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A Blanca Villase帽or, que con su ejemplo, su palabra y su trabajo con los menores migrantes, me ense帽贸 el rostro de la entrega, de la compasi贸n y de la lucha por los pobres, y el rostro femenino de Dios.



ÍNDICE

Introducción, 13 El hombre bíblico, 19 El hombre del destino y del tiempo, 33 El hombre del destino, 33 El hombre del tiempo, 42 Historia y compromiso, 55 El hombre de la Alianza, 61 El hombre de la tierra, 77 La moral del hombre, 87 La moral, la comunidad y la historia, 87 La moral y los profetas, 104 A manera de síntesis, 113 El rostro del hombre bíblico, 121 El rostro del hombre católico, 127 La síntesis de san Juan, 143 El rostro de la muerte, 149 Razis: el rostro de la muerte digna, 159 El rostro legal del hombre, 163 El rostro ético del hombre, 177 Bibliografía, 197 11



INTRODUCCIÓN

fue un hombre libre y enseñó la libertad. No solamente la liberJ esús tad en sí, sino en relación con los ritos y con las prácticas religiosas y sociales, con las ideas recibidas, con los valores imperantes, con las mentalidades instituidas, con los lazos de la sangre, con los vínculos del parentesco, con el Estado y con los sentimientos nacionales, con la religión establecida. No despreció el sábado, el ayuno y las demás prácticas religiosas. Conoció su valor y su importancia. Él mismo se sometió. Pero enseñó que son sólo medios. Sirven para el hombre, para humanizar y para liberar al hombre. No es el hombre para el sábado, para la ley, para los ritos, para los medios, sino al contrario. El hombre no debe esclavizarse a lo que debe liberarlo. Fueron claras su ruptura y el escándalo que produjo en aquellos que se esclavizan a sus propios absolutos, así fueran los dogmas, las leyes, las normas, la autoridad. La crítica de Jesús, sus palabras y su comportamiento hicieron vacilar todo eso y lo desacralizaron. Sólo Dios es absoluto. Es lo mismo que pasa con la moral, con eso que se ha dado en llamar la ‘‘moral’’. El Evangelio de Jesús no se puede reducir a una ‘‘moral’’. Jesús se distancia de las normas de la moral enseñada y recibida y no se inmuta cuando trastorna los hábitos y las mentalidades. Porque él parte de otra concepción. Es cierto que la moral consiste, en su última instancia, en obedecer a Dios. Pero la experiencia moral y religiosa de Jesús nos enseña que no se trata de obedecer a Dios por ley o por mandato, sino como algo asimilado que se hace na13


ROSTROS DEL HOMBRE

tural. Es decir, por transformación, por asimilación del amor de Dios, de tal manera que se vuelva connatural, como lo fue en Jesús, proceder como Dios es y, por tanto, como Dios quiere. Por eso el Evangelio es un modo de ser. No es la historia de Jesús, sino el modo como Jesús fue y nos enseñó a ser, que debemos ir labrando en nosotros, poco a poco, en el aprendizaje de la vida. Eso es lo que significa irnos haciendo hijos, ir asimilando el modo evangélico de ser y de relacionarnos. La moral es la vida del hombre que se va haciendo hijo de Dios al hacerse hermano de los hombres. Por eso, Jesús se distancia del legalismo, del puritanismo, de la casuística. Se mueve entre las gentes comunes, no en el mundo del moralismo puritano que imponen las autoridades religiosas. Su misión es el hombre. Su misión es sanar, regenerar, recrear. La moral se ocupa de establecer leyes universales de conducta. Jesús se ocupa de regenerar a seres humanos concretos, a todos, y en especial a los más necesitados. La justicia es una vida y no se alcanza a través de la ley moral. Jesús invirtió todos los valores admitidos en las sociedades humanas. Los que tienen intereses en el orden de las ideas recibidas y de los valores admitidos no aman la radicalidad del mensaje y de la vida de Jesús y no aceptan su enfoque antropocéntrico. Pero la realidad es que esos intereses, esas ideas y esos valores constituyen finalmente la racionalidad y ponen las bases de la moral que prevalece en nuestras sociedades occidentales. Los que no tienen intereses en el sistema de los valores vigentes, los que no tienen nada que perder están más cerca del Reino. Eso significa que hay una divergencia entre los valores morales del Evangelio y los valores morales de la sociedad. Son dos concepciones. Jesús habla de una Nueva Alianza: ‘‘Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi sangre’’. Es hebreo. La referencia es obvia. Relaciona esta Nueva Alianza con la Antigua Alianza que Dios pactó con su pueblo en el monte Sinaí. Dijo ----y dijo claro---- que no pretendía abolir la ley de Moisés vigente en Israel, sino cumplirla hasta la última tilde y elevarla a una perfección no conocida hasta entonces. Conservó el 14


INTRODUCCIÓN

espíritu y los puntales de la Alianza sinaítica y con su muerte y con su resurrección les dio otra dimensión. Pero esa Alianza ----la antigua y la nueva----, fundamentada en una concepción del hombre, de la sociedad y de las relaciones que deben establecerse y vivirse, produce un comportamiento humano y, por tanto, una concepción moral muy distinta ----un sistema, si así se quiere llamarla---- de la que nosotros vivimos y a la que estamos acostumbrados, que se fundamenta, a su vez, en otra concepción de hombre, de sociedad y de relaciones. Ley, conciencia y libertad son el fundamento de la maduración humana y de la ética cristiana. El Evangelio, muy al contrario de la ética filosófica griega y de la ética actual que fundamentan la ética en la razón humana, fundamenta la moral en la Alianza con Dios, al igual que el Antiguo Testamento; en la intencionalidad, en la que radica su verdadero valor. El sentido central de la moral bíblica es el sentido de comunidad. Ése es su fundamento moral, su concepción de moralidad. De todas estas ideas, de la diferencia clara que existe entre el sistema moral que prevalece en nuestras sociedades y el vivir moral que se desprende de muchas escenas y pasajes de la narración bíblica y del Evangelio, surge la necesidad de reflexionar sobre el concepto de hombre que tiene la Biblia y, por consiguiente, sobre la moral que de allí se deriva. Ése es el verdadero rostro del hombre. De ahí también que los diferentes sentidos de moralidad, las diferentes concepciones de una vida moral, sobre todo a partir de la razón humana, muestren rostros diferentes, que corresponden a los diferentes conceptos de moralidad que se fundamentan en la razón y no en la comunidad, no en la relación humana. Son dos concepciones de hombre. Para la mentalidad occidental, de acuerdo con la definición aún prevalente de Aristóteles, el hombre es un animal racional. Es decir, está compuesto de dos partes separables y contradictorias entre sí, un cuerpo hecho por el hombre ----animal---- y un alma ----racional---- creada directamente por Dios para cada hombre, que es espiritual e inmortal. Estos dos componentes constituyen la esencia del hombre. 15


ROSTROS DEL HOMBRE

Para la Biblia el hombre, unidad indivisible, es relación. Es un cuerpo viviente, efímero, necesitado, fortalecido, pensante. Su esencia es la relación, a tal grado que muere cuando su capacidad de relación se acaba, aunque sus órganos sigan palpitando. Es, sobre todo, relación con Dios, traducida en su relación con el hombre. Se hace persona en la relación. De estas dos concepciones de hombre se derivan, por necesidad, dos conceptos de moral distintos, aunque tengan innumerables puntos de contacto. Son dos enfoques, dos rostros de la vida y del hombre. De ahí la idea de reflexionar, de manera simple, sin pretensiones de tratado ni de investigación, en lo que podría llamarse la concepción bíblica del hombre y de la moral ----que por lo común nos es más lejana y desconocida----, a sabiendas de que en la Biblia no hay una concepción única ni una moral fija. No se trata tampoco de comparar la moral que viven algunos hombres de la Biblia, o que se desprende de algunos de sus pasajes, con la moral occidental, para dictaminar cuál es mejor. Tampoco se trata de comparar la moral del Antiguo y del Nuevo Testamento con la moral que se funda en la filosofía escolástica. Sería pretender un concurso entre conceptos morales o un juicio sobre diferentes sistemas morales o éticos. Si me refiero al ‘‘hombre bíblico’’, no pretendo decir que la Biblia tiene una concepción única del hombre y que lo definió con exactitud ----y menos desde un principio---- ni pretendo referirme a la definición de hombre que la Biblia en alguna parte dé. No define al hombre, lo describe. Y, por lo demás, ninguna definición de hombre es perfecta ni totalmente errónea. No quiero hacer decir a la Biblia lo que no dice. En último término, sólo intento exponer aquí mi propia concepción de hombre y la moral que de ella se deriva, a partir de los pasajes bíblicos que me inspiran. Se dice que la cultura de la Biblia ya está superada. La cultura griega de los tiempos de Platón y de Aristóteles también lo está y, sin embargo, prevalece su concepción de hombre y en ella se funda su moral. Más aún, es la concepción central que sigue sosteniendo la 16


INTRODUCCIÓN

Iglesia, es la que sigue sustentando sus valores morales y es la cultura y es la filosofía en las que están expresados los dogmas y gran parte de la doctrina de la Iglesia. Desde luego, toda la teología tradicional, que todavía se enseña en innumerables seminarios. Es una cultura, la griega, que ha quedado fija y atravesada en la historia. Al contrario de la bíblica, que va evolucionando a lo largo de sus páginas, porque es una cultura histórica, que evoluciona y se supera, como el hombre mismo. Por eso es más interesante y más inspiradora. No es una cultura, ni una moral, ni una concepción teológica, ni una concepción del hombre que se fijen y permanezcan. Al contrario, se van transformando y enriqueciendo, inclusive desaparecen y son superadas, y van dejando sólo los valores centrales, inmutables, que constituyen finalmente la palabra de Dios al hombre y su plan sobre la vida humana, puesto en las manos libres del hombre como una vocación y como un destino, y entregados a su responsabilidad inteligente, histórica, creadora, transformante. No es Dios el que labra el destino del hombre, sólo hace los planos, y es el hombre el responsable de realizarlos y de labrar su propio destino, del que tendrá que responder amorosa u odiosamente un día. La cultura bíblica cambia y se supera, como el hombre. Sus valores y sus contenidos permanecen, y eso es lo interesante de reflexionar. Por eso, mi pretensión no es estudiar al hombre bíblico ni derivar de allí una moral única, porque la Biblia ----insisto---- no es un libro fijo, es una colección de reflexiones de muchos autores a lo largo de muchos siglos, en la mezcla de muchas culturas y con ideas muy distintas, evolucionantes. No tiene una idea clara desde el principio, sino que la idea se va perfilando poco a poco hasta llegar a su cumbre en el Nuevo Testamento. Por ejemplo, la idea de la resurrección no aparece en la Biblia desde el principio. No la tuvo ni la imaginó Israel por muchos siglos. Y así otras muchas ideas. Son los rostros del hombre. Por eso, sólo pretendo hacer algunas reflexiones éticas, en nuestro tiempo y para nuestro tiempo, a partir de algunas escenas y pasajes de la Biblia, escogidos por gusto propio entre muchos otros posibles, porque a mí me parecen significativos y porque a mí me lanzan a pensar. Quiero dejar claro que son mis reflexiones a partir de una inspiración bíblica. 17


ROSTROS DEL HOMBRE

Hay que hacer una aclaración importante. Este libro se titula ‘‘Rostros del hombre’’, no porque se refiera al género masculino, el varón, sino porque se refiere al género humano. Es cierto que en nuestro mundo y en nuestra época, la palabra hombre designa sólo al varón. No es así en la Biblia. Desde el Génesis, primer libro bíblico, y desde los primeros capítulos ----la creación de los seres humanos----, la palabra hombre significa género humano: ‘‘Dios creó al hombre varón y mujer’’, dice la Biblia. La palabra hombre quiere decir todos los humanos, el género humano, que abarca dos sexos, masculino y femenino, el varón y la mujer. En nuestro tiempo y desde tiempos antiguos, en nuestra cultura y en un sinnúmero de culturas antiguas y actuales, nos apropiamos la palabra que significa género humano, para designar sólo al género masculino y después al femenino. Nosotros decimos: el hombre y la mujer. Es nuestra culpa, es la soberbia masculina y es la discriminación de la mujer, su reducción a un papel de segunda importancia, lo que dio origen a la lucha femenina para recuperar su igualdad con el varón, una igualdad que tiene por derecho propio, de la que ha sido despojada y por la que hoy lucha. Ésa es la lucha feminista, la lucha de las mujeres por su igualdad humana en nuestro tiempo contra nuestra cultura machista. Todo esto es lo que se significa en este libro cuando se habla del hombre: género humano constituido por varones y mujeres en igualdad de importancia, de calidad y de humanidad. NOTA PERSONAL: Quiero reflexionar al nivel y en el tono de una plática con los amigos, por superficial que pueda resultar. No pretendo decir la última palabra de nada, ni iluminar con inesperados descubrimientos exegéticos. No pretendo refutar a nadie, ni mejorar las ideas de nadie, ni hacer polémica con nadie. No me interesa. Que cada quien tenga y exponga sus ideas como le parezca. Yo expongo las mías y las expongo a mi modo. De hecho, estas reflexiones nacieron de una larga serie de encuentros y de conversaciones con un grupo de amigos y amigas, todos los lunes en la noche por más de tres años. Quiero decir lo que pienso y lo que he reflexionado. Y lo que he aprendido de ellos y de otros amigos. Si a alguien le ilumina y le sirve, me daré por satisfecho. Si a alguien no le sirve, que no lo lea. Así son mis reflexiones, hechas de luces y de sombras, como todo lo que somos. Ya llegarán otros días ----pienso, parodiando a Pedro Casaldáliga---- en que caiga Dios a plomo sobre los corazones humanos.

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EL HOMBRE BÍBLICO

acob vivió y luchó con su cuerpo, tuvo esposas y tuvo hijos, fue pasJ tor, movió piedras y construyó altares, se hizo rico, tuvo una fuerza física hercúlea, reunió grandes rebaños y manadas, tuvo miedo, huyó, fracasó, lloró, triunfó, fue feliz, vivió. Tuvo vida, se labró un destino, hizo historia. Luchó con su propio espíritu para darse forma a sí mismo, para estructurar su vida, para darse un sentido corporal, vital, espiritual. Carne, vida y espíritu. Es el hombre, tal como lo consideraban los hebreos y lo describe en muchos pasajes el Antiguo Testamento. El hombre no es una dicotomía de cuerpo y alma. Es una unidad, una totalidad. Los hebreos se situaban en una perspectiva sana, para entender la vida de manera equilibrada, integral, vinculada radicalmente a Dios, a la humanidad, a la creación. Es decir, al hombre mismo (entendido como varón y mujer), y a la sociedad, al mundo y al trabajo y, finalmente, a Dios. En la Iglesia y en la civilización occidental, privó la concepción platónica, aristotélica y tomista de un hombre dividido en dos partes separables, cuerpo y alma, que nos ha llevado a un entendimiento excesivo y secularizado de la realidad humana. De ahí dependerán otras cosas, como la concepción moral de la vida. Quienes prefieran el pensamiento de la Biblia entenderán al hombre como lo hace consistentemente el relato bíblico. La suya es una verdadera antropología, que tiene consecuencias en toda la vida del hombre. Quienes piensen que la platónico-aristotélica es la antro19


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pología verdadera y partan al hombre en dos entidades separables y aun contrapuestas, se enfrentarán a otras consecuencias éticas y morales en su vida. La Biblia describe al hombre como una unidad indivisible que se manifiesta de modo triple: carne-alma-espíritu. Están en juego la esencia y el destino del hombre que, bíblicamente, es el polvo de la tierra sobre el que sopló Dios: barro y soplo de Dios, tierra y vida, persona. El relato bíblico, desde su comienzo, no es otra cosa que la relación entre el hombre y Dios, entre persona y persona. Dios toma la iniciativa, crea, revela, redime. El hombre acepta o rechaza. Libro del Éxodo: Moisés volvió, convocó a las autoridades del pueblo y les expuso todo lo que había mandado el Señor. Todo el pueblo, a una, respondió: --Haremos cuanto dice el Señor. Moisés comunicó al Señor la respuesta. Evangelio de san Juan: La Palabra contenía la vida, y esa vida era la luz del hombre; esa luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la han comprendido. En el mundo estuvo y, aunque el mundo se hizo por medio de ella, el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron, Pero a los que la recibieron los hizo capaces de ser hijos de Dios. A los que le dan su adhesión, y éstos no nacen de linaje humano, ni por impulso de la carne, ni por deseo de varón, sino que nacen de Dios.

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EL HOMBRE BÍBLICO

Y la Palabra se hizo hombre, acampó entre nosotros y contemplamos su gloria: gloria del Hijo Unigénito del Padre, lleno de amor y de fidelidad. Porque de su plenitud todos nosotros recibimos, ante todo, un amor que responde a su amor. Dios crea y se revela a sí mismo, decide, ama, perdona y busca la unión con la persona a la que ha creado, para que el hombre responda. El amor es palabra y es respuesta. Por eso le interesa a la Biblia saber quién es el hombre. Pero no hace una antropología ni una psicología metodológicas. Considera al hombre de acuerdo con su naturaleza y con su destino, y establece la conducta humana normativa que se desprende de la Alianza. El hombre no es ficticio ni es abstracto. Se casa, engendra hijos, goza de la buena vida, manda, trabaja, peca, fornica, aprecia la naturaleza, mata, envidia, hace la guerra, bebe, se embriaga, caza, viaja. Es un hombre real que goza de la vida, a veces con excesos que paga. Pero así, hombre, lo ama y lo muestra la Biblia. Abraham, Jacob, Moisés, David, Elías, Jeremías, Jonás, Judas Macabeo, Pablo, Pedro, Jesús. Son hombres vivos, con pasiones, con lucha, con destino, con historia. Y así enseña Jesús, como enseñan los profetas. Envuelven su enseñanza en anécdotas, en cuentos, en vida real. Una mujer tenía diez dracmas. Un hombre tenía dos hijos. Un pastor tenía cien ovejas. Una higuera no daba frutos. Todo toma la forma humana, la forma de la naturaleza que el hombre ama y ve. El libro de los Proverbios: Sentado a la mesa de un señor, mira bien a quién tienes delante: ponte un cuchillo en la garganta si tienes hambre, no seas ansioso de sus manjares, que son comida dolosa. No te sientes a comer con el avaro: es un pelo en la garganta, es amargura en el paladar; 21


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te dice: come y bebe, pero no está contigo. Más vale mendrugo seco con paz que casa llena de festines y de pendencias. La moral siempre aparece encarnada, siempre incrustada en la vida del hombre, en el hogar, en el sexo, en la comida, en la bebida, en los hijos, en las riquezas, en lo bueno de vivir. El hombre, en las descripciones bíblicas, no es un producto del angelismo, no es un ser que odia su cuerpo para salvar su alma. No tiene cuerpo y alma ----como se deduce de la filosofía griega----, tiene sólo un cuerpo que vive, que piensa, que reflexiona, que busca al otro hombre y a Dios. Lo característico es que siempre aparece vinculado con Dios en todas sus relaciones. El hombre de Dios es un hombre inmerso en las relaciones humanas, que nunca se pueden abstraer, ni negar, ni menospreciar. Es el hombre que camina por el mundo, nunca encerrado en sí mismo, nunca independiente ni autónomo, nunca un ser solitario. La vida y la constitución del hombre se entienden a partir de su relación con Dios encerrada en la relación humana. Cuerpo, alma y espíritu sólo subrayan diferentes aspectos del hombre total e indivisible. En la concepción bíblica, el hombre sólo llega a ser verdadera persona, cuando se encuentra dentro de una comunidad, en relación con su prójimo y con Dios. La esencia del hombre es la capacidad de relación. El hombre se constituye en hombre cuando entra en relación. La relación es lo específicamente humano. Cuando el hombre se aleja de su comunidad, de su prójimo y de Dios, como Caín en su exilio, cae en la soledad y en la miseria extremas. Los malentendidos sobre la concepción de la Biblia arrancan de la antigua versión griega de los LXX, que traducen casi siempre como ‘‘alma’’, ‘‘carne’’ y ‘‘espíritu’’ una variedad de palabras bíblicas que tienen otro sentido. Esto llevó a la concepción bipartita del hombre, según las ideas de Platón, que habla de la separación del cuerpo y del 22


EL HOMBRE BÍBLICO

alma a la hora de la muerte, en el Fedón. La Iglesia optó por la antropología católica y no por la bíblica, la hebrea, que fue la de Jesús. La Biblia es un libro en gran parte poético, y la poesía hebrea intercambia muchas palabras, como hace la poesía de otros países y de otras lenguas. Alma, corazón, carne, espíritu, oído, boca, mano, brazo, por ejemplo, son intercambiables. Cuando la Biblia dice que el brazo poderoso de Dios intervendrá, no quiere decir que Dios tiene brazos y que sólo va a intervenir el brazo de Dios. Lo que quiere decir, en forma poética, es que va a intervenir Dios. Cuando dice el poeta bíblico que su espíritu desfallece, que su corazón clama, que su oído busca, que su mano le ayuda, que son bellos los pies del mensajero sobre el monte, se refiere a la persona, no a los órganos. Quiere decir que es bello que el mensajero se apresure. Así habla Enrique González Martínez, poeta mexicano, del alma de las cosas. Así dice Salvador Díaz Mirón, otro poeta mexicano, que su plumaje no se mancha en el pantano. Así habla la poesía de todos los tiempos y de todos los lugares. Así es el lenguaje poético. Lo aberrante es volverlo metafísico y analizarlo de manera filosófica. La palabra que comúnmente se traduce por ‘‘alma’’ tiene múltiples significados. En unos textos, como el de la creación del hombre en el Génesis, significa todo el ámbito de lo humano. Dios formó al hombre del polvo del suelo y le sopló en la nariz aliento vital, y así se hizo el hombre un ser viviente. Allí no cabe la traducción de aliento vital por ‘‘alma’’. Se trata de la vida. El término hebreo es una caracterización del hombre como ser viviente y necesitado. En otras ocasiones se usa la misma palabra, traducida antes como aliento vital, donde es imposible traducirla por ‘‘alma’’. Por ejemplo: ‘‘El lugar de los muertos ensancha sus fauces’’. El original dice: ‘‘El lugar de los muertos ensancha su ‘alma’’’. El lugar de los muertos no tiene alma. Aquí la palabra significa ‘‘fauces’’. La palabra traducida como ‘‘alma’’ tiene otros significados, según el contexto: garganta, boca, fauces, aliento, respiración, nariz, soplar, jadear, respirar, tráquea, expirar, laringe, faringe, apetito, deseo, 23


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ánimo, ser viviente, cuello, cerviz, anhelo, deseo, vida y muchos más. El hebreo usa una sola palabra donde el lenguaje común necesita más de una. Los poetas lo saben. ‘‘Alma’’ es una palabra que designa al hombre en cuanto ser necesitado. Quiere decir el asiento donde se localizan las necesidades elementales de la vida. Presenta al hombre necesitado de ayuda, oprimido, amenazado. O lo presenta lleno de anhelos ardientes encerrados en el suspiro de quien se muere de sed. Significa la vitalidad entera de los deseos humanos, la sede de las impresiones, las situaciones anímicas, toda la gama de los sentimientos, de las necesidades, de los deseos, los sufrimientos, y las dependencias. Designa la compasión con el menesteroso, que es un alma sufriente o un espíritu atribulado. En los salmos es muy claro: ‘‘alma’’ asustada, desesperada, intranquila, débil, desalentada, agotada, indefensa, etcétera. Es decir, el hombre, en cuanto sufre y necesita. La misma palabra quiere decir odio y amor, tristeza y llanto, alegría y alborozo, gemidos y fatigas. Es la sede de las emociones y de las disposiciones psicológicas. En síntesis, significa vida, la vida propia del hombre, la vida que es humana, sólo que la va expresando en sus diferentes aspectos, como en estereofonía. El ‘‘alma’’ es la persona. Es el yo humano de la vida necesitada que se consume de deseo. Es el hombre que se reconoce en su necesidad, pero que se conduce a sí mismo hacia la esperanza. Eso es lo que significa la palabra ‘‘alma’’. Pero la Biblia usa también, para designar al hombre, la palabra ‘‘carne’’. Si ‘‘alma’’ designa al hombre necesitado, ‘‘carne’’ caracteriza al hombre como efímero. Ésta es también una palabra con múltiples significados: carne (la carne que se come), alimento, piel, pene, eyaculación, órganos sexuales principalmente masculinos, cuerpo humano, parentesco, debilidad, caducidad, poder humano limitado y deficiente, dependencia, fugacidad, debilidad moral, corrupción moral y física. El hombre en cuanto efímero, caduco, fugaz, débil, pecaminoso, corruptible. El ‘‘alma’’ es la necesidad; el ‘‘cuerpo’’ es la caducidad. 24


EL HOMBRE BÍBLICO

El hombre, sin embargo, es algo más. Es fuerza. Y la Biblia designa esa fuerza con la palabra ‘‘espíritu’’, que significa viento, el viento que sopla, que arrastra las aguas, que estremece los árboles; la brisa fresca que vivifica y que alivia el calor del mediodía; el viento solano que trae las langostas, que seca, que anuncia la llegada de las codornices, que es un instrumento de Dios. ‘‘Espíritu’’, lo divinamente fuerte, contrasta con ‘‘carne’’, lo humanamente débil. Es fuerza vital, ánimo, fuerza de voluntad, aliento, soplo, capacidad creadora, fuerza activa, sabiduría, entendimiento, consejo, ciencia, fortaleza, autoridad, superación de la debilidad y de la impotencia, independencia. La palabra bíblica que se traduce por ‘‘espíritu’’ designa al hombre fortalecido, a partir de la comunicación de Dios con él. Es el viento, la fuerza vital de Dios, que designa el ánimo y la voluntad del hombre. ‘‘Espíritu’’ muestra a Dios y al hombre en relación. Hombre necesitado, hombre efímero, hombre fortalecido. Pero falta otro aspecto del hombre: hombre pensante. Es lo que significa en la Biblia la palabra que se traduce por ‘‘corazón’’ y que se aplica fundamentalmente al hombre. ‘‘Alma’’ se aplica al hombre, al animal e, inclusive, a las cosas. ‘‘Carne’’, al hombre y al animal. ‘‘Espíritu’’, al hombre y a Dios. ‘‘Corazón’’, casi exclusivamente al hombre, raras veces a Dios o a las cosas. Esta palabra ‘‘corazón’’ significa, efectivamente, el corazón, como un órgano delicado, oculto dentro del cuerpo. Es la profundidad recóndita. Por eso se puede aplicar al mar, en cuanto es inmenso e inexplorado. Lo mismo que a la hondura de los cielos, altura inalcanzable para el hombre. Me has arrojado al corazón del mar. El monte ardía en fuego hasta el corazón del cielo. Absalón cuelga del ‘‘corazón de la encina’’, es decir, en el interior del espeso ramaje.

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ROSTROS DEL HOMBRE

Tres cosas me son inalcanzables, cuatro no llego a comprender: el camino del águila en el cielo, el camino de la serpiente en la roca, el camino del barco en el corazón del mar y el camino del varón en la doncella. Si la ‘‘carne’’ expresa lo exterior del hombre, el ‘‘corazón’’ es lo profundo. ‘‘El hombre mira lo de fuera, mientras que Dios se fija en el corazón.’’ Allí es donde se decide lo definitivo de la vida. Allí se asientan lo sensible y lo emocional, el sentimiento y el afecto, el talante, la disposición y el temperamento, la alegría y la preocupación, el ser bueno y el ser malo, el valor y el miedo. Cuando el hombre tiene miedo, la Biblia dice que ‘‘su corazón se va’’. También en el corazón duermen y despiertan los deseos y los apetitos. El corazón corrió tras de sus ojos. Allí están las apetencias ocultas, el desaliento y la soberbia. El corazón ‘‘planea cosas grandes’’. La altivez del corazón es osadía. Sin embargo, las funciones intelectuales son lo específico del corazón. La razón. La tarea que nosotros atribuimos a la cabeza. El corazón nos fue dado para entender. El corazón del inteligente busca ciencia. Hay que aprender a ‘‘conseguir un corazón sabio’’. La abundancia de conocimiento procede de un oído que sabe aprender. El corazón del inteligente consigue conocimiento, el oído del sabio lo busca.

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EL HOMBRE BÍBLICO

El conocimiento que busca el oído se realiza en el corazón. Lo escuchó, pero no lo puso sobre el corazón. ‘‘Robar el corazón’’ de alguien es quitarle el conocimiento, engañarlo. El conocimiento se debe traducir en una conciencia duradera, que se asienta en el corazón. Las palabras que hoy te ordeno deben estar sobre tu corazón. Escrito con punzón de hierro, grabado con punta de diamante en la tabla del corazón. Cuando algo ‘‘sube al corazón’’, se hace consciente. Hay que ‘‘escribir en el corazón’’. El corazón es la tesorería del saber y de los recuerdos, de la razón y de la conciencia. El corazón piensa, considera, reflexiona, medita. Eso es ‘‘decir en el corazón’’. En el corazón están el juicio y la orientación. Y en consecuencia, la decisión. Es órgano del entender y del querer. Es el lugar de las decisiones. Es el hombre que razona, que piensa, que decide, que planea, que tiene principios y conciencia. El hombre necesitado, el hombre efímero, el hombre fortalecido, el hombre razonante, son los aspectos del hombre que expresan las palabras bíblicas que se traducen por alma, carne, espíritu y corazón. Pero hay una palabra más con la que expresa la Biblia la esencia misma del hombre: el rostro. Palabra que siempre usa en plural, para expresar su múltiple relación: los rostros del hombre, son la relación y la comunicación, como lo típico humano, como lo que constituye la vida propia del hombre, lo específico suyo, sin lo cual no es hombre ni vive una vida digna del hombre. Son sus ‘‘rostros’’ los que permiten al hombre dirigirse a los otros. En el rostro están los órganos de la comunicación: ojos, boca y oídos. Sus funciones distinguen al hombre de las demás creaturas y constituyen su esencia. Por el oído y por la boca se realiza la comunicación humana entre los hombres y entre la humanidad y Dios. 27


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Por ejemplo ----dice la Biblia----, la audición del sabio, a partir del oído, cambia la situación total del cuerpo, porque determina la conducta y el destino del hombre en sí. Signo fundamental de la sabiduría ----de Salomón en concreto---- es tener un corazón presto a escuchar, y eso es más importante que la vida larga, que las riquezas, que la victoria, que el honor, porque escuchar es constitutivo de la humanidad del hombre. El hombre no se conoce a sí mismo ante el espejo. Se conoce en el llamamiento que recibe y en la perspectiva que ese llamado abre a su respuesta y a su tarea. El gran pecado del hombre, el pecado del paraíso, fue cerrar el oído, partir de sí mismo, escucharse sólo a sí mismo, permanecer en sí mismo y, en consecuencia, pretender igualarse a Dios. Hasta la oración del que mantiene el oído alejado de escuchar la sabiduría es una abominación. No quisiste holocaustos y sacrificios, oídos es lo que me diste. Negarse a escuchar es renunciar a la vida. Dejar de escuchar es haber perdido la vida. A la escucha corresponde una respuesta. El privilegio del hombre es que puede responder. El amor es palabra y respuesta. Por eso dijo Dios: No es bueno que el hombre esté solo. Si a la llamada que recibe no sigue una respuesta, el hombre cae en juicio. Con la palabra es como el hombre se hace totalmente hombre. Es la palabra la que distingue al hombre de todas las demás creaturas. También los animales tienen oídos y ojos, pero sólo el lenguaje pone de manifiesto lo humano. La boca es la que expresa lo que perciben el oído y el ojo. La boca habla, llama, enseña, instruye, ordena, corrige, acusa, jura, bendice, maldice, canta, celebra, confiesa, reza, grita, se queja, murmura y hace muchas cosas más. Y allí radica lo característico del hombre, lo que lo hace hombre, el rostro bíblico del hombre. La condición definitiva de la humanidad del hombre es

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EL HOMBRE BÍBLICO

su capacidad de hablar. Cuando deja de poder hablar, deja de ser hombre. Ya no tiene vida humana. Se acabó su tiempo. Su vida es un tiempo que se le ha regalado y que se le protege. Inclusive Caín, el fratricida, recibe un tiempo de vida que no merece, pero que Dios le protege. Ese tiempo tiene límite y está integrado en la historia, es parte del río humano. La historia es una sucesión cambiable y cambiante de acontecimientos, dirigida hacia una meta determinada. Considerada como tiempo, le ofrece al hombre ante todo el don de poder vivir. La historia no es el pasado, sino algo real, visible, actual. Es como la transmisión actual vivida de una reflexión, de una actitud, de una serie de realizaciones. Es lo que se ha vivido. Es un río en el que uno se hunde y en el que fluye. Por eso integra pasado, presente y futuro. El que olvida la reflexión sobre lo que ha vivido, deja ya desde ahora escapar el futuro. Dios es Dios de la historia. Es el que hoy domina el futuro. Es digno de confianza. Tiene y ha proclamado su voluntad de pactar con el hombre. En ese diálogo presente se conforma lo futuro: Yavé, tu Dios, es el verdadero Dios, el Dios fiel que mantiene la alianza y la misericordia por mil generaciones para aquellos que lo aman y que guardan sus mandamientos; pero que paga en la propia persona al que lo odia. Guarda, pues, el mandamiento que hoy te ordeno que cumplas. No sólo con ustedes concluyo esta alianza y este pacto; lo concluyo con el que hoy está aquí con nosotros, en presencia del Señor, y con el que hoy no está aquí con nosotros. El hombre que vive rectamente en el hoy está, por eso mismo, ligado a los acontecimientos que fueron antes de su generación y a los acontecimientos que van a suceder en el futuro. El hombre decide el futuro de su vida atendiendo a la palabra que hoy se proclama y reflexionando sobre la historia. Eso es la Biblia, la palabra que se proclama y la reflexión sobre la historia del hombre en su relación con

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ROSTROS DEL HOMBRE

Dios, en medio del misterio del mal, del sufrimiento, de la angustia existencial, del amor y de la vida. Los tiempos anteriores son algo que el hombre debe tener delante, no algo que quedó atrás, porque encierran la obra, las promesas y los planes de Dios, que nos dan esperanza y futuro. En ese sentido, el futuro está en el pasado. Pero el hombre lo conforma en el presente, a partir de la palabra y de la promesa de Dios, que abren la posibilidad de volverse al futuro de lo nuevo. Dice Qohelet: Dios lo hizo todo bien y en su tiempo y le dio al hombre el mundo para que pensara; pero el hombre no abarca desde el principio hasta el fin las obras que hizo Dios. La tarea del hombre es buscar el pasado y el futuro, sobrepasando la hora. Por eso el hombre tiene la capacidad y la inclinación de pensar más allá de la hora presente. Sólo que le es muy trabajoso, porque no comprende del todo la obra de Dios ni el sentido del cambio de los tiempos. Esto es lo difícil de negociar con el tiempo. La hora presente cavila sobre el antes y el después sin poder comprender del todo su contexto. Inclusive se le escapa la importancia de su hora actual. Muchas veces el hombre, a fuerza de otear la lejanía, se queda ciego al peligro de la hora presente. Tiene que enfrentarse con los días buenos y con los días malos. El primer sentido de la creación de los tiempos y de la conciencia humana es que el hombre tiene que acomodarse a las determinaciones de Dios: Alégrate en el día próspero y recapacita en el día aciago, porque Dios ha hecho el uno y el otro. (Qohelet) El segundo sentido es que el hombre debe estar preparado y abierto a tomar y a dar:

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EL HOMBRE BÍBLICO

Come tu pan con alegría y bebe contento tu vino. A Dios le agrada siempre que lo hagas así. Lleva siempre vestidos blancos y que no falte el perfume en tu cabeza. Goza de la vida con la mujer que amas todo lo que te dure esa vida fugaz, todos esos años fugaces que se te han concedido bajo el sol. Ésa es tu suerte mientras vives y te fatigas bajo el sol. Todo lo que esté a tu alcance hazlo, siempre que esté en tu poder.

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EL HOMBRE DEL DESTINO Y DEL TIEMPO

El hombre del destino saac, hijo de Abraham, tenía 40 años cuando tomó a Rebeca por mujer. Y tenía 60 cuando engendró a sus dos hijos gemelos, Esaú y Jacob, símbolos de las dos naciones hermanas que crecerían de ellos. Los israelitas tenían un cierto desprecio por los habitantes del este y del sur del desierto, los árabes, oscuros de piel, a los que consideraban hirsutos y bastos. Eran los descendientes de Esaú. Por eso el autor bíblico del relato, con una cierta burla, describe el nacimiento de Esaú y de Jacob, los gemelos. Nació primero Esaú, de piel oscura, peludo, como si la naturaleza lo hubiese cubierto de pelleja. Luego nació Jacob, agarrado del talón de Esaú. Parece como si el autor tratara de justificar la primogenitura que Jacob le arrebataría más tarde. Después de todo, los dos nacieron como si hubieran sido uno, pegados, gracias a la mano de Jacob. Esaú llegó a ser diestro en la caza, agreste, hombre de la intemperie y del bosque, fuerte, errabundo, salvaje. Jacob, en cambio, era hombre ordenado, ‘‘morador de tiendas’’, agricultor y pastor, cultivado, sedentario. Esaú era hombre de su padre. Jacob era hombre de su madre. Crecieron ambos.

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Un día, Esaú regresa del campo, cazador agotado. Su hermano el pastor ha preparado un guiso de lentejas, de color rojizo. Esaú está muerto 33


ROSTROS DEL HOMBRE

de hambre. Probablemente no ha cazado nada. Quiere comer. Jacob, inteligente, calculador, ve su oportunidad. Engaña a su hermano ----‘‘le roba el corazón’’, es la expresión bíblica que significa engañar. Es más, lo chantajea. Le ofrece el plato de lentejas como pago por su primogenitura. Esaú, burdo, romo, no le da importancia, por lo menos en ese momento, a su mayorazgo. Lo vende por la comida. Pero Jacob no paga tan fácilmente. Hace que su hermano lo jure. Un juramento, un cheque. Esaú jura. El pastor educado desbanca al cazador rústico. El inteligente se aprovecha del más burdo y le quita con engaños lo que es suyo. Esaú come, bebe, se levanta y se va. Jacob, como hijo segundón, sabe que no tiene posibilidades de llegar a ser patriarca. Pero no se rinde a un destino fijo que no tiene ni admite distinciones. Decide cambiarlo. Y aprovecha todas las oportunidades. Acecha. Espera. Trama. Por lo pronto, ya le compró a su hermano sus derechos de primogénito. En el relato bíblico, Adán, creado por Dios del barro, no es todavía un sujeto. Su mismo nombre es genérico y designa al género humano, al hombre en general. Eva designa la diferencia de sexo. Es la viviente, sin más, la varona. Pero el hombre llegó a ser sujeto. Ése es el cambio que se concreta y se narra en Jacob. Jacob es el hombre que se sobrepone a su destino prefijado y decide cambiarlo con sus propias manos. Ya no habla la Biblia de una generalidad humana indistinta. Jacob se gana un nombre propio, un rostro personal, porque elige, decide, asume una responsabilidad histórica, supera las posibilidades que le habían sido dadas. Suya es la primera acción humana, auténticamente libre, porque prefiere y realiza un hecho que no estaba previsto de antemano. Se convierte en señor del tiempo y de su propio destino. Toma el riesgo de sus decisiones. Elección y subjetividad. El orden no está establecido, hay que crearlo. La tierra prometida no se recibe, se conquista y se defiende. La decisión propia deja todo en suspenso y nunca se está seguro de sobrevivir a ella. Siempre se experimenta de nuevo lo arriesgado, lo dramático de cada comienzo. Se tiene la conciencia de las infinitas posibilidades ocultas que dormitan 34


EL HOMBRE DEL DESTINO Y DEL TIEMPO

como esperanzas. La propia acción es algo irrepetible y nuevo, pero relacionado con todo, preñado de pasado, manantial de futuro. Sólo que el futuro es todos los posibles distintos futuros. Siempre hay que darle a todo la forma del hombre. Siempre hay que crear el propio destino. Isaac envejece y queda ciego. Aunque ignora el día de su muerte, la sabe cercana. Llama a Esaú, su primogénito. Le pide que tome su arco, su aljaba y sus flechas, que salga de caza y le traiga una pieza, que le prepare un guiso suculento. Me lo traes para que lo coma y para que te bendiga antes de que muera. Todo esto sucede en la zona montañosa, en el centro de Palestina, al este del Jordán. Isaac quiere dar a su hijo mayor la bendición patriarcal. La bendición no es cosa exclusiva de Dios, requiere la transmisión activa del hombre y la voluntad de concederla a otro. Rebeca, la madre, escucha a través de los lienzos de la tienda. Cuando Esaú sale de cacería, llama a Jacob, le cuenta la conversación de Isaac con Esaú, y trama su plan. Ordena a Jacob que le traiga dos cabritos, para prepararle un guiso a Isaac, como a él le gusta. Eso lo sabe ella. El menor debe presentarle el guiso y hacerse pasar por el mayor. Jacob objeta. Esaú es velludo y él es lampiño. Isaac puede descubrir el engaño. Se impone la madre. Cocina el platillo exquisito al gusto de Isaac, viste a Jacob con las mejores ropas de Esaú y le cubre manos y cuello con la piel de los cabritos muertos. El engaño parece ridículo. Y no es que hayan pasado así las cosas. Es que el autor, en el fondo, se burla de los edomitas y del hermano peludo, del cazador de Edom. En el plan de Rebeca, del que Jacob es cómplice, hay mentira, hay engaño, hay abuso del ciego. Y Dios era protector de los ciegos y de los sordos. Jacob entra en la tienda de su padre y dice la mentira que va a costarle veinte años de su vida. Su padre se sorprende por lo temprano de su regreso. Jacob vuelve a mentir y echa a Dios por delante. Isaac, desconfiado, le pide que se acerque, lo palpa y lo huele. Cae en el engaño. Queda convencido de que es Esaú, a pesar de que reconoce 35


ROSTROS DEL HOMBRE

la voz de Jacob. El hijo menor le da de comer, le trae vino y le da de beber. Isaac lo besa y, al besarlo, aspira el aroma de sus ropas que huelen a tierra. Es el hálito de la tierra prometida. Bendice a Jacob y le concede el patriarcado, el país y la fertilidad del campo, la hegemonía política y la paternidad sobre el pueblo, que será el pueblo elegido. Ya ha salido Jacob de la tienda, cuando llega Esaú. Prepara el guiso de su padre y se lo lleva. Llega tarde. Isaac ya ha bendecido a su hermano, ‘‘y bendito está’’. Esaú lanza un amargo alarido. Isaac comprende, y se lo dice: tu hermano, astutamente, se llevó tu bendición y yo lo he hecho señor tuyo. Esaú cae en la cuenta. Primero, Jacob le roba su mayorazgo. Luego, le roba su bendición. Se enfurece con su hermano. Piensa en matarlo y se lo propone. Otra vez Rebeca lo sabe y previene a su hijo consentido. Labán, el hermano de Rebeca, vive en Jarán. Allá manda a Jacob, hasta que pase la cólera de Esaú. La ausencia de Jacob no durará unos días, sino veinte años. Madre e hijo nunca volverán a verse. Jacob parte hacia la región de Paddán-Aram, a casa de Betuel, su abuelo materno, arameo de raza, donde vive Labán, el hermano de su madre. Esaú, a su vez, toma por mujer a una cananea, lo que llena de amargura a su padres. Ya cerca de Jarán, Jacob conoce a Raquel, su prima hermana, hija de Labán. Su tío sale a su encuentro y lo recibe en su casa. Raquel, que es hermosa, tiene una hermana mayor, Lía, de ojos legañosos y mortecinos. Jacob se enamora de Raquel y le pide a Labán que se la dé por esposa, a cambio de siete años de servicio. Labán acepta y Jacob trabaja siete años para su tío. Pero el viejo es más astuto de lo que Jacob imagina. Y más dañino. Al terminar los siete años de trabajo, Jacob reclama a Raquel. Labán se la da y ofrece el banquete de boda. Pero en la noche ----amparado en la costumbre de portar a la novia enteramente velada a casa del novio---- Labán le lleva a Lía. Y con Lía se acuesta Jacob. A la mañana siguiente, cuando se da cuenta del engaño, Jacob le reclama a Labán: él ha trabajado siete años por Raquel, no por Lía. Ya es tarde. Labán le recuerda que nunca se entrega a la menor antes 36


EL HOMBRE DEL DESTINO Y DEL TIEMPO

que a la mayor. Jacob sabe bien lo que significa que un menor se anteponga. Al final paga con la moneda que conoce. Labán le pide que complete su semana de luna de miel con Lía y que trabaje para él otros siete años. Y le dará a Raquel. Así lo hace Jacob. Toma por esposa también a Raquel y trabaja siete años más para Labán. Raquel, la amada, es estéril. Lía, la despreciada, es fecunda. Le da a Jacob sus cuatro primeros hijos. Raquel tiene celos de su hermana. Quiere tener hijos. Entonces toma a su esclava y se la da a su marido por mujer, para tener hijos a través de ella. Tiene dos. Como Lía ha dejado de parir, hace lo mismo con su propia esclava, que le da a Jacob otros dos hijos. Es una forma jurídica admitida la de tener hijos por adopción a través de la esclava personal, en caso de esterilidad de la mujer. El regalo de bodas que Labán les había hecho a sus hijas había sido una esclava personal para cada una. Lía y Raquel siguen riñendo. Jacob sólo ama a Raquel y ha abandonado prácticamente a Lía. Vuelven los trueques. Un día, Rubén, el hijo mayor de Lía, le trae a su madre unas mandrágoras que encontró en el campo. La mandrágora ----se pensaba---- poseía propiedades mágicas. Su raíz desempeñaba un papel importante en ritos supersticiosos, por su forma parecida al pene masculino. Sus frutos, de olor penetrante, se usaban como afrodisíacos. Raquel quiere las plantas y se las pide a su hermana. Lía se las niega. ¿No le basta con haberle quitado al marido, para quitarle ahora las mandrágoras? Raquel le alquila a su marido a cambio de las plantas. Las quiere para poder tener hijos. Jacob se pliega al alquiler y aquella noche toma a Lía, que concibe a su quinto hijo, lo da a luz y le pone por nombre Isacar, que significa ‘‘producto del alquiler’’. Con éste son ya nueve los hijos. Pero Lía vuelve a concebir. Le da a Jacob el décimo. Finalmente, Raquel se embaraza ----a lo mejor por las mandrágoras---y tiene dos hijos, José y Benjamín, bastante separados en tiempo. Son los doce hijos de Jacob, los fundadores de las doce tribus de Israel. Así pasó el tiempo. Jacob se hizo inmensamente rico. Y lo hizo, otra 37


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vez, a base de engaños, de astucia y de robo taimado. Aprendió a ser rico. A costa de Labán. Llegó a tener rebaños numerosos, siervos, siervas, camellos y asnos. Hasta que oyó que los hijos de Labán lo acusaban de haberle robado a su padre todo lo que le pertenecía y de haber hecho fortuna personal con ello. Y Labán empezó a cambiar con Jacob. Era consciente de que se había portado mal con él, lo había engañado muchas veces, lo había explotado, lo había obligado a trabajar para él por muchos años. Pero, en última instancia, Jacob había sido más listo y más artero y se había hecho mucho más rico que Labán. El viejo tío no soportó la riqueza de su sobrino. Labán era un viejo zorro, abusivo y avaro. Pero más zorro le resultó el yerno. Lía y Raquel, dolidas también porque su padre les había birlado su dinero, se aliaron con su marido. Jacob decidió volver a la tierra de Canaán, a la tierra de su padre Isaac, de donde había salido veinte años hacía. Raquel se robó los ídolos familiares de su padre. Y Jacob, con mujeres, hijos y propiedades, se fugó una noche, sin que Labán se diera cuenta ni sospechara. ‘‘Le robó el corazón.’’ Vadeó el río Éufrates y se dirigió a la montaña de Galaad. Tres días tardó Labán en saber de la fuga de su yerno. Siete días tardó en darle alcance en la sierra de Galaad. A pesar de que iba con sus hijos y con sus parientes, le tenía miedo a Jacob. Miedo personal y miedo supersticioso. Jacob le dijo: ¿Cuál es mi delito? ¿Cuál es el pecado por el que me persigues con saña? Registraste mis tiendas y mis cosas, y no encontraste nada que fuera tuyo. En veinte años que llevo contigo, nunca han malparido tus ovejas ni tus cabras. Nunca me he comido un macho de tu rebaño. Nunca te traje una res destrozada por las fieras. Yo mismo he pagado siempre los daños. Si algo te robaban, me lo exigías a mí. De día me devoraba el resistero. De noche me mordía la helada y el sueño huía de mis ojos. Te serví veinte años completos, catorce por tus hijas y seis por tus rebaños. Y tú cambiaste mi paga diez veces. Si el Dios de mi padre, el Dios de Abraham y el terror de Isaac no hubiesen estado de mi parte, ahora mismo me arrojarías al vacío.

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Al final, Jacob y Labán hacen un pacto solemne de no agresión. Labán puede ya despedirse en paz de sus hijas y de sus nietos. Y regresa a su tierra y a su casa. Jacob sigue su camino, tras el lento andar de su rebaño, hacia la casa de su padre y la tierra de Canaán. Ha terminado un largo periodo de su vida. Pero tenía que preparar el siguiente. Tendría que enfrentarse a su hermano y clarificar las cosas con él. Le mandó mensajeros, como una primera embajada de paz. Los enviados volvieron. Y le informaron. Su hermano venía a recibirlo personalmente con cuatrocientos hombres. Jacob tuvo miedo. Pero Jacob era Jacob, el hombre que siempre tenía las soluciones a mano. Dividió a sus gentes, el ganado mayor y menor, los camellos y las posesiones en dos campamentos. Si Esaú atacaba uno, sobreviviría el otro. Y luego le envió un regalo a su hermano: doscientas cabras y veinte machos cabríos, doscientas ovejas y veinte carneros, treinta camellas con sus crías, cuarenta vacas y diez novillos, veinte asnas y diez asnos. Le mandó los regalos por paquetes separados, una remesa tras otra, para impresionarlo más. El hombre de los recursos. En la noche, Jacob tomó a sus dos mujeres, a sus dos esclavas, a sus hijos y todas sus posesiones, y los hizo cruzar el río por el vado de Yaboq. El se quedó atrás, del otro lado del río, a luchar consigo mismo para enfrentar su destino. La Biblia lo dice así: Jacob se quedó solo y un hombre estuvo luchando con él hasta rayar el alba. Viendo que no podía con Jacob ----en varias ocasiones, el relato bíblico hace notar su enorme, casi hercúlea fuerza física---- el hombre le dislocó la articulación femoral. Al despuntar el alba, el hombre le pidió a Jacob que lo soltara y que lo dejara ir. Jacob, a su vez, le pidió que lo bendijera. El hombre le dijo que ya no se llamaría Jacob ----nombre que lo calificaba de trapacero----, sino Israel, porque ----le dijo----:

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Has luchado con Dios y con los hombres y has salido victorioso. Jacob, ido el hombre, se dijo a sí mismo: He visto a Dios cara a cara y he salvado la vida. Antes de irse el desconocido, Jacob le preguntó su nombre. El nombre, en la Biblia, no era sonido sin substancia, no era mero apelativo que distinguía de los demás. El nombre estaba ligado a la persona que lo llevaba, hasta el punto de contener algo o mucho de la esencia del portador. Al preguntar el nombre, se preguntaba por el ser. Quien decía su nombre revelaba su propio ser. El nombre de Jacob revelaba al astuto, al tramposo, al marrullero. El nombre de Israel significaba al ‘‘hombre que luchó contra Dios’’. Preguntar el nombre es la más urgente de todas las preguntas humanas, inclusive a Dios. Porque es la aspiración primordial que el hombre siente de apoderarse del otro ----o de apoderarse de lo divino---- y de ligarlo a sí mismo. La necesidad exacerba ese deseo. El que no da su nombre no tolera que toquen su misterio ni su libertad. Pero el que no conoce su nombre no tiene misterio ni tiene libertad. Conquistar el propio nombre, el propio ser, es conquistar la libertad. Y conquistar el nombre del otro es conquistar el amor. Cuando Israel atravesó el río, el sol se levantaba por el oriente. Había desaparecido su miedo, había terminado su combate consigo mismo y había dejado de temer. La decisión, el ser, el destino, el amor, la libertad, la voluntad de conquistar y de vivir habían triunfado por fin sobre el temor y la simple sobrevivencia. Jacob se había convertido en sujeto. Ya era Israel, creador de pueblos, dueño de su destino, de su amor y de su libertad, hacedor de su propia historia. Pero lo era de cara a Dios y a los hombres, sin tener que echar mano de la sagacidad, del engaño y de la huida. Había vivido huyendo, temeroso siempre de aquellos a los que había vencido con su astucia, trabajando siempre para otros, sin destino propio. Su alternativa era sumergirse en el anonimato o dominar la historia. Y se quedó atrás.

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Se quedó solo. Necesitaba verse de frente y a fondo, luchar consigo, aunque quedara herido, y decidirse. Después se sobrepuso a sí mismo y a su miedo, sobrepasó el destino impuesto que le había sido dado y eligió y conquistó más allá de sus posibilidades. Tomó la historia y la labró con sus manos. Fue libre. Decidió y actuó. La historia es del hombre y debe ser creada por el hombre. Maduró. Se enfrentó con lo que era, lo vio claro y lo aceptó, para luchar y para ir más allá. Finalmente, amó. Luchó consigo mismo hasta quedar herido, hasta la decisión final que lo hizo hombre y sujeto y que lo lanzó al riesgo de amar, de ser libre y de ser dueño de su destino. El que no asume la responsabilidad de su destino no puede asumir el amor. Jacob hizo las paces consigo mismo, venció sus temores y sus inseguridades, sus remordimientos y sus fugas, y se transformó, cambió su nombre, cambió su ser. Ya no fue el trapacero, sino el que luchó con Dios y consigo mismo, y venció. Quedó abierto a la esperanza y al futuro. Ya era dueño y creador de su historia, no dependiente de los demás o del temor que le inspiraran. De su lucha y de su triunfo nació el pueblo de Israel. Decidió caminar en la apertura y en la claridad. Supo juntar el destino y el amor. La historia humana con Dios es una lucha que dura hasta que rompe un nuevo día. Jacob levantó los ojos y vio a Esaú que venía con cuatrocientos hombres. Se preparó. Puso delante a sus mujeres y a sus hijos. Y avanzó, inclinado, hasta Esaú. El encuentro fue distinto del que esperaba. Esaú corrió hacia él. Lo abrazó. Los dos hermanos lloraron. Luego Jacob le presentó a sus hijos. Esaú tenía riquezas propias. Quiso devolverle a su hermano los regalos. Jacob insistió. Esaú le ofreció escolta. No aceptó Jacob. Y los hermanos partieron, cada uno por su camino. Por fin Jacob se estableció en su propia tierra, construyó su casa y empezó su vida. Fue, ya establecido Jacob, cuando Raquel dio a luz a su último hijo, Benjamín, y murió en el parto. Rebeca, la madre de Jacob, había muerto tiempo atrás, sin volver a ver a su hijo. Isaac murió después, a los 180 años.

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El hombre del tiempo Israel tuvo siempre la conciencia de su destino religioso, enclavado en su destino político. A pesar de la confusión de valores en que cayó más de una vez, legó a la civilización occidental ----gracias a su historia, a su psicología y a su insatisfacción crónica---- la mayoría de las verdades religiosas que hoy vivimos. El Israel bíblico tuvo una historia atormentada. Demostró a través de ella su capacidad de adaptación y su carácter irreductible: ‘‘pueblo de dura cerviz’’. Fue un pueblo obstinado que repitió que en el hombre hay algo más que el hombre, que en el tiempo hay algo más que el tiempo. Tuvo un agudo sentido de la trascendencia. Su convicción fue que no hay salvación para el hombre, si la historia, obra e incumbencia del hombre, no se abre, de una manera o de otra, a esa trascendencia. La historia es profana, es hechura del hombre, es responsabilidad del hombre. Pero la historia tiene un valor sagrado, tiene una presencia más allá del hombre, con la que el hombre debe entrar en relación. Por eso, Israel comprendió y realzó la dignidad del hombre, entre otras razones, porque es el interlocutor de Dios. La religión es la interlocución, la relación, del hombre con Dios. Cuando el hombre pierde esa capacidad de relación, está muerto. Y la vida no tiene sentido, si el hombre no puede conservar, realizar y poseer en ella la dignidad de su nobleza humana. El hombre mismo no tiene sentido, si no tiene capacidad de relación y si no puede conservar en la vida su capacidad de relación, tanto humana como trascendente. Israel aporta a la humanidad una religión histórica. La religión bíblica no se refiere a la naturaleza, ni se centra en ella, ni parte de ella, ni tiene nada que ver con ella, como no sea para verla sometida al hombre, para hacerla instrumento del hombre. Ni la naturaleza exterior, ni la naturaleza misma del hombre, carnal, sensible y racional. Su culto no es biocósmico ni se apoya en nociones ideales de orden lógico. No se funda en la razón. Rechaza el naturalismo. Se refiere fundamentalmente a un humanismo que va mucho más allá de la na42


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turaleza ----aunque la usa en beneficio del hombre y bajo la orientación y el dominio del hombre----, para crear sus propios valores. Israel comprende ----y la Biblia es testimonio de ello---- que todo hombre es hijo de Dios, que los acontecimientos son sus enseñanzas o sus advertencias, que las experiencias interiores de los más sabios y de los más santos son auténticas revelaciones, que el Dios oculto es también el Dios manifiesto, que Dios no es sólo Dios de lejos, sino Dios de cerca. Cargó la historia de valores sagrados. Defendió con la vida misma la dignidad y la nobleza del hombre. Su moral no es abstracta, su espiritualidad no es descarnada, su religión no es mítica. Todo tiene estructura humana. La palabra sensible de Dios es la psicología y el acontecer histórico. Dios no se comunica con los hombres sino en el lenguaje de los hombres. Por eso la religión reviste carácter cultural, político, social, institucional, inclusive racial. Sólo se puede poner en práctica lo concreto, lo humano. Nadie es capaz de vivir lo abstracto, ni lo deshumanizado, ni lo angélico, ni lo descarnado. La Biblia no rebaja a Dios al nivel de sus signos. Pero comprende que ése es el único modo de captarlo y de entenderlo y de servirlo. La inmanencia ----la encarnación---- expresa la trascendencia, que se vuelve historia. Dios es historia, no geografía, no lugar, no fetiche sagrado. Por eso la Biblia no entiende ni quiere una religión personal. La religión es en esencia comunitaria. Porque la Escritura es para el pueblo todo, la situación histórica es del pueblo todo, la cultura y la política son del pueblo todo, la Alianza se hizo en el seno de una comunidad para que en comunidad se viva y se mantenga. Son elementos colectivos. La religión, en consecuencia, es actividad de grupo, es búsqueda en común, es culto comunitario, es misión de un pueblo. El problema de Israel es que muchas veces convirtió esa misión común en mesianismo terreno, en salvación temporal, en intriga política, en conquista armada, en gloria militar. Los profetas fueron los representantes más eminentes de la lucha contra ese mesianismo tercamente interesado, que perduró hasta el tiempo de Jesús. Quizá después. El error de Israel no fue buscar una experiencia comunitaria, sino perder de vista el objetivo verdadero de esa experiencia. Perseguir 43


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una inspiración común, un control mutuo, un acuerdo colectivo y el poder unificador de la religión era impedir que la fe se perdiera en los vericuetos del sentimentalismo subjetivo. Los profetas lucharon por resucitar, por reorientar y por enderezar el destino colectivo. Esta fe y este destino ----Israel, pueblo elegido para asentar el Reino de Dios y propagar su culto---- sitúan toda la historia bajo el signo de la fe y de la esperanza. Es una misión histórica que se cumple o se traiciona. No hay otra alternativa. Por eso mismo, porque es histórica, la vocación de Israel, su religión, su culto, su sentido moral, su idea de Dios, su experiencia colectiva se ven sometidas a una evolución permanente y progresiva, a un cambio continuo. Israel reflexiona, revisa, profundiza sin descanso. Sus grandes ideas religiosas no son patrimonio de unos cuantos eruditos. Son fruto de la experiencia colectiva siempre cambiante, siempre enriquecida y enriquecedora. Así fueron comprendidas, para servir al ideal comunitario. Es trabajo inútil buscar en Israel una estructura fija de normas morales, derivadas de principios inmutables y aplicables a las conductas humanas. La moral se va depurando siempre, se va viviendo de distintas maneras. Es histórica, como toda la religión israelí, dominada por la insatisfacción perenne, por la inquietud y por el espíritu de búsqueda. Es siempre la rectitud perdida y rencontrada sin cesar. Por eso, en el Antiguo Testamento no hay nada de lo que deba renegarse, nada que deba minimizarse. Por el contrario, hay que asumirlo todo, porque contribuye a definir un comportamiento humano, psicológico, moral, religioso, cuya verdad desborda a los mismos acontecimientos. Y porque no es subjetivismo religioso sentimental, sino la experiencia histórica nacida de la Alianza que Dios hizo con su pueblo. Y porque es ir al encuentro de una actitud creyente, en toda la hondura y en todas las consecuencias de su encarnación histórica y humana. Hay que desentrañar todo lo que implica el Antiguo Testamento, aunque muchos encuentren en él una religión más burda, más carnal, menos poética, menos pura, menos refinada que el platonismo y que los poetas griegos. La Biblia es el único libro que concibe una religión histórica 44


EL HOMBRE DEL DESTINO Y DEL TIEMPO

que no se refiere a la naturaleza, ni siquiera a la naturaleza sensible del hombre, sino a situaciones humanas. Ordena el espacio y el tiempo en función de un objetivo que el hombre religioso se fija a sí mismo, de acuerdo con una misión comunitaria que le fue encomendada. No es una religión de tipo natural, sino de tipo cultural. Es la voluntad de hacer la historia. Rechaza el naturalismo en provecho del humanismo, en la convicción de que el hombre no sale totalmente hecho de las manos de Dios, sino que debe hacerse a sí mismo y debe considerarse responsable de lo que hace de sí mismo. El hombre es dueño y hacedor de su destino. La naturaleza es un regalo de Dios al hombre. No es algo que el hombre deba seguir o a lo que deba someterse, sino algo que el hombre debe dominar, trabajar, modificar poner a su servicio y hacer fructificar. Toda la naturaleza física. Está allí para que el hombre la vuelva a crear y la acomode a sus necesidades, a sus posibilidades, a sus proyectos, a su inventiva. La religión y el derecho son positivos, la cultura es histórica. Israel no acepta el simbolismo natural. Lo sustituye por el histórico. No sigue los ciclos agrícolas, sigue los acontecimientos históricos y de ellos deriva sus grandes festividades religiosas, como la Pascua, que es el éxodo de Egipto. No pretende borrar a la naturaleza, sino trascenderla, asumirla, reorientarla y dominarla. No es el hombre para la naturaleza, sino la naturaleza para el hombre, como no es el hombre para la ley, sino la ley para el hombre. El hombre es el centro. No se trata de someterse a las leyes naturales, sino de someterlas a una ley superior y a una vocación humana superior, que se desarrolla en la historia, más aún, que impregna la historia y por la cual el hombre debe hacer la historia. La religión es tomar conciencia en el tiempo de una vocación divina, es hacer historia esa vocación, hasta el final supremo: la realización de una verdadera comunidad humana, el triunfo sobre los poderes de división, de disociación, que siempre pertenecen al hombre. El hombre debe aprender a cambiar la naturaleza de acuerdo con el bien, para ponerla al servicio de la historia. Ése es el papel de la ley, que invita sin cesar a transformar de manera positiva a la natu45


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raleza para volverla permeable a la historia y dócil a las intenciones del hombre. La historia debe cambiar el sentido, debe dotar de sentido a lo biológico, a lo físico, a lo cósmico. Debe darles la orientación querida, derivada de la decisión libre del hombre, como aliado de Dios en su creación. Lo mismo que la lucha histórica por el advenimiento de una verdadera comunidad humana, en el amor, en la reconciliación, en la paz y en la justicia, es la libre decisión de aceptar la alianza con Dios en su redención del hombre y la responsabilidad de realizarla. Esto es la religión en sus dos aspectos. Por un lado, la iniciativa valiente del dominio lúcido del hombre sobre el mundo, para ponerlo al servicio de sus proyectos. Por el otro, el proyecto histórico de ir creando, hasta llegar a ella un día, una comunidad humana que merezca en totalidad ese nombre. Si la naturaleza puede ser modificada, es por la acción de la humanidad. Esto es lo que confiere un sentido a la historia, porque le asigna un fin: vivir una vida humana es vivir de acuerdo con el plan de Dios y someterle todas las cosas. El hombre debe dominar la naturaleza y someter todas las cosas. El dominio de la naturaleza y el sometimiento de todas las cosas es la consagración progresiva de la creación por el hombre y para el hombre. La creación no debe quedar estática. Todo tiene que renovarse, que cambiarse, que moverse, que regenerarse, que llegar a la reconciliación total. La contrariedad, la división, la enemistad, el mal deben llegar a su fin. Es la obra del hombre, que tiene conciencia de ser el artífice de su destino. Porque vive de forma simultánea en el tiempo y fuera del tiempo. Hace la historia e introduce en ella una perspectiva de eternidad. El hombre está asociado a la obra de Dios en el mundo y en la historia. Es su continuador, su nuevo hacedor. Dios, que es la palabra creadora, le entregó esa tarea y le dio esa responsabilidad: Al principio creó Dios el cielo y la tierra. Y el hombre está hecho a imagen de Dios: 46


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Dijo Dios: --Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza: que él domine los peces del mar, las aves del cielo, los animales domésticos y todos los reptiles. Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios y les dijo: Crezcan, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla. Dominen a los peces del mar, a las aves del cielo, a los animales domésticos y a todos los vivientes que reptan sobre la tierra. Les entrego todas las hierbas que engendran semilla sobre la faz de la tierra; y todos los árboles frutales que producen semilla les servirán de alimento; y a todas las fieras de la tierra, a todas las aves del cielo, a todos los reptiles de la tierra ----a todo ser que respira---- la hierba verde les servirá de alimento. Y así fue.

En consecuencia, el hombre también es palabra creadora en el mundo, dominador y transformador de la naturaleza, creador en su medida, como lo ha sido y lo sigue siendo ----sólo hay que pensar en la tecnología----, artífice y conductor del devenir, inventor y actor del presente, proyectista y autor del futuro, hacedor de la historia. Porque Dios quiere realizar su propio designio por medio del hombre y en sociedad con el hombre. Salmo 8: ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, qué es el ser humano para que te ocupes de él? Lo hiciste poco menos que un dios, lo coronaste de gloria y de dignidad; le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies: los rebaños de ovejas y de toros y hasta las fieras salvajes, las aves del cielo y los peces que trazan sendas por el mar. El hombre es el director del universo. Ésa es la tarea que se le encomendó. El hombre es el realizador de la historia. Ésa es la obra que se le encargó. La Biblia revela eso, el sentido de la historia que el hombre debe realizar por vocación. Y lo manifiesta en el doble misterio de la creación y de la salvación. De ahí se deduce cuál es la obra de Dios, cuál es la

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meta de la historia, cuál es la tarea del hombre. Es la vida. La creación en la novedad de la vida, la promoción de la vida, el arranque de la vida, con todas las situaciones que esa vida acarreará a los seres vivos. La creación es contraria a la muerte. La salvación es el desligamiento de los poderes hostiles a la vida, la liberación que emprende el camino de la vida. La vida, que es fuerza, fecundidad, movimiento, salud, crecimiento, expresión del Dios vivo ‘‘que da la vida’’ y ‘‘que hace vivir’’. La vida que es relación con la luz ----‘‘luz de vida’’----, con el gozo, con la ‘‘bendición’’, con la paz ----‘‘la paz les doy’’. Dios está contra la muerte y en favor de la vida: ¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y no que se convierta de su conducta y viva? Oráculo del Señor: ----No quiero la muerte de nadie. Conviértanse y vivirán. Por mi vida ----oráculo del Señor---- juro que no quiero la muerte del malvado, sino que cambie de conducta y viva. (Ezequiel) Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera. Las creaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte, no impera el abismo en la tierra. (Sabiduría) Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado. (Sabiduría) Yo he venido para que vivan y estén llenos de vida. (Juan) No retrasa el Señor lo que prometió, aunque algunos lo estimen retraso: es que tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie perezca, quiere que todos tengan tiempo para enmendarse. (Pedro)

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El hombre debe escoger la vida. Deuteronomio: Hoy cito como testigos contra ustedes al cielo y a la tierra: te pongo delante vida y muerte, bendición y maldición. Elige la vida, y vivirás tú y vivirá tu descendencia, amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, pegándote a él, porque él es tu vida. El hombre debe tomar por el camino de la vida y creer en el Dios vivo, que es fuente de vida. A lo largo de toda la Biblia ----Job, Eclesiastés, Eclesiástico, Salmos, Romanos, entre otros---- corre un sentimiento de horror a la muerte, que los sabios expresan con denuedo. El valor primordial, la ley esencial, la única cosa importante es vivir. La vida y la muerte ----como el espíritu y la carne---- se oponen irreductiblemente, entablan siempre una lucha interna. Ésa es la perenne tensión de todo ser vivo. De ahí la distinción bíblica entre lo puro y lo impuro. Pertenece al orden de lo puro todo lo que va en el sentido de la vida, todo lo que favorece la vida. Por eso, la fecundidad, el vigor, la salud, la longevidad, el éxito, el amor, la justicia, la santidad, son del orden de lo puro. Pertenece al orden de lo impuro todo lo que va en contra de la vida, la desfavorece o la disminuye. Por eso, el desamor, la debilidad, la flaqueza, la enfermedad, lo defectuoso, la esterilidad, el desorden, la disgregación, la infección, la maldición, la injusticia, el pecado, pertenecen al orden de lo impuro. Son impurezas. Y toda impureza es en sí veneno, es camino de muerte. Las prescripciones de la Biblia no sólo no pretenden aislar al espíritu de la materia, sino al contrario, pretenden fundirlos en el sentido de la vida, en la gran dinámica de la creación. Por eso no hay sagrado ni profano. Hay vida. Aminorar o echar a perder la vida es apartarse de Dios. Atentar contra la vida es atentar contra Dios. Por eso, la Biblia defiende la vida y, en especial, la que es propia del hombre. La enfermedad, la esclavitud, la humillación, sobre todo permanente, la indignidad, la injusticia, la miseria, toda condi-

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ción infrahumana pertenecen al orden de lo impuro, son camino de muerte, son veneno para la vida; porque la vida no es solamente biología, ni materia que palpita, es relación con el Dios vivo, es vida a su imagen y semejanza, que es el nivel humano de la vida y, por tanto, es relación fraterna y de justicia entre los hombres. Es el único nivel digno y propio del hombre. Denigrar, esclavizar, dominar, odiar, hacer injusticia al hombre, quitarle dignidad, rebajarlo, reducirlo a situaciones indignas es atentar contra su vida. Por eso insiste la Biblia en la igualdad humana y en la justicia. No debe haber superiores e inferiores, ricos y pobres, poderosos y débiles; no debe haber precedencias, ni privilegios, ni servidumbres; porque todo eso rebaja el nivel propiamente humano de la vida de los inferiores, de los débiles, de los pobres, de los siervos, de los que carecen, de los de abajo. Es colocarlos en el camino de la muerte, porque se les niega la dignidad de vida que les pertenece. Odiar a un hombre es matarlo. Juan: Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. No amar es quedarse en la muerte. Odiar al propio hermano es ser un asesino, y saben que ningún asesino conserva dentro la vida eterna. Nosotros debemos desprendernos de la vida por nuestros hermanos. Si uno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra las entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios? El amor iguala. La posesión diferencia. No igualar al hermano, no igualarse con él es quedarse en la muerte, porque es ponerlo en el camino de la muerte. Éste es el sentido más profundo de la Alianza que Dios hizo con Israel: que todos los hombres sean y se mantengan iguales. Volver inferior al otro o colocarse por encima del otro es hacer indigna su vida de hombre. En consecuencia es matar, porque se le priva de la vida propiamente humana. Se hace descender el nivel de su vida. Aminorar o echar a perder la vida propia o ajena es matar, es alejarse de Dios.

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A pesar de todo, de que Dios es vida, dador de vida y exigente de vida entre los hombres, la muerte es el ‘‘camino de la tierra’’. Josué, antes de morir: ‘‘Hoy emprendo el camino de todos’’. David, antes de morir: ‘‘Emprendo el viaje de todos’’. Es el viaje sin retorno, común, universal, inevitable. Por eso es tan difícil comprender la historia. Dios está por la vida, pero reina la muerte que es común y es término de la condición humana. Además, a esa muerte se añade la muerte en vida a la que unos hombres condenan injustamente a otros hombres a lo largo de condiciones infrahumanas de vida. De ahí que el hombre de la Biblia acepte honestamente su condición, que es tener cuerpo y estar en el tiempo, estar encarnado y ser histórico. Es su límite, es su grandeza y es su misión. No se evade, no inventa refugios ----ni siquiera espirituales----, que rompan con la historia, que es su situación, su programa y su tarea. No acepta dualismos: vida espiritual y vida material, vida interior y vida exterior, historia terrena e historia celestial. Todo es un solo movimiento que se dirige a Dios y a los demás hombres, inseparablemente. Ésa es la creación que hay que consumar. Ésa es la historia que hay que realizar. Ése es el carácter de su destino, colectivo e histórico. Ésa es la comunidad que se debe construir y proteger. De ahí la maldad de condenar a otros a vidas infrahumanas. El israelita no negó ni renegó de este mundo, ni de los bienes de este mundo creado por Dios para el hombre. Pero aprendió la pobreza, no como situación negativa, sino como superación de la posesión. No se sustrajo a los compromisos temporales de su misión terrestre, sino concentró sus fuerzas y sus recursos en promover la obra de Dios y su continua novedad. Supo que lo primordial no es la suerte particu51


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lar de cada uno, sino la de todos en conjunto. Los hombres se son necesarios unos a otros y están comprometidos en su servicio mutuo. Viven en una comunidad y tienen que realizar el trabajo histórico de una comunión. La alianza de Dios no se hace con cada hombre individualmente, sino con un pueblo, comunitariamente. Cada hombre es parte de esa historia, que nadie termina a solas consigo mismo. La verdad individual es reconocer la humilde medida de esa parte. El gozo verdadero es no trabajar por uno solo ni para uno mismo. Cuando Israel se desvía del Código de la Alianza, aparecen los profetas, los perpetuos defensores de la persona humana, de la causa de los pobres y de los oprimidos, de los vínculos y de los deberes mutuos, de la historia que es misión de Israel, de la igualdad y del amor entre los hombres, de la justicia social, que no son misión privativa de Israel, sino de toda la humanidad. Será más tarde la misma insistencia de Jesús de Nazaret: el amor fraterno, el perdón recíproco, el servicio mutuo, el compromiso con los pobres y con los humildes, con aquellos a los que la sociedad ha dejado abajo o afuera. La historia es vivida y realizada por hombres solidarios, juntos y en relación. La moral actual, por el contrario, inspirada por los moralistas occidentales, se centra en el individuo: el pecado es individual, la salvación es individual. Un estudio de los profetas de Israel, en cambio, y de toda la tradición bíblica del Antiguo y del Nuevo Testamento deja bien en claro que el pecado y la salvación no son únicamente individuales y personales, sino comunitarios por esencia, porque nuestra naturaleza humana es social y política. Resulta una verdadera hipocresía el énfasis minucioso en las imperfecciones y en las fallas individuales, cuando se dejan pasar, en una cómoda inconsciencia o en la abierta hipocresía, los enormes crímenes sociales, que son verdaderos crímenes de clase: opresión, pobreza extrema, explotación; crímenes económicos que equivalen a verdaderos genocidios, salarios de hambre, exterminio de pueblos, muertes por desnutrición, hambrunas, asolamiento, por explotación laboral y económica, genocidios, crímenes de naciones, crímenes de clases sociales, guerras de exterminio 52


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para apoderarse de las riquezas ajenas, conquistas, compras de los productos de la tierra ----maíz, trigo, etcétera----, a precios de hambre, y otras muchas deficiencias de la doctrina moral occidental clásica, y todas los demás crímenes sociales que son producto del neoliberalismo, palabra que se usa para adornar científicamente la explotación de los pobres. La insistencia en el carácter comunitario del pecado le dio luz a Israel en muchas crisis de su historia, en los fracasos que había sufrido el plan de Dios. Y le aclaró el sentido de la historia y de la muerte. Dentro de la historia que el hombre debe llevar a feliz término, la Iglesia misma se va desarrollando en sus miembros. El propósito no es ir al cielo, sino obrar de tal manera que Dios reine en la tierra. Por eso, el cristiano es una persona plenamente comprometida con los acontecimientos, que toma la tierra, el tiempo y la historia como la situación única, necesaria y privilegiada que le permite realizar la misión que Dios le encargó: el logro pleno de la vida. Es costumbre entre los cristianos hablar del cielo, de ir al cielo, de ganar cielo. Muchos textos litúrgicos y un número de documentos pontificios hablan igual de coronarse en el cielo, de ganarse el cielo, de estar en el cielo. La Biblia no habla así. Para ella, incluido el Nuevo Testamento, cielo es la morada trascendente e inaccesible de Dios. Cielo es un modo de designar a Dios sin nombrarlo. Por eso, sólo el Evangelio de Mateo, escrito para los judíos, habla del Reino de los ‘‘cielos’’, palabra que ellos usan para hablar de Dios. Los otros evangelios hablan del Reino de Dios. ‘‘Ganar el cielo’’ es una expresión alterada que irrumpe en la gratuidad de la salvación y del amor de Dios, que olvida el desinterés, la renuncia, la justicia que son partes integrantes del amor, pero perpetúa la falsedad de que existe un mundo puramente espiritual y una salvación individual. Las palabras cielo y cielos evitaban nombrar a Dios. Se decía: ‘‘la misericordia de los cielos’’, ‘‘la voz de los cielos’’, ‘‘la palabra del cielo’’, ‘‘el reino de los cielos’’. Eran la misericordia, la voz, la palabra y el Reino de Dios. 53


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Por eso nos manda el Evangelio: ‘‘Buscar primero el Reino de Dios y su justicia’’. Lo demás vendrá por añadidura, sin que uno deba preocuparse de ello. El Reino de Dios es la obra de Dios en la historia, que tiene su punto de partida en la venida de Cristo, que tiene su continuación en el amor fraterno que es obra de los seres humanos y que tendrá su consumación en la ciudad gloriosa y feliz que viene de Dios. La tarea humana es cooperar a la construcción de ese reino en sociedad con Dios, en obra conjunta. El cristiano ‘‘pierde su vida’’, es decir, da su vida en este mundo, por la venida del mundo venidero, que ya empezó, que ya se está realizando. Juan, Lucas y Mateo: Quien tiene apego a la propia existencia, la pierde; quien desprecia la propia existencia en este mundo, la conserva para una vida sin término. No hay ninguno que haya dejado casa, o mujer, o hermanos, o padres, o hijos por el Reino de Dios, que no reciba mucho más en este tiempo y vida eterna en la edad futura. El que hable contra el Espíritu ----el Espíritu es el amor de Dios y es el amor entre los hombres---- no tendrá perdón ni en esta edad ni en la futura. El cristiano escribe la historia en este mundo, comprometido con y sacrificado por algo mayor que él mismo. Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da fruto. Más allá de la muerte corporal, está la vida que no se interrumpe, nueva, resucitada, sin término. Más acá de la muerte, está la tarea presente, el destino de amor de la tierra, del mundo, de la historia, que se debe construir. Es la misión del hombre y es la tarea de la historia. ‘‘El que tenga oídos para oír, que oiga.’’

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n Jacob sintetiza la Biblia su concepción del hombre. Es un ser necesitado que ve pasar sus años en la inutilidad y se aprende efímero. Pero entra en lucha ----en relación conflictiva---- con Dios, con los demás y consigo mismo, y sale de ella fortalecido. Por esa relación se convierte en persona, y en sujeto, adquiere la humanidad característica del hombre. Es un ser pensante que razona, considera, reflexiona, forma una conciencia, decide y actúa, crea y hace su propia historia. Conquista un nombre ----su propio nombre, su propio ser, su propio destino---y modela su rostro, es decir, sus relaciones y su comunicación. Responde a un llamado, en la decisión de ser libre. Crea una comunidad y un pueblo, en la decisión de ser hombre ----sólo se es hombre en la relación---- y de dar forma a su destino personal, que sólo se encuentra en el amor. A sabiendas de que no hay amor donde no hay justicia. Pero también sintetiza la Biblia en Jacob su concepción de religión, de relación del hombre con Dios, con la historia, con la sociedad, con los otros hombres, con las cosas, con el amor, con la moral y con el destino. La religión es histórica. Así son su destino, su vida, su moral y su relación con Dios, consigo mismo y con los demás. El hombre es un proceso. Se va haciendo. Para hacerse, debe comprometerse con ese destino, que asume en sus manos y que labra en su historia, inspirado por el amor. Jacob dejó de huir, de ser neutral, comprometió su conciencia y su libertad. Le dio a su vida un sentido y un valor. Se definió, finalmente, con su vida y con su muerte. El cristianismo hereda esta concepción y este compromiso.

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Por eso, la fe cristiana propone a los hombres que asuman la intención religiosa de Jesús, que él definió con su vida y con su muerte. Ofreció su vida y se ofreció como ejemplo. En este contexto, la impersonalidad y la neutralidad se vuelven impensables. Es un compromiso que compromete la conciencia en todos sus niveles y que compromete la libertad en lo que tiene de más fundamental. Jesús no es sólo historia, es sentido y es valor. La historia de Jesús no tiene ambigüedades. Obviamente, Jesús era un hebreo y recogía la tradición de su pueblo en lo que tenía de más puro y de más bello. Y eso era la convicción obstinada de que en el hombre hay algo más que el hombre, de que en el tiempo hay algo más que el tiempo. Ningún otro pueblo ha tenido, en el mismo grado, el sentido de la trascendencia. Y ninguno ha comprendido, como Israel, que sólo hay salvación para el hombre, si la historia ----de un modo o de otro---- se abre a la trascendencia. En eso se fundó la alianza y por eso se hizo entre Dios y su pueblo. Jesús fue inequívocamente explícito: la única posibilidad de trascendencia para el hombre y para la historia es el amor. Sólo en el amor hay trascendencia. Los profetas actuaron para suscitar, para orientar, para enderezar el destino colectivo reviviendo la alianza. La alianza con Dios había sido concluida en el seno de la comunidad y sólo podía ser vivida y mantenida en el seno de la comunidad, porque a ella se refería y sólo allí tenía sentido, puesto que se trataba de la igualdad hermanada de todos los miembros de la comunidad, porque todo hombre es hijo de Dios. Éste es el sentido que Jesús le da al amor que vive, que predica y que manda como distintivo de los suyos. La religión de Israel, como el amor que Jesús predica, es ----desde su mismo principio---- actividad de grupo, búsqueda en común, misión de un pueblo. La ambigüedad aparece cuando este pueblo empieza a soñar en una salvación meramente temporal o cuando los dirigentes del pueblo empiezan a desviarlo hacia una salvación personal y ultraterrena. En ambos casos intervinieron los profetas y Jesús, lo que siempre significó para ellos conflicto y ruptura. El pueblo judío ----y Jesús con él---- concibió una 56


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religión histórica, un humanismo que sobrepasa a la naturaleza, aunque se apoya en ella para crear sus propios valores. Es una reorientación de situaciones humanas, una manera de volver a ordenar el espacio y el tiempo en función de un objetivo, de una voluntad de hacer la historia y de construir la comunidad, como misión conjunta. Jesús es, como el pueblo judío debe ser, un orientador de la historia. Allí está la convicción de que el hombre no sale totalmente hecho de las manos de Dios, sino que debe hacerse a sí mismo y debe considerarse responsable de lo que hace de sí mismo. Tampoco la naturaleza está terminada, sino que es tarea del hombre recrearla y hacerla fructificar de acuerdo con sus propios proyectos históricos. La historia no borra la naturaleza, sino la trasciende, la recoge, la vuelve a trabajar, la orienta, la domina. La esperanza no es otra cosa que la certidumbre de que la naturaleza será sometida un día, de que la historia reorientará su curso hasta hacer ceder la hostilidad de las fuerzas contrarias ante el advenimiento de una verdadera comunidad humana, como fruto del amor y de la reconciliación entre los hombres. Ahí está el sentido del Reino que Jesús anuncia y del amor que exige. Es la toma de conciencia en el tiempo de una vocación divina, como misión de un pueblo. Fue la conciencia que Jacob ----llamado Israel porque luchó con dioses y con hombres y venció, y fundó ese pueblo---- adquirió en su tiempo como una vocación divina y como la misión de un pueblo. Por eso dice la Biblia que luchó con un ángel. De ahí también la necesidad de borrar distinciones entre lo profano y lo sagrado. Todo lo que ha salido de las manos de Dios es bueno. Los poderes de división, de disociación y de discordia pertenecen al hombre. Por eso, el progreso de la historia no puede ser juzgado según los criterios del hombre, sino únicamente según los criterios de Dios, que Jesús hizo bien explícitos en su descripción del juicio final. La religión judía no sólo no destaca lo sagrado ni lo separa, sino que lo funde con lo profano. Todo es profano, aunque todo tenga una dimensión sagrada, sobre todo el hombre, que es hijo de Dios. 57


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De todo esto se deriva la importancia de la decisión libre del hombre, único responsable de la historia, pero responsable íntegro de la historia. La historia es suya, no de Dios; es su tarea, no la tarea de Dios; es la creación de su libertad, fruto de su amor o de su odio, de su justicia o de su injusticia. Es el dominio, lúcido u ofuscado, del hombre sobre el mundo. Sobre todo el mundo y sobre todo el universo, sobre toda la naturaleza y sobre todos sus procesos y sobre todos sus recursos. Es la inteligencia del hombre, orientada a su destino superior, la que debe dominarlo y dirigirlo todo. O del hombre ensoberbecido y lleno de sí mismo que se convierte en el tirano y el destructor de todo. Como ya ha sucedido en la historia y en nuestro tiempo. Si la naturaleza puede ser modificada, lo es por la acción del hombre, no por la intervención de Dios. Porque no se trata de que Dios someta a las cosas en favor del hombre, sino de que el hombre someta todas las cosas a su propio servicio, para servir él a Dios, como tarea histórica que le corresponde. La humanidad es el medio del que Dios se sirve para dominar a la naturaleza, no al revés. Y la historia no es más que este proceso que se va dando paulatinamente. Es una consagración progresiva de la creación por el hombre y para el hombre. Esto es lo que significa, en último análisis, la religión histórica. Todo debe ser renovado, todo debe ser cambiado. El objetivo consiste en llegar a una regeneración y a una reconciliación totales, hasta que prevalezca el amor. El lobo debe habitar con el cordero, el enemigo debe ser el amigo, el contrario debe convertirse en apoyo. Hasta que la contrariedad y la división, la desigualdad y el mal tengan fin. En el pueblo judío y en la esperanza cristiana, el ideal no parece demasiado alto ni demasiado bello, porque el hombre tiene conciencia de ser el artífice de su propio destino. De aquí se deriva que las actitudes básicas del cristiano no son ni pueden ser obediencia, sumisión, dependencia, sino la aceptación de Jesús y la propia autoridad personal ----si vale la redundancia---- que ella engendra. Lo que importa ya es la opción personal del individuo concreto que deja todo por seguir a Jesús, en quien fundamenta todos sus valores. Ya no hay espiritualidades esclavas de la voluntad divina 58


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----que llega a través de la autoridad constituida----, y atormentadas siempre por las transgresiones continuas. Sólo importa ya el hombre que se mantiene libre frente a toda prescripción y que actúa movido por su opción fundamental que, en último análisis, se reduce siempre al amor. El hombre no fue hecho para la ley ni debe enajenarse en el cumplimiento de las prescripciones y leyes que se amontonan sobre él. El joven rico había guardado los mandamientos desde su juventud y, a pesar de ello, pregunta qué debe hacer para entrar al reino y tener por herencia la vida eterna. Sólo se salva quien se decide y se determina a sí mismo en la plena libertad de su nueva opción por Jesús. El judío ----y Jesús era judío---- no está en el tiempo, sino fuera del tiempo. Él hace la historia. Quizá introduce en el tiempo de la historia una perspectiva de eternidad y una trascendencia. Y eso le permite escapar al tiempo. El motor de todo es el amor, que se vive como acción, como actitud, como ideal y como motivo.

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os israelitas poseían un sentido de comunidad, ligado a la Alianza, mucho más profundo del que nosotros tenemos. Eran el pueblo de la Alianza. Y, en consecuencia, no concebían al hombre sino dentro de la Alianza y ligado a ella. Porque la Alianza de Dios es con su pueblo y su revelación se dirige a su pueblo. Es la Alianza del Sinaí la que hace al pueblo de Dios y la que inserta al israelita en ese pueblo. De ahí la necesaria relación con los demás, como camino y lugar de la relación con Dios. El hombre bíblico no es concebible si se le separa de la Alianza. Aunque está ligado a su comunidad, no deja de ser el responsable de su propia vida y de su propia salvación. Está en libertad de ser justo o de no serlo. Éste es un primer contenido de la Alianza, la justicia. Cuando se habla de la justicia de Dios, se habla de su fidelidad a las promesas que hizo en la Alianza. Dios hace una Alianza con su pueblo, que tiene lugar en la historia. La justicia de Dios es su fidelidad a esa Alianza. Por eso se narra su justicia, porque tiene lugar en la historia. Justicia, en el hombre, tiene un doble sentido. Por una parte, es confiar en la fidelidad de Dios y en su Alianza. Es tenerle fe. Por otra parte, es vivir en fidelidad, conforme a los contenidos de la Alianza. Confiar en el compromiso de Dios y vivir el compromiso propio. Vivir en fidelidad la relación comunitaria histórica, como se delineó en la Alianza. Ser justo con Dios, porque se es justo con los demás hombres. Compromiso con Dios y compromiso con la comunidad. Y eso cons-

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tituye la justicia. Por eso, las cosas materiales, todo lo que no sea Dios o los hombres, es secundario y se somete a esa doble relación importante. La Alianza no es una mera relación entre Dios y los hombres. No se trata de culto. Se trata de amor. Es una manera de ser, en relación con Dios y con los hombres, que fue diseñada en el Sinaí, después de la esclavitud de Egipto. Incluye el compromiso de compartir, impone la realización de una obra común, implica la tarea de construir una sociedad de hombres voluntariamente igualados, miembros todos del pueblo elegido de Dios. Éxodo: Si de veras escuchan mi voz y guardan mi Alianza, serán mi propiedad entre todos los pueblos, porque toda la tierra es mía, y serán para mí una nación santa. La Alianza es un proyecto de Dios. Es la idea y es el plan de Dios sobre la vida del hombre. Y pretende llevarlos a cabo con la colaboración de los hombres. No el paraíso imposible y perdido al que nunca se regresa, sino una tierra prometida que allí está, que aguarda para ser conquistada y colonizada. Es el objetivo de la esperanza. Es el futuro posible que hay que construir entre todos. Su contenido es el amor. La esperanza es posible porque es fruto del amor. Es la relación amorosa entre los hombres y de los hombres, con Dios. La Alianza hace coincidir las intenciones de Dios y de los hombres, los sueños de los hombres con los planes de Dios. El éxodo de Egipto ----la liberación de la esclavitud---- y la larga peregrinación por el desierto ----la búsqueda de la tierra prometida, es decir, la configuración de la nueva sociedad igualitaria y fraternal como proyecto de Dios y realización de los hombres---- son dos de los pilares de la Alianza, que sólo puede darse en una sociedad de liberados. Porque se basa en la realidad histórica de la esclavitud en Egipto. De Egipto no emigró Dios, emigró un pueblo. Por eso tiene un carácter social. La esclavitud, el éxodo, el paso por el desierto fueron horas de pobreza extrema. En esas horas y en esa pobreza se constituye la co-

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munidad de la Alianza, la sociedad que será protagonista de una historia total y distinta, en la que se asocian el plan de Dios y la empresa humana. Los imperativos esenciales de esa sociedad ----su fundamento ético, moral, espiritual, social y político---- no indican sólo lo que está bien, sino que hacen participar al hombre de las intenciones de Dios: ama a Dios, ama a tu prójimo, practica la justicia. De ahí los tres grandes imperativos de la Alianza: santidad, justicia y amor. Los ejes de la moral humana. Los hijos de Israel penaban a causa de la servidumbre, y clamaron. Y subió a Dios su clamor con motivo de su servidumbre. Y oyó Dios su gemido y se acordó de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob. Y miró Dios a los hijos de Israel. Y Dios los reconoció. La servidumbre clama al cielo, como la sangre del hermano asesinado, como la suerte de todos los desgraciados y de todos los oprimidos, como la suerte de los cautivos, como toda situación crítica del pueblo de Dios, de los pobres y de los humildes. Es, por sí misma, un clamor que rompe el cielo y una súplica que Dios escucha. En hebreo, decir que Dios se acuerda es decir que Dios interviene. Decir que Dios mira es decir que Dios entra en relación, que su mirada es activa y que se hace cargo. Decir que Dios conoce o reconoce es decir que Dios se compromete, que toma partido, que va a hacer su obra. Ésa es la Alianza que Dios mantiene y a la que es fiel, porque Dios no será el señor de un pueblo de esclavos. En la Biblia, la Alianza es el comienzo, la trama y el final. Es el núcleo del pensamiento bíblico. Guardar la Alianza es comprometerse con verdad y con fidelidad, es comprenderla y vivir su sentido, su valor, su savia, porque la Alianza es una realidad de vida, un modo de ser y de desarrollarse. Es el esbozo y la instauración de una historia que hay que realizar y que comienza.

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Es una participación, un reparto de funciones y de cargas, de actos y de frutos, de responsabilidades y de bienes, en comunión de vida. Es una relación que nace ----o que aparece---- y que inaugura un nuevo modo de existir y de actuar. Alianza no significa contrato, sino más bien relación; no es un tratado, es un compromiso, un modo de vida en común, una relación de persona a persona, que hay que mantener a través de las circunstancias variables de la vida y de acuerdo con las exigencias profundas del espíritu de comunión. Pero es objeto de opción y de determinación personal, de compromiso libre, no impuesto. Cuando Moisés celebra la Alianza con el pueblo de Israel, en forma ritual y solemne, todo el pueblo responde: Haremos todo lo que manda el Señor y obedeceremos. Son las palabras que resumen la fidelidad a la Alianza. Su principio es el amor. Y el amor se conforma con la voluntad de la persona amada. Deuteronomio: Amarás al Señor tu Dios; guardarás sus consignas, sus decretos y sus preceptos mientras te dure la vida. Lo dirá también, muchos años más tarde, en su primera carta, san Juan: Quien cumple sus mandamientos está con Dios y Dios con él. Sabemos que amamos a los hermanos cuando amamos a Dios cumpliendo sus mandamientos, porque amar a Dios significa cumplir sus mandamientos. La Alianza, por eso, es una relación de vida. Debe ser siempre nueva. Debe renovarse, como la vida; debe repensarse y rehacerse 64


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perpetuamente, en función de las circunstancias, de las condiciones y de las exigencias nuevas, porque la historia no se repite. Lo mismo que el amor, que es el espíritu y el movimiento de la Alianza. Por eso no se le pueden fijar componentes, porque es todo lo contrario de una institución. Igual que el amor, la Alianza es la búsqueda constante del otro, la insatisfacción de sí mismo que se supera y se completa en el otro, la generosidad siempre abierta, el asombro y la invención incansables. Es un perpetuo espíritu de cambio y de superación. Pero no es para vivirse a solas, ni en el retiro de la propia conciencia. Dios se dirige a Israel como pueblo. Y la Biblia narra cómo vivió el pueblo la Alianza. Ignoramos cómo la vivieron las personas concretas, a pesar del acento personal de muchos discursos de los profetas y de muchas oraciones de los salmos. El interlocutor de Dios es todo el pueblo, y cada persona deberá actualizar la Alianza y vivirla por su parte, pero en unión con todos. De ahí nacen la conciencia y la unidad como pueblo, y la necesidad de mantenerlas. Israel, sobre todo en los siglos de la monarquía, va a perder la fidelidad a la Alianza. Serán los profetas los que intenten renovarla y recuerden que fue un acto gratuito de la benevolencia de Dios, que no cesa de llamar a la conversión, en especial porque ama. La Alianza ----inspiración, modo de vida, comportamiento---- sigue estando en el corazón de todo proceso y sigue siendo el principio de toda conversión, de toda regeneración interior. Después se hizo la ley de la Alianza, que era religiosa. Los judíos confundieron una con otra y convirtieron la Alianza en un estatuto inmutable, en algo exterior al hombre. Se hizo regla, no espíritu; exactitud, no aventura; deber, no relación viva; seguridad, no amor. Los profetas lucharon para evitar la esclerosis, para que no llegara el endurecimiento mortal. Hablaron de novedad, de creación, de regeneración, de amor, de libertad. Querían mantener todo el dinamismo propio de la concepción primigenia de la Alianza. Y le dieron una dimensión universal, que no había tenido hasta entonces ni había sido formulada. Fue Jeremías quien habló más hondo de la Alianza: su interiorización plena, su realización perfecta en el más profundo nivel de 65


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las intenciones, de las opciones, de las decisiones, de los valores. Nada de esto es innato en el corazón del hombre, insuficiente de por sí. Por eso Dios infundirá en él el soplo, la constancia, la energía, el amor necesario para esta novedad de vida en la Alianza: He aquí que llegan días ----oráculo del Señor---en que haré una Alianza nueva con Israel y con Judá; no será como la Alianza que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto; la Alianza que ellos quebrantaron y que yo mantuve ----oráculo del Señor----; así será la Alianza que haré con Israel en aquel tiempo futuro: Meteré mi ley en su pecho y la escribiré en su corazón, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo; ya no tendrán que enseñarse unos a otros, mutuamente, diciendo: tienes que conocer al Señor, porque todos, grandes y pequeños, me conocerán, porque yo perdono sus culpas y olvido sus pecados. Así dice el Señor que establece el sol para iluminar el día y la luna y las estrellas para iluminar la noche, el Señor de los ejércitos que agita el mar y hace mugir sus olas: Cuando fallen estas leyes que yo he dado, la estirpe de Israel ya no será más el pueblo mío. La Nueva Alianza que vislumbra Jeremías es la que viene a consumar Jesús. Juan y Lucas: Era antes de Pascua. Sabiendo Jesús que había llegado para él la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que vivían en el mundo, les demostró su amor hasta el final. Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi sangre, que se derrama por ustedes. 66


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Ésta fue la obra de Jesús, sellar una Alianza totalmente nueva entre Dios y los hombres, en plenitud, porque ya tiene como contenido todo su propio misterio, pero en el espíritu de la vieja Alianza del Sinaí. Lo que hizo Moisés de manera inaugural lo lleva a cabo Jesús a la perfección. Eso es su Evangelio: un modo de ser, una relación de vida, una manera de relacionarse, una actitud, un comportamiento, que conciernen a lo esencial de la vida y a su totalidad. Es el amor, es un espíritu, una aventura, una relación viva. No un estatuto inmutable, ni un conjunto de reglas, ni un deber, ni una seguridad, ni una doctrina. Es el misterio y el don del amor. Lucas: Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha venido a liberar a su pueblo, suscitándonos una fuerza salvadora en la casa de David su siervo. Él lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas: que nos salvaría de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian, manteniéndose leal a nuestros padres y teniendo presente su Alianza santa. Antes de referirse a las relaciones del hombre con Dios, la Alianza pertenece a la experiencia social de los hombres, que se ligan con pactos, contratos, acuerdos, tratados. En Israel constituye el punto de partida de todo el pensamiento religioso. Parte de Dios, que elige a Israel y lo hace depositario de su promesa, le dicta sus condiciones y le revela su designio y su voluntad. La Alianza es la consagración de Israel a Dios. Por eso es una nación santa, porque está consagrada a Dios y a su servicio, y es su Reino. A cambio de eso, tiene garantizadas la ayuda, la protección y las bendiciones de Yavé. La elección divina es gratuita. El mensaje de los profetas ----que la enfatiza como un asunto de amor---- se refiere a la Alianza y lo hace en función del pacto del Sinaí, de sus exigencias y de sus compromisos.

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ROSTROS DEL HOMBRE

Jesús sitúa el tema de la Alianza en el corazón mismo del culto cristiano y es el tema que constituye el trasfondo de todo el Nuevo Testamento. La Alianza del Sinaí se integraba en el conjunto armónico de principios, de valores, de normas sociales, de ideales, de objetivos históricos, de pasado, de presente y de futuro, que regía la organización y el funcionamiento de la vida, de las instituciones y de las relaciones de Israel. Es decir, se integraba en una economía gratuita de promesa y de salvación que Dios había instituido libremente. La Nueva Alianza de Jesús es el punto donde desemboca aquella economía. En la Nueva Alianza ----dice Pablo---- se quitan los pecados; Dios habita entre los hombres, transforma su corazón, pone en ellos su espíritu y les da la libertad de los hijos de Dios. La sangre de Cristo rehace la unidad del género humano. El contenido de la Alianza, como el contenido del Evangelio, se puede resumir en tres elementos: santidad, justicia y amor. La santidad no sólo tiene el sentido de la elección divina y de la consagración a Dios. Es también la lucha del hombre consigo mismo, como la lucha de Jacob, en tensión entre dos polos: la repulsa o la aceptación del mundo. Porque el mundo y la historia son del hombre, le pertenecen, le fueron dados en patrimonio. Son su terreno propio, su creación, la obra de sus manos y de su libertad. El hombre tiene que tocarlo todo, profanarlo todo, vivir en lo profano. Porque todo es profano. No hay ni cosas, ni personas, ni funciones, ni tiempos, ni fechas, ni ocupaciones, ni actividades, ni autoridades, ni cargos, ni lugares sagrados. Nada ni nadie está consagrado al servicio exclusivo de Dios. Porque, en el servicio de Dios, todos y todo están consagrados al servicio del hombre. Sólo se sirve a Dios a través del servicio al hombre. Dios rechaza lo sagrado en su Alianza. Nadie ni nada es sagrado. Todo el universo y todo lo que en él sucede y está es profano, porque todo fue puesto al servicio del hombre y es para el hombre. Pero todo fue creado y empapado por Dios. Es una unidad. Y son dimensiones de la misma unidad: profano y sagrado. Lo sagrado y lo profano no dividen al hombre, a no ser que el 68


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hombre se deje mutilar por ellos. No hay lo sagrado y lo profano. No existe esa división. No existe esa diferencia. La división y la diferencia fueron inventadas por el hombre como instrumento para dominar y manipular a los otros hombres. La separación entre sagrado y profano es sólo un instrumento del poder. Un modo de sacralizarse uno mismo, su función y su poder. La santidad es la toma de conciencia de la unidad, el descubrimiento de la dimensión sagrada en todo lo profano, la restitución de la unidad esencial ----que se experimenta como realidad única---- de lo sagrado y de lo profano en todos los hombres, en todas las cosas, en todos los acontecimientos, en toda la historia y en todo el universo. Es la reducción de todos los hombres y de todas las cosas a su dimensión real, indivisible, sagrada y profana. La santidad, en esta segunda perspectiva, es un imperativo y es una relación personales. En su primera perspectiva es un imperativo y es una relación comunitarios. La justicia es un imperativo social. Se refiere fundamentalmente a impedir el asentamiento del poder en un hombre o en un grupo, en la exigencia definitiva de equidad y de igualdad. Si la santidad impide la división entre sagrado y profano, la justicia impide la división entre los pobres y los que poseen, entre los que obedecen y los que mandan. Corrige los abusos y los excesos del dinero y del poder. Nivela las desigualdades. Hace de la vida una experiencia provisional continuamente revisable. Hace posible transformar el presente hacia el futuro, lo que es hacia lo que debe ser. Este fue el sentido de los profetas. Partían de la Alianza y, fincados en ella, confrontaban el presente de injusticia con la exigencia de equidad y de igualdad que debía convertirse en comunidad y en historia. Dios hizo la Alianza con su pueblo en el Sinaí, en el desierto, como consecuencia de los acontecimientos de Egipto, de donde Israel acababa de salir. La pobreza y la esclavitud de Egipto habían hecho un pueblo de iguales, todos esclavos, todos pobres, todos explotados, sin jerarquías, sin derechos adquiridos, sin ascendencias, sin privile69


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gios, sin dominaciones, sin superioridades, sin acumulaciones personales o de grupo. Por el éxodo de Egipto, se formó una sociedad de personas libres que habían sido igualadas por aquel estado de esclavitud. Todos igualados, todos iguales, con el compromiso de compartir. La justicia nació de la experiencia conjunta de la esclavitud y de la libertad, de la miseria y de la rebelión, del sufrimiento y de la liberación. Dios acababa de romper las cadenas de los esclavos e hizo con ellos el pacto de que esas cadenas quedarían siempre rotas entre todos los miembros de la comunidad. Nadie le pondría nunca esas cadenas a nadie. Era la exigencia de justicia, que sólo podría cumplirse en la igualdad. Era la consumación de una lucha, era la libertad conquistada, que debía permanecer para todos por igual. Isaías: El ayuno que yo quiero es éste: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos y los cepos; partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne. La santidad hacía vivir en comunión con Dios y unía lo sagrado y lo profano. La justicia igualaba a todos los hombres. Eran la unidad religiosa, humana, comunitaria, histórica y de destino. La unidad esencial de todo y de todos que, en la justicia, se iguala con los demás. Como iguala el amor. El amor es la profundidad de la Alianza. Amor incondicional y único a Dios y al hombre, en su dimensión común. Amor, como diálogo entre Dios y el hombre, realizado en el corazón de cada hombre. Amor, como exigencia global. Lo eterno y lo temporal, lo absoluto y lo relativo, lo sagrado y lo profano, en un mismo sentimiento dentro del corazón. Encuentro del hombre con el hombre; encuentro de Dios y del hombre. La medida y la garantía del amor a Dios son el amor al hombre y la fidelidad a la justicia, como se estableció en la Alianza. El amor es la respuesta a la llamada de Dios. Porque la Alianza es un diálogo. 70


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Santidad, justicia y amor. Esta es la Alianza que Dios quiso hacer con su pueblo. Éste es el pueblo y éste es el hombre que Dios diseñó. En esos pilares está basada la moral que Dios exige al hombre. Ese es el comportamiento humano moral. De esta Alianza nació Israel y esto es lo que Israel significa, como pueblo, para la humanidad. De ese pueblo nació Jesús de Nazaret. Esas eran su visión, su cultura y su manera de ver la vida. Esa es la Alianza que él vino a restaurar. La convirtió en una Alianza nueva y la llevó a su plenitud, pero en el mismo espíritu. Santidad, justicia y amor no varían. A la samaritana le dice que no hay lugares sagrados para adorar a Dios. Ni el templo de Jerusalén ni el monte Garizim. No hay profano ni sagrado. Todo es profano y todo está empapado de Dios. No se da culto al Padre en un cerro ni en un templo. El Padre quiere hombres que lo adoren así, con espíritu y con verdad. Jesús le dijo: --Se acerca la hora en que no darán culto al Padre ni en este cerro ni en Jerusalén. Ustedes adoran lo que no conocen. Nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación sale de los judíos. Pero se acerca la hora o, mejor dicho, ya ha llegado, en que los que dan culto auténtico darán culto al Padre con espíritu y con verdad, pues de hecho el Padre busca hombres que lo adoren así. Dios es espíritu, y los que lo adoran han de dar culto con espíritu y con verdad. Enseña a orar a los apóstoles. Lo que deben pedir es que venga el Reino de Dios, es decir la reconciliación de los hombres entre sí y la reconciliación de los hombres con Dios, en el amor y en la igualdad fraterna de todos, porque ésa es su voluntad. La justicia y el amor. Por eso enseña que el hombre tiene poder para perdonar los pecados, porque el pecado es siempre contra el hombre y es el hombre el que tiene que pedir perdón y que perdonar a su hermano. A tal grado, que su perdón para el otro es la medida del perdón de Dios para él. La oración del Padre Nuestro significa precisamente eso. No tienen derecho de llamarle padre a la misma persona, sino aquellos 71


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que son hermanos. Para llamarle padre a Dios es necesario el esfuerzo constante de justicia y de igualdad, de hacernos hermanos en el amor y en la justicia, todos iguales como hijos del mismo padre. Sólo así podremos llamarle padre a Dios. Cuando hayamos realizado esta obra de reconciliación y hayamos reunido en el amor, en la igualdad y en la justicia a la familia de Dios alrededor de la mesa del Padre, para compartir el mismo pan que nos da, entonces vendrá el Reino de Dios y los hombres habremos cumplido su voluntad. Porque sabemos que quien ama a Dios, cumple sus mandamientos, como dice san Juan en su Evangelio, y su mandamiento es que nos amemos los unos a los otros. Al hacerse la voluntad de Dios de que nos amemos los hombres, vendrá su reino y se realizará su plan sobre la humanidad y sobre la vida del hombre. Con eso, el nombre de Dios quedará glorificado. Le pedimos a Dios que nos dé nuestro pan de cada día, no como un milagro de la intervención divina, sino como la grandeza del amor humano que comparte lo que tiene y reparte con justicia y con igualdad los bienes de la tierra que han sido destinados para todos. En otras palabras, cuando nos hayamos hermanado por el amor y por la justicia, no le faltará a ninguno el pan de cada día, porque todos compartiremos los beneficios de la tierra y de la vida. Así y entonces, siempre encontraremos y recibiremos el perdón de Dios, porque nosotros perdonamos a los demás y somos perdonados por ellos. La medida del perdón de Dios a cada hombre, será el perdón que cada hombre haya aprendido a dar y dé a los que lo han ofendido. Porque perdonar es seguir amando y el mandato de Jesús a sus discípulos es que nos amemos y no nos dejemos de amar. Por eso siempre será posible el perdón entre nosotros, como parte de la venida del Reino de Dios y de la hermandad de los hombres. A no ser que nosotros rompamos el amor y el perdón; pero nos condenaríamos a nosotros mismos a no ser perdonados por Dios, ya que así se lo pedimos: perdónanos como nosotros perdonamos. La tentación siempre presente es la ruptura del amor y de la unidad, la separación, el desamor, el egoísmo que se cierra en sí mismo: romper la comunión, instalar la desigualdad. La tentación del poder, que es poner a los demás al servicio de uno, contra la exigencia del 72


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amor que es ponerse uno al servicio de los demás. Ésa es la tentación ----la tentación contra el reino, contra la comunión y la fraternidad, contra la igualdad y la justicia---- en la que pedimos que no nos deje caer. Entonces quedaremos libres del mal, el desamor, cuyo fruto siempre es la muerte, en contra del amor, cuyo fruto siempre es la vida. Cuenta Jesús la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro. El rico se va al infierno porque era rico y guardó para sí, sin compartir con el pobre. Dejó que la riqueza instalara la desigualdad. No cumplió la justicia de la Alianza. Traicionó la Alianza. Faltó a la fidelidad. La Alianza es el código moral. Y por ese código vamos a ser juzgados. Lo describe claramente. Se nos juzgará por la justicia de la Alianza. El pecado siempre se refiere al hombre y nuestro juicio será sobre la justicia que hayamos cumplido o no hayamos cumplido con el hombre, sobre todo con el pobre, al que dimos o no dimos de comer cuando tenía hambre, al que dimos o no dimos de beber cuando tenía sed, al que vestimos o no vestimos cuando estaba desnudo, al que cobijamos o no cobijamos cuando no tenía cobijo, al que visitamos o dejamos solo cuando estaba en la cárcel. Fuimos fieles a la justicia de la Alianza y dimos amor o no fuimos fieles y negamos la justicia y el amor. Al rico le dice que venda sus propiedades y entregue el dinero a los pobres, porque la riqueza instala la desigualdad. No hay divisiones entre los hombres y la justicia debe igualarlos a todos. Por eso, el juicio final se basará en la justicia. El único mandamiento que nos deja, su mandamiento supremo, es que nos amemos unos a otros. El amor, como exigencia absoluta. Jesús es hebreo y es hombre de la Alianza. Viene a revivirla y a hacerla nueva. Su espíritu es ése. Su moral es ésa. Su mandato es ése. San Juan, en su primera carta: Quien no practica la justicia, o sea, quien no ama a su hermano, no es de Dios. Porque el mensaje que ustedes oyeron desde el principio fue que nos amemos unos a otros. No amar es quedarse en el muerte. Odiar al propio hermano es ser un asesino, y ustedes saben que ningún asesino conserva dentro la vida eterna. Si uno posee bienes de este mundo y, viendo a su hermano en ne-

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cesidad, le cierra las entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios? No amemos de palabra y de dientes para afuera, sino con obras y con verdad. Su mandamiento es éste: que tengamos fe y confiemos en su hijo Jesús, el Mesías, y nos amemos unos a otros, como él nos mandó. Amigos míos, amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. Amigos míos, si Dios nos ha amado tanto, es deber nuestro amarnos unos a otros. El que diga que ama a Dios mientras odia a su hermano, es un embustero, porque quien no ama a su hermano, a quien está viendo, no puede amar a Dios, a quien no ve. Este es el mandamiento que recibimos de él: quien ama a Dios, ame también a su hermano. En resumen. El hombre es indivisible. Aunque se manifiesta corporal, vital y espiritualmente, su unidad intrínseca es esencial. No tiene partes separables, cuerpo y alma. El alma simplemente no existe. El hombre es intrínsecamente uno, en esencia indivisible, como carne que vive. Está hecho en la unidad interna y para la unidad externa, y se enfrenta a lo múltiple, a lo diverso, a lo caótico. Tiene que buscar, conquistar y hacer la unidad. Con Dios, con el hombre y consigo. Por eso tiene que luchar consigo mismo, como Jacob, para asumir ese destino. Tiene que pasar la noche del otro lado del río, en lucha para apoderarse de sí mismo, para decidirse a conquistar y a hacer la unidad, a dominar el mundo, a construir la tierra, a crear comunidad, a hacer la historia. Porque Dios hizo al hombre dueño de su propio destino, del universo, del mundo, del tiempo y de la historia. Ése es el terreno de su responsabilidad, de su libertad, de su respuesta al llamado de Dios. Ése es el reto de su libertad, ésa es su capacidad de crear. Allí es donde tiene que realizar la unidad. Eso es la santidad. Pero ni fue hecho para estar solo ni puede hacer él solo la tarea. De ahí la necesidad de la justicia y del amor, que igualan, comparten, vinculan y unen a los hombres entre sí. Crean comunidad, sociedad, pueblo. Realizan el destino común y hacen la historia. 74


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Esto es la Alianza, como plan de Dios y como destino del hombre, como respuesta humana libre al llamado de Dios y como conducta moral del hombre, como comprensi贸n de la vida y como modo de ser, como criterio de decisi贸n y como juicio de comportamiento, como relaci贸n viva que constituye al hombre en persona y como actitud interna frente a Dios, frente al otro hombre, frente al mundo y frente a la historia: la santidad que unifica, la justicia que iguala y el amor que vincula.

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ra el año 750 antes de Cristo. El reino de Israel vivía una paz espléndida por aquellos años. Era próspero y su dominio se extendía muy lejos. Ningún país vecino implicaba una amenaza para el poderoso Israel. Un granjero guardaba sus rebaños en Tecua, al sur de Jerusalén. Un día le llegó al corazón la voz de Dios, ‘‘como rugido de león’’. Se llamaba Amós. Dejó sus rebaños y salió por las calles de Jerusalén a predicar el mensaje que Dios le había inspirado: el pueblo de Israel estaba enfermo de injusticia, herido en el alma, corrompido, confiado en sus propias fuerzas, aunque externamente floreciente. Las injusticias de los poderosos y de los ricos clamaban a Dios. La prosperidad de Israel había creado una aristocracia dominante que explotaba a los humildes y a los pobres de la tierra. Dios no soportaba eso y juzgaría a su pueblo. Aquello era la ruptura de la Alianza. Amós, el primero de los grandes profetas, anuncia el juicio de Dios. Su pueblo merece castigo. La ira de Yavé habrá de concretarse en guerra, en invasión, en exilio. Israel goza de su prosperidad y la traduce en injusticia. Dios prepara en el norte a un pueblo guerrero que avanza sin misericordia, los asirios. Amós lo teme. Israel no quiere pensar. Amós lo anuncia. Israel no quiere escuchar. Amós denuncia las injusticias sociales, la satisfacción humana, la falta de honradez, la infidelidad a la conducta que Yavé pactó con Israel cuando lo escogió y lo hizo suyo. Ahora Israel es culpable de múltiples injusticias, de lujo inmoderado, de au-

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tocomplacencia vacía, de cultos idolátricos. La injusticia vicia el culto legítimo, la idolatría lo corrompe. Sólo a ustedes los escogí entre todas las tribus de la tierra; por eso tomaré muy en cuenta todos sus pecados. Uno de esos pecados es el culto sin justicia, el culto vacío. Detesto y rehúso sus fiestas, no me aplacan sus reuniones litúrgicas; por más holocaustos y ofrendas que me traigan, no los aceptaré y no miraré sus víctimas cebadas. Retiren de mi presencia el barullo de sus cantos, no quiero oír la música de la cítara; quiero que el derecho fluya como agua y que la justicia fluya como arroyo perenne. Lo que Dios busca en su pueblo, sobre todo, es la justicia entre los hombres. Que se cumplan los preceptos de la ley que hablan del pobre. Venden al inocente por dinero, venden al pobre por un par de sandalias; revuelcan en el polvo al desvalido y tuercen el proceso del indigente. Oprimen a los indigentes, maltratan a los pobres; estrujan al inocente, aceptan sobornos, atropellan y hacen injusticia a los pobres en los tribunales. Disminuyen la medida, aumentan el precio, usan balanzas con trampa. El profeta Miqueas, unos años más tarde, se haría eco de la misma denuncia: Codician los campos y los roban, codician las casas y se apoderan de ellas; oprimen al pobre y a su casa, 78


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oprimen al varón y sus posesiones. Comen la carne de mi pueblo y lo despellejan. No se trata de una acusación contra la riqueza. Es una acusación contra la injusticia. La riqueza en sí misma es un bien relativo, y lo es en la medida en que se usa no para la desigualdad, el dominio, la injusticia y el provecho propio exclusivo. Son un mal la desigualdad humana, el no compartir, el usar la riqueza sólo en provecho propio, la opresión, la injusticia, el despojo, el egoísmo. Dios había establecido un orden justo, que constituyó la esencia de su Alianza con Israel. Los profetas intentan que se restablezca ese orden. Fue Dios quien dio a Israel su tierra. Cada familia de su pueblo tiene derecho a gozar los frutos de los campos que Dios les dio en heredad. La posesión de la tierra es un don de Dios. Israel siente el deber sagrado de conservar para siempre esa herencia. Pero la prosperidad comercial y, con ella, un nuevo orden social, nacidos en tiempos de Jeroboam II, trastornaron el antiguo modo de vida y de relación social. Los nuevos ricos se adueñaron de los pobres. Se rompió el orden establecido por Dios de igualdad humana fraternal. La tierra es ya sólo de los ricos. Ya no es la tierra prometida, como don a un pueblo. Ya es el acaparamiento, como fruto de un despojo. Los pobres ya no pueden agradecer a Dios la tierra, la heredad y el descanso, como prescribe la ley. La tierra ya es de unos cuantos. Ya no se reconoce a Dios en ella. Amós anuncia el castigo: enemigo, guerra, asedio, invasión, destrucción, exilio. El exilio y la esclavitud en Egipto habían igualado a todos en la servidumbre. El pacto fue conservarse iguales. Pero ya no son iguales. Y Dios los manda de nuevo al exilio y a la servidumbre, donde vuelvan a igualarse y se acabe la injusticia. Serán destruidas las fortalezas de los grandes y de los poderosos; caerán los palacios y las mansiones, las casas de invierno y las residencias de verano de los ricos; huirán los valientes y el enemigo saqueará bienes y riquezas; marcharán al exilio las mujeres ricas ----‘‘vacas de Bazán’’ las llama Amós---que gastan en vino el dinero de los pobres, y los que se acuestan en lechos de marfil. Se terminaba aquella trilogía que era la esencia mis79


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ma de Israel: tierra, pueblo y Dios. Para Israel, el exilio tenía el sentido de un abandono de Dios. El destierro lleva consigo el alejamiento de Dios. Se rompen las raíces de la tierra. Y Dios había prometido la tierra. Sólo queda lo que siempre dejan los profetas: la esperanza, la posibilidad de un nuevo comienzo. El anuncio de Amós encierra un llamado a la conversión. Si el hombre se convierte, Dios siempre perdona: odien el mal, hagan el bien, sean justos en los juicios, Dios se apiadará. Las grandes denuncias de Amós, su exigencia de justicia y de respeto al pobre siguen teniendo validez. C. Westermann tiene una idea sugerente. Lo cito de memoria: Las revoluciones sociales de los siglos XIX y XX fueron posibles porque la predicación social de los profetas había dejado de ser operante dentro de la Iglesia. Eran todavía los tiempos de Jeroboam II, que reinó del 782 al 753, a. C., y fue el penúltimo rey de su dinastía. Jehú, jefe militar de una guarnición, se levantó en armas en el año 841 a. C., para vengar crímenes pasados. Lo hizo a fuerza de matanzas. El coronamiento de su venganza fue el asesinato de Jezabel, en el campo de Yezrael. Fundó entonces una dinastía que duró casi cien años, hasta el 753, y tuvo cinco reyes. Jeroboam II fue el cuarto. Restauró las fronteras, sometió a los moabitas de la transjordania, logró la paz y trajo la prosperidad. Y, con ella, la injusticia que denunció Amós en el sur. En el reino del norte la denunciaba el profeta Oseas. Si Amós enfatiza dos aspectos de la Alianza, el amor y la justicia, Oseas se concentra en el tercero, la santidad. Acusa: infidelidad al Señor, culto a los ídolos, cultos de fertilidad y prostitución cultual, infidelidad de las mujeres, hijos bastardos, alianzas políticas ----sobre todo con Egipto y Asiria----, dependencia, explotación económica, tributos, confianza en la riqueza. También denuncia las injusticias sociales. Oseas predica en los últimos años del reino de Israel, 750-721 a. C. No pierde de vista la injusticia en que vive su pueblo. Pero le 80


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importa otro aspecto: su pueblo desprecia a Dios y adora dioses falsos. El culto oficial está contaminado. Lo peor es que se ha borrado la línea divisoria entre Dios y los baales. Ya los confunde Israel. Oseas ----como Amós---- predica el castigo. Pero también el perdón. Israel irá al exilio, pero volverá a su patria y allí echará raíces. Oseas usa la imagen del matrimonio. Yavé ama a Israel como a una esposa, pero Israel desprecia a su esposo y anda con otros amantes: Llevan dentro un espíritu de fornicación y no conocen al Señor. En el norte de Palestina, tierra de Canaán, se adoraba a Baal, dios de la cosecha y de la lluvia. Se creía que era esposo de la tierra, a la que fecundaba con el agua año tras año. Baal vencía al desierto y a la sequía y a la muerte. Su culto, como culto de fecundación, se llevaba a cabo en medio de orgías sexuales que simulaban la acción de Baal con la tierra. Israel había caído bajo la influencia de ese culto y había pervertido el sentido de la tierra, que era el regalo de Dios a su esposa Israel. El país de los israelitas era la tierra que Dios les había prometido desde el principio y que les había concedido después. La tierra del hombre no es una diosa ni una fuerza divina, sino un regalo de Dios para el servicio del pueblo. Hombre y tierra. Los dos vienen de Dios. Los dos fueron hechos para servirle. Tierra y hombre, siempre unidos, en dependencia del Dios que guía la historia. Cuando el hombre peca, Dios lo castiga en sí mismo y en su tierra. El castigo de Israel fue el exilio. Arranca de su cara las fornicaciones, arranca de sus pechos los adulterios. si no, la desnudaré, la dejaré en cueros como el día en que nació. La convertiré en desierto, la convertiré en estepa, la mataré de sed.

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La tierra es un don gratuito de Dios al hombre. Todo hombre debe tener su parcela, su tierra, su lugar donde vivir y donde prosperar. Sólo Dios puede separar al hombre de su tierra. El despojo de la tierra por parte del hombre es un pecado, es una injusticia que Dios no tolera. Israel pecó y se manchó en su tierra. Tendrá que limpiarse fuera de ella. Adoró a los baales en su tierra. Tendrá que olvidarlos en el exilio. La tierra, que era una ayuda para el hombre, se convirtió en ambición, en tentación, en trampa. Dios se la quita hasta que se purifique y pueda volver a ella. Isaías ----el primer Isaías, es decir, el primer autor de los cuatro que escribieron (desde finales del siglo VIII a. C., hasta principios del siglo II a. C.) lo que hoy conocemos como el libro de las profecías de Isaías---- vivió los años de la invasión asiria. Primero fue la destrucción del reino septentrional, el reino de Efraín. Luego vino la invasión de Judá. El profeta es mensajero del juicio de Dios y de su sentencia de castigo. Después es mensajero de la esperanza y del futuro, un futuro brillante y una nueva tierra. Al principio, Dios lo manda, después de haberlo purificado a anunciar su mensaje al pueblo que no escucha en la tierra que va a quedar asolada, vacía de hombres. Contrapone la santidad de Dios y el pecado del hombre. Ve el pecado humano a la luz de la santidad divina. El hombre se ha rebelado contra Dios y lo ha dejado en el olvido: Han abandonado al Señor, han despreciado al santo de Israel y le han vuelto la espalda. La razón es la misma: han despreciado a Dios porque han despreciado al hombre y le han cometido injusticia. Han acumulado campos y casas hasta ser los únicos propietarios de la tierra. La tierra que fue regalo de Dios a todo su pueblo se ha convertido en propiedad de unos pocos que oprimen y explotan al pobre y al humilde:

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¡Ay de los que añaden casas a casas y juntan campos a campos hasta no dejar sitio y vivir ellos solos en el país! Soy testigo. Lo ha jurado el Señor de los ejércitos: serán arrasadas sus muchas casas, sus magníficos palacios quedarán deshabitados. Son rebeldes contra Dios los que manchan de sangre sus manos, los que no cumplen con la justicia que se debe al pobre, los que no dan a las viudas y a los huérfanos el amparo que Dios les garantiza. La injusticia y la opresión del hombre contra el hombre siempre claman al cielo y siempre son una rebeldía contra Dios. ¿Qué me importa el número de sus sacrificios? ----dice el Señor. Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de cebones; no me agrada la sangre de novillos, ni de corderos, ni de machos cabríos. No me traigan más dones vacíos ni más incienso execrable. Novilunios, sábados, asambleas... No aguanto reuniones y crímenes. Detesto sus solemnidades y sus fiestas; se me han vuelto una carga que ya no soporto más. Cierro los ojos cuando extienden las manos, no los escucharé aunque multipliquen sus plegarias. Sus manos están llenas de sangre. Lávense, purifíquense, aparten de mi vista sus malas acciones. Cesen de obrar mal, aprendan a obrar bien. Busquen el derecho, hagan justicia al oprimido, defiendan al huérfano, protejan a la viuda.

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Los reyes y los grandes de Israel ponían su esperanza en los pueblos poderosos, como si de ellos pudiera venir la salvación, y ocultaban la realidad: el castigo venía de Yavé porque el hombre había manchado la tierra, su relación con Dios, al pueblo y al hombre con su injusticia, con su opresión, con su olvido de Dios, con su confianza en los poderosos. Deja a Dios y cae en el poder de este mundo. Los ojos soberbios serán humillados, será doblegada la arrogancia humana; sólo el Señor será ensalzado aquel día, que es el día del Señor de los ejércitos: contra todo lo orgulloso y lo arrogante, contra todo lo empinado y lo engreído, contra todos los cedros del Líbano, contra todos los montes elevados, contra todas las altas torres, contra todas las murallas inexpugnables, será doblegado el orgullo del mortal, será humillada la arrogancia del hombre; sólo el Señor será ensalzado aquel día, y los ídolos pasarán sin remedio. Por lo pronto, llega el castigo: la invasión, la destrucción, la desolación del pueblo y de la tierra, el exilio. Mi pueblo será llevado al cautiverio. Las tierras de los ricos se convertirán en erial. Vendrá el perdón. Renacerá la esperanza. Habrá una tierra nueva. No nueva porque sea otra, sino nueva porque los hombres realizarán en ella la justicia y porque reinará la paz. Vendrá la verdad y todo lo llenará el conocimiento de Dios. Ésa es la tierra del hombre, la tierra en donde hay justicia, solidaridad, fraternidad humana, protección al débil y al pobre, igualdad de todos, amor, alegría de compartir, plenitud, prosperidad distribuida y, en consecuencia, culto auténtico a Dios. 84


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Jeremías expone la misma visión. Él vivió como ninguno los horrores de la guerra y del exilio. Pero los dolores tienen recompensa, después del juicio destructor de Dios. Sólo que la vuelta a la tierra supone conversión. No será Dios, solo y aislado, quien realice la vuelta. Necesita que su pueblo la quiera y que se ponga en camino. Dios no fuerza, invita. Vuelve, virgen de Israel, vuelve a tus ciudades, ¿hasta cuándo estarás indecisa, muchacha rebelde? El Señor crea algo nuevo en la tierra, volverá a dominar la que era maldecida. Dios promete otra vez la tierra. Habrá prosperidad en ella, a condición de que se cumpla el pacto. Nueva tierra. Nuevo pacto. Depende del modo como responda el pueblo, de la forma y del contenido que le dé a su tierra. Es el corazón del hombre lo que cuenta, es el interior del hombre lo que busca Dios. Ciro, el persa, conquista finalmente el gran imperio babilonio. Los hijos de Israel pueden volver a su tierra. Pero muchos no vuelven ya, por motivos sociales y económicos. Además, las grandes potencias siguen dominando sobre la tierra de Israel y sobre el pueblo que ha vuelto. Ya es la diáspora, libremente aceptada. La tierra se va convirtiendo en un símbolo teológico, más que en la herencia material de los padres. Se irá volviendo un símbolo de santidad, una expresión del sentimiento y del orgullo nacional y religioso de los judíos, y perderá su carácter de tierra natural, de lugar de trabajo y de vida. Palestina. Símbolo del ideal al que aspira el hombre. Símbolo de la tierra que el hombre deberá crear en todas partes. Todo esto es el contenido del tercer Isaías. Cambia el sentido de la vida, porque cambia el sentido de la tierra. La vida del hombre, ahora, se concibe como un largo peregrinar hacia una meta. Todo es un paso hacia un destino. Si se quiere volver, hay que hacer el camino para la vuelta. El hombre debe asumir su destino, porque el hombre es tiempo y es historia. La tierra es sólo

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ROSTROS DEL HOMBRE

el lugar de su justicia, dondequiera que est茅, porque su vida terrena es el exilio. El hombre peregrino. Es el sentido profundo de los hombres en la historia que Dios hizo salvadora y que los hombres deben continuar. O destruir a su propia costa. Yo te hago luz de las gentes, para que lleves mi salvaci贸n a los confines de la tierra. Te he formado para restablecer la tierra, para repartir las heredades devastadas. El hombre se proyecta hacia el futuro, porque el futuro es el destino que tienen todos los hombres. La libertad futura, que se labra en la tierra presente.

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LA MORAL DEL HOMBRE

La moral, la comunidad y la historia ubo tiempos en los que se polemizó sobre la moral del Antiguo Testamento en su relación con la moral del Nuevo. No falta todavía quien lo siga haciendo, en el sentido de una comparación de lo inferior y primitivo con lo superior y desarrollado. En otras palabras, se piensa que la moral del Antiguo Testamento es imperfecta, primitiva, material. Cristo canceló muchos de sus preceptos y la perfeccionó. La moral del Antiguo Testamento quedó superada. Para unos, Cristo fue un rabino judío, como tantos otros, que mantuvo una postura fundamentalmente conservadora. Su aportación consistió en interpretar la ley de un modo más espiritual, más interior, un poco al estilo de los antiguos profetas. Para otros, Jesús rechazó el Antiguo Testamento y mantuvo una actitud de polémica y de crítica sistemática a las doctrinas y a las prácticas morales de su tiempo y de su sociedad. Para otros, Jesús adoptó una postura intermedia. Aceptó la validez general de la ley moral del Antiguo Testamento, pero la corrigió y la perfeccionó. Dejó sin vigor una extensa gama de preceptos antiguos. Por ejemplo, todo lo referente al descanso sabático y a la impureza legal. Y, en cambio, estableció otra serie de normas morales. Era un reformador religioso que venía a fundar una nueva economía espiritual y, por tanto, una nueva moral, que perfiló en el Sermón de la Montaña. Sin embargo, no se opuso radicalmente al Antiguo Testamento ni quiso abolirlo, sólo lo perfeccionó y lo superó.

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Todas estas posturas y otras se defendieron y se defienden. Por ejemplo, para probar la superioridad de la moral neotestamentaria, se cita, entre otras, una frase del Evangelio de Mateo: Les digo que si la fidelidad de ustedes no se sitúa muy por encima de la fidelidad de los letrados y de los fariseos, no entrarán en el Reino de Dios. Pero ésa fue precisamente la predicación de los profetas contra los prevaricadores. También en la época profética hubo gente con una calidad moral inferior, como los escribas y los fariseos. Sin una fidelidad muy superior, no se podía pretender la reconciliación con Dios. El problema era ése. Se había perdido la fidelidad a la Alianza. Tanto Jesús como los profetas apremian a recuperarla. Pero no se trata de la fidelidad como virtud descarnada, sino de la fidelidad a una opción que se vive. Es la fidelidad como modo de ser y de relacionarse, como actitud de vida, no como acto ético. Es la fidelidad, pero ¿a qué? En la mentalidad occidental posterior, la fidelidad es obediencia a las normas morales y jurídicas, al ordenamiento canónico, a las órdenes y disposiciones de la autoridad, inclusive a lo que llaman ley natural. Ya no es la moralidad un modo de ser, sino el cumplimiento de una norma y de un mandato. Es una serie de principios abstractos que se aplican a la conducta diaria por medio de un casuismo interminable; porque nuestra moral occidental clásica se centra en el individuo, en el pecado individual y en la norma derivada de la autoridad. Es una moral vertical, no tanto de actitudes cuanto de acciones. No en vano se ha dicho que la Iglesia no nos enseña a amar, sino a obedecer. En la Biblia, en cambio, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, se trataba de la fidelidad a un pacto, a una Alianza libremente contraída por ambas partes, pero debida a la iniciativa de Dios. La Alianza se ‘‘pone en pie’’, se ‘‘guarda’’, se ‘‘observa’’. Tiene carácter de estabilidad. O se ‘‘transgrede’’, se ‘‘viola’’, se ‘‘rompe’’. Era la infidelidad. Pero la Alianza no se hacía con cada uno en particular, sino con el pueblo de Dios, como pueblo. Era una moral esencialmente comunitaria: ha88


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cer comunidad. Cuando Isaías, en el capítulo 42, describió al ‘‘SiervoMesías’’, lo llamó ‘‘la Alianza del pueblo’’. No era sólo un pacto, era un culto, una liturgia. Unía toda la vida en un solo servicio al hombre y a Dios. Y allí se generaba otra fuente de infidelidad, cuando Israel se dejaba ganar por la idolatría, igual que hoy se deja ganar el hombre por sus nuevos ídolos de muerte. Como se generaba cuando Israel caía en el fariseísmo moral, en el formalismo cultual y en el ritualismo vacío, que tanto atacaron los profetas como atacó Jesús. La Alianza ----como se entiende en la Biblia---- es el compromiso que Dios adquiere por sí mismo y sobre sí mismo en favor de los hombres, considerados personas capaces de responder libremente, de comprometerse a su vez, en lo personal y en conjunto, con respecto a Dios. Es libre y gratuita en su iniciativa y en su mantenimiento, pero es también una disposición estable e irrevocable. La Alianza crea un medio y un modo de ser. Inspira y reforma todo lo que constituye la vida en marcha, las relaciones del pueblo con Dios y de los hombres entre sí. Regula la vida que marcha y las relaciones vivas. No es un código muerto para una vida estática que siempre se repite a sí misma, sino que se va precisando a lo largo de las circunstancias históricas. Y por eso cambia. Va cambiando. No es una moral fija, es una moral histórica. No es una moral eterna y abstracta derivada de la esencia misma de Dios y de una ley, llamada natural, que Dios graba de manera inmutable y universal en el corazón del hombre y que obliga siempre en la misma forma hasta la muerte, como se dice de la moral occidental y cristiana, sino al contrario, es una moral que se forma y se reforma en la vida que fluye y que cambia y que va forjando al hombre, derivada de su Alianza con Dios. Por eso también, Jesús la cambia, porque las circunstancias históricas ya son otras y las relaciones con Dios son nuevas en su forma y en nuevos contenidos, aunque en esencia permanezcan las mismas. Porque Jesús viene a renovar la Alianza, esta vez firmada con su sangre; viene a instaurar la Nueva Alianza ----el Reino de Dios---- pero conserva el espíritu de la antigua Alianza del Sinaí. 89


ROSTROS DEL HOMBRE

No es un Dios distinto el que hace la Alianza del Nuevo Testamento. Es el mismo Dios del Antiguo. No hizo antes una mala Alianza, o una especie de Alianza subdesarrollada, ni una Alianza primitiva y experimental, en espera de la segunda y definitiva. Es el mismo Dios, es la misma Alianza, es el mismo espíritu, es el mismo plan de Dios sobre la vida del hombre, es la misma voluntad de Dios, es el mismo objetivo. Cambian las formas, algunos contenidos, los signos y los nombres; cambia el culto, cambia lo externo; pero la esencia del pacto es la misma, porque es el mismo Dios y es su mismo designio, con contenidos y formas nuevos. Ahora su pueblo no es ya Israel, sino toda la humanidad, simbolizada en la Iglesia, a la que Dios une y salva por la sangre de su Hijo. El intercambio de palabras entre Dios y ese pueblo no se hace ya directamente, sino a través de Jesucristo; pero sigue siendo una historia de interpelaciones y de respuestas; sigue estando la ley, históricamente cambiante y perfectible ----porque es el amor que evoluciona---- escrita en el corazón de los hombres; siguen los hombres descubriendo la revelación del amor, de la fidelidad, de la dedicación, del servicio; sigue siendo Dios el protector de los débiles, el liberador de los oprimidos y el Dios de los pobres; sigue estando la Alianza fundada en sus tres pilares: santidad, amor y justicia. Dios llama al hombre a responder. Su respuesta es la fe en Jesús, traducida en fidelidad y en confianza, y el amor a sus hermanos, traducido a su vez en justicia y en servicio. La fe se apoya en Dios, el amor se vincula con los hermanos. Y el hombre va expresando, con vida que marcha y con relaciones que cambian, esta esencia de la Alianza, en las circunstancias que le va tocando vivir. La Alianza no es la obediencia a las leyes, es la donación de amor, original, siempre nueva, muchas veces distinta, inventiva, creadora, pero siempre donación de amor. Juan: Dios es amor. En esto se hizo visible entre nosotros el amor de Dios: en que envió al mundo a su hijo único, para que nos diera vida. Por esto existe el amor: no porque amáramos nosotros a Dios, sino porque él nos amó a nosotros y envió a su hijo para que expiara nuestros pe-

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cados. Si Dios nos ha amado tanto, es deber nuestro amarnos unos a otros. A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos mutuamente, Dios está con nosotros y su amor está realizado entre nosotros. Jesús es el Mesías-Alianza del que habla Isaías. Dios con nosotros, hombre con Dios, Siervo de Dios, Palabra de Dios hecha vida humana y camino ideal, hecha historia. Porque el hombre es historia y, por tanto, la moral también es historia, no abstracción de leyes. Ya no hay más ley que el amor. El hombre no puede ser historia dentro de una moral absoluta. No hay ambigüedad en la postura de Jesús frente a la ley del Antiguo Testamento. No hay contradicción entre su exigencia de observar la Alianza y su reforma a las leyes. Simplemente hay adaptación a otras circunstancias históricas, incomprensible para quien piense que la ley moral es una, eterna, universal, inmutable, absoluta. La moral de Israel se basa en hechos históricos, no en ideas abstractas sobre el bien y el mal. Se basa en especial en los hechos históricos de la intervención de Dios en la vida de Israel, que van atando sus lazos religiosos y morales. La soberanía de Dios ----Israel tenía conciencia muy viva de ella---- se extiende sobre todo el universo, sobre todos los pueblos, sobre toda la historia. La creación misma condiciona toda la historia y permite la noción de una historia universal. De ahí parte la soberanía de Dios; desde ahí labra el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, la dimensión ética y religiosa de su vida y adquiere conciencia de la nobleza y de la altura de su dignidad humana. La vida del hombre no es cualquier vida, es la vida específicamente humana, creada y ennoblecida a imagen de Dios. Por eso el hombre no puede admitir la disminución, ni la degradación, ni el envilecimiento de su vida. El israelita, muchas veces, consciente hasta la muerte de su intocable dignidad humana, prefirió quitarse la vida a verla rebajada. Y eso, como homenaje heroico a la dignidad y a la nobleza que su ser y su vida de hombre recibieron de Dios. No somos sensibles en nuestro tiempo y en nuestra cultura a esta dimensión de la moral y de la vida. 91


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De ahí también su conciencia de que es superior a la naturaleza visible, de que está por encima de ella y de que es el encargado de someterla, de dominarla y de ponerla a su servicio. Él debe regir y orientar a la naturaleza. Todo lo creado ----su cuerpo inclusive---- debe ser regido por la inteligencia y por el espíritu del hombre y sometido a sus fines superiores. No hay una naturaleza superior al hombre, ni siquiera su propio cuerpo, como si fuera una realidad independiente y absoluta de su inteligencia y del dominio que debe ejercer sobre todo lo creado para sus fines superiores. Si puede dominar, corregir y reorientar todo su cuerpo, también puede hacerlo con su sexo y con su procreación. No hay ninguna ley natural que esté por encima de su superioridad sobre la naturaleza, de su inteligencia y de su misión de usar todo lo creado, porque en lo creado no hay sagrado ni profano. Todo es profano, todo es inferior al hombre y todo se encamina y se dirige al hombre. Sólo el hombre se ordena y se encamina a Dios. El hombre es dueño del universo, de la naturaleza, del mundo, de la historia, de la vida, de su cuerpo y de su sexo. Es la tarea que Dios le encomendó. Dominar todo lo creado y crear la convivencia humana, la sociedad, en el amor y en la justicia. Porque es consciente de su dignidad y de su nobleza, debe serlo de la dignidad y de la nobleza de todos los hombres por igual. De ahí el inmenso respeto por la vida humana, y por la igualdad fraternal entre todos los hombres. Dios no tolera la desigualdad y la diferencia. No sólo exige respeto a los débiles, a los marginados, a los pobres, sino responsabilidad de velar por ellos y de protegerlos. Dios quiere la fraternidad universal, la responsabilidad del hombre ante su hermano. Génesis: Caín, ¿dónde está tu hermano? ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde la tierra. La vida ética de Israel no se deriva sólo de la Alianza y de su teología de la creación, sino del medio ambiente en el que vive: familia, tribu, pueblo, vida comunitaria. Depende de la vida de un pueblo, 92


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de su idiosincrasia, de su experiencia histórica, de sus convicciones ideológicas, de su filosofía de la vida, de su antropología, de las reglas y normas prácticas que hacen la convivencia comunitaria, de sus costumbres, de su organización social y cultual, inclusive de sus relaciones amistosas, hostiles o amenazantes, con pueblos vecinos. En una palabra, de su cultura. Todo eso proporciona al individuo paradigmas, escalas de valores y contenidos, que marcan su comportamiento y le dan a su vida ética una dimensión necesariamente social. Esa vida tiene lugar en una tierra que es don de Dios, que pertenece a todos y que nadie puede acaparar. Todos deben encontrar en ella lugar y parcela, frutos y recursos para vivir en paz. Por lógica, la moral no es fija, es cambiante, es histórica, es social. Depende del tiempo, de la geografía, de los estadios de maduración de los pueblos y de los individuos, de la cambiabilidad de la ley, de las relaciones establecidas y de las que se van estableciendo, de las influencias y de muchas cosas más. Tiene siempre un trasfondo natural, espontáneo, en la vida social. Las reglas de comportamiento no son sólo expresión de convicciones morales, sino que están determinadas por la historia, por la sociedad y por el ambiente humano. La moral de Israel no depende de absolutos eternos, sino de circunstancias históricas y de relaciones vivas, empezando por la relación con Dios y por la historia de esa relación. En la moral de Israel, la manera de actuar de un individuo se determina, en parte, por la historia social del ambiente humano en el que vive. El ambiente beduino por un lado, la vida sedentaria de los cultivadores por otro lado, la vida religiosa de los pueblos vecinos todavía por otro lado, influenciaron la práctica y los conceptos morales de Israel, los fueron transformando ----para bien y para mal---- y contribuyeron a crear de ese modo lo que fue el patrimonio moral que el pueblo escogido vivió y legó a los hombres futuros, con todas sus exigencias de humanidad, de justicia, de igualdad, de solidaridad, y con todas sus deficiencias, como la desigualdad de la mujer. Estos valores morales jamás han sido superados. Las deficiencias lo han sido, al menos en teoría. 93


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La moral de Israel fue cambiante, según las circunstancias históricas, según el proceso de maduración y de adaptación histórica y geográfica de los pueblos. Israel fue incorporando a la estructura de la Alianza prácticas y principios nuevos o modificados, que las circunstancias le iban imponiendo o enriqueciendo. Dios hizo al hombre libre y dueño de su destino, no lo fijó en la eternidad sino que lo enclavó en la historia. Sólo Dios es inmutable, el hombre es un proceso. Y Dios respetó ese proceso. Nunca pretendió que hombres y pueblos fueran perfectos desde el principio. La moral y la religión son históricas, como el hombre. En consecuencia, Israel no presenta ni tiene una teología moral ni una ética filosófica como las conocemos los occidentales de hoy. Ni la Iglesia las tuvo desde el principio. La teología moral de la Iglesia se ha ido transformando en muchas cosas a lo largo de los siglos, conforme también con las circunstancias históricas. Por ejemplo: hubo un tiempo en la cristiandad en que era pecado prestar a interés; hubo un tiempo en que no era pecado no asistir a misa los domingos o no comulgar y confesar una vez al año; hubo un tiempo en que era pecado pronunciar en lengua vernácula las palabras de la consagración en la misa. Y así otras mil cosas. Ni Jesucristo ni los apóstoles presentaron un sistema moral elaborado como el que hemos ido forjando en Occidente a lo largo de los siglos y que ya no funciona del todo entre los cristianos. Ha entrado en profunda transformación, a pesar de muchos esfuerzos en contrario. En la Biblia, nadie se preocupó por elaborar conceptos y definiciones universales, ni por deducir consecuencias de principios formulados. Los términos mismos de moral y de ética ----ya no se diga un sistema moral elaborado y completo---- no tienen nada que hacer en el mundo bíblico, ni siquiera del Nuevo Testamento. Jesucristo y los apóstoles fueron hebreos. Allí, en el mundo bíblico, sólo se formulan unos cuantos principios generales básicos que deben regir la conducta moral, y se deja a la comunidad y al hombre dentro de ella ----y sólo 94


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dentro de ella---- el nivel moral y la originalidad de su vida y de su fidelidad. Los profetas, igualmente, lo reducen todo a los postulados claves. Pero ni siquiera esos postulados se formulan de manera teórica y sistemática. A pesar de todo, se regulan las relaciones sociales y jurídicas. O más exactamente, las leyes de Israel son estipulaciones de la Alianza. El primer gran presupuesto de la moral bíblica es la soberanía absoluta y trascendente de Dios, como creador del mundo y del hombre y como el Señor que escogió y tomó para sí al pueblo de Israel, mediante la Alianza del Sinaí: Si de veras escuchan mi voz y guardan mi Alianza, serán mi propiedad entre todos los pueblos, porque toda la tierra es mía. El primer principio es aceptar y obedecer la autoridad de Dios y depender de él. De ahí que la norma suprema de conducta sea la voluntad de Dios. No olvides mis instrucciones, que tu corazón observe mis preceptos, porque alargarán los días y los años de tu vida y te darán una gran paz; no abandones la bondad y la lealtad; escríbelas en la tabla de tu corazón. Alcanzarás favor y aceptación ante Dios y ante los hombres. Confía en el Señor con todo tu corazón y no te apoyes en tu inteligencia; que todos tus caminos lo reconozcan y él allanará tus sendas. No te tengas por sabio, mejor respeta al Señor y evita el mal, y él será salud de tu carne y jugo de tus huesos. Respeta a Dios y guarda sus mandamientos, porque eso es ser hombre. Dios juzgará todas las acciones, aun las ocultas, buenas y malas. 95


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El hombre no es el dueño del bien y del mal. Eso es una ciencia y un privilegio que Dios se reservó para sí y que el hombre quiso usurpar en el paraíso. El primer pecado del hombre fue rechazar toda referencia fuera de sí mismo, constituirse en norma de sí mismo y querer hacerse dueño del bien y del mal. En otras palabras, rechazar la soberanía de Dios y usurpar su lugar. El otro presupuesto básico de la moral de Israel es su sentido de comunidad, que se convierte en el motivo central de la vida moral. En ese sentido comunitario se conjugan los motivos sociales, históricos y religiosos. La comunidad determina de manera muy amplia la conducta del individuo, no sólo como factor sociológico, sino como dimensión religiosa derivada de la Alianza sinaítica. Del éxodo de Egipto, de la gran Pascua ----paso del Señor---- que fue la liberación de la esclavitud, se fue formando el pueblo de Dios en el desierto y en la búsqueda de la tierra prometida, como comunidad de hombres igualados por la servidumbre y por la miseria y mantenidos en la igualdad por el amor y por la justicia. Ése fue el pacto que Israel hizo con Dios, en respuesta a su iniciativa, para vivir según su voluntad. La comunidad adquirió una dimensión moral, teológica y religiosa, enraizada en la elección y en la intervención histórica de Dios en favor de su pueblo, que no era pueblo sólo por raza, por lengua, por cultura, sino por este lazo religioso común que ligaba a todos los israelitas. Las leyes que regían la convivencia y la justicia eran las estipulaciones de este aspecto de la Alianza. Esta mentalidad ejerció un influjo determinante en la conducta moral y en la valoración ética de cada individuo. Se creaba una hermandad muy estrecha y, en consecuencia, una corresponsabilidad especial en el destino común. El individuo vivía para la comunidad, de la que derivaba su vida y su personalidad social, histórica y religiosa. La actitud y las acciones del individuo eran vistas y juzgadas desde su relación con la comunidad y desde sus consecuencias sobre ella. No había ética fuera del lazo comunitario. También era la comunidad la que dictaba la pauta de conducta y el comportamiento concreto que debían seguir los individuos, que conformaban su vida práctica con 96


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la comunidad y con el estándar moral que establecía. El que arreglaba su vida independientemente y a su propia discreción se colocaba fuera de la comunidad y cortaba las raíces de su existencia. El israelita tenía que responder a este ideal y actuar como la comunidad esperaba de él. Si lo hacía, era tenido por justo. El último elemento eminente de la moral israelita era el hombre, no en sentido individualista, sino en sentido humanista. Hombre y comunidad no se contraponen, sino que se invaden y se refuerzan mutuamente. La Biblia muestra un sentido exquisito de la naturaleza peculiar y de la categoría del hombre. Toda su concepción del mundo es antropocéntrica. El hombre es superior y está al frente de toda la creación, porque fue creado a ‘‘imagen y semejanza’’ de Dios, porque Dios lo ama y lo protege y porque vive en relación con Dios. De ahí la altura que la Biblia explica y exige de la relación del hombre con el hombre, en concordancia con su dignidad y con su destino. Es el inmenso respeto que siente la Biblia por la vida del hombre y por la dignidad de esa vida. El que atente contra la vida o contra la dignidad de la vida de otro tiene una gran responsabilidad. Quien mate a Caín lo pagará siete veces. El amor al prójimo sería inexplicable sin la conciencia de la responsabilidad individual mutua y de la responsabilidad social. Estos grandes principios se traducían en los siguientes resultados: amor al Señor Dios de Israel, obediencia a Yavé, culto a Yavé respaldado por la justicia interhumana, amor al prójimo y principalmente a los más débiles de la sociedad, actitud o disposición del corazón hacia el bien ----un corazón justo----, igualdad de todos ante la ley y un profundo sentido del pecado contra Dios, contra el hermano, contra la comunidad y contra la justicia. Un espíritu moral tan lejano de las normas católicas, individualistas y cultuales de nuestros días, alejadas del pecado contra la justicia. Muchas eran en Israel las leyes que protegían a los más débiles y que traducían en actos el amor a los más pobres, a los huérfanos, a 97


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las viudas, a los forasteros, a los físicamente defectuosos. El descanso del sábado nació sobre todo para que descansaran los obreros y los asalariados. El año sabático igual, es decir el año séptimo ----tras un ciclo de seis----, en que los dueños dejaban de cultivar sus tierras, a fin de que ese año produjeran para los pobres. Lo mismo era el año jubilar, cada cincuenta años. Y así otras muchas disposiciones. La solicitud por el pobre radicaba en que su existencia era una contradicción con la igualdad de la Alianza, era un contrasentido dentro del pueblo de Dios, era una ofensa a la dignidad de la persona y de su vida, era la negación del ideal de Israel. Job diría: El que oprime al débil ultraja a Dios. Por primera vez se constituyen una ética, una legislación social y política, que tiene en cuenta al pobre, al extranjero, al paria, al esclavo. La ética bíblica se construye en función del individuo real tal como existe, en función del hombre, sin que importe a qué raza, clase social o nación pertenezca. Es una ética que no se construye ni se impone en función y al servicio de una clase social acaparadora y privilegiada, ni de mitos nacionalistas, imperialistas o racistas. Por primera vez en la historia y en las legislaciones, el hombre es respetado y amado en cuanto hombre. Obviamente, la conducta moral de los israelitas quedó muy atrás del ideal planteado en la Alianza, igual que la conducta de los cristianos queda muy lejos del ideal evangélico planteado por Jesús. Israel era un pueblo primitivo, como sus vecinos. La Biblia cuenta un buen número de salvajadas cometidas por ese pueblo elegido y aun por sus hombres más notables, como Abraham y Jacob, Moisés y David. Por eso, cuando el pueblo desviaba su camino, surgían los profetas para fustigarlo, llamarlo y resucitar el espíritu de la Alianza. Por lo demás, no se puede negar simplemente el carácter histórico y progresivo del hombre, ni sustraer la moral de ese contexto. La misma teoría moral, como toda ciencia humana, evoluciona, progresa y cambia. No hay ninguna moral ----ni vivida ni pensada---- que 98


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sea perfecta. Ni la moral actual de la Iglesia lo es. Lo bello del Antiguo Testamento es que muestra el desarrollo moral del hombre, la gradación de sus diferentes niveles y su progresión histórica. Su perfeccionamiento moral fue parcial y sucesivo. No tuvo siempre la misma elevación. El orden moral no es una excepción en el desarrollo general del hombre. El Antiguo Testamento tiene la idea de una moral evolutiva, de un devenir de la conciencia moral, que avanza hacia el descubrimiento de valores cada vez más elevados. Ese refinamiento de la mentalidad y de las actitudes morales y esa evolución histórica de la conciencia moral no son patrimonio exclusivo de Israel, sino que pertenecen a todos los pueblos. La historia misma de la Iglesia enseña de manera clara que ella también ha sufrido una evolución ----práctica y doctrinaria---- en todos los terrenos, incluidos el moral, el jurídico, el teológico y el religioso. Como dijo Paulo VI, en el decreto que modifica la práctica y la concepción de las indulgencias, ‘‘la Iglesia marcha a través de la historia buscando la verdad, porque no la posee’’. A lo largo de su historia, la Iglesia ha sufrido cambios notables en su pensamiento, en sus actitudes y en su actuar moral, tanto en la jerarquía como en el pueblo de Dios. La civilización occidental y los pueblos que forman el Occidente cristiano distan mucho de conducirse de acuerdo con el ideal moral de la Antigua y de la Nueva Alianza, la del Sinaí y la de Jesucristo, incluyendo su constitución misma como naciones y su legislación vigente, su sistema económico y social y sus relaciones internas e internacionales. Hoy asistimos, a finales del siglo XX y principios del XXI, a una transformación mundial de gran envergadura, que afectará las actitudes y los conceptos morales de Occidente y los hará cambiar una vez más. ‘‘Otros tiempos, otras costumbres’’, reza el proverbio popular. Es evidente ----contra hechos no hay argumentos---- que se da un relativismo moral, que se ha dado desde que el hombre es hombre, que se ha dado en la Iglesia, en los pueblos cristianos y en la humanidad entera, desde sus orígenes, como bien deja ver la Biblia. El relativismo se da también en el orden del pensamiento. En 99


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la teología moral tradicional que enseña la Iglesia hay varias escuelas, que interpretan la moral de muy diferente manera y que producen actitudes morales muy diversas. Por no hablar de los cambios morales profundos que se han dado a través de la historia. Las supuestas leyes absolutas y universales que son idénticas para todos los hombres en todos los tiempos y en todos los lugares sólo existen en la abstracción, nunca en su conocimiento y en su aplicación y, menos aún, en su asimilación y en su vivencia. Los seres humanos no tenemos capacidad para conocer el absoluto, ningún absoluto. Somos seres históricos y, por tanto, relativos hasta en nuestra capacidad de conocer y, mucho más, de vivir lo concreto. Lo subjetivo juega un papel importante en la moral. Concilio Vaticano II: Este Sínodo Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares, como de parte de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que en lo religioso ni se obligue a nadie a actuar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos. Este derecho a la libertad religiosa está fundado en la dignidad misma de la persona humana. Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas, es decir, dotados de razón y voluntad libre y, por consiguiente enaltecidos con responsabilidad personal, se sienten impelidos por su misma naturaleza a buscar la verdad y tienen obligación moral de ello. Pero los hombres no pueden satisfacer esta obligación de manera adecuada a su propia naturaleza, si no gozan de libertad psicológica y de inmunidad de coacción externa. El derecho a esta inmunidad permanece también en quienes no cumplen con la obligación de buscar la verdad y darle su adhesión.

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Cuando se trata de enjuiciar el comportamiento de los hombres o de imponer una cierta conducta moral, lo que se establece es el relativismo. No hay ninguna autoridad sobre la tierra que esté ni pueda estar sobre la conciencia del hombre. En consecuencia, no podemos tachar de pecado todo lo que nosotros consideramos malo. Tampoco podemos imponer nuestra escala de valores a todos los hombres, a todos los tiempos, a todas las circunstancias, a todas las épocas, a todos los pueblos. Dice Jesús a los judíos en el Evangelio de Mateo: Moisés, teniendo en cuenta la dureza de sus corazones, les permitió repudiar a sus mujeres. San Agustín: Muchas cosas hay que se hicieron en otro tiempo por deber, que no pueden hacerse actualmente sin desenfreno. También es evidente que no siempre rige la misma escala de valores morales. Muchos han cambiado desde los tiempos de la Biblia. Lo que importa saber no es que han cambiado, sino cuáles y por qué han cambiado y si han cambiado para bien o para mal. En la sabiduría de la Biblia, el comportamiento y la acción de los hombres se consideraban siempre en función de sus consecuencias sobre el conjunto social. El pecado del individuo repercutía sobre el pueblo. Siempre era pecado social. Hoy es pecado estrictamente personal, aunque tenga graves repercusiones sociales, como puede ser la acumulación de dinero a costa del bienestar general o la autoadjudicación del poder a costa de la democracia y del ser político de un pueblo. Hoy, tantas veces, es narcisismo de conciencia o arrebatamiento de lo común para provecho personal. En la Biblia, la gravedad de la falta se juzgaba por la perturbación mayor o menor en la vida de la comunidad. Hoy se juzga por las calificaciones abstractas de una moral teórica. En la Biblia, la comunidad como tal se preocupaba por bo-

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rrar la maldad, porque ----de otro modo---- compartía la culpabilidad. Por eso, ante la impenitencia, destruía al malvado sin contemplaciones, por deber esencial hacia el pueblo. Pero primero buscaba que se convirtiera y que volviera a vivir. El ideal moral del hombre bíblico se ha cambiado por el ideal griego del humanismo, que realiza su propia perfección personal y que, enriquecido por el Renacimiento, busca la perfección bajo todos los aspectos. Y se hizo el prototipo del hombre bueno, del hombre perfecto, universal y rígido, abstracto y sin historia, sin tiempo, sin cuerpo y sin circunstancias, pero lleno de pasiones y de egoísmos que no domina, pero que desahoga en confesiones personales y secretas con absoluciones sin compromiso que todo le perdonan a espaldas de la comunidad, como si la religión no impusiera ningún tipo de conducta moral, de responsabilidad social ni de respuesta comunitaria. La moral bíblica no es conformarse con un humanismo, no es sólo ni primordialmente la adecuación a un ideal humano ----ciertamente no el occidental capitalista----, sino una relación personal con Dios, una respuesta a la convocación de Dios, una determinación libre de adecuar la vida al plan de Dios sobre el hombre. Es un proceso histórico de inocencia, de maduración, de crecimiento, de conocimiento, de decisión paulatinamente mejor, de relación personal, de justicia, de integración comunitaria. El justo no es, como lo es para nosotros, el hombre de bien, sino el hombre que puede sostener la mirada y el juicio de Dios. No es el que realiza un ideal humano, sino el que realiza la justicia interhumana y, en consecuencia, puede enfrentarse a la mirada y al juicio de Dios. Es el hombre que responde a la llamada de Dios. Con todas sus consecuencias. Dios interpela, el hombre responde. Llamó a todas las creaturas y las hizo venir a la existencia. Llamó a un pueblo y lo hizo venir a la intimidad. Llamó a individuos concretos: Abraham, Moisés, Samuel, David, Isaías, Jeremías, Oseas, Ezequiel, Daniel, todos los profetas, Esdras, Nehemías, los hermanos Macabeos y muchos otros, y los hizo venir al compromiso con su obra y con su pueblo. Dios juzga por 102


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la correspondencia a esta interpelación suya. La moral es un asunto de relación personal, de construcción comunitaria, no de leyes, de autoridades o de filosofías. Toda la ética del Antiguo Testamento y de la Biblia entera es una vocación. Por eso, el juicio ético del hombre es el juicio a esta respuesta suya a la interpelación de Dios. Es su actitud de docilidad, de disponibilidad, de respuesta a una vocación social sobre la que se basa en esencia la moralidad. Es el don de sí mismo. Y el don de sí mismo es el amor, que se traduce en la justicia y en la fraternidad humanas, como respuesta a la vocación social con la que Dios interpela. La fidelidad y la disponibilidad del hombre se concretarán luego en costumbres y prácticas que pueden llegar a ser bárbaras ----como muchas del Antiguo Testamento, por ejemplo la de Abraham, al intentar sacrificar a su propio hijo para aplacar a Dios----, pero que no cambian la disposición fundamental. Sólo se demuestra que cada hombre es hijo de sus circunstancias, de su tiempo, de su cultura, de su conocimiento y de su ignorancia, y hasta de su miedo. Y, sobre todo, de su conciencia. Cada hombre, cada época, cada ambiente, tienen sus posibilidades morales. El Antiguo Testamento no presenta tipos moralmente perfectos. La santidad no consiste en ciertas cualidades que harían la perfección, sino en la prontitud para responder al llamado de Dios y para tomar sobre sí el riesgo que constituye ese llamado. Los grandes hombres de la Biblia supieron ‘‘caminar delante de Yavé’’. Ése era el ideal de la religión y de la moral. Muchas veces se equivocaron en la determinación de su deber concreto. Pero su grandeza no consiste en su infalibilidad moral, sino en haber estado siempre dispuestos a escuchar a Yavé y a seguir su camino. Abraham fue mentiroso, polígamo y potencialmente asesino de su hijo; pero ‘‘creyó Abraham a Yavé y Yavé se lo reputó por justicia’’. San Agustín insiste en el tema que se tocó arriba: la diversidad de culturas, de tiempos, de conciencias sociales, de maduración de la humanidad: Yo no conocía esa rectitud interna que juzga, no según la costumbre, sino según la ley del Dios omnipotente, por la cual las cos103


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tumbres de las varias regiones y épocas son hechas para acomodarse a esas regiones y épocas. De acuerdo con esta ley, Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y David fueron justos y todos son alabados por la boca de Dios. Los tiempos sobre los que preside la rectitud no discurren de la misma manera. En todos esos elementos éticos ----éticamente imperfectos, si se quiere, pero éticamente evolucionantes---- está implícita esta verdad religiosa: Dios se revela de diferentes maneras en los distintos periodos de la historia humana y hace diferentes exigencias a la obediencia de su pueblo, de acuerdo con la situación espiritual general. Lo que la Biblia deja muy claro es que el hombre es respuesta a la Alianza que establece libremente con Dios por iniciativa divina; que el hombre es dueño de su destino, dueño de la historia, dueño del universo y de la naturaleza ----la suya incluida ----, dueño inclusive, según las circunstancias, de su propia vida y de todos los procesos humanos, siempre de cara a la comunidad, al pueblo al que uno pertenece. La moral y los profetas El profeta debía proclamar en público la voluntad divina. Debía exhortar constantemente a la comunidad de la Alianza elegida por Yavé, para que tratara siempre de ser, o de volver a ser, eso: la comunidad de la Alianza. Debía poner al descubierto, en el ámbito de lo comunitario, de lo político y de lo social (Amós, Miqueas, Oseas, Jeremías, Isaías), de lo cultual y de la vida religiosa (todos los profetas), las faltas y las desviaciones de la Alianza y avivar la conciencia sobre la amenaza que implicaban esas desviaciones. En definitiva, despertar y convertir al pueblo y a sus gobernantes civiles y religiosos. La palabra de los profetas siempre tuvo carácter de decisión para el momento y las circunstancias que les tocó vivir. Se refirió a situaciones concretas, a los acontecimientos de la historia. No procla-

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maba verdades universales. Hablaba del pasado y del futuro, pero siempre con referencia al presente, para descubrir ----sobre la base de su propia experiencia de lo divino---- las amenazas reales que implicaba el momento que se vivía y anunciar la oportunidad de un nuevo comienzo. Clamaba por la integración de todas las esferas de la vida, de acuerdo con la fe revivida de la época de Moisés y con la Alianza que Dios hizo con su pueblo, en su triple sentido de santidad, de justicia y de amor. La palabra de los profetas se vinculaba a la historia y al presente. Su actuación más enérgica se da en situaciones de cambio y en épocas de crisis, como en las alianzas políticas que hacían los reyes, las idolatrías en que caía el pueblo, las injusticia y desigualdades sociales que se producían en la comunidad, los grandes acontecimentos de la época, como la caída de Samaria, la caída de Asur, la conquista de Jerusalén, el exilio, la caída de Babilonia, el ascenso del imperio persa. Los profetas no son custodios de las antiguas tradiciones sagradas ni pretenden actualizarlas. Hablan de los grandes temas de la salvación para Israel. Muestran que Dios permanece fiel a su palabra y a su comunidad, a pesar de las continuas violaciones a la Alianza. Exhortan a Israel a mantener o a recuperar la fidelidad como fue en su comienzo. Estallan su crítica y su denuncia cuando el pueblo no es obediente ni se convierte, sino sólo se jacta de haber sido elegido en el pasado y de realizar actos de culto en el presente. El culto había sustituido a la justicia social. Ésa es la posibilidad impía de la religión, de toda religión. La crítica se dirige a los hombres del culto, seguros de sí detrás del sacrificio y del templo, que ofrecen a Dios sus hechos exteriores, pero no sus pensamientos, ni su entrega interior, ni su apertura para escucharlo. Los hombres del culto, que equivalen al clero en aquella época. ¿De qué sirve un culto que no se preocupa por lo social, por lo ético, por las relaciones humanas? ¿De qué sirve un hermano que no se preocupa por su hermano? De ahí la denuncia contra el oportunismo de los sacerdotes y contra la maldad de los ricos y de los poderosos. Todos ellos violan el antiguo derecho de Dios. De ahí también la rebelión de los profetas contra los reyes y gobernantes, que buscan en su política la seguridad personal, inclusive al precio de la idolatría. 105


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Los profetas intervienen en la vida pública y en la vida política, y lo hacen exclusivamente por la fuerza de su palabra, que sólo puede y debe comprenderse a partir de su situación histórica. Desde su cercanía con Dios, descubren la realidad, llaman a los hombres a transformar sus erradas situaciones humanas y sociales, y anuncian la acción liberadora de Dios en el día de Yavé. La fuerza de la palabra profética se condiciona a la situación de sus oyentes. Pero, al mismo tiempo, crea otra situación consciente y apremiante. Es una palabra que crea un cambio. Es una llamada y una instrucción para el futuro. La diferencia profunda entre los falsos y los verdaderos profetas es la idea distinta que tienen de Dios y de la Alianza. Los falsos profetas ----de entonces y de hoy---- creen que Dios quedó ligado, incondicionalmente y para siempre a su Alianza con Israel, como hoy creen que Dios se liga a su palabra, a sus reglas y a su poder sacerdotal. Olvidan que Yavé concluye su Alianza y por pura gracia, para la salud religiosa y moral del pueblo, no para su prosperidad material ni para el provecho de unos pocos que tienen el dinero y el poder. Los profetas no llegaron al monoteísmo a través de reflexiones filosóficas. No es posible encontrar en su palabra argumentación filosófica alguna. Se fundan en su propia experiencia y afirman la existencia de un Dios único y santo, Señor de todos los pueblos y del universo. Conciben a Dios como trascendente, pero hablan de él a la manera humana. Se remiten tanto al hecho de que Dios se reveló a Moisés, como a las revelaciones vividas por ellos mismos. La importancia de los profetas radica en dos aspectos. Uno es su desenvolvimiento de la fe en Dios: Yavé es el Dios no sólo de Israel, sino de todo el mundo, y es el conductor de la historia universal. El otro es la exigencia del servicio a Dios demostrado en la justicia humana, en el amor y en el servicio al prójimo y, a partir de ahí, en la confianza en Dios mismo y en la exposición del futuro mesiánico. Mientras exista un Estado, habrá profetas para iluminar a los reyes, para decir si la acción emprendida es la que Dios quiere, si tal política se encuadra en el marco de la historia de la salvación. Israel 106


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puede procurarse un rey, pero no un profeta, porque el profeta es puro don de Dios. Dios tiene la iniciativa. El encuentro entre el profeta y el pueblo es dramático. Se da primero en el terreno de la antigua Alianza, de la ley, de las tradiciones, del culto. El profeta asocia la ley con la existencia, señala a los culpables, denuncia a los gobernantes que no proceden con justicia y con rectitud. Hace alusión al espíritu del decálogo. Denuncia: no se paga el salario, hay venalidad en los jueces, hay inhumanidad en los prestamistas y en los que ‘‘machacan el rostro de los pobres’’, no se libera a los esclavos. Son las faltas contra la Alianza. Por su carisma, el profeta alcanza, en cada persona, ese punto concreto y vital donde se acoge o se rechaza la luz. En la situación concreta en que viven los profetas, no sólo se rehúsa el derecho, sino que se retuerce, se cambia y se amarga. Al bien se le llama mal y al mal se le llama bien. Se vive en la mentira. Se extravía a los débiles. Los de arriba enturbian la vida de los de abajo. Son tiempos de maldad. Aunque el pueblo también es culpable y no merece contemplaciones, los profetas vituperan más a los sacerdotes, a los poderosos, a los ricos, a los responsables que representan las normas y las falsean. La sociedad ha cambiado. Las costumbres y las relaciones sociales son otras. A partir de Egipto, la relación entre amo y esclavo se le ha contagiado al pueblo. Ya hay amos y esclavos, poderosos y débiles, los de arriba y los de abajo, los que tienen y los que carecen. La injusticia social. Los profetas no son nostálgicos del pasado ni quieren volver a un estado de cosas anterior y superado. Al contrario, se oponen al pueblo que se aferra a una imagen idílica del ayer sin abrir los ojos a la realidad del hoy, como si la reproducción del pasado fuera automática. Los profetas se inspiran en el pasado, pero no lo confunden con sus sobrevivencias muertas ni con sus sobrevivencias injustas. El pasado les sirve para centrar en su verdadero eje la religión del pueblo. Condenan sacrificios que, en realidad, son sacrilegios. Condenan actos de culto que en realidad son hipocresías. Sus palabras radi107


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cales podrían aplicarse a los actos del culto cristiano y específicamente católico, en condiciones análogas. Los ritos tienen valor relativo. No son capaces de purificar por sí mismos. Sin embargo, los profetas no imaginan una religión sin culto ni una sociedad sin ley. Sólo quieren un culto purificado y auténtico que responda a una vida acorde con la Alianza y que debe ser expresión de su espíritu. Lo importante no son las múltiples transgresiones, sino el pecado nacional que se perpetúa y que expresan en términos de momentos históricos: el pecado, hoy, ha llegado a su colmo. Su mensaje es una sentencia: Israel ha roto la Alianza. Pero los profetas saben que Dios es, ante todo, salvador. En el pasado, Israel especuló con la fidelidad de Dios para serle infiel. Así se encerró en el pecado. Como sucede con frecuencia, cuando el sabio calla, habla el profeta, el único que puede decir que, después del castigo, Dios triunfará perdonando, aunque no esté obligado a hacerlo, sólo porque así lo quiere y porque así es el amor. La Alianza sólo tiene sentido en el amor, y el amor hace imposible el cálculo y hace concebible el perdón. El exilio y la dispersión de los israelitas, a consecuencia de su derrota frente a las potencias extranjeras, fueron la ejecución de la sentencia. Pero no se había dicho la última palabra. La ley hizo experimentar a Israel su impotencia. Los profetas le abrieron los ojos. Y vino la hora de la misericordia, la palabra última del perdón. Los profetas no prometen la restauración de instituciones caducas. Habrá una Nueva Alianza, un nuevo comienzo, en el que todas las cosas serán nuevas. El futuro decisivo, el fin de la historia. Hacia allá mira la profecía enraizada en la historia de Israel, de la que resalta su alcance universal. Los profetas enlazan el presente con el futuro, porque el futuro es el hoy por excelencia. Juan Bautista, como los profetas de antaño, traduce la ley en términos de existencia vivida. Jesús, de quien dan testimonio todos los profetas, reasume su crítica. Severidad contra los que tiene la llave pero no dejan entrar, y contra los injustos: ‘‘Lo que hicieron contra uno de estos pequeños, contra mí lo hicieron’’. Ira contra la hipocresía religiosa. Clarificación de una herencia espiritual enmarañada, en la que 108


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ya no es fácil distinguir los valores ni las líneas maestras. Purificación del templo. Jesús asume la tradición profética, pero la desborda en todos los sentidos. No hay culto que valga, si no hay justicia social que lo avale. Elías recibe la palabra de Dios: Sal, sube al monte y colócate ante Yavé. Subió al monte. Pasó el huracán y Dios no estaba en el huracán que hendía las montañas y quebraba las rocas. Tembló la tierra y Dios no estaba en el temblor. Se desató un incendio y Dios no estaba en el fuego. Después vino el susurro de una brisa suave. Allí estaba Yavé. Es un cambio en el concepto de Dios, que ya no se presenta vestido con el traje deslumbrante y aterrador del cataclismo. Se hace presente en la dulzura de la brisa en un atardecer de paz. Yavé ya no es únicamente el Dios cósmico que manifiesta su potencia aterradora en medio de la naturaleza más violenta. Es, sobre todo, el que se encuentra con el hombre, como dos amigos se encuentran al caer la tarde. Es el que trata de establecer una amistad delicada, una discreta intimidad con su compañero. Allí es donde está el fondo de la moral, su motivación, su impulso. Elías recuerda, por eso, las exigencias morales de su fe. La monarquía ----el poder, sobre todo absoluto---- representa un peligro, como pensaron los otros profetas. Peligro religioso, por la posibilidad de abuso en la utilización del poder, que equivaldría a usurpar el título y la representación de Dios. Peligro moral, por la desigualdad social que implica y establece una constitución monárquica, insoportable en la comunidad de la Alianza. Equivaldría a romper el pacto con Dios. Elías recuerda la moral yavista: el rey es un miembro de la nación, como cualquier otro; los derechos del pueblo son inalienables. Y se produce el enfrentamiento del rey con el profeta. Ajab y Jezabel contra Elías. Elías aparece como defensor de la armonía social, en el sentido concretado por la Alianza, como harían más tarde los demás pro109


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fetas, defensores también de los más humildes contra la ambición de las clases poderosas. Elías despliega todo el sentido de la justicia y muestra una sensibilidad especial hacia los pobres y los indefensos, como no se acostumbraba ni se conocía en la época del rey Ajab y de la reina Jezabel. Dios es el defensor de los pequeños. Éste será un mensaje característico de todos los profetas, porque todos confrontan el presente de su pueblo con los términos de la Alianza. Y la Alianza era eso: la justicia para todos en la igualdad de todos. Como Elías, los profetas incitan a ver los acontecimientos que van entretejiendo la vida y la historia del tiempo humano con una mirada de fe y de admiración, de vigilancia y de crítica. Dios habla discreta y respetuosamente, a través de los elementos que nos son habituales a los hombres, a través de las realidades comunes de la vida. Como habla Jesús de la semilla, del sol, de la lluvia, de la higuera, de la red, del padre de familia, del ama de casa, de los lirios del campo, de los pájaros del cielo, de la moneda perdida, de la oveja que se va. La prueba del verdadero profeta es la fidelidad a la Alianza: justicia, santidad y amor, probados en el pueblo y en la defensa de los débiles. Ésta es la acusación de Jeremías: la vida de sus contemporáneos se ha dividido en dos ámbitos. En uno hacen lo que les da la gana, siguen sus impulsos, sus codicias y sus miedos, y viven como si no existieran los mandamientos de Dios. En el otro son piadosos, siguen sus obligaciones religiosas y en ellas aseguran el botín que arrebataron en el primer ámbito. El templo es para ellos lo que es la guarida para el ladrón. Pero con eso envilecen la casa que lleva el nombre de Dios y desprecian a Dios mismo. La palabra de Jeremías es amarga contra un culto hipócrita y torpe. Tiene que ser hiriente para que los ‘‘piadosos’’ asiduos al culto sean despojados de su falsa seguridad y vuelvan a tomar a Dios en serio. El mismo sentido tenían estas palabras en boca de Jesús. Y así hay que resucitarlas dentro de la Iglesia, cuando topemos en ella con lo que causó el acre discurso de Jeremías: la práctica del culto no cambia la existencia verdadera de los que alaban a Dios pero viven como 110


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quieren. En realidad, viven sin Dios, pero creen haberse asegurado la benevolencia de Dios con ir al templo los domingos, aunque desprecien a los pobres. En cualquier parte ocurre que se dé un apartamiento del camino. Pero que todo el camino sea un extravío ya es otra cosa. Jeremías dice: ni tienen la ley ni tienen el templo. Se refiere a los que invocan la ley de Dios que dicen poseer. La ley y el templo pueden ser objeto de mal uso. Es el caso de los doctores de la ley ----los escribas---- que la interpretan y le dan vueltas hasta que pierde su fuerza. Jeremías les dice: han desechado la palabra viva de Dios, al convertir la ley en propiedad suya y al cambiarla a su gusto y a su capricho. Desprecia la sabiduría que ellos fundan en la posesión de la ley. La moral no es ya una opción vital por Dios y por su Alianza, sino la propiedad y la administración de la ley. De eso estamos llenos en este mundo, en este país y en esta época. La palabra de Jeremías está llena también de acusaciones sociales. Se refiere, más allá de los obstáculos mayores o menores de la vida en común, a que la palabra de Dios en la Alianza, con la que manda y pone ordenamientos, ya no cuenta en la vida colectiva. Jeremías recibe el encargo de advertir y amonestar a la dinastía reinante de Judá ----la que equivalía a nuestros gobernantes de ahora---es decir, a los poderosos y a los ricos. Sus palabras se ocupan de una sola cosa: justicia. Ahí se ventila el destino de la casa real. Se refiere a la justicia tanto en sentido general como en los casos concretos. El rey está para que haya justicia en el país. Si se aparta de ese camino, hay una instancia superior, que puede ser iracunda y abrasadora. Hagan justicia cada mañana y salven al oprimido de mano del opresor, so pena de que mi cólera brote como fuego y arda y no haya quien la apague. Recusa la falsa seguridad de los señores de Jerusalén, que se creían inexpugnables en sus riscos. Injusticia contra los de abajo y desprecio de Dios. Eso fue lo que puso a los reyes de Judá en el camino de la catástrofe. 111


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Acusa a los reyes y a los ricos por motivos concretos de justicia social. Ay del que edifica su casa sin justicia y sus pisos sin derecho. De su prójimo se sirve de balde y no le paga su salario. Era la vigilancia social de los profetas y su celo por la justicia. Era la Alianza de Yavé. Y era la iniciativa de Dios, siempre del lado de los oprimidos. Jeremías: El que dice: Voy a edificarme una casa espaciosa y pisos ventilados; y le abre sus correspondientes ventanas; pone paneles de cedro y los pinta de rojo. ¿Eres tú, acaso, rey por tu pasión por el cedro? Es implacable con los pastores que dejan desparramarse y perderse las ovejas. No han desempeñado su ministerio. Se siente sobrecogido al ver el poderío del mal sobre los hombres de su pueblo. Pero le espanta más que ni sacerdotes ni profetas se enfrenten a ese poder. Tanto el sacerdote como el profeta se han vuelto impíos. Ellos también han sucumbido ante el poder. Sabe y dice que ese camino conduce al despeñadero. Con sus palabras hueras hacen un Dios del que podemos disponer, al que podemos administrar y que se pone al servicio de los deseos y de los quereres humanos. Pero el verdadero Dios no tolera que lo utilicen. Dios no será jamás lo que los hombres quieran hacer de él. En el conjunto de las profecías, hay tres bloques de acusaciones por el comportamiento: con respecto a Dios, con respecto al poder y a la sociedad, con respecto al hombre, sobre todo al que está más abajo. La acusación central y englobante de Jeremías es ésta: han abandonado a Dios. Se han olvidado de Dios. Se han alzado contra Dios. Adoración de dioses falsos, los que sean. Apostasía del pueblo. Apartarse de Dios implica volverse a otro dios o a otros dioses. La apostasía 112


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implica una opción ética. Se abandona a Dios porque se sigue a otros dioses. Otra apostasía es la que corre detrás del propio yo, erigido en dios. Seguridades falsas, como la posesión de la ley y del dinero. Culto hipócrita. Aplicación legalista de la ley. Seguridad económica y política: en las propias fuerzas, en la marcha exitosa de los propios asuntos, en la alianza con los fuertes y con las potencias, como fuente de seguridad propia. De ahí la lucha de Jeremías para impedir la defensa de la patria y del templo con las propias armas y a través de alianzas, como pretendían los principales de los hebreos, cuando la tierra de Israel era invadida por los babilonios al norte y por los egipcios al sur. Egipto contra Nabucodonosor, era el juego que querían jugar. ‘‘Ponen su confianza en el engaño’’, clamaba el profeta. Sólo Dios no se derrumba. La acusación social es dura en Jeremías, en Amós, en Isaías, en Oseas, en Miqueas, en Sofonías. Quebrantamiento de la justicia. Opresión y violencia de los ricos y de los poderosos contra los pequeños y los pobres. La vida social está corroída por la mentira, por las trampas, por la difamación. En las palabras que dirigen a los reyes y a los ricos dominan las acusaciones de tipo social y la exigencia de justicia. Jesús vuelve al sentido auténtico de la profesía. Es su lucha con los fariseos y con los escribas, con los sacerdotes y con los poderosos. Anuncia el comienzo de una nueva época, fundada en la justicia, en la comunidad, en el perdón y en el amor. Jeremías ve el derrumbamiento de su pueblo. No es espectador. Lo padece con todo su ser y su vivir, junto con los demás. Cuando cae Jerusalén, le ofrecen una vida segura y digna en la corte babilónica. Pero decide quedarse con los maltrechos restos del pueblo. Quiere pertenecer hasta el fin a su pueblo doliente. A manera de síntesis En resumen, la Biblia entiende al hombre como relación. Entiende la vida de manera equilibrada, integral, vinculada radicalmen113


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te a Dios, al otro hombre, a la comunidad, a la creación, a la tierra. La vida también es relación. Por eso, cuando se acaba la relación, se acaba la vida. El hombre pierde su rostro. La moral del hombre, a partir de la conducta normativa que Dios establece en la Alianza, siempre está encarnada, siempre es concreta, siempre incrustada en la vida y en su circunstancia. El hombre es un ser necesitado. Muchas veces está oprimido, se ve amenazado, anhela, desea, se asusta, se desespera, se intranquiliza, se debilita, se agota, se desalienta, sufre y necesita. Llora, ama, odia, se alegra, se entristece. Vive una vida necesitada que se consume de deseo. Es un ser efímero, limitado, dependiente, corruptible física y moralmente. Pero también es fuerza. Es ánimo, es capacidad creadora, es actividad, entendimiento, consejo, fortaleza, superación de la debilidad y de la impotencia. Finalmente, el hombre es pensamiento. Es ciencia y es sabiduría. Es profundidad y decisión, es sensibilidad y emoción, es afecto y temperamento, es valentía y es miedo, es conocimiento y es conciencia. Son los rostros del hombre, que se manifiestan afuera y que nacen de su unidad intrínseca. Es unidad y debe crear unidad. Como también debe ser dueño de sí mismo, asumir su destino y labrarlo con sus manos, aceptar el riesgo de sus decisiones, porque es auténticamente libre. Es señor de su tiempo ----su vida es un tiempo que se le ha regalado, que se le protege, en el que debe abrirse a la posibilidad del futuro, en el que debe conquistar su propio ser, su libertad y su amor---- y es señor de su destino, que siempre debe crear. A todo tiene que darle la forma del hombre. Inclusive a su misterio y a su libertad. Es hacedor de su historia, de cara a Dios y de cara a los hombres. La decisión de ser hombre y la decisión de amar. Por otra parte, debe abrirse a la trascendencia. De sí mismo en el amor y en la muerte, porque en el hombre hay algo más que el hombre y en el tiempo hay algo más que el tiempo. Debe abrir la historia misma a esa trascendencia. Y, por eso mismo, debe tener conciencia 114


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profunda, de su propia dignidad, de su nobleza y de la calidad humana de su vida. La naturaleza está allí para que él la someta, para que la use en su propio beneficio, bajo su orientación y bajo su dominio, para crear sus propios valores, su humanismo. Es hijo de Dios. Debe asumir y llevar a cabo la historia de valores sagrados, sin aceptar división entre lo sagrado y lo profano, porque su tarea es la unidad. Su religión, por tanto, no es personal, sino comunitaria, como búsqueda en común, culto en hermandad y misión de un pueblo. Su fe no se pierde en vericuetos sentimentales, ni en individualismos piadosos, ni en actos personales de devoción. Todo esto implica que su moral no se deriva de principios abstractos e inmutables. No hay una estructura fija de normas morales. La moral se va depurando siempre, se va viviendo de distintas maneras. Es histórica, como el hombre. Pertenece al tiempo, como el hombre. Tiene muchos rostros, como el hombre. Es en el fondo, la forma que le damos a una insatisfacción perenne, a una búsqueda del espíritu, a una inquietud. Es siempre la rectitud perdida y rencontrada sin cesar, en función de la conducta trazada por Dios en su Alianza y en función de un objetivo que el hombre de religión se fija a sí mismo, en acuerdo con su misión comunitaria. La moral es el hombre que se va haciendo a sí mismo en comunidad, porque no salió totalmente hecho de las manos de Dios; porque no nace sabiendo, sino que tiene que aprender a vivir. La moral es el aprendizaje de la vida, el proceso de maduración humana y religiosa, la modelación del destino propio, la adquisición paulatina de un nombre que defina el propio ser, la educación y el equilibrio en el amor, la formación y la profundización de la conciencia, la interiorización de una vocación superior que hay que convertir en historia hasta el final supremo, la realización de una verdadera comunidad humana y, finalmente, el triunfo sobre los poderes de desunión y sobre los ídolos de muerte. La moral es un proceso, como todo lo humano, no una serie de principios abstractos y de mandatos traducidos en normas más o me115


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nos inflexibles o manipulables de conducta. Es el proceso de ir orientando la vida, por una decisión libre del hombre, en alianza con Dios para completar y hacer fructificar su creación. Es el proceso de reconciliación humana, en lucha por el advenimiento de una verdadera comunidad, en la que se van conquistando la paz y la justicia. Es el dominio lúcido del hombre sobre el mundo para ponerlo al servicio de sus proyectos y de su gran proyecto histórico de construir la comunidad de los hijos de Dios. Crear y salvar, promover la vida ----en su calidad humana, no meramente biológica----, desligarse de los poderes hostiles a la vida, no a la vida en abstracto, sino a la vida que es propia del hombre. En consecuencia, luchar contra la injusticia, contra el odio, contra el esclavizamiento, contra la miseria, contra el rebajamiento del hombre en cualquier sentido, porque ésas son formas de muerte. El sentido más profundo de la Alianza es la igualdad de los hombres, buscada, querida, conquistada, mantenida. En igualdad, en amor y en justicia. Es importante destacar que el juicio final de un hombre, de todos y cada uno de los hombres ----como lo supo Israel y como lo describe explícitamente Jesús---- no se refiere a la relación con Dios, sino a la relación con el hombre. Por tanto, no tendrán cabida en él las relaciones con la divinidad ni los actos de piedad y de culto. El juicio se referirá a la relación con el hombre y, en especial, con los pobres, los necesitados, los hambrientos, los hombres a la intemperie, con los que Jesús, el Juez, se identifica. Mateo 25: Vengan benditos de mi Padre, hereden el reino preparado para ustedes desde la creación del mundo, porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, era forastero y me recogieron, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, estuve en la cárcel y me fueron a ver [...] Cada vez que lo hicieron con uno de estos hermanos míos lo hicieron conmigo. Los que no lo hicieron con los desventurados y los pobres, irán al fuego de los demonios, dice Jesús, sea como sea ese fuego y signifique lo que signifique.

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Lo que queda bien claro es que el juicio final se referirá exclusivamente a nuestra actitud con los pobres, a la justicia que hagamos con ellos y para ellos. Porque no se trata del acto autosatisfactorio de regalar una camisa o una torta, o un desayuno, sino de crear las condiciones para que los pobres ----ellos, todos, y sus familias---- puedan tener, por sus propias condiciones justas y suficientes de vida, la camisa, la comida y los demás satisfactores necesarios para una existencia digna. No se trata de dar limosna, como suele interpretarse convenenciera y cómodamente, sino de crear condiciones justas y suficientes de vida para todos, que nunca podrán crearse en las condicones de acumulación de riqueza y de poder que hoy subsisten. La moral es vida. Y la vida moral del hombre es un solo movimiento ininterrumpido que se dirige inseparablemente hacia los demás hombres, sobre todo los pobres y consecuentemente hacia Dios, en un proceso de aprendizaje, de maduración, de crecimiento, de unificación interna y externa, de desprendimiento de todo aquello que se posee, para profundizar lo que se es. No está el hombre en la tierra para ganar el cielo. La salvación no se gana ni se merece, es gratuita, porque es don de amor. Pero sí puede perderse, como explica el Evangelio de Mateo. El hombre está en la tierra para hacer posible que Dios reine en este mundo. Lo principal no es la suerte individual de cada uno, sino la suerte de todos en conjunto. Los grandes principios de la moral bíblica son los tres contenidos de la Alianza: santidad, justicia y amor, no como actos que se llevan a cabo, sino como manera de ser que se asimila y se vive desde adentro. La santidad iguala y une lo sagrado y lo profano, lo temporal y lo espiritual. Todo es profano y todo está impregnado de la presencia de Dios. Todo está para el servicio del hombre, para el proyecto del hombre. No existen ni un mundo ni una vida puramente espirituales. La santidad es la unidad del mundo. La justicia es la igualdad de los hombres. El amor es la unidad de los hombres. Ése es el comportamiento humano moral. Ése es el verdadero rostro del hombre. De ahí se derivan los comportamientos concretos que Dios exige y por los cuales nos va a juzgar, como describe el Evangelio de Mateo. 117


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Es decir, no permitir que a nadie le falte lo necesario y lo decente para vivir. Los profetas condenan en su pueblo, enfermo de injusticia, las conductas contrarias: injusticias sociales, sobre todo de los poderosos y de los ricos; falta de honradez, culto sin justicia, acumulación de riqueza, lujo inmoderado, autocomplacencia vacía, cultos idolátricos, opresión, despojo, egoísmo, desigualdad, esclavizamiento. Desprecio de Dios porque se desprecia al hombre. Desamparo de los débiles. La Alianza es el plan de Dios y es el destino del hombre. No es un contrato, es una relación. Exige una respuesta humana libre al llamado de Dios, como conducta moral, como comprensión de la vida, como modo permanente de ser, como criterio de decisión, como juicio de comportamiento, como actitud interna y externa frente al hombre y frente a Dios, frente al mundo y frente a la historia. Todo este conjunto es la relación que constituye al hombre en persona y en ser moral. Ya colocados en el Nuevo Testamento, Jesús confronta al hombre dentro de la historia y le obliga a decidirse por él o contra él, por la participación en el mundo que Jesús instaura o por la exclusión. El que no está conmigo está contra mí. El que conmigo no recoge, desparrama. Ésta es la opción fundamental del hombre; la que coloca al hombre en una de dos esferas, la del mundo o la de Dios; la que calificará éticamente toda su vida, la que dará forma a su rostro. La conducta del hombre, antes de su confrontación con Jesús no es ajena ni indiferente a esa decisión, sino que la influye. Pero es en esta decisión en la que el hombre se define, se define verdaderamente y le da forma a su rostro. Definirse por la fe en Jesús y por el amor inicia un dinamismo que afecta el comportamiento ético. Lo mismo vale, en sentido opuesto, para la opción contraria. A pesar de todo, sea cual sea la opción del hombre, no dejará nunca de estar bajo la influencia de la otra. Sus acciones y sus decisiones, su avanzar ético en un sentido o en otro, lo irá insertando cada vez más hondo en uno de los dos mundos, en el 118


LA MORAL

DEL HOMBRE

mundo de su opción, en el de arriba o en el de abajo, sin que deje de ser siempre libre para cambiar de campo. La opción por Jesús crea una nueva base existencial, le da al hombre una nueva realidad interior por su relación con Dios y lo relaciona de una manera nueva con los demás hombres. El actuar moral del hombre es inconcebible fuera de estas relaciones. La actitud esencial es el amor a los demás hombres. Toda respuesta a Dios está condicionada por ese amor al hombre, que se consagra en el servicio.

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EL ROSTRO DEL HOMBRE BÍBLICO

todo lo largo de sus páginas, la Biblia refleja el deseo que el hombre tiene de vivir y su resistencia a dejar de vivir. No importa que la muerte marque su fin, no importa que la vida lo rebase de tal manera que se sienta incapaz de encauzarla y, mucho más, de conservarla. Vivimos desgarrados entre el imperio de la vida y el imperio de la muerte. La experiencia inmediata ----la única que nos es posible---nos dice que es más poderoso el imperio de la muerte. Pero la Biblia jamás aceptó esa conclusión, porque desconocemos el alcance y el contenido verdaderos de la vida. Dios se reveló en la Biblia como Dios de vivos, no de muertos. Mateo:

A

¿No han leído lo que les dijo Dios: --Yo soy el Dios de Abraham y el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es Dios de muertos, sino de vivos. El origen de la vida es Dios, cuya esencia es vivir, cuya vida se nos comunica. Si Dios es el origen y es la fuente de donde mana la vida, es razonable pensar que la muerte puede ser aniquilada por la vida. Pero tampoco se puede negar que todo hombre, ineluctablemente, debe pagarle tributo. La muerte siempre sale victoriosa en su lucha contra la vida humana. Esa es la contradicción que se debe resolver: Dios es el autor 121


ROSTROS DEL HOMBRE

de la vida que se infunde al hombre, pero la muerte arrebata impunemente esa vida. La muerte no puede destruir la vida de Dios, pero destruye la vida humana. Sólo que la vida humana fue dada por Dios. Eso significa que, si la muerte no puede destruir la vida vinculada con Dios y, sin embargo, destruye la vida humana, el hombre tuvo que haberse desvinculado de Dios. Si permaneciera vinculado con Dios, la muerte no tendría modo de alcanzarlo. Pero lo alcanza. Lo que quiere decir que el hombre se separó de Dios, y eso lo deja al arbitrio de la muerte. Es una situación de angustia que hace al hombre consciente de su ruptura y que le suscita un sentimiento de culpa. Allí es donde la Biblia funda su teología del pecado original. La narración del Génesis sobre el pecado en el Paraíso no se refiere a un hecho concreto ni a un suceso histórico. Es una reflexión en la que el hombre adquiere conciencia de su estado de limitación y de culpa, porque su comportamiento no ha sido honrado con Dios. Es un diagnóstico de la vida humana, una presentación de lo que es y de lo que puede ser la vida del hombre mientras no vuelva a descubrir a Dios, a tenerle fe y a confiar en que es amado por él. Es una reflexión sobre el pecado, como se manifiesta en cada uno de nosotros y en la humanidad entera, y sobre la angustia existencial del hombre frente a la necesidad de la muerte, que revive siempre que intenta asegurar su vida, siempre que intenta darse a sí mismo una dimensión de vida frente a su condición efímera y frente a su muerte inevitable. Lo que está en juego en la narración bíblica no es la vida de un tercero, sino nuestra propia vida. Allí, en el corazón de nuestra existencia, es donde debemos verificar lo que narra el Génesis. La narración de Adán y Eva es una experiencia existencial, que se refiere al problema de saber si el hombre se puede curar de su desgarradura interior. La narración bíblica le ayuda al hombre a comprenderse mejor, más allá de un ingenuo optimismo ético, en su labilidad, en su capacidad de pecar y en su necesidad de redención. Hace ya mucho que se considera esta narración bíblica como un diagnóstico de la situación humana y ya no como una especie de 122


EL ROSTRO DEL HOMBRE BÍBLICO

hipótesis histórica que conduce a una serie de teoremas absurdos sobre la existencia concreta de un señor llamado Adán y una señora llamada Eva ----únicos seres humanos existentes----, que se comieron una manzana que Dios les había prohibido comer; sobre la manera histórica como llegó a conocerse ese hecho y sobre la manera científica de acomodarlo con la teoría de la evolución, sin contar la paradoja irresoluble de un Dios que castiga a todas las generaciones posteriores por un pecado que no cometieron ellas, sino sólo aquel primer hombre que se comió la manzana. Eso convierte a la justicia divina en un rompecabezas extremadamente complicado, igual que la teoría del carácter histórico de la narración bíblica sobre el origen del hombre. Ya está allí la primera reflexión sobre el amor humano y sobre la inocencia del hombre que no se había separado de Dios. No había conciencia de culpa, sólo de amor y de felicidad. Pero viene el pecado. El género humano come del fruto prohibido, es decir, conoce el mal, hace el mal. La narración bíblica del Génesis se vuelve dramática. Por el mal que los hombres hicieron, entraron al mundo el sufrimiento y la muerte. Allí quedó la angustia del hombre frente a la necesidad de la muerte. Le fue ya imposible darse a sí mismo una dimensión de vida frente al fin inevitable. Se expulsó a sí mismo de la felicidad, de la paz y de la vida, perdió el acceso al árbol de la vida, porque comió del árbol de conocer el bien y el mal y, en vez de remediar la angustia de su libertad y de su culpa, sólo consiguió sufrimiento y muerte. Pero ya no pudo comer del árbol de la vida para vivir siempre. Optó por la muerte y perdió la vida. La Biblia razona: sólo el pecado explica la hegemonía de la muerte. Fue el pecado la causa de la angustia vital del hombre, porque lo desvinculó de Dios. Queda así completa la tragedia del hombre sobre la tierra. No le queda más que aceptar su culpabilidad, con todas sus consecuencias, y acudir a Dios en busca de ayuda y de remedio. La trascendencia del hombre no está en hacerse dueño del bien y del mal, en decidir el bien y el mal como Dios; está en el amor que construye. El hombre quedó con sus dos profundas angustias existen123


ROSTROS DEL HOMBRE

ciales que debe resolver. Una, esa condición efímera, que lo enfrenta necesariamente a la muerte y a un más allá de todo o nada. Otra, su libertad, que lo enfrenta a la posibilidad del error y del pecado y, en consecuencia, a la culpa, al remordimiento y a la inseguridad. La única manera de resolver ambas es la fe en que Dios, el único que no es efímero, ama en lo personal. Esa fe aquieta la angustia de la muerte, porque la convierte en un retorno al amor y, por tanto, a la seguridad; y aquieta la angustia de la libertad, porque otorga una referencia externa y superior que guía la libertad sin violarla y disuelve la culpa, el remordimiento y la inseguridad en un amor no efímero que perdona y asegura. Adán y Eva, prototipos de la humanidad, resolvieron el problema queriendo ser como Dios, dueños del bien y del mal, y acabaron escondiéndose de Dios y de sí mismos, sin plenitud que llenara el vacío y sin norte que guiara la brújula. Se quisieron convertir en norma de sí mismos y sólo se hundieron en la angustia y la sembraron a su alrededor. No creyeron que el único no efímero, el único que es referencia externa y superior, los amara. Y se expulsaron a sí mismos del perdón y de la seguridad. Caín, otro prototipo, tampoco creyó que le era agradable a Dios, y su falta de fe en el amor se convirtió en agresividad, como pasa con frecuencia. Mató a su hermano, al que le era agradable a Dios. Anduvo errante, porque no hay asentamiento sin amor. Su libertad y su error se convirtieron en su condena interior y en su angustia permanente. Caín le dijo a Yavé que su culpa era demasiado grande para soportarla: ‘‘Hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo y errante por la tierra’’. Saúl quiso resolver el problema por medio de la hechicería y de la magia, para volver propicio al poder superior en cuyo amor no creía y se volvió desagradable a sí mismo y agresivo y violento con los demás, como hace el mal cuando se apodera del corazón humano: provoca el vacío de uno mismo y de los demás, el vacío que se transforma en dureza, en vaciedad interior y en agresividad exterior ----como pasa con los déspotas. 124


EL ROSTRO DEL HOMBRE BÍBLICO

Intentó matar a David y lo persiguió obsesivamente. Vacío de Dios, de sí mismo y de los demás, acabó abandonado de todos, hasta que se arrojó sobre su espada, muertos sus hijos, herido en la batalla y perdida su guerra contra los filisteos. Se lo había dicho el profeta Samuel: Dios lo había rechazado porque no había querido oír su voz. David, en cambio, creyó que Dios lo amaba y nunca abandonó ni traicionó esa convicción profunda que consolida y pacifica. David creyó en el perdón, porque el amor perdona, porque perdonar es seguir amando, porque amar es redimir y salvar a quien se ama. Dios no puede dejar de amar. En consecuencia, siempre perdona. Así se proclama Dios en el libro del Éxodo, como un Dios de ternura, de piedad y de fidelidad, lento a la ira, que perdona la falta, la transgresión y el pecado. Así lo proclaman también los Salmos: Dios perdona al pecador que se acusa (S. 35); lejos de querer perderlo y despreciarlo, lo rehace, lo purifica y colma de gozo su corazón arrepentido y humillado (S. 51); Dios es fuente abundante de perdón, es un padre que perdona todo a sus hijos (S. 103); es el Dios de los perdones y de las misericordias, que ofrece su perdón a todos los hombres (Nehemías, Daniel, Jonás). El libro de la Sabiduría canta al Dios que ama todo lo que ha hecho y que tiene piedad de todos, que cierra los ojos a los pecados de los hombres a fin de que se arrepientan; así manifiesta que es el todopoderoso de quien es propio perdonar (cap. 11). Por eso, David nunca tuvo miedo a la vida, ni a la muerte, ni a la libertad. Vivió sin angustia, a pesar de sus muchos errores, de sus enormes pecados y de los numerosos peligros de guerra y de muerte en que se vio. Vivió con todas sus pasiones, fue líder, construyó una nación, pecó con todas sus fuerzas, se arrepintió y aceptó su castigo, supo amar y amó mucho, casi terriblemente. Nunca dudó del amor ni del perdón y, por eso, nunca vivió de rodillas ante su pasado ni ante sus culpas, sino que salió más libre de ellas. No tuvo angustia ni complejo de culpa. Gozó la vida y la vivió plena. Por eso supo morir en plenitud. Su certeza de saberse amado por Dios fue su seguridad y su paz frente a su condición efímera y a su libertad, frente a su muerte y a 125


ROSTROS DEL HOMBRE

su error y, finalmente, frente a su vida y a su amor. El amor de Dios, el único permanente, en quien creía, fue su referencia interna, externa y superior, que lo guió en la libertad, que lo consolidó en la vida y en la paz, en quien resolvió la doble angustia existencial de la libertad y de la muerte, por la seguridad de saberse amado y, por consiguiente, perdonado y para siempre vivo. Hay que resolver la disyuntiva que plantea el Eclesiastés: ‘‘El hombre no sabe si Dios lo odia o si Dios lo ama’’. Finalmente, la vida es decidirse por lo uno o por lo otro. La indiferencia es decidir por uno mismo, como Adán y Eva. La opción por el odio, es la opción de Caín y de Saúl. Sólo resuelve el problema la decisión de creer que Dios ama al hombre y que es su única referencia. Fue la opción de David, decisión de la fe. El problema de la fe: creer que Dios me ama. La reflexión de la Biblia, que se continuará hasta el fin del Nuevo Testamento, se refiere al problema del mal y del sufrimiento en el mundo, y a la doble angustia existencial del hombre: la muerte, por su ser efímero, y el riesgo del error, del pecado y de la responsabilidad de la culpa, por su ser libre y por la fragilidad de su libertad. Mal, sufrimiento, libertad y muerte. Y allí en medio, el problema de la relación de Dios con el hombre, del hombre con Dios y de los hombres entre sí. Es decir, el sentido de la vida, del amor, del pecado, de la injusticia, de la angustia, del vacío y de la muerte. El rostro que cada hombre se da a sí mismo. A partir de ahí, la Biblia empieza a abrir el horizonte del más allá, única salida del laberinto humano.

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EL ROSTRO DEL HOMBRE CATÓLICO

o es fácil abrirse camino hacia los espacios abiertos desde el pesimismo moral que la Iglesia y el catolicismo nos han inculcado desde niños, concretado en la culpabilización excesiva del católico, al que se obliga a confesarse continuamente, desde su angustia de conciencia y del carácter culpable y odioso de su humanidad pecadora. Sólo brilla débilmente, en el cielo ennegrecido por los nubarrones de la situación crítica del hombre sobre la tierra, la luz lejana de su salvación final, amenazada en este mundo por innumerables peligros y amenazada en el otro por el infierno y por la condenación que ominosamente acecha. El católico es culpable desde su concepción hasta el último día de su vida, inclinado a pecar sin tregua, obligado contínuamente a limpiar su corazón de inmundicia. Puede salvarse en el último minuto, pero puede naufragar en cualquier oleaje de su vida, que alterna entre el crimen y el perdón. El catolicismo, como lo hemos conocido en nuestra vida, es una religión del pecado. Pecador es el hombre desde antes de nacer, desde antes de haber hecho ningún acto en su vida y aun antes de tener siquiera uso de razón. A eso le llaman pecado original. El católico vive siempre en un universo del mal, cercado por el pecado, sin poder escapar del pecado. El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, obra de Juan Pablo II ----terminada, al menos, y publicada por él---- dice así en la tercera parte, primera sección, capítulo primero, artículo octavo, párrafo quinto, números 1865 a 1869:

N

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ROSTROS DEL HOMBRE

El pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el vicio por la repetición de actos. De ahí resultan inclinaciones desviadas que oscurecen la conciencia y corrompen la valoración concreta del bien y del mal. Así el pecado tiende a reproducirse y a reforzarse, pero no puede destruir el sentido moral hasta su raíz. Habla después de los siete pecados capitales: soberbia, avaricia, envidia, ira, lujuria, gula y pereza, que ‘‘son capitales porque engendran otros pecados’’, y después de avisarnos que el ‘‘pecado es personal’’, termina con esta advertencia: El pecado convierte a los hombres en cómplices unos de otros. No es de extrañar que, cuando hablamos de culpa, tendamos a centrar el asunto en nosotros mismos. Es la tendencia común a considerarnos el centro de todo. Pero también depende del concepto de pecado que nos inculcaron, centrado prácticamente en la transgresión a las leyes y en la desobediencia. Así nos enseña el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica: El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta [...] Una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna. El pecado es una ofensa a Dios [...] Es una desobediencia, una rebeldía contra Dios... El pecado es ‘‘amor de sí hasta el desprecio de Dios’’ (san Agustín). Es la exaltación orgullosa de sí. Es necesario descartar de antemano ciertas ideas que prevalecen en las concepciones religiosas y en la conciencia de muchos. La vida humana es un aprendizaje. Cuando uno está aprendiendo, se equivoca muchas veces, no cae en la cuenta de muchas cosas, pierde muchas perspectivas, no relaciona las cosas que debe relacionar, no conoce todavía todas las respuestas, ni tiene experiencia, ni identifica todos los caminos, ni tiene todos los recursos. Las equivo128


EL ROSTRO DEL HOMBRE CATÓLICO

caciones, los errores, los descuidos y hasta las metidas de pata importantes, no son culpables. Uno está aprendiendo. Se olvida uno de lo que debe hacer en cada momento y de los consejos que recibió, y no lo hace uno por desobediencia, sino porque todavía no se han asimilado ni convertido en hábito. Muchas de las cosas que nos han dicho que son pecado, son en realidad el aprendizaje de la vida. Por ejemplo, el aprendizaje del sexo, en uno de los periodos más importantes del crecimiento humano. Otro es el aprendizaje de la relación hombre-mujer. Nadie nace sabiendo, ni se aprende por obediencia. Y éste es otro ejemplo importante: la relación obediencia-libertad, sobre todo en el periodo de formación de la personalidad propia. Se cometen muchas tonterías en esos aprendizajes, pero no son pecados, son las consecuencias de aprender. El hombre tiene adentro un ansia de infinito que no se sacia con nada en este mundo. En esta vida no nos llena ni Dios, como aquí lo conocemos. Si nos llenara, no tendríamos ni pecados, ni angustias, ni dudas, ni errores, ni fallas. Nuestros amores tienen enormes deficiencias y limitaciones. Nuestros conocimientos tienen inmensas lagunas. Pero estamos hechos para mucho más de lo que aquí tenemos o podemos alcanzar, en el amor y en la inteligencia. Tenemos una sed existencial de infinito, de plenitud. Mucho de lo que llaman pecado no es sino esa búsqueda de lo que llena, de aquello por lo que clama el corazón del hombre, de algo más que satisfaga y que llene los vacíos que desgarran adentro. Esa búsqueda no puede ser pecado, aunque a veces equivoque su objeto. Dios no crea dioses. Bastaría que fueran creados para que no fueran dioses. Somos limitados, enfermos, caducos. Ésta es otra de las fuentes que originan lo que con frecuencia se llama pecado. San Pablo decía, en su carta a los romanos, que no hacía el bien que quería, sino el mal que no quería, y que el hombre está vendido al poder de pecar. Todo esto lo dice Pablo para establecer la impotencia de la ley y para encarecer la necesidad que tenemos de la redención de Cristo, de ser completados por algo que llene sin dejar huecos. Dios nos hizo imperfectos, y lo sabe. No puede exigirnos ----y no nos exige, aunque nos inculquen 129


ROSTROS DEL HOMBRE

lo contrario---- una perfección que no nos dio. Ser débil y caer no es pecado, es ser humano. Es estar necesitado. El médico es para los enfermos, dijo Jesús, no para los sanos, y proclamó que había venido únicamente para curar y perdonar (Mt. 1,15). Estar enfermo y estar necesitado no es pecado, es ansia de medicina, de acogida y de complemento. Es necesidad de redención. El pecado, por tanto, no está en las transgresiones a la ley, ni en la desobediencia a la autoridad y a los preceptos, ni en la fragilidad que cae, aunque todo eso es lo que recogen los tratados de moral, en los que se analiza la conducta humana y se trata de establecer las reglas de la conducta y de las costumbres correctas, detalle por detalle, caso por caso, ley por ley, y cuyo objetivo es exponer sistemáticamente el contenido y la interpretación de las leyes, divinas y humanas, que deben regir la conducta y el comportamiento del hombre, y los deberes que le han sido impuestos en la configuración de su vida. Muchos tratados de moral y mucho de la práctica del confesonario y de la enseñanza moral se han petrificado, han encerrado al hombre en lo negativo de la vida, le han impedido su progreso y su desarrollo y se han convertido en un conjunto complicado de leyes y de transgresiones o en pura casuística, es decir, en la solución, muchas veces sutil y acomodaticia, de los casos concretos. Caso por caso. Así fue el fariseísmo al que Jesús se enfrentó. El pecado debe estar en otro lado, mucho más profundo y definitivo. En su relato de Caín, el Génesis tiene otra concepción del pecado. Lo enfoca de distinta manera. Habla del rompimiento del hombre en su relación con Dios, de su desconfianza de ser aceptado por Dios; de la falta de fe, no en Dios, sino en el amor de Dios. Es la fe, en lo más profundo y en lo más difícil, creer que Dios nos ama y que su amor es gratuito. El problema de Caín fue no creerlo. El humo de los sacrificios de su hermano ----simboliza el Génesis---- subía al cielo. El humo de sus sacrificios se arrastraba por la tierra. Se vuelve contra su hermano, como suelen volverse agresivos quienes no tienen la certeza de saberse amados y perdonados. La inseguridad, con frecuencia, se traduce en agresividad. 130


EL ROSTRO DEL HOMBRE CATÓLICO

Los textos del principio de la Biblia son provocativos en ese sentido: consideran que el hombre comete inevitablemente el mal desde el momento mismo en que deja de subsistir en Dios y de tener relación con él. Muere como hombre, como murió el rey Josías al perder su relación con Dios, aunque sus órganos seguían viviendo. Entonces el hombre cobra conciencia de su ser mortal y limitado, que se le convierte en una maldición y en una carga insoportable. Si se desata de Dios, no soporta el hecho de ser un puro don, un hombre, no un ser divino y absoluto. De ahí la tentación del paraíso: ser como dioses. Y el pecado del paraíso: querer hacerse como dioses, dueños del bien y del mal, referencia de sí mismos y no seres referidos a otro y dependientes de otro. De ahí también su tendencia a jugársela por sus apetitos instintivos de alimento, de poder, de sexo, de posesión y de amor, hasta destruirse a sí mismos. Es la narración del Génesis (caps. 1, 3, 6). Sin Dios, el hombre no aguanta el hecho de no ser más que hombre. Dios es necesario, el hombre es radicalmente innecesario, superfluo, efímero y sin importancia, si no la tiene para Dios. La única manera que tiene de no hundirse es admitir la presencia, la voluntad y la inteligencia absolutas, que le confieren dignidad inalienable. Sin Dios, el hombre no puede ser bueno. (Dios, en la medida en que puede conocerlo el hombre, no importa a qué religión pertenezca.) La narración de Caín y Abel lo descubre. El dilema de Caín no era: ¿qué debo hacer?, sino: ¿quién debo ser? Tiene el sentimiento de que no le es agradable a Dios, como su hermano. Si pierde la convicción de que es aceptado y amado por Dios, el hombre no entra en relación con su hermano, entra en conflicto. Pierde la solidaridad. Empieza a ver al otro como enemigo actual o potencial, que puede despojarlo de la consideración que le hace falta para vivir. Al no entrar en relación con su hermano, o romperla, deja de estar en relación con Dios y se le vuelve imposible ser bueno. Negó el amor. Terminó la relación. Eso es el pecado. No es que Caín no sepa lo que debe hacer. Dios se lo dice. Le pregunta por qué se enfurece, por qué anda cabizbajo, por qué no obra bien. Si obrara bien, el pecado no acecharía a su puerta y, aunque acechara, no lo dejaría entrar. 131


ROSTROS DEL HOMBRE

Tiene que vencer el mal que se agita en él. No es que desconozca el bien ni que le falten voluntad ni principios morales. Sabe lo que tiene que hacer y quiere agradar a Dios y obedecerlo y relacionarse con su hermano. Pero lo mata. Los mandamientos y la moral no le bastan al hombre separado de Dios para impedirle ceder al mal. Los esfuerzos y la buena voluntad no resuelven su conflicto interior, sino que lo exacerban. La moral no le sirve de nada a quien se corta de Dios. Por el contrario, la moral le provoca un conflicto latente consigo mismo y con los otros. La moral y la buena voluntad quedan en la ambigüedad, en manos de quien se encuentra en lucha consigo mismo, y se transforma en instrumento de destrucción. La inteligencia, la voluntad, los mandamientos, la moral, los principios llegan tarde, cuando, en el fondo de sí mismo, el hombre ha zozobrado en el desorden. Y, finalmente, en el desamor. Caín tuvo temor, al creer que no era aceptable ni agradable a Dios, de no obtener el reconocimiento que le hacía falta para vivir. En consecuencia, sintió la angustia. Tuvo temor de perder ante su hermano. Tradujo en agresividad la angustia y el temor, y lo mató. El que siente temor no está realizado en el amor, concluye san Juan. De ahí el sentido profundo del pecado original, que es la imposibilidad que tiene el hombre de ser bueno, en la medida en que se separa de Dios y del amor. En el fondo, queda el problema de la angustia humana. La reflexión bíblica sobre este tema, que empieza en el Génesis, su primer libro, llegará hasta los escritos de san Juan, sus últimos libros. En su primera carta, no da su solución. Se analizará más adelante, pero aquí puede quedar sintetizada. La salida de la angustia es la fe en el amor, que se traduce en una opción vital de amor a los demás. Es decir, el pecado está en el desamor. Hay dos opciones que definen la vida y le dan sentido: el amor y el desamor. Cada quien opta, y su opción lo define ante Dios, ante sí mismo, ante los demás y ante su propio juicio final. Más aún, esa opción es su juicio. El amor produce vida. El desamor produce muerte. El que hace la primera opción vive y vivirá siempre, porque el fruto de su opción es la vida que no acaba. El que hace la segunda opción muere y morirá para siem132


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pre, porque el fruto de su opción libre es la muerte. Eso escoge y en eso queda. El desamor es el pecado y por el pecado llega la muerte definitiva. El que muere en su opción de desamor no puede recibir el premio de la vida. De ahí que el pecado no pueda considerarse como una acción o una serie de acciones aisladas que fueron clasificadas como pecaminosas. El pecado no es un resbalón en el camino, es una actitud que define la vida y la vacía de sentido. Es optar por el desamor como contenido de la vida, traducido en soberbia, en ambición, en injusticia, en falta de solidaridad, en endurecimiento del corazón. San Juan lo define así: poder, dinero, autosuficiencia. Los profetas lo definen así: desigualdad, injusticia, dominio, explotación del otro, cerrar el corazón al hermano, sobre todo al pobre y al que sufre. Por ejemplo, Isaías: El ayuno que yo quiero es éste: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todas las cadenas; partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne. Los profetas aplican la lección a todo el pueblo. Así como el hombre que pretende construirse el solo a sí mismo, independiente de Dios, no puede acabar sino en la ruina, porque se construirá a sí mismo a expensas de otros, sobre todo de los pequeños y de los débiles, así también el pueblo de Israel ----y todos los pueblos, para el caso---- se destruyen si se apartan de este camino trazado por Dios, porque eso impide que se realice el plan de Dios en la vida del hombre. Si se rompen la solidaridad y la justicia, la igualdad y el amor, el servicio y la generosidad, la misericordia y el perdón, se corre a la ruina, porque se hiere a Dios en aquellos a los que ama. El Evangelio de Mateo, al describir la forma y el contenido del juicio final y, por tanto, de eso que llaman juicio particular, lo define así: Apártense de mí, malditos, vayan al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me dieron de comer, tuve

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sed y no me dieron de beber, era forastero y no me recogieron, estuve desnudo y no me vistieron, enfermo y en la cárcel y no me visitaron. Entonces también éstos replicarán: --Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?

Él les contestará: --Se lo aseguro. Cada vez que dejaron de hacerlo con uno de éstos tan pequeños, dejaron de hacerlo conmigo. Éstos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna.

Volvemos aquí a la opción del hombre. Las dos opciones que definen la vida, le dan sentido y determinan su futuro después de la muerte. El pecado es dejar de amar y optar por el desamor. De ahí la pregunta que debe hacerse el hombre, como se la hicieron los hombres bíblicos: ¿Quién debo ser? ¿Qué digo de mí mismo? ¿Cuál es la fe y cuál es la opción que le dan sentido a mi vida? ¿Amo? ¿Cómo, cuál es la calidad o la baratura, la grandeza o la pequeñez, de mi amor? ¿A quién amo y de quién me aparto? Detrás de esas preguntas está o no está el pecado. El libro de Job es un buen ejemplo. No es un libro histórico, sino uno de los libros poéticos y sapienciales de la Biblia. Es decir, un libro ficción, que narra un cuento para sacar una moraleja o una enseñanza de vida. El libro de Job, en concreto, está escrito en forma de drama poético. Gracias a la dramatización, sus personajes pueden moverse con libertad. El diablo sube al cielo a encarar a Dios, por ejemplo, y le pide cosas que Dios le concede. Job es un hombre justo y rico, devoto de Dios. El diablo sube a ver a Dios y le dice que Job no tiene mérito, puesto que tiene todos los bienes de la tierra. Y le pide a Dios que le deje tocar a Job. Dios se lo permite y el diablo va tocando a Job en donde duele: primero sus bie-

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nes terrenales, después la muerte de su mujer y de sus hijos, después su salud, con una especie de lepra que lo hace terminar en un muladar. Ante el sufrimiento de Job, sus amigos exponen esta convicción: debió haber pecado, puesto que Dios lo castiga quitándole sus bienes terrenales. Pero Job es consciente de su inocencia y quiere comprender a fondo el porqué de su sufrimiento, porque le importa ante todo la justicia. Vuelve aquí la Biblia a plantear el problema del sufrimiento humano, sobre todo de los inocentes. Sus amigos arengan a Job: Dios es protector del fuerte, es defensor de los derechos adquiridos y de las riquezas acumuladas, es garante de la seguridad establecida por los ricos y por los poderosos. Los pobres, los que sufren, los humillados, los que padecen desgracia sólo reciben de Dios lo que merecen, porque son pecadores. La suerte del malvado es que Dios lo despoje de sus bienes. En consecuencia, todo el que carece de bienes es malvado. Hasta la fecha, ésa sigue siendo la autojustificación de ricos y poderosos. Por lo menos, de los que no niegan a Dios, pero lo quieren a su servicio o a su imagen y semejanza. Job responde que esa imagen de Dios es una mentira de los hombres que utilizan a Dios para esconder su iniquidad. Dios está sólo con los que buscan la justicia y es Dios de los pobres y de los oprimidos, porque lo son a causa del hombre, no a causa de Dios. Cuando sus amigos le reprochan sus pecados, única causa de sus desgracias, él se enfurece y refuta: yo no he pecado. A partir de ese sentido de pecado, reducido a mera transgresión, que sus amigos le reprochan, Job es más justo que Dios y eso implica que Dios no existe. Pero Dios existe, sólo que no es lo que sus amigos dicen. Job es ateo del dios de sus amigos y sólo le queda seguir buscando en la vida el verdadero rostro de Dios. Finalmente, de Dios sólo tenemos conceptos, y unos somos ateos de los conceptos de otros. El hombre de fe se sabe pecador, en el sentido profundo de saberse humano, vulnerable y efímero, de saber rota su relación con Dios y su solidaridad con el hombre; pero antes se sabe amado, por la pura libertad amorosa de Dios. Y, por eso, se sabe perdonado de antemano por el Dios que lo redime. Ni sus pecados ni sus méritos tuvieron que 135


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ver, tienen que ver ni tendrán que ver con que Dios lo haya amado, lo ame y lo siga amando, porque su amor es gratuito. Hablar de culpa es hablar de responsabilidad frente a las consecuencias. Quien peca es responsable y carga con la culpa encargándose de ella y de sus consecuencias, que son la destrucción de la imagen de Dios y de su proyecto de fraternidad. Se responsabiliza, por tanto, de restaurar, en lo posible, esa imagen de Dios y su proyecto de fraternidad. Quien no se sabe pecador no comprende el amor gratuito ni el proyecto de Dios para los hombres. La parábola del hijo pródigo habla de la gratuidad del amor. Nos han inculcado la convicción de que el pecado es la desobediencia. Juan Pablo II lo dice así, en su exhortación del 2 de diciembre de 1984: En la escena del paraíso terrenal aparece toda la gravedad dramática de lo que constituye la esencia más íntima y más oscura del pecado: la desobediencia a Dios, a su ley, a la norma moral que él ha dado al hombre, ha inscrito en su corazón y ha confirmado y consumado por medio de su revelación. El pecado, según eso, es la desobediencia, es la transgresión de la ley, es la rebelión contra Dios de todos los hombres, siempre, en toda la historia, en todas las generaciones humanas pasadas, presentes y futuras, puesto que todos los hombres han pecado, pecan y pecarán, porque todos los seres humanos han desobedecido la ley o las leyes que Dios impuso. Así se llega a la contradicción inexorable del hombre contra Dios, contra sí mismo y contra la raíz y la esencia de su propio ser. Juan Pablo II cita la escena del paraíso. Lo primero que Eva le responde a la serpiente es el mandato de Dios: Podemos comer de todos los árboles del jardín; solamente del árbol que está en medio del jardín nos ha prohibido Dios comer o tocarlo.

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No se trataba de una falta en el terreno de la moral, de una transgresión al mandato, de una desobediencia. A eso se ha querido reducir el pecado. El problema que enfrenta la narración del paraíso es el de la condición humana. Se sitúa la falta en el terreno existencial, en la tensión que existe entre la angustia y la fe. Entrampada en esa tensión, Eva percibe como mandatos despóticos las palabras que pretendían darle la libertad. Lo que era un surgimiento de vida se le transforma en una amenaza de muerte. Los consejos divinos se le convierten en ásperos depósitos morales. Se emponzoña la fuente de la vida, y así es imposible vivir. Es la religión que entinta de miedo la relación con Dios, en la que Dios sólo busca aminorar, humillar y someter al hombre y en la que el hombre, por un elemental sentido de dignidad, trata de expulsar a ese Dios. Es el drama de Job y es su polémica con sus amigos: se sabe más justo y más digno que ese Dios que le quieren imponer. Job resolvió la trama por la búsqueda del verdadero rostro de Dios. El hombre ----Adán y Eva---- intentó darse a sí mismo la dimensión absoluta, porque su angustia convirtió las palabras de Dios en mandamientos encarcelantes, lo llevó a la contradicción y lo condujo hacerse más caso a sí mismo que a Dios, a hacer por amor de sí lo que antes hacía por amor a Dios. En suma, remontar su contingencia y la superfluidad de su vida por la desmesura de asumir el papel del Dios que había perdido. La tragedia de la existencia humana. No por saberse pecador deja uno de ver que otros pecan ni se vuelve ciego frente a la culpabilidad de otros, que también han destruido y destruyen la imagen de Dios y su proyecto de fraternidad humana, porque el pecado no es ni puede ser contra Dios, el pecado es siempre y únicamente contra el hombre. Así lo describe el Evangelio de Mateo cuando describe el juicio final. Y así lo definen los profetas. Por tanto, puesto que vivimos en irremediable relación humana, si se lucha contra el pecado propio, también hay que luchar contra el pecado ajeno. De ahí la necesidad de la denuncia profética: el pecado va contra el proyecto de Dios. No es un señalamiento de culpables para conminarles castigo. No es el dedo flamígero de Dios, sino la re137


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construcción de la imagen y del proyecto de Dios, que ratifica su dinámica histórica desde la convicción de que Dios ha amado gratuitamente a la humanidad y a todos en ella, no nada más a los que luchan ----o dicen que luchan---- por el Reino y contra el pecado. Ciertamente no se lucha por el Reino desde el poder, cualquiera que sea, ni desde la riqueza. El pecado, en último término, viene siendo una mentira. La mentira de nosotros mismos, porque nos es imposible responder con verdad a la pregunta de quién somos, dónde estamos y qué hemos hecho de nuestros hermanos. Tememos responder por miedo de que toda y cualquier respuesta nos remita a la nada. La existencia del hombre, una vez arrancada de Dios, no tiene justificación en sí misma y de allí procede la angustia que enturbia y enmaraña su relación con Dios y que lo orilla a presentarse ante sí mismo y ante los demás bajo la falsa luz de su mentira existencial, sobre todo cuando está envuelta en poder y en dinero. De ahí la tentación de utilizar a los otros como escudo de protección, para escapar de las propias responsabilidades. Se desgarra entonces la solidaridad y toma su lugar el juego hiriente de los reproches, de la agresividad, del conflicto, del odio y de la muerte. De someter al otro al dominio propio, de aplastarlo. El miedo transforma el servicio en lucha por la vida o por la sobrevivencia. Es el drama de Caín que termina en el asesinato de su hermano y en una existencia de huida perpetua, cortado de Dios y de los hombres. Anclado en esta contradicción en cuando el hombre declara que la vida y la suerte de su hermano no le conciernen ni son su responsabilidad. La ruptura cínica o convenenciera de la solidaridad y de la fraternidad entre los hombres. Una vez rotas, ya sólo se puede vivir sin razón y sin fondo, como fugitivo perenne del rostro de Dios y de la convivencia con los hombres, porque el amor quedó vacío. El hombre se llena entonces de los dioses falsos que estamos acostumbrados a ver alrededor. Basta encender la televisión y asomarse a la bolsa de valores. Es la tragedia de la existencia humana, que la moral no podrá remediar nunca, porque atrapa al hombre entre la angustia 138


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y la inflexibilidad, entre el miedo y la ley, entre el orgullo y la nada, entre el mandato y el vacío. Es dramática la descripción de la angustia que hace la Biblia, en el capítulo 17 del Libro de la Sabiduría: Pensaban los malvados que controlaban a la nación santa, mientras yacían prisioneros de las tinieblas en el calabozo de una larga noche, recluidos bajo techo y prófugos de la eterna providencia. Creían pasar inadvertidos, con sus pecados encubiertos bajo el tupido velo del olvido. Ni el rincón que los retenía los salvaguardaba del miedo, ni las lumbreras fulgurantes de los astros lograban iluminar aquella noche siniestra. Aunque nada inquietante les diera miedo, sucumbían temblando. La maldad de por sí es cobarde y se condena por sí misma; apurada por la conciencia, imagina siempre lo peor; porque el miedo no es otra cosa que el desamparo de los auxilios de la reflexión. Cuando menos esperanza tiene uno, más grave se le hace la causa de la tortura. Todo el que allí caía quedaba encarcelado, recluido en esa mazmorra sin barrotes. A todos amarraba la misma cadena de tinieblas. Sobre ellos se cernía una noche agobiante, imagen de las tinieblas que iban a acogerlos. Para sí mismos eran más agobiantes que las tinieblas. El pecado tiene muchas consecuencias irreparables, como la muerte, la desnutrición, la miseria, las injusticias sufridas, los dolores causados. Cargar con la historia implica cargar también con las consecuencias irreparables del pecado, sin tener que echarle la culpa a Dios, como han querido hacer buen número de escritores y de literatos: Dostoievski, en Los hermanos Karamazov; Camus, en La peste; Gide, en Las cuevas del Vaticano. Razonaba Gide frente a las ruinas de la primera guerra mundial: ‘‘Si Dios existe, Dios es bueno; si Dios es bueno, Dios no puede permitir un mal tan grande; es así que se dio este mal, luego Dios no es bueno; es así que Dios no es bueno, luego Dios no existe’’. Se le olvidó pensar en la responsabilidad del hombre.

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Así es como tenemos que sumarnos a la creación y recreación del mundo. Implica también cargar con las consecuencias gozosas del amor de Dios que actúa sobre las personas y sobre el mundo. La fuerza es la del amor. Si hacemos daño es porque esa fuerza se desvía, se corrompe, se vuelve contra nosotros mismos. Pero, al fin y al cabo, la fuerza y la energía son las del amor. La muerte es el salario del pecado. Dicho de otra manera, puesto que el pecado es dejar de amar, la muerte, que es el salario del pecado, es la muerte del amor ----amar es optar por la vida, dejar de amar es optar por la muerte. En consecuencia, la muerte de la vida, porque el fruto del amor es la vida, la vida de Dios en nosotros, la vida que no acaba y que por el amor llevamos ya en nosotros. Ésa es la vida que por el pecado muere. El amor produce vida. El desamor produce muerte. El pecado es el desamor. La vida de Dios en nosotros se da en un transcurso y en un proceso de vida biológica ----porque eso somos---- que termina en la muerte biológica, pero no en la muerte de la vida de Dios en nosotros, porque esa vida de Dios es la vida que no acaba. La resurrección de Jesús no es la recuperación de la vida biológica. Por eso no podemos acercarnos a ella en la forma como nos acercamos a su nacimiento y a su muerte en la cruz. Jesús, a pesar de haber muerto biológicamente, sigue viviendo del amor del Padre y en el amor del Padre. Su resurrección es la manifestación que Dios nos hace de esa vida con la que sigue viviendo. Esa es la vida que nadie quita ni puede quitar, si no es uno mismo el que se despoja de ella. En nuestra vida terrestre, recibimos, alimentamos, hacemos crecer o frustramos la vida de Dios en nosotros. Ésa es la expresión más nuestra y más internamente profunda del amor de Dios. Por eso, atentar contra esa vida de Dios en nosotros es la expresión más profunda y más nuestra del pecado. El pecado es contra el amor. Por eso, el pecado es contra la vida y, por eso, es fratricida. Nacemos heridos de Dios, y esa herida es nuestra ansia de inmortalidad, es la conciencia de que el amor es para siempre. 140


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En nuestra vida terrena, recibimos, alimentamos, hacemos crecer o frustramos el amor. Con demasiada facilidad trasponemos nuestra ansia de inmortalidad a esta vida biológica nuestra. Por eso, la muerte se nos convierte tan fácilmente en frustración y en vacío. En la vida nos topamos primero y más a flor de conciencia, con el miedo a la muerte biológica. Más tarde, cuando amamos, las experiencias de amor reorientan ese miedo hacia su verdadero norte, hacia su verdad: miedo a morir al amor. Por amor somos capaces de morir, del modo que sea. Si no logramos profundizar nuestra ansia de inmortalidad hasta tocar su núcleo, no centraremos nuestra vida en el amor de Dios, sino en la preservación y en la continuación de nuestra vida biológica que termina inevitablemente. Éstas son la tragedia y la contradicción de quienes no creen en el amor. O en Dios, con todo el respeto que merecen y me merecen los ateos. Todas estas ideas son las que expresa san Juan en su Primera Carta y constituyen, finalmente, el paso más avanzado de la antropología bíblica, de la concepción del hombre, en la culminación de la idea bíblica: hay algo más allá del tiempo, hay algo más allá de la historia, hay algo más allá de la muerte, hay algo más allá del hombre. Aquí se completa y se cierra el círculo, desde el Dios del Génesis que crea porque ama, y que perdona porque ama, hasta el Dios que recibe en otra vida al hombre y le da la resurrección gratuita a una vida nueva, porque la vida es el fruto del amor. El que no amó se queda en la muerte, no resucita, porque la muerte es el engendro del desamor.

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LA SÍNTESIS DE SAN JUAN

an Juan, en su primera carta, lo hace ver. El amor viene de Dios. Sólo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Se conoce a Dios en la experiencia de amar. El que no ama no puede conocer a Dios, porque Dios es amor. Y su amor se hizo visible porque Dios envió a su Hijo único para que nos diera vida. La vida es fruto del amor. Pero el amor existe, no porque nosotros amáramos a Dios, sino porque Dios nos amó a nosotros y envió a su Hijo para que expiara nuestros pecados. La gratuidad del amor. Somos agradables a Dios, somos aceptados y somos amados. Y es esta relación con Dios la que decide la clase de hombre que se es. Allí están el contenido y la verdad de la religión, no en la moral ni en la organización eclesiástica, sea la que sea. Vuelve san Juan a la misma verdad inicial. El problema no es creer que Dios existe, sino creer que Dios nos ama. Por eso, dice san Juan, si Dios nos ha amado tanto, es deber nuestro amarnos los unos a los otros. Otra vez, el contenido del Génesis. La relación con Dios es gratuita y nace de él, que nos ama primero, nos acepta y, a través de su relación, nos da la dignidad intrínseca e inalienable de nuestro ser de hombres. Si nos cortamos de esa relación, nuestro ser de hombres será insoportable y nuestra relación humana será de competencia y de destrucción. En cambio, si permanecemos en esa relación, serán posibles nuestra relación de amor y nuestra fraternidad. Si nos amamos mutuamente, dice san Juan, Dios está con nosotros y su amor está realizado entre nosotros; y esta prueba tenemos de que estamos con él y él con nosotros, que nos ha hecho participar de su Espíritu.

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Su Espíritu es el amor. Por eso nos dice Jesús: Un solo mandamiento les doy: que se amen unos a otros. No es la moral, es el amor. La moral no es la traducción humana de la religión, no es su contenido, no es su verdad. Lo es el amor, y solamente el amor. Y esto se aplica también al culto. San Juan también hace referencia a Caín. Caín, dice, tenía temor. Pero en el amor, enfatiza Juan, no existe temor. Al contrario, el amor acabado echa fuera el temor, porque el temor anticipa el castigo. En consecuencia, quien siente temor aún no está realizado en el amor. Así se puede resumir esa moral que proclama que la culpa trae castigo. Es la moral del temor, que no está realizada en el amor. La solución del mal no pertenece al entendimiento ni a la voluntad, porque hay que saber primero de dónde viene esa angustia, qué la causa, cómo se maneja. El mal siempre esconde angustia y sufrimiento. Si eso no se comprende, no se comprenderá nunca lo que busca el hombre, sobre todo cuando se hace sufrir a sí mismo y hace sufrir a los demás. Para no condenar de manera absurda, hay que percibir el fondo de la angustia. Para remediar el mal, antes hay que darle salida a esa angustia. Volvemos a san Juan. En el temor hay angustia y, en ese estado, todo se vuelve intolerable. Hay que escapar del temor, específicamente del temor a Dios. Para eso, de alguna manera, hay que hacerse semejante a él, hay que conquistar un carácter de absoluto. Pero no como quisieron conquistarlo los hombres del paraíso. En la sugestión de la serpiente, el hombre quiere hacerse igual a Dios haciéndose árbitro del bien y del mal: Dios sabe que, en cuanto coman de ese árbol, les dice la serpiente, se les abrirán los ojos y serán como Dios, versados en el bien y en el mal. Engañado, el hombre cae en el poder del mal. Sobrepasa su medida y es expulsado del centro del mundo y de sí mismo, lanzado a una existencia herida por la vergüenza y por el sufrimiento. Finalmente descubre que la vida y las cosas sólo son buenas en la unión con Dios. Si se separa de Dios, todo se vuelve maldición. Dios le quiso ahorrar ese descubrimiento, pero el hombre no se dejó. San Juan retoma el mismo problema y lo coloca en su lugar. 144


SÍNTESIS DE SAN JUAN

La única manera de salir de la angustia es la certeza de saberse amado, aceptado y acogido por Dios. Dios nos amó primero. Nos amó gratuitamente. Y mandó a su Hijo para que expiara nuestros pecados y nos reconciliara con él y nos diera la certeza de que somos amados y redimidos. De ahí se deriva y brota, no la moral, sino el amor a los hermanos. Su mandamiento es éste: que demos fe de su Hijo Jesús, el Mesías ----y en eso queda incluida la gratuidad del amor de Dios---- y que nos amemos unos a otros, como él nos mandó. Quien cumple sus mandamientos está con Dios y Dios con él. Quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios con él. Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. No amar es quedarse en la muerte; odiar al propio hermano es ser un asesino y sabemos que ningún asesino conserva dentro la vida eterna. Sólo un mandamiento les doy: que se amen unos a otros. Sólo allí, en el amor que ha superado el temor, en la relación con Dios y en el amor a los hermanos, está la superación de la angustia, porque eso nos da la certeza de tener adentro la vida eterna, la vida suya que Dios nos participa, porque nos ama. Se supera la angustia de la nada y de la muerte. Finalmente, la angustia se supera sabiéndose amado por Dios. Sólo que esto no es un problema teológico, es un problema existencial, más allá de las exigencias de la ética y de la religión, porque el hombre está enfermo de temor y de angustia. Cayó en el vacío de sí mismo. El hombre tiene un deseo frenético, violento, de seguridad y de amor. Muchas de las cosas que hacemos, catalogadas como pecado en los manuales de moral, son solamente expresión de ese deseo de ser amados y acogidos. La falta de seguridad conduce al hombre a la angustia, a luchar desesperadamente por parecer aceptable y por ser aceptado. Y esa angustia le impide ser bueno. De ahí la presunción, el inflarse a sí mismo, el aparentar lo que no se es. Es insoportable el sentimiento de no valer nada, de ser inferior, que arrastra a formas dramáticas de compensación. Uno puede inflarse hasta reventar. Cuántas veces eso no es soberbia, ni vanidad, ni pre145


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sunción. Es simplemente angustia. El orgullo es reacción contra el sentimiento de inferioridad o de impotencia, porque el sujeto no se siente digno de ser amado por sí mismo como es. En el paraíso, por miedo de no ser nada, el hombre quiso ser dios. Necesidad de compensación, sentimiento de inferioridad, inseguridad de saberse amado, miedo de perderlo todo, temor al vacío interior, búsqueda de plenitud, vaciamiento de uno mismo, pérdida del sentido. Por esos rumbos anda el pecado original. Sólo que la dimensión humana inevitablemente se queda corta e impotente sin la dimensión teológica que permite enfrentar y remontar la angustia, como hace san Juan en su primera carta. La angustia puede ser superada, no sólo la angustia concreta de muchos casos humanos, sino la angustia existencial que, de una u otra manera, nos ataca a todos los hombres, porque no viene de afuera, sino que es inherente a nuestra existencia. Es consecuencia subjetiva del hecho de ser libres y de ser conscientes. Toda toma de conciencia madura implica la realización de esa nada, de ese abismo que está presente en el centro mismo de todo ser creado, puesto que no nos sostenemos ni nos bastamos a nosotros mismos en la existencia, no somos metafísicamente autosuficientes. El abismo de la nada se abre a nuestros pies y nos hacemos conscientes de él, principalmente, ante la muerte. Ante el misterio y el enigma de la muerte. Allí se sintetizan todos nuestros miedos. Los mismos miedos que la serpiente mítica expuso a los ojos de la mujer y que son la cotidianidad de la vida humana: la pobreza, la soledad, la enfermedad, el abandono, la impotencia, la falla, la limitación, la caída, el desamparo, la tristeza, la muerte. Pertenecen a nuestro ser de hombres. Son amenazas inmanentes. Tomar conciencia de nosotros mismos implica ser conscientes de nuestra contingencia, de nuestra superfluidad esencial. Desde el fondo de nosotros mismos llegamos a saber que nuestra vida es quebrantable. Y llegamos a comprender que la libertad implica la posibilidad de fracaso, y de fracaso total. La angustia existencial nace de allí, del miedo a la libertad y del miedo a la contingencia de nuestra vida. En otras palabras, del miedo 146


SÍNTESIS DE SAN JUAN

al sinsentido y del miedo a la nada, que se condicionan mutuamente. Mucho de nuestro miedo a la muerte procede de la posibilidad de darnos cuenta de que nuestra vida ha sido pobre, fracasada, vacía, solitaria. La muerte siempre corta la vida antes de que se haya vivido en plenitud. Todos podemos enfermar de angustia, si no llegamos al acto de confianza que la vence y la supera desde adentro, desde la conciencia y desde la libertad, no sólo desde el exterior. La angustia se liga intrínsecamente a una vida desligada de Dios. La conciencia se angustia cuando se corta de Dios. San Juan: Hemos comprendido lo que es el amor porque Él se desprendió de su vida por nosotros; ahora también nosotros debemos desprendernos de la vida por nuestros hermanos. De este modo sabremos que estamos de parte de la verdad y podremos apaciguar ante Dios nuestra conciencia; y eso, aunque nuestra conciencia nos condene, pues por encima de ésta está Dios, que lo sabe todo. Cuando la conciencia no nos condena, sentimos confianza para dirigirnos a Dios y, además, obtenemos cualquier cosa que le pidamos, porque cumplimos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y su mandamiento es éste: que demos fe de su Hijo Jesús, el Mesías, y nos amemos unos a otros como Él nos mandó. Quien cumple sus mandamientos está con Dios y Dios con él, y, así, gracias al Espíritu que nos dio, conocemos que Dios está con nosotros. Desaparece la angustia y se llega finalmente a la humanidad. A la única posible. El relato del Génesis enseña que el hombre privado de Dios cae en la desgracia. El hombre ligado a Dios, confiado en su amor y sabedor de su aceptación y de su acogida, capaz de responder con amor a la seguridad de saberse amado, adquiere para sí la vida y el sentido. Entonces se comprende aquella bienaventuranza del Sermón de la Montaña: No tiene sentido responder con la violencia a los malvados. Sólo la fe y el amor son capaces de vencer el temor del hombre y de curar su raíz enferma. Finalmente, el hombre necesita la gracia.

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Para ver las cosas y la vida, para ver a los hombres y verse a sí mismo sin angustia, hay que recorrer aquel camino que Dostoievski describe en su novela El príncipe idiota, como ‘‘la terrible fuerza de la humildad’’.

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EL ROSTRO DE LA MUERTE

l hombre ----la Biblia no tiene duda---- ha sido creado como mortal. Su tiempo es limitado y su oportunidad de vida está entre el nacimiento y la muerte. En el Antiguo Testamento hay una conciencia de que en la muerte no le ocurre al hombre nada extraordinario. Al grado de que le da mucha más importancia a la despedida del que muere que a la muerte misma. Josué y David, cuando van a morir, empiezan su despedida con estas palabras: ‘‘Emprendo el camino de todo el mundo’’. Otra expresión de lo mismo es: ‘‘lo que se hace en toda la tierra’’. Y la Biblia aplica la frase a la muerte y al coito. Todos hacen eso, todos caminan esos dos caminos. La muerte pone a todos, incluso a los más grandes, en una comunidad universal que corre la misma suerte. A pesar de todo, la palabra de los moribundos es importante para los vivos. La Biblia cuenta con más interés las despedidas que el hecho mismo de la muerte. El que muere vislumbra los caminos futuros. La cercanía de la muerte, la enfermedad, la debilidad, la ancianidad, la impotencia, hacen experimentar al hombre su propia limitación ----su carne---- y lo enfrentan a la promesa de Yavé. El moribundo se convierte en una lección viva de lo efímero humano y de la promesa de Dios. Una lección que enseña a contar con los cambios ----con los cambios de la vida---- en el sentido que Dios prometió. El moribundo se convierte en testigo de Dios y de su promesa de futuro. Por eso sus palabras de despedida, como las de Moisés agonizante, son ‘‘palabras creadoras, capaces de confi-

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gurar el futuro’’. Ha descubierto, por la abundancia de lo que enseña la experiencia, las limitaciones de lo humano y la fuerza de la promesa. Esta perspectiva de la muerte en la promesa de Dios abre para el moribundo la visión de lo ya cumplido y de los cambios futuros. Y eso hace que el hombre, débil en sí, se convierta en un testigo importante a las puertas de la muerte. Allí es donde se conoce la verdad de lo futuro. Por eso son ejemplares sus palabras. Pero, si la despedida es importante, no lo es el sepulcro. No se debe honrar el sepulcro como ámbito de la muerte. Sería negar la promesa de Dios. Sería perder la perspectiva. El sepulcro significa muy poco. El culto a los muertos es aborrecible para Yavé. ¿Por qué buscan al vivo entre los muertos? No está aquí. La Biblia se preocupa por desmitificar la muerte. La ve en todo su horror. No la adorna con nimbos. El sepulcro y la muerte no tienen nada que sepa a santo o a divino. Otros pueblos han mitificado la muerte. La Biblia lucha contra esas ideas míticas, relativamente fuertes entonces y a su alrededor. El reino de las sombras no tiene fuerza ni dignidad propias. Su realidad es la debilidad absoluta. Allí sólo rigen las larvas y los gusanos. Tampoco distingue a los muertos con símbolos de gloria, ni siquiera a los más grandes y piadosos. Cuando Israel se dejó arrastrar por el ambiente de los pueblos circunvecinos que atribuían a la muerte y a los muertos un poder especial, los profetas se alzaron contra esa nigromancia. Isaías ataca a los diplomáticos jerosolimitanos que estaban orgullosos de su pacto con Egipto y decían: Hemos hecho una alianza con la muerte y un pacto con el mundo de los muertos. Isaías se enfurece: Han hecho su refugio de la mentira y se han cobijado en el engaño.

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Yavé es únicamente el Dios viviente, el que da la vida y la conserva. La Biblia desmitifica y desacraliza la muerte. En el Antiguo Testamento, la muerte se define por su perspectiva de futuro y de promesa, por su relación con Dios. Son los seres que ya están fuera del imperio de Yavé. Job sabe que hasta para Dios hay un ‘‘demasiado tarde’’: Tú me buscas, pero ya no existo. La muerte es el lugar donde ya no cabe la obra de Yavé. El reino de los muertos ya no te celebra. Sólo el que vive te alaba. El muerto es el que está imposibilitado para alabar a Dios. El vivo es el que puede celebrar la obra y la palabra de Yavé. Por lo tanto, vida significa, en la Biblia, tener una relación. Sobre todo, una relación con Dios. Muerte quiere decir carencia de relación. A la luz de esta visión bíblica de la muerte, se comprende la muerte de Jesús en el Nuevo Testamento. Sufre Jesús una muerte profana, que no tiene ningún carácter glorioso. Muere la muerte terrible del hombre, en la total lejanía de Dios: Dios mío, ¿por qué me has desamparado? La Biblia es congruente con su concepción de hombre. El hombre es alma en cuanto está animado por la vida. La carne muestra en él a una creatura perecedera. El espíritu significa su apertura a Dios. Y el cuerpo lo expresa hacia el exterior. Son cuatro aspectos de la misma realidad humana. Cuatro manifestaciones. En su perspectiva, la Biblia mira al hombre frente a Dios, en su relación con Dios. Porque el hombre es, esencialmente, relación. Si el hombre no tiene relación, no es hombre, no tiene vida. Y eso es su muerte. Porque el hombre es una creatura libre, en relación constante y esencial con Dios. La relación le es esencial. Si ya no tiene capacidad de relación, ya no es 151


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hombre. Si ya no es hombre, ya está muerto, ya no tiene vida humana. No se puede hablar del hombre sin ponerlo en relación con Dios. No se puede hablar de hombre si no hay relación. Salido de la tierra, el hombre no se limita a la tierra. Quitarle al hombre su relación es un contrasentido. Cuando pierde su capacidad de relación, deja de ser hombre. Es la muerte. Por eso la muerte está tan enormemente distante de Dios. Y esto, aunque la muerte de la relación humana ----es decir, de la vida propiamente humana---- no coincida con la muerte biológica. El primer libro de Samuel cuenta la muerte de Nabal, diez días después de que murió su corazón, el corazón como lo entiende la Biblia: sede del pensamiento, de los sentimientos, de la relación: A Nabal se le agarrotó el corazón en el pecho y se quedó de piedra. Pasados unos diez días, el Señor hirió de muerte a Nabal, y falleció. Ya desde el Antiguo Testamento, la muerte de un órgano esencial a la vida del hombre no tiene por qué coincidir con la muerte misma del hombre, porque otros órganos pueden sobrevivir al hombre. No son idénticas la muerte del hombre y la muerte de todos sus órganos. Biológicamente, la Biblia reconoce distintos grados en el morir. Pero la expresión bíblica, clara y contundente, es ésta: la muerte se da cuando se acaba la relación con Dios. En nuestros tiempos, esta sentencia teológica incluye un aspecto psicológico, que se traduce, en último término, como incapacidad física de relación. Incapacidad física de vivir ya la vida propiamente humana. Allí se da específicamente la muerte del hombre, aunque queden biológicamente implicados muy distintos grados de muerte. Para la Biblia, el que entra en el más mínimo contacto con el poder de la muerte, se halla de hecho sometido a ese poder. En el Salmo 88 habla un hombre herido de muerte, que se sabe entregado a su formidable poder. Dice que ya no tiene ‘‘amigos ni compañeros’’, que su ‘‘compañía son las tinieblas’’, que se le ‘‘cuenta entre los que bajan a la fosa, abandonado entre los muertos’’. Por más 152


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que sigan funcionando su respiración y su corazón, hay que considerar a ese hombre atrapado ya por la muerte. Hay hombres a quienes sobreviven sus órganos. Salmos 38 y 116: Soy como un sordo, no oigo, y como un mudo que no abre su boca. Soy como uno que ya no puede oír, y en cuya boca ya no hay respuesta. Lazos de muerte me cercaron, me alcanzaron las redes del mundo de los muertos. No se trata de imágenes, sino de la convicción de que el hombre que no tiene posibilidad de relacionarse con Dios está muerto. Está en una situación real de muerte. Los muertos graves, los acusados sin defensa ante el tribunal, los perseguidos que se hallan a merced de sus enemigos, los que han caído en la esclavitud, los que pierden la batalla y van a ser deportados por sus enemigos hacia una vida indigna, los que ya no tienen posibilidad de vivir una vida propia de su dignidad de hombres, los que tienen sufrimientos y angustias insoportables, pertenecen ya al mundo de los muertos. Por eso la Biblia distingue dos muertes: una es la muerte que viene en la ancianidad y que marca el fin de una vida colmada: Abraham murió en buena vejez, anciano y saciado de días, y se reunió con su pueblo. Isaac, David y Job mueren ‘‘colmados de vida’’, tranquilos de haber vivido, satisfechos con lo que han vivido. Esta es la muerte que se puede morir, pero que no todos mueren. La otra es la muerte de la dignidad y en la indignidad humanas que antes quedó descrita. Incapacidad de relación, sufrimiento insoportable, esclavitud, enfermedad incurable, muerte de un órgano vital, estar a merced del enemigo. Una vida indigna de la nobleza del hombre, física, espiritual, social o humanamente. Por eso en casos de extrema angustia se puede anhelar la muerte. Para todos los hombres 153


ROSTROS DEL HOMBRE

existe un basta. Y más tarde en la Biblia, la fe en la resurrección aumenta la disponibilidad a morir. La muerte de los niños y de los jóvenes es una ruina, es un caso desesperado, es una desgracia, es una destrucción. Por eso los ‘‘inicuos son arrebatados antes de tiempo’’, los malvados ‘‘mueren en plena juventud, su vida acaba en la adolescencia’’. A Dios no se le busca en el reino de los muertos. Él es el único que puede arrancar a los hombres de la muerte, porque es quien vence a la muerte. Búsquenme y vivirán. De aquí el concepto de sabiduría: es la palabra que lleva a la vida: ‘‘La enseñanza del sabio es fuente de vida para escapar de los lazos de la muerte’’. La Biblia ama la vida. Pero ama la vida que es propia del hombre, la vida que responde a la nobleza y a la dignidad del ser humano, no la vida indigna, mutilada, humillada, semidestruida, semihumana. Eso ya es muerte. Un pedazo de muerte es la muerte total. Un contacto con la muerte es someterse a su poder. La Biblia ve la muerte en todo su horror, pero sabe que el hombre puede hacer algo contra ella, porque Dios ha ofrecido ese algo contra la muerte y en favor de la vida. La doctrina sapiencial, la doctrina profética y la doctrina jurídica de la Biblia contienen ese compromiso de Dios. Es la lógica de la alianza. Su contenido es el amor. Es la relación amorosa de los hombres entre sí y de todos los hombres unidos, reconciliados, juntos, con Dios. La alianza es santidad, justicia y amor. No es un contrato, es una relación. Y esos son los ejes de la moral humana. Porque esos son los ejes de la esencia del hombre: su relación inevitable con Dios, de quien proviene; su capacidad de amar, que es su eje central; la justicia que debe a su propia conducta y a los demás, como consecuencia incontestable del amor y como exigencia de toda relación. El hombre es relación. El pecado y la muerte son la pérdida de la relación. Son lo que desconecta, contra el amor que conecta. Lo dice Pablo en su carta a los efesios: 154


EL ROSTRO DE LA MUERTE

También ustedes estaban muertos por sus culpas y por sus pecados, porque tal era antes su conducta, siguiendo al genio de este mundo, siguiendo al jefe que manda en esta zona inferior, el espíritu que ahora actúa eficazmente en los rebeldes. Lo dice Lucas en la parábola del hijo pródigo: Celebremos un banquete, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a vivir. Lo dice Juan en sus cartas y en su Evangelio: Quien oye mi mensaje y le da su fe al que me envió, tiene la vida eterna y no se le llama a juicio, porque ya ha pasado de la muerte a la vida. Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. No amar es quedarse en la muerte. Odiar al propio hermano es ser un asesino, y saben que ningún asesino conserva dentro la vida eterna. Por estas razones, Salomón no le pide a Dios una vida larga, sino un corazón dispuesto a escuchar. Y el Salmo 90: Enséñanos a contar nuestros días, para volver a casa con un corazón sabio. Vivir para siempre no es propio del hombre. San Pablo asume la misma idea del hombre mortal, carne corruptible que se acaba y muere: Se siembra en corrupción. El ansia de no morir nunca es una revuelta contra nuestra condición de creaturas. La finitud de toda vida es algo propio de la creación. Por eso hay que gozar y apurar el regalo de la existencia creada durante el tiempo que sea disponible.

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ROSTROS DEL HOMBRE

Los hebreos experimentaron la muerte de una manera distinta de como la experimentamos los hombres de hoy. Israel se sentía acosado por la intrusión de la muerte en los dominios de la vida. Y eso le importaba más, en definitiva, que el hecho final de la muerte necesaria. La muerte podía perturbar lo más profundo de la vida, porque la enfermedad, la cautividad, la inhumanidad y, en general, todos los perjuicios graves infligidos a la vida son una forma de muerte. Por eso, los autores de la Biblia hablan con frecuencia de la necesidad de morir, pero casi siempre se refieren a la muerte prematura que el hombre se acarrea a sí mismo por sus culpas, a la muerte que les aguarda a los insensatos, a los disolutos, a los perezosos. La sabiduría es manantial de vida que aparta de los lazos de la muerte. Pero se le viene encima el problema. La muerte también puede llegarle ----y le llega---- al hombre de conducta sabia e intachable. La Biblia sabe que la muerte no pertenece a la creación. La muerte no es, como la vida, una fuerza ordenadora, es un acontecimiento. Por eso es ambivalente, como todo acontecer. Puede ser amarga, puede ser buena. Puede ser vacía, puede ser plena. La realidad es que la muerte no procede de Dios. Fue el hombre quien la introdujo. Dios creó al hombre para que se salvara, y el hombre le hizo cambiar de planes. E introdujo la muerte. Pero la muerte no es, de ninguna manera, el mal supremo. Los maestros de la sabiduría en Israel concebían la realidad como una creación de Dios, pero sin mitos. Ni siquiera podían vislumbrar la existencia y la actuación en el mundo de poderes malignos contrarios a Dios. En otras palabras, no conocían un mal objetivado especulativa o míticamente. Sabían y hablaban mucho del mal. Eran directos con respecto a esta dimensión de la realidad: pobreza, enfermedad, estupidez, necedad, pleitos, riñas, catástrofes, todas las perturbaciones 156


EL ROSTRO DE LA MUERTE

que desgarran al hombre a lo largo de su vida. Pero las entendían a su modo, como entendían la muerte. El mundo no contiene nada que pueda enfrentarse al hombre en el terreno del ser, como algo que es objetivamente malo y contrario a Dios. No partían el mundo en dos: un mundo salvado en Dios y un mundo del mal donde no hay salvación. Job coincide en que el mundo no es un campo de batalla entre Dios y una potencia del mal que habita en el mundo. El mundo no tiene fisuras. Y menos esa clase de fisuras. En la Biblia no existe el dualismo metafísico. No hay cosas buenas y cosas malas. No hay cosas sagradas y cosas profanas. Los libros de los sabios de Israel coinciden con la concepción de la alianza. Todo es profano y todo tiene una dimensión sagrada, porque en todo está la presencia de Dios. El mundo de Dios merece confianza. Por tanto, si la vida, como el hombre, tiene también múltiples limitaciones, no son una fatalidad, sino que pueden ser aceptadas, aunque queden para nosotros en el misterio. Por eso Job está seguro de que, si pudiera aclarar estas cosas con Dios, todo se pondría en orden y quedaría satisfecho.

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RAZIS: EL ROSTRO DE LA MUERTE DIGNA

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l segundo libro de los Macabeos, en el capítulo 14, narra un hecho extraño: Denunciaron ante Nicanor a un tal Razis, del Senado de Jerusalén, un hombre que amaba a sus conciudadanos, muy estimado, al que llamaban por su bondad ‘‘padre de los judíos’’. Al principio de la secesión había sido acusado de practicar el judaísmo, y se había entregado al judaísmo en cuerpo y alma. Nicanor quería mostrar su malevolencia con respecto a los judíos, y envió a más de quinientos soldados para arrestarlo, pensando que con eso asestaba un duro golpe a los judíos. Cuando los soldados estaban a punto de apoderarse de la torre y querían forzar la puerta del atrio, se les ordenó prender fuego e incendiar las puertas. Entonces Razis, acorralado, se clavó la espada, prefiriendo morir noblemente ante que caer bajo las garras de aquellos criminales y tener que sufrir ultrajes indignos de su nobleza. Pero en la precipitación de la lucha no acertó con el golpe, y las tropas entraban ya puertas adentro. Entonces corrió valientemente hacia la muralla y se tiró abajo sobre los soldados, como un héroe. Los soldados retrocedieron de inmediato, dejando un espacio libre, y allí cayó, en medio del espacio vacío. Todavía respiraba. Se levantó enardecido. Arrojando sangre a chorros, herido de gravedad, corrió por entre las tropas, se encaramó a una roca y ya completamente exsangüe se arrancó los intestinos, los tomó con las dos manos y se los tiró a las tropas. Suplicó al Dueño de la vida y del espíritu que se los devolviera de nuevo, y así murió. 159


ROSTROS DEL HOMBRE

En realidad, la muerte de Razis no es una muerte extraña, es un suicidio. Razis se clava la espada antes de que los soldados penetren en la fortaleza. Prefiriendo morir noblemente antes que caer en las garras de aquellos criminales y tener que sufrir ultrajes indignos de su nobleza. Se avienta desde la muralla ‘‘como un héroe’’. Se arranca los intestinos y le pide a Dios que se los devuelva, obviamente pensando en la resurrección. Jamás le cruza por la mente que quitarse la vida pueda ofender a Dios. Al contrario. Dios le devolverá sus intestinos. Razis sabe que su suicidio es agradable a Dios y que merece la resurrección. La Biblia lo presenta como un héroe, porque prefirió quitarse la vida a vivir deshonrado. Es un ejemplo. Su suicidio es una hazaña gloriosa a los ojos del hombre y a los ojos de Dios. Razis no duda. Su vida está en sus manos. Tiene derecho a quitársela. Porque las razones de vivir son más importantes que la vida. Porque la vida que no es digna del hombre, no es vida humana y, por tanto, se la puede quitar. Una vida de ultrajes es indigna de la nobleza del hombre. No vale la pena vivirla. Uno tiene derecho de quitársela. La razón del suicidio lo hace legítimo y glorioso. La calidad de la vida es más importante que la vida. Los motivos de la vida son más importantes que la vida. La vida biológica, la vida física, orgánica, no es un absoluto en sí misma, ni está por encima de la humanización de la vida, de la calidad humana y de las razones de vivir. La vida del hombre es vida humana, no vida animal ni vegetativa. Si no tiene calidad humana no es vida de hombre. Por tanto, la vida biológica, orgánica, se somete a la vida superior del hombre, que es la vida propiamente humana, y a las razones, condiciones, motivos, calidad, dignidad de la vida verdaderamente humana. Vida biológica sin humanización o con deshumanización no vale la pena y el hombre se la puede quitar, porque es responsable de vivir una vida digna y propia de hombre. Es la lógica de la Biblia en el caso de Razis, como es su lógica siempre que habla del hombre, de su concepción de hombre. 160


RAZIS: EL ROSTRO DE LA MUERTE DIGNA

La Biblia considera muerto al que ya no puede alabar a Dios, al que ya no tiene ni puede tener relación, aunque tenga vida biológica, aunque respire y le funcionen sus órganos. Porque la calidad meramente orgánica y biológica de la vida es inferior al hombre y a la vida que le es propia. Si Razis se quita la vida, no sólo no ofende a Dios, sino le complace. Y Dios lo premia con la resurrección. No mucho más tarde, en el año 64 antes de Cristo ----la guerrilla de los Macabeos empezó por el año 165 y se convirtió en revolución más amplia hasta la independencia en el 134 antes de Cristo---- los defensores judíos, un grupo numeroso, con la misma lógica bíblica de los Macabeos y ante la conquista y el acoso superior de los romanos, se suicidaron colectivamente en la fortaleza de Masada. La razón fue la misma. Prefirieron morir noblemente a vivir en la esclavitud, bajo la dominación romana, y sufrir a manos de sus enemigos invasores. La calidad humana de la vida por encima de la vida. Era el pensamiento hebreo. Era su concepción de la vida y de la muerte, vivida así por ellos y reflejada en la Biblia. La esclavitud en manos de los enemigos es estar ya en poder de la muerte, igual que lo es toda degradación de la vida. Una degradación de la vida que clama al cielo y que será tema específico del juicio personal y final, es la pobreza, la miseria y el abandono y el desprecio real en que viven tantos seres humanos, en el mundo y, en concreto, en nuestro país. Los dos libros de los Macabeos están llenos de esta idea. La gloria de morir por aquello que motiva la vida y la hace digna de vivirse. Sin eso, la vida no vale y no hay que vivirla. La gloria de morir cuando desaparece aquello que motiva la vida y que la hace digna y vivible. La gloria de morir cuando la indignidad amenaza o se padece. Otra de las grandes enseñanzas del episodio de Razis es que nadie empieza a vivir realmente, sino hasta que encuentra algo por lo que vale la pena morir. Cuando eso se pierde o se ve gravemente amenazado, más vale morir.

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EL ROSTRO LEGAL DEL HOMBRE

a concepción que tiene la Biblia del corazón del hombre, donde se decide lo definitivo de la vida, donde duermen y despiertan los deseos y los apetitos, donde radican el valor y el miedo, el ser bueno y el ser malo, las apetencias ocultas y la soberbia, las funciones intelectuales y la conciencia, tiene importancia frente a una concepción filosófica de la ley natural que todavía domina en el catolicismo. La Biblia usa expresiones como ‘‘subir al corazón’’, que significa cobrar conciencia; o ‘‘escribir en el corazón’’, ‘‘decir en el corazón’’, para significar el juicio y la orientación, la reflexión que medita y que asimila, el entender y el querer, el tomar decisiones. Es la conciencia que juzga y dirige. El hombre va escribiendo en el corazón los mandatos de Dios, conforme los va asimilando y convirtiendo en convicción y en actitud propias. Escribir en el corazón no es acción de Dios, sino acción del hombre, en un proceso de comprensión y de asimilación, que se va convirtiendo en vida. Es ir grabando en la vida actitudes y maduraciones, que paulatinamente le van dando al hombre y a su vida el contenido y el sentido que los identifican con el proyecto de Dios. El cardenal Francesco Roberti, que fue Prefecto del Supremo Tribunal de la Signatura Apostólica, asistido por Pietro Palazzini, secretario de la Sagrada Congregación del Concilio Vaticano II, publicó un Diccionario de Teología Moral, redactado por 54 especialistas en teología moral y en Derecho Canónico, muchos de ellos altos funcionarios del Vaticano, otros, profesores en diversas universidades pontificias. Por ejemplo, monseñor Giuseppe Pasquazzi, Prelado Auditor

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ROSTROS DEL HOMBRE

de la Sagrada Rota Romana; monseñor Giovanni Urbani, arzobispoobispo de Verona; monseñor Giacomo Violardo, subsecretario del Sagrado Tribunal de la Signatura Apostólica; monseñor Vittorio Bartocetti, subsecretario de la Sagrada Congregación de Sacramentos; monseñor Serafino de Angelis, sustituto de la Sagrada Penitenciaría Apostólica. Y así los demás. Bajo el título Ley Natural, dice así: Se llama ley natural toda ley que, brotando de la misma constitución de las cosas, tiene un valor obligante anterior a toda libre disposición del legislador humano. Considerada su primera fuente, que es Dios, la ley natural es la participación de la ley eterna en la creatura racional. Se entiende por ley eterna la misma razón divina en cuanto que guía a todas las creaturas a su fin. Considerada en la conciencia humana, donde se manifiesta, es la ley que se revela a nosotros por medio de nuestras tendencias naturales, valoradas y reguladas por la recta razón. Esta ley obliga en conciencia. Más aún, es la fuente de todo deber moral, en cuanto que ninguna ley positiva puede obligar en conciencia si no es en virtud de un vínculo con la ley natural. La ley natural tiene los caracteres de la universalidad, de la inmutabilidad y de la indispensabilidad de la evidencia. Esto es, está vigente en todo el mundo, no cambia con los tiempos, nadie puede dispensar de su observancia, todos la conocen por el solo hecho del uso de su razón y su promulgación coincide con la adquisición del uso de la razón. Ilustran mucho los distingos que hacen ellos mismos a continuación: 1. La universalidad de la ley no debe confundirse con la universalidad de su observancia. Las transgresiones no perjudican la vigencia de la ley. 2. Los cambios históricos que se han dado en las leyes natura-

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EL ROSTRO LEGAL DEL HOMBRE

les, se han dado solamente en la materia a la que deben aplicarse las leyes, no en las leyes mismas. 3. Hay usos muy difundidos y aun admitidos, que son contrarios a la ley natural. Se responde: a) Se dan generalmente en pueblos de cultura inferior. b) La evidencia de la razón puede ser muy ofuscada por las pasiones. c) Los preceptos de la ley natural se dividen en dos: primarios y secundarios. La evidencia de esos usos contrarios a la ley natural se da en los segundos, no en los primeros. d) Los preceptos secundarios admiten cierta oscuridad e incertidumbre. 4. Ha habido dispensas concedidas en materia de derecho natural, como fueron los permisos de poligamia y de divorcio que Dios les permitía a los hebreos. Dicen los autores: ‘‘Se trata de normas secundarias de la ley natural’’. El Catecismo de la Iglesia Católica, de Juan Pablo II, dice así en el número 1776, citando a León XIII: La ley natural está inscrita y grabada en el alma de todos y cada uno de los hombres, porque es la razón humana que ordena hacer el bien y prohíbe pecar. Pero esta prescripción de la razón humana no podría tener fuerza de ley, si no fuese la voz y el intérprete de una razón más alta a que nuestro espíritu y nuestra libertad deben estar sometidos. El catecismo la llama ‘‘ley divina y natural’’, que muestra al hombre ‘‘el camino que debe seguir’’, le confiere ‘‘el dominio de sus actos y la capacidad de gobernarse’’ para la verdad y para el bien, expresa ‘‘el sentido moral original’’. Dice: La ley natural contiene los preceptos primeros y esenciales que rigen la vida moral. Tiene por raíz la aspiración y la sumi165


ROSTROS DEL HOMBRE

sión a Dios [...] Esta ley se llama natural no por referencia a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la proclama pertenece propiamente a la naturaleza humana. También para el catecismo de Juan Pablo II, la ley natural es universal y es inmutable. Este tema nos coloca de lleno frente a las dos culturas. El diálogo de culturas es extremadamente difícil. Sus concepciones arrancan de vivencias, de costumbres, de experiencias traducidas en modos de vivir y de ser, de contextos históricos, lingüísticos, sociales, políticos, religiosos, que son extraños unos para otros. Sus expresiones pueden usar las mismas palabras, pero tienen significados distintos, a veces radicalmente diversos. Todo es diferente, desde el culto hasta las relaciones humanas, desde los sistemas de valores hasta las diversiones, desde todas las formas de arte hasta la estructura mental misma. No en vano se dice que uno pertenece menos a una nación que a una lengua. La lengua tiene una importancia definitiva en la estructuración mental. El griego y el latín, por un lado, y el hebreo por el otro, expresan mentalidades y modos de expresión y de comprensión muy diversos. No se trata de comparar ni de hacer juicios morales sobre la mayor o menor bondad de una concepción o de la otra. Son distintas y cada uno tendrá que escoger en su conciencia. La Iglesia decidió y enseña, por ejemplo, que cualquier método anticonceptivo que no sea la abstención del sexo regulada por el ritmo biológico femenino es contrario a la ley natural. Lo mismo que la masturbación, el divorcio, el adulterio, la fornicación, la ingeniería genética, el aborto y prácticamente todo lo que se desvíe del acto sexual, dentro del matrimonio y en su forma natural de penetración, orientado a la reproducción, a la satisfacción sexual de la pareja y a la ayuda mutua de los esposos. Todo lo que de allí se aparte o signifique manipulación genética o decisión propia sobre el sexo, la concepción o la reproducción, es contrario a la ley natural, eterna, inmutable y universal, inscrita por Dios en la naturaleza misma del hombre y proclamada en el 166


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momento en que se llega al uso de la razón, porque es la vida humana la que finalmente está implicada en esos procesos. La Iglesia no ha explicado cuáles de estos actos son mandatos primarios y cuáles son secundarios de la ley natural, dado que los secundarios admiten dispensa, según el Diccionario de Teología Moral y muchos manuales y libros de texto de teología moral. Y dado que unos y otros pertenecen a la naturaleza humana. Santo Tomás de Aquino se acerca más a la cultura bíblica con esta definición: La ley natural no es otra cosa que la luz de la inteligencia puesta en nosotros por Dios. Dios le dio al hombre la inteligencia para someter, guiar y dar sentido a todos los procesos de la naturaleza. Es la grandeza y la responsabilidad del hombre. A él le corresponde esa tarea. En la Biblia, según el Diccionario, Dios dispensó de la monogamia y de la indisolubilidad del matrimonio, al permitirles a los hebreos, como práctica común, la poligamia ----Salomón tuvo 300 concubinas---y el divorcio. Podían repudiar a su mujer. Pero no sólo les permitió eso, sino otras muchas cosas, que inclusive les ordenó, como masacres, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, despojos. Por ejemplo, Dios al profeta Oseas: Anda, toma una mujer prostituta y ten hijos bastardos. Dios a Josué: No les tengas miedo que yo te los entrego; ni uno de ellos podrá resistirte. Josué: Destapen la entrada de la cueva y sáquenme a esos cinco reyes. Acérquense a pisarles el cuello a esos reyes. No teman ni se acobarden. Dicho esto, los ajustició y los colgó de cinco árboles. 167


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Los libros de Samuel y los libros de los Reyes, en la Biblia, están llenos de escenas como ésas, de asesinatos, de masacres, de destrucción de poblados enteros, de una violencia casi salvaje, pero llevada a cabo con toda naturalidad y bajo la dirección de Yavé. Otro tipo de ejemplo. Deuteronomio, ley del levirato: Si dos hermanos viven juntos y uno de ellos muere sin hijos, la viuda no saldrá de la casa para casarse con un extraño; su cuñado cumplirá con ella los deberes legales de cuñado; el primogénito que nazca continuará el nombre del hermano muerto. Obviamente, esos no eran mandatos de Dios. Los hechos indican simplemente, el grado de comprensión que el hombre tenía de los proyectos de Dios, por más que estén inscritos en la misma naturaleza humana. Eso significa que la ley natural, eterna, inmutable y universal, inscrita por Dios en la naturaleza misma del hombre y proclamada en el momento en que se llega al uso de la razón, funciona de muy diversas maneras ----y aprobadas por Dios---- porque es la vida humana, con todas sus etapas, culturas, lenguas, religiones y compresiones la que finalmente está implicada en esos procesos. Lo mismo se da en toda la raza humana y en toda su historia, empezando por los papas, cuyas historias y actos, en un sinnúmero de actos, decisiones y situaciones estuvieron muy lejos, ya no digamos de la ley natural, sino del Evangelio mismo. Y no es porque fueran pecadores, como todo mundo, sino porque consideraron buenas muchas de sus acciones, como matar, fornicar, mentir y otras muchas. Hay que leer la historia de los papas. Vienen a la mente sociedades, como la azteca, en la que se practicaban los sacrificios humanos, como parte de una religión, de una cultura, de una forma social de ser y de comportarse, de una educación familiar, escolar, religiosa y social, de los valores establecidos, queridos, asimilados de ese grupo social. Un niño, inevitablemente, iría asumiendo en su manera de pensar, de interpretar la vida y de comportarse,

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el valor religioso que entrañaban los sacrificios humanos, porque eran la experiencia vivida y la conducta aceptable y aprendida desde la infancia, ley natural o no ley natural. Uno se pregunta qué lectura se podría haber hecho de la ley natural en esas circunstancias, cómo podría abrirse paso esa ley natural universal, inmutable e indispensable, a través de valores adquiridos y asimilados como única conducta aceptable. ¿Cómo se pueden asimilar y vivir normas incrustadas en la naturaleza humana, y que van en contra de la educación, de la experiencia y de las coacciones familiares, sociales, políticas y religiosas inculcadas desde la primera infancia? Obviamente ahí no se daban, ni por asomo, ‘‘las leyes supuestamente inmutables, eternas, universales’’. No entran ni caben así en la mente y en el corazón del hombre, ni se traducen así en su vida y en su historia. La comprensión misma de los mandatos de Dios es histórica, cambiante, evolutiva, como el hombre. No cabe el mar en un vaso. No cabe la eternidad inmutable en nuestro ser humano. No es el uso de razón el que proclama la ley natural. Es la maduración humana, lenta y progresiva, la que va comprendiendo y asimilando por amor el proyecto de Dios. Lo importante no es que esa cultura ya esté superada. Lo importante es que el hombre entendía la ley de otro modo, inclusive la ley natural, porque en su corazón y en su naturaleza se inscribía otra cosa. No existía ni siquiera la simple idea de que hubiera algo inmutable, eterno y universal en la naturaleza humana mutable, efímera y particular. Esta mezcla de lo eterno con lo temporal, de lo inmutable con lo cambiante, de lo universal con lo particular es aportación de la filosofía griega cristianizada. Todo esto era muy claro en las teorías de las indulgencias y del purgatorio. Ambos, purgatorio e indulgencias, eran tiempos incrustados en la eternidad. En la eternidad no hay tiempo, pero el purgatorio es un tiempo en la eternidad, para pagar en ella un castigo temporal. Las indulgencias le restaban tiempo a la eternidad, para acortar el tiempo eterno en que uno debía ser castigado. Una contradicción total. En la naturaleza humana efímera y cambiante, relativa, 169


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concreta y particular, se incrusta lo abstracto, lo inmutable, lo universal, lo absoluto, lo eterno, de una manera misteriosa que el hombre no puede leer, porque su dimensión no es absoluta ni atemporal, sino histórica, pasajera y concreta. La Biblia, con su sentido de lo terreno, de lo cambiante, de lo relativo, de lo efímero, piensa de la ley en otra forma. La Torah designa una enseñanza dada por Dios a los hombres. La ley es toda una economía. El proceso moral del hombre es una asimilación paulatina de esa enseñanza de Dios, una comprensión que evoluciona y envuelve, un sistema de valoraciones, de actitudes, en un proceso continuo de asimilación que se traduce en vida. La enseñanza moral es encarnada, no abstracta. Porque el hombre bíblico ----y el hombre de nuesros tiempos---- no es un ser abstracto ni una persona ficticia, no es un asceta que vive recluido dentro de su alma y encarcelado en su cuerpo. Es un hombre que se casa, que engendra hijos, que goza de la comida, de la bebida, del sexo, de la aventura, de la buena vida. Manda, trabaja, guerrea, aprecia la naturaleza, conquista, miente, engaña, trampea, se acobarda, se empequeñece, se engrandece, traiciona, es volátil. No es producto del angelismo ni del espiritualismo de un alma que ni siquiera imagina y ni siquiera existe. Su relación con Dios, en la que vive inmerso, no se puede abstraer. Los hebreos consideraban al hombre como una totalidad y se situaban en una perspectiva sana para entender la vida de manera equilibrada, integral y vinculada radicalmente con Dios, con la humanidad y con la creación entera, diferente de la actitud platónica ----escolástica---- y secularizada con que nosotros ----me refiero a Occidente---- solemos ver la realidad humana. Y esa perspectiva era sana, aunque su lectura y su interpretación de la ley natural, en su tiempo histórico, no concordara con la nuestra. Como no concordará la nuestra con la de generaciones futuras que ni siquiera imaginamos. Por ejemplo, parece que otras generaciones no incluirán en la ley natural los preceptos anticonceptivos que hoy preocupan a una determinada interpretación moral. Igual podría decirse de muchos avances de la ingeniería genética. La moral hebrea no es individualista, porque no se puede se170


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parar del pueblo de la Alianza. De la concepción bíblica se desprende que el hombre es en verdad persona sólo dentro de una comnidad, cuando está en relación con Dios y con los hombres. Cuando se aleja de la comunidad, como Caín en su exilio, se queda no sólo en la soledad y en la miseria interna, sino también externa. La misma ley del levirato, como otras muchas leyes, se deriva de la idea de la personalidad comunitaria, elemento esencial de la mentalidad, de la antropología y de la moral bíblicas. No es un pecado sexual, individual, el desperdicio del semen contra el orden reproductivo impuesto por la naturaleza. Si se interpreta bajo esa perspectiva sexual individualista, el acto de tener relaciones sexuales con la viuda del hermano se convierte en un adulterio permitido y aun ordenado por Dios, contra la ley natural. Pero no era eso. Era un mandato de justicia, a la luz de la personalidad comunitaria del hermano muerto, que había quedado frustrada y que el hermano vivo debía llevar a su plenitud. Cuando la Biblia condena a Onán porque derramaba en tierra ----hoy se conoce como onanismo---- cuando se acostaba con su cuñada, no condena un pecado sexual, sino un pecado contra la justicia, porque le negaba a su hermano la consumación de su personalidad comunitaria, al negarse a darle hijos en su viuda. A pesar de todo, los hebreos no perdían el concepto de individualidad. Cada uno, individualmente, es responsable de observar la Alianza. El pueblo está compuesto de personas. Sobre cada una de ellas pesa la obligación de cumplir los mandamientos. Y los mandamientos se refieren a detalles de la vida personal: honrar al padre y a la madre, no codiciar la casa ni la mujer del prójimo, no tomar lo que no le pertenece a uno. La respuesta a esos mandamientos es personal y brota del amor personal a Dios, del modo como se han asimilado personalmente los mandatos de Dios ----‘‘los que me aman guardan mis mandamientos’’----, o de la rectitud ética y social inculcada en la familia. Las leyes del Éxodo afectan la responsabilidad personal y se refieren a personas concretas: el ladrón, el que quema las mieses, el que pide prestado y así todos. Suponen acciones individuales. El hombre concreto no se puede esconder detrás de la nación ni apelar al privi171


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legio de su pertenencia al pueblo de Dios. El hombre bíblico es comunitario e individual. Jeremías: Vienen días, dice el Señor, en que yo pediré cuentas a todos los circuncidados. Oigan la palabra de Yavé, gentes todas de Judá, que entran por estas puertas para adorar al Señor. Así dice el Señor de los ejércitos, Dios de Israel: enderecen sus caminos y enmienden sus obras y yo permaneceré con ustedes en este lugar. No se hagan ilusiones con razones falsas, repitiendo: ‘‘el templo del Señor, el templo del Señor, el templo del Señor’’. Si enmiendan su conducta y sus acciones, si juzgan rectamente los pleitos, si no explotan al emigrante, al huérfano y a la viuda, si no derraman sangre inocente, si no siguen a dioses extranjeros, entonces habitaré con ustedes en este lugar. Finalmente, la moral no es fija. Y la experiencia humana así lo enseña. Es imposible tener la misma conciencia del bien y del mal a los siete años y a los cuarenta, es imposible amar igual a los once años y a los treinta, es imposible ser igualmente responsable a los ocho años y a los sesenta. El hombre evoluciona y la moral va evolucionando con él. Es la idea bíblica. La idea de la moral fija, inmutable, sin resquicio, que predica la Iglesia, pertenece a otra concepción del hombre, a otra antropología, a otra concepción de Dios, de la autoridad y de lo bueno y de lo malo. En consecuencia, la interpretación de la ley natural, su comprensión y su asimilación también son históricas, evolutivas, circunstanciales, porque lo absoluto, lo eterno y lo inmutable ni caben en la vida terrena del hombre ni responden a su naturaleza. La actitud personal de Jesús frente a la ley recobra la esencia bíblica y descarta los abusos, las desviaciones y el casuismo secundario en que habían caído los hebreos ----o sus líderes, sobre todo fariseos---en tiempos del Nuevo Testamento. La ley del Reino, que Jesús proclama, se resume en el doble mandamiento, ya formulado antiguamente y convertido en la esencia de la Alianza: amar a Dios y al prójimo. Amor, justicia, misericordia, perdón, buena fe, igualdad, fraternidad 172


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de hijos de Dios. Es la Nueva Alianza que Jesús instaura. Toda la ley, toda la vida, se ordenan en torno a este doble mandato y todo deriva de allí. Mateo: En resumen, todo lo que quisieran que hagan los demás por ustedes, háganlo ustedes por ellos, porque eso significan la ley y los profetas. San Pablo a los gálatas y a los romanos: Ningún hombre es justificado por observar la ley, sino por la fe en Jesús Mesías. Por eso también nosotros hemos creído en el Mesías Jesús, para ser rehabilitados por la fe en el Mesías y no por observar la ley, pues por observar la ley no será justificado ningún mortal. El hombre se justifica por la fe, independientemente de la observancia de la ley. Si el hombre no alcanza la justificación por cumplir la ley, tampoco alcanza la condenación por las transgresiones a la ley. La justificación, según Pablo, es gratuita por el sacrificio de Jesucristo, no por los mandamientos de la ley moral. A los romanos: Independientemente de toda ley, está proclamada una amnistía que Dios concede, amnistía que Dios otorga por la fe en Jesús Mesías a todos los que tienen esa fe. A todos sin distinción, porque todos pecaron y están privados de la presencia de Dios; pero graciosamente van siendo rehabilitados por la generosidad de Dios, mediante el rescate presente en el Mesías Jesús. Resulta así que él es justo y que rehabilita al que alega la fe en Jesús. La observancia de la ley, inclusive de la ley moral, es impotente para salvar al hombre. Ésta es la tesis de la carta de san Pablo a los romanos. La ley, en vez de librar a los hombres del mal, los sume en el mal, los condena a una maldición de la que solamente Cristo puede salvarlos.

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La ley sólo hace desear una justicia imposible, para hacer comprender mejor la necesidad absoluta del único salvador. La salvación gratuita que viene del amor de Dios. Si no se salva uno por el cumplimiento de la ley, es obvio que tampoco se condena por la transgresión de la ley. Es la misma conclusión de san Juan: quien cree en el Mesías Jesús y ama a sus hermanos, ya tiene en sí la vida eterna. San Pablo a los romanos: Rehabilitados ahora por la fe, estamos en paz con Dios por obra de nuestro Señor Jesús el Mesías, pues por él tuvimos entrada a esta situación de gracia en que nos encontramos. La esperanza no defrauda, porque el amor que Dios nos tiene inunda nuestros corazones por el Espíritu que nos ha dado. La ley ha quedado reducida al precepto del amor, en el que se resume. Es la Nueva Alianza de Jesús, y es la antigua Alianza de Israel. San Pablo usa mucho la expresión ‘‘ser justificado’’. En la Biblia, esa expresión significa hacer que triunfe la causa de uno sobre la de un adversario. El campo de la justicia es inmensamente más vasto que el de la ley. Toda relación humana comporta su justicia, su norma propia. Respetarla es tratar a cada uno con el matiz exacto que le conviene, determinado por su ser mismo, por sus dotes y por sus necesidades. Ser justo es encontrar la actitud exacta que conviene adoptar con cada uno. Es responder a lo que, con justicia, se espera de uno. Ser justificado no es demostrar uno la inocencia propia, sino la justeza de todo su comportamiento. Por eso nadie es justificado, ni por sí mismo ni por la observancia de ley, delante de Dios, sino sólo por la gratuidad del amor de Dios, que responde con justeza a lo que nosotros esperamos y necesitamos de él. Job es, otra vez, el ejemplo. Sabe que el hombre no puede tener razón contra Dios, porque Dios no es un hombre. Sin embargo, no puede renunciar 174


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A proceder en justicia, consciente de estar en su derecho. Porque Dios es justo, es decir, porque tiene en su trato con Job la justicia y el modo que le corresponden, y no le quita la razón que tiene. Por eso también reconoce Dios en la fe de Abraham el gesto que responde exactamente a lo que se espera de él. Job no tiene nada que temer de esta confrontación con Dios, porque: Dios hallará en su adversario a un hombre recto que haría triunfar su causa. Dios es justo. Es decir, nunca la falta la razón y nadie puede disputar con él; pero no renuncia, en nombre de su misma justicia y por consideración al hombre, a que el hombre sea capaz de portarse y de ser delante de él precisamente lo que de él se espera y lo que debe ser: justo. Y, porque le dio la inteligencia, no le niega la razón cuando la tiene. La Biblia no se sale del contenido de la Alianza, ni de la antigua ni de la nueva, que se ha pactado a iniciativa gratuita de Dios. En ella, no es la ley lo que priva, sino la santidad, el amor y la justicia. No es la ley la que salva, es la gratuidad del amor de Dios, a que responde el hombre con su fe y con su justicia en el amor. Finalmente, la ley, toda ley, inclusive la ley natural, es la respuesta inteligente del hombre, que ‘‘escribe en su corazón’’ los mandatos de Dios, y es la fidelidad, la fe que se guarda, a su alianza con Dios.

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a moral que aprendimos de niños y que conocemos, la moral que todavía priva de manera importante en las vidas comunes, en los confesonarios y en los púlpitos, tiene una tendencia a perderse en los laberintos de los casos concretos. Es lo que llamamos casuismo. La discusión sutil, interminable, sobre los detalles de cada caso: cuándo, cómo, bajo qué condiciones tal o cual acción es o no es pecado y qué sucede o cuánto y cómo cambia la calificación ética, si varían uno, dos o nueve o diez detalles internos o externos de la acción. No es que sea ésa la moral cristiana. Es una de sus desviaciones, que nos ha afectado desde hace ya tiempo. Nuestra moral es individualista, no comunitaria; teocéntrica, no antropocéntrica; centrada en la salvación personal, en la pureza del alma y en el confesonario secreto, no en la fraternidad humana; en la ley, no en el amor; en la autoridad y en la obediencia, no en la conciencia; en la relación con el cielo, no en los compromisos molestos con la tierra. Es una moral condicionada, demasiado obviamente, por las situaciones, las estructuras y los intereses sociales, económicos y políticos de Occidente. Imperios, feudalismo, nacionalismo, Cruzadas, realeza, nobleza, aristocracia, burguesía, conflictos políticos, conquistas, guerras, colonialismo, capitalismo y todo lo demás que ha constituido la historia de Europa y, por consiguiente, de América y demás países que hayan sido víctimas del colonialismo europeo. Toda moral ----práctica o teórica---- responde a las influencias históricas de una sociedad, de una cultura, de una ideología, de una

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antropología. Es decir de un sistema, de una concepción del hombre, de la sociedad y de todas las relaciones que el hombre establece y que en ella se dan. Todo eso constituye su racionalidad, a la que siempre responde. La moral occidental responde también a una racionalidad, basada, en último término, en la filosofía, en la antropología, en la concepción social y en la cosmología de la Grecia pagana ----Platón y Aristóteles---cristianizada por santo Tomás de Aquino y otros. Poco a poco se fueron añadiendo y la fueron modificando todos los demás condicionamientos de la formación, de la historia y de la consolidación tanto de Europa como de la civilización occidental. Es evidente que la moral cristiana, en muchos aspectos, significó un avance sobre la moral bíblica del Antiguo Testamento. En otros significó un retroceso. Por ejemplo, volvió a dividir lo sagrado y lo profano, con lo cual introdujo de nueva cuenta las diferencias, no sólo entre las cosas, sino entre las personas. Perdió aquel hondo sentido comunitario que distinguió no sólo a la Alianza del Sinaí, sino a la Nueva Alianza del Evangelio, y también introdujo con eso la diferencia entre los hombres, que Antiguo y Nuevo Testamento se esforzaron por borrar. Perdió en alto grado su sentido antropocéntrico, que tan profundamente marcaron la Alianza, primero, y Jesús después cuando describió, en el Evangelio de Mateo, el juicio final, y cuando nos dio su último y único mandato: ‘‘Un solo mandamiento les doy: que se amen los unos a los otros’’, y cuando oró a su Padre por nosotros: ‘‘Padre, que sean uno como nosotros somos uno’’. Perdió aquella característica de defensa de los débiles y de los pobres de la sociedad, destacada por ambos Testamentos al grado de describir a Dios por ella: Dios es Dios de los pobres y defensor de los débiles, de las viudas y de los huérfanos. Esa ya no es, una valoración moral de la vida, sino un ejercicio de virtud superior para quienes quieren ser perfectos, como el Padre Damián o la Madre Teresa de Calcuta, a quien el mundo agradece su caridad y su ejemplo con el premio Nobel. 178


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Desentenderse de aquellos a quienes la sociedad ha dejado afuera y abajo ya no es pecado. Ni se confiesa en los confesonarios ni se predica en los púlpitos. Por el contrario, muchas veces se les ha predicado a los pobres la resignación con su suerte comprendida como voluntad de Dios. Hay una frase de Luis Veuillot ----periodista católico que disponía del poderoso periódico L’Univers----, a quien el papa san Pío X elevó a la categoría de modelo del escritor católico, que simboliza, en su brutalidad, esta ética del clasismo social y de las diferencias humanas: La sociedad tiene necesidad de esclavos y no puede subsistir más que a ese precio. Es necesario que haga hombres que trabajen mucho y que vivan perramente. Con menos salvajismo, pero en un mejor reflejo de esa mentalidad, el cardenal Donnet, arzobispo de Burdeos, predicaba: Invitando al pobre a la doctrina, convidándole al banquete eucarístico y a las solemnidades de la religión, las campanas del templo alivian las penas de su condición y hacen menos amargas esas estrecheces que una incredulidad salvaje tantas veces intentó arrebatarle (Cfr. Migne, Orateurs Sacrés, t. 14, col. 56, citado por Reyes Mate en Ateísmo, un problema político, p. 142). La civilización occidental se construyó sobre la desigualdad humana, consecuencia de sus estructuras sociales, económicas y políticas, como el feudalismo, la realeza, el colonialismo, el capitalismo y el neoliberalismo, que dejaron su marca en nuestros valores morales, aun en contra de la claridad evangélica con que Jesús predicó lo contrario. Otra cosa que nuestra moral perdió ----consecuencia lógica de la desigualdad humana, que éticamente ya no le estorba ni le molesta---- es la falta de aprecio por la dignidad que es propia de la vida del hombre. Estamos tan acostumbrados a ver la miseria y las condiciones infrahumanas en que viven las mayorías pobres, que ya no somos sensibles a la dignidad de la vida que corresponde a la nobleza humana 179


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y que es la única digna del hombre. Nuestra defensa de la vida es sólo la defensa de la vida biológica ----como se da en el pleito ideológico y convenenciero sobe el aborto----, no la defensa de la vida específicamente humana. La furia contra el aborto se debería aplicar a la vida infrahumana que viven millones de mexicanos. Pero no. Hay que dejar que nazcan para que mueran de hambre y desnutrición en los primeros años de su vida o que queden humanamente tarados por la desnutrición. A tal grado, que hoy no entendemos, éticamente hablando, el suicidio de Razis o el suicidio colectivo de Masada, porque aquellos hebreos consideraron la esclavitud indigna de su condición humana y prefirieron heroicamente quitarse la vida a vivir de forma miserable en la servidumbre, lo que equivaldría a quedar atrapados ya por la indignidad de la vida y por el poder de la muerte. Nuestra civilización cristiana y nuestros pueblos no nacieron de la esclavitud y de la liberación, como Israel; produjeron la esclavitud y la explotación del hombre, como Egipto. Pasaron siglos para que la esclavitud fuera abolida. Y su abolición causó guerras. Cuando se habla en contra del aborto, sólo se hace referencia a la vida biológica del niño, no a la vida digna o indigna de la condición humana en que ese niño va a vivir. Tampoco se discute si un hombre tiene derecho, por sí y ante sí, de condenar a otro hombre a una vida inferior a su dignidad por la pobreza extrema, la carencia, la enfermedad y la migración. Hay que dejar que nazcan. Ya morirán de hambre y desnutrición o quedarán humanamente tarados. Es, en el fondo, la misma racionalidad de la esclavitud. Hay hombres que deben nacer para ser inferiores, que deben vivir perramente y trabajar para los hombres superiores. Pero discutir a fondo este problema implica cuestionar de raíz el orden socioeconómico en que se funda nuestra sociedad. Es mejor la vía de escape hacia una providencia divina que nos libra de la responsabilidad social y de la pregunta de Dios. Éxodo: Caín, ¿qué has hecho de tu hermano? 180


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Nuestra respuesta, consciente o inconsciente, es muy simple: --Divina Providencia, ¿que vas a hacer Tú para socorrer a mi hermano? Tú has querido que sea pobre y que se debata en la miseria; si así no lo hubieras querido, lo habrías hecho nacer en un estrato superior. Y lo decimos: Todo niño nace con su torta bajo el brazo; el sufrimiento es redentor y no tenemos derecho a privar a los pobres de ese privilegio, ni a nosotros de la salvación que los pobres nos facilitan con su sufrimiento. Dicho de otro modo, equivale a decir lo que una vez escuché en una reunión: ‘‘sólo una incredulidad salvaje intenta arrebatar a los pobres sus amargas estrecheces, con las que nos redimen a todos’’. Son muchos los que se desgarran las vestiduras ante el aborto, pero son indiferentes ante los miles de niños que mueren de desnutrición antes de los cinco años. Que se mueran de hambre en el principio de su vida, pero que nazcan. Lo importante es que nazcan, no la vida a la que nacen. Ya no somos sensibles a la dignidad de la vida humana. Como existen la resurrección y el cielo, como lo importante es el alma, como lo superior es la vida sobrenatural, como tenemos la filiación divina que nos da el bautismo, como el sufrimiento redime y asemeja a Jesucristo, ya no importan las condiciones en las que vivan los hombres en este mundo, ni los sufrimientos que deban padecer, aunque sean causados por otros hombres. La pregunta que suele hacerse es si una mujer tiene derecho, en cualquier circunstancia que sea, a abortar a su hijo. Pero no es ésa la única pregunta que hay que hacer. Faltaría preguntar, en el espíritu de la Biblia, si una mujer tiene derecho a dejar que su hijo nazca a una situación y a una vida de carencia, de miseria, de ignorancia, que constituye una degradación de la vida, en condiciones infrahumanas que son indignas del hombre. Y no vale recurrir a la providencia divina para que ella lo saque de esa condición. La estadísticas muestran que no son muchos a los que saca de allí. Más aún, que cada vez son más, y más hondo, los que allí caen. La pregunta es: ¿Quién le ha dado al hombre el derecho de 181


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condenar a otros, a su arbitrio, a condiciones inferiores de vida, indignas de su calidad humana, en vez de responsabilizarse, hasta las últimas consecuencias, de mejorar esas condiciones, como es su obligación y su tarea en este mundo, sin la pretensión de echarle la culpa a Dios? ¿Quién es y por qué es el árbitro de las condiciones de vida en que deben vivir los demás? Por otra parte, su concepción del hombre esencialmente como relación, no como cuerpo y alma, también tiene un peso específico sobre su moral. Entre otras cosas, destaca la dignidad del hombre y de su vida, porque es primariamente relación con Dios, hecho a imagen de Dios. A tal grado que, cuando no tiene relación con Dios o capacidad de tenerla, deja de tener vida humana. Ya no es hombre, aunque sus órganos palpiten y tengan vida biológica. Lo mismo pasa cuando su vida no tiene o pierde la dignidad que corresponde a la imagen de Dios, medida de su nobleza humana. De ahí su posibilidad de quitarse una vida que ya no corresponde a su dignidad o que pierde la capacidad de relación. Si se aplica esta racionalidad al aborto, a la eutanasia, al suicidio, tendría implicaciones y consecuencias importantes. De hecho, las razones que varios países han alegado ----Estados Unidos y Francia, entre ellos---- para legalizar el aborto no están lejos de esta idea bíblica o la implican de lleno. En la Biblia, Dios toma al hombre absolutamente en serio. No sólo al hombre en sí mismo, sino en la forma concreta que le dio al crearlo, como un proceso de vida, de personalización, de comunidad, de amor, de libertad, de historia. Como un cooperador asociado en su empresa de creación y de redención. Como realizador, junto con Dios, de la historia, que Dios deja en manos del hombre como tarea específica que le encomienda. Dios tiene con el hombre una relación histórica y una alianza de comunidad. Y Dios es fiel a sus promesas y al hombre. En consecuencia, el hombre debe vivir en fidelidad a su alianza con Dios, en santidad, en justicia y en amor, haciendo cada día su relación con Dios y su relación comunitaria histórica. O destruyéndola. Es su libertad. Dios no domina al hombre. No lo quiere esclavo. Lo quiere co182


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laborador libre y creador responsable. Lo hizo libre. Respeta en serio su libertad y no interfiere con ella. No le dio una libertad ilusoria que lo pone frente al espejismo de ser libre, cuando en realidad es Dios quien lo maneja, lo domina y lo dirige. El hombre es responsable ----así lo hizo Dios---- de la vida, de la historia, de la comunidad, del mundo, de la naturaleza, del universo. A la Biblia no le importa discutir teológicamente cómo hace Dios eso ni cómo se relaciona la libertad humana con la gracia divina y con su poder omnímodo. Dios le enseñó un camino ----su camino---- y le mandó una sola cosa, el amor, como actitud de vida, como inspiración de sus actos, como norma de sus decisiones, dirección y contenido de su libertad, y como modo de ser. El hombre sabrá, a su propio riesgo, si sigue o no sigue ese camino. Sabe que se enfrentará a un juicio en su muerte ----aunque no sea, como algunos piensan, más que el juicio de la historia y de aquellos a quienes deja detrás. Pero sabe también que puede escoger entre seguir o no seguir el camino trazado por Dios. La Biblia no acepta que el hombre esté hecho de cuerpo y alma, dos entidades separables. Una, mortal, hecha por el hombre; otra, inmortal, creada por Dios, que juntas hacen al hombre, terminado desde el principio, porque tiene completa su esencia de ser humano. Eso haría mentira la realidad de la muerte y la palabra de Dios sobre el morir humano: ‘‘Morirás’’. No sería cierto. No moriría el hombre, sino sólo una parte del hombre, la parte mala, la caduca, la que fabrica el hombre, la que no es importante, la que se gasta y se pudre, la que siempre debe ser sometida porque se opone al espíritu y a Dios. La parte importante, pensante, espiritual, inmortal del hombre, la que domina y somete, la que hace verdaderamente al hombre, la que lo asemeja a Dios porque es espíritu, la que fue creada por Dios, ésa no muere. La Biblia no acepta, no puede aceptar eso. Por el contrario, el hombre es una unidad indivisible, histórica, digna en su totalidad que entra en relación con Dios mismo y con el otro hombre y que, por esa relación, se constituye en persona. Es un proceso de vida, de conciencia, de libertad, de maduración, de personificación. No está acabado, sino que se va haciendo. Y se hace en 183


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la relación que, por sí misma, también es un proceso. Si puede decirse, el hombre es un proceso de hominización. No es una conjunción de esencias fijas, sino un ser que camina siempre hacia la humanización, hacia la personalización. En consecuencia, la moral tampoco es una colección de normas fijas derivadas de esencias inmutables, sino ese proceso de humanización, de amor, de libertad, de maduración, de aprendizaje de la vida, que se va viviendo de crisis en crisis hacia una plenitud nunca alcanzada en la tierra. El pecado, por tanto, consiste en la perturbación voluntaria de la relación con Dios y con los hombres, en la negación del amor a Dios o a los hombres. Es decir, en el desamor. En la opción del desamor. En la destrucción de la comunidad o en el atentado contra ella. Allí es donde está la gravedad de la injusticia social, de la indiferencia ante las vidas subhumanas que la mayoría vive. De eso se nos pedirá cuenta. De eso tratará el juicio final, como describe el Evangelio. Por eso, la vida humana no se reduce ni se puede reducir a la biología. La vida humana es humana. No es, aunque lo implique, vegetativa, sensitiva, ni biológica. Es específicamente humana. Se constituye por la humanización, por la relación, por los valores, por los grados superiores de la vida y por las razones de vivir, y a ellos se somete. Ésta es, en síntesis, la racionalidad de la moral bíblica, que es también parte ----idealmente hablando---- de la moral cristiana de Occidente, aunque la haya modificado, desviado, olvidado o pervertido en la práctica. Cada una de estas dos racionalidades tiene consecuencias inevitables en la conducta humana. En la antropología bíblica, puesto que en ella no existe el alma, tendría que cambiar la concepción de hombre, de pecado original, de bautismo, de salvación y de aborto. Ya no sería un asesinato, puesto que todavía no existe un hombre, sino una intervención legítima y racional en los procesos biológicos que conducen hacia la vida de un hombre, puesto que toda la naturaleza le fue dada al hombre para que la domine y dirija a sus fines superiores. En ese proceso, las condiciones dignas o infrahumanas de su existencia pueden decidir el nacimiento o el aborto. 184


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La filiación divina y el pecado original, en consecuencia, tampoco dependen del bautismo, sino de la opción libre del hombre que decidirá, ya en el uso de su razón y de su libertad, si se va haciendo hijo de Dios en un proceso de vida. El hombre siempre es un proceso como todo en el hombre. La aplicación de estos criterios, de uno o de otro lado, tiene consecuencias morales sobre el aborto, la eutanasia, el suicidio, la guerra, la revolución armada, la pena de muerte, el hambre que diezma pueblos enteros, la injusticia social, la desigualdad socioeconómica y política de los hombres, la miseria que mata por desnutrición, la muerte de un enfermo que ya no tiene remedio, las múltiples condiciones que disminuyen la dignidad de la vida, la huelga de hambre y muchas otras cosas. La visión ética de estos problemas será necesariamente distinta desde cada una de las dos ópticas: la moral bíblica y la moral tradicional de Occidente, porque son distintas las dos concepciones de hombre, de sociedad, de relaciones humanas en toda su complejidad, inclusive de la relación con Dios. También repercutirían sobre otras cuestiones, como el limbo, el purgatorio, las indulgencias, las apariciones de vírgenes y de santos y de muertos y de Jesús mismo. Y sobre todas las cuestiones relacionadas con la muerte. No existe la racionalidad neutra, la supuesta neutralidad previa. Toda racionalidad está al servicio de intereses anteriores que constituyen un proyecto conjunto. Más aún, la racionalidad sólo es racionalidad en el interior de ese proyecto conjunto, no fuera de él. Por esta razón, lo que es racional para uno, dentro del proyecto conjunto al que pertenece y que persigue, no es racional para otro, dentro de un proyecto distinto. La racionalidad humana funciona sólo dentro de un proyecto conjunto y está determinada por sus intereses previos. Por eso es tan difícil, tantas veces, la comprensión entre clases sociales, entre razas, entre profesiones, porque la racionalidad de cada una funciona sólo dentro de su proyecto. Esto es lo que pasa entre las racionalidades morales de la Biblia y de Occidente, por más que se diga que la moral bíblica del Antiguo 185


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Testamento es imperfecta, primitiva, transitoria y superada. Una cosa es que haya ido descubriendo poco a poco, a lo largo de los siglos y desde la antigüedad, su propia concepción de hombre, de sociedad y de moralidad hasta convertirla en un proyecto histórico o que haya vivido y violado esa moral un pueblo antiguo, primitivo y de cabeza dura, y otra cosa es que los pilares fundantes de su moral no hayan sido maravillosos y extraordinariamente elevados. En esencia, son los mismos de la moral evangélica. Tienen el mismo origen. Habría que pensar, por otro lado, si la moral cristiana es tan avanzada, tan elevada y tan perfecta como se pretende, o si está condicionada por una racionalidad interna que deja mucho que desear, porque nació de una historia europea que deja mucho que desear. Habría que analizar cuánto se aleja de los ideales bíblico-evangélicos la moral capitalista que vivimos, ya no en la vida concreta de los cristianos, sino hasta en su formulación doctrinaria. La racionalidad bíblica corresponde a un pueblo que nació de la esclavitud. La racionalidad occidental corresponde a una civilización labrada en el nacionalismo, en el colonialismo, en la conquista, en el imperialismo, en el capitalismo, en el esclavizamiento y en la explotación de otros, por más que diga y pretenda que se funda en el Evangelio y en parte lo haga. Son dos concepciones de hombre, de sociedad, de historia, de Dios y de las relaciones que deben establecerse. Los ejemplos de Razis y de Masada ----por hacer referencia sólo a ese tipo de casos---- son claros y plantean la diferencia. Jamás les cruza por la mente que quitarse la vida sea pecado ni ofensa de Dios. Al contrario, saben que su suicidio es agradable a Dios y merece la resurrección. La Biblia presenta a Razis como un héroe. Su suicidio es una hazaña gloriosa a los ojos de Dios y de los hombres. La razón del suicidio lo hace legítimo y glorioso, porque la calidad y los motivos de la vida son más importantes que la vida. Y lo son efectivamente, no en la pura abstracción. La vida biológica no es un absoluto ni está por encima de la humanización. La vida del hombre es vida humana. Si no tiene esa calidad no es vida de hombre. Y, por tanto, se la puede uno quitar. La 186


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vida inferior se somete a la vida superior del hombre, responsable ----ante Dios y ante la comunidad---- de todos los procesos vitales. Vida biológica sin humanización o con deshumanización no vale la pena de ser vivida. Es la lógica de la Biblia, ejemplificada en Razis y, más tarde, en Masada. Si Razis se quita la vida, complace a Dios, no lo ofende. Y Dios lo premia con la resurrección. Lo mismo y con la misma lógica hacen los judíos, no mucho tiempo después, ante la conquista y el acoso superior de los romanos. Se suicidaron colectivamente en la fortaleza de Masada. Era el año 64 antes de Cristo. Prefirieron morir a vivir en la esclavitud y sufrir a manos de sus enemigos invasores. La calidad de la vida por encima de la vida. La racionalidad romana de los conquistadores nunca pudo entender la racionalidad de vida de los conquistados en su suicidio colectivo. Todo esto podría aplicarse, con el mismo razonamiento, con la misma valoración y dentro de la misma racionalidad, a muchos casos contemporáneos: monjes budistas que se prendieron fuego en Vietnam, kamicases, huelgas de hambre de Ghandi en la India y de Bobby Sands en la cárcel de Irlanda del Norte, eutanasia, por citar sólo algunos y, por supuesto, al aborto, enredado ahora en todas las ideologías posibles. La moral occidental, en cambio y en contra, dice que nadie puede tomar en sus manos su propia vida ni la vida de otro, por dolorosa, degradada e infrahumana que sea, aun en un campo de tortura, porque sólo Dios, suponen pero imponen, es dueño de la vida. Y a pesar de todo, en Occidente, dentro de la civilización y de la moral cristianas, siempre se ha muerto y se ha matado por razones que se consideran superiores. Fue la lógica de las Cruzadas, de la batalla de Lepanto, de la Inquisición y de la canonización de mártires. Los motivos de la vida son más importantes que la vida. Se mata y se muere por la fe, por el honor de los lugares santos de Jerusalén, por la defensa de la cristiandad, por la ortodoxia, por la ideología, por la imposición de la propia manera de pensar. Es la lógica de las guerras religiosas de Europa entre católicos y protestantes, de la persecución de judíos, de la Cruzadas, de las hogueras medievales, de las guerras 187


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contra los moros en España, de las guerras papales por los Estados Pontificios. Morir y matar por la pureza de la fe, por la pureza del cuerpo y del alma; por la Iglesia, por la conquista espiritual de otros pueblos, por la propagación de la fe, por la defensa de la patria y por mil razones más. Todo eso se ha considerado siempre más importante que vivir. Se canoniza por eso. La civilización cristiana mató a los infieles que profanaban con su sola presencia los lugares sagrados de Palestina, mató para defender los Estados Pontificios, mató para defender la legitimidad de un papa contra la ilegitimidad de otro papa. Mató para defender a un rey contra otro rey. Sancionó la defensa personal, la guerra justa y hasta la tortura ----con tres bulas pontificias---- por motivos superiores. Y así se podría seguir. La historia de la cristiandad está llena de muerte ----los que mueren y los que matan----, porque las razones de vivir son se han considerado más importantes que la vida, por más que sólo sean las razones de cada quien y por más que estén erradas. Todo se justifica moralmente y no causa problemas de conciencia. Va por otro camino la valoración moral de la vida y de la sociedad. Son otros el parámetro y el contenido de la relación con Dios. El hombre da su vida por cualquier abstracción, por ambigua que sea. Establece pena de muerte. Mata a quienes piensan diferente, sólo porque piensan diferente. Mata en defensa propia, en defensa de su propiedad material, en defensa de límites territoriales, en defensa de sus ideales; mata en defensa de la justicia ----como cada quien la entiende----, en defensa de la sociedad, de la ley, del orden establecido, de los poderosos y de sus privilegios adquiridos, del dinero en los bancos, de ideologías, de la ortodoxia ----como cada quien la entiende---y de muchas cosas más. Se ha hecho de la muerte un espectáculo casero e infantil, proyectado por horas y horas en los aparatos de televisión. El hombre se sienta a ver la muerte, a oírla, a cantarla, a leerla, a gozarla, a divertirse con ella. No hay problema en hacerse dueño de la vida y de la muerte, con tal de encontrar la justificación adecuada. Incluso se desprecia la vida y se glorifica la muerte, como sucedió en Chile, en Uruguay, en 188


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Paraguay, en El Salvador, en Guatemala, en Argentina, en Brasil, en Haití, en Vietnam, en Corea, en Afganistán, en Hungría, en Checoslovaquia, en Uganda, en Nicaragua y en mil lugares más. El hombre occidental acepta todo esto, lo justifica inclusive; pero se escandaliza de la racionalidad bíblica que acepta el suicidio en razón de la dignidad de la persona y de la calidad de la vida humana. Para no hablar del escándalo del aborto, aun en las condiciones precarias de la miseria latinoamericana y tercermundista. En todo esto hay mucho de hipocresía, de ideología, de conveniencia, de subjetivismo, de incongruencia, de falta de lógica, de crueldad, de simple poder desnudo, de intereses confesados y no confesados, de dinero, de todo. El fondo es siempre el mismo: somos y seremos libres e inalterablemente responsables de lo que hacemos y de lo que dejamos de hacer; pero enfrentados siempre a una doctrina moral abstracta, muchas veces negativa, confusa, juridicista, racionalista, individualista y pulverizada en un casuismo interminable. En última instancia, es nuestra racionalidad, que funciona dentro de nuestro proyecto occidental de hombre y de sociedad, condicionada por todos los intereses que yacen detrás; pero que no funciona en otro proyecto, como el bíblico. Vivimos en un mundo cambiante que ha replanteado muchas cuestiones y posturas morales y que ha planteado otras, al ritmo del avance de las ciencias médicas, biológicas, humanas, filosóficas, antropológicas y teológicas. Y, por otro lado, está la Biblia con su propia concepción de hombre, de sociedad y del plan de Dios sobre la vida del hombre, que nos enfrenta a una racionalidad diferente y a un cuestionamiento profundo. Todos los problemas morales que se relacionan con la vida y con la muerte, con el amor y con la justicia, con las relaciones humanas y con la construcción de la sociedad, con Dios y con el sexo, seguirán teniendo una respuesta particular, a partir de concepciones propias que se enfrentan a otras particulares, cada una con sus argumentos, con sus razones, con su racionalidad, con sus intereses, siempre intocados porque pertenecen a un mundo ideológico particular. 189


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Como fácilmente se desprende, el sexo no es, en la Biblia, un absoluto. Es parte de la naturaleza que el hombre debe dominar, dirigir y someter a sus razones superiores. En los relatos bíblicos no se da importancia al sexo en sí, sino a la injusticia, cuando la implica, y a la degradación de la persona, imagen de Dios, cuando se da. El sexo es pecado sólo en cuanto lleva consigo el uso o el abuso, la explotación o la degradación de la otra persona o de uno mismo, o la injusticia contra terceros. Es decir, en cuanto afecta la relación con Dios y el amor al otro, en cuanto se convierte en un instrumento del desamor, cuando debería serlo del amor y la justicia. Cuenta la Biblia el caso ya referido de Onán. La racionalidad de la Biblia es diferente. Dentro de ella caerían también los demás casos de ingeniería genética, abordables con la misma lógica. El alquiler o el préstamo de vientres, para que tenga hijos la mujer que no puede ser fecundada o que puede serlo pero que no puede gestar; la fecundación artificial, por semejantes razones y para los mismos fines; el diagnóstico prenatal, para impedir el nacimiento de niños cuya calidad de vida no respondería a su dignidad humana; la manipulación científica de los genes en el espermatozoide y en el óvulo. Y todos los demás avances genéticos que ya son factibles o que están en investigación. En la racionalidad bíblica, son instrumentos que la inteligencia humana debe someter, dominar y dirigir al servicio de la vida, del amor, de la justicia, del derecho, de la sociedad y del otro hombre, sobre todo del más débil. Es el dominio inteligente del sexo para el servicio de la vida. No son desviaciones sexuales, como la Iglesia insiste en predicar. Lo prohíbe todo, porque todo va ‘‘contra la ley natural’’. Pero sólo se refiere al sexo, no a los demás órganos del cuerpo humano, ni al dinero y al poder. Habría que enfocarse en el poder y en la riqueza de ciertos clérigos nacionales e internacionales. En esa forma, el hombre domina todos los demás órganos de su cuerpo. Se hacen trasplantes de corazón, de riñón, de retina, entre otros. Se extirpan órganos, se opera el cerebro, se suplen órganos humanos con piezas de plástico, se hacen piernas y brazos artificiales. Quizá no esté demasiado lejos la ingeniería biónica. Todo al servicio 190


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de la vida y de la calidad de la vida. No se ve razón para que el hombre no pueda hacer lo mismo con su sexo, como si esa parte de su cuerpo no perteneciera a su naturaleza humana o como si Dios le hubiera dado el dominio de todo el universo, con excepción del sexo. Sólo nuestra racionalidad occidental ----no siempre ni en todas partes, para ser justos---- exceptúa el sexo del dominio de la naturaleza. Así es nuestra moral, pero nuestra moral responde a nuestro proyecto de hombre y de sociedad, de historia y de vida. La moral siempre se acomoda al proyecto y a los intereses dominantes. La nuestra no es excepción, por más que se diga que se deriva de principios eternos y de esencias inmutables. Demasiado ha cambiado a lo largo de la historia y de nuestra era, para que pueda sostenerse la tesis de su inmutabilidad. Contra hechos no hay argumentos. Otro ejemplo es la indisolubilidad matrimonial. El matrimonio es indisoluble, no por una ley externa que Dios o los hombres imponen, sino por la dinámica intrínseca del amor, que siempre tiende a crecer. Por desgracia, los hombres no podemos ni dar el amor perfecto ni encontrar en este mundo el objeto perfecto del amor. Aunque el amor, por su propia dinámica interna, tiende siempre a crecer y en muchas parejas lo hace, no siempre es el amor ideal, ni siquiera el amor que, dentro de los límites humanos, debería ser. Cuando el amor se da y crece, su existencia misma y su crecimiento hacen indisoluble el matrimonio, porque el lazo existe, el lazo es el amor, y el amor une, no separa. Pero el amor, que es el vínculo del matrimonio, no siempre se da. Muchas veces se confunde con la pasión o con el atractivo. No siempre es fuerte ni maduro porque la persona o las personas no lo son tampoco. Muchas veces equivoca el objetivo: no todos aciertan con la pareja adecuada. Los hombres evolucionamos. Lo ideal sería que la pareja evolucionara junta y en la misma dirección. Por desgracia, el sistema de vida y la sociedad en que estamos sumergidos ----con su estructuración familiar, social, política y, sobre todo, económica---- hacen frecuente que el hombre madure por su lado y la mujer por el suyo, y no siempre 191


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en la misma dirección, por la división del trabajo y por el concepto y por la discriminación en que se tiene a la mujer. Pareja inadecuada, evoluciones dispares, inmadurez, egoísmo personal y ambiental, valores falsos, carencia de valores humanos, ausencia o distorsión de valores religiosos y morales, materialismo, frenesí de vida, individualismo, competitividad, riqueza de un lado, miseria del otro, vacío interior, incapacidad de amar, superficialidad de vida, frivolidad de sentimientos, inhabilidad para la reflexión y un profundo y generalizado desmantelamiento personal para la comunicación, son algunas de las causas de que se termine el amor, si alguna vez existió. No se trata de analizar aquí las causas de los fracasos matrimoniales. Se trata de establecer los hechos. Hay matrimonios que nunca se amaron, los hay que creyeron amarse, los hay que equivocaron el amor, los hay que perdieron el amor por la razón que haya sido, los hay que encontraron tarde el amor verdadero y quieren rehacer su vida, los hay que nunca encontrarán el amor. Y los hay que maduraron fuera del matrimonio, aprendieron a amar y se encontraron atados a la persona a la que nunca podrán amar. Éstos y otros son los hechos, que muchas veces se complican porque hay hijos de por medio. Todo se reduce a un solo hecho. Por las razones que sea, el amor se pierde, o se puede perder, o se descubre que nunca se ha tenido. Es lo humano. Es lo que pasa. En una palabra, ya no hay amor en un matrimonio. En consecuencia, ya no hay lazo matrimonial, porque el lazo es el amor. El matrimonio ya no existe, ya está roto por sí mismo, aunque ninguna autoridad lo declare así. Esa pareja ya no está casada, aunque no se hayan pasado o no se hayan podido pasar los trámites burocráticos que declaran la anulación del matrimonio. La esencia del matrimonio es el amor y el amor ya no existe. El lazo matrimonial y la indisolubilidad del matrimonio no son un trámite burocrático, ni una ley canónica. No se rompen por un permiso ni por una declaración de la burocracia. En la lógica bíblica, es Dios quien une. Lo dice el sacerdote un momento después de que los esposos contrajeron matrimonio: ‘‘Lo que Dios unió no lo separe el hombre’’. Pero Dios es amor y sólo une por amor, con amor y en el amor. Si el amor ya no existe ----y no puede exis192


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tir por ley ni por decreto----, tampoco existe el matrimonio. Se disolvió, porque se quedó sin esencia. Y la esencia del matrimonio no es vivir bajo el mismo techo como perros y gatos, o en coexistencia pacífica, o en indiferencia y desprecio, o haciendo un esfuerzo continuo por llevarse bien o por guardar las apariencias externas desde el vacío interior, o acostarse en la misma cama para tener hijos, o llevar vidas paralelas desde la misma casa. Muchos matrimonios permanecen así por convicción, porque piensan que es lo mejor, sobre todo para los hijos. Otros lo hacen por conveniencia o por razones económicas, otros por temor a la vida o a la soledad, por inseguridad, por obediencia a la ley, por amor propio, o porque no pueden enfrentarse a la condena de la sociedad, otros por temor al pecado y a la condenación eterna. Otros se separan y enfrentan la soledad, con todos los problemas que eso implica para la mujer sola. Otros se divorcian y se vuelven a casar o se consiguen pareja nueva y se van sin divorciarse siquiera. Unos pocos afortunados e influyentes consiguen en Roma la anulación que les permite rehacer sus vidas en paz de conciencia. Otros tienen otras razones. Es su problema. Cada quien lo resuelve como puede, según su conciencia, o según su ignorancia religiosa, o según quien lo aconseja, o según las circunstancias que no le permiten otra decisión, o según su amor y su fidelidad, o según su grandeza de alma o su pequeñez egoísta, o según su rompimiento con la Iglesia y con sus sacramentos, o según su calentura, o según su respeto por las normas de la convivencia social. En último término, según lo que cada quien es. Las consecuencias económicas, sociales, materiales, psicológicas, morales, religiosas, familiares, educativas, de corto y de largo plazo y, sobre todo, las consecuencias en los hijos, son tragedias y problemas muchas veces insolubles, resultado de decisiones erróneas e irreversibles que ya no se pueden resolver, sino a medias. Si la moral es el amor y el amor ya no existe, si el vínculo matrimonial es el amor y el amor ya no existe, allí ya no quedan ni matrimonio ni moral. La moral cristiana de Occidente dice otra cosa. Otra vez, son dos racionalidades, dos proyectos, dos conjuntos de intereses. 193


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Pero queda una objeción. Si la ingeniería genética o biónica se manejara dentro de la racionalidad bíblica, habría el peligro de la manipulación de la vida, del sometimiento de razas inferiores, de la ambición de crear razas superiores, con la consecuencia implícita del exterminio o de la robotización de grandes sectores humanos. Habría el riesgo de que el hombre se convirtiera en un nuevo Frankenstein, divertido con la creación de monstruos a partir de órganos humanos extirpados a la mala. Lo mismo vale si se aceptan el divorcio, la eutanasia, el aborto, el suicidio y otros actos humanos que están fuera del esquema moral cristiano. Habría el peligro y el riesgo de crear un caótico libertinaje. Es cierto. Existen el riesgo y el peligro. Sólo que peligro y riesgo son razones del poder y de la pequeñez, no de la moral. Sólo los hombres del poder y los seres de espíritu encogido temen a la libertad ajena, a la propia libertad o a ambas porque amenaza su seguridad o sus intereses. En el fondo, niegan toda libertad, porque le tienen miedo. Si riesgo y peligro fueran razones morales, habría que prohibir el noviazgo, por el peligro de embarazos a destiempo; habría que prohibir la misa, por el peligro de sacrilegios; habría que prohibir el papado, por el riesgo de un abuso de autoridad. Y así todo, porque no hay nada humano que no implique peligro y riesgo. Se instalaría el reino de la incertidumbre y de la inseguridad. Se instalaría el miedo. Y, por tanto, se instalaría el poder desnudo, porque sólo el poder podría resolver todo y ser el ancla de la sociedad. Allá en el fondo, éste ha sido el proyecto ----a veces confesado, casi siempre inconfeso---- de nuestra civilización occidental. En el siglo pasado, lo confesaron sin ambages los tradicionalistas de la Restauración. Sólo la autoridad es criterio de la verdad, del bien y del mal. Por supuesto, el creador se expresa por medio de la autoridad y de las clases superiores. Es la conclusión que saca. Así pensaban los tradicionalistas de hace un siglo. Y así piensan todos los tradicionalistas, incluidos los de ahora. Ése es el proyecto que han realizado nuestra civilización occidental y nuestra sociedad concreta. La lucha de clases no fue inventada por Marx, fue creada por 194


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ellos, fue la lucha de las clases superiores por someter a las inferiores. Ésas son las realidades que hemos vivido y a esas concepciones hemos regresado, en este final de siglo, con la inmensa ola de derechización que ahoga al mundo y que hace emerger cada vez más alto a los poderosos y a los ricos, a la clase que ‘‘debe estar en el vértice de la escala’’, según piensan ellos, aunque no lo proclamen. El uso del poder y del dinero en nuestro siglo ha sido implacable y contrario a la Biblia, al Evangelio, al cristianismo, a la moral y a la más elemental humanidad. Por desgracia, a esa racionalidad responde la moral de Occidente, la que priva en nuestra sociedad y en nuestra civilización. La moral bíblica responde a otro proyecto y tiene otra racionalidad, la obligación igualitaria como calificación ética de toda la vida. Es la justicia y es el servicio incondicional del hombre a todo hombre, sobre todo a los humildes, a los débiles, a los desamparados. Es el rechazo a toda precedencia, a toda superioridad, a toda diferencia, en la medida de lo humanamente posible. No es la repetición sempiterna de leyes externas e inmutables, es el aprendizaje de la vida ----en relación con Dios y con los hombres---y el crecimiento del amor, de la libertad, de la justicia, de la sabiduría de vivir, de la paz. Todo a partir de la conciencia, de las circunstancias históricas, de la limitación y de la necesidad, del amor y de la inteligencia. No es el cumplimiento de leyes ni el sometimiento ciego a la autoridad, es la opción del corazón ----reafirmada siempre---- integrante de la vida con un sentido que la ilumina, con un contenido que la fortalece y con un camino que le da dirección. Es la alianza con Dios para realizar un proyecto de hombre, para crear una sociedad igualitaria de hijos de Dios y de hermanos, para dominar la naturaleza y el universo enteros, por la inteligencia y por la creatividad en colaboración con Dios, para servicio de la vida, de la calidad de la vida, de la dignidad de los hombres ----de todos los hombres---- y de la nobleza que corresponde a la imagen de Dios. El hombre que se va haciendo a sí mismo. Ésa es la moral. La racionalidad de la Biblia es otra muy distinta que la racionalidad moderna de Occidente. Sin duda alguna, siglos de pensa195


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miento y de civilización han hecho madurar, crecer y enriquecerse a la moral que en la Biblia fue primitiva y defectuosa. Habría que reflexionar cuál de las dos racionalidades, cuál de los dos proyectos es más elevado, más humano, más real y más coherente con los planes que Dios pensó para la humanidad.

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ÍNDICE ANALÍTICO

Abel, 131 aborto, 166, 180-182, 184, 185, 187, 189, 194 Abraham, 21, 33, 38, 63, 98, 102-104, 121, 153, 175 Absalón, 25 Adán, 34, 122-124, 126, 137 Afganistán, 189 San Agustín, 101, 103, 128 Ajab, 109, 110 Alianza con Dios, 15, 46, 56, 89, 116, 175, 182, 195 del Sinaí, 61 significado, 64 aliento vital, 23 alma, 15, 19, 20, 22-25, 27, 74, 77, 151, 159, 165, 170, 177, 181-184, 188, 193 amor de Dios, 14, 50, 53, 54, 74, 90, 126, 130, 135, 140, 141, 145, 174, 175 es palabra y es respuesta, 21, 28 fraterno, 52, 54 incondicional, 70 Amós, 77, 79-81, 104, 113 Angelis, Serafino de, 164 Antiguo Testamento, 15, 19, 44, 87, 91, 99, 103, 149, 151, 152, 178 antropología, 19, 21, 93, 171, 172, 178 bíblica, 141, 184 católica, 23 año jubilar, 98

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sabático, 98 apóstoles, 71, 94, árabes, 33 Argentina, 189 Aristóteles, 15, 16, 178 Asiria, 80 Asur, 105

Baal, 81 Babilonia, 105 Bartocetti, Vittorio, 164 Bazán, vacas de, 79 Benjamín, 37, 41 Betuel, 36 Bobby Sands, 187 Brasil, 189, Burdeos, 179

Caín, 22, 29, 92, 97, 124, 126, 130-132, 138, 144, 171, 180 Camus, Albert, 139 Canaán, 38, 39, 81 Casaldáliga, Pedro, 18 Catecismo de la Iglesia Católica, 127, 128, 165 catolicismo, 127, 163 Checoslovaquia, 189 Chile, 188 Ciro, 85 codicia, 78, 110, 171 Código de la Alianza, 52 moral, 73 muerto, 89 comunidad de la Alianza, 104, 109 de los hijos de Dios, 116

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INDICE ANALÍTICO

humana, 45, 46, 57, 115 universal, 149 Concilio Vaticano II, 100, 163 corazón arrepentido y humillado, 125 del hombre, 66, 85, 89, 129, 163, 169 Corea, 189 creación de Dios, 156 del hombre, 23 del mundo, 116 de los tiempos, 30 Cristo, 54, 68, 77, 87, 90, 94, 99, 129, 161, 173, 181, 187 Cruzadas, 177, 187 cuerpo y alma, 19, 22, 74, 159, 182, 183 viviente, 16 Las cuevas del Vaticano (André Gide), 139 culto a los muertos, 150 a Yavé, 97 biocósmico, 42 cristiano, 68, 108 hipócrita y torpe, 110, 113 idolátrico, 118 purificado, 108

Padre Damián, 178 Daniel, 102, 125 David, 21, 51, 67, 98, 102, 104, 125, 126, 149, 153 desierto, 33, 62, 69, 81, 96 desigualdad de la mujer, 93 humana, 79, 179 social, 109 destino

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ROSTROS DEL HOMBRE

colectivo, 44, 51, 56 del hombre, 17, 20, 28, 75, 118 superior, 58 Deuteronomio, 49, 64, 168 diáspora, 85 Díaz Mirón, Salvador, 23 Diccionario de Teología Moral, 163, 167 dinero a los pobres, 73 y el poder, 69, 106, 190 dioses falsos, 81, 138 extranjeros, 172 Donnet, cardenal, 179 Dostoievski, Fiodor, 139, 148

Eclesiastés, 49, 126 Eclesiástico, 49 Edom, 35 efesios carta a los, 154 Egipto, 45, 62, 66, 69, 70, 80, 96, 107, 113, 150, 180 egoísmo, 72, 79, 102, 118, 192 El Salvador, 189 elección divina, 67, 68 y subjetividad, 34 Elías, 21, 109, 110 Epulón, 73 Esaú, 33-36, 39, 41 esclavitud, 49, 62, 69, 70, 79, 96, 153, 161, 180, 186, 187 Esdras, 102 España, 188 esperanza, 24, 30, 35, 41, 44, 57, 62, 80, 82, 84, 139 espíritu atribulado, 24

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INDICE ANALÍTICO

de búsqueda, 44 de cambio, 65 de comunión, 64 de fornicación, 81 de la Alianza, 67, 89, 98 de la Biblia, 181 del decálogo, 107 y corazón, 27 y la carne, 49 Estados Pontificios, 188 Estados Unidos, 182 ética bíblica, 98 cristiana, 15 del clasismo social, 179 filosófica, 15, 94 Éufrates, 38 eutanasia, 182, 185, 187, 194 Eva, 34, 122-124, 126, 136, 137 Evangelio de Jesús, 13 de san Mateo, 53, 88, 101, 117, 133, 137, 178 de san Juan, 20 Éxodo (libro del), 20, 62, 125, 171, 180 éxodo de Egipto, 45, 62, 70, 96 experiencia de lo divino, 105 existencial, 122 histórica, 44, 93 humana, 172 moral, 13 social, 67 Ezequiel, 48, 102

fe cristiana, 56

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ROSTROS DEL HOMBRE

de Abraham, 175 en Dios, 90, 106, 124, 126, 130 en el amor, 124, 132 en Jesús, 90, 118, 173 Fedón (Platón), 23 feminista, 18 filosofía de la vida, 93 escolástica, 16 griega, 22, 169 Francia, 182 fratricida, 29, 140 futuro después de la muerte, 134 mesiánico, 106

Galaad, 38 gálatas, 173 Garizim (monte), 71 Génesis (libro del), 18, 23, 92, 122, 123, 130-132, 141, 143, 147 Ghandi, 187 Gide, André, 139 González Martínez, Enrique, 23 Guatemala, 189

Haití, 189 hebreos como término, 23 experiencia sobre la muerte de los, 156 perspectiva de los, 19 poligamia entre los, 167 hermanos en el amor y la justicia, 50, 64, 72, 90, 145, 147 Los hermanos Karamazov (Fiodor Dostoievski), 139 higuera párabola de la, 21

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INDICE ANALÍTICO

hijo consentido, 36 de Dios, 14, 20, 43, 56, 57, 115, 116, 173, 185, 195 de Israel, 63, 85 pródigo, 136 segundón, 34 Unigénito del Padre, 21 historia bajo el signo de la fe, 44 celestial, 51 de Israel, 108 de Jesús, 14, 56 de la salvación, 106 de los papas, 168 humana, 41, 104 huelga de hambre, 185, 187 humildes, 52, 63, 77, 110, 195 Hungría, 189

Iglesia, 17, 19, 23, 53, 80, 88, 90, 94, 99, 100, 110, 127, 128, 165-167, 172, 188, 190, 193 igualdad con el varón, 18 de la Alianza, 98 fraterna, 71, 79, 92, 172 humana, 18, 50, 79 por el amor y la justicia, 96 imagen de Dios, 46, 47, 91, 135-137, 182, 190, 195 imperativo social, 69 imperio babilonio, 85 de la muerte, 121 de la vida, 121 de Yavé, 151 persa, 105 India, 187

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ROSTROS DEL HOMBRE

ingeniería biónica, 190 genética, 166, 170, 190 injusticia contra terceros, 190 social, 107, 184, 185 Irlanda del Norte, 187 Isaac, 33, 35, 36, 38, 41, 63, 104, 121, 153 Isacar, 37 Isaías, 70, 82, 85, 89, 91, 102, 104, 113, 133, 150 Israel, 14, 17, 37, 39-45, 50, 52, 53, 56, 57, 63-69, 71, 77, 79-82, 84, 85, 89, 90-99, 105, 106, 108, 113, 116, 133, 150, 156, 157, 172, 174, 180

Jacob, 21, 33-41, 55, 57, 63, 68, 74, 98, 104, 121 Jarán, 36 Jehú, 80 Jeremías, 21, 65, 66, 85, 102, 104, 110-113, 172 Jeroboam II, 79, 80 Jerusalén, 71, 77, 105, 111, 113, 159, 187 Jesús, 13, 14, 21, 23, 43, 52, 56-59, 66-68, 71-74, 87-91, 98, 101, 108-110, 113, 116, 118, 119, 130, 140, 144, 145, 147, 151, 172, 173, 174, 178, 179, 185 Jezabel, 80, 109, 110 Job, 49, 98, 134, 135, 135, 137, 151, 153, 157, 174, 175 Jonás, 21, 125 Jordán (río), 35 José (hijo de Jacob), 37 Josías, 131 Josué, 51, 149, 167 Juan Pablo II, 127, 136, 165, 166 San Juan, 20, 64, 72, 73, 132, 133, 141, 143, 144, 146, 147, 174 Judá, 66, 82, 111, 172 Judas Macabeo, 21 justicia como imperativo social, 69 de Dios, 61, de la Alianza, 73

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INDICE ANALÍTICO

entre los hombres, 78 interhumana, 97, 102 social, 52, 105, 109, 112

Labán, 36-39 Lázaro, 73 ley canónica, 192 del levirato, 168, 171 eterna, 128, 164, moral, 14, 87, 91, 173, natural, 88, 92, 163-172, 175, 190 Lía, 36-38 libertad ajena, 194 conquistada, 70 de los hijos de Dios, 68 futura, 86 ilusoria, 183 psicológica, 100 religiosa, 100 San Lucas, 54, 66, 67, 155 L’Univers (periódico), 179

Macabeos, 102, 159, 161 Madre Teresa de Calcuta, 178 Marx, Karl, 194 Masada, 161, 180, 186, 187 mentira de nosotros mismos, 138 existencial, 138 Miqueas, 78, 104, 113 Moisés, 14, 20, 21, 64, 67, 98, 101, 102, 104-106, 149 monjes budistas, 187 moral

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ROSTROS DEL HOMBRE

bíblica, 15, 95, 102, 117, 171, 178, 184, 185, 195 capitalista, 186 cristiana, 177, 178, 184, 186, 187, 193, 194 de Occidente, 178, 187, 195 en la Alianza con Dios, 15 evangélica, 186 tradicional, 100, 185 muerte biológica, 141 de Jesús, 151 de la dignidad, 153 de la vida de Dios, 140 del hombre, 152 en la cruz, 140

Nabal, 152 nacimiento, 140, 149, 184, 190 naturaleza humana, 52, 166-169, 191 visible, 92 naturalismo, 42, 45 Nazaret, 52, 71 Nehemías, 102, 125 Nicaragua, 189 Nobel, 178 Nueva Alianza, 14, 66, 18, 89, 99, 108, 173, 174, 178 Nuevo Testamento, 16, 17, 52, 53, 68, 88, 90, 94, 118, 126, 151, 172, 178

obediencia a la ley, 90, 193 a las normas morales, 88 a Yavé, 97 libertad, relación, 129 Onán, 171, 190 Oseas, 80, 81, 102, 104, 113, 167

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INDICE ANALÍTICO

San Pablo, 129, 155, 173, 174, pacto con Abraham, Isaac y Jacob, 63 con Dios, 109 con Egipto, 150 con el mundo de los muertos, 150 con Israel, 77, 96 del Sinaí, 67 Paddán-Aram (región), 36 Padre Nuestro (oración), 71 palabra ‘‘alma’’, 24 ‘‘carne’’, 24 ‘‘espíritu’’, 25 creadora, 46, 47 de Dios, 17, 91, 109, 111, 183 Palazzini, Pietro, 163 Palestina, 35, 81, 85, 188 parábola del hijo pródigo, 136, 155 del rico Epulón, 73 Paraguay, 189 Paraíso, 28, 62, 96, 122, 131, 136, 137, 144, 146 Pascua, 45, 66, 96 Pasquazzi, Giuseppe, 163 Paulo VI, 99 pecado contra Dios, 97 contra la justicia, 97, 171 del hombre, 28, 82, 96 original, 122, 127, 132, 146, 184, 185 sexual, 171 temor al, 193 San Pedro, 21 La peste (Albert Camus), 139 Platón, 16, 22, 178 pobreza extrema, 52, 62, 180

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ROSTROS DEL HOMBRE

poder de este mundo, 84 de la muerte, 152, 161 del mal, 144 desnudo, 189, 194 humano, 24 sacerdotal, 106 unificador de la religión, 44 política, 36, 43, 52, 98, 105, 106, 113, 185, 191 El príncipe idiota (Fiodor Dostoievski), 139 profano, 49, 57, 68-71, 92, 115, 117, 157, 178 profetas, 21, 43, 44, 52, 56, 65, 67, 77, 79, 80, 87-89, 95, 98, 102, 104-110, 112, 118, 133, 137, 150, 173 Proverbios (libro de los), 21 pueblo de Dios, 61, 63, 88, 96, 98, 99, 172 de esclavos, 63 de Israel, 41, 64, 77, 95, 133 de la Alianza, 61, 171 elegido, 36, 44, 62, 98 guerrero, 77

Qohelet, 30

Raquel, 36-38, 41 Razis, 159-161, 180, 186, 187 Rebeca, 33, 35, 36, 41 rectitud ética y social, 171 interna, 103 perdida y rencontrada, 44, 115 Reino de Dios, 44, 53, 54, 71, 72, 88, 89 religión bíblica, 42 del pecado, 127

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INDICE ANALÍTICO

histórica, 42, 44, 57, 58 Renacimiento, 102 Reyes (libros de los), 168 Roberti, Francesco, 163 Roma, 193 Romanos (libro de los), 49 Rubén, 37

Sabiduría (libro de la), 48, 125, 139 sacrificio de Jesucristo, 173 sagrado, 42, 43, 49, 57, 68-70, 71, 92, 115, 117, 178 fetiche, 43 salario, 107, 112 de hambre, 52 del pecado, 140 Salmos, 24, 49, 65, 125, 153 Salomón, 28, 155, 167 Samaria, 105 Samuel, 102, 125, 152, 168 santidad, 49, 63, 68-71, 74, 75, 80, 82, 85, 90, 103, 105, 110, 117, 154, 175, 182 Saúl, 124, 126 Sermón de la Montaña, 87, 147 Sinaí, 62, 69 monte del, 14 Alianza del, 61, 67, 68, 89, 95, 96, 178 soberbia, 26, 126, 133, 145, 163 masculina, 18 sociedad, 14, 15, 19, 47, 52, 55, 63, 70, 74, 87, 92, 97, 107, 112, 178-180, 185, 186, 188, 190, 191, 194, 195 concreta, 194 condena de la, 193 de hombres, 62 de liberados, 62 igualitaria, 62, 195 occidental, 14 sin ley, 108

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ROSTROS DEL HOMBRE

Sofonías, 113 suicidio, 160, 182, 185, 186, 189, 194 colectivo, 180, 187

Tecua, 77 templo, 71, 105, 179 de Jerusalén, 71 del Señor, 172 tinieblas, 20, 139, 152 Santo Tomás de Aquino, 167, 178 Torah, 170

Uganda, 189 universalidad, 164 Urbani, Giovanni, 164 Uruguay, 188

valores admitidos, 14 adquiridos, 169 centrales, 17 establecidos, 168 falsos, 192 humanos, 192 imperantes, 13 morales, 14, 17, 101, 179 religiosos, 192 sagrados, 43, 115 vigentes, 14 Verona, 164 Veuillot, Louis, 179 Vietnam, 187 Violardo, Giacomo, 164

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INDICE ANALÍTICO

Westermann, C., 80

Yaboq (vado de), 39 Yavé, 29, 67, 77, 81, 84, 97, 103, 104, 106, 109, 112, 124, 149-151, 168, 172

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