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1.  El viaje del buscador

A

de Daaji en Chennai, India, me lo encontré relajándose en un columpio interior. Mientras caminaba hacia él, una cálida sonrisa apareció en su rostro. —¿Qué pasa, hermano? —dijo, extendiendo la mano para estrechar la mía. Me senté frente a él. Un familiar salió de la habitación de al lado y me ofreció un té. —Dale café, lo disfrutará más —sugirió Daaji. Y así era. Lo primero que llama la atención de Daaji es su aplomo. Se trata de una cualidad poco común que parece tocar a cualquie­ ra que esté en su presencia. Sus palabras están bien colocadas y escogidas. Generalmente solo dice lo necesario para transmitir la esencia desnuda: luego le corresponde al oyente explorar más a fondo y expandir la idea. Su discurso suele estar salpica­ do de períodos de silencio y en esos momentos puedes com­ prender muchas cosas que son incluso más importantes que sus enseñanzas. Cuando esto sucede, tiendes a sentir una satis­ facción interior y a olvidarte de todas las preguntas. ¡Precisa­ mente este era mi miedo al entrevistarlo! Sin embargo, entre nosotros surgió una nueva dinámica: nuestra conversación flu­ yó sin cesar y él respondió a todas las preguntas en profundi­ dad y con entusiasmo. l entrar en el apartamento

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—Así que quieres formularme algunas preguntas —dijo Daaji. —Sí, pero voy a empezar con una sola —respondí—. ¿Por qué meditar? —¿Por qué no? —contestó riendo entre dientes—. Cada uno tendrá un motivo diferente; nuestros objetivos vitales sue­ len corresponderse con nuestras necesidades y gustos persona­ les. Por ejemplo, dos personas pueden apuntarse al mismo gim­ nasio con propósitos distintos: una para adelgazar y otra para marcar abdominales. Mis interacciones con meditadores de todo el mundo me han permitido observar la existencia de un patrón común en todos ellos. Al principio, la gente suele acer­ carse a la práctica meditativa con una amplia gama de objetivos. »Por ejemplo, muchas personas que tienen un estilo de vida estresante anhelan encontrar una forma de relajarse; algunas desean reducir la presión arterial, otras buscan claridad mental y hay quien se introduce en la meditación para conseguir un equilibrio emocional. En cualquier caso, pronto comienzan a cosechar beneficios que superan con creces sus objetivos. A me­ nudo la gente se sorprende al experimentar una profunda sen­ sación de bienestar espiritual, un estado que se hace patente por la presencia de alegría interior… e incluso de felicidad. ¡Es como si una persona hambrienta que pidiera migajas fuera sor­ prendida con un banquete! »Además, estos resultados son palpables e inmediatos. Po­ demos experimentarlos después de una sola meditación. En ese caso, ¿qué sucedería si meditaras una segunda y una tercera vez? Imagina los efectos acumulativos de numerosas medita­ ciones. —¿Pero la meditación también aborda esos objetivos inicia­ les? —le pregunté. —Los aborda sin dirigirse a ellos específicamente —explicó Daaji—. La meditación normaliza tu estado interior, sea el que sea. Alguien estresado podría afirmar después de meditar:

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«La meditación te relaja»; alguien con emociones agitadas diría: «La meditación calma las emociones»; alguien amargado e iracundo diría: «La meditación te abre el corazón; te vuelve amoroso». »¡Escuchar todas estas versiones puede confundirnos! «¿Qué hace la meditación en realidad?», nos preguntamos. —¿Y qué hace? —inquirí. —Crea naturalidad —contestó Daaji—. A medida que avanzas hacia la naturalidad, aquello que no es natural en ti comienza a desaparecer. Aunque haya mil variantes de lo no natural, la naturalidad es solo una y cuando la alcanzas se di­ suelven un gran número de quejas. »¿Por qué meditar? La respuesta es compleja porque nues­ tras metas van cambiando a medida que avanzamos. La moti­ vación de hoy es diferente de la de mañana, ¡y así debería ser! Al meditar aumenta nuestra sabiduría y comprendemos me­ jor qué somos y qué deberíamos ser. La meditación es el ve­ hícu­lo que nos lleva en este viaje infinito. —Si se trata de un viaje infinito, ¿podremos llegar alguna vez? —pregunté. —¿Dónde? —precisó riendo—. En el momento en que piensas: «Sí, lo he conseguido», se interrumpe tu progreso y dejas de avanzar. Pero la evolución no puede detenerse: debe­ mos estar siempre dispuestos a cambiar. Hemos de estar prepa­ rados para dar el siguiente paso, sea cual sea. Una vez alcanzado ese paso, tenemos que estar preparados y ser lo suficientemen­ te flexibles para llegar aún más lejos. —Pero la literatura espiritual está repleta de ejemplos de personajes que fueron supuestamente seres perfectos —re­ pliqué. —¿Crees que ellos se describirían a sí mismos de ese modo? —me preguntó—. En matemáticas la asíntota es una línea rec­ ta a la que se le acerca una curva sin llegar a tocarla. Aunque la curva se aproxima infinitamente, nunca se encuentran. Pues bien, un aspirante avanzado se mueve de forma semejante: se

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acerca siempre a su destino sin llegar nunca, permaneciendo infinitamente cerca e infinitamente lejos de su objetivo, sin de­ jar de avanzar. Mientras el aspirante exista, el viaje será infinito. —¿Hacia dónde nos dirigimos? —pregunté. —Del egoísmo al altruismo —respondió—; de la mente reac­tiva al corazón sensible; del encarcelamiento en los plie­ gues del ego a la libertad; del aquí y ahora a la existencia atem­ poral y eterna; de la reverencia a las formas a la ausencia de forma; de la contracción a la expansión; de la inquietud a la paz; de lo superficial a lo auténtico; de la insistencia a la acep­ tación; del desequilibrio al equilibrio; de la oscuridad a la luz; de la pesadez a la ligereza; de lo burdo a lo sutil; de la periferia al núcleo del Ser, la Fuente, el Ser Superior. »Verás, el propósito de la meditación es transformarnos. La transformación es también el propósito de la religión, así como del desarrollo personal y la psiquiatría. Sin embargo, siempre que tratamos de cambiarnos a nosotros mismos de alguna ma­ nera, solemos encontrar fuerzas tremendas de inercia que nos impiden conseguir nuestras metas. »Por supuesto, disponemos de numerosas herramientas que pueden ayudarnos. No faltan las grandes enseñanzas, ¡especial­ mente en esta era moderna! Con un solo clic, podemos acceder a la riqueza de casi cualquier tradición o estar al tanto de las últimas investigaciones científicas en multitud de áreas. Nos hallamos en la era de la información; sin embargo, el conoci­ miento solo puede ayudarnos hasta cierto punto. Daaji se rio y añadió: —Esto me recuerda una antigua estrofa: «Aunque los gusa­ nos se comieron miles de libros, no recibieron un certificado de erudición». »Es el caso del típico ratón de biblioteca: todos los conoci­ mientos que adquiera no lo harán más sabio. El conocimiento no puede cambiarnos. Por ejemplo, todos sabemos que la pa­ ciencia es una virtud, ¿pero es suficiente el conocimiento para

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hacernos pacientes? Igualmente todos reconocemos el valor del amor; los grandes maestros han hablado de ello. Sin embar­ go, tener conocimientos sobre el amor es algo completamente distinto a sentirlo y expresarlo. »¿Qué quiere decir esto? Si las enseñanzas bastaran, todos nos habríamos transformado a estas alturas. Nos han precedido personajes de renombre que nos han legado magníficas ense­ ñanzas, pero el mundo permanece igual. Ni el conocimiento ni las grandes enseñanzas son suficientes. »Podrías creer en la omnipresencia de Dios, por ejemplo, pero ¿sientes esa presencia constante en tu vida? Si no, ¿de qué modo te ayuda esa creencia? Tal vez te reconforte, pero el con­ suelo que te proporciona una creencia no te permite experi­ mentar la realidad subyacente en ella. Justo entonces alguien entró en la habitación y nos llamó a la mesa. —Vamos a comer —anunció Daaji. Nos sentamos a la mesa, pero resultó que la comida no es­ taba lista debido a algún malentendido. Daaji se rio y dijo: —Verás, esto es de lo que estoy hablando: no se puede sa­ tisfacer el hambre con la promesa de comida, como tampoco la mera creencia puede saciar un corazón anhelante. Al cabo de un rato trajeron la comida y la tomamos en si­ lencio. Después Daaji retomó la conversación: —Por medio de la meditación nos adentramos en nuestro interior y conectamos con algo superior; por tanto, podemos encontrarlo dondequiera que estemos. No necesitamos hacer peregrinaciones ni cambiar nuestra vestimenta, nuestras cos­ tumbres ni nuestro nombre. No necesitamos hacer nada excep­ to cerrar los ojos y sentarnos tranquilamente en meditación: es así como adquirimos una experiencia espiritual práctica. »La experiencia es lo que diferencia la espiritualidad de la religión. La creencia sin experiencia es algo vacío, es demasiado abstracto. Esto es también aplicable a otros ámbitos. Por ejem­

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plo, las clases de ciencias constan de una explicación teórica y de prácticas en el laboratorio. Con la teoría entiendes los prin­ cipios, pero es en el laboratorio donde los aplicas; te familiari­ zas con ellos de una forma práctica. El conocimiento adquirido obtiene el respaldo de la experiencia directa. »En el ámbito espiritual, sin embargo, las personas tienden a ser más conservadoras. Se sienten incómodas con el conoci­ miento directo y confían en las enseñanzas de otros. Pero llega un momento en el que el corazón les exige una experiencia personal. Y puesto que ni el conocimiento ni las creencias pue­ den satisfacer esa demanda, emprenden una búsqueda espiri­ tual. Esto no es una crítica a las creencias religiosas; la religión constituye la base, los cimientos, pero hemos de construir en­ cima. Que una enseñanza religiosa sea verdad importa poco, a menos que hayas comprendido esa verdad por ti mismo. No es suficiente que una enseñanza sea cierta: deber serlo para ti. »La verdad ha de ser comprendida en la práctica, y la me­ ditación es el medio para lograrlo. Cuando carecemos de expe­ riencia práctica, nos parece que las religiones hablan idiomas diferentes y solo vemos cristianos, budistas, hindúes, musulma­ nes y muchos otros. Con la intención de tender puentes, pode­ mos esforzarnos en aprender más acerca de cada una de ellas, ¡pero ese conocimiento puede hacer que parezcan todavía más diferentes entre sí! Observamos cómo los cristianos buscan el reino de los cielos, los budistas el nirvana, los hindúes la libe­ ración y el estado de Aham Brahmasmi (yo soy Brahman), y los sufíes, fana-e-fana (la muerte de la muerte) y baqua-e-baqua (la vida de la vida). «No pueden estar hablando de la misma verdad», pensamos. «Si una está en lo cierto, el resto no puede estarlo». »Así pues, discutimos sobre qué Dios y qué filosofía son verdaderos. Cuestionamos la legitimidad de los fundadores. Al­ gunas personas se cansan de todo esto y se convierten en ateos. ¡Piensan que todas las religiones están equivocadas!

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»Sin embargo, cuando meditas y experimentas algunos de estos estados, te das cuenta de que todos son iguales y dejas de tener una actitud exclusiva. Ya no puedes afirmar que solo tu tradición es la correcta: te vuelves inclusivo y aceptas todas las perspectivas. ¿Qué razón hay para pelearse? »Por lo tanto, siempre sugiero que, cualquiera que sea tu tradición, permanezcas en ella pero también medites. La medi­ tación te ayudará a profundizar y descubrir su esencia. De este modo verás que todas las religiones comparten la misma esen­ cia. Es como esa famosa cita del Rigveda: «La Realidad es una; los sabios la expresan de múltiples maneras». A continuación, Daaji hizo uno de sus característicos giros imprevistos. —Pero por muy fascinantes que sean nuestras experiencias meditativas, no siempre logran transformarnos —añadió—. Aunque nuestras experiencias pueden ser profundas y suma­ mente agradables, la experiencia personal rara vez se traduce en un cambio. ¿Un estado de embelesamiento nos hace auto­ máticamente amables? ¿El éxtasis nos hace amar? —negó con la cabeza. —Entonces, ¿qué sentido tiene la experiencia? —le pre­ gunté. —Bueno, si quieres que un burro se mueva tendrás que mostrarle algo de hierba —contestó sonriendo. —Así que se trata de una cuestión de incentivo —reflexioné. —Si no tuviéramos experiencias extraordinarias, nadie me­ ditaría —explicó—. Aunque la meditación nos transforma, he­ mos de tener una razón para continuar meditando. —Pero yo creo que nuestras experiencias sirven para algo más que para animarnos a seguir adelante —repuse—; también nos enseñan. —Sí, aunque eso no significa que aprendamos de ellas —re­ plicó Daaji—. Pero a través de la meditación sí cambiamos; la práctica meditativa actúa en niveles más profundos de nuestro

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ser, mientras que el conocimiento y la experiencia solo funcio­ nan en un nivel consciente y eso no es suficiente. Nuestros pen­ samientos, actitudes, emociones y hábitos tienen sus raíces en la infinita vastedad del subconsciente; es más, nuestros pensamien­ tos subliminales son más poderosos que los que tenemos de forma consciente. Esta es una de las razones por las que fracasa­ mos cuando restringimos nuestros esfuerzos de cambio al nivel consciente. Podemos cambiar las acciones que realizamos de forma intencionada, pero ¿cómo hacerlo con las que se originan en el subconsciente? Cuando apenas somos conscientes de algo, ¿podemos cambiarlo? Este es nuestro mayor obstáculo cuando tratamos de instaurar un cambio significativo en nuestras vidas. Un agente de cambio verdadero no puede trabajar únicamente en el nivel superficial, sino que debe ser efectivo en todos los niveles del ser. Debe ser holístico. »Una práctica meditativa sólida llena ese vacío al trabajar en los niveles más profundos y activar las fuerzas evolutivas laten­ tes en nuestro interior, impulsándonos hacia un camino evolu­ tivo. Así, el cambio sucede por sí solo. »¡A menudo tiene lugar a pesar de nosotros! No sabemos por qué nos sentimos tan contentos y ligeros. Nuestros familia­ res, amigos y colegas lo notan; de hecho, nos convertimos en una presencia transformadora en sus vidas: respiramos amor, habla­ mos amor, caminamos y vivimos en el amor. »Aunque el conocimiento y la experiencia no son suficien­ tes, con el elemento práctico de la meditación ambos se vuel­ ven sumamente útiles. —¿Esto es debido a que lo que aprendemos durante la me­ ditación es un conocimiento directo? —le pregunté. —Desde luego —contestó Daaji—; pero la meditación también convierte en útil lo que aprendemos de fuera. Cuando leemos literatura espiritual, por ejemplo, descubrimos que re­ suena con nuestra experiencia y la clarifica. De este modo, pue­ de llevarnos a un nivel más alto de comprensión.

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»Con la práctica, también comenzamos a aprender de nues­ tras experiencias. Antes nos resistíamos al cambio de forma in­ consciente y desperdiciábamos esas vivencias, pero con el tiem­ po la práctica meditativa disuelve esa resistencia interna. Como el caballo que corre al ver la sombra del látigo, a nosotros nos basta el mero indicio de una experiencia para provocar un cam­ bio interno. Somos como un objeto en el espacio exterior al que solo hay que darle un golpecito para que siga adelante. Al dejar de haber resistencia, las experiencias ejercen ese mismo efecto en nosotros: basta con un golpecito para que te ennoblezcan. —¿Qué están tratando de decirnos nuestras experiencias? —le pregunté. —Las experiencias reflejan nuestra naturaleza interna —dijo Daaji—. Por ejemplo, cuando estoy enfadado, tengo una expe­ riencia negativa. Esa ira me impide disfrutar de otras experien­ cias que preferiría tener. Los celos constituyen otra experiencia negativa; en cambio, cuando me muestro amoroso y generoso estoy viviendo una bella experiencia y la intensidad de esa be­ lleza depende del grado de mi amor y generosidad. —¿Así que te muestran en qué dirección moverte? —le pregunté. —Sí —contestó Daaji—; son indicadores. Cuando soy así, mi experiencia es esta; cuando soy de otra forma, mi experien­ cia es también otra. Y gracias a ciertas prácticas meditativas, soy capaz de cambiar como resultado de esta comprensión. —De modo que el papel de la experiencia no ha cambiado mucho del que era antes de meditar —reflexioné—; sigue sien­ do la hierba que muestras al burro, ya que su función consiste en encaminarnos en cierta dirección. —Sí —asintió Daaji—. ¡Pero ahora la experiencia se vuelve efectiva porque has eliminado la terquedad del burro! —Nuestra resistencia interna —dije. —Sí —asintió Daaji—; y llega un momento en que ya no hay burro. Finalmente me doy cuenta de que hay un solo factor

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que afecta a todas mis experiencias: la forma en que manejo mi ego. Cuanto más egoísmo, peor es la experiencia, y a la inversa: cuanto más humilde e insignificante soy, mejor es mi experien­ cia. ¡Es una fórmula sencilla! Y un buen día se enciende una bombilla en mi cabeza: ¿cómo sería si me volviera un cero to­ tal, si me convirtiera en nada? —Y la meditación también facilita esto —señalé yo. —Sí —asintió Daaji—. Y el único tipo de cambio que en­ cuentro en mí mismo se refiere a si hay más o menos de mí; y a la inversa, podemos preguntarnos si Dios está más o menos en nosotros: cuanto más estoy yo, menos está él, y cuanto me­ nos queda de mí, más se manifiesta su presencia. Se convierte en una cuestión de ser y no ser. —¡Ah! ¡Eso es lo que querías decir con la desaparición del burro! —dije. Daaji asintió y siguió diciendo: —Cuando me disuelvo en la Fuente Última, se produce una felicidad absoluta. De hecho, yo me convierto en esa feli­ cidad, y cuando esto sucede, ¿cómo puedo experimentarla? Es como una gota de lluvia que cae en el océano: la gota deja de existir y se convierte en el propio océano. »Por eso las tradiciones místicas acaban guardando silencio: no es posible expresar con palabras ese estado final, tan perfec­ to, sublime y equilibrado. »¿Y puede ser egoísta una persona que ha alcanzado ese estado? ¿Puede ser violenta? El mundo se enfrenta a múltiples desafíos. Algunos son económicos, otros medioambientales. En todos los casos, la humanidad sufre. Pero los problemas del mundo son muy simples: se deben a la falta de amor entre los seres humanos, la falta de compasión, de tolerancia, de humil­ dad, de aceptación; a la arrogancia, el odio y la violencia que han contaminado los corazones humanos; a los prejuicios y la intolerancia. Si una persona no está en paz, no puede haber paz a su alrededor ya que siempre encontrará razones para discutir

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y pelear. Solo cuando el corazón está sereno pueden producirse interacciones pacíficas. »¿Cómo resolver el problema del odio? ¿Existe una solu­ ción política? ¿Se puede legislar y hacer cumplir el amor y la aceptación? ¿Puede alguna ley cambiar el corazón humano? Lo cierto es que el corazón cambia cuando así lo decide: se trata de una decisión personal que cada uno debe tomar por sí mis­ mo. No podemos imponerla. Lo único que podemos hacer es inspirar y ofrecer herramientas para el cambio. »Así pues, en lugar de tratar de cambiar a otros, dediqué­ monos a nuestra propia transformación. En cuanto a los demás, no seamos exigentes con ellos. Estemos contentos de amarlos y aceptarlos tal como son y de estar siempre dispuestos a servir­ los como lo haríamos con los miembros de nuestra propia fa­ milia. Esta es la humanidad que el mundo necesita desespera­ damente. »Solo el amor permite aceptar los defectos del otro. ¿Has visto alguna vez que una madre se rinda con sus vástagos? Aun­ que un hijo se comporte mal constantemente y lo expulsen del colegio o algo peor, la madre permanece a su lado, incluso cuando todo el mundo se ha hartado. Esto se debe al amor ma­ terno: cuando hay amor, hay aceptación; cuando hay amor, hay perdón; cuando hay amor, hay compasión. El amor es la raíz de toda cualidad noble. Por lo tanto, cuando hay amor, ¿necesitas alguna otra cualidad? Cuando el amor está presente, la acepta­ ción, el perdón y la compasión se vuelven algo superfluo. Solo el amor basta y ninguna otra virtud es necesaria. Todos lo sabe­ mos. Lo han afirmado los grandes maestros del pasado y el presente. Pero si las enseñanzas fueran suficientes, ¿no estaría­ mos ya transformados?

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