MIKE LEWIS
DAR EL SALTO CUANDO TU EMPLEO NO ES LA VIDA QUE QUIERES
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Ésta es una obra de no ficción. No obstante, algunas personas cuyas historias se recuentan aquí emplean pseudónimos para proteger su privacidad. El diálogo en este libro se ha reproducido a partir de lo que cada autor recuerda.
DAR EL SALTO Cuando tu empleo no es la vida que quieres Título original: WHEN TO JUMP. If the Job You Have Isn’t the Life You Want © 2018, Mike Lewis Traducción: Aridela Trejo Diseño de portada: Cristóbal Henestrosa Fotografía del autor: Danielle Franz D. R. © 2018, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Homero 1500 - 402, Col. Polanco Miguel Hidalgo, 11560, Ciudad de México info@oceano.com.mx Primera edición: 2018 ISBN: 978-607-527-686-1 Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte de esta obra? Solicita el permiso en info@cempro.org.mx Impreso en México / Printed in Mexico
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Índice
Prefacio de Sheryl Sandberg, 13 Introducción: la historia de Mike, 17 La curva del salto, 31
Fase 1: Escucha esa vocecita, 35 Jeff Arch: de propietario de una escuela de karate a guionista de Hollywood, 46 Teresa Marie Williams: de enfermera a doctora, 54 Nate Chambers: de ingeniero mecánico a emprendedor de fitness, 59 Laura McKowen: de ejecutiva de mercadotecnia a escritora, 69 Tommy Clark: de médico investigador asociado a fundador y director ejecutivo de una organización sin fines de lucro, 75 Elle Luna: de diseñadora tecnológica a pintora, 80 Rashard Mendenhall: de futbolista profesional a escritor, 86 Jhovany Castaneda: de empleado de almacén a superintendente en una preparatoria, 90 Merle R. Saferstein: de administradora educativa a autora y maestra, 95
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Kelly O’Hara: de publicista a defensora de los sobrevivientes de abuso sexual, 99 Escucha esa vocecita: claves de la sección, 105
Fase 2: Traza un plan, 109 Debbie Sterling: de directora de mercadotecnia de una empresa joyera a fundadora y ceo de una empresa multimedia para niños, 120 Brian Spaly: de inversor de riesgo a fundador de una empresa de ropa masculina, 124 Barbara Harris: de ejecutiva de relaciones públicas a obispo en la iglesia episcopal, 128 Adrián Cárdenas: de beisbolista profesional a estudiante universitario, 131 Adam Braun: de consultor a fundador y director ejecutivo de una organización sin fines de lucro, 135 Akansha Agrawal: salto interno: de auxiliar operativo de publicidad digital, a analista de investigación de mercado, a especialista en análisis de ventas, 139 Maia Josebachvili: de trader de derivados en Wall Street a fundadora de una empresa de aventuras sociales, 147 Eric Wu: de banquero de inversión, a especialista en tecnología, a diseñador de una marca de ropa deportiva, 153 Paige Johnson (pseudónimo): salto interno: de representante de atención al cliente a ingeniera de ventas, 158 Alexandra Stein: de especialista en inversión a timonel del equipo de canotaje paralímpico de Estados Unidos, 165 Rahul Razdan: de especialista en servicios financieros a emprendedor de cambio social, 170 Traza un plan: claves de la sección, 175
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Fase 3: Permítete tener suerte, 183 Michael Lewis: de financiero a autor superventas, 191 Juan Romero: de curador del Acuario Marino Nacional y productor de campo de la bbc a marinero explorador, 195 Ethan Eyler: de vendedor de videojuegos a inventor del Carstache de Lyft, 200 Abigail Ogilvy Ryan: de directora de operaciones tecnológicas a propietaria de una galería, 207 Olakunle Oladehin: de investigador médico a director ejecutivo de una organización sin fines de lucro, 212 Brian Kelly: de profesional de los recursos humanos a fundador de la plataforma Travel Rewards, 218 Bruce Huber: de abogado, a pastor, a profesor universitario, 225 Eleanor Watson: de maestra a instructora de esquí, 231 Angus King, senador de Estados Unidos: de abogado, a periodista, a emprendedor del sector energético, a político, 236 Greg Klassen: de recolector de basura a diseñador y fabricante de muebles de lujo, 241 Permítete tener suerte: claves de la sección, 247
Fase 4: No pienses en el pasado, 253 Dan Kenary: de banquero comercial a propietario de una cervecería, 260 Kyle Battle: de consultor de tecnología de la información a director digital de las Olimpiadas Especiales, 266 James Bourque: de hostelero a restaurantero, 270 Elizabeth Hague: de secretaria a fotógrafa, 275 Jack Manning (pseudónimo): de gestor de una fortuna privada a operador de una casa de rehabilitación, 280
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Matt Pottinger: de periodista a marino de Estados Unidos, 286 Sarah Dvorak: de analista de operaciones minoristas a propietaria de una quesería, 292 Danni Pomplun: de bartender a instructor de yoga, 299 Manisha Snoyer: de actriz a emprendedora en el sector educativo, 305 Jacob Licht: de abogado empresarial a abogado federal, 309 Anoopreet Rehncy: de banquera de inversión a emprendedora de la moda, 314 Brenda Berkman: de abogada a bombera, 320 Brandon Stanton: de trader de bonos a fotógrafo, 324 No pienses en el pasado: claves de la sección, 332
Conclusión: volver a dar el salto, 341 Agradecimientos (o el detrás de cámaras), 345
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FASE 1
ESCUCHA ESA VOCECITA
“Esa vocecita… es tu verdadera voz.” Jeff Arch
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Me acababa de devorar una milanesa enorme afuera de un hostal para jóvenes en Viena cuando dos viajeros neozelandeses que estaban platicando en el vestíbulo me invitaron a una excursión al este para visitar a un amigo en Rumania. Yo tenía 21 años y disfrutaba un descanso de una semana antes de retomar el rumbo estable y perfectamente planeado que consistía en la universidad, las prácticas profesionales, la graduación y el trabajo. No lo pensé dos veces para cambiar mis planes. No pude haber accedido más rápido. Dos maestros neozelandeses y su secuaz estadunidense atravesamos Eslovaquia, la República Checa y Hungría hasta llegar a Rumania. Cuando el tren nocturno entró a Bucarest, me encontré con lo que había estado deseando en secreto. Canchas de squash. En las profundidades de un gimnasio polvoriento en un sótano de Bucarest, encontré tres canchas decadentes hechas de losas desgastadas de concreto. Dentro de la cancha, en el extremo derecho, dos hombres mayores gritaban, daban zancadas, reían y anunciaban el marcador a gritos en una confusión de sonidos extranjeros que imaginé era rumano. Atravesé la cancha despacio y me acomodé en el extremo izquierdo. Pasé unos cuarenta y cinco minutos practicando mis tiros contra la pared; la pelota rebotaba con una cadencia que me era familiar. Los gruñidos de la cancha al otro extremo reverberaban en la caverna de concreto. Cuando terminé de entrenar y me dirigí a los casilleros, me detuve a ver a los dos rumanos empapados en sudor culminar su duelo. Momentos después de haber terminado, de
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repente se dieron cuenta de mi presencia. Uno de los jugadores me llamó con el índice. Era mi turno. El mejor de los dos rumanos dejó que su compañero jugara conmigo mientras él se limitó a vernos con indiferencia. Cuando le gané varias veces a su compañero, el mejor jugador entró a la cancha. Un par de horas después de aporrear la pelota y de varias colisiones, les había ganado a los dos mientras el director del club nos observaba sentado. Cuando salí de la cancha me esperaba paciente para hacerme una oferta: quédate en Bucarest. Quédate con uno de nuestros jugadores. Entrena a nuestro equipo; te ayudaremos a acoplarte a la vida en Europa del este. La primera reacción fue una sacudida. No podía creerlo. Era lo que quería: una aventura bizarra, por completo desconocida, una desviación inesperada del “rumbo” hacia una vida de logros que nuestra cultura aprobaba. Era el tipo de relato que me había contado Shawn, el jugador profesional que se quedó en nuestra casa en Santa Bárbara. Esas anécdotas me habían deleitado, pero nunca había creído que alguna vez viviría una en carne propia. Ahí estaba: dentro de un sótano polvoriento de Bucarest y el amigable director rumano de un club de squash me estaba dando una oportunidad. Hasta que llegó la realidad. Mi corazón se había alojado en las profundidades de mi estómago. Mi mente comenzó a analizar los hechos. No estaba listo para dar el salto. Estaba preparándome para un salto más grande y podría poner en marcha esos preparativos sólo después de completar mis prácticas, titularme y encontrar trabajo. A partir de entonces podría ahorrar dinero y mejorar mi desempeño en el deporte. Tenía mucho que hacer. Miré al rumano amigable y con todo el autocontrol que pude rechacé la propuesta cortésmente. Al día siguiente volé a Zúrich y me hospedé en las viviendas corporativas de una empresa privada de trading de materias primas con sede en un tranquilo poblado suizo rodeado de ovejas, en las faldas de una montaña, a una hora en tren de la ciudad. Al día siguiente me puse un traje y comencé un empleo de un mes;
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de día me trasladaba al poblado y de noche regresaba a las silenciosas calles de Waffenplatzstrasse. Más adelante alguien me contó que se trataba de un vecindario para familias y jubilados; así entendí por qué nunca me encontré a nadie de mi edad. En el trabajo era aprendiz de un trader de materias primas, experto en la oferta y demanda de químicos como los nitratos de amonio. Seguí sus rutinas diarias sin dejar de imaginarme qué estarían haciendo los rumanos en aquel sótano. Un mes después estaba de regreso en Estados Unidos, en Nueva York, desempacando un traje a rayas de lana con pantalones acampanados de finales de los 70 que había sido de mi papá. Estaba a punto de empezar mis primeras prácticas empresariales de verdad: un programa rotativo en Goldman Sachs que duraría todo el verano, una oportunidad única, algo que tanto a mí como a mis padres nos parecía inalcanzable. Me movía de unas prácticas prestigiosas a otras, de la primavera al verano, a menos de un año de graduarme. Si hubiera dado el salto en Rumania durante la primavera de mi penúltimo año de la carrera, hubiera sido impulsivo y con poca visión a futuro. Esperarme tuvo sus recompensas. No obstante, una vocecita interior surgió de ese encuentro. Era la aventura indicada, pero el momento equivocado. Aun así, era la indicada. Un año y medio después de haber jugado squash en Bucarest, despertaba a las 7:20 con “I Think Ur a Contra” de Vampire Weekend en la alarma de mi teléfono, la apagaba, me vestía y salía al imponente castillo de Bain Capital Ventures. Desde las ventanas que daban al norte podía ver a corredores ejercitarse, a perros jugar y a estudiantes dormitar en un campo de Boston Commons. La secuencia planeada seguía su curso, pero la vocecita no me dejaba en paz. Un par de años después de haber salido de aquellas canchas parecidas a un calabozo en Rumania, miraba el mapamundi que colgaba de la pared de mi oficina y dos cosas me quedaron muy claras. La primera, todavía quería cumplir mi sueño de jugar squash profesional y viajar por el mundo. La segunda: nadie
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—ni mis padres, hermanos o colegas— iban a entrar a mi oficina a decirme cuándo podía empezar mi sueño. En cambio, era la vocecita la que hablaba. No sabía qué hacer con esa voz. Por una parte, tenía que equivocarse. Mis padres me habían brindado la educación y crianza para que pudiera conseguir un trabajo tal como el que tenía: estable, prestigioso, lucrativo. Mi trabajo era estimulante, lo disfrutaba. ¿Acaso no era éste el objetivo? La idea de cambiar las cosas por cualquier motivo —ya no digamos por mi brillante idea de practicar un deporte desconocido sin remuneración mientras dormía en sillones de desconocidos— no sólo parecía una actitud desagradecida con mis padres, sino que la logística era insensata y la viabilidad financiera, imposible. No obstante, la voz iba creciendo. Fingí no escucharla. Más bien, la escuchaba, pero intentaba olvidar lo que había escuchado, enviar esos pensamientos a lo más recóndito de mi mente. Muy convenientemente, mi club de squash en Boston estaba cruzando la calle de mi oficina en Bain, y comencé a frecuentarlo fuera del trabajo. Un día que entraba en mi hora de comida, escuché una conversación cerca de la recepción. Dan era un veinteañero de origen irlandés, desgarbado, cordial, con cabello rizado y una sonrisa pícara. Había sido campeón junior en Irlanda y ahora era instructor profesional adjunto. Hablaba por teléfono; le estaba contando a su interlocutor su experiencia jugando en los circuitos australianos y neozelandeses de la gira hacía un par de años. Me quedé parado con torpeza en la puerta, saliendo del elevador, tomando nota mental de todos los consejos que Dan estaba dando: cuándo ir, en dónde jugar. Incluso Dan conocía a un par de antiguos compañeros de entrenamiento que podían alojar a los jugadores. Cuando Dan terminó, pasé caminando despacio por la recepción y entré a las canchas, cerré la puerta, imaginando que yo era el interlocutor. Ese día practiqué solo, golpeé la pelota de goma una y otra vez contra la pared, preguntándome cuándo estaría en el lugar de aquel interlocutor.
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Al salir del gimnasio, me detuve en el escritorio de Dan. “Dan, en algún punto, no ahora ni en un futuro cercano, pero en algún momento, tal vez vaya a competir en la gira. ¿Me podrías pasar los nombres y tips que diste por teléfono?” Sin dudarlo, Dan respondió: “Claro, hermano. Cuando quieras. Búscame cuando quieras”. Me metí a los casilleros y regresé a la oficina. Desde las ventanas de las oficinas londinenses de Bain Capital, el palacio de Buckingham se veía igual que en las películas: espléndido, formal, histórico. Después de seis meses trabajando en Bain, me estaba yendo muy bien. Les había vendido con éxito la idea de pasar unos días en las oficinas de la empresa en Londres, a pesar de que nadie en nuestro departamento de capital riesgo laboraba allá. Trabajaría en un espacio prestado de otro departamento de la empresa y prometí a mis jefes que mi productividad no bajaría. Si acaso, sugerí, tal vez el escenario internacional me ayudaría a descubrir nuevas oportunidades de inversión. A mis jefes parecía entretenerles mi esfuerzo y seguramente tenían cosas más importantes que resolver, así que me dieron permiso. Era marzo y por primera vez visitaba Reino Unido. Estaba convencido de vivir mi aventura en el extranjero, incluso si implicaba hacer el mismo trabajo pero en otra zona horaria, en un escritorio y silla temporales dentro de una oficina vacía de paredes blancas que habría podido pasar por el clóset de un hospital. Había cambiado un poco las reglas para ir a trabajar a Londres. Si había logrado esto, tal vez podía cambiar las cosas aún más. Me quedaba en la sede europea de Bain Capital Private Equity. Dwight Poler estaba a cargo de la oficina; era un inversor brillante respetado tanto dentro de la empresa como en la industria. Resultó que Dwight había realizado su posgrado en la misma universidad en la que yo había estudiado mi licenciatura, y colegas mayores nos habían presentado en virtud de esta conexión. Antes de irme de Londres, Dwight encontró unos minutos para invitarme a su oficina. Caminé de puntitas por el pasillo elegante; cada paso adquiría mayor importancia, como si con tocar el espacio que había
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tocado un empresario tan respetado, se me fuera a pegar un poco de su talento. Las operaciones de Bain, su excelente reputación y los líderes como Dwight que habían contribuido a su relevancia, me tenían asombrado. Aunque la vocecita en mi mente empezaba a hacer de las suyas, no le iba a permitir que saliera durante mi reunión con Dwight. Pero cuando me contaba sus recuerdos de la escuela de negocios, Dwight me compartió otra cosa: alguna vez había dado el salto para seguir su sueño. “Tenía unos amigos y siempre nos prometimos tomarnos un año para viajar. Así que pedí una prórroga en el posgrado y lo hicimos. Nuestro presupuesto fue muy modesto y nos fuimos.” No me resistí, le confesé mi propio sueño. Cuando le compartí un pequeño esbozo de la insistencia con la que mi vocecita me animaba a jugar squash profesional, respondió: “Hazlo. Todos tendrán un motivo para que no vayas: te dirán que estás loco, que perderás tu ventaja competitiva, que podrías ganar más dinero. Pero hazlo”. Mi vocecita había salido, y recibir consejos sobre mi idea de dar el salto de un modelo a seguir en los negocios fue por completo inesperado y emocionante. “Pero espera un par de años. Lo valorarás más. Tendrás más dinero”, concluyó. Me aseguré de recordar esto último y un par de minutos después terminamos nuestra conversación. De salida, agradecí a Dwight su honestidad y su consejo de invertir en mi pasión y arriesgarme a dar el salto. Sonrió y dijo: “La vida es larga”. Salí decidido de la oficina de Dwight y crucé el pasillo y el palacio de fondo. Antes de regresar al clóset de hospital, le mandé un mensaje a mi amigo Dan: “Si no juego squash profesional, siempre me arrepentiré”. Dos años después, en mi tercer año en Bain, estaba en la oficina y recibí la llamada de un ejecutivo que tenía una empresa en algún lugar de Connecticut. Nunca habíamos hablado y no volveríamos a hacerlo, pero por alguna razón, después de terminar con el tema de los negocios, el desconocido al otro lado de la
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línea preguntó por mi historia personal. ¿Qué quería hacer con mi vida? ¿Permanecer en este trabajo? Fue como si lo supiera. Me reí nervioso y le expliqué lo afortunado que había sido al obtener el empleo que tenía y lo demente que sería si cambiara las cosas. Hizo una pausa y concluyó con esta frase: “Mira, hijo, pareces un buen chico. Te aconsejo hacerle caso a tu corazón”. Colgué el teléfono pero interrumpí mi rutina automática que consistía en archivar notas y responder correos. En esa pausa breve me rendí. Dejé de ignorar a la voz, dejé de fingir que no la escuchaba. A partir de entonces iba a subir el volumen. Si el subtítulo de esta sección (“Escucha la vocecita”) tuviera un subtítulo, éste sería: “Y después cuéntale a la gente lo que te dice esa voz”. Durante demasiado tiempo me quedé sentado frente a mi escritorio dándole muchas vueltas a la validez de mi idea, avergonzado de decirla en voz alta, preocupado porque mis padres nunca entendieran que necesitaba ponerla en marcha para que algún día, en mi vejez, por lo menos pudiera decir que lo había intentado. En términos más prácticos me preocupaba que nadie me volviera a contratar nunca más. Llevaba un par de años en mi profesión y tenía miles de colegas capaces de sustituirme sin titubear, sin mencionar a los recién egresados de la universidad, ambiciosos y expectantes. Recordé que un colega mayor que yo me había contado que había decidido no dar el salto que él había querido porque implicaba dejar la empresa. Tenía treinta y tantos, casado y con un hijo pequeño. “En este trabajo, lo que sigue es ser director ejecutivo. No quiero salirme de la fila y perder mi oportunidad. Tendría que empezar de nuevo.” Si jugaba squash profesional una temporada, sin duda implicaría salirme de la fila de Bain. Sin embargo, lo que me asustaba más era la idea de que ni siquiera se me permitiera empezar de nuevo más adelante. ¿Qué pasaría si no salía bien lo del squash? ¿Qué tal si no ganaba ningún partido? ¿O qué pasaría si funcionara pero fuera
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infeliz? No había garantía de que podría retomar mi carrera en las finanzas, y en mi mente ya había decidido que no sería así. Sería el individuo del que hablarían mis colegas y excompañeros de clase cuando se tomaran una cerveza o en las reuniones de exalumnos —¿cómo se llamaba? ¿Mike? ¿Mark?—, aquel pobre diablo que se obsesionó con un sueño y que ahora no puede regresar a la realidad. Si lo hacía bien, tal vez podría volver a empezar como becario. Mis amigos, entonces socios o vicepresidentes, me podrían contratar, si acaso podían convencer a sus colegas. Sabía bien a qué renunciaba al dejar Bain: el dinero, las prestaciones, la seguridad, el estatus. Y si me animaba a jugar squash profesional, no sabía bien qué obtendría a cambio. Me temía que sería mucho menos de lo que Bain me ofrecía. En esta especie de oscuro abismo de miedos, la mayoría de los saltos mueren antes de nacer. Para mantener un salto con vida es útil contárselo a alguien. Llevaba nueve meses trabajando en Bain, habían pasado tres años de haber conocido a mis colegas en el squash en aquel sótano de Bucarest y una década desde que Shawn me había ilusionado con sueños sobre la gira profesional. Entonces, por primera vez, compartí con alguien la intención honesta que provenía de esa vocecita. Antes de hacerlo, hice un repaso mental y decidí buscar a un amigo de mi papá, un hombre a quien consideraba un observador neutral y objetivo de mi vida, alguien sin la carga de los lazos familiares o amistosos, alguien que podía darme una valoración sincera de mi idea. Nos vimos una mañana para tomar café en el Blue Glass Café, una cafetería para llevar ubicada en la recepción del edificio de mi oficina. Blue Glass estaba repleto de personas con prisa, ninguna de las cuales parecía especialmente contenta de ir a donde tenía que ir. Nos amontonamos en una mesita entre una confusión de laptops y maletines en movimiento; pegué mi silla a la mesa. Examiné el entorno, las tazas y los periódicos. ¿Reconocía a alguien? ¿Alguien nos podía escuchar? Me daba miedo
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que algún conocido me viera. Acerqué mi silla aún más, tenía el pecho pegado al borde blanco de la mesa. El amigo de mi papá esperó con paciencia a que comenzara. Después de titubear varias veces, solté mi secreto. Al final, él respondió: “Adelante. Como le digo a mis hijos: la vida no nos permite repetir”. Después de esa ocasión me permití compartir mi sueño con mayor frecuencia. Muchos días después, en la mesa más lejana de un comedor corporativo vacío, durante un refrigerio de media mañana, se lo conté a mi colega Noah. Mientras pelaba una naran ja y esperaba sus comentarios, Noah formuló las cosas de otra forma: “Hermano, ¿qué es más interesante? ¿Otro año en un trabajo que ya sabes hacer o un año probando algo que te encanta?” Con cada nueva conversación, mi voz adquiría más confianza. Otro colega mayor que yo me lo dijo sin rodeos. “¿Crees en ti?” Respondí que sí. “¿Quién es responsable por el resultado de tu salto?” Respondí que yo. “Entonces no implica ningún riesgo. Te estás apostando a ti mismo. Y crees en esa apuesta. No hay riesgo.” Poco a poco empezaba a reconocer que a lo mejor le daba una oportunidad a mi sueño. En la copiadora cercana a mi cubículo, me encontré con Paige, un pilar en nuestra oficina, una mujer en el ocaso de su carrera como asistente ejecutiva. Era una generación mayor a mí, y con frecuencia habíamos compartido ideas de saltos que nos gustaría hacer algún día. Cuando terminé de contarle mi plan secreto, Paige se acercó, adoptó un tono serio y dejó de sonreír. Entre las impresoras, con su acento bostoniano marcado y directo, me dijo sin rodeos: “Cariño, no termines como yo. No esperes a nada ni a nadie. Extiende tus alas y hazlo. El miedo te va a decepcionar; el valor, no”. Cuatro meses después de compartir mi sueño con el amigo de papá, le conté a otra decena de personas. La voz en mi interior estaba suelta y yo iba a hacerle caso. Sólo tenía que averiguar cuándo.
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Jeff Arch De propietario de una escuela de karate a guionista de Hollywood
De niño estaba enamorado del cine. Hasta entrada la preparatoria, no sabía que había gente que se dedicaba a escribir películas. Creía que sólo se podían escribir libros y obras de teatro; en todo caso, lo consideraba una labor que hacían otros en otras partes. No era para mí ni para nadie a quien conocía. Me crie en una comunidad y una cultura que respetaba las artes, siempre y cuando nadie en la familia quisiera ser artista. Debíamos ser profesionistas y heredar el negocio familiar o ser abogados. Algo “respetable”. O sea, algo que a nuestros parientes mayores no les diera vergüenza contar a sus amigos. Por supuesto, desde entonces he descubierto que esto no era exclusivo de mi comunidad y cultura. Todo aquel a quien han tildado de “creativo”, seguro sabe a qué me refiero; incluso si el adjetivo es un cumplido suele implicar una pizca de preocupación. Que se enorgullezcan de ti no les impide esperar que se te pase. Fui el menor de tres hermanos, el menor de siete primos y de niño todo me salía mal. Nadie me hacía caso. Podía hablar hasta ponerme morado y nadie me escuchaba. Extrañamente, me di cuenta de que si escribía algo, sí lo leían. Si era gracioso, se reían, y si se lo enseñaban a alguien una semana más tarde, esa persona se reía. Descubrí que era capaz de escribir algo una vez y seguir obteniendo reacciones días y semanas después. Podía ser divertido o serio: siempre y cuando estuviera bien escrito, las recompensas no paraban. En ese entonces no sabía nada de dinero, pero es así como funcionan las regalías. Fue un gran descubrimiento. Para cuando entré a la preparatoria, podía escribir para librarme de una clase de matemáticas. En serio: tenía una maestra
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de álgebra que una vez me perdonó una muy grande porque le había gustado un poema que había publicado en la revista de la escuela. En la universidad sólo tomé clases de cine y era una bendición. Aprendí todo lo que se requiere para hacer una película, salvo guionismo porque no había ninguna clase. En mi penúltimo año, comencé a conseguir trabajos como camarógrafo y editor en producciones dentro de Boston y en las cercanías: documentales, cintas educativas, corporativas y uno que otro comercial. Tuve un gran mentor que me enseñó sobre iluminación y me estaba volviendo muy bueno. Después de la graduación, por un capricho y sin conocerlo de nada, llamé a mi héroe camarógrafo Conrad Hall, a California. Cuando me contestó no pude creerlo. Me invitó a visitarlo si estaba en Los Ángeles y lo hice. Le mostré mi trabajo y me ofreció su ayuda, pero también me dio consejos duros y honestos sobre el rumbo de la industria en aquel entonces. Me dijo: “Si escribes, eso deberías hacer”. Los guiones no solicitados empezaban a popularizarse y escribir era una vía más rápida. Así que ese fue el fin del camarógrafo y el inicio del guionista. Me mudé a California y puse manos a la obra. Había una forma legítima de entrar a la industria a partir de algo que estaba decidido a aprender. Mi papá había muerto a mis quince años; de lo contrario, seguro no habría podido tomar una decisión así. Después de unos meses en Los Ángeles, mi madre le pidió al hermano de mi papá que me llamara para que me hiciera cambiar de opinión porque aquello le parecía imposible y porque terminaría herido. Uno no decide que le va a ir bien en la industria del cine y luego simplemente lo hace. En cambio, mi tío me contó una anécdota de mi abuelo, a quien nunca conocí. Me dijo que mi abuelo había salido de Rusia a principios del siglo XX rumbo a Estados Unidos; sin embargo, no había viajado hacia el oeste, cruzando Europa y después en barco a la isla Ellis como todo el mundo. Por razones que nunca conoceremos, el hombre decidió ir al este: de Rusia a China,
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luego por Alaska y Canadá hasta llegar a Pensilvania porque conocía a alguien ahí. Para hacer ese viaje debió haber sufrido dificultades inimaginables, incluso para quienes viajaban en las bodegas de esos barcos de migrantes. Era hijo de un rabino y viajaba solo por territorios inhóspitos en todo sentido. En vez de convencerme de volver a casa, mi tío me dio quizá lo más valioso que se le pueda dar a alguien: identidad. Me contó que llevo en la sangre trazar mi camino, no hacer lo que hacen los demás. Me dijo que confiara en esa parte de mí en vez de rehuirla. Haz lo que llevas en la sangre, incluso si a los demás les parece una locura. Sólo debes hacerlo extraordinariamente bien. Si le di las gracias cien veces, no fueron suficientes. Dediqué el siguiente par de años a trabajar en guiones. Como escritor, mejoraba pero no estaba consiguiendo nada en la industria y me estaba frustrando cada vez más. A los veintiocho tuve una idea para una obra de teatro, una de esas comedias que suceden en un escenario con muchas puertas que abren y cierran, mucha gente que entra y sale hasta que reina el caos. Encontré a personas que creyeron en la obra y nos tomó dos años estrenarla. Pero después me convertí en uno de esos individuos en la historia del teatro cuya obra estrena y cierra la misma semana. Las críticas nos fulminaron. Incluso en términos contemporáneos, fueron brutales. Fue desconcertante porque en los preestrenos e incluso después de que salieran las críticas, tuvimos casa llena y el público se reía y la disfrutaba. Ya había comprobado que podía conectar con el público y eso era lo que me interesaba de esta profesión. De todas formas, con esa clase de críticas no podíamos seguir. Tenía treinta años, estaba casado y tenía una hija pequeña. Me habían echado de Nueva York. “Vete a casa y no regreses. Esto no es lo tuyo.” Bien pudo haber estado escrito en los espectaculares a la salida de la ciudad. Nunca olvidaré cómo me sentí. ¿Qué fue peor que el fracaso de la obra? No me gustó la persona en la que me estaba convirtiendo. En la universidad me había prometido que no lo haría, iba a tener éxito sin volverme
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un desgraciado. Con la distancia, me quedaron claras dos cosas: una, como guionista todavía iba por buen camino. A pesar de los críticos, pude comprobar qué funciona con el público y por qué. Aunque debía admitir que la obra estuvo bien a secas. No fue maravillosa, estuvo bien, no más. No me molestó mi progreso en ese rubro, pues se trata de aprender y había aprendido mucho. La otra cosa que me quedó clara fue que no estaba satisfecho con la persona en quien me estaba convirtiendo y ahí radicaba el verdadero esfuerzo. Debía poner atención a mis problemas de personalidad; el guionismo podía esperar. Por primera vez no sabía a dónde me dirigía y qué debía hacer. Fue una época muy deprimente, y los consejos de todos, sin importar lo bien intencionados que eran, parecían muy distantes. Hasta que, una vez más, el cine me salvó. Un año antes se había estrenado Karate Kid, y esa experiencia me enseñó un camino que siempre me había interesado pero que nunca había abordado. No quería clases, necesitaba encontrar a un maestro y aprender de él. Revisé varias escuelas en mi zona —la mayoría impartía tae kwon do, no karate— y cuando conocí al maestro Park, establecimos un vínculo inmediato. Fue como si los dos hubiéramos visto la película y los dos hubiéramos sentido la misma necesidad: yo de encontrar a un maestro como él y él un alumno como yo. Me dijo: “Si te pongo un cinturón negro, puedes hacer lo que sea”. Decidí creerle, empecé a entrenar al día siguiente y me centré en obtener mi cinta negra. Mientras tanto, había conseguido un trabajo de maestro de literatura inglesa en una preparatoria, así que equilibraba las clases con mi entrenamiento y en poco tiempo ya era cinta negra y había abierto una escuela de karate propia en los suburbios del norte de Virginia. Mi hija estaba en preescolar, esperábamos un niño y mi vida parecía maravillosa. Tal vez no se suponía que debía ser guionista. A fin de cuentas, pensé, sólo porque no pasé toda mi vida soñando con ser instructor de artes marciales, no quería decir que no debía dedicarme a ello. Sin embargo, sucedía lo siguiente: uno escucha a la gente hablar de “esa vocecita interior” que todos tenemos. Y se dice
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que esa vocecita nunca se equivoca. Es tu verdadera voz. Incluso si lo que te invita a hacer no funciona, no quiere decir que estuviera equivocada. De modo que mientras me centraba en mi nueva carrera, y cuando parecía que ya había superado lo de escribir, la voz regresó. Me decía: “No deberías estar haciendo esto. Eres bueno y te puede ir bien, pero no es tu destino”. Fue muy difícil escucharla. ¿Acaso esta voz no sabía por lo que había pasado? No se pueden aguantar tantas decepciones. Ya no me interesaba, ya había tenido suficiente. Así que fingí no escuchar la voz. Tenía un compromiso con el mundo que habitaba. Estaba suscitando cambios reales, ayudando a familias, mejorando nuestra comunidad y estaba orgulloso de hacerlo. Todos los días veía resultados y no eran resultados indirectos. Inscribes a los alumnos, das las clases, ves los cambios, se corre la voz, se inscriben más alumnos, ven los cambios y todo va bien. De todas formas la voz no me dejaba en paz: “No deberías estar aquí. Te estás escondiendo de quien eres e inventando pretextos. Debes dejar de hacerlo”. Mi hijo nació en esta época. Una madrugada lo estaba arrullando para que se durmiera cuando en la tele apareció un infomercial de Tony Robbins. Hablaba del poder personal y de cómo cambiar la vida en treinta días. Era cursi, ridículo, pero seguí viéndolo. Pensé que si tuviera todas las respuestas, no estaría despierto a las cuatro de la mañana durmiendo a mi hijo y preguntándome qué estaba haciendo con mi vida. Fue una de esas noches. Estaba dando clases. Tenía mi escuela. Las cosas estaban en orden. Mi familia se había hecho a la idea de que estaba empeñado en trabajar en la industria del entretenimiento. Después estaba dando clases de tae kwon do en un pueblito, no haciendo lo propio de los niños judíos de clase media, pero por fin estaban tranquilos. Mi hija tenía cuatro años y medio, parecía adorarme sin importar mi vocación. Pero vi a mi hijo y de algún modo sentí que un día me exigiría rendir cuentas. Esperaría el momento adecuado, a mitad de algún sermón, y entonces me diría: “Papá, ibas a ser escritor. Ibas a ser un
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buen escritor”. Entonces perdería toda credibilidad. Y él estaría en lo cierto. ¿Cómo decirles a mis hijos que cumplieran sus sueños si yo no había perseguido los míos? Esa noche decidí que era hora de subirle el volumen a esa vocecita y bajarle el volumen a todo lo demás. Pedí los videos del comercial. Me sentí ridículo, pero lo hice. A la mañana siguiente busqué al maestro Park y le anuncié que me retiraba. Le vendí la escuela de nuevo, renté una oficina en el pueblo y comencé a escribir otra vez. Seis días a la semana, llegaba a casa para cenar con los niños. Saqué un guion inconcluso y lo terminé en tiempo récord. Una combinación de esos videos, una cinta negra de segundo grado del hombre que me prometió que con ella podría hacer lo que fuera y la resolución de ser auténtico de cara a mi hijo. Superé todo récord personal: terminé el guion rapidísimo y el resultado era extraordinario. Cometí un solo error: el guion era una comedia de amigos con tema de la Guerra Fría y la Guerra había terminado mientras lo escribía. Así que no importaba lo bueno que fuera el guion. Gustó mucho, pero nadie iba a comprarlo y no los culpaba. El interés en el tema había pasado. Eso debió haber sido el fin. ¿Acaso necesitaba una señal más grande? Me había dedicado por completo a esto y nada había cambiado. Si una cosa había aprendido de esas cintas era que con frecuencia tenemos que plantear una mejor pregunta. En vez de preguntar: “¿Por qué no puedo escribir algo que venda?”, pregunté: “¿Qué puedo escribir que sí venda, qué historia es atemporal e inmune a los sucesos actuales y cambiantes?”. La respuesta fue una historia de amor. Mi agente estuvo de acuerdo. “Si escribes una buena historia de amor, la puedo vender.” Y eso me dispuse a hacer. Una semana después de la conversación se me ocurrió la idea para Sleepless in Seattle. Lo supe de inmediato, lo sentí. Si lo hago bien, va a ser épica. A partir de entonces no todo fue miel sobre hojuelas. Nadie había pensado en una historia de amor en la que dos personajes vivieran en dos extremos del país y tuvieran vidas por completo
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diferentes. Muchos me tildaron de loco. Una mujer que se acaba de comprometer escucha a un viudo y a su hijo en un programa de radio nocturno y vuelca su vida entera para descubrir si él existe. ¿Se supone que deben enamorarse y ni siquiera se conocen? No puedes hacer una historia de amor en la que las partes interesadas no se conocen. No puedes. Nadie querrá invertir, nadie querrá protagonizarla y nadie querrá verla. ¿Por qué no escribes una historia de amor normal? En todas las reuniones que tengas se reirán de ti, no contigo. ¿Por qué hacer algo así? Entonces entendí por qué mi abuelo se dirigió al este cuando todos viajaban al oeste. No era propio de él hacer lo contrario. Y entonces tuve que seguir la voz en mi interior, no las voces externas. Porque estaba segurísimo de que la voz interna era de mi abuelo. ¿Si no por qué diablos mi tío me había llamado hacía años para contarme lo que había hecho mi abuelo? En lo que se refiere a un salto, todo convergió aquella noche: arrullar a mi hijo con un infomercial de fondo a las cuatro de la mañana; a los treinta y cuatro años, examinando mi vida. Si quería tener éxito, sabía que debía definirlo con mis propias condiciones. Tener éxito en algo que los demás querían de mí no sería tener éxito. Me parecía que sería más exitoso fallar haciendo lo que quería —y lo que por fin reconocí como mi vocación—, en vez de tener éxito haciendo algo que los demás querían que hiciera. Si no seguía mi propia voz, si escuchaba a los demás, sabía que estaría destinado al fracaso. Conocía a muchas personas que eran exitosas y miserables. También sabía que ya había aprendido todo lo posible sobre el fracaso, y que el éxito también impartía enseñanzas. Era hora de que las aprendiera. De modo que escribí una película dulce y sensible en la que ninguno de los detalles correspondía a mi vida personal, pero el subtexto sí. Un personaje vive una vida correcta pero que no le satisface y el otro hace lo posible por no sumirse en la decepción por el bien de su hijo; el niño insiste en que si crees en algo con entusiasmo, se puede materializar. Al principio de la historia hay tres universos distintos, aunque dos de ellos viven bajo el mismo
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techo. Al final, se cierran las puertas de un elevador y al fin, esas tres mismas personas se sienten completas, espléndidas. Ese era yo. En ese entonces no me di cuenta, pero era mi autobiografía. Había algo que debía encontrar. Había algo incluso mucho más grande en mi interior, y debía encontrarlo y honrarlo. Ahora mis hijos son adultos y aún no les gano cuando discutimos. Pero saben que no están lidiando con un farsante. Saben que su padre es honesto. Hay pasos, hay saltos y hay zancadas. En cada caso encontraremos resistencia y sin lugar a dudas debemos escucharla y respetarla. No estamos aquí para ser idiotas y cometer errores estúpidos y costosos, pero cuando lo consideras todo —cuando sabes cómo escuchar, cuando sabes identificar cuando te habla el corazón y te dice que tu situación actual no es suficiente—, entonces lo único que te queda por hacer es saltar.
Jeff Arch, antiguo director de una escuela de karate y maestro de literatura, es un escritor cuyo guion para Sleepless in Seattle fue nominado al Oscar en 1994.
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