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El arte de modelar el rostro y el corazón del hombre
El arte de modelar el rostro
Y EL CORAZÓN DEL HOMBRE
Diego Techeira*
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Son dignas de conocer por los estudiantes de magisterio en su país las ideas y conceptos que la civilización mexicana original puso en práctica a fin de desarrollar su ideal de sociedad. Entre ellas, las referidas específicamente a la educación.
no debería pasar inadvertido el hecho de que en la antigua Ciudad de México, la educación era impartida a todos y cada uno de los ciudadanos, sin exclusión, tanto a los pipiltin (grupo destinado a desarrollar tareas de gobierno, de administración o de sacerdocio) como a los macehualtin (el pueblo común, cuyos integrantes, sin embargo, por su desempeño como combatientes podían ascender en la escala social), tanto a hombres como a mujeres. Lo cierto es que, a la llegada de los españoles, la educación alcanzaba en la sociedad mexica a la totalidad de su población, aspecto en el que superaban a todos los países europeos.
Fray Juan de Torquemada llamó la atención acerca de la obligación que imperaba sobre todos los padres de familia de procurar la educación de sus hijos:
* Escritor uruguayo, poeta, ensayista y editor. Todos los padres en general tenían cuidado, según se dice, de enviar a sus hijos a estas escuelas o generales (por lo menos), desde la edad de 6 años hasta la de los 9, y eran obligados a ello.1
El eje de los ideales educativos en la sociedad mexica consistía en el concepto ontológico y moral del hombre concebido como “rostro y corazón”. Esa doble nominación podemos traducirla con bastante proximidad con el término personalidad; sin embargo, a la intrínseca idea de la persona, de su individualidad física, se le suma el aspecto moral, la aspiración a construir un digno representante de los ideales del hombre mexica.
En palabras del antropólogo francés Jacques Soustelle, la educación entre los antiguos mexicanos “parece haber sido una de las principales
1 Tomado de Miguel León-Portilla, Toltecáyotl. Aspectos de la cultura náhuatl, México, Fondo de Cultura Económica, 2000.
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Los padres llevaban a sus hijos al calmécac o al telpochcalli, dependiendo de su condición social. En la mañana temprano y en la noche, los jóvenes del telpochcalli acudían a otro edificio (abajo a la derecha en la imagen), la cuicacalli, donde se les integraba a las obras públicas y participaban en ensayos de canto y danza
preocupaciones de los adultos y haberse llevado con mucha solicitud y no menos rigor”.2 Ello para desarrollar un individuo que se destacase tanto por su sabiduría como por su templado carácter.
El hombre maduro: corazón firme como la piedra corazón resistente como el tronco de un árbol; rostro sabio dueño de un rostro y un corazón hábil y comprensivo.3
Este texto, cuyo original pertenece al Códice Matritense, resume en pocas imágenes el ideal pretendido para el hombre mexica de buena educación.
2 Jacques Soustelle, La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la Conquista, México, Fondo de Cultura Económica, 2010. 3 Miguel León-Portilla, Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares, México, Fondo de Cultura Económica / SEP (Colección Lecturas Mexicanas), 1983.
Dos eran los espacios destinados a la educación de los hombres jóvenes en la antigua sociedad mexica: los telpochcalli o “casas de jóvenes” y los calmécac. Miguel León-Portilla explica la diferencia entre estas dos instituciones:
…mientras en los calmecac se ponía más empeño en la enseñanza de tipo intelectual, en los telpochcalli se preocupaban especialmente por lo que se refiere al desarrollo de las habilidades del joven en la guerra y la caza. Sin embargo, aún allí no se descuidaba la transmisión de “las variadas artes de los toltecas”.4
Así, tanto unos como otros centros de educación prestaban marcada atención a la transmisión de la toltecáyotl, es decir, al conjunto de conocimientos y de artes heredados de los toltecas, a quienes los mexicas adjudicaban el nacimiento de su civilización.
4 Miguel León-Portilla, Toltecáyotl…, op. cit.
Este sistema educativo estaba encaminado, como podemos apreciar, a los aspectos funcionales de la vida ciudadana. En una sociedad como la de Tenochtitlan y su ámbito de influencia, esa vida se centraba fundamentalmente en los rituales y en la guerra. Por tanto, en los calmécac preparaban a sus estudiantes para las funciones de estado y el sacerdocio, en tanto los telpochcalli instruían en el arte de la guerra.
Estas dos orientaciones supusieron efectos disímiles en el espíritu y el carácter de quienes fueron educados en una u otra institución. El propio fray Bernardino de Sahagún advirtió que en los calmécac cobrara notable importancia el cultivo del tecpillatolli (lenguaje refinado), en tanto los estudiantes de los telpochcalli se destacaban por su procacidad y fanfarronería, comenta Soustelle, quien agrega que “durante el mes Atemoztli, los jóvenes del calmecac y del telpochcalli realizaban combates simulados entre sí”.5 Interesa especialmente citar su explicación al respecto:
En el fondo de esta oposición se encuentra la de los dioses que presidían respectivamente cada una de las ramas educativas. El dios de los calmecac, que era también el de los sacerdotes por excelencia, era Quetzalcóatl, divinidad del autosacrificio y de la penitencia, de los libros del calendario y de las artes, símbolo de abnegación y de cultura. El dios de los telpochcalli es Tezcatlipoca, también llamado Tepochtli, “el joven”, y Yáotl, “el guerrero”, antiguo enemigo de Quetzalcóatl, a quien, en otro tiempo, expulsó del paraíso terrestre de Tula por medio de encantamientos.6
Podemos agregar a estas apreciaciones las que vierte el mismo autor profundizando en el tema en otro de sus textos:
5 Jacques Soustelle, La vida cotidiana…, op. cit. 6 Idem. Detrás de esas dos personalidades divinas se oponen dos concepciones de la vida y del mundo, sin dejar de combinarse en el seno de una misma sociedad. Por una parte, el ideal de los guerreros, o sea el que se deriva de la antigua vida nómada de los bárbaros: una juventud dichosa, consagrada a los placeres y a los combates, la guerra, la muerte por el sol, la eternidad bienaventurada en el cielo luminoso. Por la otra, el ideal sacerdotal de renuncia a sí mismo, de abnegación en bien de los dioses o del Estado, de estudio contemplativo; en suma, el ideal “tolteca” de las grandes civilizaciones pre-aztecas.7
Una función específica de la enseñanza en los calpulli era la de preservar todos aquellos elementos que conformaban la memoria de la comunidad, por lo cual se concentraban en la transmisión de los cantos (con énfasis en los divinos, los cuales también eran enseñados al pueblo general por un sacerdote especialmente destinado a este fin, el tlapizcatzin o “conservador”), el manejo del tonalpohualli o “cuenta de los días” (calendario ritual) y los anales históricos, que contenían la crónica de los hechos más trascendentes del pasado, desde la partida de Aztlán, pasando por la fundación de Tenochtitlan, hasta la relación de los gobernantes de México y sus hazañas.
La acción de educar se definía como ixtlamachiliztli, “hacer a los otros adquirir un rostro”; y el temachtiani era “quien pone un espejo delante de los demás”, vale decir, el maestro, si hablamos de los calmécac. Tepochtlatoque era el maestro de los jóvenes macehuales, e ichpochtatoque, la maestra de las doncellas. Éstas, dice Soustelle,
…estaban consagradas al templo desde su más tierna edad, ya para permanecer en él durante un
7 Jacques Soustelle, El universo de los aztecas, México, Fondo de
Cultura Económica, 1996.
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Al que era diestro en el arte de enseñar, es decir, el maestro, le llamaban en lengua náhuatl temachtiani
determinado número de años, o bien para esperar su matrimonio. Dirigidas por sacerdotisas de edad madura que las adoctrinaban, vivían castamente, se ejercitaban en la confección de hermosas telas bordadas, tomaban parte en los ritos y ofrecían incienso a las divinidades, varias veces cada noche. Tenían el título de sacerdotisas.8
Acerca del temachtiani, el Códice Matritense recoge un texto en que se destaca la importancia atribuida a su labor:
Pone un espejo delante de los otros, los hace cuerdos y cuidadosos, hace que en ellos aparezca una cara… Gracias a él, la gente humaniza su querer y recibe una estricta enseñanza. Hace fuertes los corazones…9
Si tomamos en cuenta lo que dijimos al comienzo acerca de la idea del hombre como “ros-
8 Jacques Soustelle, La vida cotidiana…, op. cit. 9 Miguel León-Portilla, Toltecáyotl…, op. cit. tro y corazón”, podemos fácilmente entender que al maestro se le adjudicaba una ascendencia moral decisiva sobre el joven que tenía a su cargo, el que de alguna manera evidenciaría en su posterior relación con la sociedad, en su carácter y en sus actitudes, en definitiva en su ideal de sí mismo (en el rostro y en el corazón que ofrece a los demás), la cualidad de su educación. Conscientes de ello, los antiguos mexicanos enaltecían la función del maestro en sus escritos. No menos conscientes, los maestros formaban “rostros y corazones” sabiendo que el espejo que ponían ante sí reflejaba no sólo al discípulo sino también a ellos mismos.