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CONTRACOSTUMBRE Puntos necesarios
~ Contracostumbre ~
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Por Isabel Pavón
P� tos Ne� � ios
Después de algunos meses, por fi n, conseguí reunir los cupones necesarios para obtener la radio despertador Aiwa y la sanwichera Taurus. Me gusta ganar regalos. Cuánto más uso la tarjeta Visa, más puntos logro para elegir lo que quiero del catálogo que ofrece la sucursal del banco de mi barrio donde tengo mi cuent a. Así que, ilusionada, fui a recogerlos. En la puerta de la sucursal me encontré con un inmigrante que conocí hace poco en un centro de refugiados. Llegó en patera huyendo de una guerra cruel que nunca termina en su país. Se ha quedado solo. Su casa fue destruida y su familia asesinada. Cuando zarpó no sabía cuál sería su destino, ni siquiera estaba seguro de que llegaría vivo a algún lugar o si perecería ahogado en medio del mar sin que nadie volviese a hacer memoria de su persona. Lo único que tenía claro era que, para salvarse, tenía que huir. Esto me contaba entre lágrimas porque jamás pensó que se vería en esta situación. De un día para otro su realidad ha cambiado. Se ha convertido en un ilegal, pues no tiene papeles. Aunque antes del confl icto que se generó en su país tenía trabajo y vivía con decencia, ahora es pobre. Vive marginado. Está asustado. Es explotado por un mal empresario que acaba de darle un puesto de trabajo sin contrato y sin afi liarlo a la Seguridad Social. Para seguir conversando le pedí que me acompañara dentro y continuar charlando. Permanecía a la espera de que me trajesen mis paquetes, cuando el cajero nos interrumpió: —¿Vienen ustedes juntos? —No. -Respondió él enseguida en un español mal hablado. Quizá no entendió bien la pregunta, porque realmente sí íbamos juntos, yo le pedí que entrara conmigo. Pero como no iba a hacer ninguna gestión, eso fue lo que contestó. —Entonces, por favor, manténgase usted detrás de la línea que marca el suelo y espere su turno. En esos momentos sentí calor, vergüenza y la indignación que se me subió a la cara. —No es necesario, nos conocemos. -Contesté. Sin embargo, él no dijo nada más. Agachó la cabeza y, obedeciendo la orden, dio un par de pasos hacia atrás hasta colocarse justo detrás de la línea, casi borrada por tantas esperas y tantas inclinaciones de cabeza, marcada en el suelo.
El cajero, que me conoce desde hace muchos años, intentaba hablarme con la mirada, pero yo no quería oír la advertencia que sus ojos me hacían sobre el peligro que supone relacionarse con gente extranjera rara, de mal aspecto y mal vestida. Pensó que era una estúpida, estoy segura, porque rechazaba la fuerza de sus pupilas, para sostener de nuevo en alto las del inmigrante, que seguían hundidas en el suelo, para no pasarse de la raya de por favor, espere su turno. Entonces vi mis regalos sobre el mostrador. Me sentí ridícula y nuevamente avergonzada. El refugiado, subsistiendo con un mísero sueldo, sufriendo una discriminación descarada y yo, tan feliz, coleccionando regalos con mi Visa. Salimos juntos a la calle y, tras acabar la breve conversación, acaricié su hombro al despedirme mientras pensaba con rabia: ¿Cuántos puntos necesita acumular este ser humano para obtener una vida decente?