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Edición íntegra

Ferenc Molnár

Los chicos de la calle Pál

GRIBAUDO

A3l día siguiente por la tarde, después de la clase de taquigrafía, el plan de guerra estaba listo. La clase terminaba a las cinco, hora en que se encendían las farolas en las calles. Al salir de la escuela, Boka dijo a los demás muchachos:

—Antes de atacarlos, tendremos que demostrarles que somos tan valientes como ellos. Dos de vosotros vendréis conmigo al Jardín Botánico. Llegaremos a su famosa isla y colgaremos esto en un árbol.

Y sacó de su bolsillo una hoja de papel rojo, en la que estaba escrito en letras mayúsculas:

LOS CHICOS DE LA CALLE PÁL ESTUVIERON AQUÍ

Todos miraron aquella nota con admiración. Csónakos no había asistido al curso de taquigrafía, pero, deseoso de noticias, había acudido de todos modos y comentó:

—¡Deberíais añadir algún insulto!

Boka negó con la cabeza.

—No estoy de acuerdo en absoluto. Nosotros no nos comportaremos como Feri Áts cuando se llevó nuestra bandera. Solo queremos demostrar que no les tenemos miedo y que tenemos el

valor de aventurarnos en su terreno, justo donde acostumbran a celebrar sus reuniones y donde esconden sus armas. Esta nota es nuestra tarjeta de visita. Se la dejaremos allí.

—Perdón… —dijo Csele—. Me han dicho que a esas horas de la noche siempre están en la isla jugando a policías y ladrones.

—¡No importa! Feri Áts también se presentó a pesar de saber que estaríamos en el Grund. Quien tenga miedo que no venga conmigo.

Nadie tenía miedo. De hecho, Nemecsek quiso mostrar su valentía y, para ganar méritos para el ascenso, dio un paso al frente con orgullo:

—¡Voy con vosotros!

Delante de la escuela ni había que ponerse firmes ni había que saludar, porque el reglamento solo estaba en vigor en el Grund. Aquí, delante de la escuela, todos eran iguales.

También Csónakos se adelantó y dijo:

—¡Yo también voy con vosotros!

—Pero debes prometer que de tu boca no saldrá ni un silbido.

—Te lo prometo, pero ahora… déjame hacer uno, el último.

—De acuerdo —dijo Boka.

Y Csónakos silbó. Tan bien y con tanto brío que la gente se detuvo en la calle para mirar.

—¡Ya he silbado bastante por hoy! —dijo alegremente.

Boka se volvió hacia Csele y añadió:

—¿No vienes?

—¿Qué quieres que haga? —dijo Csele con tristeza—. No puedo ir porque a las cinco y media tengo que estar en casa. Mi madre sabe perfectamente cuándo termina la clase de taquigrafía y si llego tarde no me dejará salir otra vez.

Esta posibilidad le aterraba. Todo terminaría así, deseándole buenas noches al Grund y buenas noches a su superior.

—Entonces, tú no te sumes a nosotros. Csónakos y Nemecsek sí se apuntan. Y mañana en la escuela te contaremos cómo nos ha ido.

Se dieron la mano. Sin embargo, Boka tuvo un pensamiento repentino:

—Oye, Geréb no ha venido hoy a la clase de taquigrafía. ¿No?

—Sí, tienes razón, no ha venido.

—¡Quizá esté enfermo!

—No lo creo. A mediodía fuimos juntos a casa y estaba sano como una manzana.

A Boka no le gustaba el comportamiento de Geréb. Sentía que escondía algo. El día anterior, después de la elección, le había mirado a los ojos de forma extraña e insistente. Desde luego, Geréb tenía claro que, mientras Boka formara parte de la compañía, no alcanzaría ningún puesto de importancia. Estaba celoso. Un tipo como él, impetuoso y agresivo, no podía apreciar a alguien como Boka, tranquilo, inteligente, serio. En resumen, se sentía superior.

—¡Vete a saber! —susurró antes de marcharse con los otros dos chicos.

Csónakos seguía manteniendo la compostura, pero se veía que Nemecsek no cabía en sí de gozo por participar en una aventura tan importante con solo dos compañeros.

Estaba tan alegre que Boka le regañó:

—¡No seas tonto, Nemecsek! ¿Crees que vamos a divertirnos? Nuestra incursión es mucho más peligrosa de lo que crees. ¡Acuérdate de los Pásztor!

Nombrar a los dos hermanos bastó para que al chico rubio dejara de hacerle tanta ilusión. Feri Áts también era un joven rebelde y se rumoreaba que lo habían echado del Instituto Técnico. Sí, Feri Áts era un chico fuerte e increíblemente audaz, pero en

sus ojos brillaba un destello de bondad y simpatía del que carecían los hermanos Pásztor. Estos dos caminaban con la cabeza gacha, con una mirada sombría y cortante que hacía juego con su piel quemada por el sol. Nadie los había visto sonreír jamás. Los Pásztor sí eran temibles.

Los tres chicos apretaron el paso por la interminable calle Üllöi. Ya había anochecido y las farolas estaban encendidas. Esta hora inusual para ellos les inquietaba bastante.

Normalmente, después de comer salían a jugar, pero en aquella época nunca estaban en la calle, sino casi siempre en casa estudiando.

Caminaron sin mediar palabra, uno al lado del otro, y, al cabo de un cuarto de hora, llegaron al Jardín Botánico. Desde detrás del muro de piedra, grandes árboles, que acababan de empezar a renovar sus hojas, se inclinaban amenazadores hacia ellos. El viento silbaba entre sus ramas. Profunda oscuridad. Y cuando estuvieron junto al enorme Jardín Botánico, con su puerta misteriosamente cerrada y sus extraños rumores, el corazón les saltó a la garganta.

Nemecsek se dispuso a llamar a la puerta.

—¡Sí, justo lo que necesitamos! —dijo Boka—. Así sabrán que estamos aquí y saldrán a nuestro encuentro… ¿Y acaso te crees que nos abrirán la puerta?

—Pero, entonces, ¿cómo se entra?

Boka señaló con la cabeza.

—¿El muro?

—Sí, por el muro.

—¿Aquí, en la calle Üllöi?

—¡Ni hablar! Iremos al otro lado del jardín, allí es más bajo.

Giraron hacia un callejón oscuro donde una valla de madera ocupaba el lugar del muro de piedra. Caminaron a lo largo de la valla buscando el mejor sitio por donde saltar al otro lado y se

detuvieron en un lugar que no estaba iluminado por la luz de las farolas. Justo detrás había una enorme acacia.

—Si subimos por aquí —susurró Boka—, podremos bajar fácilmente. Y, además, desde el árbol podremos ver si andan cerca.

Los otros dos asintieron. Al instante, ya estaban manos a la obra: apoyándose en la valla, Csónakos se agachó y Boka se montó con cuidado sobre sus hombros para observar el jardín. Reinaba el silencio, absolutamente nada se movía. Después de comprobar que no había nadie en los alrededores, Boka hizo una seña con la mano y entonces Nemecsek le susurró a Csónakos:

—¡Levántalo!

Y Csónakos aupó cuanto pudo al presidente. Boka se aferró a la parte superior de la valla. Al oír crujidos sospechosos procedentes de las tablas podridas, Csónakos le gritó.

—¡Salta!

Se oyeron más crujidos y, al instante, un ruido sordo: Boka había caído justo entre las flores. Tras él saltaron Nemecsek y Csónakos. Csónakos subió a la acacia sin ninguna dificultad porque se había criado en el campo y trepaba a los árboles como una ardilla. Los otros dos le preguntaron desde abajo:

—¿Ves algo?

Desde lo alto llegaban sonidos apagados:

—Apenas nada, está oscuro.

—¿Ves la isla?

—Sí.

—¿Hay alguien ahí?

Csónakos se movió diligentemente a derecha e izquierda, escudriñando en la oscuridad hacia el estanque.

—De la isla no se ve nada porque hay árboles y arbustos, pero en el puente…

Guardó silencio. Subió a una rama más alta y continuó contándoles desde allí:

—Ahora veo bien, se vislumbran dos personas en el puente.

Boka dijo en voz baja:

—Eso es que están ahí. Han dejado a dos centinelas en el puente.

Las ramas crujieron una vez más. Csónakos bajaba. Los tres permanecieron en silencio un rato reflexionando sobre qué hacer. Se escondieron detrás de un arbusto donde nadie pudiera verlos y en voz baja comenzaron a discutir. Boka susurró:

—Lo mejor sería avanzar pegados a las plantas y alcanzar las ruinas. Sí, hay ruinas de un castillo, allí a la derecha de la loma…

Los otros dos asintieron en silencio para confirmar que aquel lugar no les era desconocido.

Boka continuó:

—Hay que ir con cuidado hasta el castillo, debemos avanzar siempre ocultos tras los arbustos. Una vez allí, uno de nosotros irá a la loma a explorar. Si no hay nadie, nos arrastraremos hasta el otro lado, desde donde se llega al estanque. Allí nos esconderemos entre los juncos y decidiremos qué hacer.

Dos pares de ojos brillantes miraron a Boka, porque para Csónakos y Nemecsek las palabras del presidente iban a misa.

Boka dijo:

—¿De acuerdo?

—De acuerdo —respondieron los otros.

—Entonces, ¡adelante! Caminad siempre detrás de mí, conozco bien el camino.

Echó a andar a gatas entre los arbustos bajos, pero en el instante en que los otros dos se disponían a agacharse, se oyó a lo lejos un largo silbido agudo.

—¡Nos han descubierto! —dijo Nemecsek, levantándose de nuevo.

—Abajo, abajo, agachaos —ordenó Boka, e inmediatamente

los tres se tumbaron en la hierba, conteniendo la respiración, esperando. ¿De verdad los habían descubierto?

Pero no apareció nadie. El viento susurraba entre los árboles y Boka dijo en voz baja:

—Nada.

Pero otro silbido agudo hendió el aire. Volvieron a esperar, pero no se veía a nadie. Nemecsek, que estaba escondido detrás de un arbusto, dijo temblando:

—Deberíamos subir al árbol para ver mejor.

—Tienes razón. ¡Csónakos, ve tú!

Y Csónakos trepó como un gato a la gran acacia.

—¿Qué ves?

—En el puente veo sombras que se mueven… Son cuatro… Ahora dos están regresando a la isla.

—Entonces todo está bajo control —se tranquilizó Boka—. Baja. El silbido era la señal para el cambio de guardia en el puente.

Csónakos bajó del árbol y los tres se arrastraron hacia la loma.

A esa hora, el gran y misterioso Jardín Botánico estaba sumido en el silencio. Después de que sonara la campana, los visitantes lo abandonaban y nadie debía permanecer entre los árboles. Solo quedaba algún que otro tipo con malas intenciones y jovencitos con ganas de pelea, como aquellas tres pequeñas sombras: tres bolas replegadas sobre sí mismas que avanzaban arrastrándose al amparo de los arbustos. No dijeron ni una sola palabra, tal era la importancia que concedían a su misión.

Para ser sinceros, tenían un poco de miedo. Si uno consideraba bien todas las circunstancias, concluía que habían mostrado muchas agallas al adentrarse en el terreno de los camisas rojas y al dirigirse hacia una isla situada en medio de un pequeño estanque, en cuyo único puente de acceso había centinelas montando guardia. «Quizá esos dos sean los hermanos Pásztor», pensó Nemecsek.

¿Qué ves?

Y al muchacho rubio le vinieron a la memoria las hermosas canicas de colores, algunas de cristal, y se indignó al recordar que la terrible palabra Einstand había resonado justo cuando él había lanzado la suya y estaba a punto de ganarlas todas…

—¡Ay! —soltó Nemecsek.

Los otros dos se detuvieron asustados.

—¿Qué?

Nemecsek estaba de rodillas y se estaba chupando el dedo.

—¿Qué te pasa?

Sin sacarse el dedo de la boca, el rubio respondió:

—¡Acabo de tocar una ortiga!

—¡Entonces chupa, chupa, amigo! —dijo Csónakos antes de atarse por si acaso el pañuelo alrededor de una mano.

Siguieron arrastrándose y pronto llegaron a la loma. A un lado de esta elevación se encontraban las ruinas de un falso castillo que imitaba a la perfección las ruinas de una antigua casa solariega, como es habitual en los jardines señoriales, con todo detalle, hasta había musgo entre las piedras.

—Estas son las ruinas del castillo —aclaró rápidamente Boka—. Hay que tener cuidado porque he oído que los camisas rojas también suelen reunirse aquí.

Csónakos añadió:

—¿Qué clase de castillo es este? En el libro de historia no dice que haya un castillo en el Jardín Botánico.

—Solo son ruinas. Solo construyeron ruinas.

Nemecsek se echó a reír:

—¡Maldita sea! Pero si tenían que construir algo, ¿por qué no un castillo nuevo? Transcurridos cien años ya estaría en ruinas…

—¡Qué gracioso! —dijo Boka—. Cuando los Pásztor te miren a los ojos, ya no lo estarás tanto.

Al escuchar estas palabras, una mueca amarga cruzó el rostro del rubio. Su temperamento le hacía olvidar con facilidad la exis­

«El solar que daba a la calle Pál era llano y se ajustaba a la perfección a la idea que tenían de una pradera del Lejano Oeste. Los montones de madera eran ciudades, bosques, las Montañas Rocosas... y Boka había elegido dónde construir cuatro o cinco fortines, cada uno con su propio mando.»

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