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Los héroes que nos dieron patria Los indígenas en la Independencia: una historia ausente

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Antes del aula

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Andrés Ortiz Garay*

La temática de este artículo parte de la notoria ausencia de una historia que hable de la participación indígena en la gestación de la Independencia, dando nombres distintivos a los pueblos y los héroes de este sector de la sociedad mexicana. En él se pone de relieve la paradoja de que la historia oficialista sostenga que la Independencia brindó libertad, igualdad y redención a los indios, pero desconozca que a 1821 siguió un siglo de levantamientos y rebeliones que buscaban revertir el deterioro de los sistemas comunitarios y la merma de los territorios indígenas. Tras este señalamiento se presenta una serie de premisas tendientes a una interpretación más incluyente de la historia nacional. a

De todas las guerras de independencia latinoamericanas, la mexicana es una de las más contradictorias. Los historiadores mexicanos han tomado la costumbre de hablar de la “revolución de la independencia” y jugando con las palabras se podría decir que hubo primero revolución (1810-1819) y luego independencia (1820-1822), fracaso de la primera, éxito de la segunda, fenómeno social, después fenómeno político. La revolución, verdadera guerra servil, es hecha por el pueblo y combatida por los criollos, la independencia es consumada por los criollos a mansalva, ya que de 1810 a 1819, devastado el país de arriba abajo, pierde la mitad de su población activa (Meyer, 1976, 57-58).

* Antropólogo. Laboró en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional Indigenista y el Instituto Nacional de Ecología. Para Correo del Maestro escribió las series “El fluir de la historia”, “Batallas históricas”, “Palabras, libros, historias” y “Áreas naturales protegidas de México”.

Esta aseveración de Jean Meyer posibilita plantear una triple interrogante: ¿Quiénes integraban ese pueblo que durante casi una década entabló una guerra servil?1 ¿Cómo ha sido que el fracaso

1 Es decir, de los siervos y criados, de los humildes que carecen de estimación, pues ése es el sentido que Meyer da al adjetivo servil de aquella revolución “del pueblo” ha terminado por interpretarse como triunfo que permitió a los derrotados liberarse de su condición servil? ¿Por qué, en la actualidad, siguen siendo tan escasas –prácticamente inexistentes– las menciones a individuos de origen indígena cuando se alaba y conmemora a los “héroes que nos dieron patria”?

Responder puntualmente a estas preguntas rebasa los límites de un artículo, así que aquí tan sólo señalaré algunas premisas a modo de punto de partida para tal empeño. Al focalizar en el componente indígena de la sociedad novohispana y de la mexicana del siglo XIX, en lo que expondré enseguida no pretendo desconocer la relevancia de sus otros segmentos, pero sí busco afirmar que las especificidades de los hoy llamados pueblos originarios constituyen todavía una ausencia en el recuento y la interpretación de una historia nacional más incluyente. La problemática ya antes señalada en esta serie para la reconstrucción de las historias de los sectores femenino e infantil se aplica también, en gran medida, en el caso de los indígenas.2

Primera premisa. Apunta a señalar que respecto a la población indígena, la independencia de México entrañó una terrible paradoja. El Plan de Iguala3 prometía el final de las distinciones entre europeos/criollos (blancos), afroamericanos (negros), indígenas (indios) de cualquier etnia, y también entre ellos y todos los demás que eran producto de

2 Para mantener la congruencia con las fuentes consultadas, he decidido conservar el uso de términos como indio e indígena, negro y mulato, español, criollo y blanco, en vez de cambiarlos definitivamente por los hoy quizá más favorecidos de pueblos originarios, afrodescendientes o eurodescendientes, respectivamente. Supongo que los motivos de la alternancia entre todos ellos quedarán claros tras esta observación y que quienes prefieren los de nuevo cuño no interpretarán como ofensa discriminatoria este uso. En caso contrario, solicito de antemano una disculpa.

3 Que así retomó lo ya antes postulado en la Declaración de Independencia del Congreso de Anáhuac (1814) y en los Sentimientos de la Nación de José María Morelos (1813).

Los héroes que nos dieron patria Los indígenas en la Independencia… las mezclas entre unos y otros (mestizos y las entonces llamadas castas). Una vez que todos fueran mexicanos, únicamente sus méritos y virtudes personales en tanto ciudadanos de una nueva nación serían los parámetros diferenciadores. Pero esta supuesta igualdad basada en la ciudadanía desconoció una realidad crucial: que la tierra y sus recursos se mantenían en propiedad de las comunidades agrarias en tanto éstas conformaban las llamadas repúblicas de indios. La abolición de esta estructura social, vigente durante gran parte de los trescientos años del régimen colonial, significó el fin de una diferencia capital. Si bien es indudable que la tributación y la discriminación racial constituían un aspecto sumamente negativo del dominio colonial, también lo es que el sistema político-judicial-económico de las repúblicas de indios había provisto a los indígenas con estatutos y realidades4 que re-

4 Por ejemplo, los estatutos de hospitales, colegios, cajas mutualistas, cofradías y otros organismos corporativos que distinguían a esas repúblicas conocían sus derechos sobre la tierra y los recursos naturales, así como sus autogobiernos en el ámbito local, en tanto se les considerase –y ellos aceptaran ser– súbditos de Su Majestad Católica, el monarca del Imperio español.

Este régimen había contribuido decisivamente a una continuada reafirmación de las identidades comunitarias indígenas; al proclamarse la supuesta unidad nacional, primero por el plan trigarante y más contundentemente después por el sistema republicano que siguió al Primer Imperio, las comunidades indígenas quedaron en desventaja al ser desposeídas de tales derechos. Es en este sentido que hablo de una terrible paradoja, pues para la mayoría de los pueblos indígenas la revolución de independencia comportó más bien una involución, ya que los privilegios concretos de que antes gozaban (con todo y las dificultades para su concreción) se transformaron en derechos abstractos a una supuesta igualdad que, en realidad, pocas veces se concretó.

No por casualidad a la Declaración de Independencia mexicana siguen cien años de desestabilización sociopolítica y de guerra en los que las llamadas rebeliones indígenas no sólo son más numerosas y frecuentes que en la época colonial, sino también de mayores alcances / Amador Lugo Guadarrama, Hidalgo y la Independencia de México, 1978

Sin duda, aceptar que la independencia política de México conllevó una involución en la situación sociológica y socioeconómica de la población indígena contraviene los principios esenciales sostenidos por la historia oficialista (la llamada historia de bronce) difundida desde la segunda mitad del siglo XIX hasta nuestros días. A riesgo de esquematizar, veamos el simple hecho de que en las conmemoraciones septembrinas de la independencia –que conjuntan facultades gubernamentales y sensibilidades populares – los vivas del Grito, la iconografía respectiva,5 así como la narrativa desplegada –o quizá, mejor dicho, cada vez más constreñida–por los medios de comunicación que transmiten en directo el evento, persisten en el afán de reducir a

5 Grandiosamente incorporada en las luminarias del Zócalo y Paseo de la Reforma, o acaso manifestada en algunos objetos comerciales y poco más.

“los héroes que nos dieron patria” a tan sólo un puñado de ejemplos (Hidalgo, Allende, Aldama, Morelos y poco más). Desde luego, la Corregidora de Querétaro y Leona Vicario aseguran la cuota femenina, para que no se diga que no se busca la equidad de género. Pero ¿qué hay respecto a la equidad racial, étnica y cultural? Creo que nada,6 pues aunque Vicente Guerrero es otro infaltable en la ritualidad del Grito, se le celebra y recuerda más como el insurgente consumador de la independencia, que como uno de los grandes líderes surgidos de filas afroamericanas e indígenas que nunca claudicó en su lucha por reivindicar los derechos políticos y sociales de sus hermanos de raza, y que fue el primer (¿o único?) presidente de la república en decretar que no se aceptaría que en territorio mexicano alguien, nadie, fuera categorizado legalmente ni tratado en los hechos como esclavo. ¿Por qué entonces, junto con el presidente antiesclavista, en la ceremonia septembrina que recuerda a Guerrero, no se incluye este hecho alabando también a uno de sus más cercanos compañeros, uno que indudablemente era indígena? ¡Que vivan Vicente Guerrero y Pedro Ascencio Alquesiras!

6 A mi parecer, no alcanza, ni siquiera, el manifiesto interés del actual presidente mexicano por una historia incluyente cuando lanza ese mismo tipo de alabanza a “las culturas del México prehispánico, la riqueza cultural de México y las comunidades indígenas”.

Segunda premisa. No por casualidad a la Declaración de Independencia mexicana siguen cien años de desestabilización sociopolítica y de guerra en los que las llamadas rebeliones indígenas no sólo son más numerosas y frecuentes que en la época colonial, sino también de mayores alcances. La interpretación histórica más comúnmente aceptada nos presenta ese siglo, que transcurre –más o menos– entre 1821 (Declaración de Independencia) y 1921 (fin de la etapa armada de la Revolución), como una centuria de luchas entre caudillos y caciques, como una lenta gestación de la unificación nacional que, tras el traumático tropiezo marcado por la amputación territorial de 1848, supo rehacerse para rechazar dos décadas después la intervención francesa y su intento de gobernar al país a través de un emperador extranjero, y también como una confusa etapa que alcanzó la madurez al deponer la dictadura porfirista por medio de una revolución democratizadora y reivindicadora del “sufragio efectivo y no reelección” y de que “la tierra es de quien la trabaja”.

Al enfocar ese siglo, la superficialidad y el esquematismo característicos de la historia de bronce han producido un recuerdo de los indios como carne de cañón esclavizada por las levas militares, como peones de hacienda acasillados o, si acaso, como bucólicos y aislados labradores desinteresados respecto al acontecer nacional. A veces, esto nos ha llevado a verlos como fanáticos de una extraña religión en la que la Iglesia católica se desentendió constantemente de sus heterodoxias y posibles herejías,7 con tal de que se avinieran a cumplir con los pagos y servicios requeridos por el clero; otras, como resabios de un pasado marginal que alcanzaría su término a través de su definitiva castellanización. Cuando ha asumido tintes reivindicativos, esa historia nos habla de las heroicas luchas que en el norte enfrentaron a los guerreros apaches, comanches, yaquis o seris con los igualmente bravos colonos blancos y mestizos;8 o acepta lo justo de las luchas indias en Chiapas o la península de Yucatán, aunque no sin cierta renuencia y equívoco al llamarlas guerras de castas.

Pero sobre todo, esta segunda premisa busca señalar que la pretendida integración de la población indígena a la ciudadanía mexicana implicaba renunciar a su ancestral modo comunal de posesión y trabajo de sus territorios. La desamortización de bienes comunales, plasmada en una principal entre las llamadas Leyes de Reforma, no sólo buscó poner coto al poder económico de la Iglesia católica, sino asimismo fragmentar las propiedades colectivas en pequeñas propiedades particulares. No hay espacio aquí para evaluar con mayor precisión lo que de acertado haya podido tener el intento de los liberales decimonónicos encabezados por Benito Juárez para fomentar la responsabilidad del ciudadano en el desarrollo económico de la nación. Pero sí podemos redondear esta premisa diciendo que al poner a disposición de las leyes del mercado capitalista los suelos y recursos naturales hasta entonces en posesión legítima de las comunidades indígenas, lo que generalmente sucedió fue el agandalle característico del postor más poderoso. Y que al contrario de esas figuras victimizadas (sea por bucólicas, fanatizadas o retrasadas en el tiempo), los innumerables registros de casos que salpican en espacio y tiempo todo ese primer siglo mexicano demuestran que la lucha de los indios por sus propias independencias no finalizó en 1821. No es casualidad, entonces, que hasta hoy resuenen ciertos nombres con la indiscernible fuerza del eco: Juan Banderas, Cajeme, Tetabiate, Manuel Lozada El Tigre de Álica, Cecilio Chi, Jacinto Pat, Jacinto Pérez El Pajarito, Gerónimo, Victorio, entre otros.

7 Principalmente concretadas en las particularidades de sus ceremonias rituales y las fiestas asociadas al calendario litúrgico cristiano.

8 La historia de los diversos pueblos de indios nómadas del norte de México presenta variantes muy interesantes –que no puedo abordar aquí– respecto a los pueblos que podemos considerar más bien sedentarios.

Tercera premisa. En gran medida, ya desde los comienzos de la historiografía de la independencia, sus principales autores (Bustamante, Zavala, Alamán, Mora) señalan a los elementos poblacionales mestizos y criollos como los principales actores de la insurgencia. Esta noción fue después tremendamente reforzada por la ideología nacionalista preconizada por los regímenes de la inmediata postrevolución y por la hegemonía del PRI durante la mayor parte del siglo XX. Simplemente recordemos La raza cósmica (José Vasconcelos, 1925), El perfil del hombre y la cultura en México (Samuel Ramos, 1934) y El laberinto de la soledad (Octavio Paz, 1950), entre otras, como obras sobresalientes en la centralización del mestizaje como elemento fundamental de la historia de México y lo mexicano. Sin que me sea posible ahondar aquí en esta cuestión, lo único que subrayo es que este esquema ideológico apuntalante de la mítica del mestizaje fundador de nuestra nacionalidad ha introducido una distorsión en lo que se refiere a la participación indígena en la etapa de la guerra de Independencia y en los periodos históricos que le siguieron.

Cuarta premisa. Es necesario voltear a ver los avances actuales del análisis historiográfico y de los métodos de la narrativa histórica si queremos dejar atrás la historia de bronce y acceder a una comprensión de los fenómenos históricos en tanto discursos que posibilitan entender más cabalmente el presente a través de un conocimiento más decantado del pasado. Para explicar mejor esta premisa, recurro a un ejemplo. En gran medida, nos advierte Eric Van Young en La otra rebelión (pp. 107-108), el hecho de que el análisis historiográfico sobre el periodo de la Independencia se haya centrado en tres regiones –el Bajío, la intendencia de Guadalajara y las tierras bajas y cuencas montañosas de la vertiente del Pacífico conocidas como el Sur–9 donde la población indígena, comparada con la de otras agrupaciones sociológicas (o raciales si nos atenemos a clasificaciones del pasado), no era mayoría o estaba muy mezclada en términos étnicos, ha provocado que sea poco cuestionada la noción de que la población mestiza fue el principal soporte de la insurgencia. Pero este autor nos alerta acerca de la pertinencia de incluir otros panoramas históricos:

…las categorías étnicas, entonces y ahora, eran de una aplicación sumamente flexible. Aquí lo importante es que estas áreas no han sido consideradas fuertemente indígenas por su composición étnica, a diferencia de otras partes del país, como Oaxaca, algunas partes del Valle de México, Veracruz, etc. Por eso resulta comprensible que nuestro análisis étnico de los acontecimientos del periodo sea tan vago (Van Young, 2006, 109).

El México profundo del siglo XIX

Si queremos alcanzar la cabalidad y decantación a las que me refiero en el párrafo anterior, tenemos que imaginar una inversión (¿o subversión?) de las condiciones demográficas y territoriales del actual México comparadas con lo que era ese otro México

Intendencia de Durango

Intendencia de Zacatecas

Acaponeta

Sentispac

Ahuacatlán

Santa MaríadelOro Hostotipaquillo

Bolaños

San Cristóbal de la Barranca

Guadalajara

Hostoticpac

Tepic Guachinango

Tomatlán

Océano Pacífico

Tequila

Etzatlán

Cuquío

Tepactitlán

Autlán

Tuxcacuesco

Tala

Sayula

Zapotlán

Colima

Lagos La Barca

Tonalá

Tlajomulco

Lago de Chapala

Intendencia de Michoacán

El análisis historiográfico sobre el periodo de la Independencia se ha centrado en tres regiones –el Bajío, la intendencia de Guadalajara y las tierras bajas y cuencas montañosas de la vertiente del Pacífico conocidas como el Sur– / Mapa de referencia general de los pueblos de indios de la intendencia de Guadalajara

(en realidad todavía la Nueva España) a principios del siglo XIX. Es decir, actualmente los cálculos oficiales sitúan el porcentaje de población indígena entre 6 y 11 por ciento del total de la población mexicana,10 y localizan a la mayoría de esa pobla- ción en los estados de Oaxaca, Chiapas, Guerrero, Hidalgo, Yucatán, Quintana Roo y Campeche (que tienen proporciones de 10 por ciento o mayores respecto a los totales de población estatal). En cambio, hacia 1810 este panorama era muy diferente. Sin desconocer que hay importantes controversias en las interpretaciones actuales de los datos demográficos con los que se cuenta, parece que lo más comúnmente aceptado por los historiadores es que la población novohispana (fijada en un total cifrado en alrededor de 6 122 000 habitantes, aunque también disputado) se dividía en 60 por ciento de indígenas, 17.5 por ciento de españoles (ya fueran peninsulares o criollos), 22 por ciento de individuos adscritos a las castas (mezclas de indios, españoles, criollos y negros y los variados enredos con los que el régimen colonial denominaba a cualquier combinación de esas esencias primordiales) y un restante 0.5 por ciento de personas de origen africano que, sometidas a un régimen esclavista, se concentraban en torno a las zonas de producción azucarera o algunos otros enclaves (hoy en día visibles, por ejemplo, en la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca).

10 En términos generales, esta significativa variación se debe a que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía basa su cálculo (6.2 por ciento) en el conteo de quienes afirmaron hablar una lengua indígena y eran mayores de cinco años en el levantamiento del censo nacional de 2020. En cambio, el cálculo del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (alrededor de 11 por ciento) toma en cuenta otros parámetros e indicadores que, basándose en el concepto de hogar indígena, incrementa los números de la población indígena al considerar un contexto étnico y sociocultural más amplio –y creo yo certero– que el estrictamente lingüístico.

Situar con precisión la distribución de esos segmentos poblacionales en aquella época es una tarea muy compleja, pero en términos generales podemos considerar que en las ciudades y poblaciones más grandes vivían la mayoría de los blancos y bastante de la gente incluida en la categoría de castas; mientras que en los diversos ámbitos rurales de ese entonces, la mayoría demográfica –tanto por sus números absolutos como por su distribución geográfica y social– estaba compuesta por los indios y sus mezclas directas.

Con este panorama demográfico a la vista y enfatizando que la integridad y la autonomía de las organizaciones de tipo comunitario estaban más extendidas y eran más bien funcionales en los ámbitos rurales y no en las concentraciones que podemos llamar urbanas, Van Young resume así la participación de los pueblos y comunidades indígenas en la guerra de Independencia: “La identificación comunal intacta fue precisamente lo que en México dio impulso a gran parte de la acción popular colectiva, de modo que la insurgencia popular fue abrumadoramente rural y en cuanto se refiere a su conformación, asombrosamente indígena” (2006, 885)

Al enfocar las condiciones del México profundo de la segunda década del siglo XIX, tan contrastantes con las del actual, la participación indígena en la lucha por la Independencia adquiere una dimensión diferente. En vez de evocarla como una gran masa indiferenciada que siguió a los caudillos insurgentes motivada por la esperanza de que una nación independizada de España le garantizaría su propia libertad y su igualación con los demás ciudadanos de esa nación, es mucho más cercano a una interpretación objetiva, metodológicamente acertada y mucho más incluyente, entenderla como una amplia y prolongada serie de acciones estratégicas de autodefensa de las comunidades indias que políticamente intentaban mantener sus derechos territoriales y culturalmente reivindicar la legitimidad de sus especificidades étnicas. O como lo expresa Meyer:

Pueblo se dice rápido; no hay otra unidad que la de la comunidad. La comunidad es la patria, y la patria es el mundo […] Siempre se habla de que el indio está ausente de la vida política nacional, no expresa más que desdén por el gobierno, trata de preservar su autonomía ante el orden constitucional, de mantener sus formas políticas y a veces de entrar en guerra agrupándose en nación. Ignacio Ramírez pudo decir que “más allá de su hormiguero, el indio no conoce sino enemigos”, es verdad y cada hormiguero está listo para la guerra con el hormiguero vecino, hasta el día en que se presente el momento favorable, o el Espartaco creador de la unión contra el enemigo común. ¿Se quiere enseguida una prueba de ese estado de guerra permanente? (Meyer, 1976, 67-68).

La otra rebelión, la otra independencia

Meyer contesta esta pregunta enumerando una larga lista de “rebeliones” que transcurren desde una sublevación de indios ópatas en Sonora en 1820 hasta las campañas que en 1901 ocupan a buena parte del ejército federal mexicano en la represión del descontento de los pueblos yaquis y de los cruzoobs mayas en las espesuras de lo que será Quintana Roo. Y tampoco fue que en ese entonces las luchas de la población indígena de México por su independencia se agotaran; el apoyo a fuerzas guerrilleras en los años setenta del siglo XX o la labor del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, desde 1994 a la fecha, son ejemplos que lo demuestran. Me parece entonces que, se esté o no de acuerdo con las propuestas teóricas y metodológicas que sustentan el laborioso trabajo de Van Young, es importante lo que este historiador dijo en una entrevista respecto a las posibilidades de acceder a una nueva narrativa de la historia nacional que esté dispuesta a internarse en los vericuetos de lo incluyente:

Pongo énfasis en la etnicidad, que es una característica de la historia mexicana, en la presencia del indígena. Eso contradice la creencia en ese momento mestizo: el México de la insurgencia es mayoritariamente indígena y predomina la sensibilidad indígena enfocada en asuntos locales. Impera la comunidad en tensión con la sociedad blanca o mestiza o criolla. Esa es la característica estructural de la insurgencia […] Importa también […] la ruralidad de México. No hay necesariamente conflicto entre ciudad y campo sino aislamiento, mal entendimiento, falta de articulación entre ambos mundos (Van Young, en Domínguez, 2010).

A lo largo del grandioso conjunto de monumentos y estatuas desplegadas en el Paseo de la

Reforma, a modo de indeleble lección de nuestra historia de bronce, resultan prácticamente inexistentes los ejemplos de héroes indios (recuerdo apenas que, en la prolongación del Paseo y sus estatuas realizada entre 1976 y 1982, se incluyó a Cecilio Chi y Jacinto Pat). Desde luego, tenemos el monumento en honor a Cuauhtémoc, Cuitláhuac, Cacama, Tetlepanquetzal y Coanacoch que celebra a esos jefes aztecas que con gran valentía defendieron la patria ante la primera invasión de los conquistadores españoles al mando de Hernán Cortés. Pero no sólo es anacrónico sino también incongruente dar por sentado que existía una patria mexicana en el siglo XVI. Y también está el hemiciclo erigido para honrar la memoria de don Benito Juárez, quien nacido como indio zapoteco fue después el líder de una transformación que legalizó la conversión de los bienes comunales en propiedades privadas. Pero de este y otros casos hablaré en la siguiente entrega de esta serie. Entretanto, propongo a las y los lectoras de Correo del Maestro reflexionar un poco acerca de las diversidades y complejidades de nuestra historia si en verdad queremos abrevar en ella para hoy reivindicarnos como una nación que no por su singularidad ante el resto del mundo desconoce su propia pluralidad étnica y cultural.

Referencias

DOMÍNGUEZ, Christopher (2010). Eric Van Young: ¡Viva la bola! Entrevista en Letras Libres, septiembre 2010. https://www. letraslibres.com/mexico/ix-eric-van-young-viva-la-bola

MEYER, Jean (1976). El problema indio en México desde la independencia. El etnocidio a través de las Américas. Textos y documentos reunidos por Robert Jaulin. Siglo XXI Editores.

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