Título original: Un café avec Voltaire © del texto: Allary Éditons, 2016 © de la traducción: Mar Vidal, 2017 © de esta edición: Arpa y Alfil Editores, S. L. Deu i Mata, 127, 08029 Barcelona www.arpaeditores.com Primera edición: noviembre de 2017 ISBN: 978-84-16601-52-3 Depósito legal: B 18085-2017 Diseño de cubierta: Enric Jardí Maquetación: Estudi Purpurink Impresión y encuadernación: Cayfosa Impreso en España Este libro ha sido publicado con el acuerdo de Allary Éditions, su agente 2 Seas Literary Agency y su coagente SalmaiaLit. Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
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Un café con Voltaire Conversaciones con los grandes espíritus de la Ilustración Traducción de Mar Vidal
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ÍNDICE Introducción 9 El exilio inglés
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Voltaire en casa de Newton
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De exilio en exilio
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Voltaire y Montesquieu. El enfrentamiento
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Última cena en casa de la Pompadour
92
Émilie y Voltaire. Últimos momentos
115
Voltaire en la corte de Federico II
126
ECRLINF. (Aplastar a la Infame)
170
Voltaire y Rousseau. Irreconciliables
185
Ferney. Un modelo
238
Voltaire en casa de Buffon, naturalmente
245
Adiós a Ferney
274
Voltaire y Diderot, por fin
277
Y la luz del siglo se propagó
308
Epílogo 312 Agradecimientos 313
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Introducción Cuando tenía doce años, en una ocasión en la que mi padre me regañó por un acto que a mí me parecía legítimo, le hice ver que yo no había pedido nacer y que, que yo supiera, él tampoco había pedido mi opinión. Él, que ya iba por el décimo hijo, se quedó estupefacto y desde aquel día me dio el sobrenombre de «Voltaire». Me propuse así saberlo todo de este personaje, cuyo pensamiento me acompaña desde entonces. Voltaire, el poeta, el escritor, el dramaturgo, el filósofo, el polemista. Para rendir homenaje a este talento proteiforme, lo he confrontado a las grandes figuras de su siglo: Newton, Montesquieu, madame de Pompadour, Federico II de Prusia, Jean-Jacques Rousseau, Buffon y Diderot. La mayoría de estos encuentros tuvieron lugar. Otros son inventados. Pero todos ellos reflejan sus ideas e incluso se componen, en buena parte, de sus propias palabras, extraídas de sus artículos, novelas o correspondencia.
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Estos cara a cara nos sumergen en el palpitante hogar que fue el siglo xviii, al cual nuestra época debe tanto y del que tanto tiene aún que aprender. En ellos se habla de poder, de religión, de superstición, de fanatismo y de intolerancia. Revisitan las preguntas eternas sobre la vida, la muerte, el amor o la moral. Esta obra no es un libro de historia, ni un ensayo filosófico, ni tampoco una novela; es más bien un paseo por un pasado que nunca ha estado tan presente, de la mano del guía que encarna las Luces mejor que nadie: Voltaire.
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El exilio inglés El sol brillaba sobre el estuario del Támesis. Las largas hileras de navíos en los muelles, en ese mes de mayo de 1726, daban fe a ojos de Voltaire del poderío marítimo de Inglaterra. El escritor francés soñaba desde hacía mucho tiempo en visitar ese país, que su poderoso y rico amigo, Lord Bolingbroke, había elogiado por el ambiente de libertad, tolerancia y respeto democrático que en él reinaba. Así pues, el exilio al que el rey Luis XV lo acababa de forzar, lejos de afligirle, le resultó más bien agradable. No se trataba de su primer exilio y ya había pasado unas cuantas temporadas en la Bastilla, esa prisión real que había conocido ocho años atrás por haber fustigado, mediante libelos y poemas tan injuriosos como talentosos, la conducta del duque de Orleans, regente del reino, acusándolo de mantener relaciones incestuosas con su hija «Mesalina», la duquesa de Berry. Su libertinaje había acabado siendo de dominio público, y Voltaire no tenía nada que en-
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vidiarles. No obstante, con sus escritos sobre el Regente, Le Bourbier y Régnante Puero, había ido demasiado lejos. La orden real no se hizo esperar y el impertinente François-Marie Arouet, que todavía no llevaba el nombre de Voltaire, se halló alojado en las celdas de la Bastilla durante nueve meses. Tenía veinticuatro años. Su segunda encarcelación fue ordenada a petición del caballero de Rohan-Chabot. Los dos hombres se habían increpado en el teatro. El señor de Rohan, tan arrogante como estúpido, al cruzarse con Voltaire en el camerino de una actriz le habría soltado un desdeñoso: «Monsieur de Voltaire, monsieur Arouet, ¿cómo os llamáis realmente?». El escritor, que tanto aborrecía sus orígenes burgueses que había querido romper con su apellido familiar, aunque su padre fuera consejero del rey y receveur des épices1 en la cámara de cuentas, se hacía llamar entonces «de Voltaire», y le respondió con la actitud afilada y displicente que lo caracterizaba: «¿Se puede ser al mismo tiempo Rohan y Chabot? Con vuestras palabras, deshonráis vuestro nombre; con mis escritos, yo inmortalizo el mío». Voltaire no ignoraba que desde la muerte de Luis XIV la alta nobleza, despreciada desde la época del Rey Sol, había reconquistado sus poderes y su
1 Recaudador de impuestos. (N. de la t.)
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influencia bajo el reino del Regente. Los Rohan-Chabot estaban por aquel entonces en la cresta de la ola. Dos días después de su salida de tono, el joven escritor fue apaleado por lacayos del caballero, el cual, allí presente, exclamó: «¡No le golpeéis la cabeza! ¡A lo mejor todavía es capaz de soltar algo bueno!». Aquella humillación, que no recibió muestra alguna de compasión por parte de sus amigos influyentes, entre los cuales se contaba el duque de Sully, en cuya casa cenaba aquella noche —Voltaire no pertenecía a su mundo—, le hizo sumirse en un estado de cólera silenciosa. Juró vengarse y matar a Rohan-Chabot. Incluso se instruyó en el manejo de la daga y de la espada con unos rufianes. El secretario de Estado, Maurepas, le hizo entonces encarcelar con el pretexto de protegerlo de Rohan. Voltaire fue liberado dos semanas más tarde a condición de que se exiliara. Su primera estancia en Londres empezó bastante mal. Poseyendo una fortuna de nueve mil libras, obtenida tanto gracias a sus obras literarias como a su talento como especulador, se la había confiado a un banquero judío de la capital, un tal Mendès. Ese tipo perdió inmediatamente esa fortuna mediante operaciones dudosas y cerró la puerta con llave. Voltaire se enojó mucho, pero no lo persiguió; así daba a menudo pruebas de cierta indulgencia frente a aquellos que abusaban de su confianza.
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Tuvo la suerte de ser acogido por un riquísimo mercader de especias a quien había conocido en París, Everard Fawkener, que lo introdujo en la buena sociedad londinense y lo presentó a la élite del mundo de las artes y las finanzas. Conoció, entre otros, a Alexander Pope, célebre poeta y escritor, quien sentía una admiración sin límites por Newton y por su principal discípulo, el científico Samuel Clarke, párroco de St. James. Entusiasmado por la erudición de este último, Voltaire se aventuró a afirmar: —¡Clarke es seguramente más grande que Newton! A lo que Pope replicó: —Posiblemente sea cierto, pero es como si dijerais que uno juega mejor a pelota que el otro. El poeta ironizó así sobre lo absurdo de aquella comparación y Voltaire admitió su equivocación. Como no había oído más que elogios sobre Isaac Newton, al que muchos científicos europeos calificaban ya como el mayor filósofo de todos los tiempos, insistió a su médico personal, el doctor William Chedelsen, a quien había conocido en casa de Fawkener, para que le concertara una cita con él. El médico alegó que su célebre paciente se encontraba muy enfermo y que temía lo peor para él. Newton estaba a punto de cumplir ochenta y cinco años, no era de natural muy cordial y no estaba en absoluto dispuesto a recibir a un escritor del que nada había leído, y por añadidura francés. Sin embargo, seducido y hasta fascinado por el espíritu de
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Voltaire, por su curiosidad y su cultura impresionantes, William Chedelsen le prometió que intentaría organizar el encuentro. Informó al sabio que el joven intelectual francés era ya famoso en toda Europa, que era rebelde al reino de Francia y que sus escritos, en especial su famoso poema La Henriada, a la gloria del rey Enrique IV, iban a traducirse en Inglaterra. Le contó también que, para su gran sorpresa, Voltaire había aprendido la lengua de Shakespeare en apenas seis meses y que desde entonces escribía normalmente en inglés. Newton comprendió que quizás podría utilizar la notoriedad de aquel fenómeno para divulgar su pensamiento en aquella parte de Europa en la que todavía reinaban, sin discusión, los dogmas de la Iglesia de Roma, hostil a cualquier idea nueva, a cualquier descubrimiento y a cualquier teoría que pudiera poner en cuestión la Biblia. Se decidió que la reunión se celebraría en casa de Newton una mañana de invierno de 1727, en Kensington, en la casa de campo del sabio. Y tuvo un fuerte impacto en la vida del escritor francés. Alexander Pope había pedido participar en la entrevista, lo cual no gustó demasiado a Voltaire, que habría preferido un auténtico tête-à-tête; pero no tuvo el coraje de rechazar a su amigo, ni tampoco a Jonathan Swift, el autor de Gulliver, al que llamaba el Rabelais de Inglaterra, que se unió al grupo. Con su novela satírica, Swift había sido acusado
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de mofarse de Newton, pero de manera errónea, y es por esta razón que quería conocerle y testimoniarle su admiración. Voltaire aprovechó el viaje para saber más cosas sobre el hombre. Pope le informó que jamás se había casado, que siempre había vivido solo, lo cual parecía convenir mejor a su carácter y a sus trabajos de investigación, que desarrollaba incansablemente desde hacía casi setenta años.
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