Cap. 13 La Revolución Rusa y sus derivas. Marx Populi de Miguel Mazzeo (2018)

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13- La Revolución Rusa y sus derivas Por múltiples factores, los procesos que en sus inicios constituyeron un rotundo mentís a la idea de la necesidad histórica una vez institucionalizados se sometieron a sus designios y terminaron fortaleciéndola como inhibidora del espíritu subversivo de los pueblos y como creadora de oscuridad. Hubo una coyuntura aciaga a partir de la cual comenzó a ser aplicable a la Revolución Rusa lo que decía Louis Antoine Saint Just sobre la Revolución Francesa en medio de la debacle del experimento jacobino: “La Revolución está helada; todos los principios se han debilitado; sólo quedan gorros rojos llevados por la intriga”. Hubo una encrucijada histórica (seguramente fueron varias en el torbellino de la revolución, por eso decimos “sus” derivas) en la que la vanguardia comenzó a convertirse en policía y la asamblea en burocracia; en la que la dictadura del proletariado comenzó a reposar en el partido todopoderoso en lugar de basarse en los organismos que concentraban el poder de tomar decisiones creados en forma espontánea por el pueblo, como los soviets, por ejemplo. De este modo, la hegemonía del partido comenzó a minar las posibilidades de una “hegemonía del proletariado”. Una interpretación profana nos lleva a sostener que ningún derrotero estaba definido de antemano. No hubo ninguna predestinación. No caben aquí las simplonerías mecanicistas. Hay que ahondar en dinámicas sumamente complejas, nunca lineales ni “evolutivas”. No son sólidos los fundamentos que insisten en el carácter necesario del proceso histórico. No es cierto que “a cada Febrero le llega su Octubre” o que las condiciones de guerra no son compatibles por principio con los soviets. Tampoco son rigurosas las razones esgrimidas para demostrar que a cada Lenin le llega 141


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su Stalin. Esta forma de ver la historia incurre en varios incidentes críticos característicos del pensamiento capitalista, principalmente en el fatalismo de la unicidad y la jerarquía. No estamos juzgando a la Revolución Rusa desde los parámetros abstractos de una revolución incontaminada, sin contradicción y sin angustia. Esa es la revolución de los embalsamadores, no la de los revolucionarios y las revolucionarias. Bien lo supo Luxemburgo que, aun recociendo que el bolchevismo era “sinónimo” de “socialismo revolucionario práctico”, ensayó una de las mejores críticas a la Revolución Rusa, impecable en su celeridad y en su carácter premonitorio. Estamos hablando de otra cosa. De la revolución fagocitada por el oficialismo que ella misma ayuda a engendrar. De todo lo que anula la potencia plebeya que había irrumpido al inicio con ansias de expandir los espacios para lo posible. De los mecanismos perversos que buscan, en nombre de la revolución, silenciar voces, controlar cuerpos, usar seres y opacar existencias; es decir, que buscan recrear en otro contexto las condiciones previas a la irrupción plebeya, a la deliberación masiva y permanente y a la fiesta; condiciones cuyo rasgo más saliente era la proliferación de sujetos disciplinados y tristes. La Revolución Rusa se ubicó en el sentido de la Historia, en la senda del progreso y la armonía. Perdió su potencia instituyente inicial confiscada por un Estado que se alejó cada vez más del poder constituyente que lo parió. La Unión Soviética se configuró como una “gran potencia”. En lugar de destruir la máquina del Estado (no sólo la del viejo Estado, sino la de todo Estado) se consolidó una nueva máquina estatal gigantesca y opresiva. Se realizó el objetivo por excelencia de una revolución burguesa: fortalecer y perfeccionar el Estado. Lejos quedó el horizonte de la Comuna de París de 1871, pero también ese tiempo liminar en el que la respuesta más común del Consejo de Comisarios del Pueblo ante una petición popular era: “Resuelvan ustedes mismos, el gobierno los apoya”. Las sucesivas purgas fueron vaciando las fábricas y los campos de militantes revolucionarios. El grueso de la militancia bolchevique comenzó a concentrarse en el Estado, algo que ya era notorio antes de la muerte de Lenin. El “Estado comunista” remite a un perfecto oxímoron, a entidades que se repugnan y se repelen intrínseca y recíprocamente. Demasiado rápido, la Revolución Rusa derritió al sujeto revolucionario en el molde del Estado y terminó celebrando los récords de producción en las diferentes ramas de la economía, mensurando el socialismo en toneladas de acero y deseando lo mismo que el enemigo sistémico. Negó cada uno de los aspectos del marxismo que significan una crítica sustancial al orden impuesto por la modernidad occidental. Recurrió a sus estimulantes, reprodujo su moral (muy pronto se frustró el intento de crear una moral nueva) y copió sus métodos, sus teorías y sus rutinas. El conformismo político se convirtió en la principal virtud cívica, la patria de los soviets se plagó de estatuas y ceremonias, y el panorama se tornó desolador. 142


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Poco tiempo después de la muerte de Lenin, se inició la apología despejada del dogmatismo. En lugar de hacer la revolución, el deber de todo marxista pasó a ser defender el dogma de Marx a cualquier precio. Inevitablemente, el marxismo se degradó a la condición de revestimiento cosmético. Existe una estricta correlación entre dogmatismo y decadencia del marxismo, entre las ortodoxias y los catecismos simplificados. Por todo eso el marxismo se desarrolló menos en los países “marxistas”, con la excepción de Cuba en los momentos en que estuvo menos expuesta a la influencia soviética. El marxismo estatizado, devenido retórica oficial, nunca fue prolífico. Tendió a ser trivial, éticamente hueco, desprovisto de competencias intelectualmente seductoras. Los socialismos reales se delinearon, en mayor o en menor medida, como sociedades burocratizadas hasta los tuétanos que produjeron sujetos pesimistas y/o cínicos. En la mayoría de los casos, después de los fervores iniciales, se fue tornando inviable una identificación entre el Estado (el gobierno y el partido) y la comunidad. La estrategia comenzó a considerar a la ética un lastre demasiado pesado y la arrojó por la borda. La eficacia se deshizo del amor, el poder del valor. En el caso puntual de la Revolución Rusa, el vanguardismo de los primeros años cedió ante el tradicionalismo y la tecnocracia, la dirección colegiada cedió a la dirección única. Otro tanto ocurrió en un sinfín de órdenes: los impulsos democratizadores y la libertad revolucionaria (el control obrero, las socializaciones espontáneas y desde abajo) fueron reemplazados por los nuevos blindajes institucionales autoritarios y centralizadores; el ejército del pueblo y las milicias populares, por el ejército profesional y burocrático; el internacionalismo proletario, por el nacionalismo soviético (reedición del nacionalismo gran ruso). Los intentos de los y las bolcheviques por disolver la familia patriarcal, liberar a las mujeres de la violencia machista y por minar las posiciones de la Iglesia se fueron mitigando hasta dar cabida a la prohibición del aborto y a la exaltación estalinista de la maternidad. En 1930 dejó de funcionar definitivamente el Departamento de Mujeres del Secretariado del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética, que había sido creado por Alejandra Kollantai e Inessa Armand. De la no interferencia del Estado y la sociedad en asuntos sexuales, de las propuestas iniciales de una “nueva sexualidad” se pasó a la estigmatización y persecución de las personas LGBT. El expresionismo vanguardista no pudo resistir los embates estatales del realismo socialista. La concepción jurídica libertaria de Eugeny Pashukanis, plasmada en Teoría general del derecho y marxismo, influyó durante un tiempo fugaz, pero prontamente fue sustituida por la “ideología de la legalidad soviética” de Andrei Vyshinski. Los lenguajes poéticos y metafóricos menguaron ante los lenguajes prosaicos. Los artistas e intelectuales fueron reemplazados por los “ingenieros del alma”. El optimismo vitalista cedió a la angustia ante la muerte. Las instituciones revolucionarias de 143


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transición socialista jamás se consolidaron. La socialización de la capacidad de coerción fue efímera. El proceso de “acumulación socialista originaria” estuvo plagado de regiones oscuras y nada socialistas. La idea de necesidad histórica ha mostrado cierta afición trascendental al Estado y a sus “razones”. En este aspecto medular, Stalin se parece a cualquier político republicano, “democrático” y representativo convencional. Todavía no se ha erradicado la costumbre de convertir a las circunstancias de las Revolución Rusa, su entorno de relaciones y prácticas, la tradición política en la que se inscribe, en leyes históricas, o peor: en fórmulas uniformadoras que devienen en recetas de aplicación rápida y universal. Todavía podemos ver a una parte importante de la izquierda aferrada al marxismo tradicional que sigue confundiendo historia con teoría. Que contrapone la teoría a la historia y a las y los sujetos. Que sublima unos acontecimientos excepcionales en ontología. Que prefiere erigir invariantes antes que asumir el riesgo de la praxis. Esa izquierda supone que el manejo de unos instrumentos teóricos y lingüísticos –para colmo de males, de una tosquedad indecible– le otorgan algún tipo de autoridad. Más que un marxismo tradicional, esa izquierda cultiva un marxismo “tradicionalista” que abruma con sus disfraces, sus formas estereotipadas y sus rituales huecos. Como decía Engels en carta a Schlüter de 1885: “La poesía de las revoluciones pasadas […] raramente ejerce una influencia revolucionaria en las épocas posteriores”. Hasta ahora las revoluciones socialistas no fueron más que el anuncio de una primavera que apenas pudo pisarle los talones a un invierno que, aunque declinante, se empeña en permanecer.

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