ÍNDICE
Nota del autor, 13
Introducción, 17 El Padre Nuestro, 20 1. El diablo, 27 El origen del mal, 34 La invención de los ángeles, 45 El lenguaje y la serpiente, 51 2. La posesión diabólica, 63 El exorcismo, 70 3. Las expulsiones de demonios en los evangelios, 75 Las facciones en pugna, 76 La guerra y los partidos, 93 Las tentaciones y las expulsiones, 96 El Jesús de Mateo y el Jesús de Marcos, 114 La personalización del mal: Lucas y Juan, 120 La lucha universal, 131
Bibliografía, 133
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1. EL DIABLO
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uenta el Evangelio de Marcos que Jesús fue a la sinagoga de Cafarnaún y se puso a enseñar. Estaba ahí un hombre poseído por un espíritu impuro, que se puso a gritar: —¿Quién te mete a ti en esto, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el consagrado por Dios. Jesús le respondió: —Cállate la boca y sal de este hombre. El espíritu inmundo se retorció y salió del hombre dando de alaridos.
Las parábolas bíblicas son relatos inventados y, sin embargo, son verdaderos. Nunca han sucedido y, sin embargo, suceden todos los días. La parábola del hijo pródigo nunca sucedió, pero pasa con frecuencia en la vida real que un hijo descarriado vuelva al amor de su padre. Las parábolas no refieren hechos históricos, pero cuentan historias verdaderas. El género parabólico es muy común en la Biblia. Los escritores bíblicos no tenían mentalidad de historiadores modernos occidentales. Eran hombres de una época pri-
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mitiva —sabios y profundos— y eran orientales. Muchos vivieron siglos antes de Cristo. Se alejan de nosotros de veinte a treinta siglos posiblemente. Su estilo no era histórico. Aun los libros llamados históricos, en los que narra la Biblia la historia —o historias— de Israel, como los libros de Josué, de Samuel, de los Reyes, de las Crónicas, de Esdras y Nehemías, de los Macabeos, no se fijan tanto en la historia, ni le dan importancia en sí. Destacan más bien los fundamentos de la identidad del pueblo de Israel y cómo se ha mantenido o recuperado o confirmado; destacan la teología de la historia, es decir, las relaciones de Dios con Israel y de Israel con Dios, las vueltas y revueltas de esas relaciones, el amor gratuito de Dios a los hombres, la historia de la fidelidad de Dios y de la infidelidad humana, la historia de la salvación. La misma historia le sirve a la Biblia como trampolín para una reflexión sobre el mal y el pecado, sobre el sufrimiento y la muerte, sobre el misterio de Dios y del hombre, sobre la condición humana y sobre el sentido del hombre en el mundo. Por eso, su estilo es fundamentalmente sapiencial, y se expresa en poesías, en proverbios, en reflexiones de sabiduría, en confrontaciones proféticas o en narraciones acomodadas a sus fines didácticos, más o menos fundamentadas en la realidad. Así son los libros de Job, de Judit, de Esther, de Ruth, de Tobías. No narran hechos históricos, sino historias verdaderas que enseñan una lección y que hacen reflexionar. Así es el relato de la creación y del pecado humano en el libro del Génesis. Las cosas no pasaron así. Nunca hubo un paraíso terrenal, nunca existió un estado de inocencia y de dicha imperturbable, nunca hubo una vida sin sufrimiento, nunca habló una serpiente ni les ofreció a los hombres una manzana. Pero es un relato verdadero. Adán y
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Eva no son personajes históricos, sino simplemente el hombre —en su doble expresión de varón y mujer—, el que simboliza a todos los seres humanos. El hombre tal como es, tal como siempre ha sido y como siempre será. Es el hombre débil que se enfrenta al mal en que está y que lo rodea, y al mal que hace. La alegoría trata de lo penoso y de lo caduco de la vida humana, de la angustia de la muerte y de la libertad y de cómo se han enfrentado los diversos hombres a esa angustia, para resolverla o para agudizarla. El relato sólo nos quiere enseñar que Dios creó al hombre libre y que es el hombre el que tiene que decidir si quiere hacer el bien o el mal, ser fiel a Dios o separarse de él. El hombre efímero y el hombre libre, con su angustia de muerte y con su angustia de mal. El Génesis también es un relato fundacional, es decir, cuenta los orígenes y la fundación de Israel. Aquí me refiero sólo a uno de sus aspectos humanos. Dios ordena a Abraham que le sacrifique a su hijo, en el que le había prometido una gran descendencia que, finalmente, sería el pueblo de Israel. Abraham, a pesar de la contradicción entre la promesa y el mandato, obedece, prepara la leña para el sacrificio y se dispone a matar a su hijo, cuando un ángel se le aparece y le detiene la mano que ya se levanta con el cuchillo sobre la cabeza de Isaac. No es un hecho histórico, nunca pasó, pero es una historia verdadera, porque refleja una situación en la que muchos hombres, sobre todo los creyentes, frecuentemente se encuentran o se pueden encontrar. Es decir, esa situación en la que uno no sabe si creerle a Dios o no creerle, si fiarse de él o no fiarse de él y hasta dónde fiarse de él, porque se muestra contradictorio, cruel, ininteligible, o el hombre le atribuye la crueldad y la contradicción, porque le resulta un enigma incompren-
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sible. Esa situación humana es real ante Dios. Y la Biblia quiere enseñar, con la alegoría de Abraham, hasta dónde hay que fiarse de Dios. Lo mismo pasa —otro ejemplo— con las diez plagas de Egipto, antes de que los israelitas escaparan de la esclavitud. Las diez plagas no son hechos históricos, no pasaron. Pero son una historia verdadera, la historia de las dificultades que pueblos y hombres encuentran para conseguir su liberación. La enseñanza es: cuesta mucho trabajo a pueblos y a hombres conquistar su libertad contra los opresores. El hombre ha tratado de solucionar de muchas maneras el enigma del mal, como ha tratado de darle forma al mundo invisible que escapa a su comprensión y a su inteligencia. Finalmente, nuestra percepción imaginativa de lo que es invisible se relaciona con el modo como respondemos a la gente que nos rodea, a las relaciones humanas, a los acontecimientos de la historia y del mundo, a la naturaleza, a las influencias culturales, a las concepciones religiosas, a las realidades y a los misterios que nos atormentan, a las contradicciones que no podemos resolver, como la contradicción hiriente y misteriosa entre el bien y el mal, y como el origen mismo del mal. Todo esto humano es lo que aplicamos y es la forma que damos a Dios y a todo el mundo invisible o sobrenatural que no comprendemos. Unos quisieron y quieren atribuir a Dios el origen del mal, y se separan de él, porque lo vuelven malvado al hacerlo el autor del mal. Otros no se atreven a tanto y buscan a otros seres que hagan el mal, para no atribuírselo a Dios, sean dioses intermedios, inferiores, llamados demiurgos o de cualquier otro modo, que originan el mal, o sean seres espirituales, demonios, ángeles caídos, que inspiran, sugieren y aun hacen el mal en los hombres y a los hombres.
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Nadie conoce a Dios en este mundo. La realidad es que no sabemos nada de Dios. Para nosotros es siempre el gran silencio y el gran misterio de la vida humana, el incomprensible, el inalcanzable. Simplemente no está a nuestro alcance intelectual y cognoscitivo. Pero el hombre intenta, a veces en maravillosas excursiones intelectuales, penetrar ese misterio y decir algo de Dios. La filosofía, la teología, las ciencias de las religiones lo intentan. Todos los pueblos del mundo y de la historia tienen su palabra sobre Dios. También los ateos la tienen, porque finalmente son ateos de lo que no conocen. Muchos estamos convencidos y decimos que Dios no puede crear a otro dios. Bastaría que fuera creado para que no fuera Dios. Dios es el increado; el que siempre ha existido y nunca empezó a existir; el que siempre existirá y nunca dejará de existir. Un dios creado, empezaría a existir en el momento en que lo crearan. Ya no sería Dios, sino un absurdo, y Dios no hace ni puede hacer absurdos. Por tanto, Dios sólo puede crear a seres limitados que, en su misma limitación y por su misma limitación, llevan en sí la imperfección, el vacío, la añoranza de lo que carecen, la necesidad de escoger sólo entre cosas que nunca llenan. Dios creó al hombre y le dio el don de la vida por amor, pero tuvo que hacerlo necesariamente limitado, imperfecto, semilleno, semivacío, libre ante sus opciones, porque no quería que fuera un robot incapaz de hacer sino aquello para lo que está programado. Dios no quiso hacer computadoras, quiso hacer seres humanos libres, dotados de inteligencia, de amor, de voluntad, de libertad, de imaginación, de creatividad, de decisión ante los caminos que les ofrece la vida. El hombre se encuentra siempre frente a una elección que decidirá su destino. Es el drama del paraíso. Dios les
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promete a los hombres una vida que no les pertenece por naturaleza. Quiere darles, para llevar el amor a sus consecuencias últimas, el don gratuito de una vida perfecta, sin vacío, sin añoranza, sin sufrimiento, sin limitación. Pero, dado que los hizo libres y que respeta su libertad, les dará ese don si lo merecen y si lo ganan. Tiene pleno derecho de hacerlo así. Dios le hace saber al hombre la razón por la cual lo creó, la razón de su vida y los caminos por los que debe andar, para que se cumpla el fin que tuvo al crearlo. Como ser inteligente que es, Dios no crea al azar, sino por un fin y con un objetivo. Como crea por amor, su fin es el amor y la felicidad, pero quiere que el hombre se gane esa felicidad y merezca ese amor. Y le marca el camino, para que lo siga o no, porque no le dio una libertad ilusoria, sino real, verdadera, que le respeta en serio. El hombre puede y debe decidir seguir ese camino o no seguirlo. Es la decisión entre el bien y el mal. Ahí están, en el interior del hombre, la raíz y el origen del mal. El mal se origina en la decisión del hombre, nace dentro del hombre, proviene de su entraña y de su libertad. Cuando el hombre no quiere hacerse responsable del mal que hace y del mal que causa, empieza a inventar otros responsables, para no tener que mirarse en el espejo de sí mismo. En la inmediatez, hace responsables a sus padres que no lo educaron bien, que le causaron traumas, que fueron de este modo o del otro modo; o culpa a sus maestros, a las malas influencias, a las malas compañías. Siempre a otros, quienesquiera que sean. Pero no puede quedarse en la inmediatez. El mal debe tener un origen definitivo, total. Primero Dios. El hombre quiere achacarle a Dios la autoría del mal que él mismo hace. Pero eso resulta absurdo,
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contradictorio, una solución que no soluciona, sino que empeora y complica más el asunto y hace de Dios un monstruo, a imagen de las pesadillas del hombre. O borra a Dios del horizonte. El razonamiento dice así: si Dios existe, Dios es bueno; si Dios es bueno, Dios no puede permitir el mal en el mundo; es así que el mundo está lleno de mal, luego Dios no es bueno; es así que Dios no es bueno, luego Dios no existe. En síntesis, si el mal existe, Dios no existe. Si Dios no existe, no importa hacer el mal y no tiene caso hacer el bien. Buenos y malos —si es que hay buenos y malos, si es que hay bien y mal— acaban igual, en la muerte y en la nada. Igual que los perros y las babosas y las cucarachas. La sinrazón es total. El mundo y la vida pierden el sentido. Estaríamos vacíos, instalados en el vacío, destinados al vacío. Ante la insensatez de hacer a Dios el origen del mal, pero terco en no asumir su propia responsabilidad por el mal que hace, el hombre decide atribuírselo a dioses inferiores, a seres intermedios, a mensajeros de Dios o a seres superiores caídos. Y empiezan la angelología y la demonología a desarrollar un teatro fantasmagórico para darle forma al mal y para explicar el drama interno del hombre entre el bien y el mal, entre la limitación y el ansia de infinito, entre el sufrimiento y la felicidad, entre la libertad y la obligación, entre la vida y la muerte. Son las dos opciones fundamentales que definen al hombre y su mundo de relaciones humanas: amor y desamor. Unos optan por el amor, otros optan por el desamor en sus diferentes formas. El drama está ahí y el hombre busca a los demonios para echarles la culpa y hacerlos el origen de su mal. Quiere su libertad y la reclama, pero no quiere responder por ella ni enfrentar sus consecuencias.
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El origen del mal Las expulsiones de demonios en el evangelio tampoco son hechos históricos, no pasaron. Son situaciones verdaderas, porque todos los hombres conocemos la desgarradura entre el bien y el mal, esa desgarradura que llevamos adentro y por la que tratamos de culpar a alguien de afuera, porque nos es más cómodo y menos doloroso que reconocer que nosotros somos el origen del mal, cuando no nos decidimos a romper con él en el centro de nosotros mismos, cuando no nos decidimos a expulsar a nuestros propios demonios internos, por ejemplo, el ansia de poder, de dinero y de placer como fin último de la vida. El evangelio es muy claro sobre el origen del mal. Dice Marcos: Lo que sale de dentro es lo que mancha al hombre; porque de dentro, del corazón del hombre, salen las malas ideas: inmoralidades, perversidades, robos, homicidios, adulterios, codicias, fraudes, desenfrenos, envidias, calumnias, arrogancia, desatino. Todas esas maldades salen de dentro y manchan al hombre. Muchos judíos contemporáneos de Jesús creían —como se sigue creyendo hasta nuestros días— que el mal se había encarnado en un adversario personal de Dios. En ese caso, el mal se origina afuera, no adentro del hombre. Toda la Biblia —y ése es un sentido profundo del relato que hace el Génesis sobre los primeros hombres en el paraíso— está llena de esta angustia de la libertad y de esta búsqueda sobre el origen del mal. Es la gran pregunta, y es la gran reflexión bíblica, como en el libro del Génesis, en el libro de Job y en el libro del Eclesiastés.
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Si muchos antiguos creían en dos dioses, uno bueno y otro malo, los judíos no podían creerlo así, por su monoteísmo. De ahí su búsqueda de una solución al problema acuciante: Dios crea el bien y el mal, por tanto, Dios es el origen del mal. O puesto de otro modo: Dios crea al hombre libre, de manera que puede hacer el mal. Luego el mal se origina en Dios, porque pudo haber hecho al hombre impecable y no lo hizo. Es la pregunta a la que Job trata de dar una respuesta que todavía buscan los hombres y que atormentó a los antiguos. Job no existió, es sólo una figura literaria. El libro de Job es un poema dramático lleno de pasión. El autor es un gran poeta, inconforme, en busca. Está en desacuerdo con la concepción tradicional de justicia divina que retribuye a buenos y malos según criterios de conveniencia humana. A los principios opone los hechos, a las ideas opone a un hombre concreto. El Salmo 73 se había ya enfrentado a ese problema y su respuesta había sido entrar “en el misterio de Dios”: Por poco doy un mal paso, casi resbalaron mis pisadas, porque envidiaba a los perversos al ver prosperar a los malvados. Para ellos no hay sinsabores, están sanos y engreídos; no pasan las fatigas humanas ni sufren como los demás. Por eso su collar es el orgullo, los cubre un vestido de violencia y el corazón les rebosa de malas ideas. Insultan y hablan mal, y desde lo alto amenazan con la opresión.
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Su boca se atreve con el cielo y su lengua recorre la tierra. Así son los malvados: acumulan riquezas siempre seguros. Entonces, ¿para qué he limpiado yo mi corazón y he lavado mis manos en la inocencia? ¿Para qué aguanto yo todo el día, y me corrijo cada mañana? Meditaba yo para entenderlo, pero me resultaba muy difícil; hasta que entré en el misterio de Dios y comprendí el destino de los malvados. Es verdad: los pones en el resbaladero, los precipitas en la ruina; en un momento causan horror y acaban consumidos de espanto. Como un sueño, al despertar, Señor, al despertarte desprecias sus sombras. El autor anónimo y genial del drama de Job hace sufrir a su protagonista, que es y se sabe inocente. De esa manera, su grito brota “desde lo hondo”. El sufrimiento de Job vuelve pasión su búsqueda y su lenguaje, como olas que chocan contra la doctrina tradicional que sus amigos le repiten. El drama empieza con un prólogo. En la tierra, en el país de Hus, hay un hombre llamado Job. Es justo, honrado, religioso y alejado del mal. Tiene diez hijos, siete hombres y tres mujeres; siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes, quinientas burras y numerosa servidumbre. Es el hombre más rico de Oriente. En el cielo, los ángeles, entre ellos Satán —concebido como un mensajero que recorre la tierra para contarle a Dios lo que en ella pasa—, se presentan ante Dios. Dios le
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pregunta al Satán si se ha fijado en su siervo Job. Satán —o Satanás— le contesta que la religión de Job no es desinteresada, porque Dios le ha dado todo y lo protege. Dios le da permiso al Satán de que haga con las cosas de Job lo que le plazca, pero que a él no lo toque. Satanás lo hace. Ladrones de la tribu de los sabeos se roban todos sus bueyes y sus burras; un rayo consume a sus ovejas y a sus pastores; una banda de caldeas se lleva sus camellos y apuñala a los cuidadores; una tormenta cruza el desierto, derriba la casa donde banqueteaban sus hijos y los mata a todos. Job no protesta contra Dios. Vuelve el mensajero Satán a ver a Dios, y Dios le presume la fidelidad de Job. El Satán pide permiso para tocarlo en su carne y en sus huesos. Dios le da el permiso y Satanás hiere a Job con llagas malignas, desde la coronilla hasta la planta del pie. Su mujer lo incita: “Maldice a Dios y muérete”. Job le responde que, si se aceptan los bienes de Dios, también hay que aceptar los males. Y no reniega de Dios. Hasta aquí el prólogo. En adelante, se desarrolla el drama en cuatro actos líricos, como cuatro tandas de diálogos entre Job y sus tres amigos: Elifaz de Temán, Bildad de Suj y Sofar de Naamar. En un preludio cargado de pasión, Job lamenta sus desgracias y maldice el día en que nació. En cada uno de los tres primeros actos, habla cada uno de los tres amigos, y Job les responde. En el cuarto acto, Job dialoga a solas con Dios. Los amigos defienden la justicia de Dios que premia a los buenos con los bienes de este mundo y castiga a los malos privándolos de los bienes de la tierra. Los ricos son ricos porque son buenos y Dios los premia con la riqueza. Los pobres son pobres porque son malos, y Dios los castiga con la pobreza. A Job no le interesa esa justicia de Dios que desmiente su propia experiencia, y apela a un pleito con
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Dios mismo, en el que aparecerá la justicia del hombre. Si ésa es la justicia de Dios, Job es más justo que Dios, y lo emplaza a que venga a responderle, justicia contra justicia. Por llegar a ese pleito y por probar su inocencia frente a Dios, Job arriesga su propia vida. Dios, finalmente, como instancia suprema, zanja la disputa entre Job y sus amigos, y dialoga con Job para encaminarlo hacia “el misterio de Dios”. El sufrimiento no es un camino del bien, es un mal que Dios no quiere pero tiene que permitir, en razón de la limitación y de la libertad humanas. Job había sido un hombre bueno convencional. A través del sufrimiento y del diálogo que le busca un sentido, surge un hombre profundo que asume y representa a la humanidad doliente que, a través de su dolor, busca a Dios casi fieramente. El Dios de los amigos, el Dios tradicional de los buenos tradicionales acomodados en su tradición, es un Dios ya sabido de memoria, encasillado, embutido en fórmulas y en soluciones humanas a domicilio. Del diálogo de Job emerge en su mente y en su búsqueda un Dios totalmente distinto, imprevisible, inasible, misterioso, difícil, que no se deja encerrar ni en palabras, ni en conceptos, ni en vida. Un Dios que sacude nuestro conocimiento tradicional y conveniente de Dios, nuestro conocimiento convencional del hombre y de su sentido, y nuestra concepción acomodaticia de las relaciones entre ambos. Un Dios que nos impele a aceptarlo como el gran silencio de nuestras vidas, pero también como la gran exigencia de justicia y de amor. Job se peleó con Dios, luchó con él, como había hecho Jacob, y tuvo de Dios otra visión. No le quedó en la vida sino romper los viejos esquemas religiosos, explorar la profundidad de la vida y buscar el verdadero rostro de Dios.
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Otro libro de la Biblia que se enfrenta al problema del bien y del mal y al sentido de la vida humana es el libro de Qohelet, escrito en el siglo III antes de Cristo por un maestro de la sabiduría, que se llama a sí mismo “qohelet”, convocador, el que convoca a la asamblea y habla en ella, una especie de eclesiástico o maestro religioso. Este libro se conoce en nuestras biblias actuales como Eclesiastés. Qohelet interroga sin pausa con preguntas que taladran. Considera la condición humana y su reflexión se ciñe a “lo que pasa bajo el sol”. No trata de ahondar en el problema metafísico de la existencia, ni de su significado en función de un valor absoluto de eternidad. Como buen semita se acantona en la esfera de su experiencia terrestre. Ante la gran corriente bíblica de la reflexión sobre la vida, sobre el sufrimiento, sobre el mal, sobre lo efímero de la existencia y sobre el desengaño de lo humano, Qohelet aporta el ansia de una luz más clara. Como reflexión sobre la experiencia de la vida, Qohelet tumba el pedestal de la sabiduría humana, la baja y la enfrenta a su fracaso y a su desengaño. La hace encontrar su límite y, por eso, la salva. Le hace ver que no tiene respuesta, al menos todavía, a la gran interrogante del sentido, y la impulsa a seguir buscando más allá del vacío terrestre. Para Israel, en ese momento, la representación del mundo espiritual y del sentido humano, con los problemas de justicia y de retribución que presenta (el gran problema de Job), es una esfera tan cerrada como el entendimiento del cosmos (que también surge en Job). El pensamiento y la reflexión se han detenido en la frontera del más allá, que sólo es un inmenso misterio incognoscible. Bajo esta luz, Qohelet sopesa la condición humana, con un dejo de amargura.
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La adquisición de la riqueza es lenta y penosa, y su posesión es insegura. La sabiduría se alcanza con dolor y, por lo menos, es mejor que la necedad; pero todas sus ventajas tienen término en la muerte, donde se encuentran y se emparejan el necio y el sabio. Por lo demás, a la sabiduría se le escapa su objeto más deseable: el sentido de la vida y el conocimiento de los designios de Dios. El problema de la retribución es otro enigma. Justos y pecadores experimentan la misma suerte y tienen el mismo fin. Peor aún (otra vez el libro de Job), el justo prueba la suerte que debería estar reservada al malvado. En la sociedad no hay más que injusticia y opresión. La vida transcurre de fracaso en fracaso, en el eterno retorno de las mismas cosas y en el inútil esfuerzo de atrapar el viento. Y, sin embargo, Qohelet es menos desesperado que Job (entre otras cosas, porque a él no lo toca Satanás en sus bienes, en sus seres queridos y en su salud). Job apela a Dios por el sufrimiento y por la justicia, Qohelet apela a Dios por el vacío. El misterio permanece. Así es la Biblia, un proceso, una reflexión sobre el sentido. Y en esa reflexión ocupan un lugar importante el mal y el demonio. ¿Es el demonio el que explica el mal? ¿O dónde está la explicación del mal y qué hay que hacer con el demonio? El concepto bíblico de Satán, como otros muchos conceptos y valores morales, es progresivo y cambiante. La Biblia no es monolítica, es una búsqueda, a veces angustiosa, a veces amarga, siempre terrestre, de la explicación y del sentido de los misterios que confrontan al hombre. Fue recopilada de tal modo que constituyera la historia del pueblo judío y creara las bases para una sociedad unificada. Y más que la historia del pueblo judío, la historia de las relaciones mutuas entre Dios y el pueblo judío.
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De la Biblia hebrea —y de la católica por distintas razones— se excluyeron otros escritos judíos, probablemente porque se identificaban con un grupo judío particular contra otros grupos, y no con Israel como un todo. Estos escritos fueron calificados de apócrifos (que tratan de “cosas ocultas”) o pseudoepígrafos (falsos escritos) porque no promovían, como los otros libros de la Biblia hebrea, la identificación de Israel consigo mismo y, en la Iglesia, la identificación con la interpretación y con la doctrina católicas. Pero los apócrifos son libros valiosos, porque dan a conocer mucho del pensamiento hebreo común, del mundo cultural ambiente, del significado de las palabras y de los conceptos, de los usos y de las costumbres, de la comprensión de la vida y de la teología. Y de la concepción de ángeles y demonios, que de hecho viene fundamentalmente de algunos de estos libros, como los tres libros de Henoc, de los que hablaremos más tarde. Es común entre los hombres deshumanizar a los enemigos, especialmente en tiempos de guerra. Lo hacemos de manera espontánea, como cuando decimos: este niño es un demonio, para significar que se porta malo que es “bárbaro”. En la Biblia es frecuente el sentimiento: Con tus descendientes voy a formar una gran nación; voy a bendecirte y a hacerte famoso [ ... ] Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan. La expansión del imperio israelita bajo el mando del rey David se interpreta de igual manera:
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Él es el Dios que me ha vengado y que ha sometido a los pueblos bajo mis pies. Él me salva de la furia de mis enemigos, de los rebeldes que se alzaron contra mí. En esto conoceré que le he agradado a Dios, en que mi enemigo no cante victoria sobre mí. Había frecuentes divisiones, acusaciones y satanizaciones entre los mismos judíos, sobre todo, en tiempos de guerra, de crisis o de peligro. Y usaban la imaginería demonológica para lanzarse invectivas y, sobre todo, identificaban a sus enemigos internos, israelitas, con Satán, el misterioso miembro de la corte misma de Dios, a veces siniestro y a veces, obediente mensajero, al contrario de lo que entiende la cristiandad, que lo concibe como el jefe del imperio de la maldad. La palabra Satán, en la Biblia, describe frecuentemente una función de adversario, no a una persona concreta. Comúnmente atribuían las desgracias al pecado del hombre. Pero a veces se le atribuían al Satán, caracterizado entonces como un ser sobrenatural, al que Dios le daba permiso de probar a los hombres. En el fondo, eran la duda y la necesidad de explicar el mal, tantas veces ininteligible, no como intervención de Dios, sino como producto de un ser inferior a Dios pero superior al hombre. En tiempos de Jesús, varios grupos disidentes, sectarios y diversos, se unieron a los fariseos en su denuncia de la casta sacerdotal y de sus aliados, es decir del “Templo” —el sistema, la institución; los intereses, los órganos constitucionales y las ordenanzas del poder establecido, específicamente religioso—, que ellos controlaban, y de las influencias extranjerizantes, de las que querían apartarse los disidentes. Cada vez más usaron la palabra Satán, convertida ya en una figura angélica y malévola, para caracte-
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rizar a sus oponentes judíos. Satán ya no era el mensajero de Dios, sino su enemigo. El mismo Jesús usa la palabra en ese sentido cuando anuncia su muerte violenta y Pedro se escandaliza de él y le dice que aleje esos pensamientos. Jesús le responde: “Apártate de mí, Satanás”. La acusación de moda era la seducción diabólica o, abiertamente, la posesión por el demonio, llamado de muchos modos: Rahab, Leviatán, Satán, Belcebú, Semihazah, Azazel, Belial, Diablo, Príncipe de las Tinieblas. Los ángeles que pecaron y que cayeron del cielo al infierno. Los demonios, según el apócrifo Libro de los Jubileos, “son crueles y fueron creados para destruir, [...] tienen dominio sobre los pensamientos de los corazones humanos”, y su presencia ha dominado este mundo como una sombra tenebrosa. Se trata de la ambivalencia moral y de la vulnerabilidad de todo ser humano, esencialmente corruptible y, en cierta medida, ya corrompido. Es el conflicto que mora dentro de cada persona, el conflicto de la libertad humana frente al bien y al mal. Como dice un escrito de Qumrán, la comunidad que habitaba en las zonas desérticas y en las cuevas del Mar Muerto, cuyos manuscritos se encontraron recientemente: Los espíritus de la verdad y de la falsedad luchan dentro del corazón humano. Si en el Nuevo Testamento se habla con frecuencia de ángeles y de demonios, la literatura apócrifa abunda en informaciones de todas clases sobre los espíritus buenos y malos. Son libros judíos o cristianos que ofrecen ciertas semejanzas con la Biblia y tratan de completarla, como los evangelios de la infancia de Jesús. Forman una literatura paralela a la Biblia, pero no aparecen, en el canon judío ni en el canon católico de la Biblia. Canon es la lista oficial
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de los libros que el pueblo judío considera auténticos y que la Iglesia considera inspirados y que son, por tanto, regla de vida. A pesar de eso, los apócrifos son más o menos ortodoxos y proporcionan valiosas informaciones a historiadores y teólogos. No hay duda de que los judíos, en el primer siglo de nuestra era —con excepción de los saduceos—, creían de manera bastante general en la existencia y en la actividad de los espíritus buenos y malos. En cuanto puede saberse, esta creencia se había desarrollado considerablemente, sobre todo en los medios hebreos pietistas —que ponían el acento en la experiencia religiosa personal, en una especie de misticismo—, sobre todo de las épocas persa y griega, en gran parte por influencia del extranjero, sobre todo de Babilonia y de Persia. Esta creencia en los espíritus no se tradujo en doctrinas idolátricas, como pasaba en Siria, en Babilonia y en Persia con los espíritus y divinidades inferiores. Los judíos, que no adoraban más que al Dios único, creían en los espíritus benignos y malignos, pero no los debían adorar ni darles culto; porque creían que ángeles y demonios reciben su existencia del mismo Creador, ejercen su actividad en dependencia de Dios y no pueden ser objeto de culto. Sólo constituyen los dos mundos opuestos del bien y del mal, en lucha el uno contra el otro. Una cosa era la doctrina y otra era la práctica. Los profetas denunciaron con frecuencia la idolatría de los judíos, sobre todo en las partes altas de Palestina, la desviación del culto y de la fidelidad a Dios, y las prácticas idolátricas de dioses falsos, muchos de ellos espíritus inferiores buenos y malos. Hay dos concepciones sobre los espíritus celestiales e infernales. Una los reduce al puro orden de los conceptos
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morales. Los espíritus son solamente la representación alegórica y personalizada del bien y del mal en figuras concretas de espíritus buenos y malos; representan la eterna lucha del mundo y del hombre entre el bien y el mal, personificada de una manera simbólica, religiosa y literaria. Es la forma imaginativa que el hombre da al mundo invisible del bien y del mal, que no comprende y que lo rebasa. La otra, en cambio, les pone raíces metafísicas y los traslada al orden de la existencia real, no meramente de los conceptos o de los símbolos. Los espíritus celestiales e infernales resultan entonces seres buenos o malos por su esencia misma, porque unos están constituidos por el bien y otros están constituidos por el mal, y no pueden dejar de ser la que son, porque lo son por esencia, por necesidad de su propio ser. En consecuencia, el mal y el bien existen como seres mitológicos, unos malos que sólo pueden ser malos y hacer el mal, y otros buenos que sólo pueden ser buenos y hacer el bien. Nosotros, en este caso, somos el campo de batalla donde se pelean. Y ya no somos los seres libres que deciden por sí mismos si obedecen o no obedecen los mandatos de Dios, si caminan o no caminan por los caminos de Dios, sino seres zarandeados por espíritus superiores que nos requieren y nos influyen, y que nos hacen beneficios o maleficios y aun nos obligan a hacer el mal, inclusive al margen de nuestra voluntad, como en las posesiones diabólicas.
La invención de los ángeles La teoría de la creación de los ángeles se remonta a tiempos muy antiguos. Se les concibe como seres espirituales, incorpóreos, que no comen ni beben, no se multiplican,
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no mueren, participan en cierta medida de las cualidades de Dios, forman su corte y son sus mensajeros. “Su número es infinito.” Cuando se manifiestan a los hombres adoptan forma humana y llevan vestiduras blancas resplandecientes. Se les atribuye una especie de mayordomía celestial. Por ejemplo, cuando Dios promulgó su ley para los israelitas, en el monte Sinaí, a través de Moisés, los ángeles desempeñaron un papel importante. Lucas y Pablo mencionan esa tradición. De los ángeles, unos están encargados del gobierno de los diversos elementos del universo; otros, de revelar los misterios y los designios divinos; otros, de velar por los hombres justos y de acudir en su auxilio. La teoría tiene muchas modalidades, como a cada autor le parece conveniente. Los espíritus celestiales se reparten por grupos, como querubines y serafines, o por clases, como potencias, dominaciones, tronos, principados, etcétera. Los ángeles superiores son Miguel, Rafael y Gabriel, a los que se unen con frecuencia Uriel, Ragüel, Saraquiel y Remeyel. Según otros, los ángeles son el escalón inferior de las jerarquías celestes. Miguel es el jefe de los ejércitos del Señor y, en la profecía de Daniel, aparece como protector del pueblo judío. En el Apocalipsis se dice que arrojó del cielo a los ángeles rebeldes. En su carta a los hermanos de la Iglesia primitiva, san Judas, hermano de Santiago, dice que Dios “retiene en prisiones oscuras y eternas” a los ángeles “que dejaron su propio hogar” y que el arcángel Miguel “luchaba contra el diablo disputándole el cuerpo de Moisés”. Gabriel es el ángel de la revelación, Rafael es el ángel de la curación, Uriel está al frente de las luminarias del cielo y desempeña funciones de justiciero. Muchos de estos detalles están tomados de los libros apócrifos llamados de Henoc, y bastan para dar una idea de
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la importancia que tuvo la angelología en el pensamiento teológico hebreo, de la profundidad con que penetró en la cultura religiosa y de la influencia que ejerció, sobre todo, en la especulación de los autores apócrifos, pero también en los escritos del Viejo y del Nuevo Testamentos. El desarrollo de la angelología y de la demonología, después del exilio de Babilonia, se explica por el apremio de darle una salida al problema del mal y por el influjo de la religión del Irán antiguo. Pero también por la necesidad innata de amplificar lo maravilloso, por el empeño en acentuar la trascendencia y la majestad de Dios multiplicando a sus servidores. No es digno de Dios haber creado solamente al hombre, un ser tan efímero y tan desconfiable, tan limitado y tan infiel en su servicio. Era necesario que Dios creara seres asombrosos, inconcebibles para la mente humana, etéreos, como pensamientos alados, modelados en luz, que existen individualmente para formar la corte de Dios. Los tres libros de Henoc representaron eso y jugaron un papel considerable. No se sabe, en realidad, quién o quiénes escribieron esos tres libros, ni cuándo se escribieron. Las opiniones varían. Unos piensan que fueron escritos después del exilio de los judíos en Babilonia, alrededor del año 500 antes de Cristo. Otros los colocan entre el 170 y el 150 a.C. Es obvio que los tres libros fueron escritos en épocas distintas y por escritores distintos. El autor —o los autores— de esos libros se los atribuyen a Henoc, por la costumbre en boga en aquellos viejos tiempos de atribuir la autoría a un personaje famoso, para darle autoridad al escrito. En este caso se le achaca a Henoc, hijo de Caín y nieto de Adán y Eva que, según la tradición, fue un patriarca distinguido por su vida confiada en Dios,
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del que se dice que no murió, sino que fue arrebatado al cielo, como Elías. El libro, principalmente el primero, describe en su fantasía los viajes de Henoc a través de los siete cielos, en donde supuestamente verifica la existencia de los ángeles buenos y se entera de la caída de los ángeles rebeldes que fueron convertidos en demonios y lanzados al infierno expresamente creado para ellos. De ahí viene esa fábula que perdura hasta nuestros días y que enraizó profundamente en la cultura religiosa de los hebreos y llegó con vigor hasta los tiempos de Jesús y hasta nuestros tiempos. Los ángeles fueron creados por Dios como sus servidores. Dios les puso una prueba. Un grupo, capitaneado por Luzbel, se negó a obedecer. Dios creó entonces el infierno para Luzbel —convertido en Lucifer— y para sus ángeles malos. Nacieron los demonios, servidores del mal y empeñados en la caída del hombre. Henoc fue un gran promotor del diablo. En la Iglesia, Dionisio Areopagita sistematizó para la teología católica las divisiones jerárquicas celestes y terrestres. Fue un escritor de finales del siglo V, que se fingió y se presentó a sí mismo como oyente, converso y discípulo de san Pablo, cuando el apóstol predicó en el areópago de Atenas. De ahí su apelativo de “Areopagita”. Conviene detenerse un poco en su fantasía, porque influyó de manera decisiva en santo Tomás de Aquino y en su teología, y forma parte de lo que hoy se sabe y se enseña sobre ángeles y demonios. A él se debe mucho de la sacralización de la jerarquía eclesiástica y la justificación del uso virreinal del poder en la Iglesia. Usó el término “jerarquía” para expresar una concepción sacerdotal de la Iglesia, en planos diferentes de dignidad. La jerarquía terrestre debe imitar a la celeste y conformarse con ella. La celeste —la de los ángeles— com-
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prende tres jerarquías. La primera, compuesta por serafines, querubines y tronos. La segunda, por dominaciones, virtudes y potestades. La tercera, por principados, arcángeles y ángeles. En estas tres jerarquías trimembres se clasifican los nueve grupos de intermediarios que conducen a la superesencia divina o tearquía. La primera tríada de ángeles recibe la iluminación divina, pero no puede transmitirla directamente a la inteligencia humana, por la fuerza de su resplandor, que el hombre no podría soportar. El resplandor de serafines, querubines y tronos se va debilitando de escalón en escalón hasta el orden de los ángeles, escalón inferior en dignidad de la jerarquía celeste, que son los mensajeros que transmiten a los hombres la iluminación divina debilitada hasta el alcance humano. Cada jerarquía comprende órdenes y poderes primeros, medios y últimos. La luz divina se transmite progresiva y gradualmente de los órdenes superiores a los órdenes inferiores, en un movimiento descendente. Y la luz se empaña a medida que desciende. Son los ángeles, último escalón celeste, los que tienen la misión de instruir y santificar al primer escalón de la jerarquía humana. No entran en comunión directa con los hombres, sólo son “mensajeros y reveladores del silencio divino”. La jerarquía humana también tiene tres tríadas. La primera, compuesta por patriarcas, metropolitas (encargados de una provincia eclesiástica) y arzobispos. La segunda, por obispos, sacerdotes y diáconos. La tercera, por subdiáconos, monjes y fieles. Así fue como Dionisio Areopagita multiplicó, inventó y ordenó a los seres invisibles —de los que nada sabemos, ni siquiera si existen— al ritmo de su imaginación milagrera y de los intereses del poder que pretendía sacralizar.
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Frente al mundo de los ángeles existe el mundo de los demonios, de los ángeles caídos que perdieron por su culpa su calidad de seres celestiales. Son tan numerosos como los espíritus buenos, actúan para el mal, se aplican en perjudicar a los hombres induciéndolos al pecado y causándoles daños corporales y materiales, inspiran a los impíos y a los paganos y les enseñan prácticas idolátricas, maleficios y sortilegios. Henoc cuenta cómo Dios convirtió a Luzbel en Lucifer y en padre de los demonios, y cómo fue arrojado por san Miguel a los infiernos recién creados para él y para sus ángeles rebeldes. Satán (el adversario, el acusador) es el jefe supremo de los espíritus impuros o malos, cuya potencia será aniquilada en los tiempos mesiánicos. De ahí el énfasis del evangelio en la expulsión de demonios y en el poder de Cristo sobre ellos, para enseñar que el Mesías vino en efecto a poner fin al poder del demonio y de sus espíritus malos. En la literatura de Henoc, el papel de Satán está representado por Azazel; en otros libros, por Mastema o por Belial; en el Nuevo Testamento, por Belcebú, “príncipe de los demonios”. El judío piadoso debía protegerse contra estos enemigos peligrosos absteniéndose de frecuentar los lugares donde habitan, invocando el auxilio de los ángeles buenos, recurriendo a conjuros y exorcismos. Estas creencias engendraron prácticas supersticiosas para neutralizar la acción de los espíritus malos. Muchos ponían más énfasis en defenderse de los demonios que en invocar a los ángeles o en ejercer su libertad frente al mal. De ahí derivó la creencia en Satán. Poco a poco tuvieron que alejarlo de Dios, porque no tenía sentido que fuera un servidor en la corte divina. Era lo mismo que ha-
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cer a Dios autor del mal. Y Satán quedó independiente y adversario. Ésta era la idea del mundo que prevalecía en los tiempos bíblicos y en los tiempos en que escribieron los evangelistas.
El lenguaje y la serpiente Los evangelios usan ese lenguaje, porque era el lenguaje corriente entre los judíos de su época. Jesús se adapta a sus creencias, para cambiarlas. Es el sentido de las narraciones evangélicas sobre expulsión de demonios. No son relatos sino parábolas. Los judíos de ese tiempo creían en ángeles y demonios, estaban ciertos de su comunicación benigna o maligna con los hombres, veían la enfermedad como consecuencia del pecado y atribuían el pecado a la influencia de los malos espíritus. Jesús viene a expulsar del hombre esa dependencia supersticiosa y ese miedo a los demonios y a los espíritus, tan propio de las creencias de entonces y de ahora, originaria de religiones primitivas y de religiosidades mágicas, que los hebreos importaron del exilio y que contradecían su concepción religiosa fundamental. El pueblo judío concibió una religión histórica, un humanismo que sobrepasa a la naturaleza, pero se apoya en ella para crear sus propios valores. Era una reorientación de situaciones humanas, una voluntad de hacer la historia y de construir la comunidad, como misión conjunta. Era la convicción de que el hombre no sale totalmente hecho de las manos de Dios, sino que debe hacerse a sí mismo y debe considerarse responsable de lo que hace de sí mismo. Tampoco la naturaleza está terminada, sino que es tarea del hombre recrearla y hacerla fructificar de acuerdo con sus propios proyectos históricos. La historia no borra la
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naturaleza, pero la trasciende, la recoge, la vuelve a trabajar, la orienta, la domina. La esperanza no es otra cosa que la certidumbre de que la historia reorientará su curso hasta hacer ceder la hostilidad de las fuerzas contrarias ante el advenimiento de una verdadera comunidad humana, como fruto del amor y de la reconciliación entre los hombres. Es la toma de conciencia en el tiempo de una vocación divina, como misión de un pueblo. De ahí también la necesidad de borrar distinciones entre lo profano y lo sagrado. Todo lo que ha salido de las manos de Dios es bueno. Los poderes de división, de disociación y de discordia pertenecen al hombre, no a poderes extraños, inasibles. Por eso, el progreso de la historia no puede ser juzgado según los criterios del hombre, sino únicamente según los criterios de Dios. De todo esto se deriva la importancia de la decisión libre del hombre, único responsable de la historia, pero responsable íntegro de la historia. La historia es suya, no de Dios; es su tarea, no la tarea de Dios; es la creación de su libertad, fruto de su amor o de su odio, de su justicia o de su injusticia. Es el dominio lúcido del hombre sobre el mundo. Ahí no cabe el demonio, que le disputa al hombre su libertad y su misión, que no pertenece a la historia humana y que viene desde afuera, interfiere en ella al margen del hombre y desvirtúa la libertad y la acción humanas. Si la naturaleza puede ser modificada, lo es por la acción del hombre, no por la intervención de Dios. Porque no se trata de que Dios someta las cosas en favor del hombre, sino de que el hombre someta todas las cosas a Dios, como tarea histórica que le corresponde. La humanidad es el medio del que Dios se sirve para dominar a la naturaleza, no al revés. Y la historia no es más que este proceso que se va
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dando paulatinamente. Si no tiene sentido la intervención de Dios, menos lo tiene la injerencia del demonio. Es una consagración progresiva de la creación por el hombre y para el hombre. Esto es lo que significa, en último análisis, la religión histórica. Todo debe ser renovado, todo debe ser cambiado. El objetivo consiste en llegar a una regeneración y a una reconciliación totales, hasta que prevalezca el amor. El lobo debe habitar con el cordero, el enemigo debe ser el amigo, el contrario debe convertirse en apoyo. Hasta que la contrariedad y la división, la desigualdad y el mal tengan fin por la acción responsable del hombre. En el pueblo judío y en la esperanza cristiana, el ideal no parece demasiado alto ni demasiado bello, porque el hombre tiene conciencia de ser el artífice de su propio destino. La presencia artificial del demonio sólo disloca esa concepción religiosa y la convierte en la religión mágica de los pueblos paganos que contaminaron a Israel y que sigue desviando a la humanidad por atajos distractivos. El demonio sólo fue una contaminación útil para el poder religioso y una perversión de la religión judía. De ahí que Jesús expulsara esa falsedad del demonio. No pertenece a la religión, no pertenece a la historia, no pertenece a los designios de Dios, no cabe en el tiempo del hombre. La religión judía introdujo en la historia una perspectiva de eternidad y una trascendencia. Y eso le permitió escapar al tiempo. El motor de todo es el amor, que se vive como acción, como actitud, como ideal, como motivo y como trascendencia. El demonio sólo venía a borrar esa dimensión de la historia, para meter la eternidad en el tiempo. Era una simbiosis de tiempo y de eternidad. Venía a quitarle al hombre su poder y su deber sobre la historia. Le quitó la religión histórica que hace al hombre respon-
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sable de su tiempo, y le dio la religión mágica que hace al hombre dependiente de fuerzas sobrenaturales incomprensibles e inmanejables. Por eso insisten los evangelios en sus narraciones simbólicas de expulsiones de demonios. Para devolverle al hombre su historia y su tiempo, para devolverle el verdadero designio de Dios y su responsabilidad propia de realizar el amor y la justicia, en la que no tienen injerencia poderes imaginarios. Dios es el único señor del mundo y no admite una especie de virreinato del demonio, ni quiere saber nada de eso. No es el diablo, sino el pecado, el que impide que germine en nosotros la palabra de Dios. Pablo a los Efesios: “No le den lugar al diablo”. En cambio, hay que cuidarse del pecado, que describe así: Déjense de mentiras, hable cada uno con la verdad, no lleguen a pecar; el ladrón no robe más, nada de brusquedad, coraje, cólera, gritos e insultos; destierren eso y toda aversión. El problema del diablo es el problema del origen del mal. Al hombre moderno no le interesa preguntarse por el origen del mal en abstracto. Le interesa más enfrentarse al mal concreto del hombre que sufre aquí y ahora, y emprender la tarea de eliminar el sufrimiento del mundo. El mal no es un llamado al misterio, sino un reto a la responsabilidad personal y colectiva. El hombre contemporáneo tiende a identificar el mal con algo concreto, como la injusticia social. Prefiere el mal que puede explicarse racional, técnica o científicamente, y se siente incómodo frente al mal como algo misterioso.
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En la Biblia no hay una explicación sistemática, ni siquiera satisfactoria, del diablo. No puede darla. El diablo no le pertenece y no le interesa. Es sólo un forúnculo que otros le contagiaron. La alternativa que se plantea, como quedó dicho y como sigue presentándose en nuestro mundo moderno, es: el diablo como ser personal realmente existente, o el diablo como símbolo que ha servido a lo largo de los siglos para representar el pecado y el mal. La creencia en los demonios es común a todos los pueblos antiguos, pero no se puede demostrar su existencia ni nadie la ha demostrado. Algunos dicen que tampoco se puede demostrar que no exista. Sólo que el peso de la demostración recae en los que afirman que fue creado un ser cuya existencia no consta y no encaja en lo que sabemos del proyecto de Dios sobre la historia de la humanidad y sobre la vida del hombre. No hay que inventar seres ni fantasmagorías sin necesidad. Y el demonio, no es necesario en la intención de Dios ni en el destino del hombre. La Biblia no habla de su creación, sólo refleja las creencias primitivas de entonces. La palabra diablo viene del griego diábolos, que significa el qué siembra división, el que separa, el calumniador, el tentador. La palabra Satán es muy posterior y no aparece en la Biblia sino hasta después del exilio. Significa el adversario, porque actúa contra los intereses del hombre. No es un nombre propio, sino un título, la descripción de una función. Satán es el enemigo de Israel. Su misión, como aparece en el libro de Job, es recorrer la tierra y enterarse de las malas acciones de los hombres para informar sobre ellas a Yavé. Es el fiscal de la creación. No sólo vigila y espía a los hombres, sino que los incita al pecado, para ver qué tan fieles le son a Dios. Acaba por convertirse en tentador.
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La palabra demonio viene del griego daimón, que significa una potencia sobrehumana. Puede ser positiva o negativa. Para explicar la serpiente del paraíso que les puso la tentación a los primeros hombres, hay tres interpretaciones distintas: 1. La literal histórica: el auténtico tentador fue el diablo, que tornó la forma de una serpiente, que habló con Eva y le ofreció una fruta. 2. La alegórica: la serpiente es imagen o representación de los malos deseos y de los placeres sensibles, símbolo de la carnalidad del hombre que lo arrastra con sus necesidades hacia sus instintos bajos. 3. La mítica: la narración del Génesis no es una historia, sino una fábula, mito o parábola, que intenta explicar el origen del mal. Unos insisten en la atmósfera sexual que flota en toda la narración del primer pecado y en el simbolismo fálico de la serpiente, familiar en el antiguo Oriente. Otros piensan que en el relato del primer pecado hay una polémica contra los cultos cananeos de la fecundidad, representados por la serpiente. De hecho, los profetas, desde antes del exilio, lucharon contra esos cultos, que fueron siempre litigio de los hombres sabios y de los hombres religiosos. Tradicionalmente, la fe cristiana ha utilizado la figura del diablo para expresar la fuerza y el poder del mal. El mal es un misterio y tal vez sea la figura del diablo la que subraya el carácter misterioso que tiene el poder del mal. El mal y la fuerza del mal son anteriores a la decisión personal. Cuando llegamos al mundo, nos encontramos ya
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aquí el pecado y la muerte, el mal y el sufrimiento. No heredamos un pecado original que no cometimos, sino que nacemos en ese ambiente dado, en el que se encuentran ya las estructuras del mal, los comportamientos del mal, las consecuencias del mal. La existencia humana se ve afectada por su separación de Dios, que es anterior a la propia responsabilidad individual. Esto es lo que se expresa en la doctrina del pecado original. El poder del mal es anterior a la actuación y a la responsabilidad individual de los hombres. Y el mal no es creado por Dios. Aunque es un misterio, tiene su origen en el hombre, en la condición humana, deficiente y lábil por naturaleza, desgarrada entre los deseos de su carne y los anhelos de su espíritu; en la situación humana del hombre que se separó de Dios y que no encuentra en sí mismo los recursos ni la fuerza para reconciliarse con él. Pero lo busca. El misterio del hombre. Todos los males del hombre tienen su origen en una raíz única: la negación del amor, el desamor como opción de vida. De ahí derivan las características que se aplican a la hipotética actuación del demonio: la mentira, la muerte y la tentación. Hay una razón de tipo filosófico por la que muchos no aceptan que el demonio sea un ser personal. En filosofía, persona es el individuo humano, todo individuo dotado de naturaleza racional. Es decir, que tiene capacidad de razonar, de autonomía, de relación, de amor, de decisión, de actuar sobre el mundo. En otras palabras, tiene inteligencia, voluntad, libertad, autonomía, amor, decisión, creatividad y trabajo, y es portador de un orden moral y sujeto de derechos en un orden jurídico. Un ser personal es capaz de libertad, de relación, de apertura y de amor. En este sentido, la palabra persona se refiere primaria y directamente
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al individuo humano. Y se la aplicamos a otros, por ejemplo a Dios, por analogía, en la medida en que le podemos atribuir rasgos humanos, los únicos que podemos entender. Las características esenciales de la persona son el amor, la relación y la libertad. Por eso decimos, por analogía, que Dios es persona, aunque no sea un ser corporal, porque para nosotros y en la medida en que podemos aplicarle nuestras categorías humanas, llena todas las características de una persona. El demonio, en cambio, no tiene amor y no tiene libertad, no puede decidirse por sí mismo, no tiene la esencia misma de la persona, que es el amor. Al contrario, es cien por ciento maldad, sin posibilidad alguna de escoger otra cosa. Es la maldad por necesidad esencial, el odio incurable. Y eso no es una persona. La personalidad del demonio, como lo concebimos y como pensamos que actúa, como lo han concebido siempre todas las religiones y como se concebía en tiempos de Jesús, radica en enfrentarse a Dios y a los hombres, de donde proviene su nombre hebreo: el adversario, Satán. El diablo no es apertura, sino cerrazón; no es amor, sino egoísmo, odio, negación radical del amor. Es la negación de la relación, la antirrelación, la solidificación del desamor. Por eso, sólo puede ser un símbolo del mal, una abstracción o, si se quiere, una personalización simbólica del mal, no un ser personal. No sólo no tiene las características que constituyen a la persona, sino que es la negación y la destrucción de esas características, en una contradicción viviente que no puede ser sino una figura simbólica, una comodidad literaria para darle un nombre manejable a una abstracción: el mal. Además de esa razón filosófica, hay dos razones bíblicas para descartar que el demonio sea un ser personal. Una
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es la que ya mencionamos antes: el demonio no encaja en el tiempo ni en la religión histórica, que son exclusivamente responsabilidad y misión humanas, tarea de la libertad y del trabajo del hombre. Otra es que el demonio, por su origen angélico, sería un ser personal incorpóreo, espiritual, en el sentido de que es puro espíritu sin materia, como serían todos los ángeles. Si se habla de espíritus celestiales e infernales, conviene saber el significado que la Biblia le da a la palabra “espíritu”. Se ve claro en las características que le adscribe al hombre o calificaciones que le atribuye al ser humano. La Biblia usa cuatro palabras para describir al hombre. La palabra carne o cuerpo, que significa al hombre en cuanto es efímero, un ser temporal que vive un lapso de tiempo y muere, se acaba. La segunda palabra suele traducirse malamente por alma. Para la concepción occidental común, el alma es un componente humano separable del cuerpo y creado directamente por Dios para ponerlo en el cuerpo. Decimos que el hombre es cuerpo y alma. El cuerpo es material y el alma es espiritual. La Biblia no sólo desconoce ese significado, sino que lo rechaza. La palabra bíblica que se traduce por alma describe al hombre en cuanto ser necesitado. Quiere decir el asiento donde se localizan las necesidades elementales de la vida. Presenta al hombre necesitado de ayuda, oprimido, amenazado. O lo presenta lleno de anhelos. Significa la vitalidad entera de los deseos humanos, la sede de las situaciones anímicas, de los sentimientos, de las necesidades, de los deseos, de los sufrimientos. En los Salmos es muy claro: alma asustada, desesperada, intranquila, débil, desalentada, agotada, indefensa, etcétera. Es decir, el hombre, en cuanto sufre y necesita. Significa vida, la vida propia del hombre, la vida que es hu-
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mana. El hombre es carne viviente. El alma es la persona. Es el yo humano. Es el hombre que se reconoce en su necesidad, pero que se conduce a sí mismo hacia la esperanza. La tercera palabra es corazón, que significa al hombre pensante. Es la sede de la reflexión, del pensamiento, de los afectos, de las actitudes. El hombre, sin embargo, es algo más. Es fuerza. Y la Biblia designa esa fuerza con la palabra espíritu, que significa viento, el viento que sopla, que arrastra las aguas, que estremece los árboles; la brisa fresca que alivia el calor del mediodía; el viento solano que trae las langostas, que seca, que anuncia la llegada de las codornices. Espíritu, lo divinamente fuerte, contrasta con carne, lo humanamente débil. Es fuerza vital, ánimo, capacidad creadora, fuerza activa, sabiduría, entendimiento, consejo, ciencia, fortaleza, autoridad, superación de la debilidad y de la impotencia, independencia. La palabra bíblica que se traduce por espíritu designa al hombre fortalecido, a partir de la comunicación de Dios con él. Es el viento, la fuerza vital de Dios, que designa el ánimo y la voluntad del hombre. Espíritu muestra a Dios y al hombre en relación. La palabra espíritu, en el Antiguo Testamento, expresa también una moción, buena o mala, originada o producida en el hombre, o una característica de la persona o de su modo de ser y de comportarse: espíritu de sabiduría, espíritu de fornicación, espíritu de violencia, espíritu de ira, espíritu de bondad, espíritu de iniciativa, espíritu creador, espíritu de amor. En consecuencia, la Biblia no entiende por espíritu lo que designa la palabra en la filosofía griega, es decir, un ser sin cuerpo, solamente espiritual, incorpóreo, como designarnos a los ángeles, a los demonios, a las almas humanas y
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a las almas en pena que supuestamente se aparecen y que ya no están unidas al cuerpo, las almas después de la muerte. De Dios decimos también que es espíritu, en cuanto se diferencia de los seres corporales y efímeros. El espíritu no muere, porque no se deteriora, como lo material. Por eso dice la concepción común que las almas de los hombres son inmortales: tuvieron principio, pero no tienen fin. La Biblia no usa ese lenguaje filosófico. Es obra de escritores hebreos, no de filósofos griegos. No conoce esas almas flotantes separadas del cuerpo del hombre. Llamamos Espíritu Santo a la tercera persona de la Santísima Trinidad, de acuerdo con la filosofía de santo Tomás, originada en Aristóteles, filósofo griego. En el pensamiento de la Biblia, el espíritu de Dios es la esencia misma de Dios, su manera de ser, el amor. Dios es amor. El espíritu de Dios es el amor. Es su actitud, su modo de ser, su comportamiento, su naturaleza misma. Dios tiene espíritu de amor. El Espíritu Santo es el amor de Dios. Para nosotros, en cuanto podemos percibir y entender, es la manifestación de Dios como amor al hombre, como amor que se relaciona con el hombre. El misterio de la Santísima Trinidad, Dios trino y uno, un solo Dios verdadero en tres personas distintas, es de nuevo una explicación filosófica, de la filosofía aristotélicotomista en concreto. Muy bella, por cierto. Pero de Dios no sabemos nada. Lo que deducimos, en nuestra inteligencia limitada, es que Dios, siendo amor, no puede ser un Dios solitario, sino que es un Dios comunitario, y eso es lo que quiere explicar la formulación de la Trinidad. Si lo vernos desde nuestra perspectiva, percibimos una triple manifestación de Dios: la que crea y da vida, la que redime y perdona, la que ama y acompaña. Ése es el espíritu de Dios, un espíritu de amor.
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El mal, el diablo que lo personifica simbólicamente, el poder del mal —en su centro y en sus manifestaciones, en su misterio y en su fuerza— ha sido vencido definitivamente por Jesús, el Cristo, cuya vida, preceptos y enseñanzas se despliegan en la dirección contraria: amor, libertad y servicio. El diablo es el espíritu del odio y del mal. Dios es el espíritu del amor. El amor de Jesús desenmascara y supera el egoísmo y el desamor. Encuentra su culminación en la cruz, porque “nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos”. En la pasión y muerte de Jesús, en su entrega a la muerte por amor, queda resquebrajado para siempre el poder de Satanás, del odio que produce la muerte definitiva. En Jesucristo, muerto y resucitado, vuelto a la vida, triunfa definitivamente el poder de Dios, porque triunfa el amor que produce la vida.
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