueta, ahora esta otra, escuchando el rumor que llega del extremo de las alas cuando rozan la superficie negra azul del mar, somos un delfín, somos un pez, somos aquella avioneta que en mis manos, hace años, sobrevolaba la piel azul de las piscinas llenas de cloro que me hacían llorar, soy aquel diminuto piloto que encerraban los cristales tintados de la cabina, hay, imagino, una mano que nos dirige, una mano en mis ojos, una mano en mis manos que me indica el camino; si supieran ellos que duermen ahí atrás que estamos tocando el océano, gritarían de emoción, me pedirían que abriera las ventanillas para poder tocar ellos mismos el agua, gritarían, no saben lo difícil que es quebrar esos cristales.

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Y por qué no siempre viajamos así, lo más despacio posible en aviones que vuelen a ras de suelo, pegadas al mar, a las montañas, pegadas, que no vuelen tan lejos, que puedan los pasajeros saludar cortésmente a sus familiares si de pronto a lo lejos aparecen a la vuelta de la esquina, bonito avión, bonitos zapatos. Un par de botones, nadie lo sabe, y estaremos planeando en el vacío. Subo para poder dejarme caer luego, para dejarnos caer por el tobogán de aire, luego, a media caída, en el último instante, como hacen esos pájaros que duermen durante el vuelo, volveré a impulsarme con la fuerza de los combustibles ardiendo en algún lugar del interior de la máquina, subiremos, antes nos dejaremos llevar, para eso tenemos grandes alas blancas tatuadas con el nombre de la maravillosa compañía que me dijo toma esta avión y cruza el Océano cada semana, en la noche, mientras todos duermen. Mi deseo es siempre el mismo; un relámpago nos alcanza y hace vibrar el aparato como si fuera un juguete de latón en las manos de algún dios. Mi deseo es ése: los aparatos dejan de funcionar, el combustible cae al mar por algún agujero en el depósito. Sabotajes, piratas que esperan abajo en el mar, como aves de rapiña, la caída del aparato. Que sobrevivamos, que nademos juntos a la deriva durante cien días, felices, mecidos por el oleaje, jugando con enormes balones de playa - 12 -


con el logo de nuestra compañía tatuado. Mi deseo es ése; explicar cómo sobrevivimos cien días. Llovió maná del cielo, trajeron las azafatas, sincronizadas, bandejitas individuales para cada uno, mientras flotábamos en mitad del Océano Pacífico. Pero sé que es una quimera y debo apresurarme a encender los aparatos antes de que el copiloto despierte. Los Estados Unidos de América aparecen ya en la pantalla, aparecen ya como un alambre de lucecillas allá a lo lejos. La Costa Oeste primero, el desierto salado después, y más tarde infinitas extensiones de trapecios de verde y amarillo hasta que lleguemos a NY, nuestro destino final. Hay un instante de suma tristeza cuando el avión definitivamente abandona la extensión azul del océano y todos despiertan sanos y salvos sin saber que han sido delfines surcando los mares, sin saber que podrían haber tocado el mar con las manos. Sobrevolamos. Abajo podrían sucederse tornados y huracanes, abajo podría estar desapareciendo toda la población del planeta y nosotros desde aquí podríamos observarlo mientras se sirven bebidas y palomitas. No somos habitantes del planeta Tierra, somos algo suspendido, un meteoro, ángeles. Yo sé lo que desean mis pasajeros, yo conozco cada uno de sus secretos. Doy indicaciones meteorológicas por el circuito interno, hago bromas, digo que es el 11 de Septiembre de 2001. Ellos escuchan una voz que llega de la nada, podrían - 13 -


estar hablando con Dios. Si alguna vez muero y puedo elegir la forma que acogerá mi reencarnación diré nube. Diré nube porque me gustaría viajar junto a este avión, como los delfines que navegan y vuelan junto a los trasatlánticos. Escuchar acá en lo alto el rugido de los motores, tocar el hielo en las alas, saludar, hecho de gas, a través de las ventanillas. En las películas y series que puedo ver los tristes e inacabables días que paso en tierra siempre hay una reconstrucción de los hechos, un homenaje al asesino, y todos los detectives y los testigos vuelven al trágico escenario e imitan, como actores de teatro a cámara lenta, los movimientos que allí se sucedieron. Yo veo ya en el cristal ovalado el inigualable skyline de NY y lentamente dejo caer el aparato, pie tras pie, mientras mi copiloto me observa atónito. No te muevas, le digo, espera, le digo, mira esto. Las calles cobran definición, los hombres ya tienen rostro. Hay un paisaje de antenas y helipuertos que conmovería a los espectadores en cualquier sala de cine del planeta. Imagino las caras de los pasajeros, ordeno, abróchense los cinturones. El copiloto intenta tomar los mandos del aparato. Espera, le digo, es sólo un instante: quedamos inmóviles, extasiados por la belleza. Atravesamos lentamente, levemente inclinados, el espacio vacío que dejaron las torres.

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El relato Pacífico fue escrito durante la primavera de 2010 y los últimos días de agosto de 2011 en Madrid y Canals, Hemisferio Norte

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