La tristeza extraordinaria del leopardo de las nieves de Joca Reiners Terron

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Joca Reiners Terron

La tristeza extraordinaria del leopardo de las nieves

Traducido por Paula Abramo

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© Joca Reiners Terron, 2013. Published by arrangement with Literarische Agentur Mertin Inh. Nicole Witt e. K., Frankfurt am Main, Germany. Derechos reservados © 2013 Joca Reiners Terron © 2015 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V. Avenida Monterrey 153, Colonia Roma Norte, México, D.F., C.P. 06700. rfc: aed140909bpa © De la traducción: Paula Abramo www.almadia.com.mx www.facebook.com/editorialalmadía @Almadía_Edit Primera edición: agosto de 2015 isbn: 978-607-411-183-5 En colaboración con el Fondo Ventura A.C. y Proveedora Escolar S. de R.L. Para mayor información: www.fondoventura.com y www.proveedora-escolar.com.mx Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento. Impreso y hecho en México.

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Para Egípcia do Crato, que escuchó esto mientras dormía Para el Teatro da Vertigem

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Diez mil pieles rojas p谩lidos pero s贸lidos dejan a sus familias para morir apartados Max Ernst

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EL MECANÓGRAFO: HÁBITOS NOCTURNOS

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No duermo desde hace dos semanas. Aunque antes tampoco dormía muy bien. Hasta entonces, hasta la noche en que dejé de dormir, preparaba el desayuno en cuanto mi viejo abría los ojos y luego nos íbamos al trabajo. Todos los días eran el mismo día. Entre el fin de la jornada nocturna en el distrito policiaco y el principio de la mañana me quedaban dos o tres horas que dedicaba a nadar entre las sábanas, hundiéndome sin poder llegar a la otra orilla. Después, en la tienda de abarrotes, mientras el viejo se acomodaba en su banco, tras la caja registradora, su sitio habitual durante los últimos sesenta y cinco años, yo, medio sonámbulo le daba instrucciones a nuestro único empleado sobre la sustitución de productos, el reetiquetado y sus demás obligaciones. El boliviano (¿era el joven de siempre o uno nuevo?) despegaba despacito las etiquetas de los paquetes de bagels, varenikes y jalá, muy despacito; ¿se estarían acabando las pilas del reloj de pared? Las manecillas parecían inmóviles, demasiado silenciosas, me pesaban los párpados, en las repisas sobraba espacio y, entre las manecillas, minutos.

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Los negocios no andaban bien. A través de la rendija oscura de las latas de ajonjolí, allá al fondo, un par de ojos me observaba. No solía hablar con nadie después de eso, salvo por las llamadas de cobro, cada vez más frecuentes, y veía al viejo intercambiar frases en yiddish toda la tarde con un cliente tan viejo como él, su amigo Glass, otro sobreviviente de las reuniones del Yugent Club en el edificio de la Zukunft. Me imaginaba el cariz de aquellas pláticas, los posibles temas de conversación entre un afásico y un amnésico, cuántas novedades inaccesibles se glosarían ahí. Las visitas cesaron cuando el Dr. Glass se mató hace dos semanas, el día en que cumplía cien años. A partir de entonces todo se volvió un caos, hasta mi sueño. Al poco tiempo, el viejo también intentó matarse. Un día, al volver de mi guardia en el 77º Distrito Policiaco, me lo encontré en el baño con el rastrillo barato de plástico en la mano. Trastornado, sin entender bien por qué había fracasado, se frotaba con fuerza el instrumento contra la muñeca. Al principio pensé que estaba bromeando. La lámina de afeitar sólo le lastimaba un poco la piel senil, haciéndole unos moretones medio azulados. Lo rasguñaba, pero no llegaba a herirlo de verdad. De pie en el batiente de la puerta, repetí su nombre dos o tres veces, procurando no asustarlo. Entonces dejó caer el rastrillo en el charco amarillento, con el dobladillo de la pijama empapado en orines. Me miró sin reconocerme: sus ojos no tenían luz. Su cuerpo parecía un costal de estopa a medio vaciar, un bulto abandonado que el gato, saliendo de las repisas, olisqueó el tiempo suficiente para darse media vuelta. La escena era absurda y un tanto có-

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mica. Aunque todo esto pasó ayer por la noche; ya es parte del pasado. Estoy en la comisaría, no oigo ningún ruido en las celdas y veo sombras allá afuera, adictos al crack que se desparraman por las calles. Pero no he podido descansar y ayer todavía es hoy, y antier sigue siendo ayer. El pasado está por suceder. Es ahora, va a ser mañana. La eternidad se concentró en un día que no sucede nunca. No sé si voy a volver a dormir. Mientras tanto, aquí sigo. Espero que la claridad le restituya al día sus fracciones, sus minutos y segundos. Hasta que el sol reviente contra el muro trasero de la comisaría como una ambulancia sin frenos. Hasta que otra noche venga a reinstaurar el orden.

El café de la comisaría sabe a té de calcetín. Echo el resto del termo en el fregadero y pongo agua a hervir. Debe ser la guardia más tranquila de los últimos años. Todos los policías están fuera, atrapando adictos, “limpiando la ciudad”, como dice el alto mando. Quieren vaciar las calles para que se vean lindas. En una de esas aprovechan y ponen margaritas en los balcones de los edificios invadidos. Hoy no va a haber ninguna eventualidad, ningún travesti aprehendido, los traficantes aprovecharon para bajar a Praia Grande. Este es el día en que los ladrones pasean con sus familias por el Minhocão,1 eso sí, sin que nadie los persiga, libres como las hojas que caen de las ramas más altas. Estoy solo Nombre popular para referirse al Elevado Presidente Costa e Silva, una vía rápida elevada que atraviesa parte del centro de São Paulo. Los domingos se cierra a los automóviles y se abre a los peatones.

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con los sospechosos. La Sra. X está en su celda, intentando controlar el temblor de sus manos. El taxista está muerto. El repartidor del minisúper ya está libre. Seguro que su tía no le sirvió un plato caliente cuando llegó a su nueva casa. Y la criatura sigue aislada en el cuarto oscuro del final del corredor, protegida por los vidrios de las ventanas, pintados de negro. En total oscuridad. No puedo verla, pero desde aquí alcanzo a sentir su olorcito. Se parece al del café que acabo de tirar. El silencio es tan denso que oigo el ruido de las bombas de gas lacrimógeno que la Policía Militar arroja en la calle Júlio Prestes, explosiones suaves que se pierden a lo lejos. Lleno el vaso de café y salgo del edificio. Sobre el estacionamiento de la comisaría, un cielo lleno de estrellas. Ni parece que estoy en el centro de la ciudad. Las luces de los rascacielos y de las oficinas están apagadas. Casi nadie se queda en esta zona cuando la policía entra en acción excepto, claro, los que no tienen a dónde ir. Una sirvienta, inclinada sobre el marco de una ventana, llena el vano con su silueta. No hay rastros de contaminación en las nubes, salvo el vapor de mi café que sube despacio desde el vaso que tengo en la mano, dibujando círculos que se disipan en la oscuridad. Si cierro los ojos y aprieto los parpados con fuerza, cuando los abro las estrellas desaparecen, pero el efecto sólo dura unos segundos. Al poco tiempo, las estrellas vuelven a fijarse y a girar y a girar. Es como si estuviera encerrado en una jaula y al dar vueltas sobre mi propio eje pudiera escapar de las rejas imaginarias, atravesarlas con el cuerpo. Desaparecer. Pruebo hacerlo varias veces. Cierro los ojos. Cuando los abro, hay un drogadicto

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estático frente a mí. Al igual que yo, tiene los ojos muy abiertos. Lleva a cuestas su cobija, la bandera pirata de un barco incendiado. Está tan aturdido que, huyendo de la persecución de los policías, saltó el muro trasero de la comisaría sin saber adónde se estaba metiendo. Entonces ve la inmensa insignia de la Policía Civil estampada en la pared que hay a mis espaldas, se da un golpe en la frente en un gesto de comprensión súbita y huye, salta otro muro, se enreda en las púas del alambrado, desaparece. Deja la cobija y sus miasmas a mis pies. Vuelvo a cerrar los ojos. El olor a mierda y crack del hombre sigue en el aire. Abro los ojos. Las estrellas giran, giran. El adicto se escapó, yo sigo aquí. Mi café sabe a esa cobija. Veo los tres Rottweilers del taxista en el piso, envueltos en bolsas de plástico negras. Esos no se escaparon. No conocían mi sistema de abrir y cerrar los ojos para atravesar rejas. Tampoco sabían saltar muros, como el adicto. Debieron cremar a estos perros después de sacrificarlos. A los idiotas de intendencia se les olvidó. No llamaron a los del Centro de Control de Zoonosis. Si les aventara un hueso, ¿los Rottweilers se levantarían y moverían la cola, aunque la tuvieran cortada? ¿Irían a olfatear los restos de su dueño en la celda vacía o preferirían cazar al adicto que acaba de huir? La fidelidad de estos animales es incomprensible, insisten en menearle el muñón a quien les cortó la cola. Cuando acabe de jugar y abra los ojos, voy a llamar al personal del ccz. Estos perros apestan a carroña. Sí, pudieron escapar. Ahora están muy lejos.

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Índice I. El mecanógrafo: Hábitos nocturnos, 11 II. Mundo animal: La voz humana, 41 III. El mecanógrafo: Llamadas, 93 IV. Mundo animal: Porfiria, 113 V. El mecanógrafo: Polilla rojiza, 145 VI. Mundo animal: Huesos, carótida, 167 VII. El mecanógrafo: Animalia, 201

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Joca Reiners Terron nació en Cuiabá en 1968 y vive en São Paulo. Fue editor del sello Ciência do Acidente, donde se publicó su novela Não há nada lá y los poemarios Eletroencefalodrama y Animal Anônimo. También es autor de los relatos publicados en Hotel Hell, Curva de Rio Sujo y Sonho interrompido por guilhotina, así como de la novela gráfica Guia de ruas sem saída. La Companhia das Letras publicó su novela Do fundo do poço se vê a lua, que ganó el premio Machado de Assis en la categoría de mejor novela, y reeditó Não há nada lá bajo el sello Má Companhia.

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