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NOCHES BLANCAS

iódor . ostoievski

NOCHES BLANCAS

Fiódor Dostoievski

...O tal vez no fue creado con ese propósito

Para quedarse aunque sólo sea por un momento ¿Cerca de tu corazón?...1

1 C ita inexacta del poema Tsvetok (La pequeña flor) de Ivan Sergeevich Turgenev (1818-1883). Dadas las características del texto, prefiero no intervenir con notas explicativas, sino dejarlo fluir en su musicalidad.

Noches blancas

Novela sentimental

De las memorias de un soñador

PRIMERA NOCHE

Era, querido lector, una noche deliciosa, una de esas noches que solo puede apreciar la juvent ud. Tan estrellado, tan sereno estaba el cielo, que, mirándolo, no se comprendía que pudieran vivir gentes malcaradas y caprichosas bajo el firmamento. También esto es asunto de juvent ud, querido lector, muy de juventud; pero Dios haga que lo tengas presente con frecuencia. Y hablando de las gentes malhumoradas y capric hosas, no puedo por menos que recordar el estado de ánimo en que me hallé todo aquel día. Desde el amanecer me sentí dominado por un extraño desaliento, me parecía estar solo en el mundo y que todos, absolutamente todos, me huían y abandonaban. Claro que hay derecho a preguntarme quiénes eran todos, si tras ocho años de vivir en Petersburgo apenas tenía un amigo.

¿Pero qué falta me hacían los amigos, si mi amistad era Petersburgo entero? Por eso me creí abandonado cuando la ciudad hizo las maletas y se marchó a veranear al camp o. Me espantaba aquel abandono y, durante tres días, paseé mi tristeza por las calles, sin saber qué hacer. Ni corriendo por el Nevsky, ni paseando por los jardines, ni vagando por el muelle, lograba encontrar una cara de las

que solía ver todo el año a la misma hora y en el mismo punto. Claro que los transeúntes no me conocían, pero yo a ellos, sí. Los conocía a fondo, porque estudiaba su semblante y me alegraba al verlos contentos y oscurecía mi alma cualquier sombra que sorprendiese en su frente. Casi llegué a trabar íntima amistad con un anciano a quien veía todos los días de sol a la misma hora, en Fontanka. Siempre grave y pensativo, no ce s aba de agitar la mano izquierda en animado sol iloquio, mientras empuñaba en la diestra un bastón nudoso con puño de oro. Se fijó en mí y llegó a mirarme con honda simpatía. Si a la hora de costumbre no me hallaba en Fontanka, casi estaba seguro de que el viejo pasaría un disgus to. Por eso nos sentíamos siempre tentados de saludarnos, especialmente cuando estábamos aleg res. Un día, después de dos de no vernos, los dos nos llevamos la mano al sombrero, pero cayendo a un tiempo en que no había para tanto, limitamos el saludo a una mirada de simpatía.

También con las casas estoy en buenas relac iones. Cuando paso por las calles, parece que salen a mi encuentro y me miran de todas las ventanas y me hablan: «¡Buenos días! ¿Cómo es t ás?» Yo: «Bien, a Dios gracias, y en mayo voy a te ner otro piso». O bien: «¿Cómo está esa salud? Mañana comienzan a repararme». O bien: «Estuve a punto de quemarme y ¡me llevé un susto!», etc. Tengo entre ellas mis predilecciones y algunas son bue n as amigas, como la que va a restaurar e1 arquitecto este verano. Cada día iré exprofeso a vigi l ar la operación, no sea que cometan con ella un disparate. ¡Dios nos libre! Nunca olvidaré lo que pasó con una casita muy linda de color de rosa, una casita de ladrillo que me miraba con mucho cariño y tan diferen-

te por su gracia de todas las vecinas, que el corazón me brincaba de gozo cada vez que pasaba frente a ella. La otra semana iba yo por la calle, cuando oí que me gritaba con voz lastimera: «¡Quieren pintarme de amarillo!». ¡Be l lacos! ¡Bárbaros! No perdonaron nada, ni comi s as ni balaustradas, y mi amiguita quedó como un canario. ¡No podéis figuraros la bilis que tragué! Desde entonces no he tenido valor para volver a ver a mi pobre amiga, pintada con el color del Celeste Imperio.

Ahora comprenderás, lector, qué significado tenía mi amistad con todo Petersburgo.

Ya he aludido a los tres días de inquietud que atravesé buscando la causa de mi desasosiego. En la calle me sentía a disgusto, porque se habían marchado unos e ignoraba qué se habían hecho otros, y en casa no estaba tranquilo. Pasé dos noches devanándome los sesos para hallar cualquier irregularidad que pudiera ser causa de mi malestar, y examiné las paredes, sucias y enneg recidas, y el techo, prendido de telarañas que Matrona cultivaba con creciente éxito. Pasé rev ista al mobiliario y examiné silla por silla, sos p echando que pudiera venirme de allí todo el mal, pues me sacaba de quicio ver un mueble fuera de su lugar. Miré la ventana... Todo inútil. Nada arreglé con esto. Decidí llamar a Matrona y le di una repulsa paternal por las telarañas y por la suciedad en general; pero ella se limitó a mirarme, sorprendida, y se alejó sin replicar, dejando tranquilas a las arañas. Solo esta mañana he comprendido a qué se debía mi disgusto. ¡Ay! ¡Todos se despiden a la francesa, dándome plantón! Perdonad mi lenguaje trivial, que no estoy para finuras de estilo... viendo que todo Petersburgo se ha marchado o se marcha de vac aciones, que

todo caballero de respetable aspec to que toma un coche, se transforma a mis ojos en un padre de familia que, terminado su trabajo diario, va a incorporarse a los suyos, en la casa de campo; que todos los transeúntes ofrecen el aire peculiar de quien dice a los que encuentra: «Estamos aquí un momento, señores; dentro de dos horas partiremos para el campo». Si se abría una ventana, después de golpear el cristal unos dedos finos y blancos como la nieve y asomaba la cabeza una linda muchacha para llamar a una vendedora ambulante de plantas en maceta, al momento pensaba que no se compraban aquellas flores para ponerlas en el invernadero de la casa ciudadana, sino para llevarlas al campo. Hice ta les progresos en mi corta carrera de investigador, que me es posible discernir por el aspecto exterior de cada uno en qué aldea vive. Los habit antes de Kamenny y de las islas Aptekevsky o del camino de Peterhof se distinguen por sus ma neras de afectada elegancia, por sus trajes de ver ano a la moda y por sus lujosos coches. Los ver aneantes de Pargolovo y de puntos más lejanos se distinguen a primera vista por su aire de sen s ata dignidad; los que van a la isla Krestovsky, porque siempre están alegres. Si por casualidad me encontraba con una procesión de carreteros, cogidos perezosamente a las riendas y caminando junto a los carros, cargados de montañas de muebles, mesas, sillas, tumbonas y sofás y utensilios caseros de todas clases, y sentada encima una vieja cocinera, que cuida los bienes de su amo con el mismo celo que a la niña de sus ojos, o veía deslizarse por el Neva o el Fontanka, en direcc ión al río Negro o a las islas, barcos con carga mentos de muebles, carros y barcos se multiplicaban por diez, por cien a mis ojos. Me figuraba que todo estaba en movimien-

to y que desertaba la ciudad entera, formando interminables caravanas. Me parecía que la urbe iba a quedar des ierta y me iba sanando la vergüenza, el disgus to, la pena de no tener dónde ir a pasar las vac aciones ni razón alguna para marcharme... Yo hubiera subido a cualquier carro, hubiera acompañado en coche a cualquier señor de respetable aspecto; pero nadie, nadie me invitaba, como si me hubieran olvidado por completo, como si en realidad yo fuese extraño para ellos.

Di un gran paseo, sin preocuparme, según mi costumbre, de la dirección que tomaba cuando, de pronto, me hallé a las puertas de la ciudad. Inmediatamente me sentí alegre y me interné por los campos y las praderas, sin sentir fatiga, antes bien, notando que se me quitaba un peso de encima. Me cruzaba con gentes que me miraban como amigos, casi saludándome, todos pa r ecían alegres, todos fumaban, todos. Yo me sent ía feliz como nunca. Me creía transportado a Italia: tan poderoso efecto producía la naturaleza en un ciudadano enfermizo como yo, ahogado entre los muros de la urbe.

Hay algo inefablemente conmovedor en la campiña de Petersburgo, cuando, en primavera, des pliega de pronto toda su pompa, se abre, se ador n a y se engalana de flores... No sé por qué me hace pensar en una muchacha lánguida, anémic a, que inspira piedad y simpatía, cuando no indiferencia, aunque, de pronto, adquiere loza n ía, se ofrece en todo el esplendor de su belleza y hace pensar con sorpresa qué poder mister ioso ha puesto tanto fuego en aquellos ojos tris te s y pensativos, quién ha inyectado sangre en aquellas pálidas mejillas, quién ha avivado de pasión aquellas facciones inexpresivas, quién ha levantado aquellos pe-

chos, quién ha dado a la pobre muchacha aquella fuerza, aquella plenitud de vida, aquella hermosura, aquella sonrisa que luce en su rostro, esparciendo la alegría en tor no. Volvéis la mirada como buscando a alguien, suponéis... Pero pasa aquello y, al día siguiente, acaso encontráis la misma faz pálida, la misma mirada triste y pensativa, la misma languidez de movimientos, la misma medrosidad y una cierta pesadumbre y un cierto remordimiento por la efí mera expansión ... y os duele que la belleza se haya desvanecido tan pronto para no volver, y os sentís traidoramente engañados, ya que ni siquiera tuvisteis tiempo de amarla .

¡Pero la noche fue para mí más buena que el día! He aquí lo qué pasó.

Regresé a la ciudad muy tarde. Daban las diez cuando me acercaba a mi barrio por las calles que se extienden a lo largo del canal, donde no se ve un alma a tales horas. Cierto que yo vivo en un arrabal muy apartado. Caminaba cantando, pues, cuando me siento dichoso, canturreo siempre como todo feliz mortal que no tiene amigos ni conocidos con quien compartir su dicha. E inesperadamente me salió al paso una aventura.

Acodada en el antepecho del canal estaba una mujer, ensimismada en la contemplación del agua turbia. Llevaba un bonito sombrero de color paja y un airoso chal negro. «Es una muchacha, seguramente morena», pensé. Pareció no oír mis pasos, pues ni se movió cuando pasé por su lado. conteniendo el aliento y el estruendoso latido de mi corazón.

«¡Qué raro!», pensé. «Debe de estar preocupada.» Y me paré en seco, al oír un sollozo ahogado. Sí, no me había

«—Soy un romántico, un soñador. Mi vida es tan poco real y momentos como este son tan excepcionales, que los revivo en mis sueños. Os veré toda la noche, toda la mañana, todo el año...

—Quizá también yo esté aquí mañana, a las diez. Tengo que estar aquí, no creáis que os concedo una cita. He de estar aquí por asuntos míos. Pero... francamente... no me molestará que vengáis. En una palabra: me gustará veros... Pero con una condición: que no os enamoréis de mí.» , , . , .

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