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CON LA VECINA VERA. ¡¿Qué tendrá que ver?!

Enrique Fern Ndez Bolea

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En 1580 el rey Mundo, el soberano en cuyos dominios no se ponía el sol, accede, no sin lucha, al trono de Portugal. De aquella anexión nació un vasto imperio, repartido por los cinco continentes, que Felipe II contempló desde Madrid, aquel poblachón situado en el centro peninsular que desde hacía unas décadas expandía su trama urbana y se llenaba de humanidad. El augsburgo consolidó allí la capitalidad porque ocupaba el centro de Iberia, la península que albergaba las dos metrópolis del inabordable imperio, a una distancia equidistante de sus principales ciudades y áreas de abastecimiento. Sin embargo, su posición y circunstancia geográficas la diferenciaban de las capitales de las otras grandes naciones, en su mayoría puertos marítimos o asentadas en las riberas de caudalosos ríos navegables que las comunicaban sin obstáculos con la mar océana. El Manzanares, el modesto curso fluvial a cuyo amparo había nacido siglos atrás la entonces villa y corte, apenas si garantizaba los abastecimientos básicos de la creciente población, menos aún se sometía a que su exiguo caudal se viese surcado por tipo alguno de embarcación. Eso sí, el escaso y secundario curso desembocaba en el Jarama, y éste, ya más nutrido, tributaba sus aguas al largo Tejo o Tajo que las conducía más abundantes y profundas hasta la otra capital del nuevo imperio: Lisboa. Consciente de los beneficios que una ruta de comunicación entre Madrid y la capital lusa supondría para el abastecimiento, el comercio y la economía de la ciudad y, por extensión, de los dilatados territorios que desde ésta se gobernaban, el soberano más poderoso del orbe, quien no creía en imposibles, comenzó a anhelar un sueño ancestral, ese deseo imperial de abrir una ruta navegable que uniese el Atlántico con el centro del mundo. Confió en 1585 tan osado proyecto a Juan Bautista Antonelli, experimentado ingeniero que ya había trabajado para la Corona en fortificaciones militares repartidas por España y ultramar. Afrontó estudios y realizó un completo trabajo de campo en los que preveía ensanchar el río Tajo desde Lisboa, alterando de igual modo los cauces de los afluentes que conducían hasta Madrid. Para vencer las dificultades impuestas por los acusados desniveles y dominante escasez de caudales, ideó un complejo sistema de diques, esclusas, compuertas y otras infraestructuras, así como la reforma de todos los puentes que atravesaban aquellos cursos con el fin de permitir el tránsito de las grandes naves procedentes de Indias que en el futuro penetrarían hasta el corazón del imperio. Ahora bien, este plan, de naturaleza un tanto quimérica, respuesta en fin a los deseos megalómanos de un Felipe II en el vértice del poder más inconmensurable que ha conocido la historia, precisaba de unas inversiones descomunales que, como en tantas otras ocasiones, se iban a proveer mediante tributaciones extraordinarias, repartidas primero por las poblaciones ribereñas del Tajo, principales beneficiarias de aquella colosal obra, y luego extendidas a otras villas y ciudades que ningún rendimiento de aquello obtendrían, a no ser la grandeza de la patria.

Las villas de Cuevas y Portilla no pudieron escapar de esta carga impositiva, al menos así se desprende de la documentación con - servada. El lunes, 16 de septiembre de 1585, entró en estas poblaciones el licenciado Pedro de Losada (es mencionado también como Pedro de Osada), alcalde mayor de la ciudad de Vera, junto a Ginés de Escámez “y otro onbre con el que no se le sabe el nombre”, los tres ostentando varas altas de justicia –insignia que empleaban las autoridades cuando debían ejecutar las pragmáticas y órdenes reales–, y acompañados por Agustín Casquer, escribano público de aquella ciudad, con el encargo de levantar auto de lo que iba a acontecer. Era su objetivo y empresa cobrar de las dos villas 12.000 maravedíes que, según el propio Losada, les habían correspondido en el reparto “por la navegación del río Tajo”, aunque requeridos por las autoridades locales para que mostrasen la orden de su majestad, no sólo no lo hicieron sino que continuaron actuando contra derecho. Y es que el alcaide mayor de Vera había invadido y quebrantado la jurisdicción del marqués de los Vélez, contraviniendo las libertades y exenciones “que su majestad tiene concedidas a los nuevos pobladores sobre lo cual el dicho Pedro de Losada vino a esta villa con mucha gente de guardia y con mano armada corriendo los vecinos de ella y pidiéndoles sus bienes y llevándolos a la dicha ciudad de Vera; de que en esta villa causó grandes alborotos y escándalos hechos por su parte del dicho Pedro de Losada y de los que con él venían; y porque conviene de ello se dé noticia a su majestad y a los señores del Consejo Supremo Real y al de Población que residen en Granada, y que este negocio se comunique con el Sr. Gobernador general de estos Estados (del Marquesado de los Vélez)”.

Con esta última intención, agraviados, denigrados y ofendidos los de Cuevas y Portilla, celebrarán cabildo dos días después, el 18 de septiembre de 1585. Allí se reunieron los señores del Concejo, Justicia y Regimiento, presididos por Pedro Navarro de Molina, alcalde ordinario de la primera, y Francisco Burruezo, alcalde de la segunda, a fin de otorgar poder al de Cuevas para que se desplazase a la villa de Mula, capital del Marquesado, y pusiese en conocimiento de su gobernador los abusos cometidos por el alcalde mayor de Vera, quien no habiendo podido recaudar en metálico los 12.000 maravedíes que aparentemente se le habían impuesto a estas villas con destino a las obras de navegabilidad del Tajo, saqueó todo lo que se puso a su alcance: esclavas, bestias, ropas, etc. Pero lo más grave de aquel asalto, además de la violación de la jurisdicción, fue que se había llevado a cabo con la intención de suplir mediante esta rapiña el sacrificio que se le exigía a Vera, como ciudad de realengo, para hacer realidad aquella colosal obra de infraestructura. Es decir, quiso el tal Pedro de Losada que los habitantes de Cuevas y Portilla pagásemos lo que correspondía a los veratenses según provisión de su majestad Felipe II. No podían

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Las secuelas judiciales del asunto se prolongaron a lo largo de todo 1585, con tiras y aflojas que tuvieron su reflejo en las actas capitulares del Concejo. Es la primera vez, por ahora, que las fuentes documentales nos ofrecen un enfrentamiento entre las villas de Cuevas y Portilla y la ciudad de Vera con motivo de una alteración de los derechos jurisdiccionales, si bien no va a ser la última. Hasta el siglo XVIII, las relaciones entre las que fueron tierras de realengo de Vera y las de señorío de Cuevas estuvieron salpicadas de conflictos y enfrentamientos competenciales que lo mismo se originaban en una delimitación de fronteras que en la invasión de los ganados desde las tierras de unos a las tierras de los otros. Por tanto, es posible que nuestras ancestrales diferencias e incluso animadversiones –hoy por fortuna más que superadas– tengan su origen en este injusto intento, y casi logro, por parte de Vera de repartir entre los cuevanos ese tributo destinado a las obras de navegación del río Tajo que en realidad correspondía al esfuerzo y sacrificio de sus habitantes, súbditos directos de su majestad el rey Mundo. Algo tendrá que ver.

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