FEBRERO - MARZO 2025 | NÚMERO 39
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FEBRERO - MARZO 2025 | NÚMERO 39
Por Fernando Mancillas Treviño
SENTIDO ADIÓS
Sergio Gómez Montero 1945-2025
Gabriel Trujillo Muñoz - Rael Salvador
Toda muerte lleva al atropello del sentido común. Nos apresuramos a bendecir, si no hemos maldecido antes. El eclipse de toda vida resulta ser una tragedia muy cierta y extremadamente dolorosa, a veces incomprensible, aquí en la Tierra.
¿Por qué muere la gente? Habría que pensar que el planeta es una granja cósmica: la granja de la muerte, donde —quizá sea más que cierto— se cosechan espíritus para nuevas vidas.
Sí, la muerte es ese “botepronto”, sorpresivo e infame —por más condenaciones suscritas, como la de Heidegger (eyaculados hacia la muerte), o en el revuelo intempestivo en todo desorden sagrado, ya sea pagano o bíblico— que descarna la arquitectura ósea, erecta —enhiesta— de nuestra existencia...
¿Comprendemos, entonces —en el punto negro de la muerte—, que la afrenta de esta jugada maestra es inevitable, irrecusable y que culmina en el estallido esperanzador de un “más allá”?... ¿De una tanato-metafísica?
Con el escritor Sergio Gómez Montero —fallecido el pasado 15 de febrero del año en ciernes—, vitalidad imprescindible para las páginas de Palabra, siendo su animado alumno, luego su amigo cercano y, los últimos 14 años, su editor, en muchas ocasiones —diálogo en pulso— antepusimos nuestras premisas a partir de la antropología de la muerte: eso nos procuró, al vuelo y al duelo, valorar y respetar la moneda de las dos caras, donde la muerte y la vida se revelan al poeta en un imprevisto relámpago...
R.S.
El mundo no existe: Markus Gabriel / Fernando Mancillas Treviño págs. 3 a 5
Sergio Gómez Montero y la Baja California de los años ochenta / Gabriel Trujillo Muñoz págs. 6 y 7
Adiós al amigo, al docente, al escritor… / Rael Salvador pág. 8
Ensenada en la literatura / Óscar Ángeles Reyes págs. 9 y 10
Diez años sin “Laco” Zepeda / Eduardo Cruz Vázquez pág. 11
Carta de invierno a un escritor remoto / Lídia Jorge págs. 12 y 13
De silencio con Juan, callarnos / Iliana Hernández pág. 14
Ganarse la vida como escritor (o no) / Alberto Manguel pág. 15
Evocación de sombras / Renato Tinajero págs. 16 y 17
El peor libro del año / Carlos Velázquez págs. 18 y 19
Y los griegos nos dieron la palabra / Rael Salvador págs. 20 a 23
Mishima / Daniel Salinas Basave pág. 24
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El filósofo alemán considera que no podemos saberlo todo, no existe un principio que lo mantenga todo unido y organizado, “ni siquiera sabemos qué somos nosotros mismos”, y observa que conviene distinguir las “condiciones del proceso de conocimiento” de las “condiciones de existencia de lo conocido”
Por Fernando Mancillas Treviño Profesor-Investigador de la Universidad de Sonora fernamancillas@yahoo.com
Y así como una misma ciudad, vista por diferentes partes, parece otra y resulta como multiplicada en perspectiva, así también sucede que, por la multitud infinita de sus substancias simples, hay como otros tantos universos diferentes, los cuales no son, sin embargo, sino perspectivas de uno solo, según los diferentes puntos de vista de cada mónada.
Georg Wilhelm Leibniz, Monadología
Markus Gabriel (6 de abril de 1980, Remagen, Renania-Palatinado, Alemania), representa una de las figuras del pensamiento contemporáneo más destacada, no sólo en Alemania y Europa, sino en el mundo entero. A los 25 años obtuvo su grado de Doctor en Filosofía en la Universidad de Heidelberg, en 2005, y a los 28 años, en 2008, obtuvo su habilitación en la misma universidad. Además, en 2009, a la edad de 29 años, se convirtió en el catedrático más joven en la historia de Alemania, ocupando la Cátedra de Epistemología y Filosofía Moderna y Contemporánea en la Universidad de Bonn. De ahí despegó su meteórica carrera con la publicación de una deslumbrante y prolífica obra filosófica que suscitó un amplio debate a nivel internacional.
Al inicio de su elaboración filosófica Markus Gabriel ubica la naturaleza del espíritu como aquella circunstancia a través de la cual nos auto-relacionamos, como con alguien diferente, que conocemos y a veces cambiamos. Somos sujetos no sólo de pensamiento y actuación, sino personas que se relacionan consigo mismas de una manera flexible, al ser la existencia humana tan frágil.
Por lo tanto, en “nuestro contexto resulta crucial en el análisis de Kierkegaard su descubrimiento de que el espíritu se comporta consigo mismo de manera que siempre entendemos que es posible. Podríamos ser otra persona. Existencialmente, en nuestra experiencia de la vida, esto muestra que estamos perdiendo el suelo bajo nuestros pies y entendemos que podríamos asumir formas muy diferentes de la vida, ya que somos capaces de actitudes muy diferentes frente a nosotros. De alguna de ellas nos damos cuenta a lo largo de nuestra vida, y de otras no. Nadie es siempre igual a sí mismo ni tan inmutable como una piedra”.
De ello infiere Markus Gabriel que “no podemos saberlo todo, aunque sólo sea porque no existe un principio que lo mantenga todo unido y organizado. El mundo no existe […]. Ni siquiera sabemos qué somos nosotros mismos, pero estamos en la búsqueda. Como entendían Kierkegaard y Heidegger, somos precisamente los seres dedicados a esa bús-
queda de sí mismos. Cualquier intento de ponerle fin mediante una respuesta fácil sería una forma de superstición y de autoengaño”.
En esa auto-búsqueda, el sentido de (sobre) vivir adquiere relevancia, destacando el giro planteado por la filósofa norteamericana Susan Rose Wolf (1952, Estados Unidos), Gabriel señala: “en lugar de hablar del sentido de la vida, la autora ha desplazado el punto de vista para preguntarse por el sentido en la vida. Propone que empecemos por tomar conciencia de qué experiencias y actitudes que hallamos en nuestra vida nos resultan cargadas de sentido y de significado; de aquí podremos derivar en qué consiste ese sentido. La cuestión del sentido de la vida, a juicio de Wolf, es demasiado grande”.
Es decir, buscar el sentido de la vida aparece como algo tan universal y abstracto que no presenta un asidero estable para escudriñarlo, en tanto, si acometemos el análisis del sentido en la vida, nos remite de inmediato a la especificidad de nuestro ámbito y desarrollo en el mundo de la vida.
La inexistencia del mundo
Para la elaboración de su tesis de la inexistencia del mundo, Gabriel establece epistemológicamente la contraposición del nuevo realismo ante la metafísica y el constructivismo. La metafísica procura desarrollar una teoría del mundo como totalidad. Intenta describir cómo es realmente el mundo, no cómo se presenta. Al discurrir sobre el “mundo”, nos referimos a la realidad como a todo lo que sucede. En ese sentido, “se podría caer en la tentación de dejarnos a los seres humanos fuera de la ecuación ‘el mundo = todo lo que sucede realmente’, admitiendo que hay una diferencia entre las cosas tal como se nos aparecen y las cosas como realmente son. Para averiguar cómo son realmente, se debe lograr por así decirlo eliminar del proceso de conocimiento todo lo que es obra del hombre, y con eso ya estamos metidos hasta el corvejón en la filosofía”. El postmodernismo, como modalidad de la metafísica, afirma “que las cosas solamente existen tal como se nos aparecen, y que no hay nada más, no hay mundo o realidad en sí misma”.
Por su lado, el constructivismo, señala el autor, “se basa en la suposición de que no existen hechos en sí, que somos nosotros quienes construimos todos los hechos mediante nuestros diversos discursos o hechos científicos. El representante más importante de esta tradición es Immanuel Kant, quien decía que no podemos conocer el mundo tal como es en sí mismo. Sea lo que sea lo que conozcamos, siempre es algo elaborado por seres humanos.” En tanto, “los metafísicos sostienen que hay una regla que todo lo abarca y los más audaces entre ellos creen también haberla encontrado […] el “constructivismo, en cambio, afirma que no podemos conocer la regla. Nos enzarzamos en luchas de poder o porfías comunicativas, tratando de ponernos de acuerdo sobre qué ilusión queremos dar por buena y aplicar ahora.” […] “Pero si se afirma que el proceso de conocimiento es una construcción, razonablemente reconstruida por algunos constructivistas (algo de lo que yo también dudaría), eso no prueba que no haya hechos. En cualquier caso, conviene distinguir las condiciones del proceso de conocimiento de las condiciones de existencia de lo conocido.” […] “El nuevo realismo intenta por el contrario responder de forma coherente y seria a la pregunta de si podría haber siquiera una norma de ese tipo. La respuesta a esta pregunta no puede ser una nueva construcción. En cambio, pretende —como toda respuesta a cualquier pregunta seria, aun la más cotidiana— saber de qué se trata”. Por lo tanto, la tarea de la filosofía es reemprender desde el principio el camino hacia la
configuración de una nueva ontología realista como teoría del ser en sus ilimitados campos de sentido.
“Somos sujetos no sólo de pensamiento y actuación, sino personas que se relacionan consigo mismas de una manera flexible, al ser la existencia humana tan frágil”
En el desarrollo de su argumentación en torno a la inexistencia del mundo, Gabriel se basa en la diferenciación cualitativa de la concepción del mundo y del universo. Mientras “hablamos por ejemplo del ‘universo’ refiriéndonos a esas extensiones inabarcables donde innumerables soles y planetas se desplazan a su antojo y donde los humanos han construido su modesta civilización en un rincón relativamente tranquilo de la Vía Láctea. El universo existe, es un hecho.
No voy a pretender que no existen galaxias y o agujeros negros; lo que sostengo es que el universo no es el todo. Bajo el concepto de universo se entiende el dominio o área objetual, experimentalmente explorable, de las ciencias naturales. Pero el mundo es significativamente más grande que el universo. A él pertenecen también los estados, sueños, oportunidades no realizadas, obras de arte y en particular nuestros pensamientos sobre el mundo. También hay muchos objetos intangibles. […] Nuestros pensamientos sobre
el mundo permanecen en él, forman parte de él, porque desgraciadamente no es tan fácil escapar de todo este embrollo mediante la pura reflexión. Pero si los estados, sueños, posibilidades no realizadas, obras de arte y especialmente nuestros pensamientos sobre el mundo pertenecen al mundo, este no puede ser idéntico al dominio de las ciencias naturales”. Por lo tanto, “no se puede pues definir razonablemente el mundo sino describiéndolo como dominio de todos los dominios. El mundo sería pues el dominio en el que existen no sólo todas las cosas y todos los hechos que tienen lugar sin nosotros, sino también todas las cosas y todos los hechos que sólo existen gracias a nosotros, ya que en definitiva debe ser el ámbito que lo incluye todo: la vida, el universo y todo lo demás. Pero es precisamente eso que todo lo abarca, el mundo, lo que no existe y no puede existir. Junto a esta tesis principal debe ser destruida la ilusión de que existe ese mundo al que la humanidad se aferra tan tercamente, pero también quiero aprovecharla para obtener resultados positivos, porque no sólo afirmo que no existe el mundo, sino también que existe todo lo demás, excluido el mundo”.
En el transcurrir de la vida del ser humano la apreciación del ámbito de existencia se trasforma constantemente: “En nuestra infancia nos parecían infinitamente importantes cosas que ahora consideramos banales, como los dientes de león, por ejemplo. Las relaciones cambian continuamente en nuestras propias vidas. Cambiamos nuestra propia imagen y la del entorno y nos adaptamos en cada momento a una situación nunca conocida antes. Lo mismo sucede con el mundo visto como un todo, algo que es tan raro como una relación que englobara todas las relaciones. Simplemente no hay regla o fórmula que describa la totalidad del mundo, y eso no se debe a que no se haya hallado todavía, sino al hecho de que no puede existir”.
Lejos del escepticismo y del nihilismo, Gabriel nos señala los límites de un globalismo totalizante, tan publicitado como incompleto en su Weltanschauung (concepción del mundo y la vida).
El medio ideológico por excelencia
En un excurso de su obra Markus Gabriel subraya la importancia de la prevalencia de las series de televisión de calidad como medio ideológico fundamental por excelencia en el siglo XXI, además de una suerte de adicción. Un conjunto amplio de filósofos que van desde Slavoj Žižek, Lo ridículo sublime. El cine de David Lynch (2015); Stanley Cavell, El cine, ¿puede hacernos mejores? (2008); El mundo visto. Reflexiones sobre la ontología del cine (2018); hasta Armando Casas, Todos los mundos posibles. Filosofía y series de televisión (UNAM, 2020); David
LaRocca y Sandra Laugier, Television with Stanley Cavell in Mind (2023); Jorge Carrión, Teleshakespeare. Las series en serio (2023), incorporan el análisis cinematográfico y las series de televisión en su examen filosófico.
Para Markus Gabriel las series de televisión de éxito como Seinfeld, Los Soprano, Breaking Bad, Mad Men, Curb Your Enthusiasm, The Wire, The Office o Louie, generan algunos de los diagnósticos más penetrantes y concisos del mundo contemporáneo. De tal manera, la televisión plantea la antigua interrogante en una nueva modalidad: “¿Es más adecuado entender nuestra vida como tragedia o como comedia (digamos farsa)? ¿Encajan los análisis existenciales de nuestros programas de TV favoritos con las consideraciones filosóficas?”.
Autodeterminación y trascendencia existencial Por otro lado, se destaca la importancia de la autodeterminación existencial como la realización, sea consciente o inconsciente de la toma de posición con respecto al sentido de la vida, en nuestro transcurso autobiográfico, considerarnos de un modo u otro como algo configurado, al determinarnos qué somos. No menos importante es la trascendencia existencial como aquella autodeterminación que cobra sentido de algo que va más allá de ella y que también la incluye. De esta manera: “Es natural buscar el sentido de la vida en algo que sea mayor que nosotros: podemos buscarlo en Dios, en el progreso de la humanidad, en el bienestar de las generaciones futuras, en los avances científicos, en el éxito de la empresa para la que trabajamos o en el deporte. Todos estos proyectos significativos, de un modo o de otro, van más allá de nuestra vida individual, y justo por eso parecen otorgarle sentido”.
Con el autor concluimos que desde tsunamis y terremotos no son sólo naturales, y guerras como las de Ucrania y la Franja de Gaza tampoco son naturales y se despliegan por todo el mundo, en consecuencia: “hoy sabemos que los fenómenos naturales y sociales que en la Modernidad están llevando a la humanidad a una situación de crisis sin precedentes, sólo podrán empezar a resolverse si reconocemos la complejidad irreductible de esos fenómenos, su carácter entretejido. A tal fin no necesitamos aplicar la capacidad de la ciencia de reducir la complejidad, sino lo contario: ir anidando mereológicamente los campos de sentido que han llegado al autoconocimiento en la vida humana. Una clave de este autoconocimiento pasa por respetar los límites del
conocimiento”. Para ello, se requiere una ética del desconocimiento sustentada en el conocimiento, donde tanto las ciencias naturales, la tecnología, la filosofía, las ciencias sociales y humanísticas laboren colectivamente en el estudio de planteamientos comunes hacia una autocomprensión como seres humanos.
“Buscar el sentido de la vida aparece como algo tan universal y abstracto que no presenta un asidero estable para escudriñarlo, en tanto, si acometemos el análisis del sentido en la vida, nos remite de inmediato a la especificidad de nuestro ámbito y desarrollo en el mundo”
Markus Gabriel nació el 6 de abril de 1980 en Remagen, Alemania. Estudió filosofía, filología clásica, literatura alemana moderna y estudios alemanes en las Universidades de Hagen, Bonn y Heidelberg. Ahí recibió su doctorado en 2005 con una tesis sobre la filosofía tardía de Schelling. En 2005 fue investigador visitante en la Universidad de Lisboa. De 2006 a 2008 fue asesor académico temporal en la Universidad de Heidelberg.
En 2008 logró la “Habilitación” con su tesis sobre el escepticismo y el idealismo en la antigüedad, en la Universidad de Heidelberg. De 2008 a 2009 fue profesor asistente en el Departamento de Filosofía de la New School for Social Research en la ciudad de Nueva
York. Desde julio de 2009, Markus Gabriel ocupa la cátedra de epistemología y filosofía moderna y contemporánea en la Universidad de Bonn.
También ha sido nombrado catedrático de filosofía teórica en la Universidad de Helsinki y en la Universidad de Heidelberg. Es profesor invitado habitual en la Sorbona de París (Paris 1 Panthéon-Sorbonne), donde dirige un centro de investigación sobre los planteamientos del Nuevo Realismo en la filosofía contemporánea.
Desde 2020 ha sido profesor distinguido de Filosofía y Nuevas Humanidades en la Nueva Escuela de Investigación Social de la ciudad de Nueva York. En la Universidad de Bonn dirige el Centro Internacional de Filosofía y el Centro Multidisciplinario para la Ciencia y el Pensamiento. A partir de 2021, Markus Gabriel es director del programa “Los fundamentos del valor y los valores” en el grupo de expertos de Hamburgo The New Institute y desde 2022 es director académico.
Es considerado a nivel mundial como uno de los filósofos contemporáneos más destacados y más reconocidos. Ha sido profesor invitado en la Universidad de California en Berkeley, la Universidad de Nueva York y diversas universidades de América Latina y Asia. Ha recibido el Premio Ruprecht Karls y el Premio Paolo Bozzi de Ontología, otorgados por la Universidad de Turín. Asimismo, recibió becas para su investigación de la Fundación Académica Nacional Alemana, el DAAD y la Fundación Alexander von Humboldt.
De su fecunda obra se destaca: El hombre en el mito: investigaciones sobre ontoteología, antropología e historia de la autoconciencia en la “Filosofía de la mitología” de Schelling (2006); Escepticismo antiguo y moderno para una introducción (2008); con Slavoj Žižek: Mitología, locura y risa: subjetividad en el idealismo alemán (2009); Por qué el mundo no existe (2013); Yo no soy mi cerebro: filosofía de la mente para el siglo XXI (2015); Sentido y existencia. Una ontología realista (2018); con Malte Dominik Krüger: ¿Qué es la realidad? Nuevo realismo y teología hermenéutica (2018); Neoexistencialismo (2020); Ética para tiempos oscuros, Valores universales para el siglo XXI (2020); Entre el bien y el mal: filosofía del centro radical (2021); El poder del arte (2021); La realidad en crisis (2022); Sense, Nonsense, and Subjectivity (2024); con Graham Priest, Todo y nada (2024); Por qué el mundo no existe (2023); El ser humano como animal: por qué todavía no encajamos en la naturaleza (2023), entre otros.
Fue un crítico filoso y un impulsor de la literatura y la cultura regional, en una etapa que comenzó en 1984 y se extendió por una década de febril actividad caracterizada por tomar en serio el quehacer literario, no como diversión sino como tarea comunitaria
EPor Gabriel Trujillo Muñoz Escritor y poeta, autor de Espantapájaros y Tijuana city, tres novelas cortas angel.gabriel.trujillo.munoz@uabc.edu.mx
mpiezo por un texto que está en mi libro autobiográfico País de la memoria, comarca del tiempo (2012), donde recordaba mi encuentro con Sergio en el Mexicali de la década de los años ochenta del Siglo XX, cuando todos los proyectos literarios empezaban desde el lado cero de la cultura:
El estar en el centro de las actividades culturales, como lo era promover el arte desde la Universidad Autónoma de Baja California (UABC), me permitió tener un asiento de primera fila en todos los acontecimientos que se daban por entonces. Cada día aparecía una novedad. Cada semana conocía a gente nueva. Las huestes del arte iban engrosándose con gentes nativas de Mexicali o provenientes de otros lugares de México y el mundo. Un día de 1983, Óscar Hernández me dijo:
nocimientos, un escritor recién hecho ni uno recién desempacado del entonces D. F.
Michoacano, periodista y narrador, conocía los vericuetos —e incluso los subterráneos más tenebrosos— de la vida cultural mexicana. Tal vez por eso mismo, por salud física y mental, había decidido emigrar a fines de los años setenta a Baja California. Aquí trabajó en diversas instituciones y puso a funcionar talleres de literatura en Ensenada y Tijuana. Cuando la época de nuestra primera conversación, Sergio y Norma acababan de trasladarse a vivir a Mexicali. Él iba a dar clases en la Universidad Pedagógica Nacional (UPN), mientras que Norma asumiría el cargo no oficial de segunda de a bordo en el Taller de Danza Contemporánea de la UABC, convirtiéndose en la mano derecha de Carmen Bojórquez, su directora.
“Michoacano, periodista y narrador, conocía los vericuetos —e incluso los subterráneos más tenebrosos— de la vida cultural mexicana”
Pocos meses después, a principios de 1984, don Sergio se hizo cargo de los talleres de creación literaria del INBA-DAC (Instituto Nacional de Bellas Artes-Dirección de Asuntos Culturales, hoy INBAL) en todo el estado. Con su llegada se inició una nueva etapa en nuestro desarrollo literario.
«—Acompáñame a ver a un cuate que escribe en el suplemento cultural Sábado del unomásuno.
¿Cómo se llama?
—Sergio Gómez Montero.
La reunión era en la cafetería El Oasis y Sergio ya estaba ahí con Norma Bocanegra, su inseparable compañera, esperándonos. La conversación de aquella noche de verano tocó diversos temas de política y literatura. De inmediato percibí que Gómez Montero no era, ni por edad ni por co-
Él, José Manuel Di Bella y yo principiamos un proyecto editorial que llevaría a la creación de la revista El oficio, a los miércoles literario-musicales en el Café Literario del Teatro del Estado, al circuito de lecturas estatales, a los encuentros de literatura de las Californias (1987) y de literatura de las fronteras (1988) mientras duró la Dirección de Asuntos Culturales, y posteriormente, con el Instituto de Cultura de Baja California (ICBC) y con la ayuda de Eduardo Arellano, Harry Polkinhorn, Juan Antonio Di Bella y Alejandro Castañeda, a la creación de la revista Tintas, el periódico Relieves, la serie de “Libros de Baja California”, el programa de becas para creadores y los Pre-
mios Estatales de Literatura, que tuvieron su primera convocatoria en 1989 y que sobrevivieron al intento fallido de desaparecerlos del nuevo director, el panista Francisco Padilla.
Y más tarde, con apoyo del Ayuntamiento de Mexicali, participamos en la creación de la revista Trazadura (19901994) y en la publicación de libros de rescate literario de autores como Jesús Sansón Flores y Horacio Enrique Nansen»
Todo lo anterior quiere decir que esa nueva etapa, que dio comienzo en 1984 y se extendió por una década de febril actividad, estuvo caracterizada por tomar en serio el quehacer literario. No como una diversión, sino como una
tarea comunitaria, como el poner adoquines para ir creando un camino, para ir consolidando el avance de una cultura regional.
“Junto con él oímos ladrar a los perros mientras avanzábamos por el largo y sinuoso camino de la literatura bajacaliforniana. Ese mismo camino en que continuamos, aquí y ahora, afanándonos”
Por vez primera, con Sergio, nos enfrentamos a un crítico filoso, a un detector de fallos que conocía a la perfección los códigos de la lengua castellana. Al principio, sobre todo José Manuel y yo, nos resistimos a esa mirada fríamente objetiva sobre nuestros textos. Después aprendimos a valorarla por las enseñanzas que nos proporcionaba y a seguir adelante. Creación y crítica, descubrimos, son sendas paralelas que mutuamente se iluminan pero que nunca convergen del todo. También descubrimos que nuestros respectivos cuentos y poemas salían fortalecidos de esta prueba del fuego a la que los sometía Gómez Montero.
Pero esta clase de aprendizaje no todos la soportaban. Y con Sergio sucedía que muchos autores de “prestigio local” se mostraban refractarios a cualquier clase de análisis crítico de sus obras. Esto ya había sucedido antes con Marco Antonio Campos y Carlos Montemayor, cuando ambos habían llevado a cabo, en sus cortas estadías, talleres de literatura para escritores. Por eso mismo la presencia de Sergio causaba incomodidad y burlas en un medio donde
el “antiintelectualismo” era el único estandarte bajo el cual la mayoría de los escritores se cobijaba. Nadie quería verse descubierto — como el rey de la fábula— en su desnudez reveladora, en su fanfarronería literaria, en su mediocridad campante.
La crítica de Gómez Montero iba encaminada a develar el discurso ideológico y las estructuras lingüísticas de obras de autores que a él le interesaban: José Revueltas y José Agustín, Mario Vargas Llosa y Gustave Flaubert, entre muchos otros. Su problema principal era que lo hacía en medio de una comunidad cultural tan provinciana que prefería tomar sus textos a guasa que encararlos y discutirlos en el terreno que les correspondía: el de la crítica literaria contemporánea. Por supuesto, para discutirlos se necesitaba contar con un bagaje de conocimientos que sus detractores no tenían a mano y que, además, no deseaban tener porque implicaba esfuerzo, dedicación y disciplina en áreas que consideraban ajenas a sus intereses; porque ellos suponían ser “artistas” y no intelectuales.
Amistad nacida del respeto mutuo
Con el tiempo conocimos mejor a Sergio Gómez Mon-
tero. No como el ensayista, sino como el amigo que se estremecía al contarnos del suicidio de Daniel Gómez Nieves, tallerista de Tijuana, al intentar cruzar a nado la presa Abelardo L. Rodríguez sabiendo que su condición física no se lo permitía. O cuando tenía sus crisis diabéticas y lo visitábamos en el ISSSTE mientras se recuperaba. O cuando se encabronaba por la situación de México, como cualquier compatriota que tuviera los ojos abiertos y un mínimo de dignidad en su conciencia. Por ello nuestra amistad, nacida del respeto mutuo, se sostuvo por una empatía que siempre nos hermanó
Gracias a él crecimos como literatos y como personas. Y junto con él oímos ladrar a los perros mientras avanzábamos por el largo y sinuoso camino de la literatura bajacaliforniana. Ese mismo camino en que continuamos, aquí y ahora, afanándonos».
Hasta aquí el capítulo dedicado a Sergio (con algunas modificaciones del original). Cuando pienso en él lo primero que se me viene a la cabeza es las largas sesiones de trabajo, tanto en la Casa de la Cultura como en la Universidad Pedagógica Nacional. Un trabajo para abrirnos camino en proyectos creativos y editoriales. En aquel Mexicali y aquella Baja California de los años ochenta, todo estaba dando inicio: los grupos artísticos, como Paralelo 32 y el taller de teatro, la publicación de antologías de poesía y narrativa bajacalifornianas, una de las cuales, Tierra natal (1987), coordinó Sergio y se la publicó el INBA. Muchos resintieron su presencia en Tijuana y Mexicali. Algunos de los integrantes de los siete poetas jóvenes de Tijuana incluso pidieron a Humberto Batis que no le permitiera publicar en el suplemento Sábado de unomásuno. ¿El motivo? Porque tergiversaba los aportes de la literatura estatal de la que ellos se sentían sus custodios. La causa era otra: no les gustaba la crítica demoledora que Sergio representaba.
Es sintomático que la crítica radical, sin concesiones, sin retruécanos ni barroquismos, fue la que Sergio puso en el espacio de las discusiones en Baja California. Si quieren comprobarlo lean sus libros Los caminos venturosos (1987) y Tiempos de cultura, tiempos de frontera (2003). O escudriñen su narrativa espaciada en cuentos y novelas. En todos sus escritos había un anhelo de claridad, de lucidez, de indagación permanente sobre el vínculo de la literatura con la realidad, de la creación con su entorno. De su labor crítica sobre la literatura bajacaliforniana proviene el trabajo posterior de Humberto Félix Berumen, Leobardo Sarabia Quiroz y yo mismo.
Norma, mi más sentido pésame. Si Sergio vivió tantos años escribiendo y dando clases y dialogando con quien se le pusiera enfrente fue gracias a ti. Tú fuiste su aliento vital, su verdad sanadora. Gracias por ello .
Prolífico autor e investigador, Sergio Gómez Montero (1945-2025) fue un reconocido columnista de esta casa editorial, El Vigía, y colaborador imprescindible de Palabra
Por Rael Salvador Escritor y editor raelart@hotmail.com
n mi época juvenil, a finales de los años 80 del siglo pasado, llevé el Taller de Literatura Creativa (Instituto Nacional de Bellas Artes, impulsado por el Instituto de Cultura de Baja California) que, con elocuencia y profesionalismo, ofrecía el escritor y docente Sergio Gómez Montero (Morelia, Michoacán, 1945-Ensenada, Baja California, 2025), en su momento columnista de Proceso —y posteriormente de los periódicos bajacalifornianos, Frontera y El Vigía—, colaborador de La Jornada Semanal (del diario La Jornada), Sábado (de unomásuno) y, en los últimos 14 años, pluma imprescindible, de la Revista Cultural PALABRA; autor de libros emblemáticos y esenciales sobre literatura, educación y cultura.
Entre esas publicaciones se encuentran México a través de los informes presidenciales (Secretaría de la Presidencia, México, 1976), La educación tecnológica agropecuaria en México (Cenapro, México, 1977), Mínimos de bienestar: Alimentación (Coplamar, México, 1979), Jaula de palabras (antología, Editorial Grijalbo, México, 1981), Tierra natal (antología de jóvenes cuentista de Baja California, INBA-ISSSTE-UNAM, México, 1987), Los caminos venturosos (ensayos sobre literatura, UABC, 1987) y Los niños de Dios (Editorial Ítaca, 2009).
Como escritor, Sergio Gómez Montero —fallecido este sábado 15 de febrero de 2025, en Ensenada, Baja California— se distinguió en la línea de sus ensayos críticos y de carácter ideológico (muchos de ellos publicados en PALABRA), así como por sus textos sobre la novela de la Revolución. En Los caminos venturosos acota su ficha biográfica— se refiere a la obra de José Revueltas y de José Agustín.
Su interés por la difusión de la cultura y la literatura
de Baja California se advierte con claridad en algunos de sus escritos, donde propugna por una descentralización cultural del país. En su momento, atendió las premisas del periodista y ex diplomático Eduardo Cruz Vázquez (entonces director del Programa de la Frontera Norte, promulgado por la Secretaría de Educación Pública) en la organización de los encuentros de literatura del Programa Cultural de las Fronteras.
Sergio Gómez Montero realizó estudios de ciencias y técnicas de la información en la Universidad Iberoamericana y Letras españolas y filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Con importantes reconocimientos en su carrera literaria, Sergio Gómez Montero fue orientador, formador, redactor, editor y reportero de las revistas Gente, Política y Revista de América; redactor en el Departamento de Publicaciones de la Secretaría de Obras Públicas y en Radio Universidad. Impartió clases de Literatura y Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPYS) de la UNAM, en la Universidad Autónoma de Chapingo (UACH) y en la Universidad Autónoma de Sinaloa (UAS), donde obtuvo el nombramiento de director de Difusión Cultural y asesor de Estudios Educativos.
Se desempeñó como jefe de publicaciones y radio del programa campesino de productividad y como investigador en el área de estudios educativos del Centro Nacional de Productividad. Fue analista en la Coordinación General del Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados (Coplamar), y en la Secretaría de la Presidencia (1977).
Además, fungió como director del Centro Coordinador Indigenista y representante de Coplamar en Baja California (1979–1982). Fue asesor y director en las unidades académicas de Tijuana y Mexicali de la Universidad Pedagógica Nacional (UPN); coordinador de Literatura en el ICBC y de algunos talleres literarios como el de la Casa de la Cultura de Ensenada y del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) de Mexicali, así como de su revista El Oficio. También fue director de Tintas, revista especializada en Literatura de la frontera norte, y colaborador en Último Vuelo y en Inventario del ABC de Tijuana.
Publicó numerosas reseñas en periódicos, suplementos y revistas como El Día (1968–1969), Revista Mexicana de Cultura, El Nacional (1971–1977 y 1980), Universidad de México (1971–1972), Proceso (1977–1980) y en el suplemento cultural Sábado, del diario unomásuno (1980 a 1987).
Un hombre hecho a la medida de las circunstancias —en el imperativo ideológico de las causas justas—, su escritura vigorosa, sembrada en un estilo proveedor de lectores de toda índole —lección de actualidad, imprescindible para jóvenes críticos— tiene cabida en el porvenir de la literatura que rebasa toda nacionalidad. El Maestro, fuente de una firmeza extraordinaria, descanse en paz.
Esta ciudad parece una tierra silenciosa a la que le queda muy ajustada la fachada de fronteriza. ¿Quién ha escrito de Ensenada…?
Por Óscar Ángeles Reyes Escritor y biólogo por la UAM todoestodo@gmail.com
No es la primera vez que me cuestiono sobre la identidad porteña y la literatura. Esta última suele darle sentido a la geografía: la descripción del paisaje, de lo humano, de las tradiciones y la miseria dan un paso al futuro cuando se escribe de ellas. Pongamos el ejemplo del caso tijuanense: la ciudad más fea del estado se levanta entre todas las demás por la robustez del legado de sus escritores; Tijuana es un montón de gente hablando de ella, escribiendo de ella, y decido que este no es espacio para hacer un listado de la obra que lleva la palabra con T, ni de sus cholos ni sus aventuras al borde.
“La poetisa Concha Urquiza murió ahogada en el Estero de Punta Banda un 20 de junio de 1945, seguramente luminoso como son los veranos en Ensenada”
Ensenada, en cambio, parece una ciudad silenciosa a la que le queda muy ajustada la fachada de fronteriza. ¿Quién ha escrito de Ensenada, no desde sino de ella misma? Sin entrar en detalles, de las catorce novelas que he escrito —malas o buenas, torcidas o retorcidas—, al menos doce se desarrollan parcial o totalmente en este espacio geográfico y humano. La afirmación de «se ha hablado poco y mal de ella», no deja ser relevante, y más aún: va siendo hora de decir: el puerto no ha tenido ninguna voz que se escuche más allá de los cerros y las costas que la circundan. La difusión de la identidad de la ciudad descansa en aspectos más usuales —los medios de comunicación, por ejemplo—, pero también se establecen las imágenes más vulgares de la comunidad: el mar, la cerveza, los campos, la comida, como fondo las puestas de sol; los tacos de pescado con cerveza frente a un mar frío que reclama cierta distancia.
En la memoria de las lecturas, ¿quién ha hecho referencia de nuestra ciudad? —nótese la noción de pertenencia de este chilango, su servidor—. No Roberto Bolaño, que tiene a Cesárea Tinajero para darle razón a sus detectives (salvajes), y que viaja a un norte más a la mano —Santa Teresa, y una tal Villaviciosa—. Cesárea Tinajero es un personaje inspirado en Concha Urquiza, poeta mexicana que escribió:
…veré los días de oro, las graciosas tardes, donde ya brillan los luceros, y el giro de las noches luminosas.
La poetisa murió ahogada en el Estero de Punta Banda un 20 de junio de 1945, seguramente lumino-
so como son los veranos en Ensenada. De Sonora a Baja California hay un paso, pero por qué habría de llegar a este rumbo. Es decir, hay que buscar conexiones para alcanzar al Pacífico —lado opuesto al Caribe mexicano, y en latitudes similares que Savannah y Charleston, del lado del Atlántico—. Una cenicienta desconocida, anónima, con su tiempo que se mide en lluvias invernales, en nevadas ocasionales en sus sierras, en vendavales cálidos, en festivales cerveceros, en toneladas de basura que arrastra su arroyo, en desapariciones, en balaceras, en carnavales gélidos, en bailes de cigüeñas y la banalidad de cualquier ciudad. No es Ensenada de las gaviotas o Ensenada de las colinas, ni siquiera Ensenada de los viñedos, es de Todos los Santos.
Es un asunto de distancias, estamos a 110 kilómetros de la frontera, una hora que se convierte en una desviación al aislamiento y la ingenuidad provinciana.
Hubo un Manuel Gutiérrez Sotomayor —Ecos circundantes (Editorial IBO-CALI, 1973)—, jalisciense asentado en el puerto después de vivir en Mexicali, y al buscar en sus relatos los restos de la civilización de los padres y abuelos de esta generación y las imágenes de una ciudad prístina, encuentro únicamente historias pueriles, parentela de lo cotidiano, que en definitiva suceden en un universo distante a la costa noroeste de México; una calle Quinta que es más cercana a Tijuana o a Mexicali, gringos que pueden estar en cualquier parte de “Baja”, incluso resonancias de muy al sur. Patricio Bayardo dice en su prólogo: «Es el testimonio, la contextura de un narrador empeñado en la difícil tarea de la fabulación o minicuento». Tampoco es que quepa demasiado en una narración corta o cuento. Jesús Ernesto García, en su libro de cuentos Concentralia (Lapicero Rojo), se muda a Tijuana, y no hay rastro de la ciudad en la que habita desde hace décadas; en cambio, Ana Fuente, en el cuento Progreso (Mosaico de lo insólito, Fondo Editorial La Rumorosa, 2021), se ubica en una delegación del puerto: «Los veo y los escucho con atención, entiendo su temor al cambio pero les pido que confíen en mi palabra (…) esto traerá prosperidad para todos y que para San Antonio de las Minas, pedacito de paraíso que todos disfrutamos tanto, vendrán tiempos esplendorosos».
En el camino de la novela, Días de agosto de Ramiro Padilla (Ediciones San Mateo, 2010), es una muestra significativa de lo propio, de la ciudad, de la gente y de la futilidad de los acontecimientos; un ejercicio interesante de la exploración del pasado y un presente que es resultado de la dinámica fronteriza en la que Ensenada no deja de estar. Ya la narración desde el desencanto de un personaje que regresa y en su regreso busca, da el tono en el que se logra una novela terriblemente editada pero que no sueltas hasta el final. En Días de agosto caminamos por espacios reconocibles, por fachadas e interiores humanos que da fe del origen del autor —«La verdad decidí venirme en camión y tengo ganas de caminar por el centro histórico de la ciudad. Será un verdadero placer volver a mirar las casas de madera de los primeros habitantes»—, de la nostalgia por una pérdida que vamos conociendo desde la primera hoja, y que se ciñe al lugar común, bíblico, de que todos los tiempos pasados fueron mejores, pero también a los lugares comunes de la gente y su espacio: «…al día siguiente, mi madre decidió hacer tortillas de harina. Si hay una persona en el mundo capaz de hacer las mejores
tortillas es ella. Me dijo que le trajera dos kilos de harina El Rosal, con la intención de sorprender a mi señor padre, cuya debilidad por las comidas de mi madre era legendaria»; o bien: «—Estoy en paz con Dios— decía y luego se iba de manera religiosa a las tiendas de segunda, su segundo hobby después de los carros viejos».
“La narración (Días de agosto de Ramiro Padilla) desde el desencanto de un personaje que regresa y en su regreso busca, da el tono en el que se logra una novela terriblemente editada pero que no sueltas hasta el final”.
¿Qué escribieron Daniel Sada, Federico Campell, Gabriel Trujillo Muñoz, Rosina Conde del puerto? La IA me refiere un texto inexistente de Trujillo llamado Leyendas de Ensenada, en cambio, en Visiones vagabundas: Ensayos sobre la experiencia fronteriza en la literatura (UABC, 2014), Gabriel dice: «Ensenada es un puerto para pescar, relajarte y andar por aguas de incomparable belleza», y encuentro una joya, citando a Lawrence Ferlinghetti (en La noche mexicana, un diario de viaje, publicado en los años setenta del siglo pasado): «Ensenada, en pleno vacío del Pacífico. En esta temporada hay siempre un viento atascado de arena, en la polvorienta calle de la bahía no se percibe de dónde proviene El Olor, pero asómate a alguna cantina y lo aspiras, te atesta la nariz...
Ensenada, Baja California, ¡Bah con la baja! ¿Quién robó al sol? ¿Dónde está hecho el amor? ¡Hades Moreno! Excava en las chozas nativas, las calles, los pueblos de adobe. Únicamente los niños y los perros retienen lo que quedó de ellas. Y los perros lo detestan, se echan por ahí recubiertos de moscas de las zanjas, una curiosa raza aparte. Vi un perro de los basureros entrar en una iglesia, llegó al pasillo central buscando su pugh (un oloroso juego de palabras), se largó presuroso por una puerta lateral pues no había sitio para él adentro, acaso lo aterraron los confesionarios de madera, semejantes a cabinas telefónicas sin puertas, donde detrás de las cortinas los sacerdotes escuchan a los penitentes, cada confesionario tiene una minúscula ventana de cristales con plumas de donde brotan murmullos. El sacerdote escucha a ambos penitentes a la vez, respondiendo a ambos simultáneamente, ¿o los confundía? ¿Acaso estos dos telefonistas podían llamar desde cualquier Central? Papá, me desconectaron. Atónito en la tierra del polvo. Si me quedara un rato quizá aprendería a amar esta tierra, ya es la tercera o cuarta ocasión que estoy en México. Si Los Ángeles son el ano de Estados Unidos, ¿a qué corresponde este moreno apéndice inferior? Ensenada perdida, que sólo existe debido a la fuerza de gravedad, enterrada eternamente».
Es decir, no basta la visión del nativo, es necesaria la mirada del viajero, del extranjero, del asentado, del foráneo, para enriquecer la imagen de un lugar; son obligadas las miradas educadas, inquisidoras, perturbadas, con y sin delicadeza, lubricadas y lúbricas, abisales, enfocadas y periféricas, esféricas y poligonales; y también el lenguaje de la poesía que ande por territorios hostiles (Antonio León, El impala rojo, ICBC, 2017):
…piedras llagadas de mar a las dos de la mañana piedras en la noche de los abulones con daño cerebral piedras bajo nalgas adolescentes la fiesta losgritos / el vómito piedras helicoidales diligencia de cráneos con raspón las piedras se aprisionan por los márgenes de la bahía piedras que alguien reportó aparición Mariana piedras disfunción matinal de pescadores rabiosos alguien corre maratones sobre la marea roja.
Con la gente se trenzan todas las historias, y lo que abunda aquí es gente; quizá sólo se trate de un tropiezo geográfico, o bien de un síndrome literario; me inclino a pensar que únicamente es una razón de miradas maleducadas y los malos tiempos que corren para la formación de escritores.
El escritor, poeta, actor y político mexicano supo envolverse a plenitud en todos los frentes de sus luchas
EPor Eduardo Cruz Vázquez Periodista, gestor cultural, ex diplomático cultural, formador de emprendedores culturales y ante todo arqueólogo del sector cultural angol97@yahoo.com.mx
l almario. El armario donde se guardan las almas. Desde que escuché tan bella imagen en un cuento grabado en un estudio de Radio UNAM, Eraclio Zepeda entró en mi vida. Corría 1986. Acompañaba a la productora Ana Laura Galeana, entonces responsable de la colección Voz Viva de México. Unos LP de colección, que luego pasaron a CD y ahora se tienen en línea. Era parte del programa de trabajo de la Dirección de Literatura, entonces a cargo del escritor Marco Antonio Campos, donde trabajaba como corrector de libros. El almario. Sigo sin construir mi almario.
No fue mi amigo. El gran “Laco” aparecía de vez en cuando en mis andares, casi siempre al lado de su esposa, la estupenda poeta Elva Macías. Ambos chiapanecos, de Tuxtla Gutiérrez. Tal oriundez me acercó a su obra. Tengo raíces chiapanecas, por mi padre. En estos días me topé con una edición reciente del volumen de cuentos Benzulul, de la Colección Popular del Fondo de Cultura Económica. 69 pesos. Comenzó a circular en julio del año pasado. Reencontrarlo puso en relieve que “Laco” falleció en septiembre de 2015. “—Quien dice la verdá tiene la boca fresca como si masticara hojitas de hierbabuena, y tiene los dientes limpios, blancos, porque no hay lodo en su corazón —decía el viejo tata Juan”. (Inicio del cuento Quien dice la verdad).
En las entendederas que tengo de Chiapas, sobresalen los informes que mi abuelo, Manuel Encarnación Cruz Acuña, rindió al presidente Álvaro Obregón, como gobernador interino del estado, por unas semanas, en 1923. En esas páginas que rescató mi entrañable amigo, ya fallecido, también en
2015, Miguel Hernández Olvera, del Archivo General de la Nación, revolotean las balas, los conflictos entre las comunidades indígenas, la ingobernabilidad, así como una campaña de intercambio de armas por caballos. Justo lo que permea, en la dimensión que le corresponde en las condiciones de escritura, al ramillete de cuentos de “Laco”.
Al estado sureño se le aplica la sentencia de que como Chiapas no hay dos. Sigo convencido de que se trata de un estado fuera de serie y de toda la lógica nacional. A estas alturas de la literatura de Eraclio Zepeda, tras diez años de ausencia, Benzulul es la confirmación de las particularidades de esa tierra que fue parte de Centroamérica, antes de anexarse en 1824, tres años después de consumada la Independencia de México.
“Esto jué entrando la nochecita; serían por ahí de las seis de la tarde, porque ya los zanates se dejaban caer como puñados de frijol sobre el zacatal. Yo tenía como dos diyas de no dormir, esperando que en cualquier momento el viento cambiara de camino y se llevara el ánima de mi tata que ya se andaba queriendo morir desde dos semanas antes”. (Inicio del cuento No se asombre, sargento).
Los recuerdos revientan con asombro en ese costado de la política que caracterizó al tuxtleco formado en la izquierda. Vivió el activismo y la polémica con sus grandes beneficios y costos. Recuerdo una llamada que le hice cuando fue secretario general de Gobierno (19941997), gestión entre el movimiento zapatista y dos gobernadores, Eduardo Robledo Rincón y Julio César Ruiz Ferro. Claro, era para
“Con el perfil sensacional para encarnar a Pancho Villa, con ese bigote que le singularizó, “Laco” actuó en la cinta de Paul Leduc Reed, México insurgente. También fue diputado”
pedirle un favor, ayudar a encontrar trabajo a mi hermano Jorge, entonces radicado en la capital chiapaneca. Nunca lo atendió. Con el perfil sensacional para encarnar a Pancho Villa, con ese bigote que le singularizó, “Laco” actuó en la cinta de Paul Leduc Reed, México insurgente. También fue diputado. De la política, “Laco” se turnó a episodios en los asuntos culturales. En el Programa Cultural de las Fronteras, en tiempos del naciente Conaculta (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes), su director general Alejandro Ordorica, lo invitó a dirigir el Festival Internacional de Cultura del Caribe mientras yo era responsable del Festival Internacional de la Raza, con sede en Tijuana. Ya en los albores del siglo XXI, me tocó como reportero en la sección cultural de El Universal, dar a conocer su designación como embajador de México ante la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, por sus siglas en inglés), donde duró un par de años, tras un escandalazo en
la Cámara de Senadores por la aprobación de su cargo. Tal adelanto periodístico le incomodó a la bancada del Partido de la Revolución Democrática (PRD) y, por su puesto, al cuentista.
“Hermanito Cruz”, me decía tras verme aquí o allá. Quien formara con Juan Bañuelos, Oscar Oliva, Jaime Augusto Shelley y Jaime Labastida el grupo “La espiga amotinada”, a propósito de una obra colectiva, acumuló montones de reconocimientos. A diez años de su muerte, el Chiapas de Eraclio Zepeda sigue más revuelto, conflictivo, atrasado. Su herencia literaria sigue su marcha.
Honores a un ser que supo envolverse a plenitud en todos los frentes de sus luchas, asumiendo, como debe de ser, lo mucho bueno y lo poco conflictivo que salió de ellas.
“Mientras avanzaba por la vereda, una parte de su cuerpo se iba quedando en las marcas de sus huellas. Podría haberse quedado ciego de pronto (por una brujería de la nana Porfiria, o por un mal aire, o por el vuelo maligno de una mariposa negra), y a pesar de ello, seguir el camino hasta el pueblo sin extraviarse”. (Inicio del cuento Benzulul).
Leer Otra vida por vivir, de Theodor Kallifatides, ha sido una revelación. Su Atenas podría ser nuestra Lisboa cuando los ricos nos humillaron durante la crisis
Por Lídia Jorge Es escritora. Su último libro publicado es El viento silbando entre las grúas lidiajorge.com
C1.
on motivo de la instauración en 2010 del Año Europeo de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social, se designaron embajadores para representar en cada uno de los países de la Unión Europea (EU) la estrategia acordada a nivel global. Se dijo entonces que el 17 por ciento de los europeos eran pobres aún y que se pretendía activar mecanismos urgentes para combatir esa lacra. Sin embargo, irónicamente, en el curso de ese año varios países se hundieron en una profunda crisis económica, con Portugal y Grecia entre los más afectados, el año terminó mal, y aquella lucha dio como resultado lo contrario de lo que se pretendía.
Yo fui una de esas personas involucradas en aquel asunto y pude constatar la distancia que existe entre la proclamación retórica y la dura realidad financiera. Lo único que hice fue participar en debates mientras hubo quienes lo perdieron todo, casas, trabajos, posesiones y familiares. Comprendí que los embajadores no pasaban de ser rostros que se ofrecían ingenuamente para servir como emblema de la lucha contra un estado de cosas que no sólo no cambió, sino que se ahondó, como acabó viéndose. Sin embargo, no encontré la síntesis del engaño que habíamos interpretado hasta que, tiempo después, en 2022, leí un titular de periódico que rezaba: “Se libra una guerra contra los pobres y no contra la pobreza”. Eran palabras de Theodor Kallifatides, un escritor de lengua sueca nacido en Grecia. Aquel escritor, a quien yo desconocía, había encontrado, unos años más tarde, las palabras que en aquel momento me faltaron.
2.
Aquella entrevista, realizada por la periodista Bárbara Wong, era de lo más elocuente. A Theodor Kallifatides se le presentaba como poeta, novelista, filósofo, profesor universitario en Estocolmo, pero yo me quedé con la idea de que era sociólogo, y deduje que su libro Otra vida por vivir, por entonces apare-
cía en versión portuguesa, era un documento ensayístico sobre la pobreza. De ese modo, el libro desapareció de mi horizonte. Hasta que hace poco algunos amigos míos volvieron a hablarme de Kallifatides como un escritor elegante y de valor, y me animaron a leerlo cuanto antes. Así que compré apresuradamente el único título disponible en la librería, el mismo que había dado lugar a la entrevista de Bárbara Wong.
3.
“La pobreza, el tema que nos unió, surge principalmente a partir de la descripción de Atenas, la ciudad revisitada por el escritor emigrante, en un intento de regresar a casa”
Lo he leído en estos días del solsticio de invierno, aquí en el sur de Portugal, donde la inclinación de la Tierra consiente todavía un atisbo de sombra, lo que provoca que los campos se cubran de acedera. Durante tres días disfruté de silencio y paz. Y así, como no me ocurría desde hacía tiempo, me leí en un solo día el libro de Theodor Kallifatides. Con todo, lo leí lentamente, deteniéndome en cada hoja, subrayando palabras, marcando las páginas como se hace cuando no quieres que se te olviden. Lo leí entre la alegría y el remordimiento, pareciéndome curioso el que hubiera viajado tantos años antes de llegar a mis manos. El caso es que allí estaba su meditación sobre el cambio de la sociedad, de una sociedad que había aspirado a la armonía, al trabajo y a la sabiduría, y que, para enorme espanto de los coetáneos de Kallifatides, se había transformado en una sociedad dominada por el consumo y la diversión, la ligereza, la ansiedad, el ruido y los desechos, la degradación de las ciudades y de las relaciones humanas que determina la globalización. Una sociedad de nacionalismos e intolerancia religiosa, madres del odio y el conformismo. La pobreza, el tema que nos unió, surge principalmente a partir de la descripción de Atenas, la ciudad revisitada por el escritor emigrante, en un intento de regresar a casa. Escribe Kallifatides sobre el ambiente en las calles de la capital de su país: “En mi barrio, los cafés estaban llenos de desempleados y los vendedores ambulantes
aumentaban. A uno le compré diez mecheros en la calle Gyzi. Ninguno funcionaba. En una tienda grande de la calle Athinás, los perros habían aprendido a distinguir a los buenos clientes de los que sólo miraban, y a unos les movían el rabo, y a los otros les enseñaban los dientes”.
En verdad, lo que escribió sobre Atenas podría haberse escrito sobre Lisboa en la época en la que todos nos vimos humillados por los ricos que nos habían prestado el dinero y ahora lo querían de vuelta. Recuerda Kallifatides que vio en periódicos extranjeros caricaturas y viñetas del mismo cariz que las que había publicado Goebbels durante la ocupación y confiesa que le sangraba el alma. Debo decir que la mía también. En aquellos días, en un programa de France Inter me preguntaron qué sentía como portuguesa con la invención de la troika, y cuando empecé a hablar del sistema sanguíneo, alguien me dijo que no había que darle tantas vueltas, porque en el mar, cuando la marea baja, quien está desnudo muestra su desnudez. En todo caso, al leer ahora, al cabo de estos años, el libro de Theodor Kallifatides, entiendo que pronunciase esa frase que vino a mi encuentro. Que me iluminó sobre la guerra que se libra contra los pobres y no contra la pobreza, esa abstracción de Power Point. Pero la revelación que me ha traído este pequeño gran libro en estos días del solsticio de invierno ha sido mucho más amplia, y no existe una fórmula para resumirla. Otra vida por vivir aporta la confesión personal de un escritor sobre su taller verbal y su entrega a los lectores es conmovedora. A sus colegas de profesión también.
4.
Lo leí cerca de una ventana bajo la escasa luz de un invierno más imaginario que real, dejando que la confesión de un escritor tomara cuerpo en una voz audible. No, no me hallaba ante páginas de sociología, como erróneamente había pensado; me hallaba ante una voz singular que se presenta al mundo sin avergonzarse de sí mismo, sabiéndose una muestra de humanidad, esa falta de pudor que transforma a un ciudadano en escritor. Y varias veces leí despacio sus palabras. ¿Cómo escogerlas? No es fácil.
“De una sociedad que había aspirado a la armonía, al trabajo y a la sabiduría (…) se había transformado en una sociedad dominada por el consumo y la diversión, la ligereza, la ansiedad, el ruido y los desechos”
Leí despacio el pasaje en el que evoca a la pequeña zorrita que camina por la nieve hasta llegar a su puerta para pedirle algo de comer. El escritor le dio a esa zorrita el nombre de Nina, la heroína de Chéjov, por sus grandes ojos suplicantes cuando se inclinaba hacia sus manos. Cuenta el escritor que al cabo de unos meses encontraría esa hermosa cabeza colgada como un trofeo en la morada de un cazador. Sin que nadie lo viera, Kallifatides dice que besó la cabeza de Nina, murmurando: “¿Qué te han hecho, Nina?”. Y quiero decirle, en nombre de este y otros pasajes similares, gracias, Theodor, por besarnos así. Gracias también por contarnos, entre decenas de episodios, aquel en el que el gigante Bergman, colaborador de una de tus películas, se negó a recibirte, cierto día, diciendo que no le apetecía. Tras confesar que no se enfadó con Bergman, se pregunta Theodor por qué no se comporta como el famoso director. Y comenta: “¿Por qué evito, en
la medida de mis posibilidades, causarle una aflicción a alguien, o negarle un gusto?”. Kallifatides, desde aquí te digo, no deberías haber hecho esa confesión en voz alta; te coloca de forma gratuita en las filas de los buenos, no de los genios.
5.
Y gracias, sobre todo, Kallifatides, por contarnos cómo te despediste de tu estudio en lo alto de Estocolmo, al que llamabas la guarida del lobo y sobre el que escribiste líneas maravillosas: “Entraba en el estudio rezongón y mísero y al cabo de diez minutos encontraba en mí al hombre que escribía”. Hasta que la guarida del lobo ya no fue suficiente para motivarte y te precipitaste de nuevo a tu precaria Grecia, y allí, hablando otra vez tu lengua materna, te diste cuenta de que la batalla de las lenguas es una batalla por la esencia del alma. Escribes en la penúltima página: “Cuando sabes lo que quieres decir, puedes decirlo en todas las lenguas que conoces. / También puedes guardar silencio en todas las lenguas que conoces. / Pero cuando no tienes nada que decir, lo dices mejor en tu lengua materna”. Y el autor se puso a escribir en griego y ya no paró. ¡Qué diferencia hay entre un apátrida y un habitante de todos los lugares, incluido el corazón humano!
Rulfo era un gran entendedor de lo que se calla, de lo que se dice entre dientes, de lo que se dice a fuerza sin querer soltarlo todo
Por Iliana Hernández Es docente y traductora. Escribe artículos, ensayos, cuentos y poesía premoniciones@hotmail.com
(…) Está claro que tienes razón: sabe algo. Ellos siempre saben algo, pero nunca lo dicen.
Leonardo Padura
Era un joven llamado Juan que inventó un mundo secreto que todos podían ver: piedras amantes, silencios pendientes de miradas. Era Juan y nos enseñó a callar e intuir la muerte sobre nuestras cabezas.
Asomaba los ojos por los costados de su incomodidad. ¿Cuándo publica otro libro? Él se mordía las palabras y borraba de pronto a sus entrevistadores; allá en Luvina estarían sentadas las mujeres a la espera de una lluvia de hojas, cuervos o estrellas fugaces. Allá en Luvina estaría en silencio tomándose un mezcal sin tanto alboroto por un libro más. Él seguía escribiendo, los ciegos eran ellos, no podían entender que Juan escribía a pesar de sí mismo, constante.
“Me concentré en mí mismo y vivía por dentro, porque le tenía miedo al mundo. Eso hubiera estado bien si yo no hubiera salido de mi pueblo, pero tú sabes lo vago que soy. A estas piernas flacas que tengo les gusta caminar y se soltaron caminando. Fueron y vinieron y yo sigo igual, teniéndole algo de temor a la gente. Digo algo, porque tú me has sacudido un poco el polvo; es decir tú, a través del amor que le has despertado a uno, me has hecho menos temeroso de enfrentarme con las cosas y los trabajos de los días entre un mundo de gente extraña”. Juan Rulfo, Cartas a Clara.
Entonces tuve el impulso de explicarlo (como tantos, como todos), su mundo Comala. Me detuvo su silencio, todas las palabras que uno debe guardarse para no desarmar lo bello, entendí que me queda imaginarlo, una y otra vez, sin atentar contra la burbuja que encierra ese mundo de palabras-universo.
Dijo Rulfo: “Mi lenguaje no es un lenguaje exacto, la
gente es hermética, no habla. He llegado a mi pueblo y la gente platica en las banquetas, pero, si tú te acercas, se callan.” Pienso que Juan era un gran entendedor de lo que se calla, de lo que se dice entre dientes, de lo que se dice a fuerza sin querer soltarlo todo: un intuitivo de frases a medio pronunciar, un lingüista y literato con la escucha afinada para leer los labios y dar voz a las narrativas soterradas.
Obra y vida construida con silencio:
“—¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? —oí que me preguntaban.
—Voy a ver a mi padre contesté.
¡Ah! —dijo él.
Y volvimos al silencio”. (Fragmento de Pedro Páramo)
Ahora entiendo que para entrar al mundo de Juan Rulfo hay que asumir el silencio y hacerse silencio. Las elipsis constantes que Rulfo ha ido dejando a nuestro paso por sus cuentos y por la novela Pedro Páramo no es estrategia, estoy segura, después de haber leído las a Clara, no es siquiera intención estilística sino vida.
La fascinación, en todas las len guas que ha sido traducida la obra rulfiana, proviene de los silencios, la economía del lenguaje, de la re ticencia a entregarse; entonces, el lenguaje dentro de su misma con cepción ha sido concebido como un campo minado, uno piensa que ha desentrañado el significa do final cuando nuevas hipótesis se desdoblan frente a nuestra ima ginación y vivencias.
El silencio de la obra de Rulfo nos agranda los sentidos. Cuando camino por las playas de Ensena da me he acompañado de todas las voces que Juan Preciado en
cuentra y escucha en la soledad laberíntica de Comala. Prefiero, como Juan, el silencio en el que crecen y se alimentan los pensamientos en largas caminatas.
¡Qué gran regalo literario nos heredó Rulfo! El silencio en un mundo hundido en la infodemia. El silencio nos permite atravesar los pantanos de estímulos vacíos, nos empuja a salirnos de nuestra propia voz que amenaza con hundirnos. Huir de palabras donde puede uno ahogarse en el decir, maldecir, bendecir sin ton ni son.
“El agua que goteaba de las tejas hacia un agujero en la arena del patio. Sonaba: plas, plas, y luego otra vez plas, en mitad de una hoja de laurel que daba vueltas y rebotes metida en la hendidura de los ladrillos. Ya se había ido la tormenta. Ahora de vez en cuando la brisa sacudía las ramas del granado haciéndolas chorrear una lluvia espesa, estampando la tierra con gotas brillantes que luego se empañaban. Las gallinas, engarruñadas, como si durmieran, sacudían de pronto sus alas y salían al patio, picoteando de prisa atrapando las lombrices desenterradas por la lluvia. Al recorrerse las nubes, el sol sacaba luz a las piedras, irisaba todo de colores, se bebía el agua de la tierra, jugaba con el aire de la mañana”. (Fragmento de
En este silencio cifrado puede, por fin, existir la voz de la naturaleza, predica Rulfo sin decirlo. En la mudez de los humanos se despiertan las piedras, las ramas que se frotan para azuzar a las serpientes en su ondular arenoso, en el silencio humano las alas de las aves se extienden en su verdad y pueden volar sin las ondas sonoras de las alarmas o ambulancias plañideras. En la boca cerrada no entran moscas, al contrario, zigzaguean en armonía sobre un leve rumor de placidez que emite un capibara tumbado en profundo sueño sobre otros caminantes, en busca del padre, la agonía silente, eterna del Juan Preciado que somos todos.
Son poquísimos los autores que se ganan la vida sólo con sus libros. La mayor parte sobrevive haciendo otras cosas
APor Alberto Manguel
Escritor y editor argentino-canadiense, autor de Una historia de la lectura @albertomanguel
finales de los años sesenta del siglo XX, me encontraba yo trabajando en la pequeña editorial Galerna de Buenos Aires, fundada por Guillermo Schavelzon. Estábamos preparando una antología alrededor del grabado de Durero El Caballero, la Muerte y el Diablo, y le habíamos pedido a varios escritores que colaborasen con un texto. Uno de los primeros a plegarse al proyecto fue Jorge Luis Borges, quien nos ofreció dos magníficos sonetos sobre el tema. Cuando fui a verlo con la modesta suma que podíamos ofrecerle, se sorprendió:
“¡Cómo! ¡Me van a pagar por unos pocos versos!”. No era falsa modestia. Borges no vivía (nunca vivió) de sus regalías, sino, después de la muerte de su padre, de conferencias que, a causa de su timidez ante el público, hacía que otros leyeran y de su miserable sueldo como empleado en una biblioteca municipal. Más tarde dio clases en la universidad y después de la caída de Perón aceptó el cargo de director de la Biblioteca Nacional. Más tarde, durante los años setenta, el editor Franco Maria Ricci de Milán fue su mecenas, pagándole generosamente por pequeños proyectos editoriales. Pero durante casi toda su vida, Borges fue un escritor pobre.
Fue quizás en la Edad Media que la imagen del escritor indigente cobró vida: tieso de frío, acurrucado en su silla, inclinado sobre su pergamino, los ojos esforzándose en la débil luz de una candela. No sabemos cuándo surgió la imagen, pero lo cierto es que se arraigó en nuestra imaginación. La pobreza como condición de la inspiración artística, el sufrimiento de la carne para permitir o justificar la comunión con la musa o el Espíritu Santo. Tal vez sea este penoso estereotipo el que ha dado razones a la industria editorial de nuestros días para considerar el pago de regalías como una limosna. El pequeño porcentaje que
un autor debe recibir por la venta de cada ejemplar de su libro es retenido durante meses en las oficinas contables de las editoriales y (sin intereses, por supuesto) es vertido en los bolsillos del autor solamente una o dos veces por año, y frecuentemente con varios meses de burocrática demora. Imaginemos a un ministro o a un corredor de Bolsa esperando meses para cobrar su sueldo. Algo en el sistema debe cambiar.
Son poquísimos los escritores que se ganan la vida sólo con sus libros. La mayor parte sobrevive haciendo otras cosas: trabajando como recaudador de impuestos (Shakespeare), de soldado (Cervantes), de empleado en una oficina de seguros (Kafka) o en un banco (T. S. Eliot), haciendo de maestra (Emily Brontë), de impresor (Balzac), de médico (Chéjov), de minero (Jack London), de guionista (Faulkner), de enfermera (Agatha Christie), de reportero (García Márquez). Los ejemplos son incontables.
Nos resulta inconcebible que un oculista o un abogado se gane la vida no con los talentos de su profesión, sino trabajando de verdulero o lavaplatos (inconcebible, pero ocurre, como lo saben cientos de inmigrantes que no pueden ejercer sus verdaderas profesiones en el país que los acoge). Pero que un escritor deba buscar el pan de cada día dando clases o haciendo traducciones (en los mejores casos) o (en los peores) sirviendo mesas o tipiando documentos en alguna oficina anónima nos parece normal. Una amable señora, al enterarse de que su vecino, Richard Ford, era escritor, le preguntó interesada: “Sí, pero ¿de qué trabaja?”.
“En estos días del nuevo diluvio, cuando como inexpertos Noés estamos espiando por la ventana las calles desiertas para ver si la palomita vuelve con el ramo de olivo”
En estos días del nuevo diluvio, cuando como inexpertos Noés estamos espiando por la ventana las calles desiertas para ver si la palomita vuelve con el ramo de olivo, las posibilidades de esos “mejores casos” se han desvanecido. Prudentemente, las editoriales han bajado las persianas, los agentes han colgado cartelitos anunciando “Cerrado hasta nuevo aviso”, casi ningún editor encarga un artículo a menos que no sea para pedir que contemos otra vez más la
vida de una monja de clausura. Algunos, los más afortunados, dan clase por Zoom o Skype, o montan talleres de escritura. La Red se ha vuelto nuestra Arca y la lectura de libros electrónicos ha cobrado inesperado vuelo. Como en las noches de Sherezade, recurrimos a cuentos para demorar la muerte.
Por supuesto, los escritores —famélicos o no— siguen escribiendo. Pero ¿qué escriben? Sospecho que después de que las aguas bajen, de aquí a un mes o un año, descubriremos en el fango, entre los cadáveres de restaurantes, teatros y librerías, miles y miles de Diarios del Año de la Peste en busca de lectores imaginarios, impacientes por entender qué ha sucedido y por qué, sin recordar que esas respuestas se encuentran ya en sus anaqueles: Robinson Crusoe, de Defoe; La guerra de los mundos, de Wells; el Decamerón, de Boccaccio; Rinoceronte, de Ionesco. Y que este último nos da, en las últimas palabras de su héroe Berenger, el grito de batalla para enfrentarnos a la pandemia: “¡Yo no me rindo!”.
El poemario es un homenaje a Rimbaud, pero no es una alabanza a Rimbaud. Ni siquiera al poeta Rimbaud y sus logros literarios. Lo que sí hay que decir es que el hombre Rimbaud se nos revela en una aterciopelada avalancha de claroscuros
LPor Renato Tinajero
Nació en Ciudad Victoria, Tamaulipas, en 1976. Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes por el libro Fábulas e historias de estrategas renato.tinajero@gmail.com
as sombras del otoño siempre son un buen pretexto para evocar otras sombras. Y pues que otoño es, hablemos de la Caravana de sombras de Rubén Rivera, con el adicional pretexto de que han transcurrido ya diez años desde su primera edición.
Este es un libro sobre el Rimbaud que no viene en los libros de literatura. De Rimbaud cuando ya había escrito la obra de Rimbaud y se había marchado de la literatura y también de Europa. Su periplo no nos es desconocido: lo sabemos agente comercial en Yemen, traficante de armas en Etiopía; sombra de su propio yo, guarecido bajo la sombra del dominio colonial europeo. Ahí se sitúa el libro, en la construcción de ese personaje esquivo que el francés Arthur Rimbaud quiso ser.
Me gusta el título de este libro. No solamente por los tintes de suyo poéticos, entre el exotismo y el misterio, que un título así posee, sino, sobre todo, por las sombras mismas que convoca. La más evidente es la sombra del propio Rimbaud, en torno a cuyo sino trágico (el sino de la estirpe de Caín, de acuerdo con el epígrafe del libro) se tejen algunas de las páginas más brillantes de la obra, más nutridas de esa especie de sabiduría que nace de un dolor espiritual asumido a conciencia y plenitud:
Su espíritu humea sobre las cenizas del olvido. ¡Ah! todo es efímero en el pentagrama de su memoria, en las aguas del viento que lo nombran. La tristeza de la luna se derrama en la arena y se burlan de él las estrellas que brotan del cielo…
Pero los poemas también convocan a la sombra de esa Europa de la cual proviene el poeta; sombra que el poeta arrastra consigo en su modo de ver el planeta y de vivirlo (en algún momento, cerca del inicio del libro, se habla de la eficiencia con la cual Rimbaud sirve al comercio colonial: el poeta se ha convertido en un agente de esa paradoja que era y sigue siendo Europa, tan civilizada y culta, y a la vez tan arrogante, tan utilitarista). Y a la caravana se suman también las sombras del lenguaje, los restos de un Rimbaud poeta que se coronó como una cima del arte y se metamorfoseó muy pronto en una sombra de sí mismo. Y se suman también las sombras del pasado y la memoria, de lo que queda disperso y desdibujado en testimonios del devenir de Rimbaud. Escribe, por ejemplo, esta página imaginaria el sirviente de Rimbaud, página entre cuyas líneas se asoma un personaje que es concreto y definido en su presencia, y a la vez esquivo y dueño del secreto de sí mismo:
“Este es un libro sobre el Rimbaud que no viene en los libros de literatura. De Rimbaud cuando ya había escrito la obra de Rimbaud y se había marchado de la literatura y también de Europa”
Mi señor es silencioso, taciturno, desconfiado y cuando le sube la fiebre es sumamente irritable y ofensivo. Tras su terrible máscara, lágrimas errantes. Cuando me abraza siento alacranes que me recorren y las hienas ríen en mi sangre. Mi señor Rimbaud, la vida es larga porque existes, y los astros brotan desde nuestros cuerpos.
Caravana de sombras es una caravana de fragmentos de prosa poética, construidos con brillo y con oficio. Lo fragmentario del libro es un acierto. Un discurso continuo, bien estructurado, habría constituido una imposición al lector. Habría constituido una historia, meramente una historia, con sus personajes, su desarrollo, sus conclusiones intelectuales o incluso morales (algún tipo de explicación sobre Rimbaud, un sí o un no a favor del hombre Rimbaud y de su
odisea). Rivera evade esos lastres. No ofrece una crónica documental sobre el personaje, sino un flujo de momentos poéticos. Recuérdese que estamos en todo momento frente a un libro de poesía. ¿Y qué es aquí lo poético? He referido ya, pocas líneas atrás, el brillo y oficio de la prosa. Pero lo poético en esta Caravana de sombras radica, sobre todo, en lo humano. El libro versa sobre lo humano en su más llana verosimilitud: su violencia, su descreimiento, su tragedia, su camino de destrucción, que es el camino de todos, pues a la destrucción es a donde se encaminan los más elevados frutos de nuestro ser. Estos fragmentos de un diario imaginario de Rimbaud dan cuenta de esa tensión entre dos rostros igualmente auténticos de lo humano: lo humano acuciado por la búsqueda del conocimiento y lo humano que se entrega sin reservas a la crueldad:
Mayo 20, 1882 (martes)
La niebla cubre las palmeras y las nubes se abisman en la lejanía. Escribo desde Adén: desearía información sobre los mejores fabricantes franceses o extranjeros de instrumentos de matemáticas, óptica, astronomía, electricidad, meteorología, neumática, mecánica, hidráulica, y mineralogía. No estoy interesado en instrumentos quirúrgicos. El aire huele a flores y me asomo a este paisaje desde adentro como a una llaga…
Febrero 10, 1887 (miércoles)
Tres mil guerreros fueron abatidos y aplastados en un abrir y cerrar de ojos por los soldados del rey Menelik. Se recogieron seis mil testículos como trofeo y se instauró un nuevo régimen.
Es en esa tensión que brota la belleza. La belleza de Caravana de sombras no es una belleza apolínea, de la claridad y la solidez, sino una belleza de lo quebrado y de lo efímero. Parece como si Rivera quisiera decirnos que también en el derrumbe, y quizás con más razón que en cualquier otra parte, hay belleza. Concuerdo con Rivera en que existe de hecho una estética del derrumbe, dentro y fuera del arte, porque en el derrumbe de la persona, en la derrota de sus afanes y sus empresas, brilla singularmente lo que de dignidad existe en la persona misma.
bro. Porque, a diferencia del hombre del norte que se aproxima al sur global en busca de una idealizada concepción de lo sagrado o de medios para aturdirse y anestesiarse (llámense borrachera o peyote, fentanilo u opio), el hombre Rimbaud se decanta al sur por una irresistible fuerza de su propia naturaleza. Porque en el sur, en el salvajismo, decadencia, peligro y violencia del sur, el poeta se reconoce. No busca un nuevo yo, ni reformarse, ni purificarse; busca, en todo caso, destilarse, ser más yo, ser más Rimbaud. Sentarse a la mesa de lo humano verdadero, comer el pan con todos los hombres y padecer, con ellos, el hambre verdadera. No para salvarlos ni para salvarse; solamente para ser.
“La belleza de Caravana de sombras no es una belleza apolínea, de la claridad y la solidez, sino una belleza de lo quebrado y de lo efímero”
Me gusta Caravana de sombras porque me deja entrever las posibilidades dramáticas de lo humano: el dolor, la locura, la poesía. Es lo humano in extremis: la poesía absoluta, que aspira a un conocimiento absoluto y a una absoluta decadencia. O sea, es la condición humana tal cual: despojada, a la intemperie, sin credos revelados, sin tabla de salvación. Me gusta la imagen de Rimbaud como se la muestra en el li-
Su gloria está en el viaje, en el canto del peregrino. Ha saboreado el abismo y el vaho de la muerte en las arenas del desierto… Toda cosa que nace es una pesadilla en el mundo, y aquí está soportándose en los fuegos del día como una rebelión del espíritu. Se recuesta ebrio y cansado sobre la isla del mundo que no tiene fin.
¿Admira Rubén Rivera a Rimbaud? Caravana de
sombras es un homenaje a Rimbaud, pero no es una alabanza a Rimbaud. Ni siquiera al poeta Rimbaud, a sus logros literarios. El hombre Rimbaud se nos muestra, se nos revela, en su avalancha de claroscuros. No está ahí para que lo ames. En todo caso, podrías identificarte con él, reflejarte en sus llagas, dejar que con sus actos delinee tus propios actos, que con su humanidad doliente prefigure tu propia humanidad y tu propio dolor. Rivera, creo, admira a Rimbaud porque reconoce en Rimbaud la virtud de ser libre y de ser diferente, y de asumir a fondo esa libertad y esa diferencia.
Hace años un jurado constituido por Héctor Carreto, David Huerta y Eduardo Langagne concedió a Caravana de sombras una mención de honor en el Certamen Internacional de Literatura “Sor Juana Inés de la Cruz”, convocado por el Gobierno del Estado de México. De ahí data su primera edición, en 2014, aún asequible por Internet. Una segunda edición fue publicada hace tan sólo dos años, bajo el sello Reverberante. Aún circula. Siempre es buena noticia que un libro de poesía, en especial una obra estimulante, como esta, y brillantemente ejecutada, permanezca al alcance de los lectores. (Apodaca, México. Octubre de 2024.)
Muchos libros se confeccionan de manera insustancial y de una forma por demás penosa:
Overol, de Julián Herbert, en palabras de Carlos Velázquez, es uno de ellos
Por Carlos Velázquez
Narrador y cuentista, Premio Bellas
Artes de Narrativa Colima 2018, autor de La Biblia Vaquera y El menonita zen @charlyfornicio
O“A diferencia de Traíganme la cabeza de Quentin Tarantino o Ahora imagino cosas, en Overol su chapuza es todavía más escandalosa. A duras penas ha conseguido compilar el material para llegar a la imprenta”
Libros hechizos
verol (Random House, 2024) ratifica lo que desde hace años es irrefutable: que la mayor estafa de la literatura mexicana se llama Julián Herbert.
El también poeta se ha convertido en un especialista en libros hechizos. “Ejercicios” tramposos que denotan la falta de planeación de una obra. Su publicación anterior, Ahora imagino cosas, pretendía ser un libro de crónicas, pero en realidad se trataba de una reunión de textos aislados que no funcionaban en conjunto.
Herbert ha vuelto a repetir la misma fórmula en Overol. Aglutinar lo que tiene en su disco duro y simular que ha configurado un libro. Si algo lo ha convertido en un maestro, es en replicar sus deficiencias. Pero a diferencia de Traíganme la cabeza de Quentin Tarantino o Ahora imagino cosas, en Overol su chapuza es todavía más escandalosa. A duras penas ha conseguido compilar el material para llegar a la imprenta.
Muchos libros se confeccionan de esa manera. Textos que se reúnen y cobran la dimensión de una obra.
Algo que Overol no consigue. La suma de sus retazos denota que no estaba diseñado para tal fin. Es a todas luces un forzado accidente autoral. Y por extensión: editorial. Por lo que el destino de este título, así como ocurrió con los dos anteriores, será el completo olvido. Entre otras cosas porque el “buenondismo” no hace crítica de calidad. Y porque el mismo autor lo delata en su introducción: algunos de sus textos aquí son apéndices a otras obras. Es decir: no existe un estudio serio de sus temas que lo respalde. Y para acabar pronto, Herbert no sólo no es una autoridad en la materia, sino que se la pasa justificando cada una de sus acciones. Él mismo delata que está jugando a ser crítico.
En Overol, como en ningún otro de sus trabajos, abusa Herbert de la muletilla de la fórmula. No importa cuánto se esmere por disfrazarse de experimen-
tal, en realidad es más conservador que cualquiera de nuestros liberales. Aquí es más que evidente incluso en su manera de escribir. Desde sus inicios, Herbert se ha vendido como un niño de la calle. Cocaína (manual de usuario) y Canción de tumba dan cuenta de ello. Pero en Overol ha adoptado la pose de académico y con ello demuestra su total dependencia de la fórmula y la reiteración de sus recursos.
Trucos explotados
Lo que podría identificarse como un rasgo de estilo, se vuelve un truco que explota demasiado. Como
lectores asistimos al acto de un oso amaestrado en el circo. Escribe en el prólogo a El rock de la cárcel de José Agustín:
«De entre los múltiples significados que emite El rock de la cárcel, me gustaría resaltar cuatro o cinco que encuentro de impecable actualidad: el palimpsesto, el uso simbólico de las personas narrativas como viaje del ego al mundo social a través del inconsciente, la autorreferencialidad estilística (el texto que se explora a sí mismo en tanto que territorio verbal de intenciones y carencias), el name-dropping y la cultura pop como escenarios de un revueltiano realismo dialéctico, y un marcado énfasis intergeneracional: no “el espíritu de los tiempos”, sino el choque entre divergentes sentimientos históricos de Lo Real».
Este fragmento aislado es un ejemplo de la habilidad de Herbert para construir su prosa. El problema surge cuando repite una y otra vez la misma fullería. Entonces lo que parecía un despliegue de soltura se convierte en una muestra de la pobreza de sus propios procedimientos.
Extractos como el anterior son una constante en todo Overol. Reproducir más aquí sería ocioso. No hace falta. Una vez que el lector los identifica, se percata de que el malabarismo de Herbert es siempre idéntico. Lo que torna muchos pasajes del libro predecibles. De existir una estructura en este libro, esta sería la de repetir obviedades. Y el pecado en ello radica en que la suma de ellas termina por cansar. En su camino por tratar de suavizar la crítica, acudimos al fenómeno de la “McDonalización” de la misma. Porque como el propio Herbert lo advierte: “Lo que escasea, o al menos así lo percibo, es un público dispuesto a leer la crítica como algo más que un pleito de navajas, un regaño público o un inciso de syllabus”. Proyecciones aparte, a Herbert se le olvida que la función de la crítica no es cultivar amistades. Y que la labor de críticos como Domínguez Michael o Roberto Pliego no se trata del interés por cosechar el aplauso. En el epílogo a El vampiro de la colonia Roma dice:
De nada sirve lo intrascendente
Si Herbert lo tiene tan claro, debe saber que la buena prosa en los libros intrascendentes no sirve de nada.
“Herbert cree que los lectores somos tontos. Y que no sabemos que detrás de sus fuegos pirotécnicos se esconde su poca pericia para la creación”
«Me parece obvio que el trabajo de pulimiento prosístico –el ritmo impecable de las frases, la capacidad del autor para lograr coherencia gramatical de las frases sin necesidad de puntualización– sólo son alcanzables por un estilista. Decir que Luis Zapata simplemente transcribió sus frases me parece, más que un insulto, un halago inconsciente de quienes no tienen idea de la chinga que es escribir buena prosa»
Epígono, un concepto que a Herbert le encanta conjurar. Casi todos los autores tienen libros epigonales, no hay crimen en ello. El asunto en su caso es que ya tiene más títulos de estos que capitales. La balanza no está equilibrada. Algo lamentable para quien, en opinión de muchos, es uno de nuestros grandes autores. Esa categoría es bastante perjudicial para el panorama. Porque las editoriales publican cualquier pedo que se tiren las vacas sagradas. Y con Overol ha quedado establecido que el rigor es algo en el que no están interesados los que se encargan de engalanar las mesas de novedades.
Una de las cosas que más desconciertan de Herbert es su insistencia en defender sus libros. Ya sean de re-
lato, crónica o misceláneos. Cuál es el motivo. ¿Acaso está consciente de las características hechizas de sus “creaciones”? Fogwill decía que los libros malos que había publicado los había hecho muy a conciencia. Jamás pretendió hacer pasar esos títulos como la gran literatura. Herbert cree que los lectores somos tontos. Y que no sabemos que detrás de sus fuegos pirotécnicos se esconde su poca pericia para la creación. Desde su incursión en la literatura, una de sus mayores debilidades ha sido su nula capacidad para ejercer la imaginación. Por eso su ficción depende por completo de lo autobiográfico. No sabe inventar. Y sin la invención el escritor es un pregonero. Y cuando eso y la soberbia se conjugan, todo aquel que no se trague el discurso de elementos como Herbert es un envidioso o “un pobre diablo”.
Ojalá Herbert se aleje pronto de esta mala racha en la que ha caído desde Canción de tumba y publique un libro a la altura. Algo que se antoja imposible, la verdad. Su carácter acomodaticio parece indicar que está muy a gusto jugando a las escondidas.
En los mitos se habla del fuego, pero fue el tizón de la palabra —seguido del aliento divino— lo que heredamos de la antigüedad, de ahí que el hombre sea la combustión cósmica de todas las narraciones griegas
Por Rael Salvador Escritor y editor raelart@hotmail.com
Comprendí que había pasado algo en Grecia hace 24 siglos, y que allí estaba la fuente y la clave de todo. Es allí donde se pronunció el principio de la frase. Alexandre Kojève
IPor una túnica deshabitada
Hace unas noches de cinematograía arqueológica di con Troya (la heroica película de Wolfgang Petersen, proyectada en 2004).
Mientras me deleitaba con la belleza pecaminosa de Helena, interpretada por Diana Kruger (admirada desde la cinta La copista de Beethoven), no dejaba de acariciar en el recuerdo los maravillosos versos del gran poeta griego Giorgos Seferis: “…Tanto trabajo y tanta vida / se despeñaron al abismo / por una túnica deshabitada, por una Helena”.
Basada la cinta en los versos de Homero, es decir en una refrendada sonoridad del tiempo —y no en Homero Simpson, como muchos podrían creer—, la película rescata videncias poderosas en las figuras míticas de Aquiles (Brad Pitt) y Héctor (Eric Bana), guerreando sanguinariamente por el honor de sus ciudades y sus dioses.
confiables que testifiquen su existencia: “Heródoto, Padre de la Historia, dejó escrito que Homero había vivido cuatro siglos antes que él —nos dice Luis Santullano, en su bello prólogo a la Ilíada y la Odisea, en su clásica versión española—, lo que nos llevaría a situar la existencia del poeta en el siglo primero antes de Cristo; pero otras referencias aseguran que escribió algunos de sus poemas en el siglo IX anterior a la era cristiana y en un puerto del Asia Menor, quizá Mileto, dejando allí, y más tarde en la Isla de Quíos, discípulos continuadores de su obra, los homéridas, que de algún modo intervinieron en la composición de los dos poemas, hoy admirados por el mundo entero”.
También se comenta que el pretendido autor —de dar por cierta su existencia—, en su “cantar de ciegos” (ir de pueblo en pueblo ganándose la vida cantando y vociferando rapsodias admirables) fue recogiendo y recomponiendo el mito griego, ubicándolo admirablemente en el registro literario de la época. La Odisea, narrada con una sensibilidad extrema, es un bestiario de latitudes cósmicas, donde la fantasía toma los límites de lo onírico y lo planta con humana injerencia en la lúbrica realidad terrestre.
“La Odisea, narrada con una sensibilidad extrema, es un bestiario de latitudes cósmicas, donde la fantasía toma los límites de lo onírico y lo planta con humana injerencia en la lúbrica realidad terrestre”
La Ilíada, como ya decía, es la visceral carnicería entre Aqueos y Troyanos, matizada de celosías divinas.
Ante todo ello, suelo agradecer la sabiduría del escritor galo Anatole France: “Sé ahora lo que debo a los Griegos, a quienes yo quisiera deber aún más, pues de ellos nos viene cuanto fundamentalmente conocemos del Universo y el hombre”.
Emborronaba ya sus últimas sílabas con el murmullo terminal y todos estábamos consternados, tristes, en un grito de neblina que no alcanzaba a reconfigurar su espíritu.
Moría Kazantzakis y, con él, nuestro más grande sueño de lucidez y justicia que haya tenido la literatura.
Y de esa época, a la fecha de Novalis, “las olas del goce se rompían contra las rocas del dolor sin fin”.
El personaje de Homero, nombre que en la lengua de Cima de Eolia significa “ciego”, carece de fundamento histórico al no existir datos precisos y
La última tentación de Kazantzakis Moría Kazantzakis y se resistía a soltar el lápiz, a extraer la mano de la marejada tormentosa en que se había transformado su tinta.
Con temple —para eso escribió toda la vida— observaba el oscuro abismo de la muerte y sabía que, entre éste y del abismo que venimos, el luminoso espacio que hay entre ellos le llamamos vida.
El secreto lo había extraído de Homero, al igual que Pessoa lo hizo en su momento: “Sólo dos fechas: la de mi nacimiento y la de mi muerte. Entre una y otra, todos los días son míos”.
Nikos Kazantzakis (Grecia, 1883-1957), autor de Ascesis Salvatores Dei, Cristo de nuevo crucificado, El canto a Dante, La última tentación de Cristo, Alexis Zorba el griego y muchas otras, así como una hermosa versión de la Odisea y recomendables obras de teatro, entre la que destaca la trascendencia de Buda
Leer su autobiografía, Carta al Greco, me brindó la felicidad terrena ofreciéndome la medida del hombre ante sus imaginarios, porque como él mismo dice: “La felicidad es un ave doméstica que se encuentra en el patio de nuestra propia casa”.
¿Cómo no recordar, ahora que menciono la novela de Zorba el griego, el maravilloso final de la película del mismo nombre, dirigida por Michael Cacoyannis, cuando Zorba es convidado a ofrecer la lección de baile —con la también inolvidable pieza musical de Mikis Theodorakis— a quien buscaba la vida perdiéndose intelectualmente en la biografía de Buda?
Estos tiempos, donde el cruce despiadado de consignas amarra sus navajas para la confusión, no olvido la inmensidad del pensamiento escrito del autor de Hermanos enemigos: “Cogidos por las redes de la carne, luchan por librarse, por salvarse, y caen en redes más espesas, en las redes del entendimiento; y a eso le llaman salvación. Cambian de prisión, ya los muros no son de piedra y cal y hierros, sino de esperanzas y sueños; cambian de prisión, ¡y a eso le llaman libertad!”.
En uno de nuestros diálogos iniciales cuestioné al
cantautor Facundo Cabral para que ofreciera algún juicio sobre la polémica que había desatado la versión cinematográfica de La última tentación de Cristo.
«Por los griegos —me dice Cabral— muchos nos colgamos el verso y descolgamos la guitarra; vimos en el parque, la plaza y la playa parte de nuestro hogar, donde pudimos apreciar el vuelo libre de las aves y la fortuna maravillosa de las fogatas que el cielo nocturno nos ofrecía; empezamos a leer a Lawrence Durrell, al desaforado de Henry Miller, el de los trópicos, pero también el de El coloso de Marusi; a conocer el verdadero viaje a través del poema Ítaca de Cavafis… ¿Lo recuerdas?: “Detente en los emporios de Fenicia / y hazte con hermosas mercancías, / nácar y coral, ámbar y ébano / y toda suerte de perfumes sensuales. / Ve a muchas ciudades egipcias a aprender de sus sabios”. Por escuchar a Georges Moustaki muchos arribamos a la belleza de Nikos Kazantzakis y su Zorba el Griego y a la poesía mediterránea, bañada siempre de espumas, danzas inigualables y vino persa, de esmeraldas, polvo de estrellas y pieles de jaguar. Pero, sobre todo, arribamos a la comprensión de la existencia… ¡Mi Dios, qué maravilla! Y tú me preguntas sólo por la polémica de la La última Tentación…».
“No puedo cambiar el rumbo de los ríos, no puedo desviar el transcurso de los vientos... Pero lo que sí puedo es cambiar la mente que los percibe”.
El pobre San Francisco
En el Louvre (París) existe un retablo de Giotto, donde deja ver a San Francisco ofreciendo pan a los pájaros. La cara del santo cristiano se encuentra iluminada, lo que presupone que las aves se encuentran a la sombra del árbol que se arrincona a la derecha del observador.
Lo que sorprende, dada la composición, dos personajes, Asís y el hermano del fondo, es que son los vivos retratos que realiza el escritor griego Nikos Kazantzakis en su obra El pobre de Asís, donde la miseria entendida como servicio y la dignidad muestran el traslado de la sombra medieval al aura renacentista.
Si el de Asís podía hablar a los animales y discursar con los astros, ¿cómo no sería capaz de hacer pintar y escribir bellezas a estos hombres? Pareciera que en el cuadro de Giotto, Kazantzakis le dice al árbol, “amigo, háblame de Dios”… y entonces el árbol florece en aves.
Mi admirado Kazantzakis escribió mucho sobre su admirado Nietzsche.
Cuando el autor de Carta al Greco llegó a París —estudiante aún, con un apetito intelectual que no le alimentaba del todo el hambre física—, la fina llovizna de temporada le brindó un paisaje de luces transparentes, escenario de vivos colores donde, entre edificios palaciegos, las bibliotecas se hicieron presentes, permitiendo entrever —¡y saborear!— tesoros de papel.
“Emborronaba ya sus últimas sílabas con el murmullo terminal y todos estábamos consternados, tristes, en un grito de neblina que no alcanzaba a reconfigurar su espíritu”
Sin lugar a dudas, ese primer encuentro —la abierta posibilidad de dialogar con muertos ilustres, escogidos para la eternidad— fue un idilio de agua dulce y música de escalinatas, para luego convertirse en el más vivo refugio de su alma forastera.
Con la cabeza metida en una laguna de páginas, instalado de manera provisional en la Biblioteca de Santa Genoveva, Nikos Kazantzakis es abordado por una muchacha de sonrisa franca y cómplice —aliada del lugar y amante también de las ediciones que los circundan— que no oculta el estupor de su mirada:
Si algún día dejamos de juguetearnos el apéndice de las apariencias, quizá nos acerquemos a entender aquello que Nikos Kazantzakis nos legó en su Buda:
—¿Quién es este? —le pregunta, inclinándose sobre él y sosteniendo un libro abierto que muestra la fotografía de un hombre, al cual le oculta con la mano el nombre.
—¿Cómo quiere usted que yo sepa? —contesta el imberbe del puerto de Heraclión.
—Pero si es usted en persona —le reclama la joven—, usted mismo, exactamente. Mire la frente, las cejas espesas, los ojos hundidos; sólo que él tenía grandes bigotes caídos y usted no tiene.
—Pero, ¿quién es? —insiste. Felizmente intrigado, tratando de apartar, sin delicadeza, la blanda y tibia mano para ver el nombre ahí impreso.
—¿No lo reconoce? ¿Es la primera vez que lo ve? ¡Es Nietzsche!
—¡Nietzsche!
Sí, recordaba el martillazo del nombre, pero hasta ese momento Kazantzakis no había incursionado en ninguna de sus obras.
—¿No ha leído El origen de la tragedia, Así habló Zaratustra? ¿Los textos sobre el Eterno Retorno, sobre el Superhombre?
—Nada, nada… —responde un tanto avergonzado.
—¡Espere! —apremia la joven, y parte hacia los estantes…
No demora mucho, trayendo hasta su mesa de trabajo —un poco cantarina, del todo resuelta, con un dedo bailándole entre los labios— el “Zaratustra” mencionado.
—¡Aquí lo tiene! —dice la chica desconocida, sin guardarse de pestañear y sin dejar de reír un poco—. Un alimento de león para su espíritu; si es que usted tiene espíritu; ¡y si ese espíritu tiene hambre!
De ese encuentro —financiado por el amor a Nietzsche de parte de una joven estudiante— nacen las noches divinas y tranquilas de trabajo y estudio que remplazan su “cristianismo” por la vitalidad del hombre y sus impostergables pasiones.
Después de leer al “Asesino de Dios”, Kazantzakis empieza a sentir que toda religión que promete satisfacer los deseos humanos “es simplemente un refugio para los tímidos”.
les, las grandes ideas son indignos consuelos, buenos únicamente para los cobardes y los idiotas”.
Lejos ya de las alturas del Monte Athos y de reconsiderar que el mundo es más grande que Grecia, en la lectura del “gran mártir” se interroga si el camino de Cristo conduce a la salvación humana, o si es simplemente “un cuento de hadas bien organizado que promete el paraíso y la inmortalidad con inmensa habilidad y sobrada inteligencia”.
Se podría decir que la miel del nihilismo —y la música celestial de su esperanza metafísica— es sólo un cebo seductor que los verdaderos hombres no se dignan a mordisquear, mucho menos a tragar.
“Panait Istrati siempre fue grandilocuente, un gran oso esquelético, apaleado y vilipendiado por la vida, quien jamás se abstuvo de disfrutar las estrellas, las espumas, los espíritus, las mujeres y las revueltas”
“No hay progreso, ninguna razón gobierna el destino —escribe en el capítulo París: Nietzsche el gran mártir (de Carta al Greco)—, las religiones, las mora-
Agregaría, en esta etapa de mi vida, que el “Nietzsche de Kazantzakis” se comprende cuando la belleza no es momentánea, ni el genio estéril… Y, en el supuesto renacimiento amoroso de todas las religiones, entendiéramos que los “catecismos” del hombre son demasiados estrechos para nombrar cualquier trascendencia divina.
Porque todo nombre es una prisión y Dios es libre.
IV
El Gorki de los Balcanes Istrati, carne rebelde —greco rumana, sensible a la cobardía—, modeló su alma en las hondonadas de la literatura; es decir, en los abismos de la humanidad.
El escritor, de origen griego, Panait Istrati (Brăila, 1884-Bucarest, 1935) poseía la certidumbre de la tragedia, por eso de su cuello colgaba lo necesario: una rosa de hierro, un bonito trébol momificado y, con toques de plata –entre otros tragos cósmicos–, una botellita de cristal…
(No hace mucho adquirí una de ellas —pestaña de hielo, embriagada por la apariencia del cubo—, auténtica pieza de filigrana: cristal de Luna, sueño de niña, capullo que brota después del beso —Shakespeare dejándose leer por Afrodita—, Sol de nieve que se encuentra custodiado por la argentina solidez de dos angelitos ballesteros, rubicundos de luz, que se corona con el ojo tierno de un vertiginoso diamante, alfaguara trémula que destila el enigmático iris de los dioses babilónicos… Y, discúlpeme la disgregación, pero la belleza es una pausa que fascina al instante sin lastimarlo —en su misma condición de fugacidad y eternidad—, como cuando Nietzsche advierte a Lou Andreas-Salomé —nunca antes la palabra Rusia ha encontrado su
infinitud en una joven mujer, porque Rusia significa “vasta, inmensa: gran extensión de belleza”—, siendo consciente del dolor sorpresivo que podría causarle la desesperación conducente de Paul Rée, al tomar su pequeño recipiente colgante y absorber el granulado pasaporte al más allá: el cianuro de la salvación, del escape, de la transgresión moral cristiana, que tanto descalificaba el Iluminado de Turín… Disculpen, regreso a Panait Istrati.)
Amuleto del olivo —en la categoría sublime de lo ya dicho—, en un ágil malabar de pecho y mano, el contenido escurre del frasquito como un Danubio esplendoroso, semejando luego un delta aceituna en el despostillado plato sobre la mesa…
Completada la delicada tarea, de su chaleco grasiento Istrati sustrae ahora, haciendo al lado los golletes de dos botellas de vino y viejas hojas de apuntes, una caja de metal y, sin más, sazona el caldo espeso…
—Un poco de pimienta al aceite: un “punto” por aquí y una “coma” por acá y… ¡a relamerse, como cuando uno lee a Gorki!
Nikos Kazantzakis, quien lo acompaña de comensal en Rusia, sonríe al observar a un hombre abandonado
a una tosca ternura suprema…
Panait Istrati siempre fue grandilocuente, un gran oso esquelético, apaleado y vilipendiado por la vida, quien jamás se abstuvo de disfrutar las estrellas, las espumas, los espíritus, las mujeres y las revueltas…
Sus novelas, en el realismo soñador de su alter ego, “Adrian Zograffi”, son un concentrado de aventuras del alto orden humilde, donde se identifica al proletariado luchando por su conciencia y su nobleza, consiguiendo su dignidad y su amor.
Su itinerario y memoria, la de un “ganapán de los mil oficios”, penetra en los bajos fondos de la condición humana, madre de toda existencia; un escritor imprescindible, al que el inolvidable Romain Rolland, su hermano en armas, bautizó como el “Gorki de los Balcanes”.
VEl asedio de Troya
He leído, un par de meses atrás —cobijado por los mitos fundacionales de Occidente—, los hermosos párrafos de Otra vida por vivir (Galaxia Gutenberg, 2019) de Theodor Kallifatides, prolífero poeta, narrador y ensayista griego, quien a sus 86 años de edad, en una bella y pausada meditación —visionaria, elocuente, cautivadora—, ausculta y revalúa los orígenes de su vida como escritor, sin dejar de observar “las tendencias preocupantes en la Europa contemporánea, desde la intolerancia religiosa y los prejuicios contra los inmigrantes”, así como la tristeza que siente por la desvalorización y maltrato de su amada Grecia.
Y, sin más, Kallifatides, a partir de esta sorpresiva aparición —un autor, como digo, completamente desconocido en el imaginario literario de mi canon personal—, se ha convertido en una de las voces más originales y placenteras, que se instalan como mediadoras entre la naturaleza humana y las mitologías subsecuentes.
campo de batalla— que se ubican en una tesitura homérica, permitiendo un nuevo registro de la Ilíada. El mito se sucede en el tiempo, como las guerras.
El asedio de Troya es una historia contada por Kallifatides con deleite de rapsoda, observando las puntualizaciones de Homero, sobre todo —similar al caso de Baricco, quien en 2004 adapta la Ilíada para una lectura pública en Roma y Turín—, ofreciéndole descanso a los dioses y permitiendo o privilegiando lo humano ante lo divino.
La adolescencia, el amor y lo helénico son los protagonistas de esta novela docente —recreada en el escenario de la invasión alemana a Grecia en la Segunda Guerra Mundial y sonorizada en una cueva por una joven maestra cuando Inglaterra bombardea la escuela y otras partes de la aldea—, lo que lleva a cuestionar la insensatez de los conflictos bélicos y lo que significa ser humano.
En palabras del escritor Federico Jeanmaire, toda guerra “ha sido instalada en el inconsciente colectivo, metódica y sistemáticamente, a través del diseño político de los planes de educación”. Si Jeanmaire, autor de Wërra (antigua palabra alemana de la que deriva “guerra” en español, “guerre” en francés o “war” en inglés), desmantela el mito del heroísmo y el coraje, en Kallifatides observaremos la exaltación del aura sobrenatural en los guerreros y los semidioses.
“Kallifatides se ha convertido en una de las voces más originales y placenteras, que se instalan como mediadoras entre la naturaleza humana y las mitologías subsecuentes”
Siempre ha sido de mi particular agrado citar estas palabras de Alexandre Kojève: “Comprendí que había pasado algo en Grecia hace 24 siglos, y que allí estaba la fuente y la clave de todo. Es allí donde se pronunció el principio de la frase”.
Sí, Theodor Kallifatides, como Odysseus Elytis, Constantino Cavafis, Nikos Kazantzakis, Panait Istrati, Yannis Ritsos o Alessandro Baricco (con su proyecto “Homero-Ilíada”) son puentes literarios —puertos de partida divina y puertos de llegada terrestre— que mantienen la belleza de la tradición en su alegoría siempre universal.
Leer Otra vida por vivir me llevó a conseguir El asedio de Troya (Galaxia Gutenberg, 2020), páginas de factura invaluable —escritas con el esmero de un orfebre en el
Y la frase inicial de Theodor Kallifatides, en El asedio de Troya, es la siguiente: “Tenía 15 años y estaba enamorado de mi profesora. Corría 1945, comienzos de abril. Mi aldea llevaba ocupada por el ejército alemán desde 1941, igual que toda Grecia. Durante esos años la escuela no funcionaba. Los dos maestros —uno de los cuales era mi padre— habían sido cesados por los alemanes y no vino sustituto alguno. No sabíamos si vivía o si estaba ya muerto. Mamá lloraba por las noches y cuidaba de mí y de la casa por el día. Éramos sólo dos, éramos mamá y yo”.
Asegura Ricardo Piglia que aprendemos a leer antes de aprender a escribir y que “son las mujeres las que nos enseñan a leer”.
Sí, éramos sólo dos, ella y yo… y los muchos libros.
Cualquier lugar común o estereotipo se derrumba frente a la obra de arte que fue su vida y la indescifrable complejidad de su personalidad
VPor Daniel Salinas Basave
Ensayista y periodista. Reside en Tijuana desde 1999. Autor de Juglares del bordo, El lobo en su hora y Bajo la luz de una estrella muerta danibasave@hotmail.com
ino al mundo un 14 de enero hace exactamente 100 años. Se llama Kimitake Hiraoka, pero tú y yo lo conocemos como Yukio Mishima y es posiblemente la figura más enigmática, compleja y extravagante que ha arrojado ese mar de extravagancias llamado literatura universal.
Yo he llegado con considerable retraso a su universo y confieso que estoy aún muy lejos de poder siquiera dimensionar la profundidad de su misterio. Mishima va mucho más allá de un excéntrico suicida con tendencias autodestructivas. Cualquier lugar común o estereotipo se derrumba frente a la obra de arte que fue su vida y la indescifrable complejidad de su personalidad.
Mishima Yukio nació el año de 1925 en un Tokio imperial recientemente devastado por un catastrófico terremoto. Durante años insistió en que él había presenciado su propio nacimiento y lo recordaba a la perfección. Su condición de niño débil y enfermizo lo hizo obsesionarse con la fuerza física y las pruebas de resistencia extrema. Su abuela Natsu era descendiente de una estirpe samurái del Shogunato Tokugawa, herencia que lo marcó de por vida. Al parecer llevaba el destino en el nombre, pues Kimitake significa príncipe guerrero y como tal se concibió toda su vida.
Amaba las leyendas del Japón Antiguo, la historia de Genji y la ética samurái, pero aunque era un devoto de las tradiciones niponas, nadie como él leyó tan profundamente la literatura occidental de su tiempo. Dostoievski le voló la cabeza. Más tarde
descubrió a Oscar Wilde, a quien consideraba un alma gemela, y se sumergió en Rilke, Proust y Mann a los que pudo leer en su lengua original, pues hablaba francés y alemán con fluidez. Descubrió a Raymond Radiguet, el suicida veinteañero que escribió El Diablo en el cuerpo y se enamoró de su pluma y su trágico destino.
Su filia por los códigos de honor samurái no le impidió vivir a plenitud su confesa homosexualidad, y su frágil salud infantil, no fue impedimento para convertirse en campeón de karate y en un experto en el manejo de la katana.
Deseó alistarse como piloto kamikaze en 1945 e inmolarse en un cielo en llamas mientras enfrentaba a la aviación estadounidense, pero un principio de tuberculosis provocó su rechazo en el ejército, lo que no le impidió seguir cultivando su cuerpo a un nivel obsesivo.
Kawabata fue su mentor y padrino literario. Tuvo un debut incendiario con Confesiones de una máscara, donde el descubrimiento de su homosexualidad se funde con la humillación y el trauma del imperio nipón derrotado tras las bombas estadounidenses.
Consciente de que la existencia no da tregua y sintiéndose un San Sebastián eternamente flechado, Mishima se dedicó a vivir tan intensamente como le fue posible. Amaba tanto la belleza que sentía la necesidad de destruirla, como el monje de El pabellón de oro. La belleza es cosa terrible y espantosa y por ello su personaje hace ar-
der en llamas el monasterio más hermoso de Japón.
En 1957, cuando ya era el novelista más célebre de Japón y empezaba a ganar fama en el mundo entero, visitó Yucatán y la Ciudad de México en un misterioso viaje que Cristian Lagunas noveló recientemente en El lado izquierdo del sol. Dicen que prologó una edición del Popol Vuh (yo aún no la he leído) y fue considerado un serio candidato al Nobel que en el 68 quedó en manos de su maestro Kawabata. Ignoro por qué me han dado el Nobel a mí, existiendo Mishima. Un verdadero genio literario como el suyo lo produce la humanidad cada dos o tres siglos, dijo Kawabata al recibir el premio.
Sin embargo, más allá de su genio literario, Mishima decidió ser fatalmente fiel a su destino de samurái. Detestaba la paulatina occidentalización de su país y por ello formó un escuadrón ultranacionalista llamado Tatenokai con el que pretendía dar un golpe de estado para restaurar la divinidad del Emperador y reedificar el Imperio donde shogunes y samuráis imponían su ley.
El 25 de noviembre de 1970, luego de entregar a su editor el manuscrito de su últi-
ma novela, La corrupción de un ángel, Yukio Mishima irrumpió con su escuadrón en un cuartel del ejército japonés. Ahí pronunció un incendiario discurso sobre la necesidad de devolver el poder absoluto al Emperador y retornar a las tradiciones que dieron grandeza al Imperio nipón. Terminada su arenga, se colocó el sable sobre el abdomen y en dos impecables movimientos se rebanó los intestinos consumando un perfecto seppuku de samurái. Acto seguido, su compañero Hiroyasu Koga procedió a cumplir su última voluntad y con el mismo sable le cortó la cabeza. Su suicidio ritual fue su última obra de arte.
Más de medio siglo después Yukio Mishima no sólo es recordado como uno de los mayores genios de la literatura japonesa, sino como un símbolo del nacionalismo nipón y la resistencia samurái.
Hiroyasu Koga, el hombre que lo decapitó, aún vive y es un monje sintoísta.
La estrella más hermosa, la única de las obras de Yukio Mishima que permanecía inédita en castellano, se publicó recientemente en el marco del centenario de su nacimiento.