nicToFilia N°3 DOSSIER
CRÉDITOS © 2018, Editorial Cthulhu © 2018, Carlos Carrillo, Víctor Grippoli, Dolo Espinosa, H. A. Camacho, Hermes Prous, Tania Huerta, Patricia K. Olivera, Albert Gamundi Sr., Adrián García Cholbi y Carlos Enrique Saldivar NICTOFILIA. Revista Literaria Hispanoamerica de Terror Año 03 - N° 03: Abril 2018 Dirección: Marcia Morales Montesinos Codirección: Denys Aire Davalos Diagramación: Denys Aire Dávalos Imagen de portada: «Sujeto fallido» de Mario Garza Azramari Fanpage: https://www.facebook.com/Mario-Garza-1687170638258318/ EDITORIAL CTHULHU De: Marcia Morales Montesinos Calle Santa Martina 214. 4to Piso. Urbanización Pando III Etapa Lima, Perú http://editorialcthulhu.blogspot.pe editorialcthulhu@gmail.com
Editorial por Marcia Morales Montesinos EL PROPÓSITO DE LA VIDA SEGÚN EL HOMBRE DE ALLÁ ARRIBA, Carlos Carrillo EL CORAZÓN DE BRUMA, Víctor Grippoli ETERNA SOLEDAD, Dolo Espinosa CLARA, H. A. Camacho EL VIEJO CONSTRUCTOR DE AUTÓMATAS, Hermes Prous ACONITUM, Tania Huerta CORAZÓN DE MUÑECA, Patricia K. Olivera LA SOMBRA DEL OBISPO, Albert Gamundi Sr. NO OLVIDES DARLE CUERDA AL GATO, Adrián García Cholbi TROPO, Carlos Enrique Saldivar
EDITORIAL Por Marcia Morales Montesinos NICTOFILIA regresa después de un breve periodo de ausencia. Más recargados y con el ánimo de seguir difundiendo la literatura que tanto nos apasiona y que muchas veces no ha encontrado canales de difusión en América Latina, por tal motivo se tomó la decisión de convertir a la revista, a partir de este número, en una publicación digital y de descarga gratuita. Continuamos con el mismo compromiso de siempre y con la firme determinación de hacer que más personas se interesen por el terror y todas sus variantes. En este número, que viene a ser el tercero, les traemos un dossier dedicado al steampunk, un subgénero de la ciencia ficción, pero que mesclaremos con el terror. Ya que es un subgénero poco conocido, tanto por escritores como por lectores, les pasaré a explicar brevemente en lo que consiste. El steampunk recurre usualmente a realidades supuestas en las que la civilización ha tomado un camino científico diferente al actual, reemplazando la electrónica, los modernos combustibles y otros avances científicos por la tecnología del vapor (steam en inglés) y la combustión del carbón. Como ven es una temática interesante y que estamos seguros disfrutarán. Debo mencionar que esta revista no sería posible sin la pérfida colaboración de los nueve escritores que han participado en este dossier. Por eso, mi gratitud va con todos ellos que han dado vida a este tercer número de Nictofilia. Sin más demora, los invitamos que pasen y se deleiten con el material que hemos seleccionado para ustedes.
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Carlos Carrillo
Llevando un paquete bajo el brazo, el detective Ricardo Castellanos ingresó apresurado en la oficina de su colega Armando Montalvo para informarle sobre el último hallazgo en el notable caso del descuartizador de los pantanos cercanos a la hacienda Villa del reciente fundado distrito de San Pedro de los Chorrillos. —El mismo modus operandi… —Dos brazos, dos piernas y un torso que no corresponde a las extremidades —le interrumpió su despreocupado colega quien miraba distraído por la ventana como surcaba el horizonte una de las nuevas aeronaves impulsadas a vapor. —Sobre ese último aspecto, el médico forense está realizando los exámenes para determinar si se trata de un mismo cuerpo, pero a primera vista no coinciden. —¿Y los otros detalles? —Lo mismo: rostro quemado con ácido, al igual que las puntas de los dedos de manos y pies; todos los dientes extraídos. En suma, el procedimiento estándar del descuartizador. El detective Montalvo continuó contemplando como la aeronave se alejaba en el horizonte. Esas máquinas eran el más reciente desarrollo tecnológico de la industria a vapor y fueron 1 Versión steampunk de «Mr. Torso» de Edward Lee, ambientada en la Lima de fines de los años 1800s.
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un factor decisivo para aliviar las tensiones bélicas con el vecino país del sur. Todo fue gracias a la pureza del agua de los nevados de la sierra peruana, en especial de las zonas de Junín y Huancavelica, que permitió producir el vapor más resistente y durable a nivel mundial. De ese modo, el país se convirtió en el líder de las máquinas impulsadas a vapor como trenes urbanos y automóviles aproximadamente en el año 1860, una década atrás. Pero no estaba totalmente distraído del caso y preguntó en voz alta: —¿Hasta el momento cuántos juegos de extremidades hemos encontrado? ¿Diez? ¿Y solo cuatro torsos? —Quince juegos de extremidades y cuatro torsos. Hasta ahora, no hay coincidencia entre las extremidades y torsos encontrados. —Eso significa que aún hay torsos por ser hallados… mientras tanto… ¿qué puede estar haciendo el descuartizador con esos torsos? —Y tenemos una pista adicional. Logramos identificar a una las víctimas por un tatuaje muy distintivo. Se trata de una mujer pública que... —Prostituta, el término correcto es prostituta —le corrigió Armando. —Bueno, una prostituta que frecuentaba los bares del cruce de jirón Huatica con el jirón Sebastián Barranca. Indagando entre sus colegas, algunas manifestaron que también solía trabajar en El Baratillo, en la zona «abajo del puente». Algunas chicas realizan sexo oral al paso en ese lugar… —Ricardo, breve por favor… ¿Cuál es esa nueva pista? —Realizamos un rastreo entre las columnas del puente que generalmente ocultan a las chicas atendiendo a sus clientes. Utilizamos los nuevos lentes de macrovisión y detectamos un objeto incrustado en el capitel de una columna. Acto seguido, Ricardo depositó en el escritorio de un atónito Armando un curioso artefacto, similar a un enorme escarabajo mecánico, formado de engranajes, remaches de acero y un par de alerones. —Aparentemente el aparato vuela. Debe tener relación con
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las desapariciones. Podría ser una máquina de rastreo. —Ricardo retiró un recipiente que se encontraba entre las alas del escarabajo—. Aquí hay rastros de vapor, pero es muy pequeño por lo que debe necesitar agua con un nivel muy alto de pureza para que el mecanismo funcione. No había visto algo similar antes. Armando examinaba incrédulo el artefacto. —Yo sí he visto algo parecido —contestó pensativo—. Mejor, que lo examinen los muchachos del laboratorio. Ricardo se retiró con la orden. Armando giró hacia la ventana y se reclinó sobre su silla para contemplar el horizonte. No vio ninguna aeronave propulsada a vapor. Su mente divagó sobre el acertijo de las extremidades sin torso y los torsos sin extremidades. ¿Qué estaba haciendo el descuartizador de los pantanos con esos torsos? ¿Por cuánto tiempo los conservaba? ¿Aparecerían los torsos faltantes en algún momento? Encendió un cigarrillo y antes de la primera bocanada, lo tuvo claro: ¡El descuartizador había encontrado un propósito para esos cuerpos antes y después de mutilarlos! La solución radicaba en deducir ese propósito. Satisfecho con esa conclusión, disfrutó del resto del cigarro. A los pocos días, los detectives Montalvo y Castellanos se reunieron terminando la tarde con el médico forense. Sobre la mesa de examen se encontraba el torso y extremidades del último hallazgo. —Nuevamente se tratan de extremidades que pertenecen a otro cuerpo —les confirmó el forense—. Resulta interesante cómo la cauterización del corte de brazos y piernas se perfecciona en cada ocasión, como si se ajustase un proceso automatizado. —¿Quiere decir que el descuartizador utiliza una máquina? —preguntó Ricardo. —Aparentemente sí. No tengo forma de confirmarlo. —¿Alguna otra información relevante? —La víctima identificada por el tatuaje es la tercera en anti-
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güedad. El tatuaje estaba en el muslo izquierdo, así que hemos revisado los torsos y encontramos la continuación en la cadera de un torso descubierto diez meses después. Los detectives Montalvo y Castellanos se miraron perplejos. El médico forense los miró divertido y formuló la pregunta: —¿Qué estuvo haciendo el descuartizador con el torso durante esos diez meses? Terminada la visita al forense, se dirigieron al laboratorio de criminalística. El escarabajo mecánico seguía siendo sometido a pruebas. —¡Bienvenidos detectives! —saludó el jefe del laboratorio—. Llegan justo a tiempo para la prueba final. Dicho eso, conectó entre las alas del artefacto, una manguera que se alimentaba de tres enormes cilindros y encendió el mecanismo. Los alerones empezaron a vibrar a gran velocidad y el escarabajo se elevó unos centímetros. —Cómo habrán observado, han sido necesarios tres tanques del vapor de máxima pureza para que el aparato pueda funcionar y, supuestamente, se alimentaba del vapor condensado en este pequeño recipiente. Es un tremendo salto tecnológico. —¿Alguna teoría sobre el origen de ese nuevo tipo de vapor? —inquirió Armando. —Tengo entendido que, durante la construcción del ferrocarril a La Oroya, las excavaciones en las montañas permitieron acceder a una red de ríos subterráneos de agua increíblemente pura, pero los militares intervinieron rápidamente y se apropiaron de esa fuente natural. En realidad, la información es muy reservada, casi una leyenda urbana. —¿Podría tratarse de algún prototipo militar? —Es lo más probable, pues la guerra con Chile estuvo cerca y los centros de investigación militares estuvieron muy ocupados desarrollando todo tipo de armas. La tecnología y los mecanismos internos son sumamente sofisticados y compatibles con diseños militares. Aún no hemos descifrado cómo se dirige el aparato. —No parece que fuese un arma —señaló Ricardo.
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—Tiene estos dos tambores que se activan con unos resortes conectados también al recipiente de vapor y disparan algún tipo de objeto. No hay rastros de pólvora, pero si de un químico desconocido. Qué tan letal u ofensiva sería cómo arma, no lo sé. Más parece un aparato de vigilancia sino fuera por esos disparadores. Los detectives se retiraron. Caminaron en silencio por unos minutos. —Ricardo, ¿recuerdas que te mencioné que la tecnología me resultaba familiar? El detective Castellanos asintió. —Fue en la feria científica del Instituto Nacional de Patentes que se realizó dos años atrás. Un inventor local presentó un aparato que volaba pequeñas distancias. No era con fines bélicos ni de vigilancia, sino como un juguete. Ya tengo su nombre y ubicación: Pablo Devoto y vive en un fundo pequeño en San Pedro de los Chorrillos, unos kilómetros al sur de la hacienda Villa. —¡No puede ser coincidencia! —exclamó Ricardo—. El prototipo del aparato y vive en la zona donde hemos encontrados los cuerpos descuartizados. ¡Devoto es nuestro hombre! —Coincido contigo. Solo que todo es circunstancial, así que temprano en la mañana solicité una orden judicial para que el Instituto nos entregue el diseño del prototipo. El laboratorio realizaría una comparación y tendríamos el sustento para una orden de registro de domicilio. —Eso va a tomar mucho tiempo, Armando. Mejor empecemos a vigilar a Devoto esta misma noche. El fundo de Pablo Devoto se encontraba alejado pero un camino asentado les permitió llegar en uno de los nuevos automóviles del departamento. Se ocultaron estratégicamente frente a la entrada del lugar que solo tenía un arco de piedra, bastante simple, sin puerta, y se encontraba rodeado de una cerca de baja estatura que les permitía divisar la residencia desde su ubicación. Las luces estaban apagadas. Las horas transcurrían y el detective Montalvo reflexionaba sobre cómo el avance tecnológico de la revolución del vapor,
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había llevado a una bonanza económica que había tenido por efecto una proliferación de las casas de prostitución hasta en los barrios más centrales de la ciudad. Inclusive, «las mujeres públicas», como las llamaba Ricardo, ejercían abiertamente su oficio cerca al templo de las Nazarenas y a los barrios adyacentes como los de Chillón y Aurora. Según cifras del departamento de criminalística, en las siete cuadras del jirón Huatica trabajan casi trescientas prostitutas. Todo Lima era un burdel y un coto de caza perfecto para el descuartizador de Villa. «El desarrollo tecnológico evitó la guerra con Chile, pero no la invasión del puterío», pensó para sus adentros. Alrededor de las once de la noche, un par de círculos luminosos aparecieron en el camino. Un vehículo a vapor avanzaba lentamente y giró hacia la entrada del fundo. Atravesó sin prisa el arco y se estacionó frente a la residencia. Los detectives tomaron sus lentes de macrovisión y vieron al Sr. Devoto descender. Bastante corpulento, llevaba puesto monóculos y un casco con una serie de tubos insertados en él. Se dirigió al compartimiento trasero y, luego de un manipuleo inicial, se colocó un bulto sobre los hombros. Un aparato volador apareció detrás de él y lo siguió al interior de la residencia. —¡Esa es la señal! ¡Hora de visitar a Devoto! Los dos colegas enrumbaron raudos hacia la residencia. A través de una cortina, se percataron que el Sr. Devoto depositaba el bulto sobre una mesa en el medio de una sala sobrecargada de crucifijos y elementos religiosos, mientras hablaba en voz alta. Aún conservaba puesto el casco y los monóculos. El detective Montalvo le indicó con una seña a su colega Castellanos para que vaya a la parte trasera, mientras él irrumpía por la puerta principal, encontrando a Devoto inyectando un líquido en la joven que se encontraba sobre la mesa. —¡Alto! ¡Deténgase en este momento! Soy el detective Armando Montalvo. Devoto solo lo miraba a través de sus resplandecientes monóculos. ¡Quítese el casco y póngase de rodillas!
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Haciendo el ademán de retirar el casco, Devoto apretó un botón y el escarabajo mecánico se elevó rápidamente disparando un par de dardos que inmovilizaron al detective Montalvo. Despertaron adoloridos. Se encontraban suspendidos, uno al costado del otro, aunque aún no eran conscientes de ello. Una cortina negra osciló delante y apareció Pablo Devoto, corpulento y completamente canoso, ahora que no portaba el casco. Llevaba una gran cruz de plata del cuello que le daba un aire intimidante. Satisfecho, los examinó detenidamente. —Detectives Armando Montalvo y Ricardo Castellanos… ¡Mucho gusto! —la voz de Devoto era bastante grave. Ambos intentaron girar la cabeza, pero el mecanismo que los sujetaba se los impedía. Montalvo intentó hablar. —No se gaste Montalvo. Los labios de ambos están pegados. No me interesa sostener ningún tipo de diálogo con ustedes. Lo único importante es que comprendan cuál será su contribución al propósito de la vida… al propósito de la vida según el Hombre de Allá Arriba. El detective Montalvo se convulsionó al escuchar eso. —Usted detective sabe a lo que me refiero, ¿no es así? Lo debe haber deducido pues es un zorro viejo. Hay un propósito en mi trabajo... un propósito divino. Señaló el casco de tubos y el artefacto volador que reposaban en una mesa circular: —¿Cuál es el propósito de la purificación del agua? Potenciar el vapor que da vida a estas máquinas tan estrafalarias. De lo contrario, serían un montón de engranajes, tuercas, remaches, tuberías y pistones sin sentido. ¿No lo creen así? Devoto se sentó en una silla frente a ellos y continuó: —De la misma manera, yo busco darles un propósito a las vidas de estas jóvenes… estas jóvenes que desperdician sus vidas en las esquinas y en esos burdeles… esos centros de desmoralización infernal. ¿Sin un propósito que sería de ellas? ¿Qué obtendrían? Sífilis y gonorrea, adicción al opio, maltrato físico y psicológico, violaciones, abortos. ¡Una vida sin propósito alguno!
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Los ojos de Pablo Devoto brillaban, su voz se hacía más grave: —Detectives, el mercado de Baratillo rebosa de vendedoras de verduras y carnes, ¿pero qué carnes? ¡Mulatas dedicadas al comercio de su propia carne y cobrizas pescadoras que solo pescan dinero! ¡A esas mujeres degradadas les doy un propósito! ¡Reemplazo sus escándalos con el propósito del hombre de allá arriba! Se incorporó y agregó: —Es el momento de presentarles a mis chicas. Apartó las cortinas negras revelando ante los atribulados detectives un cuarto con dos hileras de camas ortopédicas. En cada una reposaba una víctima del Sr. Devoto, desnuda, con brazos y piernas amputados, y conectada a una máquina a través de tuberías cromadas. Sus rostros aún no habían sido rociados por ácido y se les veía sumamente apacibles. —Cómo ya comprobaron, este discreto dispositivo aéreo que he diseñado, dispara unos dardos con una sustancia tranquilizante. Pero el efecto dura corto tiempo. Suficiente para transportar a las incautas jóvenes pecadoras hasta mi residencia. Luego, les inyectó un somnífero de preparación propia, que las deja inconscientes el tiempo suficiente para el procedimiento de cortarles brazos y piernas, de modo que no puedan fugar. Devoto se quedó pensativo unos instantes. —Inicialmente, era necesario sujetar bien las extremidades para evitar que se desangren. Eso me inspiró a desarrollar una máquina que no solo realiza el corte perfecto, sino que cauteriza con vapor caliente —dijo señalando un artefacto con una especie de brazos mecánicos que se hallaba al final de la doble hilera de camas—. El médico forense habrá notado la mejora en la técnica. ¿No es así? Oh, disculpen, no pueden responder. Nuevamente los miró divertido y continuó con los detalles: —Termino de prepararlas pegándoles los ojos, perforándoles los oídos y dándoles una incisión en el lóbulo frontal… de esa manera se encuentran lista para aceptar el propósito del hombre de allá… Es simple, señores detectives, el correcto significado
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de la vida humana delante de los ojos del hombre que mora allá arriba es… ¡Perpetuar nuestra especie! Devoto se mostró embelesado. —No es un trabajo fácil. No, señores. Por un mes me dedico a inseminar a una de ellas por lo menos tres veces al día y de ese modo, asegurar que se concrete el embarazo. Logrado el objetivo una joven más se agrega al grupo y así van rotando como en una cadena de producción. No sé si pueden verla… la última de la segunda línea ya está lista para explotar. Agarró a Montalvo de la pierna y le dijo: —Detective, yo sé que no puede hablar. Eso no impide que pueda leer en su rostro la interrogante por el destino de los recién nacidos. ¡Eso es lo hermoso! ¡Todo encaja! ¡Entrego al recién nacido a una pareja que no puede concebir y de esa manera ellos también cumplen con el propósito del hombre de allá arriba! Se dirigió a Castellanos: —¡Oh, no! ¡No, no, no! No es una adopción gratuita, tiene un costo como corresponde al esfuerzo realizado, sino… ¿cómo financio mis invenciones? El Sr. Devoto se colocó entre las dos filas de camas. Acarició su cabellera canosa. Ahora es tiempo qué entiendan cómo ustedes forman parte también de ese propósito superior pues el hombre de allá arriba actúa de maneras misteriosas. Tengo más de setenta años y me resulta difícil lograr una erección, aunque mi producción de esperma es abundante... Los efectos de la dieta saludable del fundo. Así que estaba optando por masturbarme para luego eyacular dentro de ellas y me fallaba la concentración para excitarme… No es fácil… Son mujeres amputadas ¡Y justo aparecen ustedes dos! Uno para cada hilera de mis chicas… ¿qué les parece? Todo está listo para el procedimiento… con el somnífero no sentirán el corte de sus miembros. Dejaré sus ojos y oídos para cualquier estimulación externa que puedan necesitar. Igual, también tengo un poderoso afrodisiaco para facilitar esa labor. Y estoy adaptando uno de mis dispositivos para que supla la falta de piernas
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y permita el bombeo necesario para la copulación e inseminación. ¿Con quién empezamos? ¿Los mayores primero?
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Víctor Grippoli
La ciudad descansaba en el desierto gigantesco. Las orugas ciclópeas que otrora la habían impulsado yacían inmóviles. Entre las moles de edificios desgastados y caóticos pasaban los gigantescos tubos grises que se hundían en la tierra seca hasta llegar a donde se encontraba el líquido vital. El agua que no solo permitía la vida de sus habitantes sino que movía los engranajes de las usinas de vapor y de estas surgía la «Bruma». Pero nada de eso le importaba al cazador, este estaba aburrido y observaba la nada desde una barandilla en lo alto de una de las torres. Desde donde estaba se podía ver la entrada de las tuberías en la zona de las cuevas. Últimamente el enemigo había estado muy activo en esa zona. Era bueno tener trabajo pero le preocupaba que dañaran los mecanismos de forma irreparable y eso sería el fin para todos ellos. Se acomodó la gabardina remendada y se bajó las antiparras, la arena soplaba fuerte ese día. Se escucharon unos pasos livianos. Alguien subía por la escalera de acero… una mujer… y acompañada por un hombre de andar cansino. —¿Cazador Farsel? ¿Es usted? En la plaza me han dado su dirección y vine a pedir su ayuda. Yo soy Amanda y este es mi marido James… él fue atacado. El hombre no dijo palabra y su mirada se perdió en la inmensidad.
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—¿Qué ha sucedido? No me he enterado de ataques en la ciudad. —Vivimos en la otra punta de la fortaleza, cerca del barrio de los generadores de vapor. James trabaja en la fábrica y fue atacado por una extraña criatura. Otros ya la habían visto… mató a varios… los capataces no quisieron levantar el pánico. Mi marido sobrevivió de milagro, tal vez porque lo encontraron los compañeros pero perdió toda memoria y hasta el interés mismo de vivir. —Un ataque de un Vampiro de Almas. Extraño… hace muchos años que no sucedía… no hay cura. Solo que de un día al otro recupere sus facultades al cesar el conflicto dentro de su mente. —Quiero venganza… le voy a pagar para que mate a esa criatura. ¡Le ha quitado el padre a mis hijos! —Ahora ya hablamos el mismo lenguaje mi querida dama. Le cobraré una tarifa estándar. No voy a abusarme de su debilidad. La mujer sacó de entre los pliegues de su gigantesca pollera victoriana una bolsa con monedas de chips, Farsel no dudó en tomarlas. —Tráigame su cabeza… —le dijo con ojos cargados de furia. —Será un placer —esbozó una sonrisa que iluminó su rostro desprolijo y barbudo. ****** El mundo había pasado por el apocalipsis, Farsel no era más que un niño cuando la ciudad recorría el mundo haciendo bramar sus cañones contra el enemigo. Ya había sucedido la Gran Caída, las estrellas habían sido vedadas. La humanidad estaba confinada a habitar de nuevo en la Tierra sin poder usar los saberes perdidos del pliego espacial al irradiar una gota de agua para crear el viaje al híper espacio. Las inteligencias artificiales agonizaban y re crearon los mecanismos del vapor para generar energía y la bruma roja que los mantenía con vida… luego aparecieron las
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criaturas del averno… y los cazadores siempre listos a cobrar una jugosa recompensa por sus cráneos. Farsel se armó con una pistola de dos tubos, balas de cristal expandido, una fiable escopeta y su compañero, el inefable reloj de bolsillo dorado que había pertenecido a su padre. Acto seguido tomó el tren que corría por la vía elevada y que cruzaba la ciudad envuelta en los vapores de su frenética actividad. Descendió cuando ya el transporte estaba casi vacío. Resultaba que el rumor corrió como pólvora y nadie quería pisar la usina pasado el mediodía. Eso era bueno, evitaría bajas colaterales. El cazador entró en el lugar alumbrado por lámparas de gas amarillentas. La atmósfera era opresiva y se sentía el olor a la grasa de los gigantescos engranajes y las calderas que seguían ardiendo al igual que si las hubieran transportado del mismo infierno. Escuchó un chillido… algo propio de un animal… algo propio de los demonios que se habían apoderado del mundo luego de la casi extinción de la humanidad. ¿Su origen sería divino? ¿Un castigo otorgado por dios? La pistola brilló al ser desenfundada y alumbrada por los esquivos rayos lumínicos. Buscó ansiosa la forma espigada, de largas extremidades y semidesnuda que acababa de aparecer corriendo entre los gigantescos pistones. —¡Ven aquí maldito! Tus días están contados. La bestia se dio a conocer. Era un clásico vampiro pero con un añadido nuevo… Farsel disparó repetidas veces. Sabía que solo un tiro al corazón con una bala de cristal expandido lo mataría. Pero los impactos no penetraron el añadido que tenía esa cosa en el pecho. Alguien lo había operado para retirarle su antiguo corazón por uno mecánico impulsado por un pequeño generador de vapor y un contenedor de Bruma Roja. El cazador se encontró en problemas y trató de huir. La criatura lo siguió y le otorgó un par de golpes de puño que le hicieron sangrar el rostro y casi le quiebran los huesos. Se sintió perdido. ¿Qué arma podría traspasar esa coraza perfecta? Sin duda una explosión que lo mataría a él también en el proceso.
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Vio cómo se expandieron las fauces del vampiro mostrando las múltiples hileras de dientes. Estas comenzaron a acercarse a su efigie… Farsel era un experto y por reflejo tanteó una granada de luz en el bolsillo de su gabardina. Ante el estallido la bestia se asustó y corrió hasta una ventana, la rompió y salió velozmente de la usina. Había sobrevivido por los pelos… Un demonio con una prótesis de alto nivel cibernético. Aquí había gato encerrado. ¿Quién le podría dar respuestas? Sí, un ser abominable y cobarde… conocido en el submundo de la ciudad pecadora en la que vivían… Daren… la Inteligencia Artificial. Entró al mercado atestado de gente perteneciente a todas las razas. Lo abordaron con miles de productos y animales asados. Los rechazó a todos, inclusive a los vendedores de contrabando. Entró a un gigantesco edificio muy antiguo. Estaba atestado de objetos tanto viejos como nuevos. Parecía deshabitado pero no lo estaba. —¿No vas a saludar a tu invitado? Da la cara. En la pared se movieron diversos engranajes y ruedas dentadas, la IA se hizo presente sobre un brazo movible de varios metros de largo, el resto de su ser era un torso humanoide de metal con dos brazos rematados en múltiples dedos y un cabeza cilíndrica con dos ojos de luces que denotaban su antigua y refinada inteligencia. —Farsel. ¿Qué te trae a mi humilde morada? —Aparte del dinero que me debes que ya sería motivo suficiente para presentarme me encontré con un vampiro portando un corazón de bruma. Y me preguntaba quién lo operó y te me viniste a la mente mi querido amigo empotrado a la pared… Desde el holocausto que ya no puedes correr. Morirías sin el vapor… lamento informarte que eres un blanco fácil, así que comienza a hablar. —No me hagas daño… yo no quería hacerlo… aquello se presentó una noche aquí mismo y me amenazó con la muerte si no le ayudaba con la operación. Ignoro cuáles son sus fines… yo hice lo que me pidió y se marchó. —Y jamás se te ocurrió decirme. Eres un gran amigo. ¿Y
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cómo lo mato? Las balas de cristal expandido no le hicieron nada. —Claro, está diseñado el blindaje para eso mismo. ¿Tienes todavía el reloj de tu padre? —Por supuesto. Siempre va conmigo. —Actívalo… —Farsel apretó un botón escondido y surgieron tres hojas de blanco cristal expandido—. Un corte con esas cuchillas destruirá el blindaje. Es la única forma. O usar un cañón pesado pero es imposible que consigas uno… —Gracias. Con esto bastará… lo que no entiendo es qué hacía un vampiro en la usina de vapor. Y tampoco me explico cómo puede hablar. —Tal vez el origen de esas criaturas escapa de nuestra comprensión. —Me iré a investigar. Gracias por la información. Te daré más tiempo para pagar tu deuda. La IA volvió a replegar su brazo extensor que la unía a la maraña de mecanismos y se perdió en la oscuridad. Farsel caminó sin rumbo por la ciudad móvil. Era misteriosa la conducta de su enemigo. Había luchado antes con toda clase de seres pero jamás habían demostrado rasgos de inteligencia. Solo un instinto animal y sádico imparable que los llevaba a atravesar las defensas de la urbe y buscar carne humana. Lo retiró de sus meditaciones el espantoso sonido de un grito humano. Corrió por las callejuelas solitarias yendo hacia la fuente del mismo y se encontró con un panorama dantesco. Una camioneta a vapor que transportaba frascos de bruma se encontraba volcada, un soldado yacía tremendamente mutilado envuelto en un charco de sangre. El vampiro no buscaba carne… buscaba los frascos para algún oscuro propósito, por ello había atacado en la usina. Sin duda al ser descubierto había atacado a los que lo habían hallado, incluyendo al esposo de su clienta. Desenfundó la pistola de dos tubos. Estaba lejos y debía tratar de distraer a la bestia para salvar a los soldados. Disparó pero de nuevo fue inefectivo. Aquella cosa larguirucha siguió su periplo homicida y le arrancó ambos brazos a su rival más
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cercano. Luego abrió su boca de múltiples hileras y de un mordisco arrancó un buen trozo de vísceras. Los intestinos de aquel pobre se desparramaron con velocidad, por lo menos su muerte fue rápida. El cazador arrojó un par de granadas de luz, el vampiro ya había aprendido el truco y no se asustó. Siguió persiguiendo al último muchacho que había puesto pies en polvorosa. De un salto cayó frente a él y con las largas uñas de sus dedos lo rebanó en dos mitades. Ambas sonaron de forma sorda al caer contra el suelo adoquinado. —¡Maldito bastardo! ¿Qué es lo que buscas? —No te metas en mis asuntos, cazador. He venido por los frascos de bruma. Es lo que necesitan los míos para sobrevivir. Nosotros en aquella inmensidad no tenemos máquinas de vapor para procesar. Y ya la carne no nos da lo que necesitamos. Somos una raza camino a la extinción. —Tal vez eso sea lo mejor… no son más que engendros diabólicos. Nacidos para matar y destruir. —No ha sido nuestra elección. Yo nací de esta forma. Mientras que ustedes humanos, tienen la elección para crear y destruir… muchas veces eligen lo segundo. ¿Quién es más monstruoso? Dímelo… —Voy a matarte… sabes que no cejaré hasta lograrlo. —Lo sé. Te estaré esperando. Acto seguido tomó la bolsa con las cápsulas de Bruma y corrió hasta la barandilla de la ciudad y saltó al vacío. Farsel lo siguió pero si lo imitaba tendría una muerte segura. Eran más de quinientos metros hasta el piso. Siguió con la vista al vampiro pero la oscuridad le dificultaba la observación. Retiró un catalejo dorado de uno de sus bolsillos internos y con él pudo ver que su rival corría por los laterales de los gigantescos caños que llevaban el agua a la ciudad y se introducían en las cuevas. Ahora ya sabía dónde estaba su escondite. Volvió a su hogar y retiró la Aeromoto del garaje. Los cazadores tenían plena autorización para abandonar la ciudad. Algo
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que estaba negado al resto de los ciudadanos. Se colocó las antiparras y ajustó la gabardina. Luego se arrojó con su vehículo al descenso de quinientos metros de altura. Antes de llegar al suelo los vapor-mecanismos activaron los retrocohetes a chorro y siguió volando a unos treinta centímetros de altura. Contempló las estáticas y megalíticas orugas bajo la luz de la luna y deseó que en vez de estar estáticos la urbe hubiera seguido su camino luego de la guerra y dejar atrás el asqueroso desierto. Llegó a las cuevas y aparcó la moto en la entrada, acto seguido encendió la linterna de mano y entró siguiendo el curso de los gigantescos caños. ¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaba la guardia y los tanques de defensa? Al parecer las autoridades estaban encubriendo una actividad enemiga inusitada y hasta no contraatacar no dirían nada a la población. Rápidamente encontró alguna de las respuestas que buscaba. La cueva estaba plagada de cráneos humanos, los despojos de los militares asesinados. Había pequeños altares con velas de grasa donde los vampiros habían colocado vísceras descompuestas plagadas de blancos gusanos asquerosos que se contorsionaban felices con su alimento. Farsel tomó una de las tantas vasijas rústicas de cerámica que plagaban el lugar. El contenido era previsible. Sangre humana dada en ofrenda a los dioses oscuros de aquellas bestias. Todavía no lo habían atacado… otro suceso extraño… activó el reloj de bolsillo con sus navajas de cristal expandido y entró a una gigantesca cámara de roca alumbrada por miles de velas. En el suelo se encontraban decenas de vampiros, flacos, sucios y semidesnudos que gemían con claros signos de enfermedad. De pronto el cazador sintió pasos detrás de él. Era el que poseía el corazón de bruma… se movió rápido tratando de cortarlo con sus uñas. Farsel detuvo el ataque con las protecciones de acero de sus antebrazos y contraatacó con el reloj propinándole un corte preciso en el blindaje del pecho. Aquella cosa abrió sus fauces, haría un último ataque tra-
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tando de arrancarle la cabeza de un mordisco. El cazador se preparó con una pose marcial esperando el movimiento. Cuando su enemigo lo realizó hundió una de las hojas en su corazón de mecanismos y este comenzó a arrojar chorros de vapor indicando su próximo deceso. —Te he vencido… ya no tienes escapatoria. —Ni mis hermanos… la Bruma de las IA tampoco sirvió… pude conseguirla demasiado tarde. Ya nada puede ayudarnos. El vampiro se sentó contra una roca y observó como la Bruma Roja salía de su pecho de acero. —Tú piensas que somos demonios… antes fuimos humanos. ¡Sí, humanos! Así como lo escuchas. Cuando la humanidad perdió las estrellas y comenzó a asesinarse mutuamente se usaron armas químicas de un poder inigualable. Luego de la huida de las inteligencias artificiales y el comienzo de la guerra de las ciudades a vapor nuestros ancestros comenzaron a mutar en lo que somos ahora… seres deformados que comemos personas y les absorbemos la memoria… —Yo no lo sabía… el Códice dice que los demonios tienen un probable origen divino. Así también lo dicta la Iglesia de la Borrasca. —Pero tú nunca has sido un gran creyente… puedo verlo en tu rostro. Tienes tus propias ideas… sigue así noble cazador…. Te pediré un favor. De guerrero a guerrero. Mi pueblo y yo estamos acabados… danos una muerte justa y líbranos de este espantoso sufrimiento. ¿Lo harías por nosotros? —Tú también has sido un noble rival. Lo haré por ustedes… Farsel se dirigió hacia el vampiro y le dio muerte y luego hizo lo mismo con el resto de ellos. Mientras encendía un tabaco observó cómo brotaban las llamas de la cueva. No quería que quedara un rastro de los cuerpos para que los usaran los científicos de la ciudad. Al fin y al cabo los vampiros eran seres degradados y enfermos pero en un pasado habían sido humanos y merecían respeto. Los verdaderos monstruos, pensó Farsel, eran los líderes de la ciudad móvil y la Iglesia de la Borrasca…
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¿Y acaso no era su oficio exterminarlos a todos? Tal vez el mundo fuera un lugar mejor después de eso… Él era un exterminador de monstruos…. Y era hora de cazar…
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Dolo Espinosa
Estas palabras que escribo no las verán más ojos que los míos. Son redactadas más a modo de pasatiempo que de desahogo o confesión, cosas ambas que no son importantes para mí pues no albergo en mi interior angustia, ansiedad o culpabilidad alguna, emociones todas ellas vinculadas a determinados procesos químicos a los que, por fortuna o por desgracia, yo ya no estoy sujeta. Mi nombre es Brionne Babcock y soy un autómata. No uno de esos toscos remedos de humanos que, usados como sirvientes o mascotas, están ahora tan en boga en los hogares de medio mundo, nada en mi exterior ni en mi interior recuerda a uno de ellos. Digo esto no como señal de presunción, ya que como ser mecánico que soy carezco de semejantes sentimientos, sino como constatación objetiva de mi condición, pues soy, tanto en mi aspecto externo como en mi funcionamiento interno, mucho más sofisticada que mis burdos hermanos, aunque, por supuesto, no dejo de ser, al igual que ellos, una refinada máquina de vapor con un corazón hecho de engranajes. Soy, como mis hermanos más sencillos, una herramienta, una sirviente siempre solícita y una esclava siempre dispuesta. Mi creador, el profesor Wilton Thorn, era un genio de la ingeniería e inventor de fama mundial fascinado hasta la obsesión con la creación de autómatas. Dedicó años de su vida
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a mejorarlos, haciéndolos cada vez más perfectos, dotándolos de movimientos más fluidos, descubriendo materiales que imitaban casi a la perfección piel, cabellos, músculos... Hasta llegar a mí. Yo soy el producto supremo de sus investigaciones. Su proyecto más ambicioso y más amado. Ni yo misma puedo dejar de admirar cada día el inmenso genio del hombre que me creó. Al mirarme al espejo suelo quedar embelesada ante mi imagen, absorta en la tersura de mi piel, cautivada por el suave arrebol de mis mejillas, hechizada por el brillo de mis ojos y la suavidad de mi cabello. El amo me creó bella, muy bella, tanto que casi resulto irreal. Mi postura es tan distinguida que resulta pretenciosa, mis andares son tan suaves que resultan sigilosos, soy tan perfecta que resulto insoportable. Tan abrumadoramente hermosa, humana y real que causo rechazo y miedo. Mientras otros autómatas son aceptados sin temor alguno, mi presencia provoca sentimientos que oscilan entre la antipatía, el miedo y el odio. De modo que el profesor, que en un principio gustaba de llevarme consigo a cuantas reuniones sociales y fiestas acudiera, se vio obligado a dejar de hacerlo dadas las continuas quejas que mi presencia provocaban. —Se mueve con demasiado sigilo —se excusaban algunos. —No me gusta su mirada —se disculpaban otros. —Pone nerviosos a los criados —pretextaban los más. No dejaba de resultar irónico tal miedo hacia mi figura cuando el auténtico monstruo se sentaba a sus mesas, flirteaba con sus mujeres y jugaba con sus hijos. Cada vez que los veía temblar o torcer el gesto de desagrado ante mi presencia, me preguntaba qué pensarían esos señores tan dignos y esas señoras tan distinguidas si llegaran a conocer lo que ocurría en la aislada mansión del honorable profesor Wilton Thorn, qué opinarían si hubieran visto los horrores que aquellas cuatro paredes ocultaban a los ojos del mundo... Como dije más arriba, el profesor vivía obsesionado por los autómatas, pero tal obsesión iba más allá de la ingeniería. No se trataba solo de mejorar la apariencia y la tecnología de los autó-
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matas, sino de alcanzar, gracias a ellos, su sueño más secreto, el sueño de la inmortalidad. Esta obsesiva búsqueda transformó su laboratorio en un lugar de dolor y sufrimiento inenarrable. Sus primeros experimentos los realizó con animales: perros, gatos, tejones, algún zorro... Con ellos creó seres inconcebibles, monstruosas quimeras, engendros inverosímiles, menos que animales, más que máquinas, seres deformes ni vivos ni muertos. Sus gritos lastimeros aún taladran mis oídos, el hedor de su sangre aún satura mi nariz y todavía puedo ver sus cuerpos estremecidos y retorcidos por el intenso dolor. Cuerpos de perro con cabezas de autómatas antropomorfos, cabezas de gatos en cuerpos mecánicos, tejones obligados a adoptar una marcha bípeda. Estos seres lastimosos, estas bromas crueles, estos tristes engendros, quejumbrosos, doloridos y aterrados pululaban por la mansión, por el taller e, incluso, por el extenso jardín, medio a rastras algunos, cojeando otros, ocultándose entre las sombras la mayoría, solitarios todos, con el miedo como único compañero. Pronto experimentar con animales se volvió insuficiente para el profesor. Necesitaba avanzar más aprisa, ir más allá, si quería conseguir algo, pensaba, no podía quedarse atascado en seres inferiores. De modo que dio el paso lógico y se decidió a cazar humanos. Comenzaron entonces sus paseos por los barrios más pobres de la ciudad en busca de mendigos y vagabundos. Hombres, mujeres, niños, ancianos, daba igual, Wilton Thorn no hacía ascos a nadie. Las sobras de la ciudad, los desechos humanos que a nadie importaban ni nadie extrañaba, lo más bajo de la sociedad, pobres seres que nacían, crecían y morían entre mugre y tristeza, eran llevados a su mansión para no volver a salir jamás. Aquel caserón se convirtió en una lúgubre imitación del infierno. Miembros amputados se amontonaban en los rincones, las vísceras llenaban varios cubos, en otros recipientes, ojos gelatinosos miraban sin ver, las manchas de sangre cubrían otras
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manchas de sangre formando estratos de varios tonos de rojo, fluidos de diversa índole llegaban a formar charcos. Había trozos humanos desperdigados por todas partes y mezclados con partes mecánicas, cual horripilante puzzle a la espera de ser montado. La música diaria del lugar era una cacofónica mezcla de gritos de dolor, gemidos de miedo, golpeteos metálicos, vapor escapando por las espitas, súplicas lastimeras e, incluso, alguna maldición gritada hasta desgarrar la garganta. Los experimentos fallidos fueron muchos, la mayoría. Tantos, que el jardín del profesor se transformó en un espeluznante camposanto. Los que no acabaron en fracaso mortal se transformaron en monstruos tristes, asustados, retorcidos, reducidos a menos que animales, con sus pobres cerebros dañados o eliminados, reptando y gimoteando sin rumbo, consciencia ni voluntad. El profesor Thorn, ciego e indiferente al dolor que causaba, continuó con su búsqueda, incansable y obstinado. Yo estuve presente en cada paso de su investigación, estuve a su lado en cada fracaso y en cada triunfo, fui espectadora privilegiada de todo aquel horror. Yo, Brionne Babcock, su ayudante, debería haber intentado detener esa locura infame y no lo hice. Por miedo, por lealtad mal entendida, porque nunca encontraba el momento, por cualquier excusa que se me ocurriera al abrir los ojos cada mañana. Finalmente, el profesor Thorn descubrió el mejor modo de fusionar máquina y humano en un ser que lograra la ansiada inmortalidad, extrayendo el cerebro de su recipiente de carne y volcándolo en uno hecho de metal y engranajes; solo quedaba, pues, buscar el cobaya definitivo, alguien que, además, tras su transformación pudiera ayudarlo a dar el paso definitivo. Entonces alzó la vista, miró al mundo que le rodeaba y me vio a mí. Me vio, me miró, me observó, me estudió y, finalmente, me sentenció a ser su obra máxima, el bello autómata que ahora soy. Me sentenció a perder amigos, familia y amor, me condenó a renunciar al futuro que yo siempre había soñado; me castigó, siendo inocente de toda culpa, al dolor y la soledad eterna. Y,
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lo peor de todo, me condenó a no tener sentimientos, ni emociones, robándome, incluso, el consuelo de odiarle. Pasaron meses hasta que mi mente logró acostumbrarse y acomodarse a mi nuevo cuerpo. Reconocerme en el espejo me llevó varias semanas. Mover mis miembros otras tantas. Y hablar me resultó tan difícil que pensé que jamás lo lograría. Mi visión, mi olfato, mi oído y mi tacto son inmejorables, solo carezco del sentido del gusto, innecesario para mí, dado que no necesito alimentarme. Al menos no como los humanos. Tras exhibirme cual atracción de feria ante sus muchos conocidos y alardear de su extraordinario ingenio, llegó el momento en que, al fin, debía ponerse en mis mecánicas manos para pasar por el mismo proceso al que yo había sido sometida. Yo, obediente, seguí todos los pasos de modo meticuloso, sin prisa, con sumo cuidado, tal como él me había enseñado. Abrí su cráneo con la sierra de mano y separé la parte superior dejando al descubierto el tierno cerebro, y procedí a separarlo con celo extremo, pues el menor fallo acabaría en tragedia. En ese momento, varios de los tristes engendros se arrastraron hacia la luz y me miraron fijamente. Ya he dicho que, debido a mi condición no puedo tener emociones, ni sentimientos. No puedo sentir pena, ni empatía, ni compasión, ni odio, ni amor... Pero puedo pensar y razonar. Y allí, en pie, con el cerebro de mi amo entre mis manos, con su autómata aguardando recibir el regalo de la vida y la inteligencia, frente a los endriagos penosos que él había creado, me detuve a pensar y supe que Wilton Thorn era más monstruo que esos pobres seres que me miraban, y que continuaría torturando y aniquilando en nombre de su curiosidad. Me convertí en juez y jurado. Deliberé unos segundos conmigo misma y tomé una decisión. Bajo la atenta mirada de las lastimosas y dolientes criaturas, instalé el cerebro del profesor en la cabeza autómata, lo fijé en su lugar y procedí a realizar las conexiones a los suministros
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de oxígeno y alimento. Sin embargo, no conecté los sistemas visuales, auditivos, olfativos ni táctiles. El profesor Thorn no podría ver, oler, escuchar o tocar. Luego procedí a separar la cabeza del tronco y desperté a Wilton. Mientras realizaba estas tareas el número de seres que me observaban había aumentado. Su silencio era tan abrumador que dolía. Creo que, de haber podido, habrían aplaudido. Una vez todo concluido, aquellos pobres organismos hechos de retales me dedicaron una ligera inclinación de cabeza (o lo que hubiera en su lugar) y volvieron a las sombras de las que habían salido. Esa misma noche recogí mis pertenencias, mis joyas y cualquier cosa de valor que hubiera en la mansión y me marché. A los pocos días supe que la mansión había ardido hasta sus cimientos. No hace falta ser muy inteligente para deducir que aquellas pobres criaturas habían decidido poner fin a sus vidas. Ahora vivo en una pequeña casa de campo. Alejada de todo y de todos. En el pueblo me tienen por una mujer extraña y bastante huraña, pero han acabado aceptando mi forma de vida. Algún vecino del género masculino, atraído por mi belleza, ha intentado cortejarme, pero a todos he rechazado con firme amabilidad. Ahora que nadie conoce mi condición de autómata, mi aspecto no les resulta tan odioso. Sé que en unos años tendré que mudarme a otro lugar, pues no tardarán en darse cuenta de que no envejezco, pero de momento estoy bien aquí. Wilton sigue conmigo, por supuesto. Imagino que a estas alturas habrá caído en la locura. Solo puedo imaginar el desconcierto y el terror que debió sentir al encontrarse en la completa soledad de su mente, sin contacto alguno con el exterior. Nada que ver, nada que oír, nada que tocar. No más charlas, no más lecturas, no más investigación, no más vivir. Imagine la tortura de vivir dentro de sí mismo para toda la eternidad. Imagínelo, si es capaz, e intente no estremecerse de horror. Supongo que, en algún momento, desconectaré lo que man-
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tiene vivo ese cerebro y permitiré descansar a Wilton, pero no ahora, no todavía. Aunque parezca una tontería, esa cabeza sobre la chimenea, me hace compañía.
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H. A. Camacho
—No te pregunté si tenías esposa —dijo ella—, te pregunté que si querías hacerlo conmigo. La sangre se me heló en las venas. —Lo..., lo siento —balbucee, y apretujé mi viejo bastón—. Pensé que... —¿Pensaste que eso sería un impedimento? —me arrebató las palabras. Me quedé mudo y asentí sin más. Ella sonrió como si le hiciera gracia. Llevó su cigarro a los labios, dio una calada muy corta y unas finas serpientes vaporeas nacieron de su boca. Sus ojos me penetraban como cuchillas al rojo vivo y yo, yo no era más que un puto pedazo de mantequilla. —Entonces... —ronroneó. Tragué saliva. Mi entrepierna luchaba contra el cierre de mis pantalones. Por un instante, temí que el botón saldría disparado como de la pechera de un hombre gordo. —¿Pero, co..., cómo lo haríamos? Rio entre dientes. Alcancé a ver su lengua, húmeda y rosa. —Lo haremos como tú quieras y por donde tú quieras — dijo. Me abochorné con tanta fuerza que sentí vaporcillo saliéndome de las orejas. Apretujé una vez más mi viejo bastón. —No me refería a eso —hablé por lo bajo—. Me..., me re-
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fiero a..., ya sabe. Dónde y cuándo. —Oh, eso no será problema —dijo—. Puede ser en tu casa o en la mía. —¿Tiene casa propia? —lancé, pero me arrepentí al instante—. Lo siento, yo... Se me escapó. —Está bien —dijo ella—, la mayoría apenas y tienen un cuarto en el edificio de la empresa, pero estás pagando mucho por mí, ¿no? Lo menos que podemos ofrecer es privacidad y la ilusión de una cita verdadera. En ese momento se acercó uno de los meseros, llenó mi copa y la de ella con un espumoso champagne dorado. Noté que sus ojos se deslizaban sobre la piel desnuda en el escote de mi acompañante. No pude resistirme y lo imité. Un pequeño lunar descansaba justo en medio de los senos, subía y bajaba con el ritmo de la respiración. —¿...señor? —dijo el mesero. Resistí el impulso de sacudir la cabeza. —Perdón, qué, ¿qué decía? —Que si hay algo más en lo que pueda servirle. —Ah. No, no gracias. Todo está bien. Alcé la copa de champagne y di un sorbo. Cuando el mesero se alejó, ella miraba hacia el ventanal, debía disfrutar de la vista; no todos los días se puede cenar en un lujoso restaurante flotante. El rumor lejano de las hélices y el roce del viento contra el globo aerostático me acariciaban los oídos. Yo no miré por la ventana, no, yo me quedé con los ojos clavados en ella, en la curvatura de su cuello, en la fina línea de su carótida, en sus clavículas y en sus hombros. Vestía un corsé con broches de cobre y delicadas mangas blancas. Justo por encima del lunar de su pecho, llevaba un camafeo de rubí que combinaba con el rojo de su melena. Sus ojos, esmeraldas encendidas. Si podía provocarme todo esto mostrándome solo su rostro, ¿qué pasaría cuando le arrancara la ropa y...? Mis manos se engarrotaron por debajo del mantel, trémulas e inquietas, asfixiando
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mi bastón. —Entonces —me atreví—. ¿Cu..., cuándo? Ella me miró y esbozó una sonrisa. —Si tú quieres —dijo—, podría ser esta misma noche. Di un brinco cuando algo me rozó la pantorrilla por debajo de la mesa. Por su cara, supe que había sido ella. Sentí su pie deslizándose por entre mis piernas. Cuando alcanzó mi sexo, vi que se le dibujaban un par de hoyuelos pícaros en las mejillas. Mi mandíbula se había desencajado y se me escapaba el aliento. Media hora más tarde, el restaurante aterrizó despacio, como una pluma sobre un estanque. Cualquiera que nos hubiera visto salir de ahí, pensaría que éramos una pareja con al menos un par de años de relación. Caminábamos muy de cerca, ella enganchada a mi brazo y yo balanceando mi viejo bastón. Su cabello olía a manzanilla. Tomamos el teleférico a vapor. La vista nos mostró las chimeneas de ventilación del motor interno de la ciudad y los colosales engranajes que poblaban las colinas. Mientras tanto, ella trató de hacerme charlar, pero solo consiguió que le lanzara un par de monosílabos; me encontraba demasiado ansioso. Bajamos del teleférico cuando llegamos a la sección de torres habitacionales. Tomamos un coche a las afueras de la estación y en menos de cinco minutos ya habíamos llegado a nuestro destino; lo haríamos en su casa. Cruzamos por un amplio jardín. La puerta de la entrada daba directamente a un ascensor, así que abordamos. Una campanita indicó que habíamos llegado a nuestro piso. Cuando las puertas se abrieron, un intenso olor a lavanda me llenó la nariz y el hogar de mi acompañante se abrió ante mis ojos. El gusto era exquisito, candelabros de hierro y cristal, alfombras de intrincadas tramas, muebles de madera oscura y tapices cálidos en las paredes. Entré, y di al menos dos vueltas sobre mí mismo, captando todos los detalles. Para cuando me di cuenta, ella ya volvía con un par de copas llenas de un líquido rosa. —Bienvenido —dijo, y me ofreció una de las bebidas.
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Acepté la copa, todavía impactado por la calidad de la decoración. —¿Esto lo paga la empresa o...? —Sí —dijo ella, y se sentó en un sofá de color vino—, lo paga la empresa. Bebió, y se quedó muda por unos segundos. Luego me indicó que me sentara junto a ella y obedecí. —Sabes, es muy curioso que menciones a la empresa. Me le quede viendo sin saber que decir y di un sorbo a mi bebida. —La mayoría prefieren ignorar ese asunto —siguió ella—. Ya sabes, prefieren fingir que es una cita real y que se han ganado el derecho de que una mujer los invite a su alcoba. —Dio un trago—. Puedo preguntarte algo, ya que no te importa seguir con la ilusión de la cita. Asentí. —¿Por qué me elegiste a mí? La pregunta me detuvo la respiración por un instante. —Bu..., bueno, yo... —No tienes que responder si no quieres. —No, está bien. Yo..., yo creo que fue tu aspecto. —Hice una pausa—. Pero no es tan simple. —Dejé mi copa en la mesita de noche y apretujé otra vez mi viejo bastón. —¿No es tan simple? —repitió ella—. Déjame adivinar, te gustan las pelirrojas, cierto. ¿Es una especie de fetiche? —Bueno, sí, pero..., no es solo eso. Es que... —Tragué saliva un par de veces—. Una vez conocí a alguien y, bueno, ya no está conmigo. Ella se reclinó y me miró con expresión soñadora. —Un viejo amor imposible —soltó con un suspiro—. ¿Me parezco a ella? Un largo alfiler de hielo apuñaló mi pecho, mis manos temblaron entorno a mi viejo bastón y un nudo me creció en la garganta. Miré a mi interlocutora con la mente en blanco y mi boca habló por sí sola: —Sí. Sí te pareces —dije entre jadeos—. Te pareces lo sufi-
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ciente. Ella juntó las cejas, confundida. A pesar de ello, ni una sola arruga apareció en su rostro. Eso me recordó la verdad. Me recordó quién era ella, quién era yo y por qué estaba ahí. —Sabes —solté—, este bastón me lo obsequió mi esposa. Sostuve la pieza de caoba y bronce en alto, como quien eleva un objeto consagrado. —Lo aprecio mucho —seguí—, pero al final, al final no es más que un objeto. —Miré a mi acompañante—. Igual que tú. Y lancé un potente mandoble con mi bastón, como si la vida se me fuera en ello. Le di de lleno en la nuca y ella salió disparada del sofá, cayendo sobre la mesa de noche y partiéndola en pedazos. Yo me levanté de golpe y sostuve el bastón como a una espada. —No te muevas —gruñí—. No quiero arruinarte. Ella trató de levantarse con movimientos espasmódicos, cada vez menos humanos. Un repiqueteo mecánico emergió de sus articulaciones. Entonces azoté por tres veces su nuca, con toda la fuerza de mi espalda. Justo cuando preparaba el cuarto golpe, ella me miró. La mitad de la piel de la cara se le había soltado y le colgaba como una grotesca lengua. Vi su cráneo mecánico, los resortes que daban vida a sus ojos y la colección de mecanismos que movían su asquerosa cara sintética. —¡Fue por culpa de ustedes! —rugí—. ¡Máquinas de mierda! El cuarto golpe cayó con tanta fuerza, que uno de sus espectaculares ojos esmeralda salió de la cuenca y rebotó por la habitación como una canica. Me quedé ahí, jadeante. Ella reducida a su propia verdad, a un despojo mecánico diseñado para alimentar la lujuria de los hombres. Sentí ganas de escupirle, pero aún no había acabado. Con todo el cuidado que me permitían mis manos temblorosas, desvestí aquella cosa. Su cuerpo humano me provocaba arcadas. Los diseñadores se habían molestado en agregarle incluso vello en el pubis. Saqué un afilado puñal que ocultaba dentro de mi chaqueta y procedí a desollarla. Me dio asco, la piel seguía tibia y se
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desprendía de la estructura mecánica con pastosos chasquidos. Mientras tanto, una asquerosa mancha de sangre artificial crecía en la alfombra. Para cuando terminé, lo que quedó de la pelirroja fue una intrincada estructura de relojería, con una vaga forma humanoide. Salí de ahí con el cobijo de la noche, llevando conmigo la piel recién adquirida en una maleta. Cuando llegué a casa, el silencio me golpeó tan fuerte que casi me saca el aire de los pulmones. No podía acostumbrarme todavía al vacío y a la soledad. Entré a la recamara. Sobre la cómoda, una colección de catálogos de muñecas sexuales me dio la bienvenida, todas prometían sensaciones reales y charlas animadas. La piel del modelo S-451 se describía como impoluta, nacarada y avellanada. Piel que ahora aguardaba en una maleta. Piel que necesitaba para seguir adelante con mi proyecto. Cuando entré al sótano, el olorcillo a formaldehído penetró en mi nariz. Puse la maleta sobre una camilla y me acerqué a la cámara frigorífica. Suspiré un par de veces antes de abrirla. La puerta se movió pesada y lenta, y volutas de aire condensado y frío bañaron mis pies. Entré a paso lento, como quien penetra en un lugar sagrado. Bajo la luz de unos pálidos tubos fluorescentes y recostada sobre una camilla de aluminio, yacía ella; mi querida Clara. Mi esposa. Su corazón no latía desde hacía semanas y las horribles y largas heridas de sus muñecas nunca cicatrizarían, pero no importaba, ya le conseguiría un nuevo corazón, por ahora, el remplazo de piel aguardaba en la maleta. Me acerqué a ella y le acaricié sus pálidas mejillas, frías como la porcelana. —Ya no falta mucho, mi amor —le susurré—. Habrá que sustituir muchas partes de tu cuerpo, pero al final regresarás, ya verás que sí. —Mis ojos se volvieron acuosos—. Pronto, muy pronto... —Y lloré sobre su cuerpo como un chiquillo desconsolado. Mientras tanto, en algún rincón oscuro y húmedo del basu-
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rero, las páginas de un viejo diario se pudrían. «Se quita la vida la esposa del famoso bioingeniero mecánico Philip K. Amadeus», rezaba una de las notas. «Se presume que su esposo mantenía relaciones con muñecas sexuales, lo que llevó a la mujer a cortarse las venas». Tras cinco horas de arduo trabajo, la nueva piel de Clara estaba en su sitio. Regresé a mi alcoba, todavía vistiendo el traje quirúrgico y un mugriento mandil plástico. Me recosté en la cama y ojee uno de esos condenados catálogos hasta que por fin algo llamó mi atención. El modelo MK-IV me miraba desde la fotografía tal y como Clara me miraba cuando le besaba la comisura de los labios. La descripción de los ojos rezaba: Iris miel clara con hilos de oro, enmarcados por una silueta de almendra. —Sí —susurré para mí mismo—. Justo así hubiera descrito tus ojos, Clara. —Y me quedé dormido, sabiendo cuál sería mi siguiente tarea.
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Hermes Prous
1. Cielos de vapor y pólvora Junio de 1874 En los cielos de Amberes. Flandes II Guerra Anglo-prusiana Lo que veían por encima de sus cabezas era algo nunca visto. Los habitantes de la ciudad costera de Amberes contemplaban aquella fantástica escena con una mezcla de sentimientos; asombrados, perplejos y fascinados. Pero a la vez, precavidos y temerosos. Pues en sus cielos se estaba desarrollando la primera gran batalla aeronaval de zeppelines. Dos grandes flotas de dirigibles se habían encontrado justo allí en Amberes. Una de ellas, compuesta por más de una veintena de estas aeronaves que provenían del Este. Todas ellas llevaban dibujadas la bandera prusiana y la cruz de hierro. Del Noroeste provenía la flota de zeppelines de su majestad la reina Victoria del Imperio Británico. Eran casi una treintena, con la Union Jack dibujada en su cola. El espectáculo era increíble. Medio centenar de globos gigantescos apepinados que estaban irremediablemente destinados a enfrentarse en una terrible batalla por la hegemonía mundial. Era una visión asombrosa ver como el cielo estaba salpicado de esos prodigios de la tecnología y como viraban y maniobraban en el aire. Pero el espectáculo se tornó en sangre,
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pólvora y acero. Los habitantes de Amberes, se escondieron en sótanos y bodegas cuando el humo de los cañones enturbió el aire y el estruendo de sus disparos les atemorizó. Para Bill «Black Joe» no había lugar para esconderse. Alistado a la fuerza en el ejército de su majestad, en el 2 regimiento de infantería aerotransportada de Cornualles, estaba metido en todo el meollo de la acción. Más concretamente, en el dirigible HMZ1 Drake, junto al resto de sus compañeros preparados para el asalto. El Drake era uno de los más pequeños, pero también de los más rápidos y manejables zeppelines. Iba al frente de la flota y era el que primero iba a atacar. Las órdenes eran claras: abordar la aeronave capitana del enemigo, el poderoso y gigantesco zeppelín Von Bismarck, considerado indestructible. Una leyenda en activo. El Drake surcó los cielos velozmente intentando ponerse en un ángulo muerto donde los grandes cañones prusianos no pudieran dispararle. Los cañonazos se sucedían uno tras otro. El olor a pólvora y humo lo inundaba todo. A medida que se acercaban se veía el enemigo ya cara a cara, y la infantería se preparó para asaltar al coloso prusiano de los aires. Black Joe y sus compañeros revisaron los arneses con cuerdas desde donde saltarían al vacío para intentar aterrizar en el zeppelín enemigo y una vez abordado, usarían mosquetes de retrorepetición y garfios para matar al enemigo. Las granadas flamígeras de relojería se usarían para hacer estallar el orgullo de la flota del malvado general prusiano, el cual llevaba su nombre. El choque fue brutal. El Drake colisionó con su proa por la amura de estribor del Bismarck. Las lonas se rajaron y los armazones de hierro chirriaron hasta deformarse. Los daños fueron importantes, pero no letales. Más de un soldado en ambos bandos cayó al vacío en aquel primer choque en la que se consideró la primera gran batalla de zeppelines. Black Joe se reincorporó tras el zarandeo del abordaje y vio como sus compañeros ya estaban saltando al dirigible enemigo. Escuchó una voz a su espalda que le gritaba: 1 Her Majesty Zeppelin 46
—¡Soldado Gillians! Deje de hacer el tonto y salte de una maldita vez. Era el sargento Scott. Black Joe comprobó rápidamente su arnés. El viento le daba en la cara. Comprobó que llevaba sus armas y miro sin querer hacia abajo, 900 pies de altura que le causaron un vértigo que a punto estuvo de girarse y volver a la taberna de Plymouth de donde le habían sacado a la fuerza para defender al poderoso Imperio Británico. Pero el sargento Scott le empujó sin previo aviso y Black Joe se vio volando en los cielos de un país desconocido rodeado del humo y ruido de los cañonazos, amigos y enemigos. El aire frío le golpeaba en la cara. El zeppelín del enemigo se veía cada vez más cerca. ¿Llegaría hasta él o se quedaría colgando del arnés quedando indefenso ante los retromauser del enemigo? Por fortuna, su cuerpo chocó con la lona de color gris. Algunos de sus compañeros no habían tenido la misma suerte y se habían clavado en los afilados pinchos de acero que sobresalían por todo el perímetro del globo del zeppelín. Black Joe reptó por la superficie del coloso aéreo hasta llegar al interior de la estructura de acero por el agujero que habían hecho sus compañeros. Una vez dentro, sin el aire frío golpeándole y sin la vertiginosa visión de la altura a la que se encontraban, se sintió un poco más seguro y relajado. Comprobó ahora sí, con calma, que sus armas estuvieran listas para el combate y empezó a bajar por la estructura de acero alemán hasta llegar a la góndola. El ruido de disparos, gritos de dolor y el olor a sangre pusieron sobre aviso a Black Joe. La batalla cuerpo a cuerpo ya había comenzado. Para cuando entró en la góndola, Black Joe vio el dantesco escenario de la guerra. Hombres matando a otros hombres sin piedad ni ley alguna. La Muerte volaba majestuosa en ese prodigio de la tecnología convertido en campo de batalla. Sin pensarlo dos veces detonó su mosquete de retrorrepetición y el casco del prusiano que se había fijado en él quedó agujereado.
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Era su primer muerto. Siempre se había preguntado qué sentiría al matar a una persona cuando llegara el momento. Fue una sensación extraña, como si la adrenalina del momento no le dejara recapacitar sobre aquel hecho: el quinto mandamiento. Pero no había tiempo para pensar, golpeó a otro prusiano en el mentón con la culata de su arma y lo derribó al suelo. No recordó que pasó exactamente después, excepto un gran dolor en su mano. El siguiente recuerdo que tuvo después era el de un hombre mayor, calvo, excepto por encima de las orejas. Un hombre con gafas redondas que le decía que se estuviera quieto, que no iba a morir. Le hablaba en un inglés con acento extranjero. Cerró los ojos y se desmayó de nuevo. 2. El ladrón y la casa de antigüedades Diciembre de 1884 Londres. Imperio Británico El león le hacía señas para que entrara. «Hoy no toca», respondió mentalmente. No bebía nunca cuando tenía que trabajar. La ginebra del Red Lion debería esperar a mañana. Si tenía éxito probablemente tendría dinero para Ginebra para el resto de sus días. Dejo atrás la taberna y al autómata de madera roja con forma de león que atraía a los clientes a su interior moviendo una de sus patas y haciendo rugidos de tanto en tanto. Todo empezó ahí. Era uno de los múltiples artilugios que llenaron Whitechapel unos cuantos años atrás. Los fabricaba el viejo anticuario y los vendía o incluso regalaba. Había docenas por Londres. Un día dejó de fabricarlos para los demás y su vieja tienda se llenó de ellos, pero no los vendía. Los rumores se extendieron. El viejo se había vuelto loco. Le hablaba a sus creaciones como si fueran hijos suyos de carne y hueso. Poco a poco, la gente dejó de ir a su tienda. Nadie quería comprarle espadas, armaduras oxidadas o libros polvorientos. Todos cuchicheaban que el viejo anticuario estaba loco. Ya nunca salía de su tienda. Pero nadie pensó lo que él había pensado. El inventor se había hecho millonario vendiendo todos aquellos autómatas
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por Londres. Hasta el mismo Bismarck le compró uno cuando estuvo de visita oficial una vez acabada la guerra. El anticuario una vez se hizo rico ya no tuvo por qué inventar y construir para los demás. Estaba claro. Debía tener una fortuna dentro de aquella tienducha de madera con cristales llenos de polvo. Pero en el barrio nadie salvo él había llegado a esa conclusión. Era más fácil criticar y cuchichear sobre los demás, que darse cuenta de la increíble oportunidad que tenían delante de sus narices. Un viejo constructor de autómatas y cuatro muñecos de madera que podían moverse no serían contratiempo para realizar el robo que le jubilaría. Si estaba en lo cierto, Black Joe no debería trabajar más en su vida. La noche avanzaba, la niebla aumentaba y las húmedas calles de Whitechapel se despoblaban. No era aconsejable pasear por esas calles a esas intempestivas horas, tal y como años después supo el mundo entero tras el caso de Jack el destripador. Black Joe caminaba decidido hacia la tienda de antigüedades cuando se paró enfrente de la casa de empeños de Abraham Ben Levi. En el escaparate estaba la medalla del mérito al valor que el mismo había llevado en su pecho. Se quedó mirándola fijamente. Empezó a recordar como una década atrás, fue condecorado por su asalto al zeppelín Bismarck en la batalla de Amberes. Apenas hizo nada; saltó tarde, mató a un enemigo, hirió a otro y en ese momento le amputaron la mano. Se desmayó y para él la batalla había terminado. Los prusianos le hicieron prisionero. Dos años estuvo en una celda en Danzig, hasta que la guerra terminó. Por fortuna, un ingeniero alemán le salvo la vida al hacerle un torniquete en el antebrazo. Para cuando despertó le había insertado una mano mecánica. —Es de las primeras que hago. Podría decir que eres mi conejillo de indias, pero creo que funcionará bien— le explicó. No volvió a verle nunca más. Al principio no supo que pensar, pero aquella mano de hierro le resulto providencial. Podía mover los dedos, coger objetos, e incluso podía añadirle accesorios como navajas, ganzúas… que le habían sido de enorme utilidad en su nueva vida como ladrón. Y allí estaba con su mano de hierro injertada por un inge-
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niero prusiano enemigo y la medalla al valor que le otorgó su reina, tras el escaparate en venta. Abraham le dio un buen dinero, no tanto por su valor real, sino porque él mismo residía en Amberes cuando ocurrió la gran batalla aérea. Podemos decir que el judío empatizó con aquel veterano de guerra de una batalla que el mismo había observado. Black Joe dejo atrás la medalla al valor y la casa de empeños, al igual que había dejado atrás el Red Lion y su versión de madera y mecanismos automatizados. Caminó hasta llegar a la plaza donde estaba situado el edificio de planta y piso de ladrillos rojos y ventanas con cuarterones donde un viejo cartel de madera desgastado indicaba que aquella era la tienda de antigüedades. La mano mecánica le había otorgado de los artilugios necesarios para abrir la puerta de la tienda. Entró sigilosamente y cerró tras su paso. El interior estaba plagado de antiguas armas, armaduras, relojes de cuco y muñecos metálicos o de madera articulados. De camino al mostrador casi chocó con un muñeco de un enano en triciclo. Aquello estaba lleno de trastos, muñecos y polvo. Debía ir con más cuidado sino quería despertar al viejo. Preferiría no tener que clavarle su navaja automatizada. Tras el mostrador había unos cajones de madera. Uno de ellos tenía una cerradura. Black Joe dio las gracias al ingeniero alemán que le había incorporado la mano mecánica. De uno de sus dedos surgió una ganzúa. —¡Barco a babor! ¡Barco a babor! Los gritos agudos y chillones se oyeron por toda la tienda. Una luz empezó a barrer la estancia. Provenía de una réplica de un faro de pie. El ruido de cadenas y poleas en funcionamiento se añadieron a la de la voz chillona. Del techo bajó a través de una cuerdecilla una maqueta de un barco con la cabeza de un capitán sobre la cubierta. Tenía una boca articulada que era la que estaba dando los gritos de alerta. El ladrón se sobresaltó unos instantes, para cuando se había recuperado, el ruido de un triciclo le alertó. El enano empezó a gritar:
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—¡Oh! ¡Oh! El cajón… no… no… no se puede abrir. Pa… pa.. Padre no quiere que lo abramos —tartamudeaba repetidamente sin cesar con voz lastimera. Así fue como todos los ingenios y autómatas se despertaron y empezaron a gritar y a encenderse luces y alarmas por toda la tienda. Black Joe se quedó estupefacto ante semejante escándalo. A esas alturas, medio Londres debía estar despierto. Lo mejor que podía hacer era salir de ahí inmediatamente. El viejo apareció con sus gafitas y su bata de cuadros preguntando a sus creaciones a que venía tanto alboroto. Levantó la vista y se encontró a pocos centímetros del ladrón. No quería hacerlo, pero era inevitable. Estaba entre él y la salida y le había visto. Le sabía mal pero la mano mecánica se encargaría de no dejar testigos. Pero algo falló. El ingenio de hierro se negaba a moverse como por arte de magia. —Veo que esta mano mía le ha sido de mucha utilidad. Siempre estuve muy orgulloso de esta creación. Me alegra mucho volver a verla —el viejo anticuario le hablaba con un marcado acento alemán, remarcando las erres. Sin ninguna dificultad cogió la mano de hierro con la navaja desenfundada y la penetró en su dueño—. Siempre aplico el cuarto mandamiento a mis hijos: honrarás a tu padre y tu madre. 3. La medalla y el soldado de plomo Febrero de 1885. Londres. Imperio Británico. Había sido la noche más fría en todo el invierno. Una gruesa capa de nieve emblanquecía todo Londres. La puerta de la tienda de antigüedades se abrió desde dentro. Los niños, que en aquel momento estaban jugando lanzándose bolas de nieve, al igual que los hombres y mujeres que retiraban el grueso de nieve de delante de sus puertas pararon de golpe y miraron en silencio al viejo anticuario como atravesaba la plaza. Era la primera vez que lo veían en muchos meses, quizá
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años. Andaba lentamente ayudado por un bastón. Pero lo más curioso, es que detrás suyo le seguía uno de sus autómatas. Un humano a tamaño real vestido como un soldado. Parecía increíblemente real. Se llegó hasta la tienda de empeños del también anciano judío Abraham Ben Levi. Antes de entrar estuvo mirando detenidamente hacia un objeto que estaba expuesto en el escaparate. —Creo que es perfecta. ¿No crees Fritz? Estarás estupendo con esta medalla —le hablaba al autómata que tenía detrás suyo mientras señalaba la medalla que antaño él mismo había recibido de manos de Su Majestad la Reina Victoria. El viejo constructor de autómatas que hablaba con marcado acento alemán regreso de nuevo a su tienda junto a su nuevo hijo; el autómata de un soldado vestido con el uniforme de los Casacas Rojas Aerotransportados luciendo la medalla al valor. De Black Joe… nunca más nada se supo.
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Tania Huerta
Caminó entre las camas de los vivos, sus gemidos lastimeros lo conducían entre ellos como un perro lazarillo. Aquel hospital sombrío era todo lo que les quedaba, las lámparas de keroseno iluminaban el lugar así como el rostro de los marchitos. Salió desesperado con el olor a muerte pegado a sus recuerdos. Las calles empedradas se extendían como serpientes delante de él, así como los riachuelos fétidos que servían de desagüe de la gran ciudad envuelta en una neblina perpetua. Su mente daba mil vueltas, imágenes de decadencia y defunción nublaban su mirada haciéndolo tropezar. El río, a esa hora, salpicaba sus heladas gotas llevadas por el viento que caían en la piel como afiladas puntas de algún puercoespín exaltado. Pasó pensando, desollando su mente, intentando apaciguar su propio sufrimiento. Los faroles que iluminaban la ciudad ya comenzaban a apagarse, consumían su combustible rápidamente como Dios consumía las vidas de aquellos a los que él juró cuidar y curar. Iluso varón que pensó que podría ante el poder de la parca. La idea estaba en su mente. Nunca podría contra ella, la muerte siempre se impondría en los cuerpos de los hombres. El artefacto que estaba fabricando era un completo fracaso.
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Sus remaches, fierros y engranajes salían disparados al más brusco movimiento y —¡Por Dios!— pensaba el doctor Brooks —¡Crear vida no podía hacerse en completo silencio o quietud! Pero la muerte era porfiada y lo rodeaba con su traje de luto. Sus tules lo abrazaban, acariciaban sus ropas sucias y su piel áspera, sentado en el único banco de aquella pequeña buhardilla que le servía de hogar, laboratorio y almacén. Se acomodó frente a la estufa de leña, el olorcito a quemado lo fue adormeciendo y soñó. Soñó con almas en pena, con seres agonizantes rogándole para ser salvados. Si no podía prolongar sus vidas eternamente, quizás… quizás, si…quizás. Compañero de la parca, asistente de Caronte. Temido y adorado al mismo tiempo, comenzó a juntar lo requerido para su proyecto. Las viejas vías del ferrocarril le proporcionaron el hierro. Una antigua estufa le daría el calor necesario y los cables, mangueras y remaches los donarían aquellos que querrían ser los primeros beneficiados. Se metió a su dormitorio, a su laboratorio improvisado entre sabanas y cables pelados. Comenzó su trabajo de ensamblar, clavar y juntar. La máquina estaba llena de sonidos nuevos para él. Necesitaba también engranajes, usaría los del gran reloj de péndulo heredado por su abuelo. Todo sonaba a movimiento, al correr del minutero y a clavos sueltos. El sutil sonido metálico lo envolvía. No era ciencia exacta lo que hacía, era algo celestial. Ese aparato tendría que ser adorado entre los hombres. Quitaría el sufrimiento de la humanidad al fin, el miedo a lo desconocido y les daría a los hombres un derecho solo reservado a los dioses. Las donaciones comenzaron a llover al enterarse la gente de qué clase de máquina se trataba. Ya no necesitó el oxidado fierro de los trenes, ni los pernos viejos. Tenía los engranajes más finos, que brillaban a cada vuelta dando un destello que
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enceguecía los ojos. La caldera que producía el vapor requerido asemejaba el útero femenino pero con la función contraria. El fuerte vapor, llevado por serpentinas tuberías, desembocaba en gruesos cilindros de vidrio donde este se concentraba haciendo mover los pistones que hacían funcionar el armatoste y recorriéndolo completamente. Pero ese vapor, no era cualquiera, no. Era un vapor amoratado, cuidadosamente encerrado en la caldera y demás partes de la máquina. Ni una pisca podía escapar de ella. Eso sería fatal. ****** Ixtab estaba terminada. La gran caja oval, semejante a un sarcófago, se sostenía verticalmente, mucho más alta que un hombre adulto. Sus detalles exteriores de madera, tallados con indescifrables arabescos, la adornaban. Y en la parte superior, sobre la tapa, se encontraba una pequeña ventana de vidrio grueso por donde podría verse el rostro del usuario. Estaba unida por cables y doradas tuberías a la hermosa caldera de vidrio brillante y ornamentos metálicos donde una nube morada bailaba antes de desaparecer en los tubos movidos por pistones y engranajes que le daban ese sonido titilante. Era de noche cuando el primer usuario hizo su aparición. El salón iluminado con primorosas lámparas de keroseno le daban al lugar una atmosfera en penumbra. El buen doctor Brooks se preparó a recibirlo. Se acercó a la caldera vigilando la textura del vapor que salía, el largo sacón negro que llevaba puesto lo aislaba del calor. La mascarilla larga, como un pico de cigüeña, lo protegía de cualquier posible fuga y los gruesos espejuelos cubrían sus ojos del calor irritante. Llegó Mr. Harris trasladado en silla de ruedas por uno de sus empleados. Su cuerpo arrugado casi no se movía. Solo sus ojos manifestaban sus deseos. Dueño de la planta productora más grande de carbón, media ciudad le pertenecía y dinero era lo que le sobraba para decidir su vida hasta el último momento. Así como él, las grandes for-
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tunas de la ciudad aguardaban su turno en el lujoso salón de espera. Los empleados levantaron a Mr. Harris y lo acomodaron en la máquina que se colocó verticalmente. Cerraron la tapa y el Dr. Brooks se acercó para hacerla funcionar. El silencio reinó, solo siendo interrumpido por los sonidos metálicos de pernos y el constante golpeteo de los engranajes. El vapor morado comenzó a borbotear y a llenar las tuberías del armatoste que vibraba ligeramente a su paso. Poco a poco la cámara del sarcófago se fue llenando hasta que el rostro de Mr. Harris desapareció del todo. Minutos pasaron, minutos en los que nadie respiró. Ixtab se apagó sola y su puerta se abrió. Rápidamente se acercaron y sacaron a Mr. Harris completamente rígido, su rostro y su piel tenían un color sonrosado como si la vida misma lo hubiera besado. Lo tomaron, llevándoselo del lugar. Había partido como quiso: sin sufrimiento, sin miedo, sin los horripilantes dolores que la muerte, si hubiera esperado por ella tras su enfermedad, le hubiera proferido. Se fue en un sueño plácido. La hermosa flor morada había hecho efecto, el Aconitum, tan hermosa como letal, se había llevado su vida al inflamarse junto a otros compuestos en aquella caldera parecida a un útero y con la fuerza necesaria para envolver al cuerpo en suave vapor tan exactamente calculado que cada poro recibía la misma cantidad de la letal sustancia. De no ser así, el cuerpo no moriría, terminaría con daños neurológicos irreparables, convertiría a su pobre usuario en una bestia idiota carente de raciocino, solo un ente babeante movido por sus instintos. De ahí el gran valor en la elaboración de la máquina. Ya nadie tendría que morir preso de dolores o incapacidades, nadie sufriría los estragos de las enfermedades que mellaban sus vidas poco a poco. Ahora había una forma celestial de morir envuelto en una olorosa nube morada. El siguiente individuo entró esta vez, el sonido de los pistones nuevamente se escucharon. La hermosa muerte viniendo
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por él entre suaves velos y no con el tosco manto negro de la Parca. Afuera, el gentío vulgar, enardecido por su imposibilidad de acceder a tan maravillosa creación, había traspasado las rejas protectoras. Se acercaba al salón con su pestilente olor a pobreza y hambre. El doctor Brooks había olvidado el sufrimiento del pueblo, el tufo a calles llenas de cadáveres y hospitales inutilizables, había olvidado la razón para la creación de Ixtab. El pueblo no se la dejaría olvidar. Las antorchas que cargaban se veían a lo lejos como destellos sobre un mar oscuro que las movía acompasadas por su movimiento. Se acercaban al gran salón con sus gritos y sus pesados pasos que removían la tierra. De un golpe entraron al lugar, reduciendo a la guardia que poco pudo hacer contra aquella multitud furibunda. El doctor Brooks, con los brazos estirados a los lados en cruz, trataba de impedir inútilmente que el vulgo se acercara a su creación. Los gritos se hicieron ensordecedores dentro del lugar cerrado. La turba no dudó en irrumpir sin respetar nada a su paso, arrancaron tubos, cilindros y cables intentando destruir la anhelada creación, en su creencia de que si no era para ellos, no era para nadie. Las fortunas del lugar huían cargados en los hombros de sus sirvientes y empleados que luchaban por ponerlos a salvo saliendo del salón. La multitud se aglomeraba alrededor de la máquina, cuya tapa había sido abierta mientras funcionaba para rescatar al que yacía adentro. Todos huyeron. Un ligero vapor morado de exquisito olor comenzó a salir de los cilindros rotos y la caldera rajada. Como serpiente etérea, volaba, flotaba por techos y paredes envolviendo a la gente que, enloquecida, seguía tratando de llevarse el sarcófago con ellos para ser destruido. Tomaron al creador de aquella maquina en sus manos y, jaloneándolo salvajemente, lo sacaron a empujones sin escuchar
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los gritos de advertencia del doctor que trataba en todas formas de cubrirse la nariz y la boca para no aspirar la letal nube. Minutos, largos como horas, pasaron entre el griterío y la confusión de la turba. Uno a uno fueron cayendo. Desmayándose, desfalleciendo, formando un tapete humano sobre el piso lustrado del salón. El doctor Brooks, aprovechando el momento, dejó de cubrirse la nariz con la manga y se puso nuevamente la máscara en forma de pico, que había quedado colgando en su cuello. Corrió hacia la Ixtab intentando apagar la caldera, la cubrió con su traje negro, el pesado cuero logró su objetivo. El humo dejó de salir al fin, solo quedaba lo que permaneció en la caldera. Se apoyó sobre el sarcófago, sobre su creación. Seguro podría componerla, comenzar nuevamente y la gente olvidaría toda aquella masacre que, finalmente consideraba, no había sido culpa suya. Una mano tomó su hombro, el doctor puso la suya sobre ésta en señal de agradecimiento por el apoyo, cuando sintió su cabello ralo siendo jalado hacia atrás hasta ser arrastrado sobre el piso, cerró los ojos por el dolor intentando soltarse pero más manos comenzaron a unírsele a las primeras. Gotas cayeron sobre su rostro haciéndolo mirar alrededor. Una horda de idiotas, de brillante saliva transparente que se escurría por sus bocas, lo rodeaba. Los ojos del grupo ya no tenían una dirección fija, sus miradas se desviaban al vacío y sus labios entreabiertos ya no pronunciaban palabras que pudieran entenderse; ni siquiera eran palabras, solo eran sonidos guturales comparados con los gruñidos animales. El doctor, ya no sentía el cuerpo en el piso, lo mantenían en el aire gracias a los jaloneos en su cuerpo, a los intentos de arrancar una parte de él. Su ropa era casi inexistente, aunque conservaba la máscara, y su piel recibía los golpes y arañones de los monstruos que había creado la púrpura maldición. La sangre escapaba de su cuerpo y casi no podía ver la luz bajo todos esos entes babeantes que gritaban en un éxtasis bestial. Lo condujeron nuevamente al centro del salón introdu-
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ciéndolo en el aparato. Trató, con todas las fuerzas que le quedaban, de escapar, pero era imposible. La máscara se le cayó en el esfuerzo. Cerraron la puerta, posicionándose alrededor del sarcófago. Comenzaron a golpearlo con puños y pies, Ixtab se sacudía furiosa. Con horror notó que el humo que quedaba en la hermosa caldera se iba introduciendo por la tubería rota hacia donde se encontraba él. Se volvería un idiota como ellos en unos minutos. —¡Alejen las antorchas del vapor, animales! —gritó desesperado el doctor Brooks habiendo visto por un momento la cercanía del fuego a la caldera que se encontraba aún llena del vapor morado. Fue muy tarde, la flama azul tocó el vapor haciéndolo arder inmediatamente, el fuego recorrió el camino morado hasta llegar al interior del sarcófago. El doctor se perdió en su propio grito de dolor al ser alcanzado por las llamas. Su cabello y cejas desaparecieron y su piel inflamada comenzó a hervir en ampollas que reventaban dolorosamente. En el sarcófago cerrado, el fuego lo envolvió. Un fuego morado, tan hermoso como letal.
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Patricia K. Olivera
La aldea en el prado de los ciervos llevaba semanas convulsionada: dos chicas jóvenes habían desaparecido de forma misteriosa, mientras iban a recoger agua al arroyo. Las desapariciones ocurrieron con una semana de diferencia, y tenían en común el mismo arroyo, el mismo camino; además, las chicas eran las más bonitas del pueblo, y habían cumplido recientemente quince años. No era de extrañar que quienes tuvieran hijas con las mismas características las mantuvieran encerradas entre las protectoras paredes del hogar. Sin embargo, eso no bastó para que a la semana siguiente otra joven desapareciera del mismo modo; con la novedad de que esta era mayor que las otras dos. Ante semejante alerta, los aldeanos reforzaron la seguridad en torno a la aldea y comenzaron a formar cuadrillas que se turnaban para vigilar durante las veinticuatro horas del día. A pesar de esto, a la semana siguiente otra chica desapareció. Una noche, mientras la aldea a pleno estaba reunida, el miembro más anciano hizo su aparición. Todos quedaron perplejos, ya que él era bastante ermitaño y apenas se integraba o interesaba por los acontecimientos de la comunidad. Este venía acompañado del aprendiz, un joven de unos quince años, quien arrastraba una caja rectangular de un metro y medio, aproximadamente.
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—Hace 50 años, cuando yo contaba con quince primaveras, pasó lo mismo que está pasando ahora. Sucedió durante dos meses y luego paró, hasta ahora. —Todos lo escuchaban con respeto y expectación—. En ese tiempo, yo era un joven creativo y se me había ocurrido una idea para atrapar a quien estuviera haciendo eso, pero se imaginarán que nadie me escuchó —dijo, mirándolos a todos—. Hoy también vengo a proponerles algo; al menos no me ordenarán callar esta vez —concluyó haciéndole señas al aprendiz, quien quitó la tapa de la caja y dejó al descubierto a una joven de unos quince años que yacía con los ojos cerrados. La paz de su rostro era tal que parecía dormir. Pero no fue eso lo que asombró a los presentes, sino el hecho de que en su pecho había un hueco al cual se acoplaba la lámina de metal que descansaba a un costado. El joven tomó a la falsa chica y la colocó de pie frente al anciano; junto a ella, colocó un pequeño cofre de cedro y un estuche que contenía distintas herramientas. El anciano le agradeció con una inclinación de cabeza y se volvió hacía los asistentes, acallando el murmullo que se había desatado. —Podemos atrapar al responsable. Durante todos estos años me dediqué a llevar a la práctica la idea que tuve durante la niñez, y al fin quedó perfeccionada —dijo, señalando a la joven—. Podemos usar a esta muñeca, el secuestrador no notará la diferencia… —¡Es una muñeca! ¿Cómo piensas que el responsable no lo notará? —interrumpió con acritud el padre de una de las desaparecidas—. ¡Su actitud me parece una falta de respeto! —gritó entre los murmullos del resto. —Entiendo que piense así —respondió el anciano con serenidad—, una de las desaparecidas fue mi hermana… Por eso sé lo que siente: lo mismo que sintieron mis padres mientras vivieron. —Todos quedaron mudos ante semejante revelación—. Ahora tenemos la oportunidad de vengarnos —continuó con ímpetu, señalando a la muñeca. Siguió un profundo silencio, tras el cual empezaron a llover las preguntas: ¿qué es eso?, ¿cómo funciona?, ¿en qué consistía
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la venganza? Cada cual comenzó a ser respondida sin palabras. El anciano se acercó a la muñeca, que tenía su misma altura, y aguardó a que el aprendiz le diera lo que contenía el pequeño cofre. —Esto es el inicio de todo —dijo, y levantó un corazón de metal oscuro en el que sobresalían las mismas venas y arterias que tenía el corazón humano. El revuelo entre los presentes no se hizo esperar—. Pasé mi vida estudiando el cuerpo humano, y la densidad de los distintos metales para poder concretar mi obra. —Hizo una pausa, mientras mostraba el corazón, de un extremo y otro del recinto—. Pero eso no fue lo único que hice —murmuró, al tiempo que giraba el corazón para mostrar la otra cara. Todos emitieron interjecciones de asombro. Ese lado era de cristal y permitía ver el interior del corazón: este, en lugar de sangre, contenía agua y algo más que la oscuridad del fondo metálico no permitía distinguir. —¿Qué hay ahí! —preguntó una mujer con temor en la voz. —¡Qué es eso! —exclamó otro. —¿Está viva? —susurró alguien. —Esto, damas y caballeros, es lo que nos ayudará a poner el plan en marcha. Como les decía, también tuve que estudiar a la naturaleza; para darle vida a esta muñeca, no me servían las hierbas ni los dioses, pero sí esta pequeña anguila, cuyas descargas pueden dejar inconsciente a un hombre; como lo comprobé en mí mismo. Luego de experimentar con ella descubrí que la sangre, si bien no le sirve de alimento, aumenta su actividad. —¿De qué se alimenta? —preguntó alguien en el fondo. —Eso, mi querido amigo, no querrá saberlo ni verlo —respondió con un brillo malicioso en los ojos—. Pero vamos a lo que nos compete. Con ayuda del aprendiz y de las herramientas ajustó el entramado de venas y arterias dentro de la cavidad torácica. La cara de cristal quedó a la vista. Una vez estuvo hecho, el aprendiz le alcanzó un frasquito, cuyo contenido vació en un pequeño embudo incrustado a un costado del corazón. El agua se tornó
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rojiza, de inmediato se produjeron algunos destellos eléctricos, hasta que el corazón quedó completamente iluminado. Todos quedaron horrorizados al ver a la anguila contorsionándose como una posesa. La electricidad viajó por todo el cuerpo inanimado, provocó algunos zumbidos y algo de humo en algunos lugares. Ni qué decir del pánico que se instaló en los aldeanos cuando la muñeca abrió los ojos, miró en torno y sonrió como cualquier chica normal. Por último, el anciano encajó la tapa de metal, abotonó la pechera del vestido y contempló a la muñeca de arriba abajo repasando los detalles: la capa verde, con caperuza para protegerse del frío, debajo un vestido de lana celeste hasta las pantorrillas, medias y borceguíes desgastados. Como lucía cualquier chica de la aldea en su vida diaria. En eso, llegó uno de los que patrullaban esa mañana. Venía desencajado. —Encontramos a dos de las muchachas —dijo con un hilo de voz—. Ellas están… —No pudo continuar, se quebró y comenzó a sollozar. Acto seguido sorbió por la nariz y murmuró—: fue una masacre. Las madres de las chicas desaparecidas comenzaron a llorar y a proferir gritos. El anciano, al ver que ya no obtendría atención, encaró a dos de los miembros con más liderazgo: —¡No hay tiempo, tenemos que hacerlo ahora! El hombre más joven, de unos treinta y cinco años, de estatura media, fornido, y de cabellos largos, quien portaba una daga en el cinturón y un hacha a la espalda, lo miró con gravedad y aceptó de inmediato. —Cuenta con toda mi ayuda, pero olvídate de mi padre — dijo, señalando al hombre desgarbado, de ojos nublados, que tenía junto a él—. Como ves, no nos sería de mucha ayuda. El anciano asintió y ambos salieron, acompañados del aprendiz y de la muñeca, la cual era conducida por este, y se movía y actuaba como una joven de carne y hueso. Los tres se dirigieron al lago. La tarde, envuelta en una tenue neblina que desdibujaba las hojas rojizas de las copas de
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los árboles del sendero, ya daba paso a la noche. En el camino se toparon con tres integrantes de la plantilla que había sido relevada. Con ellos traían un cofre mediano, cuyo fondo goteaba. Cuando estuvieron más cerca vieron que era sangre. Ante la pregunta implícita en la mirada de los hombres, uno de los guardas atinó a decir, conteniendo los sollozos: —Es todo lo que queda de dos de las chicas. De inmediato, el que cargaba del otro lado se apoyó en el árbol más próximo para vomitar. El anciano instó a su grupo para que lo siguiera, apurando el paso. Una vez en el lago, dejaron a la muchacha en la orilla y se escondieron tras unos árboles. Ya había subido la luna llena y eso les permitía ver con mucha claridad. Mientras la muchacha observaba embelesada el agua, un hombre con el rostro desfigurado salió del monolito que simulaba un viejo muro. —¿Quién eres? —preguntó con voz temerosa la chica. Por toda respuesta el hombre la tiró al piso con una bofetada, le levantó con violencia la falda y la poseyó con brutalidad. La muñeca se quejaba y lloraba como una joven de carne y hueso. El hombre que acompañaba al anciano iba a intervenir, pero este lo retuvo de un brazo con firmeza. —Recuerda que ella no es real —susurró, pidiéndole silencio. Cuando el abuso hubo terminado, entre jadeos del tipo y el llanto de la chica, este la cargó sobre el hombro y volvió a irse por donde llegó. —No podemos pasar, es una piedra —dijo el aprendiz. —No todo es lo que parece, aprendiz. Ya te lo he dicho varias veces —respondió, mientras acercaba la mano a la superficie gris y la introducía en la piedra sin esfuerzo—. Lo que supuse —murmuró, mirándolos con satisfacción—: un campo visual. Solo una bruja muy poderosa puede hacer esto, y tener una bestia como la que vimos recién. —¿Tú qué sabes de magia? —preguntó con agresividad el aldeano—. Supongo que estás al tanto de que eso está prohibido
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en nuestra aldea —dijo, más templado, mirando al anciano de reojo. —Lo sé, del mismo modo que tú vas a olvidar esta parte de la aventura cuando la narres a los tuyos. Claro, siempre y cuando creas que mi ayuda les conviene —dijo el anciano, divertido, guiñándole un ojo. Luego de un breve silencio el otro asintió: —Me parece un acuerdo justo. Al otro lado del monolito se encontraron con un túnel alumbrado con antorchas. A medida que avanzaban, las gotas que se desprendían del techo indicaban que estaban bajo el lago. La humedad y el frío se hacían insoportables. Habrían caminado un kilómetro cuando al doblar un recodo se dieron de lleno con una estancia que era la viva imagen del terror. Encerrada en una jaula aguardaba la muñeca, estaba parada, firmemente agarrada de los barrotes; un hilo de sangre, proveniente de la entrepierna, se deslizaba por sus pantorrillas. El aldeano miró atónito al anciano en busca de una explicación. Este se encogió de hombros: —Tenía que ser igual a una humana —se limitó a decir. Frente a ella, y en peor situación, se encontraba la última chica que había desaparecido. Ya no se podía hacer nada por ella: era como un envase vacío; su sangre terminaba de ser extraída, mediante sondas clavadas en sus brazos, por una máquina que emitía zumbidos a medida que llenaba varios bollones, y los deslizaba entre chasquidos hasta realojarlos en otra máquina similar, cuya camilla estaba vacía. Cuando ya no había más sangre que extraer, la máquina emitió un pitido y comenzó a largar humo al tiempo que descomprimía el engranaje interno. Enseguida entró el hombre deformado, tomó el cuerpo de la joven drenada, lo desconectó de la máquina y lo dobló como si fuera una manta. La sangre residual comenzó a escurrir. Antes de salir de la estancia, el desfigurado miró a la muñeca y se masajeó la entrepierna, sonrió mostrando los dientes podridos. Habían pasado unas horas cuando entro la bruja: una hermosa mujer morena en la flor de la edad. Vestía un largo vestido negro ceñido a su figura, con puños anchos y en caída. Se apro-
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ximó a la jaula y observó a la muñeca con detenimiento. —Eres distinta —dijo, y se acercó para acariciar uno de los senos por sobre el vestido—. ¡A esta no vuelvas a tocarla! —le ordenó al desfigurado, mirándolo con desprecio—. Puedes retirarte, yo me ocupo —dijo sin mirarlo. —Pero, ama, la máquina… —¡Puedes retirarte, dije! Luego que él salió, ella se dispuso a extraer personalmente la sangre joven y fresca de la muñeca. Rompió la pechera del vestido y contempló los jóvenes senos. Lamió y beso los pezones, antes de clavar sus filosos colmillos en la yugular. La muñeca se quejó, con los ojos fijos en el techo, pero en su rostro no se vislumbraba ningún tipo de sufrimiento o emoción. La bruja jadeaba, a punto de llegar al clímax, mientras acariciaba y pellizcaba los pezones de la muñeca. Cuando la bruja llegó al orgasmo quedó desmadejada. —Ahora viene lo mejor —susurró el anciano, con una sonrisa siniestra, sin apartar la vista de la escena. La muñeca se incorporó, se montó sobre la bruja y le rasgó el vestido dejando los grandes pechos al aire. —Eres una niña insaciable —jadeó la bruja con una risita que pronto se transformó en terror: lanzó un alarido cuando la muñeca comenzó a escarbar en su pecho, rasgando la carne hasta arrancar el corazón. Al oír los gritos de la bruja, el desfigurado apareció corriendo y vio a la joven con el corazón chorreante en alto, y a la bruja dando los últimos boqueos. La muñeca se levantó, aún tenía los pechos al aire, y aventó el corazón contra la cara del tipo, quien saltó sobre ella dando un grito de furia. Pero la muñeca fue más rápida: había hundido su puño en el pecho del tipo mucho antes de que la rozara. Luego de arrancarle el corazón, la muñeca quedó inmóvil y cerró los ojos. —El efecto de la sangre terminó —anunció el anciano, quien, seguido del aprendiz, se acercó y guardó los dos corazones que esta había arrancado en un cofre de metal. También se llevó la sangre de la última chica, así como lo que quedaba de su
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cuerpo, para entregárselos a los padres. Desmanteló la máquina extractora de sangre para instalarla en su laboratorio y darle un uso más humanitario, al igual que a la muñeca que resultó ser de gran ayuda en ese caso. —Estamos muy agradecidos por tu ayuda —dijo el aldeano que lo había acompañado, una vez estuvieron en la aldea—. Siento que no fui de mucha utilidad… —titubeó el hombre. —¡Por supuesto que lo fuiste! Sin ti no hubiéramos podido traer todo esto —dijo, mirando en derredor divertido—. Además, nadie mejor que tú para transmitir los desagradables hechos que sucedieron allí. El aldeano sonrió. Antes de marcharse miró a la muñeca a los ojos; un escalofrió le recorrió la espalda cuando esta pestañó.
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Albert Gamundi Sr.
El sermón del domingo no había resultado en su objetivo de cebar el cepillo. El obispo Charles se mostraba indignado con la cantidad de libras donadas a la iglesia. Les daré un motivo para volver a proveer a la iglesia, pensó mientras mojaba su pluma en un bote de tinta, frente a un papel amarillento. Una gota de frío sudor recorrió su frente y cayó al lado del soporte para dibujar. Dios me perdone por lo que voy a hacer, murmuró mientras con pulso tembloroso enderezaba el instrumento para dibujar. Con el corazón en un puño, su mente engendró y sus manos reprodujeron fielmente a un engendro encorvado, alado, de afilados dientes, con garras y un cuerno en la cabeza. Aquel diseño heló el cuerpo del obispo, quien se sintió tentado de arrojarlo a la estufa de vapor de agua que tenía en su despacho, aunque después de ver el cepillo medio vacío, desistió en su empeño. A continuación, enroscó el diseño y calentó su sello personal a la luz de una vela para luego estamparlo. Charles Heyes se dirigió a la ventana, corrió ligeramente la cortina y espió a través de ella. La aristocracia asistía a la sesión de las siete en el teatro, mientras que los obreros miraban recelosos a los chóferes humanoides impulsados por vapor. Una cálida lluvia, fruto de la incesante actividad de las industrias, caía sobre la ciudad rebotando en los paraguas de las nobles figuras que debían sustentar a la madre iglesia.
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El eclesiástico se vistió su atuendo con capucha de lana y escondió en el interior de éste el diseño que había engendrado. Ovejas descarriadas, pronto volveréis al rebaño, murmuró el hombre mientras salía de su casa cercana a la iglesia de la región norte. —Buenas noches padre Heyes, veo que el tiempo no acompaña. ¿Va todo bien? —se interesó por él un autómata encargado de velar por la seguridad de la ciudad. —Todo perfecto hermano, que Dios te bendiga —lo despidió rápido sin detenerse y haciéndole una señal con los dedos. Engendros del demonio, únicamente dios tiene la potestad de crear y destruir vida, pensó mientras caminaba en línea recta hacia el barrio de los ingenieros, anticuarios y chatarreros. Las baldosas sueltas y el irregular piso le recordaban que poco a poco su ciudad se iba convirtiendo en un edén de la industria, del motor de vapor y de la aristocracia, que burlaban los impedimentos físicos que Dios había puesto en sus cuerpos mediante prótesis y engranajes. El gran éxito de las participaciones en las compañías de tráfico comercial con África era directamente responsable de que los ricos dedicasen menos libras a su fe. Escondiendo su rostro bajo la capucha se cruzó con algunas ovejas descarriadas, quienes regresaban de su destino con baratijas, antigüedades o más papeletas de inversión en las rutas del descarriamiento cristiano. La vena de su cráneo se hinchaba al ver desfilar por su lado a algunos de ellos, quienes ajustaban sus gafas a la cada vez más escasa luz que había en el barrio visitado. Después de poco más de un cuarto de hora, finalmente logró llamar a la puerta de su interés. —El taller está cerrado, vuelva mañana —advirtió una voz ebria desde el otro lado del obstáculo de madera. —Para el representante de Dios en esta ciudad, este taller siempre está abierto —replicó con rudeza el empapado clérigo, quien asomó la mirada al visor de la puerta. El visor se abrió un momento, una mirada azul cargada de vida se clavó en los ojos del cliente.
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—Ah, eres tú —replicó desganado el inventor. —Abre la puerta, vengo como mecenas y no como hombre de dios —gruñó en voz baja mientras la llovizna se convertía en tormenta. Entonces se oyó un suspiro detrás de la puerta, el visor se cerró y el paso fue abierto. Minutos más tarde, el ingeniero ajustaba la segunda hilera de lentes de su sombrero para analizar todos los detalles del diseño pictográfico que había recibido. —Primero me excomulgas, me declaras persona non grata en el barrio aburguesado y ahora vienes a pedirme que cree un demonio para asolar la ciudad cuando te convenga. Lo que hace el dinero, eh amigo Charles —contestó en tono burlón a las peticiones de su cliente. —¿Qué parte de que vengo como cliente y no como hombre de Dios no entendiste? —se sulfuró el visitante. —Quiero cincuenta mil libras y la redención de mis pecados. Ir a la iglesia es como lavar la ropa, es necesario hacerlo de vez en cuando —continuó con el tono desafiante. —¿Estás loco? ¿Por qué crees que he acudido a ti? —Charles se sobresaltó sobre la mesa de debate. —Esto es un negocio, yo ofrezco un servicio, tú vives de un rebaño —insistió en picarlo con su labia. La discusión fue subiendo de tono, el obispo había perdido los colores y los papeles, tanto que llegó a pagar el triple por tener a un autómata volador con el que asolar la ciudad y lograr que la fe volviera a tener financiamiento. —No me defraudes o tu cabeza será un nido de moscas en la horca del cementerio de la iglesia. Junto a un sonoro portazo, con estas palabras terminó la conversación. Una semana más tarde, el sermón del domingo se convirtió en una oda al apocalipsis, al escudo que representaba la iglesia frente al mal y a las consecuencias de la codicia. Mientras los fieles murmuraban acerca de sus negocios, el obispo miraba hacia la poca luz que entraba por el foco central de la iglesia en la parte superior del frontal. «Y protégenos del
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maligno», alzó su voz al cielo gesticulando vigorosamente con las manos. De repente, algo impactó contra la cristalera de la iglesia. Un ruido de expulsión de vapor resonó entre las paredes del recinto sagrado, instantes después un batir de alas procedente de una negra figura ensordeció a los asistentes y una enorme silueta oscura como el carbón se posó sobre el altar. Su aspecto era igual al del diseño ofrecido al ingeniero. La criatura chirrió por la boca y voló entre las filas de asistentes, cazando a algunos por el cuello con sus vigorosas manos, alzándolos al aire y soltándolos sin cuidado. Lady Brown y sir Jones murieron por la presión sufrida en el cuello, cuyos huesos se rompieron. El terror se materializó en una gran estampida con gritos y personas pisando a otras buscando su salvación. «Hermanos, permaneced unidos y podréis hacer frente al maligno». Trató de calmarlos el obispo, quien confiaba en que aquel exceso gratuito de destrucción era cosa del ingeniero. Nadie se detuvo a escuchar las palabras del santo hombre, las estatuas volaban y aplastaban a los fieles, los cristales caían a pedazos por los chillidos de la bestia, el edificio resistía firmemente mientras sus decoraciones eran armas ejecutorias sobre los creyentes. Entonces, un disparo de vapor se interpuso en la trayectoria del vuelo de la criatura, desprendiéndose un pedazo de techo sobre una de sus alas, sin embargo, la piedra no pareció hacer mella en la bestia, quien no tardó en desaparecer por la ventana rota por la que había accedido al recinto. —No me preguntes como ha logrado la conciencia propia. Pero tiene un depósito de agua para vaporizar suficientemente grande como para pasarse tres días asesinando personas. La tomé de tu poza, parece que hay algo maligno en ella, probablemente sea por tu alma envenenada. —Lo encañonó el ingeniero con una pistola a la altura de su frente. —¿Hay alguna forma de detenerlo? —lo apresuró a hablar el hombre de Dios. El creador se dio la vuelta, guardó la pistola y se sentó en un
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escalón al lado del hombre, casi dejándose caer. —¿Puedes oírlo? Son tus ovejas descarriadas. Están siendo devoradas por un lobo mientras tú permaneces impasible. ¿Qué te diferencia ahora mismo de uno de esos autómatas que tanto odias? Ambos tenéis una función social de servir y proteger. Ellos están hechos de engranajes, piezas de metal pulido e impulsores de vapor. Su autonomía intelectual es secreto de inventor. Tú, que dices defender una moral, me recuerdas a uno de esos aparatos averiados. Por principio, detendré a esa cosa yo mismo. Mataré al hijo mecánico que tu lengua de serpiente me encargó. Terminó de hablarle, apoyándose en el hombro derecho del santo hombre. —Baldwin, te va a matar —trató de detenerle el obispo con voz desesperada y afligida. —Despéjame el camino hasta el campanario, espérame ahí, voy a usarte para reclamar la atención de ese bicho. Pondría la mano en el fuego de que es algo más que un puñado de engranajes, realmente el agua de tu poza tiene algo maligno —replicó con voz afectada el interlocutor mientras andaba decidido a la salida del templo. Trascurrido el tiempo indicado por el hombre que dio vida a aquel diablo mecánico, el obispo empezó a impacientarse. Ahora la tormenta iba acompañada de atronadores truenos y rayos que iluminaban la ciudad sin necesidad de luces, los disparos de pistolas de vapor se podían oír medio ahogados entre la muchedumbre. Las botas de goma del inventor sonaban desagradablemente entre los runas de la iglesia. —Ha venido —murmuró el hombre, quien lo observaba desde el punto de encuentro. El paso del filicida en potencia era pesado, acarreaba sobre su espalda un estuche alargado, había abandonado su sombrero con múltiples lentes, en su lugar llevaba unos lentes sujetos con tiras de cuero a sus ojos. Pronto se presentó en el punto de encuentro. No hubo saludo entre los dos. Baldwin realizó un
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gesto rápido sacando una afilada hoja de un bolsillo trasero y la insertó en la yugular del clérigo, después se empapó las manos de sangre y se arrimó al campanario sin campana. —¡Escúchame hijo, tengo las manos manchadas con la sangre del hombre que mandó engendrarte! ¡Si quieres mi vida, ven a por mí! —lo desafió mientras sacaba un arma de grandes dimensiones en forma de tubo. En la lejanía de la ciudad, donde se estaban produciendo los más duros enfrentamientos, el autómata reaccionó. Animado por el olor a la sangre, pues algo lo estaba convirtiendo en mortal, surcó el viento a gran velocidad hasta él. —El vapor que te da la vida, será el mismo que te mate — avisó mientras apuntaba a la escandalosa creación a través de una mirilla. Cuando ésta se encontró a menos de tres calles de él, apretó el gatillo sintiendo como su corazón era atravesado por el mismo proyectil que lanzaba. Una vara de metal puntiaguda voló por el aire, le sucedieron otras dos, las cuales impactaron en la cabeza, el pecho y el ala derecha de la criatura. —No me falles ahora, naturaleza —murmuró segundos antes que varios rayos fueran atraídos por los proyectiles clavados. La transmisión eléctrica provocó que el agua almacenada provocase cortocircuitos y que del cielo descendiera una criatura mitad orgánica, mitad autómata. El ingeniero se sintió redimido por Dios, quien había perdonado los pecados de todos los ciudadanos con aquellos rayos. Unos días después, se exilió de la ciudad.
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Adrián García Cholbi El 8 de octubre de 1888, Cian Walsh, de origen irlandés y de treinta y cinco años de edad, se encontraba sumamente atribulado y en extremo contrariado por la baja afluencia de visitantes que estaba recibiendo su, hasta hacía pocos meses, afamado circo de extraños, el Freak Circus del barrio de Whitechapel, en el East End de Londres. A pesar de que Whitechapel era un conjunto de calles marginales en el que los homicidios estaban a la orden del día, la fama otorgada por los diarios londinenses al que la prensa había acuñado el nombre de Jack el Destripador propició el miedo a pasear por el barrio que albergaba el circo. Sin ir más lejos, hacía ocho días que se habían hallado los cuerpos de dos prostitutas más, ambas con el cuello cortado, justo después de que la Central News Agency recibiera una carta escrita, supuestamente, por el autor de estos asesinatos, y las teorías sobre la identidad de quién estaba perpetrando estos crímenes se habían multiplicado. Al señor Walsh le daba lo mismo quién se estuviera encargando de limpiar las calles de la inmundicia, pero le molestaba que todo este asunto estuviera perjudicando su negocio. Fue por este motivo que aquel lunes tuvo la idea de adquirir un nuevo reclamo para su espectáculo, algo que llamase tanto la atención que los habitantes de Londres ignorasen el terror que invadía sus corazones solo para ir a verlo. Se dijo que contrataría al menos
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diez pequeños dirigibles con carteles para que mostrasen desde el aire la nueva maravilla; la inversión era algo que siempre valía la pena cuando se trataba de bichos raros. Así pues, con la salida del sol se vistió con su chaleco marrón lleno de complementos mecánicos, sus botas negras y su sombrero de copa decorado con media docena de relojes y mandó preparar el coche. Veinte minutos después le estaba esperando su carruaje personal a las puertas del circo, de una sola plaza, el cual no tenía ruedas sino que consistía en una cabina que flotaba gracias a un globo aerostático de color rojo con forma ovalada, y que estaba tirado por un corcel negro. James, el conductor, le saludó con respeto. —Buenos días, señor Walsh. ¿A dónde desea que le lleve? —Aún no lo sé. Pero conduzca despacio, ¿quiere? Me gustaría ser capaz de captar cualquier detalle que merezca mi atención en este barrio apestoso —respondió Cian mientras se subía a la cabina y cerraba con un portazo. Estuvieron recorriendo las calles durante toda la mañana. Incluso llegaron a salir de Whitechapel, y cuando esto sucedió el señor Walsh ordenó a su cochero que siguieran hacia el este, por Newham. Más tarde atravesaron Greenwich, al sur, hasta que, finalmente, algo llamó la atención de Walsh al oeste de este último distrito, concretamente en Lewisham, en una calle poco concurrida y cuando ya estaba a punto de tirar la toalla por ese día. A través de la ventana de la cabina distinguió una tienda de animales, pero más allá de lo ordinario que esto pudiera parecer había un detalle que hacía a este establecimiento diferente a todos los demás. El señor Walsh, llevado por la premura, ordenó a James que se detuviera inmediatamente y, después de tropezar, estuvo a punto de caer de bruces cuando intentaba poner los pies en tierra. Cuando consiguió recuperar cierta compostura, corrió los pocos metros que le separaban de la tienda y pegó su cara al escaparate. Sus ojos no podían alejarse de una jaula en la que había encerrado un pequeño gato, más concretamente un Azul
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Ruso. Esta raza era muy peculiar, ya que no había sido sino hasta el año 1880 que hizo su aparición en Inglaterra. Pero si esta hubiese sido la única característica especial del animal que tenía ante sus ojos, el señor Walsh no hubiera reaccionado de esta manera. En el lomo del minino, casi a la altura del cuello, había lo que parecía un parche con unos diminutos engranajes y ruedas dentadas que giraban a toda velocidad, y en su costado izquierdo se apreciaba una corona, algo así como un botón dorado al que se le da vueltas para dar cuerda a ciertos objetos, como, por ejemplo, los relojes de bolsillo. ¿Cómo había sido capaz el señor Walsh de observar estos detalles desde su carruaje en marcha?, es un misterio; al principio había creído apreciar un pequeño destello que brillaba en el pelaje azul del gato, y al poco había visto ese movimiento circular e inquietante en el lomo. Sea como fuere, pensó que estaba de suerte. Además, desde pequeño le habían gustado los gatos. Siempre había querido tener uno. Adoraba a estos seres inteligentes y astutos, que dominan el mundo con su encanto y personalidad inigualable entre las especies domesticadas por el ser humano. Por eso, con una mezcla de anhelo personal y de ambición empresarial, entró en la tienda de animales esperando que, tal y como él pensaba, los engranajes y la corona formasen parte de la anatomía del Azul Ruso y no fueran solo unos simples complementos. En el establecimiento no había clientes, quizás debido a lo próxima que estaba la hora de comer. Así pues se acercó al mostrador. Le atendió un hombre bajito, al que apenas se le distinguía entre una multitud innumerable de cachivaches que adornaban su vestimenta. Cian ni siquiera aguardó a que el dependiente abriera la boca para saludarle, sino que, directamente, le expresó sus dudas: —He visto el gato del escaparate, el que tiene algo raro en su pelaje. Imagino que será alguna especie de complemento; una idea brillante para atraer compradores, si le interesa mi opinión: a mí me ha atraído antes siquiera de que me diera cuenta.
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—¿Se refiere al Azul Ruso? —el señor Walsh asintió con la cabeza—. No, no son complementos. Forman parte de su cuerpo. Es un misterio cómo un animal puede tener estas cosas, pero me lo vendieron en este estado hace menos de una semana, así que no puedo darle más información sobre su origen porque quien me lo trajo no quiso responder a casi ninguna de las preguntas que le hice. —¿Cuánto tiempo tiene? —No lo sé, pero yo diría que alrededor de un año. Tal vez menos. —Antes ha dicho que quien se lo vendió no quiso responder a casi ninguna pregunta. ¿Cuál fue la pregunta a la que sí dio respuesta? —Le pregunté si era necesario darle cuerda. Sí, lo sé, suena extraño, ¿verdad? Pero tuve que preguntárselo al ver la corona de su costado. —¿Y qué le respondió? —Me dijo que debía recordar hacerlo todos los días. Puso especial hincapié en esto, me lo repitió varias veces. No me dijo por qué. Hasta ahora me he limitado a seguir su consejo. Bueno, ¿le gusta? ¿Quiere llevárselo? Es un animal raro, y el precio es igual de especial que él. El señor Walsh no añadió más. Le entregó una buena cantidad de libras y se marchó con el gato en una jaula, sin mediar palabras de despedida. Durante el trayecto de regreso le asaltó una duda, una idea que le hizo removerse en su asiento y que no se había planteado hasta ese momento. ¿Qué hacía comprando un gato cuando su espectáculo estaba integrado, exclusivamente, de monstruos humanos? No había animales en Freak Circus (por más que quienes allí vivían tuvieran bastante de animal). Recordó la extraña atracción que había sentido nada más verlo. A pesar de su amor por los gatos aquello había sido irracional, como si una fuerza ajena a su voluntad le hubiese arrastrado hasta él. Pero pronto olvidó esta cuestión inquietante, y no la recordaría hasta más adelante, cuando ya fue demasiado tarde. Desde el primer día, Zar (así es como decidió llamarlo el
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señor Walsh en consonancia con el origen ruso de su raza) fue el amo y señor del circo. Ni qué decir tiene, que el señor Walsh amó al felino como para dejarle vía libre por las instalaciones y que incluso le permitía dormir en su cama. Eso sí: de acuerdo con las palabras del dueño de la tienda de animales, todas las tardes le daba unas cuantas vueltas a la corona que tenía cerca de las costillas, y cada vez que lo hacía advertía cómo los engranajes del lomo giraban con fuerza renovada, como si el tiempo que pasaba entre darle cuerda una vez y otra aquellos extraños mecanismos se debilitaran. De este modo, el señor Walsh, preocupado por si algún día el gato se moría por culpa de una negligencia, tuvo mucho cuidado de darle cuerda todos los días. Aun antes de que hubiera tiempo de colgar los carteles promocionales en las fachadas de los edificios, o de que Cian encontrase una decena de dirigibles idóneos para llamar la atención de la gente, el espectáculo de rarezas volvió a sus días dorados. El día de la presentación de Zar fue asombroso. Ésta tuvo lugar el sábado 13 de octubre. Aunque el dueño del circo tenía pensado esperar todavía unas cuantas semanas más hasta que se le ocurriera algún truco que enseñarle al felino, lo cierto es que el hecho de ver la carpa llena a rebosar le animó a adelantarse. Fue al final de todo, después de que el enano saltimbanqui y el gigante de tres metros hiciesen su número habitual, que no era otra cosa que perseguirse el uno al otro hasta que el enano fingía estar agotado y se dejaba atrapar. El señor Walsh salió al escenario mientras todo el mundo aplaudía y la música llenaba el ambiente. Cuando la música y la ovación cesaron, el señor Walsh se sacó del brazo a aquel gato singular. En cuanto lo vieron los allí presentes, que debían ser más de doscientos, irrumpieron en gritos de adoración y admiración, y aplaudieron de nuevo. Ni siquiera había tenido tiempo de decir una palabra; no había llegado a describirles al animal, ni a decirles que se trataba de una nueva adquisición para el espectáculo. Se encandilaron solo con verlo. El estrépito final vino cuando lo levantó en el aire, sosteniéndolo con dos brazos y las ruedas dentadas y los en-
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granajes emitieron un destello a causa de los focos. La gente se volvió loca. De repente un hombre de mediana edad saltó sobre el escenario y se abalanzó encima del señor Walsh. Entre gritos, lo tiró al suelo y trató de arrebatarle al gato. A pesar de su aparente debilidad, tuvieron que intervenir el gigante y el Señor Forzudo para quitárselo de encima. Por supuesto lo echaron del circo y el espectáculo terminó de forma precipitada, pero esa misma noche, mientras intentaba dormir, Cian Walsh no era capaz de dejar de sonreír porque intuía cuánto dinero recaudarían a partir de entonces. Zar no era un gato corriente. Despertaba un interés malsano en las personas. No sabía por qué, pero sabía que, si el circo se había llenado esa noche, había sido gracias al minino. No era algo que atendiese a razones, pero lo intuía, y a pesar del incidente ocurrido en el último momento no renunciaría a seguir mostrándolo todos los sábados y domingos. Y así lo hizo. Fiel a sus ideas, Zar volvió a ser la atracción más aplaudida al día siguiente y en los fines de semana venideros. El gigante y el Señor Forzudo se aseguraron de que nadie intentase subir al escenario, no fuera que otro loco desease llevarse a la gallina de los huevos de oro. Mientras tanto, fuera, los asesinatos a prostitutas se seguían sucediendo sin que la Policía Metropolitana de Londres (la conocida como Scotland Yard) pudiera hacer nada por atrapar al homicida. Habían entrevistado a más de trescientos sospechosos. Se había creado una comisión de ciudadanos para que patrullaran las calles. Y, sin embargo, Jack el Destripador seguía siendo escurridizo. Pero esto ya no era un problema. Los ciudadanos londinenses, incluso aquellos que residían fuera de Whitechapel, acudían a Freak Circus sin cesar. Era una auténtica hemorragia de visitantes; había ocasiones en las que, de hecho, era necesario dejar las puertas, que había en tres puntos distintos, de la carpa, abiertas de par en par para que la gente pudiera ver desde fuera. Nunca antes había habido tanto público. El señor Walsh no daba crédito. Era demasiado bonito para ser verdad.
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Una tarde de febrero, ya entrado el año 1889, la Mujer Barbuda golpeó la puerta de la habitación de Cian. Éste se encontraba descansando. Tenía a Zar en el regazo y le acariciaba, mientras escuchaba sus musicales ronroneos. El señor Walsh se levantó con parsimonia y recibió a su peculiar empleada. Al parecer había un hombre que preguntaba por él. Habían intentado echarle, pero el desconocido había amenazado con decirle a la policía que Walsh era el hombre al que buscaban, el verdadero asesino de Whitechapel. El señor Walsh, asustado ante la posibilidad de que una mala publicidad arruinase su negocio que al fin iba viento en popa, aceptó ir a hablar con aquel majadero. Lo encontró fuera, junto a la puerta principal. —¿Se puede saber qué es lo que quiere, buen hombre? —le preguntó, con la voz cargada de ironía. —Buenas tardes, señor. Lamento haber tenido que recurrir a una argucia tan infame para obligarle a recibirme, pero no he tenido otro remedio —mientras hablaba, aquel hombre, de tez pálida y ojos saltones, temblaba de pies a cabeza a pesar de que aquel no era un día especialmente frío—. Llevo viendo su espectáculo los últimos tres fines de semana, sábados y domingos por igual. Sin embargo no había logrado reunir el valor suficiente para dirigirme a usted hasta hoy. Sé que es jueves y que, por lo tanto, no abren hoy. —Haga el favor de ir al grano. —Por supuesto, le ruego que me perdone. Mi nombre es August Brown. Fui el propietario de su gato, el Azul Ruso, antes que usted. No me interrumpa, sé que resulta difícil de creer y que, seguramente, pensará que intento hacerme con él de forma ilícita sin aportar ninguna prueba que corrobore mis palabras. Aun así le pido que, por favor, me escuche con atención. Yo fui quien vendí a… Zar, así es como le llama usted, ¿verdad?, al hombrecillo de la tienda de animales de Lewisham. Debió de ser un acto irresponsable por mi parte, pero por aquel entonces no encontré otra manera de deshacerme de él sin sufrir las consecuencias, ya que tampoco se le puede matar ni abandonar, sino que, para estar a salvo, uno tiene que asegurarse de que ha
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cambiado de dueño. ¡Le digo que no me interrumpa! —gritó al ver al señor Walsh abrir la boca para decir algo. Estaba cada vez más alterado conforme más hablaba—. Zar no es un gato. De nuevo, sé que no me creerá fácilmente, pero debe confiar en lo que le digo. Esas ruedas dentadas son, en verdad, un sello que impide que la entidad infernal que habita en ese cuerpo de felino salga al exterior. Fue culpa mía… Si no hubiese estado jugando con aquello que no domino, ahora… Intenté invocar a una de las deidades de las que hablan los antiguos libros de ocultismo, pero esta entidad de la que le hablo estuvo a punto de matarme. De hecho, acabó con toda mi familia antes de que consiguiera encerrarlo en el cuerpo de este gato. ¡Por eso tiene ese poder de atracción sobre la gente! No es una criatura de la naturaleza. La única forma de mantenerlo encerrado es no olvidarse de darle cuerda cada día. De lo contrario, si los engranajes se detienen… No quiero ni pensarlo. —No sé de lo que me habla, pero puede estar tranquilo. Le doy cuerda todos los días. De hecho iba a hacerlo antes de que… Walsh se puso pálido. Había olvidado darle cuerda el día anterior. Pero no había pasado nada. —¿Qué ocurre? ¿Le ha dado cuerda o no? —le gritó August, pero el señor Walsh no respondió. En su lugar se escuchó un fuerte maullido proveniente del interior de la carpa. Alarmados, los dos hombres entraron en el circo y corrieron hacia las estancias privadas. Lo que vieron fue dantesco. Todos los miembros del espectáculo de extraños estaban descuartizados en sus respectivas habitaciones. La Mujer Barbuda, al parecer, había sido la primera en morir, ya que encontraron su cuerpo en el dormitorio del señor Walsh. Pero el gato no estaba por ninguna parte. —¡Debería haberle dado cuerda! —gritó August mientras agarraba a Walsh del cuello de la camisa y le zarandeaba—. Si por casualidad lográsemos matarlo, liberaríamos al ente que lleva dentro y sería el fin… ¡el fin de todos nosotros! Volvieron a escuchar un maullido, esta vez justo detrás de ellos. Al darse la vuelta vieron a Zar. Se estaba lamiendo el pelaje
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azul para limpiarse las manchas de sangre. El señor Walsh le susurró con la intención de que se calmase. Y fue cuando vio que los engranajes de su lomo no se movían en absoluto. Un segundo después, el gato le miró directamente a los ojos. Cian empujó a August sobre el animal y salió en estampida, huyendo por las calles mientras gritaba como un loco, y antes de salir del circo escuchó los gritos del infeliz al que había dejado atrás. Nunca más se volvió a saber nada de Cian Walsh, aunque, de vez en cuando, un vagabundo sucio y con aspecto de loco, de los muchos que habitaban las marginales calles de Whitechapel por aquellos días, contaba, a quien estuviera dispuesto a escucharle, que conocía la verdadera identidad de Jack el Destripador, y advertía, a continuación, del peligro de los gatos azules. Pero nadie le hizo caso. Menos aún la policía. Porque, ¿quién va a hacer caso a un pobre chiflado?
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Carlos Enrique Saldivar
Todo lo que yo haría en adelante se relacionaría con esa forma que había surgido cerca de la montaña. Era tan hermosa, majestuosa, divina, era una especie de divinidad extraña; me parece curioso adjetivarla de esta manera, pues siempre me he caracterizado por mi sólido agnosticismo; sin embargo, ahora creo en algo precioso, que se encuentra en universos por encima de mil y un tonterías escritas en libros de hace miles de años. Creo en la figura que nadie ha visto de cerca. Creo en aquello que se dibuja más allá de los montes, y que de vez en cuando se deja vislumbrar sobre la suave quietud que hay al otro lado de nuestra región. Nadie la ha visto, pero en días pasados, cuando los hombres soñaban e imaginaban sus contornos, dicha metáfora celestial, aquel tropo de fantasía, los llenaba de un ancestral deleite. Desde ese momento todos comprendían que vivirían para la figura y para nada más. No fue una opción apacible. Hubo violencia. Los hombres se mataron entre ellos, para demostrar cuan fieles eran a la imagen caída de los cielos, la cual poseía luces y sombras a la vez, que tenía multitud de colores en unos momentos y era monocroma en otros, que poseía rostros de felicidad y de tristeza al mismo tiempo. Todo lo descrito yo lo contemplé dormido. La imagen me dejaba que la escrutara en mis sueños, aunque solo
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a leves retazos. Ya bastaba de aquello. Debía verla de frente y adquirir su gracia siempre pura, siempre eterna; su amor, la más grande excitación, la más deleitosa sublimación de todas. Es por ello que, sin pensarlo dos veces, sin llevar equipaje ni víveres para mi periplo, me encaminé en un viaje abrupto por lugares recónditos, aunque poblados, tales zonas estaban habitadas por tercos varones y mujeres que querían visionar la imagen. Ellos eran asesinados lenta y dolorosamente por aquellos que se creían defensores de esa preciosa y atrayente divinidad. Bastardos, ¡qué derecho tenían esos idiotas de creerse los dueños de tan magnífico dios! Por eso me uní a un grupo asesino, por eso quemé sus aldeas, los herví vivos, terminé con esos autollamados «sacerdotes del tropo». Los verdugos éramos numerosos y fuertes, incluso había niños en nuestras filas, y me convertí en su líder. Usamos el vapor blanco que emanaba de algunos puntos de la región, con el vapor alimentamos nuestras máquinas de muerte y destrucción hechas con engranajes y mecanismos de relojería. Armas voladoras, terrestres e incluso acuáticas. Los pueblos de la sierra sur nos caracterizábamos por nuestra gran capacidad para la ingeniería. No me llevé nada de mi sitio de origen, nada excepto mi talento y mis poderosas ganas de contemplar al dios, pasara lo que pasase. Sé que hay un mundo más allá de estas montañas y ríos, donde dirigibles, globos y otras esferas flotantes llenas de gente sobrevuelan los cielos, donde hay submarinos y ferrocarriles que funcionan con vapor y hacen la vida más fácil a los peruanos; no obstante, utilizan vapor transparente. Hay una gran diferencia. Los residentes del país crean sus propias fuentes de energía, no las toman de algunas vetas ubicadas en el suelo, como hacemos nosotros; esto se debe a que no existen muchas fuentes de vapor blanco, el cual nos resulta diez veces más potente que el usado por las grandes ciudades, es más, nos parece mágico, porque proporciona a nuestros armatostes una gran capacidad de movimiento, como si los dotase de vida, aunque, claro, esto tan solo son elucubraciones fabulosas que hago. Tan solo se trata de una fuente
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de poder más efectiva, aún no descubierta por los sectores industrializados. Espero que, en un futuro cercano, no se enteren de la existencia del vapor blanco, explotarían los yacimientos y dicha incursión nos haría infelices, además, si gente de otros rincones de la nación viniera hasta aquí sucedería lo inadmisible: se toparían con el dios. Eso no lo podemos permitir. El dios es nuestro, solo nuestro, nos pertenece, me pertenece. Descendió a estos lares, que son nuestro hogar. Se rumora que apareció debido a la presencia del vapor blanco, que eso es lo que alimenta a la imagen, que el sitio exacto donde se ubica es una enorme veta con vastas cantidades de nuestra fuente principal de energía. El vapor blanco es un elíxir, un milagro, recuerdo que solíamos usarlo para construir herramientas y máquinas para arar la tierra y cocinar a nuestros animales. Éramos un conjunto de aldeas agricultoras y ganaderas. Todo eso ha cambiado desde que la figura se hizo presente. Ahora somos un pueblo dedicado a la guerra. Por ende, nos aprestamos a arrasar con todo lo que encontramos a nuestro paso, no por insania y maldad: por defensa propia, porque o matamos o morimos, porque nos vemos amenazados por aquellos que se sienten cuidadores (en realidad dueños) de nuestra imagen. Imbéciles, la figura no le pertenece a nadie. Me siento blasfemo cuando hablo de esta maravilla como si fuese de mi propiedad. Hace exactamente dieciséis días bajó a la Tierra y ha permanecido ahí, en medio de un campo. Hay quienes nos envían noticias desde pájaros de metal alimentados con vapor blanco, los cuales llevan mensajes escritos a veces con sangre. Sabemos que ahí, donde se halla el dios, nadie ha podido verlo todavía en toda su magnitud. Hubo quienes se acercaron a los alrededores, aunque optaron por mantenerse cautelosos. Esos pobres infelices estaban muertos, asesinados por aquellos que defendían la figura de la vista sucia de los «animales inferiores» (así llamaban a otros seres humanos) luego estos locos fanáticos se suicidaban, ya que se consideraban contaminantes de nuestro fetiche eviterno. Los que mataban morían por sí mismos, pero aún quedaban muchos de ellos y eran muy peligrosos, pues blo-
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queaban nuestra ruta hacia nuestro destino inevitable. Yo he matado y me siento satisfecho con ello. Maté incluso a quienes me acompañaron en la lucha. No sé cómo se enteraron de mi plan, quizá ese fue el plan de todos nosotros desde el inicio: queríamos ser el primero en ver de cerca al dios. Sin embargo, eso nunca podría darse, porque ya cerca del campo donde se encontraba el milagro quemé vivo a un infeliz usando vapor blanco humeante. El moribundo me dijo: «no vayas, joven, no vayas, nadie ha visto la figura nadie lo ha hecho, salvo yo». Quiso reírse y se murió. El estúpido había expirado y fallecido con el secreto que guardaba la forma. Me parece recordar que antes de darle muerte observé que se le cayeron las gafas y sus cuencas oculares estaban… ¡No! ¡No puede ser! ¡Alguien ya había visto la figura flotando en el aire antes que yo! Quien había osado adelantárseme lo había pagado carísimo. Lo cierto es que muy pocos supieron de su confesión y durante la noche, mientras dormían en el campamento, les corté la garganta. Nadie más debía saber. Al amanecer, habría barullo, mas yo partiría solo hacia el campo. Nos encontrábamos a unos pocos kilómetros, el trayecto sería sencillo, solo había de partir muy temprano y no llevar nada, solo mi ajada camisa y mis pantalones, ni siquiera vestiría zapatos, con las justas un par de calcetines gruesos. Tenía que realizar el rito en un total estado de pureza. No obstante, en el último momento, me di cuenta de que sería torpe no partir armado. Además mi mente estaba cargada con muchas cosas. Me daba asco saber que alguien me había quitado el puesto de ser el primero en contemplar al dios, aunque dicha persona ya estaba muerta. Había tenido un fenecimiento horrible gracias a mí. Ahora yo sería la segunda persona, el segundo hombre en visionar aquel fenómeno de grandeza y riqueza. Yo no moriría, sería el primero en retener dentro de mi cerebro aquel milagro de esperanza y bienestar espiritual, de placer sexual y esencial. Llegaría al máximo, lo sentía conforme avanzaba por la llanura que colindaba con el campo y veía en la cercanía la luz cambiando sus colores a medida que
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rodeé la montaña. En ese instante me pregunté si en verdad mi víctima había visto de frente a la imagen o lo había hecho desde una distancia prudente (o imprudente, por como vi el estado de su rostro). Porque si había vislumbrado la figura era una gran decepción, la había visto y ya, no había pasado nada extraordinario. No. No la había atisbado realmente, solamente la oteó desde lejos. Eso significa que seré yo el primero en mirar al dios de cerca. No solo lo miraré. También lo abrazaré y le daré un beso. Ya me acercaba, faltaban un par de kilómetros. La vi: una sombra redonda que cambiaba a figuras geométricas de todo tipo, en negrura: un rombo, un cuadrado, un triángulo, un círculo, un rectángulo. Medía varios metros, de veinte a treinta, y giraba sobre su eje. Como dije, se transformaba, ahora la veía solo de negro, una mancha, aún no encendía sus colores. Siempre los prendía a la misma hora del final de la madrugada. Caminé sobre cadáveres de mujeres y niños que intentaron ver también la forma suspendida a pocos metros del piso. Por algún motivo no pudieron. Por alguna razón los cuerpos no tienen ojos. Los míos me empezaban a doler, como si mi vista no pudiera ser capaz de contener a aquel perfecto dios. Debí traer zapatos. Malditos restos humanos, las plantas de mis pies se clavaban en sus organismos y me manchaban de sangre. Desgraciados, hicieron lo imposible por ver aquel portento de hermosura y excelencia, y habían caído muertos, asesinados por defensores de la imagen. Me parece bien, merecían morir, ¡perros! ¿Querían robarme lo que por derecho me pertenecía? No, yo tenía que lograr el cometido y viviría. Además no la tenía difícil, ya no quedaban fanáticos en los alrededores, había indicios de que se habían matado entre ellos o se habían suicidado. Primero ultimaron a sus esposas e hijos, luego acabaron con los varones adultos. Esto me perturbó. ¿Por qué lo hicieron? Tenían la posibilidad de observar al dios de cerca (y de perder la visión en el proceso); en cambio, optaron por aniquilarse. Quise pensar que fueron débiles, que entraron a un estado de locura tal que los condujo por la senda de la muerte. Mejor
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así, la vía estaba despejada. Ha quedado totalmente libre para mí. Ya no hay nadie que «proteja» a la imagen. Un kilómetro. Solo he de seguir avanzando. Sería el primer ser humano en ver los colores y la verdadera forma del objeto fabuloso. Y sería el primero en sobrevivir. Ahí radicaba mi gran mérito: yo perviviría. Una vez que atisbara los secretos del tropo, no habría marcha atrás. Sería feliz. Me estaba acercando. Era el tramo final. Vi a dos niñas tomadas de la mano, empaladas por la espalda una, por el culo la otra. Vi a una mujer con un niño en brazos, ambos desollados. Vi hombres por montones, mutilados y decapitados. Esta era la zona de los varones. Antes había atisbado infantes y damas, ahora, casi llegando a mi destino, me encontraba con los culpables de la masacre. Me aproximaba sin miedo. Ya estaban muertos. En otros lares, asesiné a varios de estos, los quemé con inteligencia utilizando el vapor humeante, logré acabar con esta secta inmunda. Si quedaban sobrevivientes no se meterían conmigo, ni de lejos intentarían algo. Muy bien, no era bueno ser tan confiado. Una flecha de metal pasó cerca de mi cabeza. Volteé rápidamente, agarré mi espada en forma de estrella, la cual se alimentaba de vapor banco, y la lancé a gran velocidad por el campo oscuro. Mi cuchilla se puso al rojo vivo mientras se deslizaba por el aire, detectaba el calor humano. Escuché un grito no muy lejos. Era un sonido masculino. Más gritos. Los últimos morían. Los últimos guardianes del dios. No me detendrían. Era mejor que ellos. Yo merecía ver la luz. Estaba ya bastante cerca de la figura. Una niebla me cubrió, pronto se disiparía y yo atisbaría el gran secreto del tropo. Un anciano que se arrastraba me sujetó del pie izquierdo. Estaba ciego, como los otros. Su mano ascendió a mi tobillo, no me soltaba, pese a que intenté alejarlo. El miserable se hallaba desnudo y raquítico. Trataba de modular algunas palabras y no creí mal escucharle. «No lo hagas, no lo mires, huye de aquí, vete al otro extremo del mundo, nos condenarás a todos, no lo veas, nadie lo ha visto, yo casi lo miro, te llama, te seduce, casi cedo, pero
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preferí sacarme los ojos con un manubrio, aun así mi cerebro quiere verlo, quiere acercarse, tocarlo; le pedí a alguien que me rompiera las piernas, pero aun así me arrastro para llegar a eso. No te acerques joven, no lo hagas, aún puedes salvar al mundo yéndote y viviendo…» Pronto comenzó a decir algunas frases incoherentes que procedí a ordenar en mi cabeza. Oí lo que me dijo para comprobar solo que nadie más había mirado de cerca a la figura. Así que al comprobar que el anciano no lo había hecho le pateé el cráneo repetidas veces y se lo atravesé con mi espada. No satisfecho con eso, lo quemé usando el vapor blanco, el cual en lugar de perderse en el aire, dibujó una línea que se dirigía de modo directo hacia el tropo. Me quité los calcetines deshechos y seguí andando. Hubo más neblina surgida de quién sabe dónde, pero pude adivinar con exactitud dónde estaba yo. La figura cambiaba su estructura, estaba casi al ras del suelo. Me llamaba. Mi cerebro estallaba de placer, no podía contener mi gozo. La tenía al frente, en la oscuridad lunar, la neblina pronto de difuminaría. Se estaba disipando. Puedo recordar las palabras de aquel enigmático anciano. Estoy casi ciego, mis piernas ya no dan más, de pronto pierdo mis fuerzas. He dejado mi arma en el piso, se ha quedado sin vapor blanco, así no funcionará más con la efectividad con que lo ha hecho hasta ahora. No me siento mal, mi mente bulle de placer, quiero acercarme, arrastrarme, quiero trocarlo. Debo tocarlo, ¿por qué no? Seré el primero, el primero de entre toda la humanidad que vea aquella gran hermosura y que, de paso, la coja, la estreche en sus brazos, le haga el amor como a nada en el mundo. Aquel fenómeno de preciosura será mío cuando lo lama, lo recorra, lo respire, escuche sus vibraciones. Ya las oía, eran musicales, celestiales, me atraían, lo hacían con gran potencia. Me despojé de mis ropas, ya no había neblina, mi pene se puso duro. Estaba frente a la incomprensible belleza que un día llegó
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del espacio, o que tal vez salió del centro de la Tierra; lo cierto era que nadie sabía de dónde había venido, pero yo deducía a dónde me llevaría tal grandeza: a la verdad, al amor infinito, al entendimiento absoluto. Intenté ignorarlas, sacarlas de mis sesos, pero enseguida retornaron a mi mente las torvas palabras del anciano. Antes de que yo le diera muerte (y por dicha razón lo hice con tanta saña) mencionó que la forma no había venido del espacio, no había descendido de ningún paraíso desconocido por la imaginación, que la figura fue construida por manos mortales; de hecho, fue inventada por un solo hombre, alguien que vivía en este campo, que la efigie era en realidad un autómata, el más perfecto jamás concebido, que se alimentaba de vapor blanco, que desarrolló la capacidad de ver a través de este mundo y de otros, que conocía todas las respuestas a todas las preguntas, que sabía cómo endulzar a los mortales para que se adentraran en los secretos del universo, que había nacido omnisciente, a pesar de ser un artefacto por fuera, y funcionaba a la perfección, que su creador, aterrado ante lo inventado, huyó sin ahondar en los extraños poderes de lo que ahora era un dios mecánico. Que el gestor de tal prodigio era ni más ni menos que el viejo al cual yo le di muerte con violencia. Tal vez fuese cierto. Tal vez no. Qué importaba, ahora tenía al ícono justo delante de mí. Las sombras se borraron del tropo y pude observar sus colores. Vislumbré cómo era en realidad. ¡Una fruición inimaginable me invade! Es sexual, aún mejor, es prohibida, es el más grande encanto del universo, la fuerza de todos los volcanes, océanos, planetas juntos. Fue solo un segundo. Luego vino el dolor, un nuevo dolor insoportable, oscuro, estremecedor y sanguinolento. Hubiera querido tocarlo, pensaba hacerlo, intenté colocar mi mano sobre ello, pero ya no pude; porque de pronto ya no sabía dónde se encontraba mi extremidad. Se anticipó a mi osadía, y fue solo por un segundo que decidió mostrarme su rostro,
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me había elegido, como en el pasado hiciera con muy pocos. Ni bien pude ver la verdadera cara de aquella imagen, algo en mi cerebro se deshizo. Al verla, mis ojos estallaron. Ahora seré parte de su misterio.
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Carlos Gustavo Carrillo Mora (Perú, 1967). Magíster en Finanzas y Licenciado en Economía, ambos de la Universidad del Pacífico, y también autor de «Para Tenerlos Bajo Llave», libro de cuentos que en su tercera edición (2007) fue censurado en una conocida librería peruana. A la fecha, algunos de los cuentos han sido adaptados en formato de cortometraje y en puestas escénicas. Ha publicado cuentos en las antologías: «Abofeteando a un cadáver», «Horrendos y fascinantes: Antología de cuentos peruanos sobre monstruos», «Tenebra: Muestra de cuentos peruanos de terror», «Horror Bizarro: Antología de Literatura Grotesca» y «Horror Queer». También ha publicado en la revista «Nictofilia N° 2: Dossier horror erótico». Víctor Miguel Grippoli (Uruguay, 1983). Artista plástico, docente y escritor. Publica su novela de ciencia ficción fantástica: «Los Conectores de Dios» en formato e-book (2016). Participa en la antología «Cuentos Ocultistas» (2016), «Revista Letras y Demonios Número 1» (2016), «Revista Letras y Demonios Número 2 y 4» (2017) y «Nictofilia Número 2» (2017), Antología «Horror Bizarro» (2017) de Editorial Chutulhu, Antología «Horror Queer» (2018) de Editorial Chutulhu, «Antología poética» (2018) de Editorial Solaris, «Entre las lágrimas de acero» (2018) de Editorial Solaris y «Laberinto de Posibilidades» (2018) de Editorial Solaris. Dolo Espinosa (España). Tiene publicados relatos en diversas revistas y antologías. Colaboradora en libros de lecturas infantiles de la Ed. Santillana. Cuentos infantiles publicados en libros de lectura de Editorial Norma Puerto Rico y Maya Educación. Colabora en la web de cuentos infantiles Encuentos, en la revista digital miNatura (cuento Molinos candidato a los premios Ignotus 2017 por dicha revista) y en la web Ficción Científica. Cuento “Venganza” candidato a premios Ignotus 2016. Publi-
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cados relatos en las revistas Nictofilia y Letras y demonios. Libros: Testamento de miércoles, Ed. Atlantis, Pinocha y la poción mágica, en Amazon, Queridos zombis y De dioses y demonios en Lektu. H. A. Camacho (México, 1989). Publicado por primera vez en el 2013 gracias a la sogem, en la antología de cuentos caleidoscopio x. En el 2014 escribió y dirigió Será Nuestro Secreto, cortometraje ganador del primer lugar en la convocatoria nacional Consecuencia, organizada por el itei. En el 2015 escribió y dirigió 2090, cortometraje seleccionado por el miax. Actualmente vuelca todos sus esfuerzos en la narrativa y la producción literaria. Hermes Prous Collado (España, 1978). Licenciado en Historia. Miembro de la P.A.E. (Plataforma de Adictos a la escritura). Escribe desde 2015. Tiene publicada su primera novela «El Tercer Sello» (Círculo Rojo) y una veintena de relatos, entre ellos cuatro con Editorial Cthulhu. Tania Huerta (Perú, 1971). Estudió Traducción e Interpretación en la Universidad Femenina del Sagrado Corazón (UNIFE). Ganadora del concurso Exhibición Poética 2016, otorgado por la Comunidad La Biblioteca de los Sentimientos Muertos. Ganadora del Primer Concurso de Cuento Breve del Blog «Primera Naturaleza». Premio Oro del concurso San Valentín 2016 otorgado por el Círculo de Escritores. Su cuento «GatoGallo» fue publicado en la Revista Virtual de «El Círculo de Lovecraft» (2017), también publicó el cuento «El pelado Jairo» en la antología «Horror Queer» de Editorial Cthulhu (2018). Sus cuentos «Orgasmo», «Enamorado» y su poema «Snuff» fueron incluidos en la antología virtual «San Valentín Oscuro» (2018). Sus cuentos «Abuela» y «Plantación» han sido publicados en la antología «Literal» de Editorial Autómata (2018). Es dueña del Blog Pies Fríos en la Espalda (www.piesfriosenlaespalda. blogspot.pe)
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Patricia K. Olivera (Uruguay, 1970). Es administrativa, técnica en Corrección de Estilo y estudiante de Lingüística y Letras en la Universidad de la República (Udelar). Colabora en varias revistas literarias virtuales, afines al género, como miNatura, NM, Axxón, Círculo de Lovecraft, Historias Pulp y Cruz Diablo, entre otras. Participa en varias antologías extranjeras, tiene cuentos traducidos al francés, al portugués y al alemán. Blog principal: De ciencia ficción by Patricia K. Olivera (http://pkolivera.blogspot.com.uy) Albert Gamundi Sr. (España, 1991). Es autor de escritura creativa y está especializado en género negro y terror. Sus libros están publicados en la distribuidora editorial-web Smashwords y actualmente tiene un acuerdo con la editorial chilena Wanderers para la impresión, distribución y venta de sus libros. Adrián García Cholbi (España, 1991). Empezó a escribir cuando tenía siete años, y ha logrado terminar cuatro novelas (una de ellas está en camino de ser publicada). Su relato, «Shöniin», ambientada en el género de fantasía oscura, ha sido seleccionado para aparecer en la revista digital «Círculo de Lovecraft». También es dueño de un blog de cuentos de terror, llamado «El continente hundido». Carlos Enrique Saldivar (Lima, 1982). Estudió Literatura en la UNFV. Es director de la revista impresa Argonautas y del fanzine físico El Horla; es miembro del comité editorial del fanzine virtual Agujero Negro, publicaciones dedicadas a la literatura fantástica. Es director de la revista Minúsculo al Cubo, dedicada a la ficción brevísima. Finalista de los Premios Andrómeda de Ficción Especulativa 2011, en la categoría: relato. Finalista del I Concurso de Microficciones, organizado por el grupo Abducidores de Textos. Finalista del Primer concurso de cuento de terror de la Sociedad Histórica Peruana Lovecraft. Finalista del XIV Certamen Internacional de Microcuento Fantástico miNatura 2016. Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia
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ficción (2008), Horizontes de fantasía (2010); y el relato El otro engendro (2012). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso (2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016) y Tenebra: muestra de cuentos peruanos de terror (2017).
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Nictofilia N°3: Dossier Steampunk + Terror se terminó en junio del 2018,en Lima - Perú.