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Discurso del Gran Inquisidor

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© de la traducción del Discurso del Gran Inquisidor: Herederas de Augusto Vidal, 2018, cedida por Galaxia Gutenberg, S. L. © del texto de George Steiner: George Steiner, 1959 © de la traducción del texto de George Steiner: Agustí Bartra, 1968, cedida por Siruela © de la traducción del texto de Aldous Huxley: Miguel de Hernani © de la traducción del texto de Noam Chomsky: Loreto Bravo y Juan José Saavedra © del prólogo: Antonio Lozano © de esta edición: Arpa y Alfil Editores, S. L. Deu i Mata, 127 — 08029 Barcelona www.arpaeditores.com Primera edición: febrero de 2018 ISBN: 978-84-16601-68-4 Depósito legal: B 127-2018 Diseño de cubierta: Enric Jardí Maquetación: Àngel Daniel Impresión y encuadernación: Cayfosa Impreso en España Reservados todos los derechos.

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Fiรณdor Dostoievski

Discurso del Gran Inquisidor Introducciรณn de Antonio Lozano Comentarios al texto de George Steiner, Aldous Huxley y Noam Chomsky

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SUMARIO Nota del editor

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Introducción de Antonio Lozano

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Sobre el «Discurso del Gran Inquisidor»

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George Steiner, en Tolstói o Dostoievski

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Aldoux Huxley, en Nueva visita a un mundo feliz 107 Noam Chomsky, en Ilusiones necesarias 113

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«Es un individuo en que todo es lucha». Lev Tolstói «El hombre en la superficie de la tierra no tiene derecho a dar la espalda y a ignorar lo que sucede en el mundo, y para ello existen causas morales supremas». Fiódor Dostoievski

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Nota del editor En su célebre ensayo Por qué leer los clásicos, Italo Calvino sostenía que un clásico es aquel libro que siempre tiene algo que decir, cuya frescura desafía el paso del tiempo, un foco de actualidad y universalidad perpetuas, capaz de incorporar matices y de funcionar como cámara de ecos en cada relectura. No es menos verdad que muchos de ellos pueden espigarse para dar con aquellos capítulos o pasajes que interpelan con más fuerza al lector de hoy, y para cuya cabal comprensión no sea necesario afrontar la lectura íntegra de la obra. Identificar fragmentos particularmente valiosos de obras clave del pensamiento y de la narrativa, dotados de calidad y autonomía propias, textos llenos de inteligencia y de vigor capaces de sacudirnos por sí mismos e iluminarnos a la hora de reflexionar sobre el tiempo presente.

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Tienes, lector, en tus manos, un primer ejemplo de esta propuesta editorial, el discurso del Gran Inquisidor, el capítulo quinto de la novela inmortal de Fiódor Dostoievski Los hermanos Karamázov. Un texto capital de la literatura de todos los tiempos que reúne, en poco más de sesenta páginas, todas las grandes cuestiones vitales y espirituales del Dostoievski pensador y filósofo. Acompañamos el texto de varias piezas de gran valor: por un lado, una introducción de Antonio Lozano que proporciona las claves y el contexto básicos para una completa comprensión del Discurso. Por otro lado, reproducimos la original y brillante interpretación que George Steiner realizó de este texto en la parte final de su ensayo Tolstói o Dostoievski, así como dos breves comentarios al Discurso de Noam Chomsky y Aldous Huxley que, a pesar de su brevedad, son testimonio del potencial interpretativo del texto del gran novelista ruso.

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Introducción El testamento de un coloso

Fiódor Mijáilovich Dostoievski tiene 56 años y le quedan menos de tres de vida cuando en abril de 1878 comienza a tomar los primeros apuntes de Los hermanos Karamázov. Ya hace mucho tiempo que obras como Crimen y castigo, Memorias del subsuelo o El idiota lo han convertido en una gloria nacional. Su mente continúa siendo un torbellino de ideas y su capacidad de trabajo parece querer desafiar los límites de la resistencia humana. El cuerpo, sin embargo, no comparte la energía ni la voracidad del resto. Una afección pulmonar hace que su salud penda de un hilo. Desde sus inicios literarios ha sido un hombre con una misión: apresar el alma rusa para regenerar espiritual y moralmente al pueblo que la

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detenta. Imposible siquiera intentarlo sin un hondo conocimiento de cuestiones religiosas, filosóficas, políticas, sociales, psicológicas… Y sin estar dispuesto a descender a las más oscuras simas de su interior. La ambición, como siempre, es máxima. Decide que en Los hermanos Karamázov empleará el destino trágico de una familia noble —azotada por un crimen— como soporte desde el cual llevar a cabo sus acostumbrados análisis tentaculares, de diferente escala pero idéntica exigencia: la sociedad de su tiempo, las relaciones interpersonales y la conciencia individual. Como también es característico en él, sobre los tres subconjuntos proyectará, vía una voz narradora fácilmente identificable consigo mismo, sus dudas y contradicciones, preocupaciones y tormentos. De aquí que Natalia Ujánova, responsable de la edición castellana de la novela publicada por primera vez por Cátedra en 1987, califique la llamada a ser su última obra de «una especie de disputa ideológica». En opinión de Ujánova, «el gran humanista ruso estaba firmemente convencido de que el sentido principal de su época consistía en la transformación “de la sociedad humana en una más perfecta” (…) sus novelas constituyen un grandioso laboratorio artístico, en el que verifica la solidez de las ideas sociales y filosóficas del pasado y del presente».

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Esto no significa, por descontado, que Los hermanos Karamázov nazca de la pura elucubración teórica, sino que en sus orígenes palpitan dos episodios autobiográficos marcados por el dolor y la muerte. Uno lejano en el tiempo y ajeno: durante su condena a trabajos forzados en Siberia en 1854, por difundir textos considerados subversivos, trabó amistad con un joven acusado de parricidio que, según supo al cabo de una década, había sido exonerado después de que el verdadero asesino confesara su culpa. Otro muy cercano y terrible: el fallecimiento, apenas un mes después de arrancar el libro, de su hijo de tres años, Alekséy (Aliosha), a resultas de la epilepsia, mal que para más inri había heredado de su progenitor, lo que redobló los padecimientos de este. En consecuencia, decidió homenajearlo otorgándole su nombre al Karamázov de naturaleza más noble y pura, figura a la que el narrador no vacila en calificar directamente de «héroe» de la historia y que es uno de los dos protagonistas del capítulo que aquí nos ocupa.

Catedral inacabada

Fiódor Mijáilovich Dostoievski trabaja de forma incansable en el libro durante dos años, recluido

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la mayor parte del tiempo en la casa que posee en la localidad de Stáraya Rusa, al sur de Nóvgorod, escenario principal del mismo. Una serie de veladas literarias en las que recita fragmentos del trabajo en marcha a un auditorio entregado supone una primera señal de que su talento ha alcanzado velocidad de crucero. La confirmación llega en 1879, momento en el que su adorada nación rusa, aquella a la que busca redimir y liberar de sus cadenas de sufrimiento, tiene al fin ocasión de empezar a leer por entregas las cuatro partes, más una introducción y un epílogo, en las que su responsable ha vertido las más altas y bajas pulsiones humanas, canalizándolas a través de un sinfín de personajes que están más o menos cerca del apellido Karamázov y la mancha que sobre él pende a raíz de la muerte violenta de su patriarca. El drama familiar sirve de espita para abordar conflictos morales, dudas espirituales, cuestiones de fe versus racionalismo, de sometimiento contra libre albedrío… Dostoievski ha levantado una catedral literaria. La ironía es que para él no era más que el preludio de un segundo tomo más extenso e importante donde retomaría la acción dos décadas después y la centraría en las aventuras revolucionarias de su querido Aliosha. Del faraónico proyecto solo quedaron unas pocas notas. El mensajero literario —revista literaria nacida en Moscú en 1808, donde aparecieron por

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entregas novelas como Guerra y Paz y Anna Karénina de Lev Tolstói, o Padres e hijos y Humo de Iván Turguénev— serializará Los hermanos Karamázov hasta noviembre de 1880. Llegado este momento, a nadie le cabe ya duda de que su creador habita el Olimpo de los escritores y pensadores rusos. Sin embargo, las mieles del éxito le duran poco más de tres meses. En la madrugada del 28 de enero de 1881 fallece a resultas de una hemorragia pulmonar. Rusia lo despide con pompa y circunstancia dignas de un jefe de Estado. Con el paso del tiempo, el tema del parricidio que recorre la novela influenciaría decisivamente el corpus de Sigmund Freud o Franz Kafka, y Los hermanos Karamázov se consideraría precursora del existencialismo, empezando por su alma mater, Jean Paul Sartre.

A la hoguera con Dios

«El Gran Inquisidor», uno de los capítulos más célebres de la novela y predilectos de su creador, aparece en el ecuador de la misma, concretamente en el Libro Quinto, considerado por el mismo Dostoievski como el momento crucial del acto narrativo. En los dos capítulos previos hemos asistido a la conversación que Iván Fiódorovich Karamázov y su hermano Aliosha mantienen en una taberna,

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que de asuntos familiares y mundanos va cediendo progresivamente a cuestiones teológicas. A grandes rasgos, el primero reniega de Dios —según sus palabras, está dispuesto a devolver su billete de la entrada a la armonía eterna— al no comulgar con el sufrimiento de los más débiles (especialmente el de los niños inocentes, poniendo como ejemplo un caso concreto acontecido en un episodio anterior del libro) ni con la necesidad de perdonar a nuestros verdugos. «Mejor es que me quede con mi dolor sin venganza y con mi indignación pendiente, aunque no tenga razón», llega a declarar. El segundo, por su parte, defiende la misericordia divina y el amor al prójimo como principios absolutos. En un momento dado, Aliosha le recrimina a su hermano que se haya olvidado de Él. Para sacarlo de su error, Iván decide confiarle un poema, titulado «El Gran Inquisidor», que concibió pero que jamás puso por escrito ni compartió con nadie. Aunque lo considera un entretenimiento «absurdo», a través de la explicación en prosa de su contenido el lector descubrirá que amplía y clarifica sus argumentos contra la fe. ¿Por qué «absurdo»? Por un punto de partida poco ortodoxo: el regreso de Jesús a la tierra y su encuentro en Sevilla con el cabecilla de la Inquisición española, que se presta a censurar la desgracia que sus métodos han traído al conjunto de la humanidad.

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El contexto pues de la pieza es el carácter irreconciliable de las posturas que uno y otro mantienen respecto al Altísimo. Introvertido y hosco desde niño, Iván practica un ateísmo radical en plena coherencia con su mente racionalista y su ideario nihilista. De naturaleza sensible y bondadosa, Aliosha ingresa tempranamente en un monasterio ortodoxo como novicio y consagra su vida a la religión. El divorcio ideológico y la acritud que alcanza por momentos la discusión no enmascaran un profundo amor fraternal. Ambos quieren lo mejor para el otro, lo cual pasa por arrimarlos a sus respectivas creencias. Iván considera perniciosa la influencia de Zósimo, máxima autoridad monacal, sobre Aliosha. Este detecta en el alejamiento de la fe de Iván el origen de todos sus padecimientos y de su fracasada búsqueda de una fuente de dicha que lo anime a seguir viviendo. No es casual que el clímax de Los hermanos Karamázov vuelva a reunirlos a ambos, con Aliosha intentando aplacar la mala conciencia de Iván —sumido en delirios y pesadillas en las que se le aparece el Diablo— respecto a su responsabilidad moral en la muerte del su progenitor.

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Primero el pan terrenal

Jesús adelanta su regreso a la tierra. Ya no se produce en el momento del Apocalipsis sino quince siglos después de su partida. El lugar y el momento no son azarosos. Nos hallamos en la tórrida Sevilla. En la víspera el Gran Inquisidor ha conducido a la hoguera a poco menos de un centenar de herejes. La muchedumbre reconoce al Hijo de Dios y lo agasaja. Le solicitan milagros que a buen punto concede. En medio del éxtasis colectivo hace su aparición el cardenal. Con noventa años pero igual de intimidante, en sus ojos «brilla aún cierto fulgor, como una chispita de fuego». Tras observar las escenas de júbilo y llanto, ordena a los soldados de su guardia que aprehendan a Jesús. En los calabozos de la institución del terror que preside, arranca un monólogo vehemente, y por momentos iracundo, en el que defiende el papel de la Inquisición a partir básicamente de atacar la labor previa de su prisionero, en tanto que predecesor en la gestión de las almas. En el núcleo de su discurso late el convencimiento de que la humanidad, un ente pusilánime y servil, no sabe qué hacer con su libertad, cree aspirar a ella para acabar ahogándose en la confusión y la parálisis cuando le es concedida. Esclavos y gregarios por naturaleza, los hombres seguirán a aquellos que les llenen el estómago hoy y no el

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corazón con promesas de paz supraterrenal. «Al fin comprenderán ellos mismos que son incompatibles la libertad y el pan terrenal, en cantidad suficiente para que cada hombre pueda comer el que quiera, pues nunca, ¡nunca sabrán repartirlo entre sí! Se convencerán también de que nunca podrán ser tampoco libres, porque son débiles, viciosos, mezquinos y rebeldes. Tú les has prometido el pan celestial, pero, repito una vez más, ¿puede este compararse con el de la tierra, a los ojos del débil género humano, eternamente depravado y eternamente ingrato?». En definitiva, consciente de que el libre albedrío solo trae infelicidad y penurias, la Inquisición somete al hombre por su bien, haciéndole vivir astutamente en la ilusión de que sigue los dictados de Cristo. Un engaño que ejerce a través de la fuerza. Jesús no tiene ningún derecho a regresar entre su rebaño y llamar a la fe con su palabra, sus revelaciones y sus milagros, reincidiendo en los errores de quince siglos antes. De resistirse a acatar la orden, el cardenal llega a amenazarlo con arrojarlo a las llamas como a un hereje más. «Quisiste que el amor del hombre fuera libre para que el hombre te siguiera por sí mismo, encantado y cautivado por ti. En lugar de la firme y antigua ley, el hombre, de corazón libre, tenía que decidir en adelante dónde estaba el bien y dónde estaba el mal, sin te-

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ner otra cosa para guiarse que tu imagen ante los ojos. Pero, ¿es posible que no pensaras que al fin el hombre te rechazaría y que discutiría incluso tu imagen y tu verdad, si le iban a oprimir con una carga tan espantosa como es la libertad de elección? Proclamarán, al fin, que la Verdad no está en ti, pues no era posible dejarlos en mayor confusión y tormento de lo que hiciste tú al sumirlos en tantas preocupaciones y tantos problemas insolubles. De este modo, tú mismo sentaste la base para la destrucción de tu propio reino, y no culpes a nadie más a este respecto». Furibundo seguidor de la religión ortodoxa, a su parecer única confesión verdadera y depositaria en exclusiva de las esencias del cristianismo, Dostoievski volcó en «El Gran Inquisidor» su aversión por el cristianismo occidental, al que asociaba con el materialismo en tanto que una extensión del capitalismo burgués que se extendía por Europa. La integridad de los patriarcas rusos frente a la avaricia de los representantes de la Iglesia católica y protestante. La resignación de sus piadosos compatriotas frente a la lucha, el sufrimiento y la esclavitud de los falsos creyentes. El poema constituye un ingrediente fundamental en el propósito global que su autor tenía para Los hermanos Karamázov, resumido a su amigo el filósofo Vladimir

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Serguéyevich Soloviov como el de presentar a «la Iglesia en tanto que ideal social positivo». En el estudio preliminar a las obras completas de Dostoievski publicadas por Vergara en el año 1973, José Luis L. Aranguren no deja de dirigir nuestra atención hacia la mezcla de «ideas utópicas —de signo reaccionario— y de atisbos geniales» que definieron la obra de Dostoievski. El escenario que presenta «El Gran Inquisidor», un mundo en el que Dios está literalmente desterrado y su misión evangelizadora queda en manos de una Inquisición que manipula su legado, está íntimamente relacionado con las cuitas que muestra su creador, Iván Karamázov, al sostener —igual que Raskólnikov, protagonista de Crimen y castigo— que en un mundo sin Dios «todo está permitido». Como es sabido, la reflexión fue recogida y expandida célebremente por Friedrich Nietzsche en títulos como La gaya ciencia o Así habló Zaratustra. Y si es evidente que la cuestión de la libertad y del libre albedrío ha sido pensada y debatida profusamente desde la Grecia clásica, no está de más recordar el modo en que Erich Fromm se alineó (salvando las distancias) con las tesis del Gran Inquisidor de Dostoievski en su influyente ensayo El miedo a la libertad, donde intentaba dar respuesta a la atracción del individuo corriente por los sistemas políticos totalitarios.

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Y ahora entremos en la taberna La Capital y acerquémonos a la mesa junto a la ventana donde, separados del resto del local por un biombo, Iván Karamázov y Aliosha Karamázov conversan sobre lo humano y lo divino. Antonio Lozano

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