PRESENTACIÓN: ¡BANDINISTA!
Billy Childish y Kiko Amat conversan en exclusiva sobre John Fante y familia, la tetralogía Bandini, lo «engañosamente simple» de su prosa, el tú-tambiénpuedes-hacerlo y la «idiotez del ego»; deuda, tradición e influencias de blasón. Esto va a ir a tres bandas, como el popular juego de las bolas y el tapete. John Fante, tal vez lo sepan ya, fue un semimaldito escritor americano de bullente sangre italiana, de talante más mordedor que ladrador. Vivió de 1909 a 1983 y publicó sólo seis novelas, un par de novelitas y un libro de cuentos. El resto del tiempo lo derrochó en Hollywood, forrándose y odiándose a la vez. Charles Bukowski, su fan número uno y confeso discípulo, le salvó del completo ostracismo prologando la reedición de Pregúntale al polvo, y gracias a él leemos a Fante hoy. Su personaje emblemático es Arturo Bandini, una suerte de álter ego con el histrionismo subido y la llorera de bandera, que campa, asqueado y delirante, por las cuatro novelas que van a leer, y que Fante escribió a lo largo de toda su vida: Camino de Los Ángeles, Espera a la primavera, Bandini, Pregúntale al polvo y Sueños de Bunker Hill. Esta última publicada post mórtem. Billy Childish, su turno ahora, es otro discípulo formal y espiritual de Fante. Childish reúne muchas medallas en un solo bigotudo estajanovista: poeta disléxico, punk-rocker incorruptible, pintor figurativo, narrador confesional, esteta asceta, ex bebedor y ex follador de caniches, fabricante de juguetes raros, amante de la sombrerería y el look Primera Guerra Mundial, grabador de grabados, homenajeador de padres y mentores (Kinks, Kurt Schwitters, Bo Diddley, Van Gogh, The Downliners Sect), hijo de padre violento (a quien terminó zurrando) y padre de una caterva de grupos tan asombrosos que sólo nombrarlos ya quita el aliento: The Milkshakes, Thee Mighty Caesars y Thee Headcoats, por mentar sólo tres. Childish es desafío original, es hacer lo que te piden las entrañas, es dar crédito constante a tus héroes (Fante entre ellos), es odiar la mentira e ir a favor de la tradición (se describe a sí mismo como «radical traditionalist») y el entusiasmo, contra el arte conceptual y el monetarismo. Childish es (de veras) uno de los artistas más influyentes del mundo. Mudhoney y REM y Beck y un tal Kurt Cobain eran fans. El fulano
aquel de los White Stripes era fan también, pero luego le odió, cuando reparó en que la reciprocidad iba a permanecer ausente en su relación. Incluso Kylie Minogue lo citó una vez (por razones que somos incapaces de comprender ahora mismo). En modesto último lugar, si bien formando parte del mismo linaje y tradición que apuntábamos, está quien firma esto, el energúmeno inquisidor Kiko Amat, cuattro veces novelista autoflipado, ex mod y ex muerto de asco, ex pueblerino también, antideportista, cascarrabias mayor, chisgarabís flatulento, admirador de la pelirrojez y amante de sus propios frenesíes y anglofilias. Que conversa con Billy Childish vía Skype (los dos somos filoluditas y pro antiguallas, pero no gilipollas; sabemos cómo utilizar estos cachivaches) sobre un alud de cosas. Pero todas se amontonan sobre el autor predilecto de ambos: John Fante. Lo primero que me gustaría que me contaras, Billy, es cómo entraste en el mundo de John Fante y a través de quién. Veamos. Por aquel entonces yo estudiaba en la St. Martins School of Art, en Londres, en el año 1980. Peter Doig, un amigo pintor que estaba en mi mismo curso, y yo teníamos gustos muy parecidos en todo: pintura, libros, rock’n’roll... Este mismo amigo, que ahora es un artista muy famoso, me pasó un libro de un tal Charles Bukowski que me gustó bastante, así que fui a una pequeña librería alternativa que había en Covent Garden y empecé a buscar más libros del mismo autor. Tenían un par de ejemplares de libros suyos de Black Sparrow Press, y también un ejemplar de Pregúntale al polvo, de un tal John Fante, que, como ya sabes, llevaba la famosa introducción de Bukowski. Lo que yo solía hacer en aquella época para decidir qué me gustaba y qué no, era ir pasando alfabéticamente por la sección de narrativa, coger libros al azar y leer el primer párrafo a ver qué tal, para luego devolverlos a la estantería si no me acababan de convencer. Ocasionalmente leía más de un párrafo y acababa comprándolos. Eso fue lo que sucedió con Pregúntale al polvo. Creo que me lo leí casi entero en la bañera, una vez hube llegado a casa. ¿Qué edad tenías cuando sucedió todo eso? Diecinueve o veinte años. En 1977 tenía diecisiete, así que en 1980 ya habría cumplido los veinte. Soy disléxico, y siempre he tenido problemas con la lectura y la escritura. En aquella época yo trataba de escribir poesía, pero Pregúntale al polvo fue el libro que me hizo pensar que quizás también podría intentar escribir prosa, ya puestos. A lo mejor era un delirio mío [ríe], pero sentí que sí, que podía
hacerlo. Para decirlo de un modo clásico: Fante me inspiró a escribir piezas de prosa. Lo que me encantaba del trabajo de Fante era sobre todo el aspecto cómico. Al poco tiempo leí también Espera a la primavera, Bandini. Bukowski me había inspirado, no lo niego, especialmente en cuanto a la poesía: me había mostrado cómo expresar cosas que yo no tenía ni idea de cómo expresar. Lo malo de Bukowski era que siempre daba la impresión de ser la estrella de una película de serie B. Había leído demasiado a Hemingway, está claro. Ese postureo de tipo duro es lo que menos me gustaba de él, incluso hoy, y creo que lo mismo le sucede a otra gente. Les causa rechazo su palabreo fardón. No me gustaba esa pose de Marlowe que se llevaba. ¿Quién escribió lo del Marlowe ese? ¿El detective duro de las novelas? Raymond Chandler. Ése. Veo ahora que Bukowski se fijaba mucho en Raymond Chandler, además de en otros autores del mismo estilo. Hard-boiled. Se nota en ese rollo serie B que te comentaba. Asimismo, nunca vi nada de eso en Fante. Leías sobre Arturo Bandini y te parecía estar mirando una película de Laurel y Hardy. Fante te está describiendo la clase de idiota que es ese fulano, Bandini, y la estupidez que está a punto de realizar, y tú como lector quieres que no la haga, del mismo modo que quieres que Laurel y Hardy no se metan en líos. Bukowski, por el contrario, te va a decir que todo el mundo es idiota, pero que él es un tío listo. Él es quien mola, quien sabe de qué va todo. Ésa es una gran diferencia entre los dos autores, Fante y Bukowski, que alguna gente no ve. Por eso me parece tan interesante que Bukowski, quien supuestamente era un gran fan de Fante, no pillase la increíble fragilidad que desprenden los escritos del segundo, la que pone en boca de Bandini. Un chico con muchos defectos, Bandini, bombástico y bocazas, presuntuoso, muy ambicioso también, aunque a la vez siempre parece quedarse corto a la hora de realizar esas ambiciones. Creo que todo eso es encantador, hace de él alguien muy cercano. Dicho esto, con los años trabé amistad con Dan Fante, el hijo, y me contó que John no era así ni por asomo [carcajada]. Que el tío era un completo gilipollas. Me dijo: «John era un miserable, Billy.» Yo con el tiempo me he hecho una idea de Fante como persona harto distinta de Bandini, sí. Más cercana a Bukowski, quizás. Más duro que Bukowski, incluso. No estoy tan seguro de eso. Sé lo que quieres decir, pero no lo creo; no creo que fuese como Bukowski. Creo que a quien John se parecía de verdad era a su
padre, Nick Fante, por mucho que se negara a admitirlo. Dan me contó muchas cosas de su abuelo, Nick Fante, y se ve que John era muy parecido a él. Dan era un chico majo, pero de vez en cuando también le notabas una cierta actitud, la misma que debía de tener su padre. A la defensiva. Dan es, en mi opinión, una versión amable de John. Y John, a su vez, era una versión menos mala de Nick. Nick era una puta pesadilla, según se ve. Dan me contó que, cuando él era joven, se celebró algún tipo de reunión familiar en un bar, piensa que Nick ya era un hombre mayor por aquel entonces, y el abuelo se enzarzó en una pelea a navajazos con alguien [carcajada]. ¡Dios santo! Sí. Creo que lo que también sucedía era que los Fante eran hombres muy bajitos con complejos enormes. Podríamos resumirlo así: los Fante, complejo de bajitos. Fornidos y tapones. Como cajas de madera. Sí, Dan era como un cubo. Pero también bastante menudo. Quizás «menudo» no sea la palabra. Pequeño, pues. Pequeños y cabreados, los Fante. Volviendo al espíritu de sus libros, concretamente de la tetralogía Bandini, a mí me conmueve la forma en que Fante pinta a los seres humanos. Como cosas patéticas, pero a quienes trata con el máximo cariño y humor, sin condescendencia o melodrama. Ya. Yo no diría «patéticos», quizás. Diría que los describe como defectuosos, esencialmente. Y cuando se permite hablar de algunos sentimientos que se negaba a la hora de tratar en persona con su familia e hijos, uno percibe un gran amor en sus palabras. Y a la vez notas un gran amor por la literatura, por la escritura. Hay muchas cosas sagradas en Fante, y ése es para mí uno de sus grandes encantos. Cómo habla de las cosas que le son preciosas, cómo las cuida y mima, cómo las eleva. Dan me dijo que su madre editaba a John (ella siempre revisaba todas y cada una de las páginas del manuscrito que le pasaba su marido), y se ve que era un autor que casi nunca reescribía. Era un escritor muy fluido y natural. Esto es algo que Bukowski recuerda en su prólogo, tal y como lo recuerdo de haberlo leído hace un montón de años, lo de la facilidad y la simplicidad de cada línea. Lo limpias que son, ¿no? Allí no sobra ni falta nada. No se permite
ningún exceso. Admiro esa contención casi perfecta. Sí. Sus frases son limpias y simples. En algunas secciones puedes detectar de dónde surge esa pulcritud y contención de Fante. Leí a Sherwood Anderson porque John le mencionaba en algunos libros. Creo que Fante toma esa simplicidad de Anderson. Así como de otros escritores americanos modernos, claro. John nunca se cree maravilloso, nunca alardea. Cuando hace que algunos de sus personajes alardeen de algo o se crean superiores es porque va a gastarles alguna broma pesada. John nunca es tosco, la verdad; nunca deja de ser elegante. Cada vez que se acerca al cliché, o tú crees que la historia va a terminar en cliché, escapa de ello de forma muy astuta. Escribe increíblemente sencillo, elegante... La expresión que suele utilizarse al describir la obra de Fante es «engañosamente simple». Cuando lees a John Fante sientes como si una persona te estuviese hablando directamente a ti. Y a la vez te hace pensar que tú también puedes hacerlo, pues en sus manos da la impresión de que es algo fácil. La mejor escritura a menudo parece carecer de complejidad, porque nunca te carga o te cansa. Uno de mis libros favoritos es Hambre, de Knut Hamsun, y Dan me contó que era también el libro favorito de John Fante, como quizás ya sepas. Por supuesto, cuando lees Hambre te das cuenta de que Fante sacó de allí la idea de lo ridículo del ego, y la voz de su primera persona, de Arturo Bandini. Porque Hambre es pura tragicomedia. Es uno de los libros más increíbles que he leído. No me sorprende que Fante tomara tanto de allí, porque es un libro que te cambia por completo. Es como un compendio digerible de lo mejor de Dostoievski. Me gusta mucho que Fante no temiera mostrar la influencia patente que Knut Hamsun había tenido en él. Eso es algo que también haces tú siempre con tus músicos y artistas favoritos: llevarlos de blasón. Sí. Eso es muy interesante. Verás: quizás yo parezca alguien muy raro en mi generación, por la forma en que concibo mi música y mi arte, y es porque vengo de una generación que oculta sus influencias. Pero en la época victoriana, o en el periodo modernista –especialmente en el caso de sus pintores–, las influencias se llevaban de emblema, se expresaban con orgullo. Y creo que eso es algo que siempre hizo John Fante, con lo que siempre dio ejemplo. Identificarse con sus héroes, unirse a sus héroes, H. L. Mencken o Hamsun o quien fuera. En mi opinión ésa es la forma correcta de entender los conceptos de deuda y tradición. Por desgracia, en el mundo en que vivimos eso se considera poco cool. Lo que hace todo dios es simular que se han inventado a sí mismos. Pero eso es una puta
mentira. Y te diré algo más: es muy mal karma. Para mí es algo perfectamente obvio: tienes que cantar las alabanzas de aquellos que te ayudaron. Que te señalaron la dirección. Porque es un testigo que se te entregó. Y los verdaderos artistas admiten la existencia de ese testigo, no fingen que no les ha influido nadie. Alguna gente aduce que soy un tipo orgulloso porque siempre digo que soy un verdadero artista. No parecen comprender que soy un verdadero artista precisamente porque reconozco a todos aquellos que estaban antes que yo y que deben ser reconocidos. Así que tal vez sea arrogancia artística, pero está templada por la humildad de saber que no has inventado nada. Uno tiene que ser generoso con estas cosas. Yo siempre he nombrado a Fante. Recomendé a muchos amigos americanos que lo leyeran. Uno de ellos se empeñó en que alguien de la familia Fante le firmase Espera a la primavera, Bandini, y se lo mandó a la viuda de John, y el libro llegó a manos de su hijo, Dan Fante, que aunque había escrito varios libros no encontraba editorial. Esto llegó a mis oídos. Se dio el caso de que yo sí conocía una editorial americana que acababa de publicar allí una de mis novelas, así que intercedí para que publicaran la primera novela de Dan. Aquello fue grande: su padre hizo que yo escribiese novelas y yo pude ayudar a que su hijo publicase las suyas. Fue un caso de retribución pura. Karma, como decías, es la palabra perfecta. Devolverles el favor a tus héroes. Equilibrar las cosas. Sí. No quiero que suene a gran favor ni nada. Era sólo una carta de recomendación, y Dan Fante habría acabado publicando sus libros de un modo u otro. El mérito es de Dan Fante, no puedo colgarme ninguna medalla por eso. Pero me enorgullece poder decir que ayudé a cerrar el círculo. Que colaboré en el desarrollo de una tradición de la que John Fante formaba parte. No sé qué hubiese hecho John Fante con un artista que tomara de lo suyo y no lo admitiese. O tú mismo. ¿Qué se hace con alguien que toma de nuestra tradición pero no devuelve nada ni da las gracias? A mí me pasa continuamente. Pero no odio a nadie. Lo encuentro hiriente respecto a mi ego, pero tampoco invierto demasiado tiempo en solucionarlo. Me digo a mí mismo que soy un bebé, que no me gusta eso por la misma razón que un bebé se enfadaría por algo que se realiza contra su voluntad, y sí, a veces me molesta; pero no le dedico ninguna energía. Lo cierto es que me sucede tan a menudo que se ha convertido en habitual. Te diré otra cosa que hace mucha gente: como soy un tío que siempre señala las cosas que le gustan, y quién le
influye, y a quién disfruta, alguna gente que viene a mí en busca de ayuda para escribir o hacer música o pintar se va con recomendaciones de buenos artistas; les sugiero un camino, que lean a John Fante, o admiren la pintura de Kurt Schwitters, diversas influencias... Lo que hace alguna gente entonces es reivindicar esas influencias como su influencia, y luego me borran de la ecuación [carcajada]. Supongo que así creen que quedarán más sofisticados, porque se supondrá que han hallado esas fuentes ellos mismos. Eso es una locura. ¿Por qué querría alguien esconder la ayuda de otro? Me doy cuenta de que no se están haciendo ningún favor, porque eso demuestra que no han entendido nada. Que no han entendido el valor del respeto. El problema es que si mientes entras en un conflicto. Si mientes, estás en conflicto con tu verdad. Y eso representa una distorsión en tu mente. Porque, naturalmente, alguna de esa gente tiene que haber hecho un esfuerzo enorme para eliminar o negar lo que en realidad sucedió, y eso envenena su alma. El único dañado de todo este proceso es el que miente, por no darse cuenta de que ser influido por alguien es un gran honor. Para mí, admitir que John Fante me influyó a la hora de escribir es como aguantarle la puerta a alguien. Soy muy educado y me paso el día aguantando puertas. Aguanto puertas para dejar pasar a gente, pero a la vez ellos me están haciendo un gran regalo: la posibilidad de eliminar mi ego e involucrarme en el mundo de una forma verdadera. No ser el capullo egoísta que soy. Me da otra perspectiva. Por eso cuando ayudo a alguien y me dan las gracias, yo siempre respondo «ha sido un placer» o «el placer es mío». Porque el placer es mío. Es el placer de no haber sido un imbécil. El placer de que alguien te influya. De darte la posibilidad de actuar con bondad. Bueno, creo que eso te libera, en realidad. No sé si te convierte en alguien mejor, pero sí en alguien más libre. Mentir te ata. Tienes que hacer concesiones en tu relación contigo mismo. Por tanto, alguien que miente sobre sus influencias quizás no sea mal tipo, pero desde luego sí está siendo ignorante. Porque no ha comprendido el valor de la influencia. Yo nunca he fingido que John Fante no ha sido una influencia en mi escritura. Lo ha sido, y he tomado cosas de él. Hablando de mostrar la influencia de John Fante, acabo de recordar que en tu sello (Hangman Records) sacaste un single de una banda, Ye Ascoyne D’Ascoynes, que llevaba una foto de John Fante en portada. Compré ese disco en 1993, cuando no había leído a Fante aún. Es increíble que menciones eso [sonríe]. Qué coincidencia más extraordinaria. Los Ascoyne D’Ascoynes eran una banda local, de Chatham; uno de ellos, Ian
Smith, era el batería original de The Dentists, y también tocaba la batería en los Ascoynes. Pues bien (esto es buenísimo, es exactamente de lo que estábamos hablando), resulta que este Ian era el tipo de individuo que hace cosas como las que te decía antes. Yo soy un enorme fan de Kurt Schwitters desde los diecisiete años, cuando iba a la escuela de arte. Ian debe de tener seis o siete años menos que yo. Le conozco desde que él era aún un niño y yo ya había formado The Milkshakes. Yo le hablé de Kurt Schwitters, y en la época, como no paraba de leer a John Fante, le regalé un ejemplar de Pregúntale al polvo. Él me contestó que no era lo suyo, que no le había gustado. Tres años más tarde vino un día y me dijo: «Eh, Billy, deberías leer a un escritor que he descubierto, se llama John Fante» [ríe]. Yo le dije: «Claro, es el libro que te regalé, tío.» A partir de aquello Ian era el tío que había descubierto a John Fante, y luego también a Kurt Schwitters. Para colmo, la portada del single que mencionas, y que yo les produje, es un collage a lo Kurt Schwitters, y lleva la cara de John Fante [carcajada]. He ahí a un tío en completa fase de negación. Pero yo les produje el disco y dejé que siguiera diciendo lo de sus «descubrimientos». Era su decisión. Hay una cosa que me chifla de Arturo Bandini: que llora un montón. Y viniendo como yo de una cultura de clase obrera, una cultura que desprecia a los hombres que lloran, ése es un atributo que me parece admirable. A mí me mostró un mundo de hombres en el que era aceptable llorar. [Ríe] Ya. Me pregunto si eso era tan común en los personajes de otros libros de la misma época, y me parece que no. Que era una cosa muy rara. No olvides que Bandini, además, llora muchas veces con intenciones manipuladoras. Llora para salirse con la suya. Y para ligar con mujeres [sonríe]. ¿Te acuerdas? Sí. Pero otras veces no puede impedirlo. Está angustiado de verdad. De una forma muy italiana e histérica. De nuevo, es imposible preguntarse si eso era algo que hacía John Fante. Es una idea interesante, ¿no? Es imposible saber cuáles de los rasgos de Bandini son cercanos a los del autor. Otra hipótesis es que eso viene de que alguien como John, desde un punto de vista psicológico, podría ser considerado un niño de mamá. Piensa que su padre era un completo gilipollas, y que al chico no le quedó otro remedio que decantarse hacia su madre, y cuidar de ella en algunas épocas. En todos los libros se palpa esa calidez hacia la madre. También hacia el idiota del padre, pero es un amor mezclado con temor y respeto. Así que sí: quizás Fante era un niño de mamá.
Por otro lado, las lágrimas de Bandini tienen un inmenso componente de pura rabia. De resentimiento y odio contra un mundo que le pisotea. Es posible. No lo recuerdo con tanto detalle. Habré leído Pregúntale al polvo unas seis o siete veces en total, y lo mismo puedo decir de la mayoría de los libros de Fante. Los he releído todos. Mi favorito posiblemente sea Espera a la primavera, Bandini. En todas las novelas de Bandini el personaje es muy emocional e intenso, lo que de nuevo me lleva al protagonista de Hambre, un tipo con respuestas emocionales muy intensas. A todo. Y eso de nuevo nos lleva al Raskólnikov de Crimen y castigo, que es de donde yo creo que Hamsun sacó algunos aspectos para Hambre. El joven artístico, intenso, en combate contra el mundo. Lo verdaderamente asombroso de todo esto es que ninguno de los libros de John Fante (y, por extensión, tampoco los de Hamsun o Dostoievski) son libros para jóvenes. Considera, por ejemplo... ¿Quién escribió El guardián entre el centeno? J. D. Salinger. Salinger, eso. Si piensas en El guardián entre el centeno, ése es un libro que uno tiene que leer cuando es bastante joven. Máximo a los veinte. Si lo lees a los treinta o cuarenta, ya no funciona; ese tío ya no te interesa. Para mí, su protagonista no es ni la mitad de convincente de lo que lo sería para alguien mucho más joven. Es un libro para jóvenes. No creo que ése sea el caso de Fante. Él trasciende la barrera de la edad, y creo que lo consigue a base de humor. Creo que la ridiculez y la comicidad son dos rasgos que hacen que Bandini funcione. Le quita toda esa solemnidad que tiene el protagonista de Salinger. El Bandini de Fante te gusta a los cincuenta porque aún reconoces a ese idiota risible que lo protagoniza. Cuando lees a Salinger a los veinte aún no puedes reconocer a un idiota; sólo la madurez puede ayudarte a reconocer la idiotez. Y de adulto ese protagonista sólo te parece un chico más bien repelente. Así que los libros de Fante son libros muy maduros y precoces. Tiene visiones diáfanas de la idiotez del ego. Y eso lo hace atemporal y muy potente. También me gusta que Bandini sea un mierda, a veces. Que Fante no lo pinte como a un tío dañado pero benigno, sino alguien envidioso, resentido, hipócrita, incluso racista. Hay calidez en su corazón, pero también mucha bilis. Su lado peor lo humaniza. Estoy completamente de acuerdo. En ese sentido Fante es muy realista. Bukowski, de nuevo, es la estrella de alguna película de acción de bajo
presupuesto, pero Bandini es claramente el protagonista de una tragicomedia. No es un detective encallecido por la vida. Arturo va de que es más listo que el resto del mundo, pero luego va y la caga, y te das cuenta de que no es ni más ni menos listo que nadie. Arturo no encaja, está en desacuerdo con el mundo. Bukowski tampoco encaja, pero se pinta como un héroe. Arturo Bandini, por el contrario, es el perfecto antihéroe. Sí. También procede analizar el germen de su rabia. Incluso cuando lanza insultos racistas contra sus colegas filipinos nos recuerda que a él los anglosajones le llamaban espaguetini, pelograsiento, guinea. Lo humillaron, y por eso humilla a otros a su vez. Es realismo puro. Ésa es la grandeza y el encanto de Fante. Su personaje es completamente tridimensional, tiene todas esas contradicciones y daños. Puede ser un capullo y un tipo encantador. Bandini es así. Y huelga decir que así es como somos la mayoría de los seres humanos. ¿Cuál dirías que es tu Fante predilecto, después de todos estos años? Espera a la primavera, Bandini. Y uno de mis fragmentos favoritos de todos sus libros es de La hermandad de la uva. Cuando su hermano está tratando de convencerle de que vuele de visita al pueblo, porque su padre la está liando y está a punto de divorciarse de la madre y todo eso. Y él llega, y el hermano ni siquiera va a buscarle al aeropuerto, todos lo tratan como si no comprendiesen qué hace allí y aplican al pobre tipo una presión emocional terrible. Es un fragmento que explica de una forma perfecta las dinámicas familiares y la forma absurda en que interactúan los seres humanos. Toda la mierda que se acumula, y la mentira. Pero el libro que más me gusta es Espera a la primavera, Bandini, y también Pregúntale al polvo. Ni siquiera recuerdo Un año pésimo, sólo lo leí dos veces. Acabo de recordar algo más sobre los Fante que quizás deberías saber. Cuenta, cuenta. Dan me contó que su hermano, Nick Fante, había sido uno de los que diseñó, o ayudó a diseñar con algún tipo de trabajo de ingeniería, la primera cápsula espacial que aterrizó en la luna. Una parte, al menos. Las patas, si no recuerdo mal. Creo que es un detalle bonito, aunque no sé si dudar de la veracidad de la historia. ¡Los Fante contribuyeron a la conquista de la luna! [ríe]. Dan tenía un espíritu muy generoso. Su único problema es que no se creía merecedor de todos los elogios. Se menospreciaba.
Los Fante tenían una relación compleja con la familia. Con los lazos de sangre. John Fante la pinta como algo dañino pero indispensable a la vez. Hay mucho amor en sus palabras, incluso cuando maldice a Svevo de forma terrible. Sí. Creo que eso también es muy italiano [ríe]. Asimismo, él despreciaría mi comentario, por venir de un puto limey, de un inglés. Diría que no entiendo nada. Se ve que John era un tipo que golpeaba siempre primero. Dan siempre contaba que cuando John conocía a alguien siempre empezaba siendo un cabrón grosero, para quedar por encima. Para empezar con ventaja. Se ve que era de ataque rápido [ríe]. Debía de ser un buen hijo de puta.
Camino de Los Ă ngeles
NOTA DEL EDITOR NORTEAMERICANO (1985)
En 1933 John Fante vivía en un ático de Long Beach y trabajaba en su primera novela, Camino de Los Ángeles. «Tengo siete meses y 450 pavos para escribirla. En mi opinión es sensacional», dijo a Carey McWilliams en una carta fechada en 23 de febrero de 1933. Fante había firmado un contrato con Knopf y cobrado un adelanto. Sin embargo, no terminó la novela a los siete meses. En 1936 reescribió las primeras cien páginas, redujo el argumento y le puso punto final. En una carta sin fecha (escrita hacia 1936), dirigida a McWilliams, Fante dice que «Camino de Los Ángeles está terminada y yo estoy encantado, chico... Espero enviártela el viernes. Parte del contenido pondría de punta los pelos del culo de un lobo. Puede que sea demasiado fuerte; quiero decir que carece de “buen gusto”. Pero no me importa». La novela no se publicó, probablemente porque el argumento, a mediados de los años treinta, se consideró demasiado atrevido. Esta novela presenta al álter ego de Fante, Arturo Bandini, que reaparece en Espera a la primavera, Bandini (1938), Pregúntale al polvo (1939) y Sueños de Bunker Hill (1982). El manuscrito, perdido entre sus papeles después de su fallecimiento, en mayo de 1983, lo encontró Joyce, su viuda, y hoy podría incluirse en esa breve y distinguida lista de primeras novelas importantes de autores norteamericanos. J. C.
NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
Como podrá comprobar el lector adicto, en esta novela, la primera que escribió John Fante protagonizada por su álter ego Arturo Bandini, hay aspectos biográficos de Bandini, su ámbito familiar, que difieren de aquellos de Espera a la primavera, Bandini, Pregúntale al polvo y Sueños de Bunker Hill. Sin embargo, persisten las mismas obsesiones: el sexo y la vocación de convertirse en un gran escritor.
1 Hice muchos trabajos en el puerto de Los Ángeles, porque nuestra familia era pobre y mi padre había muerto. El primero, poco después de terminar el bachillerato, consistió en cavar zanjas. El dolor de espalda me impedía dormir por la noche. Cavábamos en un solar vacío, no había ni una sombra, el sol caía a plomo desde un cielo sin nubes y yo estaba allí con dos grandullones que picaban con gusto, siempre riendo y contándose chistes, riendo y fumando tabaco pestilente. Yo empecé con mucho ímpetu y ellos se rieron y dijeron que ya aprendería al cabo de un tiempo. El pico y la pala no tardaron en pesarme. Me chupaba las ampollas reventadas y detestaba a aquellos hombres. Un mediodía quedé agotado, me senté y me miré las manos. Me dije: ¿por qué no dejas este trabajo antes de que te mate? Me levanté y clavé la pala en el suelo. –Muchachos –dije–, me voy de aquí. Me han ofrecido un empleo en la Comisión Administrativa del Puerto. Luego fui friegaplatos. Todos los días miraba por un agujero de una ventana y todos los días veía montones de basura rodeados de nubes de moscas, y era como un ama de casa ante un fregadero atestado de platos, las manos se me sublevaban cuando los veía flotando como pescado muerto en el agua azulada. El jefe era un cocinero gordo. Me animaba a trabajar golpeando las cacerolas. Me ponía contento cuando una mosca aterrizaba en su amplio carrillo y se negaba a marcharse. Estuve allí cuatro semanas. Arturo, me dije, este empleo tiene poco futuro, ¿por qué no te vas esta noche? ¿Por qué no mandas al cocinero a tomar por culo? No pude esperar a la noche. En mitad de aquella tarde de agosto, con una montaña de platos sucios ante mí, me quité el delantal. Se me escapó una sonrisa. –¿Dónde está lo gracioso? –dijo el cocinero. –He terminado. Se acabó. Eso es lo gracioso. Salí por la puerta trasera, con el tintineo de la campanilla. Se quedó rascándose la cabeza, en medio de la basura y de los platos sucios. Cuando
pensaba en aquellos platos me reía; la situación me ha parecido siempre muy graciosa. Fui ayudante de camionero. Lo único que hacíamos era llevar cajas de papel higiénico del almacén a las tiendas portuarias de San Pedro y Wilmington. Cajas grandes, de un metro de arista y veinticinco kilos de peso. Por la noche me quedaba dando vueltas en la cama, meditando. El jefe era el camionero. Tenía los brazos cubiertos de tatuajes. Vestía polos amarillos muy ceñidos. Le sobresalían los músculos. Los trataba como una chica a su cabello. Me habría gustado decirle cosas que le fastidiaran. Las cajas estaban en el almacén, en montones de quince metros de altura. El jefe se cruzaba de brazos y me hacía llevar las cajas hasta el camión. Él las ordenaba. Arturo, me dije, tienes que tomar una decisión; tiene pinta de bruto, pero ¿qué más te da? Aquel día me caí de espaldas con una caja en el estómago. El jefe gruñó y cabeceó. Me hizo pensar en un jugador de rugby y me pregunté por qué no llevaba un emblema en el pecho. Me levanté sonriendo. Engullí despacio la comida del mediodía, con el estómago dolorido. Hacía fresco debajo del camión y me había recostado allí. La hora de la comida pasó rápidamente. El jefe salió del almacén y vio el bocadillo que tenía entre los dientes y, a mi lado, el intacto melocotón del postre. –No te pago para que te tumbes a la sombra –dijo. Salí arrastrándome y me puse en pie. Las palabras estaban allí, listas. –Me voy –dije–. Tú y tus ridículos músculos os podéis ir a la mierda. Esto se acabó. –Bien –dijo–. Eso espero. –Se acabó. –Gracias a Dios. –Hay otra cosa. –¿Sí? –Desde mi punto de vista, eres un hijo de puta. No consiguió pillarme. Después me pregunté qué habría sido del melocotón. ¿Lo habría aplastado con el pie? Al cabo de tres días fui a averiguarlo. El melocotón seguía intacto junto a la calzada, cubierto por un centenar de hormigas. Luego entré a trabajar en una tienda de comestibles. El propietario era un
italiano con una barriga que parecía un tonel. Cuando Tony Romero no tenía nada que hacer, se acodaba en el cajón de los quesos y los desmigajaba con las manos. Tenía un buen negocio. Los del puerto acudían a su tienda cuando querían comida de importación. Una mañana entró pisando huevos y me vio con el papel y el lápiz. Estaba haciendo el inventario. –Inventario –dijo–. ¿Y eso qué es? Se lo dije, pero no le gustó. Miró a su alrededor. –Ponte a trabajar –dijo–. Creo haberte dicho que barras todas las mañanas, nada más llegar. –¿He de entender que no quiere que haga el inventario? –No. A trabajar. Nada de inventarios. Todos los días a las tres había aglomeración de clientes. Era demasiado trabajo para un solo hombre. Tony Romero trabajaba duro, pero andaba pisando huevos, el cuello se le cubría de sudor y la clientela se iba porque no podía perder el tiempo esperando. Tony no me encontraba. Corrió a la trastienda y aporreó la puerta del cuarto de baño. Yo estaba leyendo a Nietzsche, memorizando un largo pasaje sobre la voluptuosidad. Oí los golpes, pero no hice caso. Acercó un cajón y se subió a él. Su prominente mandíbula apareció por encima de la puerta y al bajar la vista me vio. –Mannaggia Jesu Christi! –gritó–. ¡Sal de ahí! Respondí que saldría inmediatamente. Se fue gruñendo. Pero no me despidió. Una noche estaba en la caja registradora, repasando las ventas del día. Era tarde, casi las nueve. Yo quería ir a la biblioteca antes de que cerraran. Maldijo entre dientes y me llamó. Me acerqué. –Faltan diez dólares. –Qué raro –dije. –No están aquí. Comprobé las cantidades atentamente, tres veces. En efecto, habían desaparecido los diez pavos. Buscamos en el suelo, apartando el serrín con los pies. Miramos otra vez en el cajón de la caja registradora y finalmente lo sacamos para inspeccionar el hueco. No los encontramos. Le dije que a lo mejor se los había dado de más a un cliente, sin darse cuenta. Él estaba convencido de que no. Se pasó los dedos por los bolsillos de la camisa, por dentro y por fuera. Eran como perritos calientes. Se palpó los bolsillos. –Dame un cigarrillo. Saqué el paquete del bolsillo trasero del pantalón y con él salió el billete de
diez dólares. Lo había metido dentro de la cajetilla, pero se las había arreglado para salirse. Cayó al suelo, entre él y yo. Tony apretó el lápiz hasta que lo partió. Se puso morado mientras sus mejillas se hinchaban y deshinchaban. Echó atrás el cuello y me escupió en la cara: –¡Rata asquerosa! ¡Vete de aquí! –De acuerdo –dije–. Allá usted. Cogí el libro de Nietzsche de debajo del mostrador y eché a andar hacia la puerta. ¡Nietzsche! ¿Qué sabía él de Friedrich Nietzsche? Recogió el billete de diez dólares y me lo tiró. –El sueldo de tres días, ¡so ladrón! Me encogí de hombros. ¡Nietzsche en un lugar como aquél! –Ya me voy –dije–. No se altere. –¡Fuera de aquí! Estaba ya a unos buenos quince metros de él. –Escuche –dije–, irme de aquí me llena de alborozo. Estoy harto de su babeante hipocresía de elefante. Hace una semana que deseo alejarme de este aberrante trabajo. ¡Así que váyase de cabeza a la mierda, farsante macarroni! Dejé de correr al llegar a la biblioteca. Era una dependencia de la Biblioteca Pública de Los Ángeles. Era el turno de la señorita Hopkins. Tenía el cabello rubio y largo, y lo llevaba recogido y tirante. Siempre me entraban ganas de hundir la cara en él, para olerlo. Me habría gustado sentirlo entre los dedos. Pero era tan hermosa que apenas me atrevía a dirigirle la palabra. Sonrió. Yo estaba sin aliento y miré el reloj. –Creí que no llegaba a tiempo –dije. Me dijo que aún faltaban unos minutos. Me alegré al ver que llevaba un vestido holgado. Si la hacía cruzar la sala con algún pretexto, con un poco de suerte le vería las piernas a través del tejido. Siempre me preguntaba cómo serían sus piernas con un brillante par de medias. No estaba ocupada. Sólo había dos personas mayores, leyendo periódicos. Anotó la devolución del Nietzsche mientras yo recuperaba el aliento. –¿Podría decirme dónde está la sección de Historia? –pregunté. Dijo que sí sonriendo y la seguí. Me llevé una desilusión. El vestido no era el más indicado, de color azul claro; la luz no lo traspasaba. Observé la curva de sus talones. Me entraron ganas de besarlos. Al llegar a la sección de Historia se volvió y se dio cuenta de que estaba pensando en ella intensamente. Sentí la ola de frío que la envolvió. Volvió a la mesa. Saqué unos libros y los volví a colocar. Ella seguía intuyendo mis pensamientos, pero yo no quería pensar en otra cosa.
Vi sus piernas cruzadas bajo la mesa. Eran maravillosas. Me entraron ganas de abrazarlas. Nuestras miradas se cruzaron y sonrió, con una sonrisa que decía: adelante, mira si quieres; no puedo hacer nada al respecto, aunque me gustaría darte una bofetada. Yo quería hablar con ella. Podía citarle algunos pasajes estupendos de Nietzsche; aquel pasaje de Zaratustra sobre la voluptuosidad. ¡Ah! Pero nunca podría recitárselo. A las nueve sonó el timbre. Fui a toda prisa a Filosofía y me llevé lo primero que pillé. Era otro Nietzsche, Hombre y superhombre. Sabía que la impresionaría. Antes de ponerle el sello pasó unas páginas. –¡Caramba! –dijo–. ¡Qué libros lees! –¡Bah! –dije–. No tiene importancia. Yo no leo morralla. Me sonrió a modo de despedida y dije: –Es una noche esplendorosa, mágica y esplendorosa. –¿En serio? –dijo. Me dirigió una mirada extraña, con la punta del lápiz en el pelo. Salí reculando, crucé la puerta y me contuve. Me sentí peor en la calle, porque la noche no era esplendorosa, sino fría y con una niebla que apagaba la luz de las farolas. Junto a la acera había un coche con el motor en marcha y un hombre al volante. Esperaba a la señorita Hopkins, para llevarla a Los Ángeles. Tenía cara de subnormal. ¿Había leído a Spengler? ¿Sabía que Occidente estaba en decadencia? ¿Qué hacía al respecto? ¡Nada! Era un zopenco, un nuevo rico sin educación. Que se fuera a la porra. La niebla me envolvía y me calaba mientras seguía mi camino con un cigarrillo en los labios. Entré en Jim’s Place, en Anaheim. Había un hombre comiendo en el mostrador. Lo había visto muchas veces en los muelles. Era un estibador llamado Hayes. Me senté a su lado y pedí de cenar. Mientras lo preparaban fui al expositor de libros, a echar un vistazo. Eran ediciones de bolsillo baratas. Elegí cinco. Luego fui al expositor de revistas y hojeé Artists and Models. Busqué los dos números donde las mujeres llevaran menos ropa y cuando Jim me sirvió la cena le dije que me lo envolviera todo. Vio el Nietzsche que llevaba bajo el brazo: Hombre y superhombre. –No –dije–. Éste lo llevaré así. Lo puse en el mostrador con un golpe. Hayes bajó los ojos y leyó el título: Hombre y superhombre. Me miró por el espejo. Yo daba cuenta del filete. Jim me observaba las mandíbulas para averiguar si el filete estaba tierno. Hayes tenía los ojos fijos en el libro.
–Jim –dije–, este pábulo es verdaderamente antediluviano. Jim preguntó qué quería decir y Hayes dejó de comer para escuchar. –El filete –dije–. Es arcaico, primigenio, paleoantrópico y de tiempos antiguos. En resumen, senil y provecto. Jim sonrió para indicar que no entendía y el estibador dejó de masticar para señalar lo interesado que estaba. –¿Y qué es todo eso? –dijo Jim. –La comida, amigo mío. La comida. Este pábulo que tengo ante mí. Está más duro que el pie de Cristo. Miré a Hayes y éste agachó la cabeza rápidamente. Jim estaba afectado por lo del filete y se inclinó sobre el mostrador para susurrarme que con mucho gusto me prepararía otro. –Dios nos asista –dije–. Olvídalo, hombre. Eso está fuera del alcance de mis más osadas ambiciones. Hayes me miraba fijamente por el espejo. Cuando no me miraba a mí, miraba el libro. Hombre y superhombre. Comí mirando al frente, sin prestarle la menor atención. No me quitó los ojos de encima mientras comía. Luego estuvo un rato mirando el libro. Hombre y superhombre. Cuando terminó de comer, se dirigió a la parte delantera para pagar. Jim y él hablaron entre susurros junto a la caja registradora. Hayes asintió con la cabeza. Jim sonrió y siguieron susurrando. Hayes sonrió, se despidió y me echó la última mirada por encima del hombro. Jim volvió. –Ese tío quería saberlo todo acerca de ti –dijo. –Naturalmente. –Dice que hablas como un tío culto. –Naturalmente. ¿Y quién es él, y a qué se dedica? Jim dijo que era Joe Hayes, el estibador. –Gallinácea profesión –dije–. Infestada de asnos y zopencos. Vivimos en un mundo de comadrejas y antropoides. Saqué el billete de diez dólares. Volvió con el cambio. Le ofrecí veinticinco centavos de propina, pero no quiso aceptarla. –Es un detalle improvisado –dije–. Un sencillo símbolo de camaradería. Me gusta tu forma de hacer las cosas, Jim. Despierta un impulso de reconocimiento. –Procuro contentar a todos. –Bueno, como habría dicho Chéjov, yo no tengo nada que objetar. –¿Qué tabaco fumas? Se lo dije y me dio dos paquetes.
–De mi parte –dijo. Me los guardé en el bolsillo. Pero no aceptó la propina. –¡Tómala! –dije–. Es sólo un detalle. Se negó. Nos despedimos. Él se fue a la cocina con los platos sucios y yo hacia la salida. En la puerta cogí dos barras de caramelo del expositor y me las metí debajo de la camisa. La niebla me tragó. Me comí los caramelos mientras volvía andando a casa. Estaba contento por la niebla porque así el señor Hutching no me vería. Estaba en la puerta de su pequeña tienda de aparatos de radio. Me andaba al acecho. Le debía cuatro plazos de la radio que le habíamos comprado. Si hubiera estirado el brazo habría podido tocarme, pero no me vio.