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Francisco Borlado Milla

El comerciante

—Hola, ¿es usted La Feria? Vengo a proponerle un trato. —Hable, pero procure ser breve, estoy realmente atareada por el sinfín de actividades que pretendo parir en mis cinco días de reinado. Sé que usted lo entenderá. —Verá, le propongo un negocio: solo me interesa el pórtico de entrada. Desde allí negociaré con todos los visitantes que pretendan disfrutar de todo lo que usted ofrece. Mi traje blanco, camisa blanca y zapatos blancos me delatarán. Repartiré dinero, mucho dinero, ya que me limitaré a comprar. —¿Y que comprará usted? —Problemas. —No estoy segura de estar entendiéndole. ¿Se limitará a comprar problemas a la gente? —Lógicamente, al ser comerciante, también venderé, pero únicamente lo que previamente haya comprado. O dicho de otra forma: ¡venderé problemas! —Estimado señor, su negocio, en principio, es un poco extraño. ¿Me lo podría explicar de forma sencilla, a ver si consigo entenderlo? —Verá, llevo muchos años en este asunto y siempre vendo toda la mercancía. Para entenderlo, debe usted pensar que todos los seres humanos CREEN tener problemas, unos más graves y otros menos. Los pequeños, en formación, rumian que deben sacar buenas notas en el colegio para que sus padres les quieran y valoren, intentan situarse en el grupo de amigos, con sus miedos, complejos y status por conseguir, el exceso de presión y obligaciones a las que últimamente se les somete realmente les agobia muy seriamente. Es por eso que me venden esa carga que no quieren aguantar. Los adolescentes se ven abocados, casi sin darse cuenta, al debut en el mundo laboral. Se acercan al mundo de las responsabilidades a una velocidad que les aterra. Piensan frecuentemente en que han de buscar pareja y plantearse una familia, además de conseguir laureles en el final de sus estudios, para poder coger una vía adecuada al tren en el que quieren vivir. En la treinta-cuarentena, la llegada de los hijos, los ingresos que no permiten acabar el mes, o llegar casi asfixiados, amargan la existencia a los jóvenes padres y les aterra perder el trabajo, que aunque no es lo que han elegido, ni les gusta, es el único medio que les permite sobrevivir. Los cincuentones empiezan a vislumbrar que el mundo empresarial no les necesita, no quiere utilizar la experiencia acumulada y ven cómo compañeros cercanos son apartados o prejubilados de forma “suave”, como un avión que cada día va perdiendo altura, hasta que es obligado a tomar tierra. Los hijos ya se han marchado de casa y la sensación de “nido vacío” cuando entran a las habitaciones donde los hijos crecieron es muy triste, hasta el punto que es la edad en la que aparece la posible depresión que en algunos casos les acompaña de por vida, fiel compañera hasta el final. La pérdida de autoestima es la culpable, ya nadie les valora. Y por último, señora mía, están los ancianos, los septuagenarios que solo quieren pisar el freno y meter la marcha a atrás, dado que la carretera se les acaba y esta última meta que se avecina no es deseada. Es la única que nadie quiere atravesar, porque no se sabe si tras ella es de día o la noche es eterna. —Entendido, hombre de blanco, y una vez que usted ha comprado todos esos problemas, miedos e infelicidad, ¿a quién los vende para completar su negocio? —Mi querida Feria de Almagro, A ELLOS MISMOS, porque el niño envidia los problemas de su hermano adolescente, este a su vez quiere ser hombre, el viejo quiere ser joven, algunos jóvenes desean la estabilidad del que a los cincuenta ha conseguido fortuna. El pobre quiere volver atrás para rectificar algunos errores y el enfermo desea regresar al día en que metió en su bolsillo el primer paquete de cigarrillos. La esposa, cansada del marido, desearía sonreír de nuevo a aquel joven que venía de Madrid y que conseguía que volaran mariposas en su barriga en los ratos de coches eléctricos. El que perdió su apolínea figura suele pensar que a los veintitantos era un dios esculpido por Miguel Ángel y ahora odia y esquiva a los espejos. Quien estudió letras, forzado por su papa notario, desearía ser profesor universitario en ciencias, que fue lo que siempre le atrajo. El funcionario se agarra a su sueldo fijo, mientras mira de reojo al profesional liberal que conduce el coche que él siempre deseó y viceversa. Todos se “reojan” entre ellos y se envidian en el silencio de las noches, nadie se conforma con lo que ha conseguido o la vida le trajo. —¡Basta, basta! —exclamó la Feria de Almagro—. Lo he entendido sobradamente. Permiso concedido, pero pondré una condición. Estará usted obligado a ofrecer de forma gratuita miles de sacos de dopamina, hipérico, melatonina, o dicho de otra forma: ILUSION por el día a día y por lo que está por venir. Ya que usted les vacía el disco duro y resetea seres humanos, al menos cárguelos de energía, de nuevas ilusiones y de la bendita seguridad de un futuro mejor. Si no acepta, no haremos negocio, querido hombre de blanco. —ASÍ SERÁ, gran señora. Cumpliré su condición, aunque me temo que mi negocio irá a la ruina. Los días pasaron y los fuegos de artificio, acompañaron a la famosa melodía VOLVER A EMPEZAR y volvieron a alegrar, ilusionar y esperanzar a miles de personas, en un microscópico lugar de un pequeño país, donde ,según cuenta la leyenda, la esperanza es lo último que se pierde (aunque Tele 5 siga siendo el canal más visto en TV).

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Feliz feria, sean felices.

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