ESTE LIBRO ESTĂ DEDICADO A MIS NIETOS: Maximiliam Davis Marshall (8 de diciembre de 1993) Sara Cox Kelemen (21 de enero de 1994) Josephine Maria Marshall (23 de junio de 1996) Lucille Boushall Kelemen (2 de diciembre de 1997) Miles Bennett Marshall (9 de julio de 1999) Logan Cazier Cox (6 de octubre de 2002) Ethan Cutler Cox (11 de septiembre de 2004) Miranda Jasmine Cox (11 de mayo de 2007)
ELLOS ENCARNAN MI FE EN EL FUTURO
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La historia puede ser servidumbre, la historia puede ser libertad. Mira, ya se desvanecen los rostros y lugares, con el ser que los am贸 tanto, para renovarse, transfigurarse, en otra forma. T. S. Eliot, Mareo leve
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ÍNDICE 䉭
1. La era del espíritu. ¿Lo sagrado en lo secular?, 15 2. Las velas apagadas de Einstein. Temor reverente, asombro y fe, 35 3. Barcos echados al mar. El viaje del misterio a la fe, 51 4. El Correcaminos y el Evangelio de Tomás. ¿Qué sucede cuando en realidad no fue así?, 69 5. El pueblo del Camino. El paso de la fe a la creencia, 89 6. “El obispo es tu sumo sacerdote y poderoso rey”. El ascenso de la casta clerical, 101 7. La última cena de Constantino. La invención de la herejía, 115 8. Sin comida con el prefecto. Cómo remediar el papado, 129 9. Vivir en casas embrujadas. Más allá del diálogo entre las religiones, 145 10. Subirlos a la lancha salvavidas. El pathos del fundamentalismo, 159
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11. He aquí a Rocky, Maggie y Barry. ¿En qué Biblia creen los creyentes en la Biblia?, 173 12. San Egidio y santa Práxedes. Donde el pasado se encuentra con el futuro, 189 13. Sangre en el altar de la Divina Providencia. La teología de la liberación y el renacimiento de la fe, 205 14. El último vómito de Satanás y los persistentes hacedores de listas. Los pentecostales y la era del espíritu, 217 15. El futuro de la fe, 231
Agradecimientos, 243 Notas, 245 Lecturas adicionales, 251 Índice analítico, 255
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1. LA ERA DEL ESPÍRITU 䉭
¿Lo sagrado en lo secular?
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ué le depara el futuro a la religión, y al cristianismo en particular? A principios del nuevo milenio, tres cualidades caracterizan al perfil espiritual del mundo, todas las cuales siguen trayectorias que se prolongarán en las décadas por venir. La primera es el inesperado resurgimiento de la religión en la vida pública y privada del globo entero. La segunda es que el fundamentalismo, el azote del siglo XX, se halla en extinción. Y la tercera y más importante, aunque con frecuencia inadvertida, es un cambio profundo en la naturaleza elemental de la religiosidad. El resurgimiento de la religión no estaba previsto. Al contrario, hace no muchas décadas, autores serios predecían confiadamente su inminente deceso. La ciencia, la alfabetización y más educación disiparían pronto el miasma de la superstición y el oscurantismo. La religión desaparecería por completo, o sobreviviría en rituales familiares, pintorescas festividades populares y exóticas referencias en la literatura, el arte y la música. La religión, se nos aseguraba, jamás volvería a influir en la política ni a determinar la cultura. Pero los adivinos se equivocaron. En lugar de desaparecer, la religión –para bien o para mal– exhibe ahora una nueva vitalidad en todo el mundo y hace sentir ampliamente su peso en los corredores del poder. Muchos observadores confunden equivocadamente este resurgimiento de la religión con el “fudamentalismo”, pero no
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son lo mismo. El fundamentalismo se encuentra en extinción. Aún se discute si la derecha cristiana estadunidense está fatalmente dividida o sólo hoscamente inactiva. Se debate si el menguante apoyo a movimientos radicales en el Islam es temporal o permanente. Pero conforme el siglo XXI se desenvuelve, el panorama se aclara. El fundamentalismo, con su insistencia en sistemas de creencias obligatorias, su nostalgia por un mítico pasado incorrupto, sus reclamos de posesión exclusiva de la verdad y –a veces– su propensión a la violencia, está resultando ser una última tentativa por impedir un cambio de marea más radical. Sin embargo, la tercera cualidad, la mutación igualmente imprevista de la naturaleza de la religiosidad, es a la larga la más importante. No sólo la religión ha resurgido como una influyente dimensión de la vida en el siglo XXI; también el significado de ser “religioso” ha cambiado enormemente en sólo medio siglo. Puesto que las religiones interactúan en una cultura global, esta conmoción las ha sacudido prácticamente a todas, aunque en especial al cristianismo, que en los últimos cincuenta años ha entrado en su transformación más relevante desde su transición, en el siglo IV, de minúscula secta judía a ideología religiosa del imperio romano. Los especialistas en religión se refieren a la metamorfosis actual de la religiosidad con frases como el “paso a la trascendencia horizontal” o el “recurso a lo inmanente”. Pero sería más exacto concebirla como el redescubrimiento de lo sagrado en lo inmanente, de lo espiritual en lo secular. Cada vez más personas parecen reconocer que es nuestro mundo ordinario, y ningún otro, el que, en palabras del poeta Gerard Manley Hopkins, “desborda la grandeza de Dios”. Los avances de la ciencia han aumentado la sensación de temor reverente que experimentamos ante la inmensa escala del universo o la complejidad del ojo humano. La gente acude a la religión en busca de apoyo en sus esfuerzos por vivir en este mundo y hacerlo mejor, más que para preparar16
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se para el siguiente. Los elementos pragmáticos y experienciales de la fe como modo de vida han desplazado al énfasis previo en instituciones y creencias.1 Es cierto que para muchas personas “fe” y “creencia” son sólo dos palabras para designar la misma cosa. Pero no son lo mismo, y para comprender la magnitud del cataclismo religioso actualmente en marcha es importante aclarar la diferencia. La fe es una arraigada confianza. En el habla diaria solemos aplicarla a personas en las que confiamos o valores que apreciamos. Es lo que el teólogo Paul Tillich (1886-1965) llamó “supremo interés”, y que los hebreos denominan “corazón”. La creencia, por otro lado, se parece más bien a la opinión. A menudo usamos este término en el habla cotidiana para expresar cierto grado de incertidumbre. “No sé nada al respecto”, decimos, “pero creo que podría ser así.” Las creencias pueden sostenerse levemente o con gran intensidad emocional, pero son más propositivas que existenciales. Podemos creer que algo es cierto sin que tenga mucha importancia para nosotros, pero sólo depositamos nuestra fe en algo que es vital para nuestro modo de vivir. Claro que la gente confunde a veces fe con creencias, pero será difícil comprender el cambio tectónico hoy en marcha en el cristianismo si no entendemos la distinción entre una y otras. El escritor español Miguel de Unamuno (1864-1936) dramatiza la diferencia radical entre fe y creencia en su cuento “San Manuel Bueno, mártir”, en el que un joven regresa a su pueblo natal en España porque su madre agoniza. En presencia del cura local, la madre aprieta la mano del hijo y le pide que rece por ella. El hijo no responde, pero cuando el cura y él salen de la habitación, dice a éste que, por más que quiera hacerlo, no puede rezar por su madre, porque no cree en Dios. “¡Tonterías!”, responde el cura. “No es necesario que creas en Dios para rezar.” El cura del cuento de Unamuno advertía la distinción entre fe y creencia. Sabía que la oración, como la fe, es más importante 17
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que la creencia. Podría haber envuelto en una controversia teológica al hijo que quería rezar pero no creía en Dios. Podía haber sacado a colación las viejas y gastadas “pruebas” de la existencia de Dios, tras de lo cual el joven habría podido citar los igualmente trillados argumentos contra tales pruebas. Pero es probable que ambos supieran que esos argumentos no llevaban a ningún lado. La autora francesa Simone Weil (1909-1943) lo sabía también. En sus Cuadernos garabateó una vez una sentencia gnómica: “Si amamos a Dios, aun si no creemos que exista, hará manifiesta su existencia”. Estas palabras de Weil parecen paradójicas, pero en el curso de su corta y atribulada vida –murió a los treinta y cuatro años de edad– aprendió que el amor y la fe son más importantes que las creencias.2 Debates sobre la existencia de Dios o de los dioses eran comunes en tiempos de Platón, hace dos mil quinientos años. Curiosamente, lo siguen siendo ahora, como lo demuestra la reciente avalancha de libros que repiten los argumentos de rutina a favor y en contra de la existencia de Dios. Estas querellas atañen por naturaleza a las creencias, y nunca pueden resolverse en forma definitiva. Pero la fe, estrechamente relacionada con el temor reverente, el amor y el asombro, surgió mucho antes que Platón, entre nuestros más primitivos antepasados Homo sapiens. Platón participaba en discusiones sobre las creencias, no sobre la fe. Los credos son conjuntos de creencias. Pero la historia del cristianismo no es una historia de credos. Es el relato de un pueblo de fe que en ocasiones ha improvisado credos a partir de creencias. Es también la historia de un pueblo igualmente fiel que ha cuestionado, alterado y desechado esos mismos credos. Al igual que la construcción de iglesias, desde capillas de madera hasta catedrales góticas, los credos son símbolos con los cuales los cristianos han querido representar a veces su fe. Pero tanto los cánones doctrinales como las construcciones arquitectónicas 18
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son medios para un fin. Convertir unos u otras en el elemento definitorio deforma la realidad básica de la fe. Los casi dos mil años de historia cristiana pueden dividirse en tres periodos desiguales. El primero podría llamarse la “era de la fe”. Esta era comenzó con Jesús y sus discípulos inmediatos, cuando una boyante fe propulsó al movimiento iniciado por él. Durante este primer periodo de crecimiento explosivo y brutal persecución, la participación en el espíritu viviente de Cristo unió a los cristianos, y “fe” significaba esperanza y seguridad en el amanecer de una nueva época, caracterizada por la libertad, curación y compasión de que Jesús había dado muestra. Ser cristiano significaba vivir en el espíritu de Jesús, abrazar su esperanza y seguirlo en la obra que él había iniciado. El segundo periodo de la historia cristiana puede llamarse la “era de la creencia”. Sus semillas aparecieron apenas décadas después del nacimiento del cristianismo, cuando los líderes de la Iglesia empezaron a formular programas de orientación para los nuevos reclutas que no habían conocido personalmente a Jesús y sus discípulos. El énfasis en la creencia comenzó a aumentar cuando esos primitivos kits de instrucción se volvieron más densos y se convirtieron en catecismos, remplazando así la fe en Jesús por preceptos acerca de él. De este modo, aun durante la temprana era de la fe se anunciaba ya la tensión entre fe y creencia. Pero a fines del siglo III sucedió algo más onminoso aún. Una clase de elite –que pronto se convertiría en una casta clerical– empezó a tomar forma, y especialistas eclesiásticos destilaron los diversos manuales de enseñanzas en listas de creencias. Aun así, éstas variaban ampliamente de un lugar a otro, y al comenzar el siglo IV no había todavía un credo único. Las dispersas comunidades estaban unidas por un espíritu común. Prosperaba una extensa gama de teologías. El momento crucial llegó cuando el emperador Constantino el Grande (m. 387) tomó la hábil decisión de apropiarse del cristianismo para favorecer sus ambiciones 19
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imperiales. Volvió legal la antes prohibida religión nueva del Galileo, aunque seguiría venerando al dios del sol, Helios, junto a Jesús. Constantino también impuso un férreo liderazgo a las iglesias, nombrando y destituyendo obispos, pagando sueldos, financiando construcciones y distribuyendo dádivas. Él, no el papa, era la verdadera cabeza de la Iglesia. Cualesquiera que hayan sido sus motivos, sus medidas y las de sus sucesores, en especial el emperador Teodosio (347-395), coronaron al cristianismo como la religión oficial del imperio romano. Es indudable que los emperadores esperaban que esta estrategia apuntalara su arruinado dominio, del que los antiguos dioses parecían haber huido. Esa táctica, sin embargo, no salvó al imperio del derrumbe. Pero para el cristianismo resultó un desastre: su entronización lo degradó en realidad. Tras haber sido un vigoroso movimiento de fe, cuajó en una falange de creencias obligatorias, con lo que sentó las bases de todos los fundamentalismos cristianos en los siglos por venir. Esta antigua fusión corporativa provocó una reorganización titánica. El imperio se volvió “cristiano” y el cristianismo se volvió imperial. Miles de personas se afiliaron a toda prisa a una Iglesia a la que antes habían menospreciado, pero que ahora llevaba el sello de aprobación del emperador. Los obispos asumieron facultades cuasimperiales y comenzaron a vivir como elites imperiales. En la subsiguiente “época constantiniana”, el cristianismo, al menos en su versión oficial, se congeló en un sistema de preceptos obligatorios, los cuales se codificaron en credos y eran estrictamente monitoreados por una jerarquía poderosa y mediante decretos imperiales. La herejía se volvió traición, y la traición herejía. El año 385 marcó un momento particularmente siniestro. Un sínodo de obispos condenó por herejía a Prisciliano de Ávila, y, por órdenes del emperador Máximo, él y seis de sus seguido20
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res fueron decapitados en Treves. El fundamentalismo cristiano había reclamado su primera víctima. Hoy, los supuestos errores teológicos de Prisciliano difícilmente justifican la pena de muerte. Exhortaba a sus seguidores a evitar la carne y el vino, defendía el atento estudio de las escrituras y permitía lo que ahora identificaríamos como alabanzas “carismáticas”. Creía que varios textos excluidos de los cánones bíblicos, aunque no “inspirados”, podían ser de todas formas valiosas guías de vida. Aun así, ostenta una distinción importante. Fue el primer cristiano en ser ejecutado por otros cristianos a causa de sus puntos de vista religiosos. Pero esto no quiere decir que haya sido el último. Un historiador estima que en los dos siglos y medio posteriores a Constantino, las autoridades imperiales cristianas ejecutaron a veinticinco mil personas por sus impropiedades doctrinales. La época constantiniana había comenzado en serio. Fue la fase en la que el cristianismo imperial terminó por enseñorearse de los dominios culturales y políticos de Europa, y se prolongó a los siglos medievales, periodo de ruina y bendición. Dio origen tanto a la catedral de Chartres como a la Inquisición española, a san Francisco de Asís y Torquemada, a la Divina comedia de Dante y la bula papal Unam Sanctam de Bonifacio VIII, que reivindicó la autoridad del papa sobre la esfera temporal tanto como la espiritual. Ni el Renacimiento ni la Reforma hicieron gran cosa por alterar las bases fundamentales de la era de la creencia, y la expansión europea por el planeta extendió su influencia por todas partes. Esta edad intermedia, la era de la creencia, fue lo que instó al escritor e historiador Hilaire Belloc (1870-1953) a acuñar la frase “La fe es Europa y Europa es la fe”. La era de la creencia duró mil quinientos años, decayendo en sucesivos tropiezos con la Ilustración, la Revolución francesa, la secularización de Europa y las revueltas anticoloniales del siglo XX. Se encontraba ya en estado comatoso cuando la Unión 21
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Europea esculpió su epitafio en 2005, al negarse a incluir en su constitución la palabra “cristiano”. Aun así, concebir esta larga fase intermedia como una edad oscura resulta engañoso. Como ya vimos, a lo largo de esos quince siglos, movimientos y personalidades cristianos siguieron viviendo por la fe y conforme al espíritu. La gran mayoría de las personas eran iletradas, y aun si oían a los sacerdotes recitar credos en las iglesias, no entendían el latín. La confianza en Cristo era su orientación primaria, y la esperanza en su reino la fuerza que las movía. La mayoría aceptaba los códigos de creencias oficiales de la Iglesia, aunque sin pensarlo gran cosa. Muchos simplemente hacían caso omiso de ellos, al tiempo que disfrutaban del esplendor, las festividades y las historias de los santos. Lollardos, husitas y pensadores posteriores como el filósofo italiano Giordano Bruno (1548-1600), así como muchos otros individuos, rechazaron explícitamente algunos de los dogmas de la Iglesia. El periodo medieval, después de todo, abundó en lo que las autoridades llamaban herejía y cisma. La era de la creencia fue también, para un importante número de personas, una “era de la fe” espiritualmente vital. Ahora nos encontramos en el umbral de un nuevo capítulo en la historia del cristianismo. Pese a terribles predicciones de su declive, el cristianismo crece hoy más rápido que nunca, aunque sobre todo fuera de Occidente y en movimientos que acentúan la experiencia espiritual, el apostolado y la esperanza; pone escasa atención en los credos, y florece sin jerarquías. Asistimos al inicio de una “época posconstantiniana”. Cristianos en los cinco continentes se sacuden los residuos de la segunda fase (la era de la creencia) y negocian una accidentada transición a una nueva era, para la que aún no se ha acuñado un nombre. Me gustaría proponer que la llamemos la “era del espíritu”. Este término no está exento de problemas. Fue originalmente acuñado en el siglo XIII, cuando el monje y místico calabrés Joa22
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quín de Fiore (ca. 1132-1202) postuló una ingeniosa doctrina de la Trinidad. Enseñaba que la historia, habiendo pasado por las edades del Padre (el Antiguo Testamento) y el Hijo (la Iglesia), estaba a punto de entrar a una edad del espíritu. En este nuevo régimen, declaró Joaquín, la gente viviría en contacto directo con Dios, así que ya no habría necesidad de jerarquías religiosas. Reinaría el amor universal, y los infieles se unirían a los cristianos. Joaquín murió como católico devoto, pero algunos de sus seguidores llevaron más lejos sus argumentos, declarando que esa nueva edad ya se había iniciado y que curas y sacramentos habían dejado de ser necesarios. También sostenían que esta etapa sería la última, y que el mundo terminaría pronto. Incluso empezaron a fijar fechas. Pero la jerarquía no vio con aprecio la perspectiva de una Iglesia sin jerarquías. Y el mundo no cesó de existir. Finalmente, seis años después de la muerte de Joaquín, la Iglesia, bajo el papa Alejandro IV, declaró heréticas sus ideas. Joaquín de Fiore, y en especial sus seguidores, se extralimitaron obviamente, y calendarizar el fin del mundo es una propuesta riesgosa. No obstante, su idea de una era del espíritu, o similar, siempre ha fascinado a la gente. Hay una irreprimible vena visionaria o utópica en casi todos. Como sea, espero que la nueva etapa del cristianismo que al parecer vemos iniciarse no sea la última (podría haber muchas, muchas más), pero aun así me gustaría concebirla como una “era del espíritu”, por varias razones. Primero, los cristianos han afirmado durante siglos que el Espiritu Santo es tan divino como los otros miembros de la Trinidad. Pero, en realidad, el espíritu ha sido, las más de las veces, ignorado, o temido por resultar demasiado impredecible. “Sopla donde quiere”, como dice el Evangelio de Juan (3, 8), y por tanto es demasiado voluble para ser contenido. Pero algunos de los movimientos cristianos más animados en el mundo actual son justo aquellos que celebran esta volátil expresión de lo divino. 23
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La inherente resistencia del espíritu a los grilletes eclesiales irrita aún a los prelados. Pero también inspira a los cristianos del antes llamado “Tercer Mundo” y hoy denominado el “Sur global” por quienes viven ahí, a discernir la presencia de Dios en otras religiones. Conforme las mujeres acceden a posiciones de liderazgo en el cristianismo, gran número de personas prefieren “espíritu” para referirse a lo divino. Con mucho, el crecimiento más rápido del cristianismo –en especial entre los necesitados y desposeídos– es el que está ocurriendo entre personas como los pentecostales, que subrayan una experiencia directa del espíritu. Es casi como si este último, acallado y apagado durante siglos, rompiera hoy el silencio y escenificara un pospuesto “retorno de lo reprimido”. Segundo, cada vez más personas que anteriormente se describían como “religiosas”, pero que quieren distanciarse de las demarcaciones institucionales o doctrinales de la religión convencional, se dicen ahora “espirituales”. Afirman a menudo: “Soy una persona espiritual, pero no religiosa”. ¿Qué significa esto? Los líderes y teólogos de la Iglesia suelen respingar por la vaguedad del término “espiritualidad”, cargado de una larga historia de ambigüedad y controversia. En la antigua órbita cristiana, la gente decía de Jesús, y después de sí misma, que estaban “llenos del espíritu”. Al paso del tiempo, “espiritualidad” acabó por representar el aspecto subjetivo de la fe, distinto a las enseñanzas objetivas. Describía un modo de vida antes que una estructura doctrinal. Más tarde, en la esfera católica romana “espiritualidad” caracterizó las diferentes maneras en que las órdenes religiosas practicaban su fe. Podía hablarse, por ejemplo, de una distintiva “espiritualidad ignaciana”, aquella seguida por los jesuitas, o de una espiritualidad “carmelita” o “franciscana”. Pero el término “espiritual” a veces fue controvertido también, en especial durante el periodo medieval, cuando surgieron movimientos que, como el inspirado por Joaquín de Fiore, acentuaban la experiencia inmediata de Dios o el espíritu sin necesi24
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dad de sacramentos ni jerarquía. Algunos de esos movimientos incluso lanzaron protestas explícitas contra la Iglesia institucional. Muchos, como el de los beguines, fueron inspirados por mujeres. A otros los encabezaba el clero. El sacerdote dominico Meister Eckhart (1260-1327), por ejemplo, enseñaba que el alma es una chispa de Dios que debe protegerse hasta que la persona alcance la comunión total con lo divino y se llene de amor. No condenó la observancia eclesiástica, aunque la consideraba de valor limitado. Poco después de su muerte, el papa Juan XXII, pontífice de 1316 a 1334, declaró heréticas sus ideas. Pero esto no acabó con ellas. John Tauler (ca. 1300-1361), alumno de Eckhart, también dominico, dio el paso siguiente y denunció abiertamente la dependencia de ceremonias externas. Los “franciscanos espirituales”, aparecidos poco después de la muerte de san Francisco, enseñaron, como él, que el espíritu podía encontrarse en la naturaleza, en el “hermano sol” y la “hermana luna”, pero también predicaron contra la riqueza y poder de la Iglesia institucional. La mayoría de ellos fueron excomulgados, y algunos quemados en la hoguera. Siglos después, a Simone Weil le pareció que la Iglesia institucional era más un obstáculo que una ayuda en su búsqueda espiritual. Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), el teólogo católico más visionario del siglo XX, imaginó el impulso entero de la historia cósmica como un proceso de “espiritualización”. Y el ministro alemán Dietrich Bonhoeffer (1906-1945) escribió añorante, desde una celda de la Gestapo, sobre lo que llamó un futuro “cristianismo sin religión”, liberado de sus ataduras dogmáticas. Todos estos personajes fueron, en diferentes formas, precursores de la era del espíritu que hoy comienza.3 Al igual que en el pasado, hoy la “espiritualidad” puede significar muchas cosas. Como mínimo, evoca una introspección ambigua carente de contenido. Para algunos puede reducirse a mirarse el ombligo, una abdicación de la responsabilidad en un 25
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mundo necesitado. Elegantes anuncios en revistas relucientes ofrecen un fin de semana de “renovación espiritual” en un lujoso spa donde, a cambio de cierta suma, pueden obtenerse los beneficios del sauna, un pedicure y un gurú que ayude a manejar el estrés del siempre exigente empleo. Para otros, sin embargo, “espiritualidad” puede significar una disciplinada práctica de meditación, oración o yoga conducente a un firme compromiso con la sociedad. El investigador Seth Wax recolectó en fecha reciente ciento cinco entrevistas con personas que dijeron ser “espirituales” de ocho campos distintos. Encontró que lo que la mayoría de ellas concebía como su “espiritualidad” en realidad aumentaba su sentido de responsabilidad en su trabajo y en la sociedad, al proporcionarles una meta más ambiciosa o ayudarles a concentrarse en hacer un buen trabajo.4 Es evidente que diferentes formas de “espiritualidad” pueden conducir a la autocomplacencia o a un firme compromiso social, aunque también la religión institucional puede hacerlo. Estudios recientes han demostrado que el conflicto entre lo religioso y lo espiritual, e incluso entre lo espiritual y lo secular, no es tan agudo como algunos han supuesto. Hoy la gente puede ir de uno a otro sin sentir mucha contradicción. Lleva consigo actitudes y prácticas “espirituales” a las comunidades, y valores religiosos al mundo secular. Desarrolla lo que los investigadores llaman “repertorios”, que incluyen elementos de todas esas superpuestas esferas, y puede negociar continuamente entre ellos. Líderes clericales suelen objetar el aparente desdibujamiento de distinciones importantes, pero este proceso ha vuelto más permeables los límites entre lo religioso, lo espiritual y lo secular. ¿Cómo encaja en este nuevo panorama el espectacular crecimiento de megaiglesias como las de Saddleback y Willow Creek? Entrar a la iglesia de Saddleback, con sus grandes pantallas de televisión, música ambiental, cafeterías y una selección de “carpas” de música, es más como pasear por un centro comercial 26
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que entrar a una catedral. Su lógica arquitectónica es horizontal, no vertical. La línea entre dentro y fuera es casi invisible. Ya hay más de cuatrocientas iglesias de este tipo, con comunidades de diez mil miembros o más. No son fundamentalistas. Su verdadero secreto es que son panales de grupos pequeños, cientos de ellos, para estudiar, orar y actuar. El sociólogo Robert Wuthnow calcula que cuarenta por ciento de los adultos estadunidenses pertenecen a una u otra variedad de grupos pequeños dentro y fuera de las iglesias, y que muchos se integran a ellos porque buscan una sensación de comunidad y están “interesados en ahondar su espiritualidad”. Agrega que esos pequeños grupos “redefinen lo sagrado […] al remplazar credos y doctrinas explícitos por normas implícitas ideadas por el grupo”. Aunque Wuthnow expresa ciertas dudas sobre esta “venta blanda” de teología, concluye que muchas personas educadas en una tradición religiosa ahora “sienten la necesidad de un grupo con el que puedan hablar de sus valores religiosos. Esto […] las hace sentir más cerca de Dios, más capaces de orar […] y más seguras de que actúan de conformidad con principios espirituales que enfatizan el amor, el perdón, la humildad y la aceptación de uno mismo”.5 El rápido crecimiento reciente de las comunidades carismáticas y el atractivo de las prácticas espirituales asiáticas demuestran que, como en el pasado, hoy también gran número de personas se sienten más atraídas por los elementos experienciales de la religión que por los doctrinales. Esto suele preocupar a los líderes religiosos, siempre inquietos por el misticismo. Haciéndose eco de añejas suspicacias, por ejemplo, el Vaticano ha advertido a los católicos contra los peligros de asistir a clases de yoga. Aun así, es importante señalar que prácticamente todos los movimientos y prácticas “espirituales” de hoy son derivaciones, holgadas o directas, de alguna de las tradiciones religiosas históricas. Además, así como en el pasado vástagos que la Iglesia condenó fueron acogidos de nuevo en el hogar materno, hoy vemos ocurrir lo 27
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mismo. En la India y Japón, sacerdotes católicos sentados y con las piernas cruzadas practican disciplinas espirituales asiáticas. En Estados Unidos, la gente hace fila para entrar a sótanos de iglesias a tomar clases de tai-chi. Desafiados por el atractivo de las prácticas asiáticas, los monjes benedictinos ya enseñan a laicos la “oración centradora”, disciplina contemplativa que no hace mucho la Iglesia veía con recelo. “Espiritualidad” puede significar un sinnúmero de cosas, pero hay tres razones de que este término sea de tan amplio uso. Primero, sigue siendo una forma de protesta tácita. Refleja un extendido descontento con la precontracción de la “religión”, el cristianismo en particular, en un paquete de propuestas teológicas por parte de las corporaciones religiosas que forman y distribuyen esos paquetes. Segundo, representa un intento de expresar el asombro y temor reverente ante la complejidad de la naturaleza que muchos sienten esencial de la vida humana, sin sobrecargarlo de patrones eclesiásticos listos para usar. Tercero, reconoce los cada vez más porosos límites entre las diferentes tradiciones y, como el movimiento cristiano primitivo, ve más al futuro que al pasado. Persiste la pregunta de si las nuevas formas emergentes de espiritualidad desarrollarán suficiente fervor por la justicia y suficiente cohesión para trabajar por ella de modo eficaz. No obstante, el uso del término “espiritualidad” constituye un signo de la discordante transición que atravesamos ahora, de una era de la creencia en extinción a una nueva era del espíritu pero aún no plenamente desarrollada. Este perfil en tres etapas del cristianismo nos ayuda a entender la a menudo confusa agitación religiosa a nuestro alrededor. Sugiere que lo que algunas personas desestiman como desviaciones o innovaciones injustificadas suele ser la recuperación de elementos que alguna vez fueron rasgos aceptados del cristianismo, pero que se desecharon a lo largo del camino. Permite a quienes configuran su fe en un amplio espectro de formas entenderse 28
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como cristianos auténticos, y exhibe al fundamentalismo como la distorsión que realmente es. Hay poco que lamentar en el actual declive del fundamentalismo. El término en sí fue acuñado en la primera década del siglo XX por cristianos protestantes que compilaron una lista de creencias teológicas en torno a las cuales no podía haber componendas. Luego anunciaron categóricamente que defenderían esos “fundamentos” contra nuevos patrones que ya surgían en el cristianismo. El conflicto se volvió intenso a menudo. En 1922, el reverendo Harry Emerson Fosdick (1878-1969) pronunció un famoso sermón, titulado “Shall the Fundamentalists Win?”. Durante algunas décadas dio la impresión de que, en efecto, los fundamentalistas triunfarían. Pero ahora están a la defensiva. La antigua batalla prosigue, y persiste la reducción de la fe a creencias. Pero puesto que la emergente era del espíritu se parece más a la era de la fe que a la de la creencia, hoy la contienda se desarrolla en condiciones diferentes. La atmósfera actual es más semejante a la del cristianismo primitivo que a la obtenida en el milenio y medio intermedio del imperio cristiano. Imaginar la historia cristiana en tres periodos tiene una resonacia especial para mí. Dicen los biólogos: “La ontogenia recapitula la filogenia”; es decir, el desarrollo de un individuo reproduce la evolución de las especies en general. Mi evolución espiritual sigue ese mismo perfil. Mi “era de la fe”, el primero de tales periodos, principió en mi más tierna infancia. Al igual que muchos otros niños educados en un hogar cristiano protestante, lo primero que aprendí fue que ser cristiano significa ser un “seguidor de Jesús”. Claro que hacer esto resultaba sumamente difícil, pero al menos la meta estaba clara. Como los bautistas no tienen credos, no oí hablar de ellos hasta años después. A los catorce fui bautizado y me incorporé a la Iglesia. Tal como se me preparó a hacerlo, dije ante la comunidad, hundido hasta la cintura en la pila bautismal, que aceptaba a Jesús como mi Señor 29
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y que me empeñaría en ser su discípulo. Luego el ministro me sumergió delicadamente, y me sacó farfullando. Junto a los demás jóvenes que acababan de “atravesar el Jordán”, tras ser secado por los diáconos cambié mis mojadas ropas por otras en un salón de la escuela dominical, y me reincorporé a la comunidad para ser recibido como miembro de pleno derecho. En ese entonces no conocía la frase “rito de iniciación”, pero, al mirar atrás, éste fue memorable. A partir de ese momento me concebí como alguien que intentaba, nunca con mucho éxito, ser un seguidor de Jesús, y esta fase prosiguió hasta mi primer semestre en la universidad. Las cosas cambiaron entonces. Apenas meses después de haber emprendido mi primer año en la universidad, me vi envuelto en largas conversaciones en los dormitorios. Algunas eran con agnósticos o escépticos. Otras con católicos, presbiterianos y episcopalianos que, descubrí, tenían algo llamado credos. También conocí a protestantes evangélicos y fundamentalistas, muy conservadores. Cuando uno de ellos me preguntó directamente si era cristiano, contesté que sí, que trataba de seguir a Jesús. Sin embargo, fijó en mí su mirada y preguntó: “¿Pero crees en la expiación sustitutiva?”. Yo no sabía qué era eso, y pasé por un difícil periodo, preocupado de que mi fe fuera fatalmente deficiente. Pensaba que un “cristiano de verdad” tenía que creer en cierta serie de ideas sobre Dios, Jesús y la Biblia. Ésta fue mi etapa cuasifundamentalista, a la que volveré en un capítulo posterior. Para mí, corresponde a la era de la creencia del cristianismo, iniciada en el siglo III o IV, y, como la Iglesia en ese periodo histórico, yo también aprendí mucho de ella, y no lamento que siga siendo parte de la historia de mi vida. Pero en algún momento había que dejarla atrás. A diferencia de la era de la creencia de la Iglesia, la mía no se prolongó mil quinientos años. Duró sólo dos. En las clases de historia empecé a leer sobre los interminables debates acerca de credos y confesiones que aquejaron tanto tiempo al cristianis30
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mo, y tomé un curso de religiones del mundo que me hizo ver mi fe como una entre muchas. También hice amistad con varios estudiantes que, a mi parecer, ejemplificaban la vida cristiana mejor que algunos de los rígidos fundamentalistas, aunque no les interesara en particular estar en lo doctrinalmente correcto. Para mi último año me había embarcado en lo que resultó una larga transición a mi tercera fase. Pero durante mucho tiempo seguí confundido acerca de la desconcertante relación entre fe y creencia. Hace unos años, un conocido se describió ante mí en una conversación casual como “cristiano practicante, no siempre creyente”. Esta observación me intrigó, pero también empezó a aclararme algunos de los enigmas que habían agitado mi fe personal y mis ideas sobre la religión y la teología. Ese comentario sugería que el eje creencia/no creencia es una manera engañosa de describir el cristianismo. Supone no entender en absoluto no sólo el cristianismo, sino tampoco otras religiones. Nunca he oído expresar más elocuentemente este dicernimiento que una noche en Milán, Italia, donde en 1995 el cardenal Carlo Maria Martini me invitó a dar una plática en la que él mismo llamaba su anual “cátedra para no creyentes”. No sabía qué esperar, pero aquélla resultó una celebración fastuosa. Una multitud enorme, ataviada con Armani y Prada, se congregó en un ornamentado salón público, y yo ya me había sentado cuando Martini, que mide más de uno ochenta de estatura, entró cubierto con una sotana escarlata y un solideo negro, el traje de ceremonia de un príncipe de la Iglesia. Dio la bienvenida al público, y explicó que al denominar para “no creyentes” ese evento no había querido insinuar nada sobre los invitados. “La línea entre creer y no creer”, dijo, “nos parte a la mitad a cada uno de nosotros, yo incluido, un obispo de la Iglesia.” Decirse cristiano practicante, pero no necesariamente creyente, supone reconocer la variable adición de certezas e incer31
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tidumbres que marcan la vida de cualquier persona religiosa. En agosto de 2007, el New York Times informó que, en su colección de cartas, Come Be My Light, la Madre Teresa (1910-1997) había confesado que durante años albergó inquietantes dudas sobre la existencia de Dios, mientras trabajaba incesantemente por aliviar la agonía de los enfermos y moribundos de Calcuta.6 Esa confesión suscitó una oleada de críticas. ¿Era una hipócrita? ¿Había fingido desde el principio? Pero en el alud de comentarios públicos que siguió, la estudiante Krista E. Hughes hizo la observación más reveladora en una carta al director. “La vida de la Madre Teresa”, escribió, “ejemplifica el aspecto vivo de la fe, algo muy necesario en una sociedad en la que la identidad cristiana suele definirse en términos de aquello en lo que una persona cree, no de cómo vive. ¿No debería ser al revés?”.7 Eliminar el uso espurio de “creencia” para definir al cristianismo tiene otra ventaja. Implica reconocer que quienes se dicen “no creyentes” suelen tener dudas episódicas sobre su incredulidad. Los “creyentes” pasan por fluctuaciones similares. Las creencias van y vienen, cambian, se desvanecen y maduran. El patrón de creencias que uno sostiene a los diez años no es el mismo que sostiene a los cincuenta o setenta y cinco. Centrar la vida cristiana en la creencia en vez de la fe es sencillamente un error. Durante muchos siglos hemos sido engañados por los teólogos que enseñaban que la “fe” consiste en creer diligentemente en los artículos enlistados en uno de los incontables credos que ellos mismos confeccionaban. Pero no es así. Cuando comprendí esto por primera vez, experimenté una bienvenida liberación. Desde muy joven había tenido serias dudas sobre si “creía” en alguna enseñanza de la Iglesia o en algo hallado en la Biblia. ¿Dios detuvo de veras el sol para que Josué pudiera continuar la batalla? ¿Jesús convirtió de verdad el agua en vino o caminó sobre el mar? ¿María realmente fue virgen? Pero ahora sé que, aunque forcejeé con esas dudas infantiles, nunca 32
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“perdí mi fe”. Sentía instintivamente que la fe era más profunda que la creencia. Sin saberlo, empezaba a avanzar, tentativa y casi inconscientemente, hacia mi “era del espíritu” personal. Como todo cambio importante en la vida, éste no ocurrió de repente. Tardó un tiempo, y sólo mucho después comencé a aplicar este discernimiento a mis ideas sobre los estudios religiosos y la teología. Durante mi vida adulta, varias experiencias siguieron sacudiéndome a lo largo del camino. Mis numerosos encuentros con los seguidores de otras religiones, en especial budistas e hindúes, me enseñaron que las “creencias”, tal como usamos esta palabra, no formaban parte de su vocabulario. De hecho, ninguna de las demás grandes religiones del mundo tiene un “credo”. Aun el Islam, pariente cercano del cristianismo, sólo espera que sus seguidores afirmen “No hay dios como Dios, y Mahoma es su mensajero” (la shahada). En todas esas tradiciones, “religión” significa algo totalmente distinto a dar crédito a doctrinas. Mi matrimonio con una judía, y con ello una oportunidad inusual de participar como “compañero de viaje” en las liturgias y festividades (y comidas) de su tradición, me enseñó cosas que nunca había sabido de su fe, y que jamás había comprendido de la mía (después de todo, Jesús fue un rabino). Los judíos dicen siempre que su religión se entiende mejor no como un credo, sino como un modo de vida. Poco a poco me di cuenta de que lo mismo podía decirse de mi religión. El primer término usado para describir esto en el Nuevo Testamento es “el Camino”.8 Una vez que me percaté de que el cristianismo no es un credo y de que la fe es cuestión de encarnación más que de axiomas, las cosas cambiaron. Empecé a ver a la gente de otra manera. Algunas de las personas a las que más admiraba eran “creyentes” en el sentido convencional, pero otras no. Por ejemplo, entre los individuos con quienes marché y me manifesté e incluso fui a dar a la cárcel durante el movimiento por los derechos civiles y 33
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las protestas de Vietnam, había “creyentes” y “no creyentes”. Pero todos acabamos tras las rejas en las mismas celdas. Esto me indicó lo erróneo del cristianismo convencional orientado a creencias en su forma de separar las ovejas de las cabras. Aunque según el Evangelio de Mateo (25, 31-46), también Jesús rechaza ese predecible esquema. Lo que dijo entonces sobresaltó sin duda a sus oyentes. Insistió en que los bienvenidos al reino de Dios –por arropar al desnudo, alimentar al hambriento y visitar al preso– no serían “creyentes”, y ni siquiera sabrían que habían practicado la fe que él enseñó y ejemplificó. Así como el cristianismo avanza torpe pero irreversiblemente a una nueva fase de su historia, quienes se empeñan en cruzar esa frontera suelen mirar al primer periodo, la era de la fe, no al intermedio, la era de la creencia, en busca de inspiración y orientación. Esto no debería asombrarnos. Hay grandes semejanzas entre la primera era y la tercera, que apenas comienza. Entonces no había credos; hoy pierden importancia. Las jerarquías no habían aparecido en ese tiempo; hoy se tambalean. La fe como modo de vida o brújula orientadora ha comenzado otra vez, como entonces, a identificar lo que significa ser cristiano. La experiencia de lo divino desplaza a las teorías sobre ello. No es de sorprender entonces que la atmósfera en las florecientes comunidades cristianas de Asia y África se parezca más a la de Corinto o Éfeso en el siglo I que a la de Roma o París mil años después. El cristianismo primitivo y el que hoy emerge parecen muy afines. Pasemos ahora a cómo y por qué ocurre este drástico cambio y lo que éste significa para el contorno del cristianismo y las demás religiones en el siglo XXI.
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