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Acerca del arte etrusco: La “tumba del triclinio”

Con la idea del eterno retorno, del devenir y del devenir del ser, se instala la noción del juego que, como señala E. Fink: “(…) se convierte en el concepto clave para expresar el universo, se convierte en metáfora cósmica” (Fink 1977: 204). Solo en el juego el hombre dionisíaco puede entregarse al poder de la destrucción y creación incesante, al nacimiento y muerte de las cosas. Solo a través del juego pueden destruirse las imágenes apolíneas golpeando como juego de dados, en el trasfondo de lo dionisíaco, solo allí aparece el destino, entendido como la afirmación de la necesidad-azar. En la afirmación de lo múltiple y verdadero, el destino se afirma en el azar, así como el ser en el devenir. Así, a nuestro modo de ver, se escenifica la existencia como un juego, en tanto metáfora del mundo cósmico, modifica e invierte los valores, por cuanto éstos solo son una proyección de la voluntad y no una propiedad del ser ni del mundo[1].

Dicho todo lo anterior y, tal como señala la propia imagen, esta pintura data del 480-320 a.C. y es la “Tumba del Triclinio”, de un pintor de origen iónico o ático. Apreciamos una disposición canónica: banquetes sobre el fondo, juegos y danzas sobre las otras paredes, simbolizando una actitud propia del otium aristocrático, el derroche, las riquezas destinadas a los banquetes para impresionar al visitante, para darle prestigio al fallecido que era el que organizaba estos eventos. En la pared de entrada, dos jinetes simbolizan a los juegos. A nuestro modo de ver, esto podemos vincularlo a Nietzsche. Porque, en sus obras finales, sella la evolución de un pensamiento trágico que concibe la existencia como el devenir del ser y el ser del devenir. Esta derivación de su pensamiento determina a su vez la concepción de la tragedia que, en OT, aún es interpretada bajo categorías dramáticas. En Ecce Homo y La gaya ciencia la tragedia es interpretada como libre juego, donde la perspectiva estética —la dimensión lúdica del juego— supera la dimensión ética todavía verificable en OT en la concepción de la existencia culpable y la redención del sufrimiento resuelta en la Unidad original.

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Según José Luis Leiva López, podemos comparar la imagen con: “(…) las similitudes con la cerámica, en este caso, con el pintor de, como se puede ver en rostros, pliegues, el movimiento de los ojos o el movimiento de los pies”[2]. De hecho, durante el siglo V a.C. se suceden por toda la Etruria, numerosos ejemplos como la “Tumba del Triclinio”, pero ninguna alcanza la riqueza decorativa de la tumba mencionada.

Finalmente, deberíamos pensar en la pintura etrusca a partir de la “Tumba de Triclinio” como uno de los elementos más utilizados para manifestar su ideología (no, eso sí, cualquiera), sino aquellos que tenían acceso a las tumbas: la clase aristocrática etrusca. Además, es en ella que se plasma la escritura etrusca y que se acompaña de la figura de la que habla. Así, podemos hacer hincapié en las palabras de Nietzsche, porque “(…) la existencia nos sigue siendo soportable, y a través del arte nos han dado ojos y manos, y sobre todo, la buena conciencia, para poder hacer de nosotros mismos un fenómeno de ese tipo. Temporalmente tenemos que descansar de nosotros mismos por el procedimiento de mirarnos a nosotros mismos de arriba abajo y, desde una distancia artística, reírnos de nosotros o llorar por nosotros” (Nietzsche, 2002: parágrafo 107). De hecho, en la atmósfera dionisíaca del danzante del cuadro, apreciamos el pensamiento del eterno retorno: tras diversos movimientos de bajamar y pleamar permite el advenimiento de la experiencia y el pensamiento trágico. Además, habría que señalar que con el pensamiento del eterno retorno, Nietzsche no solo vislumbra la reaparición de la tragedia, sino que sella una visión trágica de la existencia. Solo en la crisis de mundo, en la misma advertida por él en el diagnóstico de su época, el hombre y el pensamiento trágico no solo emerge, sino que aparece como una exigencia. La experiencia trágica, aquella que posibilita una genealogía de los valores, pone en jaque la dimensión del ser, reafirmando la existencia sobre y en la destrucción. El asentimiento a la vida y al ser como devenir, se instala como posibilidad y necesidad de sentido en la destrucción misma, en la crisis. De allí que debamos darle otra vuelta de tuerca a la “Tumba del Triclinio”.

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