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LA GRAN DIVERGENCIA

Título original: The Great Divergence

© del texto: Princeton University Press, 2000, 2021 © de la traducción: Albert Beteta Mas, 2024 (con la revisión de Carlos Antolín Cano)

© de esta edición: Arpa & Alfl Editores, S. L.

Primera edición: octubre de 2024

ISBN: 978-84-19558-94-7 Depósito legal: B 16803-2024

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: Àngel Daniel

Impresión y encuadernación: CPI Black Print

Impreso en Sant Andreu de la Barca

Este libro está hecho con papel proveniente de Suecia, el país con la legislación más avanzada del mundo en materia de gestión forestal. Es un papel con certifcación ecológica, rastreable y de pasta mecánica. Si te interesa la ecología, visita arpaeditores.com/pages/sostenibilidad para saber más.

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Kenneth Pomeranz

LA GRAN DIVERGENCIA

Traducción de Albert Beteta Mas

Introducción. Comparaciones, conexiones y relatos del desarrollo económico europeo 21

Primera parte. Un mundo de tremendas semejanzas

1. ¿Europa antes que Asia? Población, acumulación de capital y tecnología en las explicaciones del desarrollo europeo 63

2. Economías de mercado en Europa y Asia 120

Segunda parte. ¿De la nueva ética a la nueva economía?

Consumo, inversión y capitalismo

Introducción 179

3. El consumo de lujo y el auge del capitalismo. Lujos más ordinarios y menos comunes 184

4. Las manos visibles. Estructura empresarial, estructura sociopolítica y «capitalismo» en Europa y Asia 258

Tercera parte. Más allá de smith y malthus: de las limitaciones ecológicas al crecimiento industrial sostenido

5. Limitaciones compartidas. La tensión ecológica en Europa occidental y en Asia Oriental 323

6. Abolir la restricción de la tierra. Las Américas como nuevo tipo de periferia

Agradecimientos

Notas

apéndices y bibliografía

La gran divergencia surge de un capítulo introductorio para un libro que tenía como fnalidad sintetizar la literatura sobre las ventajas de las que ya gozaba Europa occidental en la emergente economía mundial de los siglos xvii y xviii. Como la mayoría de los especialistas de mi ámbito, yo creía que dichas ventajas habían ido surgiendo a lo largo de los siglos de crecimiento gradual en gran parte de la región y que se manifestaban en una productividad ligeramente superior, en mercados más efcientes y en otros benefcios locales. A fn de cuentas, resultaba lógico que la industrialización había echado a rodar en Europa y que el Viejo Continente había sido capaz de proyectar su poder político en todo el mundo, reforzando dichas recompensas económicas.

Pero, a medida que iba revisando la literatura —tanto los trabajos recientes como los que había leído hace más de una década, en calidad de estudiante de posgrado que aún no había cambiado su enfoque sobre la historia de China—, poco a poco comencé a replantearme aquella recapitulación. En contra de la creencia establecida, Europa en su conjunto no parecía más próspera que Asia Oriental antes del siglo xix y sus regiones más ricas no lo eran más que las zonas más prósperas de Asia Oriental y tal vez del sur. Asimismo, y no menos importante, a largo

plazo tampoco se produjo una mejora ostensible del nivel de vida de los europeos de a pie.

También había indicios —poco destacados en los estudios más antiguos, pero claramente existentes— de que en las partes más densamente pobladas de Europa (incluidas algunas de sus zonas más ricas), el crecimiento que se produjo durante el comienzo de la Edad Moderna se vio obstaculizado por los problemas medioambientales y las limitaciones de recursos. Si bien esas regiones lograron cierto alivio mediante el intercambio de manufacturas artesanales por productos agrícolas, procedentes de otros lugares en donde se practicaba una agricultura con carácter intensivo, dicho comercio no crecía con la sufciente rapidez como para ofrecer una solución permanente, sobre todo porque el crecimiento de la población se estaba acelerando. Todo ello hizo que incluso Inglaterra y Holanda se asemejaran más al delta del Yangtsé chino, y a algunos otros lugares prósperos de Asia, de lo que se había reconocido hasta entonces. Estas similitudes exigían que se sustituyera, o al menos se complementara, el viejo tópico histórico que planteaba «¿Por qué China (el delta del Yangtsé) no había terminado como Europa (Inglaterra)?» por la pregunta siguiente, rara vez formulada: «¿Por qué Inglaterra no había terminado como el delta del Yangtsé?». Es decir, era una economía agraria relativamente sólida y fuertemente mercantilizada con mucha industria artesanal, pero no alcanzó un crecimiento rápido y constante que requiriera un alto consumo energético; en ausencia de ello, se mantuvo como un sistema que se enfrentaba a presiones demográfcas y medioambientales cada vez más graves. Dicha pregunta también sugería que las respuestas tendrían que explicar una divergencia bastante tardía y repentina, en lugar de una divergencia desarrollada inexorablemente durante cientos de años. En última instancia, apuntaba a explicaciones que ponían de manifesto el acceso de Europa cada vez más a productos de una agricultura intensiva procedentes de las Américas y a un conjunto de circunstancias en parte fortuitas que condujeron a una expansión masiva de la minería del carbón

(que, entre otras cosas, alivió en gran medida la presión sobre los menguantes bosques de Europa occidental). Al argumentar que la divergencia fue tardía y continua, que no se produjo en toda Europa y que la mejor manera de entenderla no era únicamente observando las ventajas con que contaban las regiones europeas, sino también detectando en qué se asemejaban a otros lugares (o si se habían visto superadas, como en el caso de los rendimientos agrícolas), el libro desafó la creencia generalizada en varios sentidos y despertó mucha más atención de la que cabría esperar. Hoy en día, se acumulan veinte años de debates y nuevas investigaciones que van mucho más allá de lo que puedo abordar aquí.1 Algunos de ellos, desde luego, se habrían producido sin la «gran divergencia». El espectacular crecimiento de la economía china estimuló el interés por su historia anterior y por los posibles vínculos con la dinámica de la modernidad temprana que he analizado. Al mismo tiempo, nuestros crecientes problemas medioambientales —vinculados a nuestro gigantesco consumo de energía— contribuyeron a desviar la atención hacia un argumento en el que tanto las limitaciones medioambientales del crecimiento como la infuencia de las nuevas fuentes de energía cobraban importancia. Aunque el libro en sí no fue el único catalizador del «debate de la gran divergencia», parece apropiado para este prefacio para refexionar sobre parte de esta literatura aún en ciernes.

Yo dividiría sus aportaciones en tres grupos. Un grupo, importante cuantitativamente, se ha centrado en qué fue la divergencia y cuándo tuvo lugar: se trata de especifcar y comparar las tendencias y los niveles de renta per cápita y de los salarios reales en numerosos lugares durante la Edad Moderna. El segundo grupo, aún más amplio y mayoritariamente cualitativo, ha puesto el foco en el «cómo» y el «por qué» de la divergencia. En ocasiones, estos trabajos se han encaminado hacia cuestiones que destaco en este libro, sobre todo relativas a los recursos energéticos y a las condiciones medioambientales, adoptando diversas posturas en cuanto a su importancia. El tercer grupo aborda

las maneras en que la «gran divergencia» se ha aplicado a cuestiones que van más allá de su propio ámbito, y podría dividirse a su vez en tres grupos. Hay estudios que tratan otras divergencias que tuvieron lugar a principios de la Era Moderna, los cuales examinan tanto las comparaciones como las conexiones interregionales para replantear el «ascenso de Occidente», y reconocen que probablemente fue más accidental de lo que la mayoría de los estudiosos apuntaron en su día. Dada la diversidad de esos enfoques, solo puedo mencionar aquí algunos de ellos.2 Hay publicaciones que se ocupan de cuestiones más contemporáneas, directamente relacionadas con los temas principales de mi libro, incluyendo los problemas del desarrollo económico, de la sostenibilidad medioambiental y de los legados imperiales en la actualidad. Por último, hay obras que se han visto infuidas por la metodología de La gran divergencia, en particular por sus estrategias de comparación.

La literatura cuantitativa, «cuándo» y «qué», es la más fácil de abordar. Los escritos publicados en la última década nos han hecho replantear las estimaciones de las cifras históricas del PIB de varios países europeos desde el siglo xiv hasta mediados del siglo xix. Otros han intentado (basándose en pruebas mucho más escasas) hacer lo mismo con China, la India, Japón y otros países.3 Fundamentalmente, gran parte de la bibliografía sobre China trata el delta del Yangtsé como una región con características propias, la cual se estima que tiene un PIB per cápita entre un 50 y un 75 % por encima del de todo el imperio y facilita el tipo de comparaciones que, según sostengo, a menudo eran más reveladoras que las comparaciones entre China y los Estados europeos, con una extensión mucho menor.

Aquí es importante diferenciar dos signifcados del término «gran divergencia». El primero hace alusión a los niveles de vida comparativos: ¿cuándo superaron los niveles per cápita en Europa, o en sus partes más ricas, a los de China, o a los de sus partes más ricas? El segundo, y probablemente el más importante, se plantea cuando una parte del mundo pasó de un crecimiento

per cápita por lo general lento y esporádico, que había caracterizado a muchas economías durante muchos siglos, a un crecimiento rápido y sostenido tanto de la población como de la renta per cápita que ha caracterizado a partes cada vez más amplias del mundo durante los dos últimos siglos. Estas dos cuestiones no tienen por qué tener la misma respuesta: los auges económicos de la Roma antonina, del primer Califato, de la China de los Song y de otros períodos de prosperidad económica tal vez lideraran el mundo, pero no marcaron el inicio del desarrollo económico moderno. E incluso las diferencias signifcativas en el PIB per cápita de hoy en día (cuando tenemos menos razones para dudar de los datos subyacentes) no suelen indicar diferencias cualitativas de este tipo que distingan el mundo preindustrial del nuestro: la renta per cápita de EE. UU. es aproximadamente un tercio más alta que la de Gran Bretaña o Francia, pero nadie duda de que son en realidad la misma clase de economías.

Si aceptamos las estimaciones del PIB, nos sugieren que, a fnales del siglo xviii, el PIB per cápita de China era comparable al de la media europea, aunque inferior al de gran parte de Europa occidental. El delta del Yangtsé era más o menos equiparable a los Países Bajos (el lugar más rico de Europa) y estaba ligeramente por delante de Gran Bretaña. Además, la Europa no holandesa ni británica no estaba mejor en el siglo xviii que en el siglo xvi. Sin embargo, Gran Bretaña y Países Bajos pronto se situaron muy por delante del delta del Yangtsé en el siglo xviii, no porque crecieran de manera desproporcionada, sino porque el gran auge demográfco de China en el siglo xviii aparentemente hizo descender la renta per cápita en todas sus regiones.4 Esto representa una divergencia más temprana de lo que yo había sugerido, pero no excesivamente prematura. Sigue siendo mucho más tardía que las propuestas de muchos estudios anteriores que en general sostienen que Europa había superado ya de forma permanente el nivel de ingresos de China a más tardar en el Renacimiento.5 Sin embargo, la fecha en sí es menos relevante que su repercusión en las posibles explicaciones. Incluso una

divergencia de principios del siglo xviii resulta demasiado tardía para mantener la coherencia con algunos viejos caballos de batalla historiográfcos (que también adolecen de graves carencias). Si esta separación se produjo porque solo Europa tenía la libertad y los derechos de propiedad sufcientes para incentivar el crecimiento, o porque el confucianismo era mucho más hostil con respecto a la mejora del bienestar material que el cristianismo, o porque el medio natural y el clima depararon futuros muy dispares para los dos extremos de Eurasia,6 estas diferencias ya se habrían manifestado con anterioridad. Por el contrario, se apunta a disparidades más estrechas y a coyunturas específcamente modernas. Mientras tanto, los mismos estudios sugieren que el segundo tipo de divergencia, que fue más trascendental, se produjo más tarde. Esto se debía a que los ingresos per cápita holandeses y británicos superaron a los del delta del Yangtsé en algún momento de la década de 1700, y lo hicieron a pesar del estancamiento. Como ha señalado Jack Goldstone en un ensayo reciente, el PIB per cápita holandés entre 1800 y 1807 solo superaba en un 5 % los picos anteriores alcanzados en las décadas de 1590 y 1640, y casi todo el crecimiento per cápita de Gran Bretaña entre 1270 y 1800 se produjo en dos ciclos concentrados y acompañados de un descenso de la población: una a fnales de la década de 1300 y otra a fnales de la de 1600. 7 Por tanto, parece ser que incluso las zonas más dinámicas de Europa no experimentaron un crecimiento per cápita sostenido antes del siglo xix, mientras que otras partes del Viejo Continente tenían un PIB per cápita estancado o descendente;8 solo se «adelantaron» porque el PIB per cápita de China estaba cayendo. (Este declive comenzó probablemente en las regiones más pobres y menos comercializadas, y afectó al delta del Yangtsé sobre todo hacia el fnal de este período —esencialmente el patrón que he descrito, aunque comenzando a principios del siglo xviii, y no a fnales—).9 Probablemente sea signifcativo, como expone Stephen Broadberry en respuesta a Goldstone, que Gran Bretaña y los Países Bajos de principios de la Edad Moderna parezcan haber alternado períodos de crecimiento y

estancamiento, en lugar de crecimiento y regresión; pero eso sigue sin ser un aumento sostenido, sobre todo porque los períodos de estancamiento duraron mucho más que las rachas de progresión. Además, deja abierta la posibilidad de que el estancamiento del siglo xviii hubiera sido una regresión —o que el crecimiento del siglo xix hubiera sido más lento— si el aumento acelerado de la población de la época no hubiera ido acompañado de un alivio a las limitaciones de la producción agrícola gracias a los efectos complementarios —las aportaciones— de la minería del carbón y de las importaciones estadounidenses, tal y como yo había sugerido.10 Posibilidad, no certeza, porque rastrear el momento y la magnitud de la divergencia ha sido bastante difícil; sopesar los muchos factores causales posibles —los cómos y los porqués— sería mucho más complicado. Algunos intentos recientes de rastrear las raíces del crecimiento europeo a largo plazo se han centrado en la ciencia, en la tecnología y en el aumento del «capital humano» (es decir, en la educación y en las aptitudes), temas que solo analizaré a grandes rasgos.11 Este no es lugar para revisar estas cuestiones con detenimiento, pero sí para señalar que solo divergen de mis argumentos si afrman tanto que estas tendencias dieron a Europa noroccidental una capacidad de innovación que habría superado cualquier obstáculo concebible en materia de recursos como que las prácticas científcas distintivas de Europa fueron indispensables para desarrollar las tecnologías de la Primera Revolución Industrial, en particular las máquinas de vapor. La primera afrmación sería empíricamente incomprobable; la segunda parece dudosa, sobre todo porque algunas máquinas de vapor rudimentarias se crearon antes de las de Newcomen y Watt.12 Otros estudios relevantes compartían mi interés por las conexiones entre el crecimiento europeo —particularmente el británico— y las actividades de ultramar, y destacaban los diferentes frutos de esas interacciones, a menudo violentas, como las técnicas industriales importadas y la expansión de los mercados;13 sin embargo, nuestros argumentos parecen más complementarios que necesariamente discrepantes.

Otros debates se han centrado más en la difusión que en la creación de nuevas tecnologías y, más aún, se han encaminado a analizar cómo los problemas que los innovadores advertían variaban a lo largo del tiempo y del espacio. Aunque para los historiadores contemporáneos es fácil suponer que las innovaciones tecnológicas importantes ahorran trabajo —y, en general, absorben capital y recursos—, no siempre fue así. Ya en 1720, las solicitudes de patentes inglesas se penalizaban si el invento reducía la demanda de mano de obra, a pesar de que Inglaterra tenía una mano de obra más cara que la mayor parte del mundo.14 Jean-Laurent Rosenthal y R. Bin Wong han planteado la hipótesis de que la fragmentación política de Europa y las guerras frecuentes —seguramente desfavorables a corto plazo— pueden haber hecho que su industria premoderna se mostrara especialmente proclive a ubicarse intramuros en las ciudades; y, puesto que las ciudades tenían un capital más barato que los entornos rurales (la concentración provocó que resultara más barato encontrar socios a prestamistas y prestatarios) y una mano de obra más cara (dado el mayor coste de los alquileres y los alimentos), los europeos pueden haber sido más propensos que otros a buscar técnicas de producción que ahorren mano de obra y empleen el capital (y a menudo, añadiría yo, que se sirvan de la energía). Esto no hizo que las industrias europeas fueran superiores de inmediato, pero pudo haberlas llevado a emprender el camino que fnalmente las condujo a la industria moderna.15

En una línea más empírica, el libro de Robert Allen sobre «por qué la Revolución Industrial fue británica» hace hincapié en una combinación de salarios nominales altos y carbón fácilmente accesible. Esto permitió que las primeras máquinas de vapor, que requerían un excesivo derroche de combustible, resultaran económicas para bombear agua de las minas británicas, y prácticamente para nada más; pero, en cuanto existió un mercado para las máquinas de vapor, mereció la pena mejorarlas y perfeccionarlas todo lo que fuese posible, a fn de conseguir que

fueran energéticamente efcientes (y seguras) para poder adaptarlas a múltiples industrias.16 Esta historia requiere muy poco conocimiento de la ciencia abstracta (la conciencia de que el aire pesa, que existía más allá de Europa). En cambio, la economía y la localización diferencian decisivamente a Inglaterra tanto de Francia como de Jiangnan.

Además, la agricultura solo desempeña un papel secundario en esta historia. La creciente demanda de mano de obra, impulsada en gran medida por el auge del comercio de ultramar, atrajo a la población campesina inglesa, obligando a los agricultores a adoptar innovaciones que requerían mucho capital y permitían ahorrar mano de obra. Esto revierte muchos argumentos históricos que empiezan con una transformación agrícola que «libera» mano de obra y genera capital para la expansión comercial e industrial.17 Esta descentralización de la agricultura se ve confrmada por la evidencia de que la productividad de la mano de obra agrícola en el delta del Yangtsé era el 10 % de la inglesa incluso alrededor del año 1820, mientras que su productividad agraria era varias veces mayor, de modo que su productividad, en conjunto y considerando todos los factores, superaba con creces la de cualquier localidad europea.18 Por consiguiente, los razonamientos de la divergencia basados en el supuesto atraso de la «agricultura campesina» o en la necesidad del «capitalismo agrario» no prevalecerán —las explicaciones que hacen hincapié en que el sector emplea a más de la mitad de los trabajadores hasta 1985 aproximadamente son un factor a tener en cuenta—. En cierto sentido, la compatibilidad potencial del crecimiento económico sostenido y de la agricultura familiar a pequeña escala ya debería haber quedado clara a partir de varios ejemplos del mundo real, especialmente en las sociedades que cultivan arroz de regadío (que puede generar rendimientos extremadamente altos por hectárea y tiene pocas economías de escala). Kaoru Sugihara, en particular, ha esbozado una «senda de Asia Oriental» hacia la prosperidad moderna que encaja bien con mi imagen básica de las principales regiones modernas tempranas.19

Ambos describimos una senda de desarrollo occidental «intensiva en recursos» y un patrón de crecimiento de Asia Oriental más intensivo en mano de obra, a la vez que insistimos en que este último no tiene por qué ser un callejón sin salida. Sugihara, además, sostiene que, a pesar de la importante convergencia de las últimas décadas, la trayectoria de Asia Oriental sigue siendo distintiva, bastante menos intensiva en recursos y más absorbente de mano de obra como para ser un modelo conveniente para los países pobres de hoy en día.20 Esto nos lleva más allá del «debate sobre la gran divergencia» y nos invita a plantearnos cuestiones importantes sobre el futuro del crecimiento económico, especialmente en relación con el medioambiente. Con el desarrollo de la historia ambiental, comparativa y global de Asia Oriental, se han llevado a cabo valiosos intentos para explorar las hipótesis de este libro sobre los problemas ambientales de principios de la era moderna y la importancia que tuvieron para Europa los recursos extraeuropeos, para dilucidar los cambios en el uso de la energía y su relación con el crecimiento en diferentes lugares y períodos, y para examinar las adaptaciones a la presión de los recursos en Asia Oriental específcamente.21 Entre otras cosas, tomar en consideración el dinamismo económico al margen del Atlántico Norte parece importante para entender, en lugar de asumir, las implicaciones medioambientales del capitalismo y las consecuencias de la ausencia de regulación de los siglos XX y XXI, y las implicaciones para los estados (sean o no capitalistas) en desarrollo de los estados en vías de desarrollo en ambos períodos. Soy escéptico con respecto a los argumentos que sugieren que el desarrollismo moderno de Asia Oriental es mucho más sostenible que el crecimiento de estilo occidental, o menos explotador;23 entender los «ismos desarrollistas» no occidentales incluye reconocer que tienen muchas de las mismas implicaciones que los casos occidentales. Pero es importante retomar debates históricamente fundamentados al respecto. También es preciso señalar que cuanto más veamos el inicio del crecimiento per cápita sostenido en cualquier lugar como un resultado contingente, dependiente de

múltiples procesos transregionales, más dudas se plantean sobre los diversos relatos todavía extendidos en los que la prosperidad, la ciencia y la democracia se han desarrollado como expresiones de una única esencia europea. El hecho de que los frutos de la conquista, la mortandad masiva y la esclavitud en las Américas puedan haber sido cruciales en las primeras etapas de esta transición socava todavía más cualquier interpretación simple del progreso. Más allá de las ciencias sociales académicas, teniendo en cuenta estas cuestiones sobre los orígenes y la sostenibilidad, me ha complacido mucho ver los argumentos de este libro refejados en el tratado The Great Derangement, de Amitav Ghosh, una obra que presenta refexiones profundamente inquietantes sobre lo que supone hacer frente a las emergencias medioambientales actuales, así como lo que las historias del imperio y el desarrollo económico implican y dejan de implicar respecto a la justicia medioambiental.

En lugar de ofrecer refexiones breves e inadecuadas sobre estos enormes problemas, termino con unas palabras sobre la teoría y el método. Los puntos metodológicos en los que hace hincapié la «gran divergencia» apenas tenían precedentes, pero parece que se han pasado bastante por alto; el hecho de que las comparaciones deberían incluir áreas de una escala al menos aproximadamente comparables —el delta del Yangtsé y Gran Bretaña y los Países Bajos, o Europa y China, en lugar de Gran Bretaña y China— parece una afrmación obvia, pero a menudo se ha visto oscurecido por nuestra tendencia a dar por sentado que los Estados nacionales modernos son partes de la historia (y la recopilación de estadísticas). El hecho de que hubiera sufciente contacto transregional a principios de la Edad Moderna (si no antes) como para impedir que podamos hacer comparaciones clásicas de entidades totalmente independientes era asimismo una afrmación directa con la que otros también lidiaban de diferentes maneras, incluyendo las «comparaciones acaparadoras» de Charles Tilly (publicadas antes que mi libro) y la «histoire croisée»24 de Michael Werner y Bénédicte Zimmermann, publicada posteriormente.

Tal vez lo más infuyente fue la insistencia de este libro en las «comparaciones recíprocas» (en las que también insistió mi entonces colega R. Bin Wong):25 es decir, que, a diferencia de las muchas comparaciones de las ciencias sociales que normalizaban alguna versión de una trayectoria europea y se preguntaban por qué otras regiones no la siguieron, deberíamos tratar cada término de una comparación como igualmente «sesgado». De este modo sería más fructífero preguntarse (por ejemplo) por qué el delta del Yangtsé no era como Gran Bretaña si uno se preguntaba simultáneamente por qué Gran Bretaña no se había convertido en un delta del Yangtsé. Tanto entonces como ahora, esto parecía una forma útil de reconocer las críticas a la ciencia social eurocéntrica sin abandonar el valioso proyecto de la comparación o la posibilidad de los relatos a gran escala.26

La combinación de estas estrategias tal vez era inusual, pero ha sido retomada por personas que trabajan en otras regiones del mundo. El ensayo de Gareth Austen sobre el valor potencial de las comparaciones recíprocas con el uso de los ejemplos africanos es particularmente digno de atención;27 el argumento de otro africanista, Morten Jerven, de que pensar en comparaciones recíprocas debería hacernos recelar de las comparaciones globales que se basan en gran medida en las cifras del PIB28 nos devuelve al punto de partida de este ensayo (aunque el PIB histórico es probablemente menos sesgado en las comparaciones entre China y Europa que en las de África y Europa). Este enfoque también ha sido retomado lejos de los focos temáticos de este libro: fgura, por ejemplo, en varios de los ensayos de la obra Comparative Early Modernities, que versan sobre el arte, la literatura, las ideas políticas y otros campos, y también indirectamente en el libro de Martin Powers, que aporta datos reveladores acerca de cómo las ideas políticas chinas infuyeron en los debates que tuvieron lugar en la Inglaterra de principios de la Edad Moderna.29 Afortunadamente, los lectores seguirán encontrando múltiples usos para este libro, incluso cuando cuestionen algunos de sus argumentos.

INTRODUCCIÓN

COMPARACIONES, CONEXIONES

Y RELATOS DEL DESARROLLO

ECONÓMICO EUROPEO

Gran parte de las ciencias sociales modernas tuvo su origen en los esfuerzos de los europeos de fnales del siglo xix y xx para entender qué fue lo que hizo única la trayectoria de desarrollo económico de Europa occidental.1 Sin embargo, ese afán no ha dado lugar a un consenso. Buena parte de la literatura se ha centrado en Europa para tratar de explicar su temprano desarrollo de la industria mecanizada a gran escala. Se ha recurrido a comparaciones con otras partes del mundo para demostrar que «Europa» —o, en algunas formulaciones, Europa occidental, la Europa protestante o incluso solo Inglaterra— albergaba dentro de sus fronteras algún ingrediente propio y único de éxito industrial o se encontraba excepcionalmente libre de cierto impedimento.

Otros trabajos han puesto de relieve las relaciones entre Europa y otras partes del mundo —en particular, las diversas formas de extracción colonial—, pero han encontrado menos aceptación entre la mayoría de los estudiosos occidentales. 2 No ha ayudado el hecho de que estos argumentos hayan remarcado lo que Marx denominó la «acumulación primitiva» de capital a través de la desposesión forzosa de los amerindios y los africanos esclavizados (y de muchos miembros de las propias clases bajas de Europa). Si bien esta frase destaca con precisión la brutalidad

de estos procesos, también implica que esta acumulación fue «primitiva» en el sentido de que fue el principio de la acumulación de capital a gran escala. Esta perspectiva se ha vuelto insostenible a medida que los estudiosos han mostrado el lento pero defnitivo crecimiento de un excedente invertible por encima de la subsistencia a través de las ganancias retenidas de las propias granjas, talleres y contadurías de Europa.

Este libro también hará hincapié en la explotación de los no europeos —y en el acceso a los recursos de ultramar en general—, pero no como único motor del desarrollo europeo. Por el contrario, reconoce el papel vital del crecimiento europeo impulsado internamente, pero subraya la similitud de esos procesos con los que se pusieron en marcha en otros lugares, destacando Asia Oriental, hasta prácticamente el siglo xix. Hubo algunas diferencias notorias, pero argumentaré que solo pudieron impulsar la gran transformación del siglo xix, en un contexto también moldeado por el acceso privilegiado de Europa a los recursos de ultramar. Por ejemplo, es posible que Europa occidental contara con instituciones más efcaces para movilizar grandes sumas de capital dispuestas a esperar un tiempo relativamente largo para obtener rendimientos; pero hasta el siglo xix la forma corporativa encontró pocos usos aparte del comercio con protección armada de larga distancia y la colonización, y la deuda sindicada a largo plazo se utilizaba principalmente dentro de Europa para fnanciar guerras. Y, lo que es más importante, en el siglo xviii Europa occidental se había adelantado al resto del mundo en el uso de varias tecnologías que ahorraban trabajo. Sin embargo, puesto que seguía atrasada en el cultivo intensivo de la tierra —es decir, perduraban mucho los regímenes extensivos, el rápido crecimiento de la población y la demanda de recursos—, en ausencia de recursos de ultramar, podría haberla obligado a volver a la senda de un crecimiento mucho más intensivo en mano de obra. En ese caso, habría divergido mucho menos de China y Japón. Así pues, el libro recurre a los frutos de la coerción de ultramar para ayudar a explicar la diferencia entre el desarrollo

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