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“Tu marea infi nita”. Juncal Baeza Monedero
I PREMIO DE NARRATIVA GENERAL 2017
TU MAREA INFINITA
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JUNCAL BAEZA MONEDERO
Te pienso mientras conduzco a toda velocidad. En el fondo no sé si lo que espero con esto es reventarme la cabeza contra un árbol o conseguir que me atrape cuanto antes el olor lejano de la marea mientras me acerco a tu casa. Quiero pensar que es lo segundo, las ganas locas de llegar a cogerte la mano, y no el empuje trágico que siempre he tenido y que me llevó a marcharme de allí y a no regresar hasta hoy, casi un año después. Demasiado tiempo, supongo. Un año eterno.
Sé que vas a perdonarme por aquello. O, en realidad, pienso que ni siquiera te hará falta perdonarme porque en aquel preciso momento enredaste la madeja de tu enfado para deshacerla al minuto siguiente. Te conozco. Sin pensar más, sin herir más, sin robar un solo segundo a los ratos buenos. Será porque tu cuerpo soportó una guerra y ya no tenías ganas de provocarte pesadumbres. Será porque tu naturaleza es distinta a la mía, a la nuestra, a la de la gente de ahora, y sabías, desde siempre, dónde había que colocar lo importante.
Por eso hoy, cuando de madrugada salí de Madrid y empecé a recorrer las curvas que me separaban de ti, pensé en aquel momento de despedida con el corazón angustiado y un nudo en la garganta. Sé que no querías que me marchara y por eso te fi ngiste débil y me preguntaste con los ojos llorosos quién te iba a leer los cuentos de Manuel Rivas si yo no estaba. Me enfadé, lo reconozco, porque quería irme de allí sin ataduras, y te dije que eras una egoísta. El pueblo me ahogaba, ese pueblo que siempre me había hecho feliz y cuyos tesoros había compartido contigo, se me quedaba pequeño, se había convertido en una prisión en la que apenas podía ya dormir. Quería marcharme a una ciudad, vivir en un lugar que me convirtiese en un desconocido para todos. Quería salir a la calle y que nadie me saludase, comprar el pan y no saber ni un solo detalle de la vida de quien me lo tendía. Quería huir, incluso, de las olas y la mar agitada, de los atardeceres eternamente envueltos en lluvia y del empedrado que resbalaba de camino a casa. No se podía estudiar cine en el pueblo, y no quise hacerlo en la capital. Estaba demasiado cerca de mi vida de siempre. En Madrid podría olvidarme de los trazos defi nidos que había adquirido en el pueblo, podría teñirme el pelo de azul y sujetarme los pantalones con unos tirantes. Podría hacer lo que quisiera.
Pero es verdad, en Madrid no estarías tú, la única cosa del pueblo de la que no quería desprenderme. Fuiste solamente una víctima irremediable de mis ganas de liberarme. Te dejé en el camino y como no podía soportar sentirme responsable de la curva de tus labios, de tu aire pesaroso en mi despedida, preferí enfadarme contigo. Preferí no entender lo que te pasaba, y me fui con ese enfado a cuestas. Ahora, un año después, me sigue pesando aquel instante sobre los hombros como una losa infi nita.
Conducir hacia tu casa con ese peso me está resultando insoportable. Por eso, me he permitido aprovecharme una vez más de esa naturaleza tuya tan libre. He respirado muy hondo, convenciendo a mi mente de que ya me habrías perdonado, y gracias a eso he podido aumentar la velocidad con la luz de las farolas cegándome los ojos, para acercarme a ti sin remordimientos ni culpabilidades. Quería verte, nada más, como tantas otras veces, con una sonrisa a medias y las venas de tus manos anudadas en las muñecas.
Solamente eso, verte. Acercar mi nariz a tu pelo. Romperme a tu lado en el sofá esperando que puedieras recomponerme. Encontrarme a través de ti.
He pensado que, para cuando yo llegue, ya habrá mucha gente en tu casa, toda esa gente que
ha dicho siempre quererte mucho a pesar de acompañarte tan poco. Sobre todo en invierno, cuando el pueblo se convertía en una trampa para valientes, en una cueva oscura y lluviosa, y se hacía mucho más costoso llegar, y era mucho más cómodo permanecer en casa con la calefacción puesta y una promesa de visita estampada en una carta que tardaba casi tres semanas en llegar a tus manos. Sé que van a darme ganas de sacar a toda esa gente de allí, o a casi toda, como a los mercaderes del templo, así que durante el trayecto he intentado hacerme a la idea de que voy a toparme con esa cantidad de ojos huidizos y esos cuerpos falsos, y contigo en medio, aceptándolo todo con tu media sonrisa. Y estoy procurando tranquilizarme. Trataré por todos los medios de entenderte y respetarte. Que sepas que, en dos estaciones de servicio donde he parado a tomar un café que sabía a ropa quemada, he podido ensayar un par de sonrisas inocentes que han terminado por salirme razonablemente bien. Ahora, de repente, he creído escuchar un graznido de gaviotas cuando aún estoy demasiado lejos de la costa como para que sea verdad. Son las ganas, me he dicho, es el amor a ese mar tuyo que te curaba de cualquier cosa. De niño me decías que el agua que baña las Rías Altas purifi ca, y que por eso, siempre que te bañabas, bebías unos cuantos sorbos que sabían a rayos, pero que te limpiaban completamente por dentro. Y es verdad, año tras año salías del agua con pasos cada vez más torpes pero con una luz nueva, de tarde de lluvia, de sol renovado.
Voy a llevarte al mar si puedo, si me dejan, si consigo agarrarte de la mano y sacarte de casa sin que te vean, y sin que me vean a mí y empiecen a murmurar que a mamá no le hace bien estar con ese chico, por muy nieto suyo que sea, porque nadie sabe bien en qué anda. En qué ando. De qué vivo, cómo vivo y con quién. Te llevaré al mar a hurtadillas, como hacías tú conmigo cuando era un niño, y lo veremos ondularse en el horizonte y agitarse en la orilla, y si nos atrevemos, con la helada suavidad del cielo de fondo, te ayudaré a quitarte los zuecos y yo me quitaré las zapatillas, y nos retorceremos de frío cuando el agua nos encadene los tobillos y nos hunda en la arena. He echado tanto de menos ese mar tuyo mientras he estado fuera… De alguna forma, todas las noches volvíais los dos a mi mente a través de un olor, de un sonido, de una curva de arena, de la aspereza de las rocas. Supongo que para mí, que he crecido contigo llevándome al mar cada tarde, sois una unión indivisible. Cuántas tardes pasamos dejándonos mojar por la lluvia fi na en la arena, y cuántas veces llegaste a decirme que en tu muerte era a ese mar a donde debías volver porque te sentías una parte de su marea. No me hables de eso, te decía yo, tú no vas a morirte. Y sé que entonces, aunque no me dijeses nada más, me mirabas profundamente a los ojos como para asegurarte de que yo te había entendido. Lo hice, no te preocupes, cacé las palabras al vuelo y las guardé en un rincón intocable de mi mente. Tranquila.
Ha empezado a amanecer lentamente por el lado derecho del coche, así que he colocado el parasol sobre la ventanilla del copiloto, y no he podido evitar mirar el reloj, angustiado, porque quería llegar pronto, arrepintiéndome del segundo café en la estación de servicio. Para concentrarme de nuevo me he dedicado a imaginarte caminando por los prados, a esas horas en las que la gente normal aún duerme, todos los días de tu vida, porque las vacas no entienden de domingos ni de fi estas de guardar. Salías de casa arreglada ya, como si fueran las doce del mediodía, qué locura, con el delantal bien colocado y los pies hundidos en tus zuecos. Ibas a abrirles la cancela y a dejarlas iniciar su paso lento y distraído de ojos cansados. Pasabas el día entero sin parar un segundo, vigilando a los animales y los quesos, las máquinas de extracción de leche y la curvatura leve de la hierba sobre los montes, con las mejillas cada vez más rojas por el aire frío y la piel curtiéndose poco a poco con la tensión musical de un tambor.
Por fi n.
He llegado al pueblo mentalmente perdido, débil,
y he alcanzado tu casa, mi casa, la nuestra, con los ojos entrecerrados y una presión inexplicable en el pecho. Me ha costado bajarme del coche, estirarme el jersey y acomodarme dentro de la camisa que me he puesto y que nunca suelo llevar. Ahora el olor a sal sí es real, el batir de alas de gaviota también, y tu casa, las paredes, tus ecos, lo que ha sucedido aquí, también. Todo es real. Todo eso en lo que he decidido no pensar mientras conducía para poder llegar a salvo, es cruelmente real.
No se oye apenas nada dentro de casa. He abierto el portón solamente empujando –una llave por dentro ya no tiene sentido, supongo, habiendo entrado en tu dormitorio el fi nal eterno, ya qué importo yo, detrás de eso- y una ráfaga de aire ha arrojado un puñado de hojas secas al recibidor. Se han enredado ahí, lamiendo los rincones en remolinos y de repente, han convertido la bienvenida de siempre en un vertedero de muerte.
Me he quedado paralizado al sentir el olor de tu ropa recién planchada y de las brasas preparadas para echar en la estufi lla. Me ha dado un vuelco el corazón. He tenido que cerrar los ojos y quedarme parado, intentando recomponerme, mientras escuchaba murmullos en el interior.
Me ha costado una vida entera despegarme de la entrada. Los muebles despiden un olor desconocido, y aunque he tratado de reencontrarme con el aroma de naranjas que repartías por la casa, no lo he conseguido. Quizá alguien haya retirado las piezas sin preguntarte, y yo ahora me siento aún más perdido. Estoy inmóvil, aquí, con la espalda apoyada contra el portón, mirando las hojas sucias invadir tu casa, enredarse en el suelo y retorcerse como culebras.
La casa está, como me temía, repleta de gente. No he querido saludar a nadie. He avanzado tambaleándome hasta el centro del salón para buscarte, ahogando en mi mente los reproches que saltaban por no haberme llamado antes, por no haberme dejado acompañarte mientras las llamas rodeaban tu cuerpo. Y ahí estás, ahí te he encontrado, encima de un aparador, a la vista de todos, convertida ya en un montoncito de polvos secos, en un recuerdo de urna. Ahora que ya no conducía podía abrir los ojos de verdad a lo que estaba pasando.
Me he acordado del comienzo de esa novela de Chirbes, con alguien hablándole a un muerto como si aún pudiese escucharlo, imaginándolo eternamente dormido y frío sobre una losa de mármol. En aquel momento, cuando lo leía, me pareció una imagen preciosa. Ahora ya no. Ojala nunca me hubiese escuchado a mí mismo pensarte en estos términos. Ojala nunca hubieses sido tú ese muerto que quizá aún podía escucharme mientras cruzaba el mapa para encontrarme contigo. Ojala no te hubieras muerto.
He sentido que una mano se apoyaba sobre mi hombro y me he vuelto sobresaltado. Era solo un cuerpo falso, nada más, que trataba de sonreírme y de llevarme a un lado, mientras yo me hacía fuerte dentro de mi alma quebradiza y afi anzaba mis pies en el suelo. Quieres comer algo, me ha dicho, y después, debes estar cansado de tanto coche. Y yo, que solamente quiero irme al mar contigo, no he podido responder nada, he negado con la cabeza y después he girado la espalda para concentrar mi mirada en la urna mientras esa marabunta de gente se ha ido levantando de los sofás para acercarse al comedor y sacar unos platos que olían a empanada y a quesos.
El silencio es tan profundo que puedo escuchar cómo entrechocan sus mandíbulas con cada mordisco. Una oleada de asco y de decepción ha envenenado mi garganta con cada tintineo de vasos.
Pero escúchame bien.
He podido cogerte. No de la mano, como hubiera querido, pero he podido al menos llevarte conmigo, mientras
los demás comían para reponer las fuerzas perdidas en mitad de una muerte, como si el dolor los agotase hasta dejarlos exhaustos. Qué fácil me ha parecido ese movimiento que, mientras venía de camino, me resultaba imposible. He avanzado en silencio hasta la puerta, envolviendo la urna en una chaqueta que he encontrado en un sofá, y por si acaso me miraban he hundido la cabeza intentando parecer perturbado, demolido, para que no sospechasen de mi espalda combada y mi andar torpe y apresurado. El golpe de aire frío en la calle me ha llenado por completo de vida. Y, lo reconozco, he sentido alegría. De verdad y a pesar de tu muerte, me he alegrado de poder pisar la acera pedregosa contigo una vez más, y con ese alboroto he salido corriendo tan rápido como he podido, sorteando las vallas de un salto y enganchándome el dobladillo del pantalón con las ortigas. Conozco perfectamente el camino, gracias a ti, que tantas veces lo habías recorrido conmigo. Cuando era muy niño tardábamos casi media hora en llegar, pero ahora no tengo ese tiempo, no puedo pasear ese tramo de tierra húmeda y observar sus rincones con detenimiento.
No iban a tardar en echarme de menos, más a mí que a ti, en realidad, porque siempre me andan vigilando cuando estoy contigo. Saldrían enseguida a por nosotros y, aunque no saben exactamente el punto donde te llevo, tal vez me vean trotar a lo lejos y arranquen a seguirme.
Corro, corro, corro cuanto puedo y más de lo que siempre creí poder, con una sonrisa traviesa en la boca. Corro desesperado y alegre, abatido por tu muerte e ilusionado por el reflejo que va a devolverme el mar en unos minutos.
He necesitado tanto este mar tuyo este año. ¡Míralo! ¡Ahí está, espléndido y brillante! Míralo de nuevo a través de mis ojos, obsérvalo una vez más para hacerte consciente de que ese será tu único fi nal y descanso. Yo te he traído.
He podido traerte y ahora observo este mar agitado y turquesa intentando que seas tú quién lo mira a través de mis ojos. Venga, te digo, va a estallarme el corazón, pero te hablo tranquilo, en susurros, venga, vamos, salta con tus piernas fuertes de cuidar las vacas y recorrerte los prados. Me tiemblan las manos mientras saco la bolsita plástica donde han metido tu cuerpo espolvoreado. No siento nada. Nada malo, quiero decir, nada triste, nada doloroso, nada muerto. Solo energía, como si la corriente marina me estuviera llenando los pulmones de nuevo.
He escuchado unas voces a lo lejos. Son ellos. Han debido verme correr como un animalillo hacia aquí y me han seguido, pero no importa, no necesito más tiempo para despedirme de ti porque el mar va a perpetuar tu recuerdo.
Abro la bolsa de plástico mientras el viento me agita. Tengo la camisa por fuera de los pantalones y el pelo revuelto. Venga, avoa, salta, te digo. Y ya está.
Elevo los brazos y agito al aire la bolsa. Tu ceniza sale empujada por un golpe de viento que se arremolina en la tierra y va a estrellarse contra las olas.
Directa al mar, en un soplido de viento helado. Despareces. Te conviertes en eso que están viendo mis ojos.
Sonrío y después, no puedo evitar saltar y reírme en voz alta. Aplaudir y alzar los puños al cielo como si acabase de obtener una victoria.
A mi espalda los murmullos crecen. Me gritan, lo sé, pero por fortuna el mar embravecido de tu vida hace enmudecer todos los sonidos para dejarme a mí, a solas, con el rumor de tu marea infi nita inundando mis oídos.