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MI COCINA DE CIUDAD DE MÉXICO RECETAS Y CONVICCIONES GABRIELA CÁMARA CON MALENA WATROUS

Fotografías de Marcus Nilsson

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ÍNDICE UNA NIÑA MEXICANA ATÍPICA LA EVOLUCIÓN DE MI COMIDA EN CIUDAD   DE MÉXICO ¿EN QUÉ CONSISTE LA COCINA   «MODERNA» MEXICANA? BIENVENIDOS A MI COCINA

12 18 24 28

ZANAHORIAS CON LIMÓN Y CHILE PIQUÍN 38 CEBOLLAS ROJAS ENCURTIDAS 39 SALSAS CLÁSICAS 40 VERDURAS EN ESCABECHE 42 SALSA VERDE CRUDA 43 PICO DE GALLO 44

BÁSICOS  36 SALSAS CLÁSICAS  40 CHILES SECOS  52 AGUACATES  59 QUESOS Y CREMA ÁCIDA  63 TORTILLAS  68 FRIJOLES SECOS  80

SALSA BRAVA 45 SALSA DE CHILE MANZANO 46 SALSA ROJA ASADA 48 SALSA MEXICANA 49 SALSA VERDE 50 SALSA DE CHILES SECOS Y TOMATILLOS 51 SALSA DE CHILE CASCABEL 54 SALSA DE CHILE MORITA 55 SALSA NEGRA 56 ADOBO DE CHILES ROJOS 58 GUACAMOLE 60 MAYONESA CON CHIPOTLE 62 QUESO FRESCO 64 CREMA ÁCIDA 65

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CHILES ASADOS 67 TORTILLAS DE MAÍZ 72 TORTILLAS DE HARINA 76 ARROZ 77 ARROZ ROJO 78 ARROZ VERDE 79 FRIJOLES AGUADOS 84 FRIJOLES REFRITOS 85 FRIJOLES REFRITOS EN MANTECA 86 CALDO DE POLLO 88 CALDO DE PESCADO 89

PATAS DE ANÍS 94 CONCHAS DE PINOLE 96 HUEVOS POCHADOS EN SOPA DE FRIJOLES 98 HUEVOS CON MIGAS 99 HUEVOS A LA MEXICANA

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HUEVOS RANCHEROS 102

DESAYUNO  92 TODO PUEDE SER UN TACO  112 TORTAS  119

HUEVOS EN CAMISA 106 HUEVOS LIBANESES 108 HUEVOS TIRADOS 111 TACOS DE HUEVO 117 CHILAQUILES 118 TORTA DE CHILAQUILES Y MILANESA 120 HUEVOS MOTULEÑOS CON PLÁTANOS FRITOS 123 CARNITAS 124 TORTAS AHOGADAS 126 CHORIZO ROJO 130 CHORIZO VERDE 132 MOLLETES CON CHORIZO 135 BOMBAS CON FRIJOLES 137

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PEPITAS PREPARADAS 142 ENSALADA DE CALABACITAS Y ESPÁRRAGOS 144 ENSALADA VERDE CON ADEREZO DE PEPITAS 146 ENSALADA DE NOPALES, AGUACATES, TOMATES Y CALABACITAS

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ENSALADA DE NOPALES Y BERROS CON RICOTTA SALATA 151 AGUACATE RELLENO DE CAMARONES 153

ANTOJITOS Y PRIMEROS  140 TOSTADA DE ATÚN  178 LAS MIL Y UNA MASAS  190

ENSALADA DE PULPO 154 ESQUITES 156 SOPA DE AGUACATE FRÍA 157 SOPA DE FLOR DE CALABAZA 158 SOPA DE PAPAS Y PORO 159 SOPA DE HONGOS 160 CHILPACHOLE DE JAIBA 161 CALDO RISCALILLO 164 SOPA VERDE CON ALBÓNDIGAS DE PESCADO 166 SOPA DE LIMA 167 TIRITAS DE ZIHUATANEJO 169 CEVICHE CONTRAMAR 170 CEVICHE DE DORADO CON CHILE ANCHO Y JAMAICA 172 AGUACHILE DE CAMARÓN 175 CÓCTEL DE CAMARÓN 176 TOSTADAS DE ATÚN O TRUCHA 180 TOSTADA DE CANGREJO 185 TOSTADAS DE QUELITES 186 TOSTADAS DE HONGOS Y ERIZO DE MAR 188 TOSTADAS DE CAMARÓN 189 SOPES PLAYEROS 194 SOPES CON PESCADO ADOBADO 196 QUESADILLAS DORADAS 198 PESCADILLAS 200 TORTITAS DE PLÁTANO MACHO CON FRIJOLES 202 TACOS DORADOS 203 TORTILLA ESPAÑOLA CON CHILE SERRANO

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PASTEL DE ELOTE 207 FIDEO SECO CON CHIPOTLE 208 BUÑUELOS DE BACALAO 209 EMPANADA GALLEGA 212

COGOLLOS ASADOS Y FRIJOLES ROJOS 219 PAPAS CON RAJAS Y CREMA ÁCIDA 222 CHILES RELLENOS CON FRIJOLES REFRITOS Y QUESO 226 TORTAS DE CHILES RELLENOS 228 CHILES EN NOGADA CON MARISCOS 229 CAMARONES AL AJILLO 235

PLATOS FUERTES  216 GUISOS  221 CHILES RELLENOS  224 PRODUCTOS DEL MAR SOSTENIBLES  232 ¿QUÉ HARÍA DIANA?  254 TAMALES  257 MOLE 274

ARROZ VERDE CON CAMARONES 236 CAMARONES A LA VERACRUZANA

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JAIBA SUAVE A LA PLANCHA

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ALMEJAS A LA MEXICANA

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MEJILLONES AL CHIPOTLE 243 PESCADO A LA TALLA

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FILETE DE ESMEDREGAL CON VERDOLAGAS   Y NOPALES EN SALSA VERDE

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FIDEO COSTEÑO 247 ARROZ NEGRO 250 PAN DE CAZÓN 253 TAMALES DE MEJILLÓN 260 PIBIPOLLO 263 PULPO A LA BRASA CON SALSA NEGRA

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TINGA DE POLLO 268 POLLO EN SALSA VERDE CON CILANTRO 270 LENGUA CON SALSA DE CHILE MORITA 272 POLLO O PUERCO EN MOLE VERDE 278 MOLE ROJO DE TEPOZTLÁN 281 ENCHILADAS DE POLLO EN MOLE ROJO 283 MOLE AMARILLO CON CHOCHOYOTES 284 PASTEL AZTECA 286

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POZOLE BLANCO 287 COSTILLAR DE CERDO EN RECADO NEGRO 290 COCHINITA PIBIL 291 PUERCO O POLLO AL PASTOR 293 ALBÓNDIGAS EN SALSA DE CHILE MORITA 294 PICADILLO 296 COSTRADA DE ARROZ 298 CAMOTE A LAS BRASAS CON SALSA NEGRA Y TUÉTANO

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SALPICÓN DE RES 303

BUÑUELOS 307 ARROZ CON LECHE 308 FLAN DE NUTELLA 311 FLAN DE ZANAHORIA 312 CHOCOFLÁN CON NARANJA 314 FLAN DE CAJETA 316

POSTRES  306

TAMALES DULCES CON MANCHEGO Y ATE 317 MERECUMBÉ CON NATILLAS 320 PAVLOVA DE FRESAS CON PEPITAS 322 TARTA DE LIMÓN AMARILLO CON RICOTTA 324 TARTA DE PLÁTANO CON DULCE DE LECHE 327 PASTEL DE CHOCOLATE Y NUECES SIN HARINA 329 HELADO DE CHOCOLATE CON PALANQUETA 331 SORBETE DE JAMAICA 333

AGUA DE JAMAICA 340 AGUA DE LIMÓN 342 AGUA DE LIMÓN, PEPINO Y MENTA

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AGUA DE TORONJA Y JENJIBRE 345 AGUA DE PERA Y PIMIENTA ROSA 346

BEBIDAS  336 CON LIMÓN  348

AGUA DE PIÑA, NARANJA Y ALBAHACA

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HORCHATA DE ALMENDRA 350 HORCHATA DE MELÓN 351 MICHELADA 352

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SANGRITA 354 MARGARITA CON MEZCAL 355 PEPINO MEZCAL 356 PALOMA 357 SANGRÍA AÑEJA 358 CARAJILLO 359

AGRADECIMIENTOS 360 GLOSARIO 362 ÍNDICE TEMÁTICO 364

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prendí a hacer tortillas porque quería encajar. Tenía siete años y mi familia se había mudado a la pequeña ciudad de Tepoztlán, a una hora aproximadamente de Ciudad de México. Mi madre era profesora de Historia del Arte mientras que la mayoría de las mujeres de nuestro barrio eran amas de casa. Aquellas mujeres preparaban tortillas caseras para sus familias en cada comida —lo que implicaba estar delante del fuego, voltear una tortilla tras otra, servirlas de inmediato y sentarse únicamente cuando todos los demás habían acabado—. Mi madre, por el contrario, no tenía el menor interés en hacer de esclava para nosotros. Hoy, siendo madre soltera y teniendo los restaurantes que tengo a mi cargo, la entiendo. Pero por aquel entonces yo solo quería que hubiera tortillas recién hechas sobre la mesa, como en el resto de las casas. Por supuesto, nuestros hábitos alimentarios no eran lo único que nos diferenciaba del resto. Éramos diferentes, simple y llanamente, porque vivíamos en lugares a los que éramos ajenos. Mi madre es italiana y conoció a mi padre mexicano en Cambridge, Massachusetts, en los años sesenta. Ambos estudiaban en la universidad y eran miembros de la misma comunidad católica. Cuando se casaron, se mudaron a una barriada de la ciudad de Chihuahua porque mi padre trabajaba en un centro comunitario que había creado. Ambos construyeron la casa en la que vivíamos y era maravillosamente autoconstruida. Mi parte favorita era un techo abovedado hecho con botellas de vino por el que entraba luz de diferentes colores. Estaba claro que mis padres eran unos adelantados a su tiempo, con sus hornos y calentadores solares y todo aquello que pudiera hacer nuestro día a día más autosuficiente. Siempre tuvimos un huerto, y yo era la encargada de regar las plantas y de alimentar a las gallinas y a los conejos. Cuando nos mudamos a Tepoztlán, vivíamos en un terreno que había pertenecido al primo de mi padre, Carlos Pellicer Cámara. Carlos era

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conocido como el Poeta de América, era un hombre intelectual influyente, y un experto en arte prehispánico; una persona muy importante en Tepoztlán, un poblado muy orgulloso de su pasado azteca. Entre muchos de sus logros, Carlos ayudó a que se construyeran un instituto y un museo en la ciudad. A pesar de su toque excéntrico, se le respetaba mucho porque era un artista reconocido internacionalmente, lo que ayudó a que mi familia pudiera arraigarse mejor a su llegada a Tepoztlán. Éramos diferentes en todos los sentidos, desde el arte con el que decorábamos la casa a la inmensa cantidad de libros que cubrían las paredes, pero también por el hecho de que mi padre preparara el desayuno para toda la familia cada mañana y pasara el tiempo en su estudio o en un taller, en lugar de ir al campo a trabajar. En muchos aspectos, Tepoztlán era el lugar ideal para un niño. La mayoría de las calles seguían sin pavimentar y mi hermano y yo montábamos a caballo sin ensillar y corríamos libres por el campo. Sentados sobre las piernas de nuestro padre, aprendimos a conducir por las estrechas calles adoquinadas mucho antes de que los pies nos llegaran a los pedales. Pero tal y como sucede con todo poblado pequeño, Tepoztlán era un lugar bastante conservador y nuestra familia no lo era. Como habían hecho en Chihuahua, mis padres insistían en cultivar la mayor parte de los alimentos que comíamos, incluidas las verduras italianas que mi madre tanto extrañaba, como el hinojo y la rúcula. La casa se abastecía del agua de la lluvia que se almacenaba en un depósito y se distribuía luego por las cañerías. Por eso, durante la estación seca debíamos ser muy cautelosos. Mi hermano y yo crecimos sabiendo que el agua y la comida son recursos preciosos que no pueden malgastarse. Vengo de una familia que siempre ha disfrutado de la comida y gran parte del tiempo que compartíamos giraba en torno a cocinar y comer. Cuando era pequeña, a todos les sorprendía que comiera tanto como un adulto y que me gustara probar de todo. Mi madre no sabía cocinar comida mexicana porque no era su cultura, y mi padre, que había vivido mucho tiempo fuera, tampoco. A pesar de ello, crecí disfrutando igualmente de la cocina mexicana. Victoria, la señora que nos ayudaba en casa, preparaba unas tortillas deliciosas que nos encantaban a todos. En Tepoztlán, cuando los albañiles venían a trabajar a nuestra casa siempre compartían la comida que sus esposas y sus madres les habían preparado para el almuerzo, la pausa de media mañana: tamales, guisos y tortillas, sopes y pozole entre otros manjares. Recuerdo el día que probé mi primer taco de chile relleno. Pensé: «Esto es lo mejor que he probado en mi vida». Gracias a mi infinita curiosidad y a la generosidad de su gente, acostumbrada a compartir la comida, tuve una introducción temprana a muchos de los sencillos platos mexicanos que todavía hoy son mis preferidos. En el mercado, mi antojito preferido era una especialidad de Tepoztlán: los itacates. Son unos triángulos hechos con masa y manteca de puerco que se cortan por la mitad, se rellenan con diferentes salsas, quesos, guisos y se comen como si fueran una torta o un sándwich.

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VENGO DE UNA FAMILIA QUE SIEMPRE HA DISFRUTADO DE LA COMIDA Y GRAN PARTE DEL TIEMPO QUE COMPARTÍAMOS GIRABA EN TORNO A COCINAR Y COMER.

Aunque mis padres no solían cocinar comida mexicana, en casa siempre la había. Victoria y otras mujeres del pueblo me enseñaron mucho de lo que sé sobre la gastronomía mexicana. Cuando me casé, ella y un grupo de mujeres prepararon un delicioso mole para ochocientas personas, tal y como hacen para toda celebración importante. Todos los días, Victoria nos servía una pila de tortillas con el maíz que previamente había llevado al molino del final de la calle para que lo molieran y así la masa estuviera lista antes de la hora de comer. Muchas noches recalentábamos las tortillas y estaban buenísimas, pero yo sabía que estaban mucho mejor recién hechas, nada más salir del comal, que es una gran sartén metálica (o de barro, tradicionalmente) que se usa para cocinar sobre el fuego. Decidí que quería que Victoria me enseñara a cocinar tortillas, ya que a todos nos encantaban e imaginaba que toda casa respetable necesitaba un experto en hacerlas. Victoria creía que los niños de siete años eran demasiado pequeños para hacer tortillas. No le faltaba razón, pues, para cocinarlas bien, el comal tiene que estar caliente y es fácil quemarse. Además, aunque nos adorábamos mutuamente, ella siempre estaba muy ocupada y no era de naturaleza amable o paciente. Sin embargo, aunque fuéramos pequeños, mis padres creían firmemente en nuestra capacidad de aprender y siempre nos animaban a cuestionarnos qué queríamos hacer y esforzarnos por lograrlo. Mi persistencia no tenía límites y, aunque Victoria no era particularmente paciente conmigo, yo siempre la acompañaba cuando preparaba las tortillas y estudiaba cada uno de sus movimientos: me gustaba ver cómo hacía una bola de masa con las manos, la aplastaba en una torteadora (prensa para hacer tortillas) entre dos láminas de plástico, deslizaba la oblea sobre la palma de la mano para darle un par de palmadas extras y, por último, la dejaba caer con cuidado sobre el comal. A medida que la tortilla se cocinaba, los bordes se tornaban opacos. Pasados unos treinta segundos la volteaba. El otro lado debía cocinarse un poco más de tiempo. La volteaba una vez más y entonces la tortilla empezaba a hincharse, como un globo. Para mis padres no era un problema que yo estuviera delante del comal, dando vueltas a las tortillas sobre el fuego, si eso era lo que quería hacer. Mi padre, que trabaja en reforma educativa, cree firmemente en la desescolarización. Está convencido de que los niños aprenden mejor cuando se les da libertad para apasionarse por algo y hacer lo que de verdad les gusta. Puesto que mi padre me había enseñado a leer y a escribir, cuando entré en la escuela pasé automáticamente a segundo curso. A los once años ya había acabado la primaria, un año antes que mi mejor amiga, y yo quería esperarla para poder ir juntas al mismo instituto. La secundaria exigía un buen nivel de inglés, y yo quería mejorar mis conocimientos gramaticales puesto que nunca había estudiado formalmente este idioma. Así que decidí tomarme un año «sabático» y dedicarlo a estudiar inglés por mi cuenta a la vez que hacía de voluntaria en una organización para ancianos sin hogar y trabajaba como aprendiz en una clínica veterinaria del pueblo. Fue uno de los mejores años de mi vida. Descubrí que era capaz de plantearme mis propios objetivos y alcanzarlos por mis medios sin que los profesores estuvieran diciéndome lo que tenía que hacer.

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Seguramente no hace falta aclarar que tener tortillas recién hechas sobre la mesa no hizo que mi familia encajara de repente. Pero me enseñó mucho. Aprendí a cocinar con los sentidos y he seguido cocinando de forma intuitiva, incorporando mi criterio a todo lo que hago, porque la clave para servir una buena comida está en prestar mucha atención (desde la compra a la mesa). Una vez fui la experta en tortillas de mi casa, entendí que la satisfacción de poder cocinar no es nada comparable al placer de servir a otros, especialmente a las personas que quieres, y ver en sus caras cómo se deleitan con algo recién cocinado exclusivamente para ellos. A mis dos abuelas les encantaba cocinar para los demás. Recuerdo a mi abuela mexicana, de ochenta y seis años, preparando una tarta para mi hermano y mi tío por San Carlos, y a mi abuela italiana diciendo a todas horas «Mangia, mangia!». La cocina era su forma de demostrar su amor a la familia y los amigos. Pronto entendí que la comida no es solo algo con lo que alimentas a tus seres queridos. Compartir la comida es lo que convierte a las personas en familia. Hoy en día, lo que más me gusta es estar en la cocina rodeada de las personas a las que quiero mientras transformo ingredientes frescos en un delicioso plato para compartir. Por eso, la comida casera suele ser mejor que la de los restaurantes. No solo sabes de dónde viene exactamente lo que estás comiendo, sino que, además, sabes que se ha elegido y cocinado con amor. Siempre intento trasladar esta forma de entender la comida casera a mis restaurantes, Contramar en Ciudad de México y Cala en San Francisco, ciudad en la que resido en Estados Unidos. Preparo algunas recetas de este libro en Contramar y Cala, pero el resto las hago en casa, porque para mí nunca ha habido una gran diferencia entre un lugar y otro. Cocino lo que me gusta comer: mi interpretación de los clásicos mexicanos, con algún que otro cambio adaptándome de los ingredientes frescos y locales. Este recetario evidentemente no representa toda la cocina mexicana, pues es muy vasta. Ya existen recetarios del tamaño de una enciclopedia para aquellos que quieran hacer un viaje gastronómico por el país, probar diez tipos diferentes de mole o entender las variaciones regionales. Respeto mucho ese tipo de obras, pero ese no es el objetivo de este libro. Lo que quiero es mostrar cómo se cocina y come en Ciudad de México, o mejor dicho, quiero mostrar mi forma de cocinar y comer allí. Como toda gran ciudad, Ciudad de México es un crisol de culturas. A través de las personas que han llegado a esta ciudad y la han convertido en su hogar, tomamos prestadas las costumbres de otras culturas y entornos, incorporando sus prácticas a una dieta tan variada e interesante como sus habitantes. En Ciudad de México encontré mi hogar, pero gracias a los viajes he aprendido a echar raíces a través de la cocina. Da igual dónde esté o si estoy estresada o muy ocupada: si tengo acceso a una cocina y a unos cuantos ingredientes frescos e inspiradores, puedo sentirme como en casa pre-

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parando una de las recetas que comparto en este libro. Así que, tanto si estás descubriendo la cocina mexicana como si estás buscando nuevas interpretaciones de los clásicos que ya conoces, espero que mis recetas tengan el mismo efecto en ti y disfrutes cocinando, sirviendo y comiendo algunos de mis platos preferidos.

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urante mi infancia, mantuvimos una estrecha relación con Ciudad de México ya que íbamos allí a hacer la compra, a ver exposiciones, a reuniones familiares y a manifestaciones. Cuando comencé allí la universidad, en los años noventa, se estaba produciendo una especie de despertar y la capital de nuestro país era un lugar interesante y que poco a poco se estaba haciendo famosa más allá de nuestras fronteras. Un ejemplo de esto es que de repente los músicos de moda incluían nuestra ciudad en sus giras. Recuerdo que cuando fui a un concierto de Rod Stewart me dije: «¡Ahora sí que somos una metrópoli del primer mundo!». Hoy en día, parece que todo el mundo conoce Ciudad de México. No obstante, la situación era muy diferente hace más de veinte años cuando abrí Contramar, mi primer restaurante. Ahora, el tipo de comida que servimos —pescados y mariscos sostenibles, muchos ceviches y aguachiles, y productos frescos y ecológicos— está muy de moda. No obstante, cuando abrimos a finales de los años noventa, no había nadie más en Ciudad de México que hiciera lo mismo en un restaurante «formal». Por aquel entonces, México todavía estaba bajo el influjo de la cocina europea, especialmente la española. Los cocineros estaban más interesados por la gastronomía molecular. La gente estaba encantada de poder comprar lo que quisiera, cuando quisiera y de donde quisiera, desde foie-gras de Francia a caviar de Rusia. El movimiento modernista español entró por la puerta grande de la restauración y, de repente, todos los cocineros mexicanos se comportaban en la cocina como si estuvieran en un laboratorio. Lo bueno de esto es que volvieron a centrarse en ingredientes de calidad. A los veinte años, yo no tenía formación culinaria y no había pisado jamás la cocina de un restaurante. Vivía en Ciudad de México, estudiaba Historia y mi plan era acabar la carrera en el extranjero y convertirme en comisaria de arte contemporáneo en un museo. Todavía me gustaba coci-

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nar y salir a comer fuera de casa. La gastronomía molecular me parecía interesante y, si estaba bien ejecutada, sublime. Al igual que en todas las grandes ciudades de la época, la cocina empezó a despertar el interés de todos los estratos sociales y aparecieron los primeros restaurantes modernos que no se centraban exclusivamente en las élites de mediana edad o más. Fue una época en la que personas de diferentes edades y clases salían a cenar para disfrutar de la comida como si se tratara de una especie de espectáculo, casi del mismo modo en el que se disfruta del arte, y se convirtieron en comensales más sofisticados gracias a una mayor exposición a otros tipos de cocina. Hoy en día, me gustan mucho los programas relacionados con la «cocina moderna», pero un chorretón de espuma debajo de una torre de algo que no sé decir qué es nunca me ha transmitido tanto como la deliciosa cocina de mercado, en la que el protagonista es el sabor de los ingredientes de temporada. Aunque siempre me ha encantado Ciudad de México, toda persona que vive en un lugar tan grande sabe bien que de vez en cuando es necesario desconectar de tanto ajetreo. Mi sitio preferido al que escapar, además de Tepoztlán, era Zihuatanejo, un pueblo pesquero en la costa del Pacífico donde pasé muchas vacaciones familiares. Solíamos comer en dos palapas con vistas al mar: La Perla y La Gaviota. Allí se servía pescado fresco de lo más exquisito en forma de ceviches y tacos que, por aquel entonces, eran imposibles de encontrar en Ciudad de México. Una palapa es un restaurante al aire libre cubierto por un tejado de hojas de palma, donde sentir la brisa y el olor del mar es tan importante como disfrutar de la comida. Cuando tenía veintidós años, en una escapada a Zihuatanejo con algunos amigos, empezamos a hablar de lo mucho que nos gustaría poder llevarnos aquella sensación de relax a Ciudad de México. En lugar de aquellos restaurantes abigarrados que dominaban el panorama urbano del momento, queríamos ir a algún sitio similar a las palapas, donde sirvieran comida típica de la costa con un toque moderno y que tuviera un ambiente formal, pero relajado. Aunque en Ciudad de México no había gran cosa en lo que se refiere a marisquerías, y todo se reducía a los restaurantes españoles más tradicionales, era posible conseguir un producto en ocasiones hasta más fresco que el que estábamos comiendo en aquella playa. En la capital, los puestos de los mercados y alrededores solían tener pescado muy fresco. Puesto que Ciudad de México es tan céntrica, el transporte desde la costa a la ciudad para su posterior distribución se remonta a la época de los aztecas, cuando el emperador Moctezuma tenía a sus corredores que le traían pescado fresco en una especie de carrera de relevos desde la costa de Veracruz a la ciudad. Por lo tanto, no había excusa para que un restaurante de la capital no pudiera servir un pescado tan fresco, o más, como el que estábamos comiendo en aquella playa. Queríamos comer pescados y mariscos cocinados sin pretensiones y no veíamos ninguna razón por la que no pudiéramos recrear la atmósfera relajada de las palapas. Aunque ninguno de nosotros tenía

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LA SOBREMESA ES LA PAUSA DE CIUDAD DE MÉXICO: LA EXCUSA PERFECTA PARA PROLONGAR UNA BUENA COMIDA Y DISFRUTAR DE LA COMPAÑÍA.

experiencia en gestionar un restaurante ni tampoco había trabajado en una cocina profesional, éramos lo suficientemente jóvenes y arrogantes como para pensar que podíamos hacer cualquier cosa que nos propusiéramos. Y, de este modo, pasamos de «¿por qué no lo hacemos?» a «vamos allá». Al regresar de aquella escapada pusimos en marcha toda la maquinaria. Teníamos claro lo que queríamos hacer: una especie de bistró moderno, como las tabernas del sur de Francia o las tratorías de Italia, donde se cocina con ingredientes cultivados en los alrededores. Cuando surgió el movimiento a favor de la comida lenta —con Carlo Petrini, fundador del Slow Food Movement, haciendo pasta en la Plaza de España de Roma para protestar contra McDonald’s— yo estaba viviendo en Italia y aquella experiencia fue toda una inspiración para el restaurante. No obstante, como era lógico, nosotros serviríamos comida mexicana como la que habíamos degustado en las palapas de la playa. Después se nos ocurrió que podíamos aprovechar la pequeña granja que tenía mi familia en Tepoztlán para cultivar ingredientes ecológicos para el restaurante. Por otro lado, queríamos que nuestra marisquería sirviera pescado que procediera exclusivamente de aguas mexicanas. En aquella época, en Ciudad de México los restaurantes servían casi exclusivamente pescado blanco, así que podíamos comprar atún por 8 pesos el kilo; hoy en día se cobra infinitamente más caro. Encontramos el sitio perfecto en Colonia Roma, un distrito poco transitado, y convertimos un almacén de refrigeradores en el restaurante de nuestros sueños, con el techo cubierto de petates (esterillas hechas con hojas de palma), que era nuestra adaptación urbanita de bajo coste de las palapas de la playa. Le pedí a mi tío Carlos que nos ayudara con la decoración, ya que claramente el local necesitaba algo de color, y pintó un mural azul enorme de pescados en la pared que se encuentra detrás de lo que hoy es la barra. El mural trajo el océano al local e hizo el Restaurante. El local era enorme y nos infundía mucho respeto: pensábamos que nunca seríamos capaces de llenarlo. Sin embargo, llamó la atención de la gente desde el primer día. Y ahí estábamos: unos chavales trabajando duro para sacar adelante su sueño en una época en la que apenas había gente joven al mando de un restaurante. Nuestra comida tenía influencia de la cocina peruana nikkei y de la mediterránea, pero siempre fuimos un restaurante mexicano. Servíamos todo tipo de ceviches con pescado crudo y sashimi a la mexicana, además de salsas y tortillas recién hechas para el pescado asado. Una de las decisiones más importantes que tomamos desde el principio fue hacer nuestras propias tortillas con masa fresca y servirlas nada más salir del comal, tal y como hacen en las palapas de la playa. Queríamos usar la mejor masa posible, así que empezamos a trabajar con un molino de la ciudad que la molía por encargo. La calidad del maíz era tan importante como la del pescado. Casi todo se servía como en casa —lo cual fue un éxito— pero con manteles blancos y camareros vestidos con esmoquin, tal y como marcaba la tradición de los camareros profesionales que trabajaban en los restaurantes más elegantes. Servíamos comida de calidad sin florituras. Comida

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mexicana, pero sin nada que ver con lo que ofrecía el resto de los restaurantes de Ciudad de México de la época. Contramar se convirtió en el lugar donde a todo el mundo le gustaba comer: desde artistas famosos a abuelas, gente de negocios, expatriados y turistas. Creamos un espacio como los que se podían encontrar en el resto de las ciudades modernas, donde todo el mundo se siente como en casa. Recuerdo lo mucho que me sorprendía ver que, durante los puentes, otros restaurantes estaban vacíos mientras que el nuestro estaba a reventar. Creo que esto se debía a que conseguimos exactamente lo que estábamos buscando: esa sensación de estar en la playa en medio de la ciudad; para muchos era como hacer una escapada. Cuando abrimos, Contramar era la excepción, pero más de veinte años después sigue siéndolo, incluso ahora que la ciudad está llena de amantes de la cocina con ganas de disfrutar de la comida local y auténtica. Me halaga ver que otros restaurantes están sirviendo lo que nosotros hemos ofrecido desde que empezamos: pescado crudo, antojitos y platos familiares para compartir, todo elaborado a partir de ingredientes locales y de máxima frescura con un sabor sublime y servido sin intimidar a nadie. Solo abrimos a mediodía, pero en Ciudad de México el almuerzo se puede alargar hasta la noche. Esto se debe a que prácticamente todo el mundo se queda haciendo la sobremesa, ese tiempo en el que te tomas el café o una copa después del postre. La sobremesa es la pausa de Ciudad de México, la excusa perfecta para prolongar una buena comida y disfrutar de la compañía. Incluso en esos días en los que estoy hasta arriba y me faltan las horas (que es prácticamente mi día a día), me encanta quedarme un ratito en la mesa, junto a las personas que quiero, para compartir una última copa y charlar de todo y de nada. Después de más de dos décadas en este negocio, me sigo sintiendo una privilegiada por poder preparar y servir mis platos preferidos a nuestros invitados. Y me encanta cuando se quedan haciendo su propia sobremesa.

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