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Toro, el abrazo de Cristo en la Cruz. Ana Pedrero

Toro, el abrazo de Cristo en la Cruz

• Ana Pedrero

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Cuando durante la exposición AQVA de Las Edades del Hombre contemplé al Cristo del Amparo suspendido bajo el crucero de La Colegiata, me vino a la mente la imagen de Cristo abrazando a la ciudad desde la Cruz, como si Toro entera cupiese entre sus brazos amorosa y entregada, silenciosa después del bullicio de sus Carnavales, de preparativos por las iglesias desempolvando sus imágenes de devoción.

Ahí arriba, portentoso, en majestad, Cristo parecía sostener los siglos sobre sus hombros, como si no hubiese tiempo, viajando mucho antes de que Toro lo sacase cada Lunes Santo en procesión con las capas de ceremonia y el lamento de la tuba, en el silencio solemne de miles de oraciones hacia dentro, de esas cosas que quedan entre Dios y tú.

Ahí, contemplando desde lo alto las torres y los campanarios, las iglesias que custodian las otras cruces que los toresanos veneran, las Vírgenes que visten de luto y belleza los días santos, cuando los conqueros piden limosnas desde un silencio que da miedo , los cargadores abrazan la madera y las mujeres sacan su ropa negra mientras las calles se convierten en un museo viviente de la Pasión de Cristo.

Así, abrazando a la ciudad de la piedra y la vega, la de las iglesias mudéjares y el arco del reloj como única medida del tiempo, Dios en lo alto, portentoso, recordando a los toresanos el principio y el fin, los días de Pasión de un pueblo apasionado que se entrega a sus ritos, sus fiestas y sus costumbres como si no hubiese un día después.

Un pueblo que canta coplas de febrero, que pisa la uva tardía de octubre, que fermenta en el vientre de su tierra el vino y corre toros en su albero histórico en el día del santo Agustín. Y ahí, por encima de todo, el Cristo en la Cruz a cuya Pasión y Muerte asiste Toro en pleno como una maldición que se repite cada primera luna de primavera para despuntar en la Resurrección gozosa, la vida por las esquinas, la alegría de una nueva Pascua que dé paso a las romerías y al verano que traerá nuevos agostos, el baile de los gigantes, una nueva vendimia.

Quise abrazarlo ahí, tan arriba. Quise besar sus pies, cerrar sus heridas, descenderlo a mis brazos como una piedad de carne y hueso. Y quise abarcar a Toro entera con mis brazos por mantener viva la llama, la fe y la pasión de un pueblo que canta y que reza, que cose alegrías con penitencias, que late con el corazón acelerado cuando se acercan los días santos y todo es luz en la noche, y silencio y devociones.

Quise entonces que Dios se quedase ahí para siempre, suspendido en la nada, por encima de todo, abrazando a Toro en el luminoso trazo de sus brazos extendidos, siempre abiertos, como los mismos brazos de esta tierra que ya siempre será un poco mía.

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