Greil Marcus
Rastros de carmín Una historia secreta del siglo XX Traducción de Damián Alou
EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA
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Título de la edición original: Lipstick Traces. A Secret History of the Twentieth Century Harvard University Press Cambridge, Massachusetts, 1989
Ilustración:
Primera edición: febrero 2019
Diseño de la colección: Julio Vivas y Estudio A © De la traducción, Damià Alou, 1993, 2019 © Greil Marcus, 1989, 2019 © EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2019 Pedró de la Creu, 58 08034 Barcelona ISBN: 978-84-339-6431-1 Depósito Legal: B. XXXXX-2019 Printed in Spain Reinbook serveis gràfics, sl, Passeig Sanllehy, 23 08213 Polinyà
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LISTA DE BAJAS
Desde que este libro se publicó, algunos de los actores y voces que aparecen en sus páginas han muerto. Señalar su fallecimiento es una lección de humildad. Walter Karp, crítico político y patriota, 1934-89. Ed van der Elsken, fotógrafo, 1925-1990. Henri Lefebvre, filósofo político, 1901-91. Guy Debord, cineasta y miembro fundador de la Internacional Letrista y de la Internacional Situacionista, 1930-94. Gil Wolman, poeta sonoro, creador de collages y miembro fundador de la Internacional Letrista, 1929-95. Mario Savio, orador y profesor, 1942-96. Ivan Chtcheglov, visionario y miembro de la Internacional Letrista, 1933-98. Joe Strummer, cantante y fundador de The Clash, 1952-2002. Jean-Michel Mension, miembro fundador de la Internacional Letrista, 1934-2007. Isidore Isou, fundador del letrismo, 1925-2007. Norman Cohn, historiador, 1915-2007. Tony Wilson, fundador de Factory Records, que construyó la Hacienda, 1950-2007. Ray Lowry, dibujante, 1944-2008. Christopher Gray, editor y miembro de la Internacional Situacionista, 1942-2009. Michael Jackson, cantante, 1958-2009. Ari Up, cantante de las Slits, 1962-2010.
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Poly Styrene, cantante de X-Ray Spex, 1957-2010. Malcolm McLaren, manager de los Sex Pistols y artista, 1946-2010. Peter Bergman, miembro de Firesign Theatre, 1939-2012. Phil Austin, miembro de Firesign Theatre, 1941-2015. Marlene Marder, guitarrista de Kleenex y Liliput, 1954-2016.
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Versión uno:
El último concierto de los Sex Pistols
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EL ÚLTIMO CONCIERTO DE LOS SEX PISTOLS
Rechinar de dientes. Eso oía uno en el momento en que Johnny Rotten hacía sonar sus erres; cuando en 1918 el insumiso Richard Huelsenbeck, hablando a un refinado público berlinés que se había reunido para oír una conferencia acerca de una nueva tendencia en las artes, dijo que «estábamos a favor de la guerra y hoy en día el dadáísmo está todavía a favor de la guerra. La vida debe hacer daño..., no hay suficientes crueldades»; cuando en 1649 Abiezer Coppe, miembro de la secta de los ranters,1 desplegaba su Fiery Flying Roll («Esto dijo el Señor: Te advierto que te derribaré, te derribaré, te derribaré»); cuando en 1961 la Internacional Situacionista pronunció una profecía, una «advertencia a aquellos que construyen ruinas: después de los planificadores urbanísticos vendrán los últimos trogloditas de los suburbios y los guetos. Ellos sí sabrán construir. Los más privilegiados de las ciudades dormitorio sólo sabrán destruir. Mucho podemos esperar del encuentro entre estas dos fuerzas: definirán la revolución». Eso oía uno cuando Johnny Rotten hacía sonar sus erres; o, de todos modos, eso podía haberse oído.
1. Se trata de una secta mística cristiana del s. xvii de tendencia antinómica, es decir, creían que los cristianos no estaban sujetos a la ley moral en virtud de la gracia, y que la fe sola aseguraba la salvación. (N. del T.)
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en 1975 En 1975, un adolescente que sería llamado Johnny Rotten se convertía en un poster viviente y desfilaba por King’s Road hasta la tienda World’s End –el final de la calle–, con un «yo odio» garabateado encima de una camiseta que exhibía un logotipo de Pink Floyd. Se había teñido de verde lo que le quedaba de su pelo rapado y se abría camino entre las multitudes de turistas escupiendo a los hippies, que procuraban ignorarle. Un día alguien hizo notar su presencia a un hombre de negocios que estaba intentando reunir una banda. El batería recuerda la audición del adolescente, que tuvo lugar delante de un jukebox, el muchacho haciendo playback a la letra de «Eighteen» de Alice Cooper: «Pensamos que tenía lo que nosotros deseábamos. Era un poco lunático, un líder. Y eso era precisamente lo que buscábamos, un líder que tuviese ideas claras acerca de lo que quería; definitivamente, él las tenía. Y lo supimos en seguida. Aunque no supiese cantar. No estábamos particularmente interesados en eso porque en esa época todavía estábamos aprendiendo a tocar.» Puede que en la mente de ese maestro del autobombo y el arte de dominar a los demás llamado Malcolm McLaren, el propietario de la tienda de ropa de King’s Road, los Sex Pistols no significaran más que un asombro que duró nueve meses, un vehículo barato para ganar dinero fácil, unas cuantas risotadas, un toque para épater la bourgeoisie. Los había reclutado cerca de su tienda, les había encontrado un lugar para que ensayasen, les había dado un nombre ridiculamente ofensivo, les había adoctrinado acerca de la vacuidad de la música pop y de las posibilidades de la fealdad y la confrontación, les había dicho que tenían una buena oportunidad para hacer ruido, les dijo que tenían el derecho a hacerlo. Si todo lo demás fallaba, siempre podrían ser un póster viviente para su tienda, que necesitaba uno nuevo continuamente. Antes de decidirse por Seditionaries en 1977, McLaren había llamado a su tienda Let It Rock en 1971, cuando vendía ropa estilo Teddy Boy y viejos discos de cuarenta y cinco revoluciones; Too Fast to Live Too Young to Die en 1973, cuando vendía ropa de ciclista y accesorios para bandas juveniles; Sex en 1974, cuando vendía adminículos sadomasoquistas, ayuda extraconyugal, y camisetas con inscripciones del tipo «Dios salve a Myra Hindley», que conmemoraban a la mujer que en 1965 cometió junto 40
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VersiĂłn americana de la tienda de Malcolm McLaren
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con Ian Brady los llamados crímenes de Moors: el asesinato de niños que Hindley y Brady grababan, como un modo de afirmación artística, en casetes. También es posible que en la mente de su principal teórico y propagandista, Malcolm McLaren, quien en los años sesenta había sido estudiante de arte y aspirante a anarquista provocador, los Sex Pistols pretendiesen sembrar la discordia en el país, recuperar el poder que McLaren había atisbado por primera vez en «Great Balls of Fire» de Jerry Lee Lewis («Nunca había visto nada parecido –dijo una vez, recordando a un compañero de la escuela que cantó la canción en un espectáculo de nuevos talentos–. Creía que se le iba a desprender la cabeza»), para finalmente unir música y política con finalidad de cambiar el mundo. Estremecido por la revuelta del mayo francés, McLaren había contribuido a fomentar manifestaciones de solidaridad en Londres, y posteriormente vendería camisetas decoradas con eslóganes del mayo del 68, aun cuando en su tienda, «tomo mis deseos por realidades porque creo en la realidad de mis deseos», el eslogan de los Enragés, el pequeño grupúsculo de estudiantes que inició la revuelta, contribuyera principalmente a que los hombres de negocios más conservadores se reunieran en comandita a fin de obtener el valor necesario para comprar los trajes de goma del propio McLaren. Y es que McLaren vendía cualquier cosa: a finales de 1978, inmediatamente después de que el bajista de los Sex Pistols, Sid Vicious, fuera arrestado por el asesinato de Nancy Spungen, su novia, McLaren puso a la venta camisetas con la foto de Sid Vicious y las palabras «yo estoy vivo–ella está muerta-soy vuestro» (para recaudar fondos con que pagar la defensa de Vicious, según argumentó). Pero no mucho antes, había estado distribuyendo ejemplares del libro de Christopher Gray Leaving the 20th Century, la primera antología en lengua inglesa de escritos situacionistas, que él y Jamie habían ayudado a publicar en 1974. Procuraba que la gente lo leyese. «Es algo más que una interpretación puesta al día de los ensayos marxistas acerca de la alienación del trabajo», dijo Peter Urban, mánager de los Dils, un grupo punk de Los Ángeles «metido en la guerra de clases»; su primer single fue «I Hate the Richs», cuyo principal resultado fue una canción interpretada por una banda rival, Vom, titulada «I Hate the Dils». «Hay un poco de todo esto –dijo McLaren–, pero es muy, muy fuerte. Lo bueno de eso era que podías asumir aquellos eslóganes sin formar parte de ningún movimiento. A menudo el pertenecer a un movimiento ahoga el pen42
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samiento creativo, y ciertamente, desde el punto de vista de un muchacho, la capacidad para comunicarse con los demás... Eso es lo más grande de todo, que te permite hacerlo. Existe en ello una cierta agresión y arrogancia que resulta excitante...» Eso es algo anticuado, dijo Urban, ignorando las interesantes conclusiones que estaba extrayendo McLaren, e ignorando también el eslogan que aparecía en la cubierta del libro, la cita de una reseña de John Berger: «Una de las más lúcidas y puras formulaciones políticas de los años sesenta.» La reseña de Berger se titulaba «Profetas perdidos»; si el resto de esa reseña se hubiera embutido en esa pegatina podía haber llevado la conversación mucho más lejos, o quizá mucho más cerca. La conversación apareció en el número de mayo de 1978 de Slash, una revista punk de Los Ángeles; el número, afirmaba una nota en la página del índice, estaba «dedicado a ese puñado de enragés (la palabra francesa que significa maníaco, fanático, loco) que diez años atrás habían intentado cambiar la vida». La dedicatoria iba ilustrada con las palabras «une jeunesse que l’avenir inquiéte trop souvent» (una juventud preocupada con demasiada frecuencia por el futuro), el lema de un famoso póster del mayo francés, realizado por un colectivo de estudiantes de arte que habían creado un Atelier populaire, en el que aparecía un joven con la cabeza cubierta con una gasa quirúrgica y un imperdible que le mantenía los labios cerrados. Después de diez años, cuando el mayo del 68 estaba ya casi olvidado en los Estados Unidos, aquello era verdadera arqueología. Se trataba de un peculiar retorno a una época extraña en que unos disturbios aparentemente triviales en el campus de una universidad de las afueras de París había producido una reacción en cadena de rechazo, cuando primero los estudiantes, a continuación los obreros de las fábricas, luego los oficinistas, los profesores, las enfermeras, los médicos, los atletas, los conductores de autobús y los artistas se habían negado a trabajar, tomado las calles, levantado barricadas y luchado contra la policía, o habían invadido sus lugares de trabajo, los habían ocupado, se habían enfrentado a los sindicatos, y transformado sus lugares de trabajo en laboratorios de crítica y debate, cuando los muros de París exudaban extraños eslóganes, cuando diez millones de personas dieron una señal de lo que podía llegar a ser paralizar una sociedad moderna. «En medio de la confusión y el tumulto de la revuelta de mayo –escribía Bernard E. Brown en Protest in Paris, su incompara43
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ble narración académica del mayo del 68–, las consignas y los gritos de los estudiantes eran considerados expresiones de la es pontaneidad de las masas y de la ingenuidad individual. Sólo posteriormente fue evidente que aquellos eslóganes, la revolución cesa en el momento en que se hace necesario sacrificarse por ella prohibido prohibir ni dioses ni amos abajo lo abstracto, viva lo efímero después de dios, el arte ha muerto muerte a un mundo en que la garantía de que no moriremos de hambre ha sido obtenida con la garantía de que moriremos de aburrimiento club med, unas vacaciones baratas en la miseria de los demás no cambies de jefes, cambia la manera de vivir no trabajes nunca el riesgo debe ser sistemáticamente explorado corre, camarada, el viejo mundo está detras de ti sé cruel cuanto más consumas menos vivirás vive sin pausa, entrégate al deseo sin trabas la gente, que habla de la revolución y la lucha de clases sin referirse explícitamente a la vida cotidiana, sin comprender lo que es subversivo del amor y positivo a la hora de rechazar las ataduras, tiene cadáveres en la boca ¡bajo el pavimento está la playa!,
eran fragmentos de una ideología consistente y seductora que había aparecido virtualmente en todos los folletos y publicaciones situacionistas... Fue principalmente a través de su mediación como se provocó en la revuelta de mayo una inmensa fuerza de protesta contra el mundo moderno y todos sus productos, mezclando la pasión, el misterio y lo primitivo.» «Este estallido –dijo el presidente Charles de Gaulle en el discurso de junio con el que recobró el poder– fue provocado por unos pocos grupos en rebelión contra la sociedad moderna, contra la sociedad de consumo, contra la sociedad tecnológica, ya fuera la comunista del Este o la capitalista del Oeste...; grupos, además, que no saben con qué reemplazarla, pero que se deleitan en la negación». «El inicio de una época», proclamaba en 1969 el artículo de fondo del duodécimo y último número de la Internationale situationniste. «El estertor de los irrelevantes históricos», afirmó Zbigniew Brzezinski. En 1978, cuando Brzezinski era consejero de seguridad nacional del presidente de los Estados Unidos y «El inicio de una época» era, 44
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por lo menos en inglés, un panfleto sucio y mal traducido que hacía tiempo estaba agotado, se esperaba que los lectores de Slash recordaran las vacaciones fuera de programa del mayo del 68 aproximadamente con la misma vaguedad con que podían recordar el hit que Gary «U.S.» Bonds consiguió en 1965: «Seven Day Weekend». El lector iba a mirar de modo fortuito las referencias veladas del póster àe\ Atelier populaire, y luego superpondría la ilustración de los Sex Pistols más conocida, el collage fotográfico de Jamie Reid para «God Save the Queen», que mostraba a Su Alteza Real Isabel II con los labios atravesados por un imperdible; producto del éter de la historia no escrita, se suponía que las conexiones iban a deslizarse como las fichas en una máquina tragaperras. En 1975 escribió John Berger: Las esperanzas revolucionarias de los setenta, que culminaron en 1968, están ahora bloqueadas o abandonadas. Un día volverán a irrumpir, transformadas, y vivirán de nuevo con resultados distintos. Es lo único que quiero decir; no estoy profetizando cuál será la diferencia. Cuando eso suceda, el programa (o antiprograma) situacionista será probablemente reconocido como una de las formulaciones políticas más puras y lúcidas del principio de esa década histórica, y reflejará de un modo extremo su fuerza desesperada y su debilidad extrema.
Como mánager de los Dils, Peter Urban no se habría sentido interesado en esos meandros sentimentales. Había un mundo que ganar, le dijo a McLaren, tácticas que formular, una ideología que fijar, y de todos modos... McLaren le cortó en seco. «Vamos, Peter, ¿cómo es que te has convertido en mánager de un grupo que tiene nombre de pepinillos en vinagre? O de consolador, ¿cuál es aquí la polémica?» Los Sex Pistols habían sido el origen de los Dils; cuando los vi actuar en 1971 no eran más que una pobre imitación. Para cuando Nancy Spungen fue apuñalada hasta morir, los Sex Pistols habían sido la chispa que provocó la aparición de nuevos grupos por todo el mundo, y un buen número de ellos estaba haciendo cosas que nadie había hecho hasta entonces en el rock’n’roll. Pero, como grupo –una posibilidad comercial, un escándalo internacional–, los Sex Pistols duraron unos nueve meses: vieron aparecer su primer disco el 4 de noviembre de 1976 y dejaron de existir para convertirse en 45
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PĂłster de Atelier populaire, mayo del 68
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Cartel anunciador de los Sex Pistols ideado por Jamie Reid, 1977
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meros implicados en un proceso el 14 de enero de 1978, cuando, inmediatamente después del último show de su única gira norteamericana, Johnny Rotten abandonó el grupo afirmando que McLaren, en su avidez de fama y dinero, había traicionado todo lo que los Sex Pistols representaban. ¿Y qué era exactamente eso? Para el guitarrista Steve Jones, analfabeto y delincuente de poca monta, y para el batería Paul Cook, en algún tiempo ayudante de electricista, significaba chicas y pasarlo bien. Para el bajista original, Glen Matlock, antiguo estudiante de arte y dependiente de un sex-shop, era la música pop. Para Sid Vicious, el yonqui que le reemplazó, era el estrellato en el mundo del pop. En cuanto a Johnny Rotten, diría muchas cosas distintas (incluyendo, después de la caída: «Sid puede ir y convertirse en Peter Frampton...», no fue así; «Sid Vicious puede ir y matarse...», como ocurrió; «Paul puede volver a hacer de electricista...», puede que aún lo sea), y, sospechaba uno, aún no había dicho lo que realmente pensaba. los sex pistols Los Sex Pistols afirmaron que su última actuación fue la peor de su carrera, pero para las cinco mil personas que se apiñaban en el interior de la San Francisco’s Winterland Ballroom, esa actuación fue lo más parecido al Juicio Final que un acontecimiento escénico puede ser, y no porque hubieran visto los folletos evangelistas que se distribuían en el exterior: «¡Hay un Johnny Rotten en cada uno de nosotros, y no ha de ser liberado..., ha de ser crucificadol» Eso no había significado nada nuevo para Johnny Rotten; una de sus fotos publicitarias le mostraba clavado a una cruz. En Londres, la subcultura generada por los Sex Pistols y sus primeros seguidores ya había sido declarada difunta por aquellos cuyo negocio es hacer tales declaraciones: una sociedad que antaño fuera secreta, difundida ahora por los titulares y el turismo. ¿O era que, al principio, el punk era en sí mismo una especie de sociedad secreta, dedicada no a guardar un secreto sino a perseguirlo, una sociedad basada en la ciega convicción de que había un secreto que encontrar? ¿O era que una vez el secreto fue aparentemente descubierto, una vez el punk se convirtió en una ideología de protesta y autoexpresión –una 48
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vez la gente supo qué esperar, una vez que comprendieron exactamente lo que obtendrían a cambio de su dinero, o lo que harían para ganarlo–, la historia estaba lista para sus notas a pie de página. A lo largo y a lo ancho de los Estados Unidos se habían formado primitivos enclaves (clubs nocturnos, fanzines, tiendas de discos, una media docena de estudiantes de instituto aquí, un trío de artistas allá, una chica encerrada en su habitación de pie frente al espejo mirando su nuevo peinado), aunque quizá la causa no fuese tanto el estremecimiento que podía provocarles oír las copias de importación, a diez dólares el ejemplar, del single prohibido «Anarchy», como las crónicas de los periódicos y de la televisión en las que los adolescentes de Londres aparecían mutilándose la cara con objetos de uso doméstico cotidiano. Los verdaderos descubrimientos surgían de la nada («La escena original –dijo el fundador de un antro punk de Los Ángeles– estaba hecha de gente que se arriesgaba y transmitía misteriosas informaciones»); para algunos, esos descubrimientos, una nueva manera de andar y una nueva manera de hablar, acentuarían las contradicciones de la existencia cotidiana durante los años venideros, harían la vida más interesante de lo que habría sido de otro modo. «Ya es hora de que el público participe –dijo en escena Joe Strummer, de los Clash, en 1976–. Quiero que todos vosotros me digáis exactamente qué estáis haciendo ahí.» Mientras aguardaban a que los Sex Pistols ocuparan el escenario del Winterland, tal vez muchas personas se estuvieran preguntando qué hacían ahí, por qué todas sus expectativas eran tan confusas, y tan violentas. En todas las historias que se codificaban en ese momento, una, al menos, era simplemente musical; comparada con todo cuanto la música contenía secretamente, esa historia era casi silenciosa; pero lo primero que haré es contaros esa historia. ¿has visto? «¿Has visto a los Sex Pistols?», le susurró Joe Strummer a Graham Parker una noche de principios de 1976. Era como si le estuviese transmitiendo un rumor tan improbable que temía levantar la voz. Formaban parte de la escena del «pub rock» londinense (Parker cazaba ecos de Wilson Pickett y los Temptations, Strummer iba de49
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trás de Chuck Berry y Gene Vincent): un intento abortado más de llevar la abotargada música de los sesenta a sus fundamentos. «No –respondió Parker–. ¿Los Sex Pistols?» «Algo totalmente nuevo, tío –dijo Strummer–. Algo totalmente nuevo.» Strummer dejó inmediatamente su grupo, que interpretaba viejos éxitos de rock, para formar los Clash: «Ayer me consideraba un tipo desagradable –diría posteriormente que contestó a sus amigos cuando le preguntaron el porqué–. Entonces vi a los Sex Pistols y me convertí en un rey». Es una buena historia, demasiado buena para ser cierta, pero fue cierta en la música, y nunca más cierta que en la música de las Slits. Fueron el primer grupo punk exclusivamente femenino: cuatro adolescentes que no tenían la menor idea de nada que no fuera subirse a un escenario y gritar. Decían «Que te den por culo»; significaba «¿Por qué no?». Era el sonido, escribiría Jon Savage mucho después, de la gente descubriendo su propio poder. todo lo que las slits Todo lo que las Slits dejaron tras de sí fue un objeto que aullaba en su mudez: un elepé sin nombre en una funda blanca como de contrabando. Me gusta pensar que el disco se titula «Erase una vez en una sala de estar», pero no hay manera de estar seguro; con frases garabateadas al azar en la etiqueta que había pegada al disco en lugar de títulos, tienes que decidir los nombres de las canciones de entre las opciones que se te ofrecen. A continuación «A Boring Life»: una vez empezada la música, jamás he intentado comprender una palabra. Una Slit suelta una risita; una segunda pregunta: «¿Estás a punto?», otra responde: «¿A punto?), como si tal cosa fuera imposible; luego una cuarta devuelve la risita, como Alicia sumergiéndose en el agujero del conejo: «Ah, ah, oh, nooooo...» Es el último sonido que se oye en la cresta de una montaña rusa, y en la pausa que sigue tienes tiempo de recordar a Elvis en los estudios Sun de Sam Phillips en 1955, grabando «Milkcow Blues Boogie» con un breve diálogo ensayado («¡Tranquilos, tíos! ¡Eso no me mola! ¡Vamos a darle marcha de verdad, para variar!»), excepto que el diálogo de las Slits es demasiado trivial como para haber sido ensayado –por no decir que no lleva a ninguna parte–, y luego el silencio se derrumba en medio 50
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de un grito implacable. Este drama comprimido –del azoramiento a la anticipación, de la vacilación al pánico, del silencio al sonido– era de lo que iba el punk. Las Slits eran Ari Up, la líder vocal; Palmolive, batería; Viv Albertine, guitarra; Tessa, bajo. La entrada del Rolling Stone Rock Almanac del 11 de marzo de 1977 nos informa que: «Las Slits hicieron su debut en escena, como teloneras de los Clash, en el Roxy de Londres... Tendrán que soportar el doble handicap de su sexo y de su estilo, que lleva hasta el extremo el concepto del amateurismo iluminado... Las Slits responderán a los cargos de incompetencia al incitar a los miembros del público a subir al escenario para tocar mientras las cuatro mujeres bajan con el público a bailar.» Me viene a la mente una estrofa de un viejo disco jamaicano de cuarenta y cinco revoluciones: «Barrister Pardon» de Prince Buster, el último de su trilogía del Juez Terror, la historia de un vengador que llega de Etiopía para liberar los suburbios de Kingston de los gamberros que lo invaden. A lo largo de tres singles sentencia a los asesinos adolescentes a cientos de años de prisión, encarcela a sus abogados cuando se les ocurre la temeridad de apelar, mueve a las lágrimas a todos los que están en la corte, a continuación los suelta a todos y, levantando mucho las rodillas como si bailase, se baja del estrado y organiza un cakewalk1 con la multitud. «Soy el juez, pero sé bailar.» Con «A Boring Life», las Slits juzgaban todas las otras versiones del rock’n’roll: «Milkcow Blues Boogie», «Barrister Pardon»; los discos oficiales de bajísima categoría que ellas mismas harían después de su gran momento quedarían atrás. Nada podía comparárseles. Gritando y chillando, el grupo encuentra un compás a partir de la guitarra golpeada, coge un ritmo, comienza a tomar forma; el ritmo se desvanece y lo vuelven a atrapar, lo dejan atrás y siguen. Chillidos, rechinar de dientes, gruñidos y gemidos –ruidos femeninos sin retocar, jamás oídos anteriormente en la música pop– recorren el aire mientras las Slits marchan mano a mano a través de la tormenta que ellas mismas han creado. Es una interpretación llena de alegría y venganza, un cántico de patio de recreo; se corre todo riesgo musical imaginable, y efectivamente, para 1. Baile de origen negro en el cual las parejas que ejecutaban los pasos más complicados recibían un pastel como premio. (N. del T.)
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Cartel anunciando conciertos de las Slits, 1978
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esas mujeres tocar el acorde más sencillo era arriesgarse; su amateurismo no era iluminado. «No más rock’n’roll para ti/no más rock’n’roll para mí», reza un lamento ebrio en otra parte del disco, haciéndose eco del coro de los Sex Pistols de no-hay-futuro: algún hombre sin identificar estaba cantando, quizá el tipo que manejaba la consola, pero era la afirmación por parte de las Slits de que, hicieran lo que hiciesen, jamás lo llamarían rock’n’roll. Era una música que incluso rechazaba su propio nombre, lo cual significaba que también rechazaba su historia. A partir de este momento nadie sabría lo que era el rock’n’roll, de modo que casi cualquier cosa sería posible, o imposible, con el nombre de rock’n’roll: el ruido al azar era rock’n’roll, y los Beatles no lo eran. A excepción de las producciones ocultas de unos cuantos profetas de culto –deidades norteamericanas como Captain Beefheart, bandas de garaje de los años sesenta como Count Five o los Shadows of the Night, la Velvet Underground y los Stooges de finales de los sesenta, los New York Dolls y Jonathan Richman y los Modern Lovers de principios de los setenta, y la voz reggae del exilio gnóstico–, el punk rechazó de inmediato toda la música que lo había precedido; negaba la legitimidad de todo aquello que hubiera tenido éxito, o de aquellos que tocaban como si supiesen hacerlo. Al destruir una tradición, el punk revelaba una nueva. Al volver la vista atrás, sigue siendo posible tomar esta versión de la historia del rock’n’roll como cierta, como toda la historia, y no porque la música rechazada por el punk no tuviese valor, sino porque lo poco que permanece de la música de las Slits te permite imaginar que el sonido que producían comunicaba de un modo más completo y misterioso que la obra más meticulosamente elaborada que cualquiera hubiese tocado antes o después de ellas. «A Boring Life», oído tal como fue hecho en 1977 o escuchado una década después, reescribe la historia del rock’n’roll. se dice Se dice que en la década de los cincuenta quince mil grupos vocales negros grabaron al menos un disco. No sé si es cierto; la primera vez que vi esa cifra se me salieron los ojos. El punk la hizo creíble. 53
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