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ÍNDICE

Nota del autor, 17 Los protagonistas, 21

i. la misión 11. Fuera de Alemania, 29 12. El sueño de Hitler, 36 13. Llamado a las armas, 42 14. Un mundo gris y vacío, 51 15. Leptis Magna, 58 16. La primera campaña, 63 17. Montecassino, 71 18. Monumentos, Bellas Artes y Archivos, 77 19. La tarea, 90

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ii. norte de europa 10. Ganándose el respeto, 96 11. Una reunión sobre el terreno, 110 12. La Madona de Miguel Ángel, 124 13. La catedral y la obra maestra, 129 14. El cordero místico de Van Eyck, 141 15. James Rorimer visita el Louvre, 148 16. Entrada en Alemania, 166 17. Una expedición al campo, 173 18. El tapiz, 182 19. Deseos navideños, 192 20. La Madona de La Gleize, 201 21. El tren, 204 22. Las Ardenas, 217 23. Champán, 220

iii. alemania 24. Un judío alemán en el ejército estadunidense, 237 25. Sobrevivir a la batalla, 242 26. El nuevo oficial de Monumentos, 248 27. Los mapas de George Stout, 258 28. Arte en movimiento, 267 29. Dos puntos de inflexión, 270 30. El Decreto Nerón de Hitler, 278 31. El Primer Ejército cruza el Rin, 281 32. El mapa del tesoro, 287 33. Frustración, 298 34. Dentro de la montaña, 308

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introducción

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35. Perdidos, 313 36. Una semana para el recuerdo, 316

iv. el vacío 37. Sal, 333 38. Horror, 340 39. El Gauleiter, 346 40. La mina inundada, 349 41. El último cumpleaños, 355 42. Planes, 360 43. La soga, 364 44. Descubrimientos, 371 45. La soga se aprieta, 376 46. La carrera, 380 47. Los últimos días, 385 48. El traductor, 392 49. Suena la música, 395 50. El final del camino, 400

v. el desenlace 51. Comprender Altaussee, 406 52. Evacuación, 415 53. El viaje de vuelta, 423 54. Héroes de la civilización, 432

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Los personajes, 461 Notas, 467 Bibliografía, 479 Agradecimientos, 485 ¿Cuál es tu vínculo con esta historia?, 489 Índice de nombres, 491

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Más allá del significado que estos cuadros hayan podido tener para quienes los contemplaban una generación atrás, hoy no son sólo obras de arte. Hoy son símbolos del espíritu humano y del mundo obrado por la libertad de espíritu. […] Acoger estas obras hoy reafirma la voluntad de los ciudadanos de Norteamérica, para quienes la libertad del espíritu y la mente humanos, a los que se deben las grandes obras del arte y la ciencia, nunca podrá ser totalmente destruida. Presidente Franklin D. Roosevelt, ceremonia inaugural de la Galería Nacional de Arte, 17 de marzo de 1941

Solía llamarse “saqueo”. Pero hoy las cosas se han vuelto más humanas. A pesar de eso, pretendo saquear, y hacerlo a conciencia. Reichsmarschall Hermann Göring, alocución ante una conferencia de comisarios del Reich y comandantes militares en los Territorios Ocupados, Berlín, 6 de agosto de 1942

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NOTA DEL autor

Casi todos sabemos que la segunda guerra mundial fue la guerra más devastadora de la historia. Conocemos su terrible costo en vidas humanas; hemos visto imágenes de la destrucción de las ciudades de Europa. Y sin embargo, cuántos de nosotros hemos recorrido majestuosos museos como el del Louvre, hemos paladeado la soledad en catedrales imponentes como la de Chartres o hemos admirado una pintura sublime como la Última Cena de Leonardo da Vinci mientras nos preguntábamos: “¿Cómo sobrevivieron a la guerra todos estos formidables monumentos y obras de arte? ¿Quiénes los salvaron?”. Los grandes acontecimientos de la segunda guerra mundial —Pearl Harbor, el Día D, la batalla de las Ardenas— han pasado a formar parte del imaginario colectivo, lo mismo que los libros y películas —Hermanos de sangre, The Greatest Generation, Salvar al soldado Ryan, La lista de Schindler—, y los escritores, directores y actores —Ambrose, Brokaw, Spielberg, Hanks— que han dado vida a los héroes y hazañas de la época. Pero ¿y si nos dijeran que queda por contar un episodio importante de la segunda guerra mundial, un episodio significativo que aconteció en plena confrontación y del que fueron protagonistas un conjunto de héroes de todo punto inverosímiles? ¿Y si nos dijeran que en primera línea de batalla hubo un grupo de hombres que salvaron literalmente el mundo tal como lo conocemos; una brigada que ni empuñaba ametralladoras ni pilotaba tanques; individuos que no eran hombres de Estado; hombres que no sólo supieron prever la grave amenaza que pesaba sobre los mayores hitos culturales y artísticos de la civilización, sino que acudieron al frente para intentar evitarla? Estos héroes anónimos fueron conocidos como los Monuments Men, “los hombres de Monumentos”, un grupo de soldados que participaron en la campaña militar de los Aliados occidentales entre 1943 y 1951. Su cometido inicial consistió en mitigar los daños ocasionados en combate, principalmente en lo relativo a estructuras: iglesias, museos y otros monumentos relevantes. Con el avance de

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la guerra y el franqueamiento de la frontera alemana, pasaron a ocuparse de localizar obras de arte, muebles y demás creaciones culturales robadas o desaparecidas. Durante el tiempo que ocuparon Europa, Hitler y los nazis cometieron el “mayor saqueo de la historia”, confiscando y trasladando al Tercer Reich más de cinco millones de objetos de arte. La campaña aliada, encabezada por los hombres de Monumentos, resultó ser “la mayor búsqueda de tesoros de la historia”, con su correspondiente repertorio de anécdotas, inimaginables y curiosas, como todas las que acontecen en tiempos de guerra. Fue una carrera contrarreloj: decenas de miles de obras maestras del arte mundial, muchas de ellas robadas por los nazis —pinturas de Leonardo da Vinci, Jan Vermeer y Rembrandt, esculturas de Miguel Ángel y Donatello, todas ellas de incalculable valor—, se hallaban escondidas en los lugares más increíbles, algunos de los cuales han inspirado modernos iconos populares como el castillo de la Bella Durmiente en Disneylandia o La novicia rebelde. Y algunos de los nazis fanáticos que las custodiaban tenían muy claro que si no habían de ser para el Tercer Reich, no serían para nadie. Al final, unos trescientos cincuenta hombres y mujeres de trece países sirvieron en la sección de Monumentos, Bellas Artes y Archivos (mfaa, por sus siglas inglesas), número llamativamente modesto si se compara con los millones de hombres que fueron movilizados en total. Al término de la guerra (8 de mayo de 1945), no obstante, sólo quedaban en Europa unos sesenta hombres de Monumentos, la mayoría estadunidenses o británicos. Italia, a pesar de su riqueza artística, disponía tan sólo de veintidós encargados de Monumentos. En los meses que siguieron al Día D (6 de junio de 1944), en Normandía había sobre el terreno menos de una docena. Otros veinticinco se sumaron a ellos gradualmente hasta el cese de las hostilidades; sobre sus hombros, la abrumadora responsabilidad de peinar todo el norte de Europa. Una tarea a todas luces imposible. El planteamiento original de este libro consistía en narrar la historia de las actividades de estos guerreros del arte en Europa, con especial atención a los hechos ocurridos entre junio de 1944 y mayo de 1945, a partir de las experiencias de sólo ocho de los hombres que sirvieron en primera línea —más otras dos figuras clave, entre ellas una mujer—, valiéndome para ello de diarios de campaña,

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nota del autor

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diarios personales, partes de guerra y, sobre todo, de las cartas que mandaron a sus esposas, hijos y familiares durante la guerra. Dadas la vastedad de la historia y mi intención de dar de ella fiel testimonio, el manuscrito final se alargó tanto que, por desgracia, fue necesario excluir del libro las actividades de los oficiales de Monumentos en Italia. He utilizado el norte de Europa —mayormente Francia, Países Bajos y Alemania— como crisol para comprender esta campaña de recuperación. Los oficiales de Monumentos Deane Keller y Frederick Hartt, estadunidenses ambos, John Bryan Ward-Perkins, británico, y muchos otros, vivieron momentos increíbles durante el desempeño de su ardua misión en Italia. Durante la investigación salieron a la luz reveladoras y emotivas cartas dirigidas a sus familias donde detallaban la responsabilidad, en ocasiones agobiante, derivada de tener que proteger una de las cunas de la civilización. Las memorables vivencias de estos héroes en Italia aparecerán, en buena parte narradas con sus propias palabras, en un futuro libro. Para favorecer la cohesión, me he tomado la libertad de recrear diálogos. En ningún caso se tratan en ellos asuntos de envergadura y todos parten de una amplia tarea de documentación. He procurado en todo momento comprender y comunicar no sólo los hechos, sino también la personalidad y el punto de vista de las personas implicadas, así como su percepción de los acontecimientos en el preciso instante en que éstos sucedieron. Puestas en perspectiva, sus opiniones pueden contrastar a veces con las nuestras; éste es uno de los grandes retos de la historia. Cualquier error de juicio debe atribuírseme a mí en exclusiva. El núcleo de The Monuments Men es una historia personal: una historia sobre personas. Se me permitirá, pues, una anécdota propia. El 1 de noviembre de 2006 volé a Williamstown, Massachusetts, para conocer y entrevistarme con el miembro de la mfaa Lane Faison, Jr., quien trabajó también para la oss (la Oficina de Servicios Estratégicos), antecesora de la cia (la Oficina Central de Inteligencia). Lane llegó a Alemania en el verano de 1945 y se dirigió de inmediato a Altaussee, Austria, para ayudar a interrogar a un importante grupo de oficiales nazis detenidos por las fuerzas aliadas occidentales. Su misión consistía en

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averiguar cuanto fuera posible acerca de la colección artística de Hitler y sus planes para el Führermuseum. Terminada la guerra, Lane fue profesor de arte durante casi treinta años en el Williams College, donde formó a un buen número de estudiantes y compartió con ellos sus privilegiados conocimientos. Su legado profesional pervive en sus discípulos, sobre todo en los que han alcanzado cargos de responsabilidad en muchos de los principales museos de Estados Unidos: Thomas Krens (que dirigió la Fundación Solomon R. Guggenheim de 1988 a 2008), James Wood (director del J. Paul Getty Trust desde 2004), Michael Govan (director del Museo de Arte del Condado de Los Ángeles desde 2006), Jack Lane (director del Museo de Arte de Dallas entre 1999 y 2007), Earl A. Rusty Powell III (director de la Galería Nacional de Arte de Washington desde 1992) y el legendario Kirk Varnedoe (director del Museo de Arte Moderno entre 1986 y 2001). Pese a contar noventa y ocho años, Lane gozaba de buena salud. Por precaución, Gordon, uno de sus cuatro hijos, me advirtió de que “hace tiempo que papá no aguanta despierto más de treinta minutos, así que no lo tome a mal si no saca gran cosa de su conversación”. La charla no pudo ir mejor: duró casi tres horas, durante las cuales Lane hojeó mi primer libro, Rescuing Da Vinci, un homenaje fotográfico a la labor de la sección de Monumentos, deteniéndose de vez en cuando a observar algunas imágenes que parecían transportarlo hacia atrás en el tiempo. En ocasiones, los recuerdos acudían a la memoria, se le encendían los ojos y movía los brazos con entusiasmo mientras me contaba historias maravillosas. Al final, ambos sentimos la necesidad de poner punto final a la charla. Gordon no daba crédito, ni tampoco sus hermanos cuando lo supieron. Me levanté para marcharme y me acerqué a su sillón para darle la mano y mostrarle mi agradecimiento. Lane me la estrechó con ambas manos, me hizo acercarme y me dijo: “Llevaba toda la vida esperando conocerlo”. Diez días después, apenas una semana antes de su nonagésimo noveno cumpleaños, falleció. Era el día de los Veteranos.

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los protagonistas

Mayor Ronald Edmund Balfour, Primer Ejército canadiense. Edad en 1944: 40 años. Lugar de nacimiento: Oxfordshire, Inglaterra. Historiador de la Universidad de Cambridge, Balfour era lo que los británicos llaman un gentleman scholar, un caballero académico: un soltero entregado a la tarea intelectual sin ambiciones de honores ni de cargos. Protestante abnegado, empezó su carrera en el campo de la historia para pasarse luego a los estudios eclesiásticos. Su más preciada posesión era su inmensa biblioteca personal. Soldado Harry Ettlinger, Séptimo Ejército estadunidense. Edad: 18 años. Lugar de nacimiento: Karlsruhe, Alemania (emigrado a Newark, Nueva Jersey). Judío alemán, Ettlinger escapó con su familia de la persecución nazi en 1939. Llamado a filas tras finalizar estudios secundarios en Newark en 1944, el soldado Ettlinger pasó buena parte de su servicio encallado en la burocracia castrense hasta encontrar su destino por fin en mayo de 1945. Capitán Walker Hancock, Primer Ejército estadunidense. Edad: 43. Lugar de nacimiento: San Luis, Missouri. Escultor de renombre, Hancock había sido galardonado con el prestigioso Premio de Roma antes de la guerra y diseñó la Medalla del Aire del Ejército en 1942. Afectuoso y optimista, escribía con frecuencia a su esposa, Saima Natti, con la que se había casado apenas dos semanas antes de zarpar para Europa. Solía

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decir que le agradaba el trabajo y que su sueño era una casa con estudio en Gloucester, Massachusetts, donde él y su mujer pudieran vivir y trabajar. Capitán Walter Huchthausen, Hutch, Noveno Ejército estadunidense. Edad: 40. Lugar de nacimiento: Perry, Oklahoma. Hutch, un atractivo soltero de aspecto juvenil, era arquitecto en ejercicio y profesor de diseño en la Universidad de Minnesota. Destinado principalmente en la ciudad alemana de Aquisgrán, tuvo a su cargo buena parte de la sección noroeste del país.

Jacques Jaujard, director de los museos nacionales de Francia. Edad: 49. Lugar de nacimiento: Francia. Como director de los museos nacionales franceses, Jaujard era responsable de la seguridad de las colecciones de arte públicas de Francia durante la ocupación alemana, de 1940 a 1944. Fue el jefe, mentor y confidente de la otra gran heroína del mundo cultural francés, Rose Valland.

Soldado de primera clase Lincoln Kirstein, Tercer Ejército estadunidense. Edad: 38. Lugar de nacimiento: Rochester, Nueva York. Kirstein fue un empresario cultural y mecenas. Hombre brillante pero de carácter inestable y tendencias depresivas, fue cofundador del legendario Ballet de la Ciudad de Nueva York y se le considera una de las figuras capitales de su generación dentro del mundo de la cultura. No obstante, era uno de los miembros de menor rango del mfaa, donde ejercía de ayudante del capitán Robert Posey.

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Capitán Robert Posey, Tercer Ejército estadunidense. Edad: 40. Lugar de nacimiento: Morris, Alabama. Posey creció en una pobre granja de Alabama y se licenció en arquitectura por la Universidad de Auburn gracias a una beca del Cuerpo de Instrucción de Oficiales en la Reserva (rotc). El solitario de la mfaa se sentía profundamente orgulloso del Tercer Ejército y su legendario comandante, el general George S. Patton, Jr. Escribía con frecuencia a su esposa, Alice, y a menudo enviaba postales y recuerdos a su hijo, el pequeño Dennis, al que llamaba Woogie. Subteniente James J. Rorimer, zona de comunicaciones y Séptimo Ejército estadunidense. Edad: 39. Lugar de nacimiento: Cleveland, Ohio. Rorimer, el niño prodigio de los museos, fue nombrado conservador del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York (Met) siendo aún muy joven. Especializado en arte medieval, desempeñó un papel clave en la reunión de las colecciones medievales del Met, los Claustros, con la ayuda del gran mecenas John D. Rockefeller, Jr. Destinado en París, su férrea determinación, su voluntad de oposición al sistema y su amor por Francia le valieron el aprecio de Rose Valland. Su relación tendría una importancia crucial en la carrera por los tesoros ocultos de los nazis. Se casó con una colega del museo, Katherine, y su hija Anne nació encontrándose él de servicio; no pudo verla durante más de dos años.

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Teniente George Stout, Primer y Decimosegundo Ejércitos estadunidenses. Edad: 47. Lugar de nacimiento: Winterset, Iowa. Figura destacada en el por entonces desconocido mundo de la conservación artística, Stout fue uno de los primeros estadunidenses en comprender la amenaza que los nazis representaban para el patrimonio cultural europeo y presionó a la comunidad museística y al ejército para que crearan un cuerpo profesional destinado a la conservación de obras. Como oficial de campo, fue el especialista de referencia para el resto de los integrantes de la mfaa del norte de Europa, además de amigo y modelo de conducta indispensable. Pulcro y educado, exigente y meticuloso, Stout, veterano de la primera guerra mundial, dejó atrás a su mujer, Margie, y un hijo pequeño. Su hijo mayor sirvió en la Marina estadunidense en el Pacífico. Rose Valland, conservadora temporal del Jeu de Paume. Edad: 42. Lugar de nacimiento: Saint-Étienne-deSaint-Geoirs, Francia. Rose Valland, mujer de medios modestos criada en la Francia rural, fue la más peculiar de las heroínas de la cultura francesa. Trabajaba como voluntaria no remunerada en el museo del Jeu de Paume, adyacente al Louvre, cuando empezó la ocupación alemana. Mujer sencilla pero decidida, de aspecto y talante discretos, se congració con los nazis en el Jeu de Paume y, sin que éstos lo supieran, espió sus actividades durante los cuatro años que duró la ocupación. Tras la liberación de París, la envergadura y la importancia de sus informaciones, custodiadas con tesón, fueron fundamentales de cara al descubrimiento de obras de arte sustraídas en Francia.

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secci贸n i

la misi贸n 1938-1944

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Nos queda un largo camino por delante. Encontraremos a quienes sean capaces de cumplir, tan cierto como que el sol sale todos los días. Quienes falsean su reputación, abundan en discursos ingeniosos y banales y buscan deslumbrar a base de apariencias serán descubiertos y arrojados por la borda. Un liderazgo firme […] y una determinación férrea para encarar el desaliento, el riesgo y las avalanchas de trabajo sin pestañear serán siempre los atributos de quien se halle al mando de una unidad con vocación de triunfo. Deberá tener, además, una buena imaginación; de continuo me llevo las manos a la cabeza al ver cuán poco abunda la imaginación. […] Por último, deberá ser capaz de olvidarse de sí mismo y de su suerte personal. Ya he relevado a dos oficiales por no preocuparse más que de “injusticias”, “atropellos”, “prestigio” y… ¡por el amor del cielo! Comandante supremo Dwight David Eisenhower, en una carta al general Vernon Prichard, 27 de agosto de 1942

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Creo que si al principio obtuvimos resultados, fue porque nadie nos conocía y nadie nos molestaba; y porque no teníamos dinero. John Gettens, Departamento de Conservación del Museo Fogg, describiendo los avances científicos realizados con George Stout, 1927-1932

Los hombres de Monumentos Los hombres de Monumentos fueron un grupo de hombres y mujeres de trece países, de quienes la mayoría prestaron servicio como voluntarios en la recién creada sección de Monumentos, Bellas Artes y Archivos, o mfaa. La mayor parte de los voluntarios de primera hora contaban con experiencia como directores de museo, conservadores, estudiosos y profesores de arte, artistas, arquitectos y archiveros. La descripción de su trabajo era bien simple: salvaguardar cuanto fuera posible del legado cultural europeo mientras durasen las hostilidades. La creación de la sección mfaa fue un experimento que hizo historia. Por vez primera, un ejército marchaba a la guerra procurando reducir al mínimo posible los estragos culturales, aun careciendo de medios de transporte, pertrechos, personal o precedentes históricos. A primera vista, los hombres a quienes se encomendó esta misión tenían bien poco de héroes. Los primeros sesenta que sirvieron en los campos de batalla del norte de África y Europa hasta mayo de 1945, la primera etapa que cubre esta historia, eran en su mayoría personas de mediana edad, sobre la cuarentena. El mayor de ellos, un “viejo e indestructible”1 veterano de la primera guerra mundial, contaba sesenta y seis años; sólo cinco estaban entre los veinte y los treinta. Los más tenían familia y un buen empleo, pero todos eligieron unirse a la causa bélica ingresando en la sección de Monumentos, Bellas Artes y Archivos y luchando y dando la vida por aquello en lo que creían. Es para mí un orgullo presentárselos al lector y narrarle, lo mejor que sepa, sus formidables hazañas.

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Capítulo 1

fuera de alemania Karlsruhe, Alemania 1715-1938

L

a ciudad de Karlsruhe, en el suroeste de Alemania, fue fundada en 1715 por el margrave Carlos Guillermo de Baden Durlach. Cuenta la leyenda local que un día, caminando por los bosques, Carlos Guillermo se quedó dormido y soñó con un palacio rodeado por una ciudad. En verdad, si abandonó su residencia de Durlach fue por enfrentamientos con la gente del lugar. Con todo, el optimismo de Carlos Guillermo mandó disponer su nuevo asentamiento en forma de rueda, con el palacio en el centro y treinta y dos carreteras partiendo de éste a modo de radios. Como en el sueño, la ciudad empezó a florecer en torno al palacio. Confiado en que la nueva ciudad no tardaría en prosperar y convertirse en potencia regional, Carlos Guillermo invitó a todo el mundo a instalarse donde más le gustara, sin distinciones de raza o credo. Extraño privilegio, sobre todo para los judíos, que en buena parte de Europa oriental se veían obligados a vivir en núcleos segregados. En 1718 se estableció una congregación judía en Karlsruhe. En 1725, un mercader judío de nombre Seligmann llegó allí procedente de Ettlingen, ciudad vecina donde su familia había vivido desde el año 1600. Seligmann logró medrar en Karlsruhe, acaso porque las primeras leyes antijudías no se promulgaron hasta 1752, cuando por fin la ciudad se vio a sí misma como potencia regional. Hacia 1800 los habitantes de Alemania fueron obligados por ley a adoptar un apellido, y los descendientes de Seligmann tomaron el de Ettlinger, en recuerdo de su ciudad de origen.

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la misión

Kaiserstrasse es la calle principal de Karlsruhe, y en ella los Ettlinger abrieron en 1850 un comercio de ropa para mujeres: Gebrüder Ettlinger. Por entonces a los judíos les estaba vetado poseer tierras de labranza. Las profesiones liberales, como la medicina y las leyes, y el funcionariado eran accesibles, pero también abiertamente discriminatorias, mientras que los gremios, como el de plomeros o el de carpinteros, les negaban el ingreso. De aquí que muchas familias judías optaran por abrir pequeños comercios. Gebrüder Ettlinger quedaba a dos manzanas del palacio, y hacia finales de la década de 1890 se convirtió en uno de los comercios de moda de la región por encontrarse entre sus clientas una descendiente de Carlos Guillermo, la gran duquesa Hilda de Baden, esposa de Guillermo II de Baden. Hacia 1900 la tienda ocupaba cuatro pisos y contaba con cuarenta empleados. La duquesa perdió su posición en 1918, de resultas de la derrota alemana en la primera guerra mundial, pero esta pérdida no hizo mella en la fortuna de la familia Ettlinger. En 1925, Max Ettlinger se casó con Suse Oppenheimer, hija de un comerciante de textiles al por mayor de la vecina ciudad de Bruchsal cuya principal fuente de ingresos provenía del suministro de telas para uniformes de empleados del gobierno, como policías y agentes de aduanas. Las raíces de los Oppenheimer, también judíos, se remontaban a 1450, y éstos eran conocidos por su integridad, generosidad y filantropía. La madre de Suse había ocupado, entre otros, el cargo de presidenta local de la Cruz Roja. De modo que cuando en 1926 nació el primogénito de Max y Suse, Heinz Ludwig Chaim Ettlinger, al que llamaban Harry, la familia no sólo gozaba de una posición económica privilegiada, sino que su buena reputación estaba consolidada en toda la zona de Karlsruhe. Como los niños viven en un mundo aislado, el pequeño Harry creía que la vida había sido siempre como él la conocía. No tenía amigos gentiles, pero tampoco sus padres, por lo que eso nada tenía de extraño. Conocía a los gentiles de verlos en la escuela y en los parques, y aunque el trato con ellos era cordial, en el fondo se daba cuenta de que, por alguna razón, él era distinto. Ignoraba que el mundo se encaminaba hacia una crisis económica y que los tiempos difíciles propician reproches y acusaciones. En privado, los padres de Harry estaban cada vez

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más preocupados, no sólo por la situación económica, sino también por la creciente oleada de nacionalismo y antisemitismo. Harry lo único que veía era que la línea entre él y el mundo exterior de Karlsruhe era cada vez más visible y difícil de cruzar. En 1933, con siete años, a Harry se le prohibió la entrada en la asociación deportiva local. En verano de 1935, su tía abandonó Karlsruhe para instalarse en Suiza. Cuando Harry empezó el quinto curso pocos meses después, de cuarenta y cinco alumnos, en su clase sólo había otro que era judío. Su padre era un veterano condecorado de la primera guerra mundial y había sido herido de metralla en las afueras de la ciudad francesa de Metz, razón por la que Harry quedó temporalmente excluido de las leyes de Núremberg de 1935, en aplicación de las cuales los judíos habían de ser desprovistos de la nacionalidad alemana y, por ende, de la mayor parte de sus derechos. Obligado a sentarse en la última fila, las notas de Harry bajaron de forma notable. Y no por ostracismo o intimidaciones —que las hubo, si bien Harry nunca recibió palizas ni abusos físicos por parte de sus compañeros de clase—, sino por los prejuicios de sus profesores. Dos años más tarde, en 1937, Harry se cambió a una escuela judía. Poco después, él y sus dos hermanos pequeños recibieron un regalo sorpresa: bicicletas. Gebrüder Ettlinger había ido a la bancarrota por culpa del boicot a los negocios regentados por judíos, y su padre había entrado a trabajar con el abuelo Oppenheimer en la empresa textil. Harry aprendió a montar en bicicleta para poder moverse por Holanda, adonde la familia esperaba trasladarse. La familia de su mejor amigo planeaba emigrar a Palestina. De hecho, casi todos los conocidos de Harry estaban intentando salir de Alemania. Al cabo de un corto tiempo se supo que la solicitud de los Ettlinger había sido denegada. No iban a ir a Holanda. Poco después, Harry tuvo un accidente con la bicicleta; el hospital también se negó a admitirlo. En Karlsruhe había dos sinagogas, y los Ettlinger, sin ser practicantes asiduos, frecuentaban la menos ortodoxa. La sinagoga de Kronenstrasse era un edificio centenario y espacioso de rica decoración. El centro de oración se elevaba hasta una altura de cuatro pisos en una serie de cúpulas ornamentadas

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—cuatro pisos era la altura máxima permitida, pues ningún edificio de Karlsruhe podía superar a la torre del palacio de Carlos Guillermo—. Los hombres, vestidos con traje y sombrero de copa negros, ocupaban los largos bancos de la sección inferior. Las mujeres se sentaban en los palcos de la parte superior. A su espalda, el sol penetraba a través de los amplios ventanales y bañaba la estancia con su luz. Los viernes por la noche y los sábados por la mañana, Harry podía observar a la congregación desde su puesto en la galería del coro. La gente a la que conocía se fue marchando, obligada a expatriarse debido a la pobreza, la discriminación, la amenaza de la violencia y un gobierno que promovía la emigración como mejor “solución”, tanto para los judíos como para el Estado alemán. Aun así, la sinagoga estaba siempre llena. A medida que el mundo les daba la espalda —económica, cultural, socialmente—, los judíos acudían a la sinagoga en busca de la tolerancia que el exterior les negaba. No era extraño ver a quinientas personas reunidas en el templo, cantando juntas y rogando por la paz. En marzo de 1938, los nazis se anexionaron Austria. La adulación general subsiguiente fortaleció el poder de Hitler y reforzó la ideología del “Deutschland über alles” (“Alemania por encima de todo”). Según el Führer, estaba formándose un nuevo imperio alemán que duraría mil años. ¿Imperio alemán? ¿Alemania por encima de todo? Los judíos de Karlsruhe creían que la guerra era inevitable. No sólo contra ellos sino contra toda Europa. Un mes después, el 28 de abril de 1938, Max y Suse recorrieron en tren los ochenta kilómetros que había hasta Stuttgart para personarse ante el consulado estadunidense. Habían solicitado permiso para emigrar a Suiza, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, pero todas las solicitudes habían sido rechazadas. Aquélla no era una visita para solucionar papeles sino para hallar respuesta a unas cuantas preguntas, pero el consulado era un hervidero de gente y reinaba la confusión. La pareja fue de despacho en despacho, sin saber a dónde iban ni para qué. Hicieron preguntas y rellenaron formularios. Días después recibieron una carta. La solicitud para emigrar a Estados Unidos estaba en fase de tramitación. Según se sabría después, el 28 de abril fue el último día que Estados Unidos

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aceptó peticiones de emigración; todo aquel misterioso papeleo era la solicitud. Los Ettlinger tenían vía libre. Pero antes Harry tenía que celebrar el Bar Mitzvá. La ceremonia estaba prevista para enero de 1939, luego la familia se pondría en camino. Harry se pasó el verano estudiando hebreo e inglés mientras las propiedades de la familia iban desapareciendo. Algunas fueron enviadas a amigos y parientes, pero el grueso de sus objetos personales se embalaron para enviarlos a Norteamérica. A los judíos no se les permitía sacar dinero del país —lo cual convertía en superflua la tasa del cien por cien sobre el valor de los envíos destinada al Partido Nazi—, pero todavía podían conservar algunas de sus posesiones, privilegio que les sería retirado a finales de año. En julio, la ceremonia del Bar Mitzvá de Harry se adelantó a octubre de 1938. Envalentonado por su éxito en Austria, Hitler había anunciado que si los Sudetes, una pequeña franja de territorio unida a Checoslovaquia tras la primera guerra mundial, no eran entregados a Alemania, el país iría a la guerra. El pronóstico era de lo más sombrío. La guerra no sólo parecía inevitable sino inminente. En la sinagoga, los rezos por la paz se hicieron más frecuentes y deses­perados. En agosto, los Ettlinger adelantaron otras tres semanas la fecha del Bar Mitzvá de su hijo y su salida de Alemania. En septiembre, Harry, de doce años, y sus dos hermanos recorrieron veinticinco kilómetros en tren hasta Bruchsal para visitar a sus abuelos por última vez. El negocio textil se había hundido y sus abuelos estaban a punto de trasladarse a la cercana ciudad de Baden-Baden. La abuela Oppenheimer preparó un almuerzo sencillo para los muchachos. El abuelo Oppenhei­mer les enseñó una última vez unas cuantas piezas selectas de su colección de grabados. Era un estudiante del mundo y un modesto mecenas. Su colección se componía de casi dos mil grabados, sobre todo ex libris y obras de impresionistas alemanes menores activos entre 1890 y la primera década del siglo xx. Una de las mejores era un grabado realizado por un artista local del autorretrato de Rembrandt expuesto en el museo de Karlsruhe. El cuadro era una de las joyas de la colección del museo. El abuelo Oppenheimer solía detenerse a admirarlo en sus frecuentes visitas

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al museo con ocasión de conferencias y reuniones, aunque por entonces llevaba cinco años sin verlo. Harry no lo había visto nunca, pese a haber vivido toda la vida a cuatro manzanas de distancia. En 1933, el museo había cerrado sus puertas a los judíos. Finalmente, el abuelo Oppenheimer guardó los grabados y se volvió hacia un globo terráqueo. –Pronto, niños, serán norteamericanos —les dijo con tristeza—, y su enemigo —añadió girando el globo y colocando el dedo no sobre Berlín sino sobre Tokio— será Japón.1 Una semana después, el 24 de septiembre de 1938, Harry Ettlinger celebraba el Bar Mitzvá en la magnífica sinagoga de Kronenstrasse. El servicio duró tres horas y durante éste Harry se puso en pie para leer los pasajes de la Torá en hebreo antiguo, como se viene haciendo desde hace milenios. La sinagoga estaba al límite de su capacidad. La ceremonia conmemoraba su paso a la edad adulta, sus esperanzas de futuro, pero para muchos la posibilidad de seguir viviendo en Karlsruhe parecía haberse desvanecido. No había empleo, la comunidad judía padecía el rechazo y el acoso, y Hitler había retado a las potencias occidentales que osaran oponérsele. Terminada la ceremonia, el rabino se llevó aparte a los padres de Harry y les dijo que no perdieran tiempo, que no partieran al día siguiente sino esa misma tarde, en el tren de la una para Suiza. Los padres estaban desconcertados. El rabino les aconsejaba viajar en sabbat, el día de descanso. Era algo inaudito. Las diez calles de vuelta a casa se les hicieron interminables. El almuerzo de celebración, durante el cual comieron sándwiches fríos, transcurrió con calma en el apartamento casi vacío. Los únicos invitados eran los abuelos Oppenheimer, la otra abuela de Harry, Jennie, y la hermana de ésta, la tía Rosa, que habían ido a vivir con la familia tras el cierre de Gebrüder Ettlinger. Cuando la madre de Harry le comunicó al abuelo Oppenheimer lo que el rabino les había aconsejado, el veterano del ejército alemán se acercó a la ventana, echó un vistazo a Kaiserstrasse y vio a docenas de soldados paseándose con sus uniformes. –Si la guerra fuera a empezar hoy —dijo el astuto veterano—, todos estos soldados no estarían en la calle sino en los cuarteles. La guerra no va a empezar hoy.2

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El padre de Harry, también él un orgulloso veterano del ejército alemán, asintió. La familia no partió esa tarde, sino a la mañana siguiente, a bordo del primer tren con destino a Suiza. El 9 de octubre de 1938 desembarcaron en el puerto de Nueva York. Justo un mes después, el 9 de noviembre, los nazis aprovecharon el asesinato de un diplomático para precipitar la cruzada contra los judíos alemanes. Durante la Kristallnacht, la noche de los cristales rotos, se destruyeron más de siete mil negocios judíos y doscientas sinagogas. Los varones judíos de Karlsruhe, entre ellos el abuelo Oppenheimer, fueron capturados e ingresados en el cercano campo de internamiento de Dachau. La magnífica sinagoga centenaria de Kronenstrasse, donde sólo unas semanas antes Heinz Ludwig Chaim Ettlinger había celebrado el Bar Mitzvá, fue quemada hasta los cimientos. Harry Ettlinger fue el último muchacho que celebró la ceremonia del Bar Mitzvá en la vieja sinagoga de Karlsruhe. Esta historia, sin embargo, no trata de la sinagoga de Kronenstrasse, ni del campo de internamiento de Dachau, ni siquiera del Holocausto judío. Trata de otro de los actos de negación y agresión perpetrados por Hitler contra los pueblos y naciones de Europa: la guerra contra su cultura. Cuando el soldado del ejército estadunidense Harry Ettlinger volvió por fin a Karlsruhe, no fue en busca de familiares perdidos ni de los restos de la comunidad, sino para investigar el destino de otro legado arrebatado por el régimen nazi: la preciada colección de arte de su abuelo. Por el camino habría de descubrir, enterrado a ciento ochenta metros bajo tierra, algo que siempre había conocido pero que jamás había esperado ver: el Rembrandt de Karlsruhe.

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