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Siete esqueletos decapitados, Antonio Malpica Juego Mortal, Moka Compañeros de la noche, Vivian Vande Velde
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Que en paz descanse. Ése es nuestro deseo para los difuntos. Pero algunos muertos no logran hacerlo. Y los de estas historias te mantendrán despierto la noche entera. Cuentos de: Annette Curtis Klause • Libba Bray • Holly Black • Kelly Link • Herbie Brennan • M. T. Anderson • Chris Wooding • Deborah Noyes • Marcus Sedgwick • Nancy Etchemendy • Annette Curtis Klause • Libba Bray • Holly Black • Kelly Link • Herbie Brennan • M. T. Anderson • Chris Wooding • Deborah Noyes • Marcus Sedgwick • Nancy Etchemendy • Annette Curtis Klause • Libba Bray • Holly Black • Kellyy Link • Herbie Brennan • M. T. Anderson • Chris Wooding • Deborah Noyes • Marcus W Sedgwick • Nancy Etchemendy • Annette Curtis Klause • Libbaa Bray • Holly Black • Kelly Link • Herbie Brennan • M. T. Anderson • Chris Wooding • Deborah Noyes • Marcus Sedgwick • Nancy Etchemendy • Annette Curtis Klause • Libba Bray • Holly Black • Kelly Link • Herbie Brennan • M. T. Anderson • Chris Wooding • Deborah Noyes • Marcus Sedgwick •
Los muertos sin descanso
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Sed, M. T. Anderson
Autore s:
Deborah Noyes (comp.)
Ot ro s título s de e sta m i sma cole cción :
• El trabajo del muchacho gris, M. T. Anderson • Los envenenadores, Holly Black • Cosas malas, Libba Bray • Los nigromantes, Herbie Brennan
Los muertos sin descanso
• Miel en la herida, Nancy Etchemendy • Razones para besar vampiros, Annette Curtis Klause • La tumba equivocada, Kelly Link
Deborah Noyes (comp.)
• Fuerzas invisibles, Deborah Noyes • Un corazón ajeno, Marcus Sedgwick • La casa y el relicario, Chris Wooding
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Para Clyde Wayshak
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Los muertos sin descanso Diez relatos sobrenaturales
Recopilaci贸n de
Deborah Noyes Traducci贸n de
Mercedes Guhl
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Editor de Océano Travesía: Daniel Goldin
LOS MUERTOS SIN DESCANSO Título original: THE RESTLESS DEAD Tradujo Mercedes Guhl de la edición original en inglés de Walker Books Ltd., Londres. Introducción © 2007, Deborah Noyes Compilación © 2007, Deborah Noyes “La tumba equivocada” © 2007, Kelly Link “La casa y el relicario” © 2007, Chris Wooding “Razones para besar vampiros” © 2007, Annette Curtis Klause “Un corazón ajeno” © 2007, Marcus Sedgwick “Los nigromantes” © 2007, Herbie Brennan “Fuerzas invisibles” © 2007, Deborah Noyes “Cosas malas” © 2007, Libba Bray “El trabajo del muchacho gris” © 2007, M. T. Anderson “Los envenenadores” © 2007, Holly Black “Miel en la herida” © 2007, Nancy Etchemendy Publicado según acuerdo con Walker Books Ltd., Londres. Diseño: Francisco Ibarra Meza π D.R. ©, 2009 Editorial Océano, S.L. Milanesat 21-23, Edificio Océano 08017, Barcelona, España. Tel. 93 280 20 20 www.oceano.com D.R. ©, 2009 Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Blvd. Manuel Ávila Camacho 76, 10º piso Col. Lomas de Chapultepec, Del. Miguel Hidalgo Código Postal 11000, México, D.F. Tel. (55) 9178 5100 www.oceano.com.mx PRIMERA EDICIÓN ISBN: 978-84-494-3971-1 (Océano España) ISBN: 978-607-400-087-0 (Océano México) Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático.
HECHO EN MÉXICO / MADE IN MEXICO IMPRESO EN ESPAÑA / PRINTED IN SPAIN
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Contenido
Introducci贸n
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La tumba equivocada, Kelly Link
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La casa y el relicario, Chris Wooding
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Razones para besar vampiros, Annette Curtis Klause
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Un coraz贸n ajeno, Marcus Sedgwick
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Los nigromantes, Herbie Brennan
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Fuerzas invisibles, Deborah Noyes
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Cosas malas, Libba Bray
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El trabajo del muchacho gris, M. T. Anderson
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Los envenenadores, Holly Black
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Miel en la herida, Nancy Etchemendy
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Sobre los autores
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Introducción
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ue descanse en paz. Ése es nuestro solemne deseo para los difuntos. La idea de la muerte como sueño eterno es muy antigua, pero igual de antiguos son los relatos de muertos vivientes, de esos seres que no pueden o no quieren morir, que sería lo que se espera de ellos. Cada cultura tiene sus estrategias y medidas de protección para despedir a los que van a morir. Contratamos plañideras profesionales para que lloren a nuestros muertos; los salpicamos con hierbas; ponemos monedas sobre sus párpados cerrados. Llenamos sus tumbas con comida, bebida, riquezas, sirvientes, mascotas, incluso depositamos vajillas enteras de terracota. Tal vez luego nos neguemos a repetir sus nombres, pero los honramos y aplacamos con estandartes y flores, les preparamos dulces, organizamos excursiones campestres que celebramos donde sus huesos reposan eternamente. Incluso antes de que un cuerpo muera, le dedicamos atención al alma que está por partir. Una muerte “buena”, tranquila, en paz, tiene que ver con estar preparado para el momento. Así como un anciano de la tribu pima adorna al agonizante con plumas de búho, un sacerdote católico ofrece la extremaunción, o un budista lee en voz alta el Libro de los muertos del Tíbet. Si no preparamos al ánima vital para su paso, partirá sin protección alguna, o no podrá partir. Los fantasmas, ya sea en su forma clásica (como figuras blancas) o como una visión de otra dimensión (como en el caso de “La casa y el relicario” de Chris Wooding), tienen asuntos inconclusos. Tras ser arrancados de su cuerpo para quedar atrapados entre materia y ausencia, merodean por ahí, lanzándonos advertencias o acusaciones y retorciéndose las inútiles manos, o, tal como sucede en el 7
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introducción
cuento “Cosas malas” de Libba Bray, reflexionan sobre la particular naturaleza del mal. Los vampiros son un tipo de muertos vivientes que se alimentan de los vivos, y en “Razones para besar vampiros”, Annette Curtis Klause juega con la conocida dinámica del cazador y su presa. En “Los envenenadores” de Holly Black, el apetito por la carne o la esencia de otra persona promete la derrota, en lugar de la esperada renovación. Al mismo tiempo, los vivos en estos cuentos tienen sus propios asuntos turbios. Marcus Sedgwick invoca la sombra de Poe en “Un corazón ajeno”, y a la vez ilustra hasta dónde puede llegar una persona para evitar morir. Entre los clásicos de este género, desde el Frankenstein de Mary Shelley hasta “La pata de mono” de W. W. Jacobs y Cementerio de animales de Stephen King, la ambición mundana o la pena involucran una forma muy peligrosa de codicia. “Miel en la herida” de Nancy Etchemendy se sitúa en esta tradición, mientras que en “La tumba equivocada” de Kelly Link y en “Los nigromantes” de Herbie Brennan, los muertos resucitados se rebelan para cumplir sus propios caprichos. Ya sea que los motive la conmoción, la tristeza, el instinto de supervivencia o ambiciones más sutiles, como sucede en el alegórico cuento “El trabajo del muchacho gris” de M. T. Anderson, los muertos que figuran en esta antología no encuentran reposo ni descansan en paz, se despiertan cuando no deben y conspiran para mantener a los lectores despiertos la noche entera. Que los disfruten. Deborah Noyes
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o que voy a narrar a continuación sucedió porque un muchacho que conocí una vez, llamado Miles Sperry, decidió meterse en asuntos resurreccionistas y exhumar la tumba de su novia, Bethany Baldwin, muerta hacía poco menos de un año. Miles planeó toda la artimaña para recuperar un fajo de poemas que, en un gesto que consideró bello y romántico, metió en el ataúd. Aunque quizás fue más bien un acto muy tonto, pues no conservó una copia de los poemas. Siempre había sido impulsivo. Creo que eso es algo que debo confesarles desde el principio. Había puesto los poemas, escritos a mano, manchados de lágrimas y aún con tachones, bajo las manos de Bethany. Sus dedos, al tocarlos, le parecieron velas, gruesos, cerosos y agradablemente frescos, pero la grata sensación desaparecía al recordar que eran dedos. No pudo dejar de notar que había algo extraño con sus pechos; parecían más grandes. Si Bethany hubiera sabido que iba a morir, ¿se habría atrevido a todo con él? Uno de sus poemas trataba precisamente de eso, de cómo ya nunca podrían hacerlo, de cómo ya era demasiado tarde. Como reza el dicho latino, Carpe diem, aprovecha el día, antes de llegar al punto en que no nos queden más días por delante. Los ojos de su novia estaban cerrados. Alguien se había ocupado de cerrarlos. También habían acomodado sus manos adecuadamente. Incluso habían iluminado su rostro con una sonrisa. Miles no sabía muy bien cómo se lograba que alguien sonriera después de morir. Esa Bethany no se parecía a la Bethany de unos cuantos días atrás, cuando aún estaba viva. Miles jamás había visto un cadáver, y ahora estaba allí, mirando el cadáver de su novia, con dos deseos en la mente: el primero, estar muerto también, y el segundo, haber llevado su cuaderno y algo para escribir. Sintió que debía estar to9
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mando apuntes. Al fin y al cabo, este era el suceso más significativo que le había ocurrido en toda su vida. Cada instante que transcurría transformaba su interior. Se supone que los poetas viven el momento, y al mismo tiempo contemplan lo que pasa desde fuera. Por ejemplo, Miles jamás había notado que Bethany tenía las orejas levemente desiguales. Una era más pequeña y estaba situada un poco más arriba que la otra. No era algo que le importara, ni tampoco era tema para escribir un poema. No hubiera valido la pena mencionárselo a ella, pues se habría avergonzado. Pero era un hecho y, ahora que acababa de darse cuenta, pensó que si no lo podía comentar con alguien acabaría volviéndose loco. Se inclinó y la besó en la frente, respirando hondo. Bethany olía a auto nuevo. La mente de Miles se llenó de ideas poéticas. Cuando se nos cierra una puerta siempre se abre una ventana, aunque quizás había una manera más interesante y significativa de decir lo mismo, y la muerte no era precisamente una puerta. Pensó en cómo podría definirla: era más bien un terremoto, o tal vez como caer desde una enorme altura y estrellarse contra el suelo, con un impacto tal que corta la respiración y hace imposible dormir o despertarse o comer o concentrarse en cosas como las tareas o si en la tele hay algo que valga la pena ver. La muerte también era como entrar en una habitación a oscuras y sentir múltiples pinchazos, como un cuarto sin forma definida, recubierto de objetos pequeños y afilados. Agujas. Toda muerte es una habitación tapizada de agujas. ¿Tenía algo de sentido eso? ¿El número de sílabas encajaba en alguna métrica? Luego le cruzó por la mente la idea de que Bethany estaba muerta, una idea tan patente como el tañido de una gran campana de plomo. Podría parecer extraño pero, en mi experiencia, estas cosas funcionan así. Uno se despierta y recuerda que la persona que ama está muerta. Y luego piensa: “¿En serio?”. Y después piensa que es muy raro eso de tener que refrescarse la memoria para repetirse que la persona que uno ama está muerta, y mientras piensa en eso, aparece nuevamente la idea de que la persona que uno ama está muerta. Y es como estar en ese cuarto oscuro, entre las agujas, o con un mazo que nos martillea los intestinos una
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y otra vez, o cualquier imagen horrenda que sirva para describir la sensación. Pero llegará el día en que lo sientan en carne propia. Miles se quedó allí, inmerso en sus recuerdos, hasta que la mamá de Bethany llegó a su lado. No se le notaban lágrimas, pero estaba muy despeinada. Se había maquillado un solo ojo. Llevaba puestos unos jeans y una camiseta vieja de su hija, que ni siquiera era una de sus preferidas. Miles sintió algo de vergüenza por ella y por Bethany. —¿Y eso qué es? —preguntó la señora. Su voz sonó oxidada, estrafalaria, como si estuviera traduciendo de otra lengua. Quizás de algún idioma indo-germánico. —Mis poemas, los escribí para ella —dijo Miles. Se sintió muy solemne. Era un momento histórico, y algún día sus biógrafos escribirían sobre ese instante—. Tres haikús, una sextina y dos villanelas. También hay algunas composiciones más largas. Nadie más que ella las debe leer. La señora Baldwin miró a Miles fijamente, con sus ojos secos y terribles. —Ya veo —dijo. Ella decía que eras un pésimo poeta. —Metió la mano en el ataúd y alisó un pliegue del vestido preferido de su hija, uno que estaba deshilachado y tenía varios agujeros que dejaban ver las ásperas medias negras. Dio una palmadita en las manos de Bethany y dijo—: Bueno, jovencita, adiós. No te olvides de mandar una postal. No me pregunten qué quiso decir ella con esto último. A veces decía cosas extrañas. Era budista, aunque no practicaba su religión, y trabajaba como profesora de matemáticas sustituta. Una vez había pillado a Miles copiando en una prueba de álgebra. Las relaciones entre ambos no mejoraron durante la temporada en que Bethany y Miles fueron novios, y él no acababa de creerse eso de que a Bethany no le gustaba su poesía. El sentido del humor de los profesores sustitutos, si es que podía hablarse de que lo tuvieran, era bastante peculiar. Miles estuvo a punto de meter la mano dentro del ataúd y recuperar sus poemas, pero la señora Baldwin hubiera pensado que le estaba dando la razón. En realidad, nadie iba a resultar vencedor en
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esta situación, porque era un funeral y no un concurso. Ninguno de los dos iba a quedarse con Bethany. La señora Baldwin miró a Miles y él le devolvió la mirada. Bethany no miraba a nadie. Las dos personas que la muchacha más había amado en su vida entrevieron, apenas por un minuto y a pesar de estar en ese cuarto oscuro y recubierto de agujas, lo que la otra pensaba. Pero ustedes no estaban allí, e incluso si hubieran estado no lo habrían percibido. Así que se los diré: “Ojalá hubiera sido yo”, pensó Miles. Y la señora Baldwin pensó lo mismo: “Ojalá hubieras sido tú”. Miles metió las manos en los bolsillos de su traje nuevo y se fue, dejándola sola. Fue a sentarse junto a su madre, que hacía grandes esfuerzos por contener el llanto. Le caía bien Bethany. A todos les caía bien. Unas cuantas filas más adelante había una jovencita llamada April Lamb que se restregaba la nariz sin parar, en una especie de frenesí de tristeza. Cuando llegaron al cementerio había otro funeral, el de la chica que iba en el otro automóvil, y los dos grupos de dolientes se miraron con fijeza mientras se estacionaban y trataban de averiguar ante qué tumba debían congregarse. Los floristas habían escrito mal el nombre de Bethany en las horribles coronas mortuorias, BERTHANY y BETHONY, tal como solía suceder al final de cada episodio de Survivor, cuando los miembros de cada equipo tenían que votar por quién quedaba y a quién expulsaban. Esos errores ortográficos eran la parte preferida de Bethany. Ella tenía una ortografía excelente, aunque el pastor luterano que pronunció el sermón no mencionara ese detalle. Miles tuvo una sensación incómoda: se dio cuenta de que no podía llegar a casa y llamar a su novia para contarle lo que estaba sucediendo, todo lo que había pasado desde que ella había muerto. Se sentó y esperó a que esa sensación se desvaneciera. Era algo a lo cual se iba acostumbrando.
A Bethany le gustaba Miles porque la hacía reír. “Siempre me hace reír”. Miles supuso que el hecho de exhumar su tumba también hubiera tenido ese efecto. Ella tenía una risa genial, que subía y subía,
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como un clarinetista en un elevador. Se hubiera reído si se hubiese enterado de que su novio había buscado “excavación en tumbas” en Internet para aprender cómo hacerlo. También leyó un cuento de Edgar Allan Poe, vio varios episodios relevantes de Buffy, la cazavampiros, y compró ungüento Vick VapoRub, pues se suponía que uno debía untárselo bajo la nariz para ese tipo de cosas. Consiguió el equipo en un comercio especializado: una pala especial, extensible, que funcionaba con pilas; un juego de alicates; una linterna; pilas de repuesto para la linterna; e incluso una lámpara que se ataba a la cabeza y que tenía un filtro rojo para pasar desapercibida. Imprimió un mapa del cementerio, con lo cual podría encontrar el camino hasta la tumba de Bethany, sobre el Sendero del Pez que Llora, incluso “en lo más profundo de la noche, cuando nada se distingue, así de negra es la oscuridad”, como diría un conocido mío. (De hecho, la oscuridad no sería muy negra pues Miles había escogido una noche de luna llena.) El mapa también era un recurso de emergencia, porque había visto películas en las cuales los muertos se levantaban de sus tumbas. En un caso semejante, era útil saber dónde estaban las salidas. Le dijo a su madre que pasaría la noche en casa de su amigo John, y le advirtió a éste que no le contara nada a su madre. Si Miles hubiera buscado “poesía” además de “excavación en tumbas” en Internet, habría descubierto que había precedentes de su situación. El poeta y pintor Dante Gabriel Rossetti también enterró su poesía junto con su amada difunta. Y más adelante también se arrepintió y decidió exhumar la tumba para recuperar los poemas. Si les cuento todo esto es porque espero que no lleguen a cometer el mismo error.
No sé si Dante Gabriel Rossetti era mejor poeta que Miles, pero Cristina, su hermana, sí era francamente buena en ese terreno. Sin embargo, sé que mis opiniones sobre poesía no interesan aquí. Aunque no los conozca, estoy segura de que están esperando que llegue a la parte de cómo hizo Miles para abrir la tumba.
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Miles tenía un par de amigos y pensó en pedirle a alguno de ellos que lo acompañara en su expedición, pero nadie excepto Bethany sabía que él escribía poesía. Y ella ya llevaba muerta un buen tiempo. Once meses, para ser exactos, o sea, un mes más que el tiempo que habían durado de novios. Tanto que Miles ya empezaba a salir de la habitación oscura tapizada de agujas. Tanto que ya era capaz de oír ciertas canciones en la radio otra vez. Tanto que a veces percibía una atmósfera difusa, como la de los sueños, en sus recuerdos de Bethany, como si ella hubiera sido una película que había visto hacía mucho tiempo, alguna noche muy tarde en la tele. Tanto que cuando trataba de reconstruir los poemas que le había escrito, especialmente la villanela, pues le había salido muy bien según su propia impresión, no lograba hacerlo. Era como si al poner los poemas en el ataúd, le hubiera entregado a ella no sólo los únicos ejemplares, sino además unos versos tan acabados y perfectos que ya no sería capaz de reescribirlos. Miles sabía que Bethany estaba muerta, sin remedio. Pero no sucedía lo mismo con los poemas. Hay que rescatar cuanto sea posible, incluso si fue uno mismo quien enterró lo que se quiere salvar.
Podrán pensar en ciertos momentos de este relato que soy muy dura con Miles y que no tengo en cuenta su situación, pero eso no es verdad. El muchacho me cae bien, tanto como cualquier otra persona en este planeta. No creo que sea más tonto ni menos especial o notable que ustedes, por ejemplo. A cualquiera le puede pasar que termine exhumando la tumba equivocada. Es un error que todos podemos cometer.
Era luna llena y el mapa se podía interpretar incluso sin ayuda de la linterna. Había cientos de gatos en el cementerio. Desconozco el porqué. Miles no sentía temor. Estaba decidido. La pala extensible de pilas al principio se negó a replegarse. La había probado antes en el patio de atrás de su casa, pero allá en el cementerio le parecía insoportablemente ruidosa. En un comienzo el sonido asustó a los
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gatos, pero no llamó la atención de nadie indebido. Luego los gatos regresaron. Miles retiró las coronas y ramos de flores, y después utilizó los alicates para trazar un rectángulo. Introdujo la pala dentro del rectángulo y fue sacando gruesos bloques cuadrados de tierra de la tumba de Bethany. Los apiló y continuó con su tarea. Hacia las dos de la madrugada ató a un árbol cercano un extremo de una soga a la cual le había hecho nudos a intervalos cortos y regulares, para que le sirvieran como escalones. Así podría salir con facilidad de la tumba una vez que hubiera recuperado sus poemas. Estaba hundido hasta la cintura en el hoyo que había cavado. La noche era cálida y Miles sudaba. Era un trabajo extenuante. A ratos la pala se plegaba por sí misma. Había llevado los guantes de jardinería de su madre para impedir que le salieran ampollas, lo cual no evitaba que sus manos se cansaran. Los guantes eran demasiado grandes. Le dolían los brazos. Hacia las tres y media había cavado tanto que ya no podía ver fuera de la tumba, sólo hacia lo alto. Un gato grande y blanco se asomó y estuvo mirando a Miles hasta que se aburrió y lo dejó. La luna lo iluminaba como un reflector, justo sobre su cabeza. Empezó a excavar con más cuidado, pues no quería dañar el ataúd de Bethany. Cuando la punta de la pala golpeó algo que no era tierra, recordó que había dejado el Vick Vaporub sobre su cama, en casa. Improvisó con un protector de labios aromatizado que encontró en su bolsillo. Siguió cavando con las manos enguantadas, y fue acumulando la tierra a los lados. La luz color rojo sangre que emitía la linterna de su cabeza delineaba los bordes de la pala, las pequeñas piedras, las lombrices y las raíces semejantes a lombrices que se asomaban de las paredes del agujero, y el ataúd. Se dio cuenta de que estaba sobre la tapa. Quizás debía haber hecho más ancho el hoyo. Iba a ser difícil abrir el ataúd si estaba sobre él. Además, necesitaba ir al baño. Así que trepó por la soga, sintiendo el cansancio en las manos, y salió a hacer lo que tenía que hacer. Al regresar alumbró el agujero con su linterna. Le pareció que la tapa del ataúd estaba ligeramente levantada. ¿Sería posible? ¿Ha-
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bría dañado los goznes con la pala o la habría torcido de una patada al balancearse en la soga para salir? Intentó olfatear con cautela para averiguar, pero no detectó más olor que el de la tierra y del protector de labios aromatizado. Se untó más, por si las moscas, y luego descendió nuevamente a la tumba. La tapa se meció al tantearla con los pies. Decidió que si se sostenía sujeto a la soga y deslizaba el pie bajo ésta, a lo mejor conseguía levantarla… Sintió como si algo le agarrara el pie. Era muy extraño. Trató de liberarse, pero no pudo: tenía el pie trabado en algún tornillo o tuerca. Bajó la puntera de su otra bota de excursionismo hacia la ranura negra que había entre el ataúd y la tapa y trató de empujarla hacia arriba, sin resultado. Tendría que soltar la soga y levantarla con las manos, haciendo equilibrio en el delgado borde del ataúd, con cuidado, con mucho cuidado. Así averiguaría en dónde tenía atrapado el pie. Era un asunto muy complicado eso de mantenerse en equilibrio y levantar la tapa al mismo tiempo, por más que uno de sus pies estuviera firmemente apoyado en su trampa accidental. Miles percibió su propia respiración, el ruido furtivo de su otra bota al rozar la tapa. Hasta la luz roja de su linterna, que se mecía hacia arriba y hacia abajo con sus movimientos en ese espacio tan estrecho, parecía hacer un ruido insoportable. “Mierda, mierda, mierda” —susurró Miles. Necesitaba dejar salir esa exclamación, para no gritar. Logró meter los dedos en la ranura, a ambos lados de sus pies, y flexionó las temblorosas rodillas para no lastimarse la espalda al hacer el esfuerzo de levantar la tapa. Algo le rozó los dedos de la mano derecha. No, sus dedos habían tocado algo. “No seas idiota, Miles”, se dijo. Abrió la tapa tan rápido como pudo, con toda su fuerza, como haría uno al arrancarse una venda bajo la cual sospecha que hay un nido de arañas. “¡Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda! ”. Tiró de la tapa y alguien más la empujó, y salió disparada hacia la pared opuesta del hoyo. La chica muerta soltó la bota de Miles. Fue la primera de las muchas adversidades inesperadas y desagradables que Miles tendría que soportar por culpa de la poesía.
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La segunda fue la sorpresa escalofriante, espeluznante, de haber abierto la tumba equivocada y de haber exhumado a la muerta equivocada. La chica muerta estaba allí tendida, sonriéndole, con los ojos abiertos. Era varios años mayor que Bethany, más alta, y su cuerpo se veía más desarrollado. Hasta tenía un tatuaje. La sonrisa de la muerta equivocada era blanca y perfecta, tras años de ortodoncia. Bethany había usado brackets, que hacían de los besos una hazaña de héroes. Había que besar sobre todos los brackets y los dos arcos metálicos que los mantenían alineados sobre los dientes de Bethany; deslizar la lengua hacia arriba, hacia los lados o hacia abajo era como moverse entre alambre de púas: una exploración deliciosa y arriesgada por una tierra de nadie. Bethany fruncía los labios hacia delante al besar. Si Miles se olvidaba y presionaba con excesiva fuerza, ella le daba una palmada en la parte de atrás de la cabeza. Ésa era una de las cosas de su relación con ella que recordó vívidamente mientras contemplaba a la muerta equivocada. La muchacha habló primero. —Toc, toc, toc —dijo. —¿Qué? —preguntó Miles. —Toc, toc, toc —dijo ella nuevamente. —¿Quién es? —preguntó Miles ahora. —Gloria —respondió la muerta equivocada—. Gloria Palnick. ¿Quién eres tú y qué haces en mi tumba? —Esta no es tu tumba —contestó Miles, consciente de que estaba discutiendo con una muerta, una muerta equivocada, además—. Esta es la tumba de Bethany. ¿Qué haces tú en la tumba de ella? —¡Ah, no! —dijo Gloria Palnick—. Esta es mi tumba y soy yo la que hace las preguntas. A Miles se le cruzó una idea por la mente, como pisadas de un gato muerto. A lo mejor había cometido un error peligroso y vergonzoso a más no poder. —Los poemas —fue lo que atinó a decir—. Hay unos poemas que… eeeeh… por accidente dejé en el ataúd de mi novia. Y hay un concurso de poesía y de verdad, de verdad, necesito recuperarlos.
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La muerta lo miró fijamente. Había algo en su pelo que a Miles no le gustaba nada. —Perdón, ¿lo dices en serio? —preguntó ella—. Suena como una de esas excusas tontas: El perro se comió mi cuaderno. Por accidente enterré mis poemas con mi difunta novia. —Mira —dijo Miles—, revisé la lápida y todo. Se supone que esta debe ser la tumba de Bethany, Bethany Baldwin. Lamento mucho haberte incomodado y demás pero no es mi culpa. La chica muerta lo observó pensativa. Miles deseó que parpadeara. Ya no sonreía. Su pelo lacio y negro se retorcía un poco, como si estuviera compuesto por culebras. En cambio, el de Bethany era castaño y en verano se rizaba. Miles pensó en ciempiés. Tentáculos color medianoche. —Quizás debería irme —dijo Miles—. Dejarte… eeeeeh… dejarte descansar en paz o lo que sea. —No me parece que una disculpa baste —dijo Gloria Palnick. Hablaba sin apenas mover la boca, notó Miles como entre sueños. Sin embargo, su dicción era buena—. Además, estoy harta de este lugar. Es aburrido. Mejor me voy contigo. —¿Qué? —dijo Miles. Tanteó tras él, subrepticiamente, en busca de la soga con nudos. —Dije que mejor voy contigo —repitió Gloria Palnick. Se sentó. Su pelo se enroscaba de verdad, como si estuviera hirviendo. Miles se imaginó que podía percibir silbidos de reptil. —¡No puedes hacer eso! —exclamó—. Lo siento mucho pero no, no y no. —Entonces tú vas a tener que quedarte y hacerme compañía —contestó ella. Su pelo era algo francamente fuera de lo común. —Eso tampoco es posible —se apresuró a explicar Miles, antes de que el pelo de la muerta decidiera estrangularlo—. Voy a convertirme en poeta. Si pierdo la oportunidad de publicar mis poemas será una gran pérdida para el mundo. —Ya veo —dijo Gloria Palnick, como si de verdad pudiera verlo. Su pelo se replegó sobre los hombros y empezó a comportarse más como una cabellera normal—. No quieres que vaya a tu casa conti-
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go. No quieres quedarte aquí conmigo. ¿Entonces qué? Si eres tan buen poeta, escríbeme un poema. Escribe algo sobre mí para que todos se entristezcan porque estoy muerta. —Eso sí puedo hacerlo —respondió Miles. Sintió el alivio que burbujeaba en su interior, como el aceite de las freidoras en los restaurantes de comidas rápidas—. Hagamos eso. Te acuestas bien cómoda y yo te entierro de nuevo. Hoy tengo una prueba de historia de los Estados Unidos y planeaba estudiar durante el recreo después de comer, pero en lugar de eso podría escribir el poema sobre ti. —Hoy es sábado —dijo la muerta. —Ah, bueno —contestó Miles—. Entonces no hay problema. Me voy directamente a casa a trabajar en tu poema. El lunes está terminado. —No tan rápido —dijo ella—. Necesitas saber todo sobre mi vida si vas a escribir un poema sobre mí, ¿no? Y si me entierras otra vez, ¿cómo voy a saber si escribiste el poema? ¿Cómo sabré si el poema es bueno? No, señor. Voy contigo y me quedo a tu lado hasta que me des el poema, ¿de acuerdo? Se puso de pie. Era bastante más alta que Miles. —¿Tienes protector de labios? —preguntó—. Los tengo muy resecos. —Toma —dijo él—. Quédatelo. —¿Te da miedo que te contagie algo? —preguntó. Hizo chasquear los labios apuntando hacia él, de manera desconcertante. —Yo salgo primero —dijo Miles. Tenía el plan de llegar arriba antes que ella y, si lograba tirar de la soga con la suficiente rapidez, podría salir huyendo hasta llegar al lugar donde había encadenado su bicicleta antes de que Gloria lograra alcanzarlo. Ella no tenía idea de donde vivía él. Ni siquiera conocía su nombre. —Muy bien —dijo Gloria. Parecía que sabía lo que Miles estaba pensando y que no le importaba. Llegó arriba y tiró de la soga, abandonando pala y alicates, y dejando atrás a la muerta equivocada. Luego soltó su bicicleta, y para cuando se lanzó a la carrera por el camino vacío a las cinco de la madrugada, con la linterna roja que alumbraba los agujeros, casi había logrado convencerse de que todo
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lo anterior no había sido más que una alucinación terrorífica. Sin embargo, sentía los fríos brazos de la muchacha alrededor de su cintura, y de repente la helada cara muerta contra su espalda, y el pelo húmedo que se enroscaba en su cabeza, le buscaba la boca y se metía por entre su embarrada camisa. —No me vuelvas a abandonar así —dijo ella. —No —contestó Miles—. No lo volveré a hacer. Perdón.
No podía llevar a la muerta a su casa. No sabía qué explicación podía dar a sus padres. No, no, no. Tampoco quería llevarla a casa de John. Era demasiado complicado. La muerta estaba cubierta de tierra, y él también. John no iba a ser capaz de mantener la boca cerrada. —¿Adónde vamos? —preguntó Gloria. —A un lugar que conozco —respondió Miles—. Por favor, ¿podrías dejar de meter tus manos debajo de mi camisa? Las tienes muy frías, y tus uñas están afiladas. —Perdona —se disculpó ella. Siguieron adelante en silencio hasta que pasaron frente a la tienda 7-Eleven situada en la esquina de las calles Eight y Walnut, y la chica muerta preguntó: —¿No podríamos parar un momento? Me encantaría comprar un paquetito de carne seca y una Coca-Cola de dieta. Miles frenó en seco. —¿Carne seca? ¿Es eso lo que comen los muertos? —Es por los conservantes —contestó ella, sin dejar las cosas muy claras. Miles no siguió preguntando. Dirigió la bicicleta al estacionamiento. —Suéltame, por favor —le dijo. Ella lo soltó. Miles se bajó de la bicicleta y se dio la vuelta. Había estado pensando en cómo se las había arreglado para sentarse tras él y vio que sobre la rueda trasera se apoyaba una especie de cojín formado por su horripilante y lustroso pelo. Las piernas le colgaban a los lados, dejando los pies, calzados con botas militares
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negras, flotando apenas sobre el asfalto. Lo increíble es que a pesar de que ella estaba sentada allí, la bicicleta se mantenía vertical, sin apoyo, como si pendiera colgada de la muerta. Por primera vez en casi un mes, Miles se sorprendió pensando en Bethany como si aún estuviera viva: “Jamás me va a creer esto”. Ella nunca había creído en nada ni remotamente semejante a los fantasmas. A duras penas creía en las reglas de vestimenta de la escuela. Por ningún motivo habría creído en una muchacha muerta capaz de flotar sobre su pelo, como si fuera un aparato para anular la gravedad. —También hablo francés a la perfección —dijo Gloria Palnick. Miles se llevó la mano al bolsillo trasero en busca de su billetera, y descubrió que también estaba llena de tierra. —No puedo entrar —dijo—. Por un lado, soy menor de edad y son las cinco de la mañana. Y además parece como si acabara de escaparme de un ataque de una pandilla de topos. Estoy hecho un desastre. La muerta simplemente lo miró. —Ve tú —le dijo, tratando de parecer persuasivo—. Tú eres adulta. Yo te doy el dinero. Tú entras y yo me quedo aquí pensando en el poema. —Y también arrancas y te vas sin mí —dijo ella. No parecía enojada, hablaba sin rodeos. Su pelo estaba empezando a flotar hacia arriba. La dejó suspendida sobre la bicicleta de Miles, como si fuera una especie de nube velluda, y luego se trenzó hasta parecer una larga soga que le colgaba por la espalda, dándole una apariencia muy profesional. —Te prometo que no me iré —dijo Miles—. Toma. Cómprate lo que quieras. Gloria Palnick tomó el dinero. —¡Qué generoso! —comentó. —Es un placer —contestó Miles—. Aquí te espero —y allí la esperó. Aguardó a que Gloria Palnick entrara al 7-Eleven. Luego contó hasta treinta, esperó un segundo más, se subió a la bicicleta y se alejó. Cuando llegó a la cabaña de meditación situada en medio del bosque detrás de la casa de la mamá de Bethany, donde los dos ha-
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bían disfrutado de muchas partidas de Monopolio, Miles sintió que las cosas estaban más o menos bajo control. Hay pocas cosas más tranquilizadoras que una cabaña de meditación en la que se han jugado largas y aburridas partidas de Monopolio. Allí podría asearse un poco, en el lavabo de la cabaña, e incluso dormir una siesta. La mamá de Bethany nunca aparecía por allí. La ropa de meditar de su ex esposo, su esterilla de orar, todos sus Budas y sus pergaminos, los platillos para quemar incienso y los carteles del Ché Guevara seguían aún allí. Miles había ido hasta la cabaña unas cuantas veces después de la muerte de Bethany, para sentarse en la oscuridad y escuchar el gorgoteo de la fuente de meditación y pensar un poco. Estaba seguro de que a la mamá de Bethany no le importaría, si llegaba a enterarse, a pesar de que él nunca había pedido permiso, por si acaso. Y había hecho bien. La llave de la cabaña se guardaba encima de la viga que había justo sobre la puerta, pero no la necesitó. La puerta estaba abierta. Olía a incienso y a otras cosas: a protector de labios aromatizado, a tierra, a cecina. Había un par de botas militares negras junto a la puerta. Miles se puso en guardia. Debo confesar que a partir de entonces comenzó a actuar de manera sensata. ¡Al fin! Y aquí, se comportó tal como yo lo hubiera hecho: si la muchacha muerta podía seguirlo a cualquier parte incluso antes de que él supiera exactamente adónde se dirigía, no tenía ningún sentido tratar de huir de ella. Dondequiera que fuera, ella lo estaría esperando. Se quitó las botas, porque se suponía que había que hacerlo para entrar en la cabaña. Era un gesto de respeto. Las dejó junto a las botas militares y entró. Notó bajo sus pies descalzos cómo las tablas de pino tenían un tacto sedoso. Miró hacia abajo y se dio cuenta de que caminaba sobre el pelo de Gloria Palnick. —¡Perdón! —dijo Miles, queriendo decir varias cosas a la vez. Quería disculparse por pisar su pelo; pedir perdón por abandonarla en el 7-Eleven tras prometer que no lo haría; excusarse por la terrible confusión de tumbas. Pero más que nada, quería que la muerta lo perdonara por haberla desenterrado. —No te preocupes —dijo ella—. ¿Quieres un trozo de cecina?
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Miles se percató de que tenía hambre. —Claro. Empezaba a sentir que esta muchacha le hubiera gustado, en otras circunstancias, a pesar del acoso de su enojoso pelo. Era desenvuelta. Tenía sentido del humor. Parecía tener lo que su madre llamaba tenacidad. Miles reconocía esa cualidad, pues era una cualidad que él también tenía ampliamente desarrollada. La muchacha muerta también era extremadamente bonita, aparte del pelo. A ustedes podrá parecerles mal que Miles se dejara deslumbrar por la muerta, pues podría interpretarse como una traición a Bethany. Él lo sentía así, como una traición. Pero también pensaba que a su novia también le habría caído bien la chica muerta. Seguro le habría gustado su tatuaje. —¿Cómo va el poema? —preguntó ella. —No hay muchas cosas que rimen con “Gloria” —contestó él—. Y con Palnick, menos. —Euforia —propuso la chica, que exhibía un trocito de cecina entre sus dientes—. Historia. —Creo que sería mejor que escribieses tú ese condenado poema —le respondió. Se hizo un silencio incómodo, roto únicamente por el casi inaudible roce del pelo que se replegaba por el piso de pino. Miles se sentó, sacudiendo el piso con la mano, por si acaso. —Dijiste que ibas a contarme algo de tu vida —comenzó. —Era aburrida. Fue breve. Eso es todo —respondió ella. —Con sólo eso el poema no promete mucho. A menos que quieras que te escriba un haikú. —Cuéntame de esta niña que estabas tratando de desenterrar —dijo Gloria—. A la que le escribiste los poemas. —Se llamaba Bethany. Murió en un accidente automovilístico. —¿Era bonita? —preguntó Gloria. —Mucho —contestó Miles. —¿Te gustaba mucho? —preguntó ella. —Mucho —contestó él. —¿Estás seguro de que tienes madera de poeta? —lo interrogó. Miles se quedó en silencio. Masticó ferozmente la cecina. Sabía a tierra. Quizás debería escribir un poema sobre eso, y así le enseñaría
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a Gloria Palnick a no andar preguntando esas cosas. Tragó el bocado y dijo: —¿Por qué estabas en la tumba de Bethany? —¿Yo qué sé? —respondió. Estaba sentada frente a él, recostada contra un Buda del tamaño de un niño de tres años, aunque mucho más gordo y de apariencia sagrada. A Gloria le caía el pelo sobre la cara. Parecía una imagen sacada de una película japonesa de terror. —¿Qué te imaginas? ¿Qué Bethany y yo intercambiamos nuestros ataúdes por pura diversión? —¿Bethany es como tú ahora? —preguntó Miles—. ¿Tiene un pelo así de extraño y persigue a las personas y las asusta nada más por divertirse? —No —respondió ella hablando a través de su pelo—. No es por diversión. ¿Y qué hay de malo con divertirse un poco? Las cosas pueden resultar aburridas. ¿O tenemos que dejar de divertirnos nada más porque estamos muertas? No es que allá abajo celebremos una fiesta cada día, ¿entiendes? —¿Sabes lo más raro? Hablas como ella. Como Bethany. Dices el mismo tipo de cosas. —Fue una tontería tratar de recuperar tus poemas —dijo la chica muerta—. No puedes darle algo a una persona para luego quitárselo. —Es que la extraño —dijo Miles. Empezó a llorar. Después de un rato la muerta se levantó y fue hacia él. Tomó un manojo de su pelo y le limpió la cara. El pelo era suave y absorbía las lágrimas, e hizo que Miles sintiera un escalofrío. Dejó de llorar, que debía ser lo que la muerta quería. —Vete a casa —le dijo. Miles negó con la cabeza. —No —logró decir al fin, con esfuerzo. Estaba temblando como una hoja al viento. —¿Por qué no? —preguntó ella. —Porque si me voy a casa tú vas a estar allá, esperándome. Y te vas a comer a mis papás, o les contarás que abrí la tumba de Bethany. Y les dirás que tampoco fui capaz de hacer eso bien.
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—No haré nada de eso. Te lo prometo. —¿De verdad? —preguntó él. —De verdad, te lo prometo —dijo la muerta—. Siento mucho haberme burlado de ti, Miles. —De acuerdo —contestó él. Se levantó y se quedó allí de pie, mirándola. Parecía a punto de preguntarle algo, pero cambió de idea. Ella se dio cuenta de todo, y entendió por qué había sucedido así. Miles supo que tenía que irse en ese momento, mientras ella se lo permitía. No quería meterse en líos por preguntar algo imposible y tonto, cuya respuesta era obvia. A ella le parecía bien dejar las cosas así. No podía saber con certeza si la pregunta irritaría a su pelo. Y qué decir del tatuaje. Pensó que él ni siquiera había notado que su tatuaje había empezado a molestarse también. —Adiós —dijo Miles al fin. Pareció que quería estrecharle la mano, pero cuando ella alargó un mechón de pelo, él dio media vuelta y salió corriendo. Fue un poquito decepcionante. No pasó por alto que Miles había dejado sus botas y su bicicleta. La chica muerta se paseó por la cabaña, tocando cosas que luego volvía a dejar en su lugar. Pateó la caja del Monopolio, un juego que siempre había detestado. Esa era una de las ventajas de estar muerta: nadie le pedía que jugara una partida de Monopolio. Por último llegó a una estatua de San Francisco, decapitada durante un juego de croquet hacía mucho tiempo. Bethany Baldwin le había hecho una cabeza nueva con arcilla de modelar, imitando la de Ganesh (el dios hindú con cabeza de elefante). Si uno retiraba la cabeza de elefante había un hueco en el cual Miles y Bethany se habían dejado regalos secretos uno a otro. La muerta se llevó la mano bajo la blusa, a la cavidad en la que una vez habían estado sus órganos más importantes (que ya no tenía, pues los había donado). Había guardado allí los poemas de Miles, por considerarlo un lugar seguro. Dobló los papeles, los embutió dentro de la estatua de San Francisco y volvió a poner la cabeza de Ganesh. Quizás Miles los encontraría algún día. Le gustaría verle la cara en ese momento.
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No sucede a menudo que tengamos la oportunidad de ver a nuestros difuntos. Y es aún menos frecuente que los reconozcamos cuando los vemos. Los ojos de la señora Baldwin se abrieron. Miró ante sí, vio a la chica muerta y sonrió. —Bethany —dijo. Bethany se sentó en la cama de su madre. Tomó su mano. Si la señora Baldwin pensó que la mano de su hija estaba fría, no lo dijo. Se aferró a ella. —Estaba soñando contigo —le dijo—. Estabas en un musical de Andrew Lloyd Webber. —No era más que un sueño —opinó Bethany. La señora alargó la otra mano y le tocó el pelo. —Tu pelo se ve diferente —dijo—. Me gusta. Ambas guardaron silencio. El pelo de Bethany permaneció muy quieto. A lo mejor se sentía halagado. —Gracias por volver —dijo la señora Baldwin al fin. —No puedo quedarme mucho tiempo —respondió su hija. La señora se aferró con más fuerza a la mano de la chica. —Voy contigo. Para eso viniste, ¿no? Porque yo también estoy muerta, ¿cierto? Bethany negó con la cabeza. —No, lo siento. No estás muerta. Fue culpa de Miles. Me desenterró. —¿Que hizo qué? —preguntó, olvidándose de la insignificante desdicha de descubrir que al fin y al cabo no estaba muerta. —Quería recuperar sus poemas —dijo Bethany—. Los que me dio. —¡Qué idiota! —dijo la señora. Era el tipo de cosa que uno podía esperar de Miles, o eso parecía una vez que había sucedido, porque ¿a quién se le podía ocurrir semejante cosa?—. ¿Y qué hiciste? —Le gasté una buena broma —jamás había tratado de explicarle a su madre su relación con Miles, y ahora parecía especialmente inútil hacerlo. Movió los dedos de la mano que su madre le tenía agarrada y ésta la soltó al instante.
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Por haber practicado antes el budismo, la señora Baldwin siempre había tenido claro que cuando uno se aferra mucho a sus hijos, lo que consigue es alejarlos. Pero tras la muerte de Bethany deseó haberse aferrado un poco más a ella. Ahora parecía que se la quisiera beber con los ojos. Notó el tatuaje que tenía en el brazo con una mezcla de desaprobación y maravilla. Desaprobación porque un día su hija podría arrepentirse de tener un tatuaje de una cobra que se enroscaba en su bíceps. Maravilla porque había algo en ese dibujo de tinta en la piel que la llevaba a pensar que Bethany estaba allí de verdad. Que no era un sueño. Jamás habría soñado que su hija estuviera viva de nuevo, con un tatuaje y con el pelo en mechones largos, serpenteantes, del color de la medianoche. —Tengo que irme —dijo Bethany. Había girado la cabeza ligeramente hacia la ventana, como si estuviera atenta a un sonido lejano. —Oh —contestó su madre, tratando de fingir que no le importaba. No quería preguntar “¿Vas a volver?”. Había dejado de practicar el budismo, pero no se había alejado tanto de sus fundamentos. Seguía intentando vencer todo deseo, toda esperanza, cualquier signo de individualidad. Cuando alguien como la señora Baldwin se encuentra de repente con que su vida se viene abajo debido a una gran catástrofe, es probable que se aferre a sus creencias como si fueran un salvavidas, incluso si esas creencias predican que uno no debe aferrarse a nada. En otros tiempos se había tomado el budismo muy en serio, pero su trabajo como profesora sustituta se había encargado de acabar con esa parte de su persona. Bethany se levantó. —Lamento mucho haber tenido el accidente de auto —dijo, a pesar de que no era del todo cierto. De haber estado viva, lo lamentaría, pero estaba muerta. Ya no sabía lo que era lamentarse por algo. Y cuanto más tiempo permaneciera allí, más probable parecía que su pelo hiciera algo terrible de verdad. A su pelo le tenía sin cuidado el budismo. No amaba al mundo ni a los seres que lo habitan, y actuaba de manera completamente primigenia. No había nada de luz ni de razón en el pelo de Bethany. No sabía nada de la esperanza, pero tenía deseos y ambiciones, de los cuales es mejor no hablar.
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En cuanto al tatuaje, sólo quería que lo dejaran en paz. Y que se le permitiera comer gente de vez en cuando, nada más. Cuando Bethany se levantó, su madre dijo de repente: —He estado pensando en dejar el trabajo de profesora sustituta. Bethany aguardó. —Podría irme al Japón, a enseñar inglés —dijo la señora—. Vendo la casa, lo meto todo en cajas y me voy. ¿Te parece bien? ¿Te importaría? A Bethany no le importaba. Se inclinó y besó a su madre en la frente, dejándole una huella de protector aromatizado. Cuando su hija se hubo ido, la señora Baldwin se levantó y se puso la bata, con su estampado de cigüeñas y ranas. Bajó a la cocina, se preparó un café y se sentó a la mesa durante un largo rato, mirando al vacío. El café se le enfrió y ella no lo notó. La chica muerta se alejó de la ciudad mientras el sol despuntaba. No voy a decirles adónde fue. Quizás se unió a un circo, como trapecista, en un acto en el cual podía aprovechar su pelo, cosa que le impedía aburrirse y planear la destrucción de todo lo bueno, lo puro y lo amable. Quizás se afeitó la cabeza y se fue de peregrinación a algún remoto monasterio tibetano, y volvió luego como una super heroína, con un oscuro pasado y unas increíbles rutinas de artes marciales. Quizás le mandó postales de vez en cuando a su madre. Quizás las escribía como parte de su acto circense, con las puntas de su pelo, mojándolas en un tintero. Estas postales, y también los rollos de papel cubiertos de su caligrafía, son objetos muy buscados por los coleccionistas hoy en día. Yo tengo dos. Miles dejó de escribir poesía durante varios años. Nunca regresó para recuperar su bicicleta. Se mantuvo bien lejos de cualquier cementerio y de cualquier chica de pelo largo. Lo último que supe fue que escribía haikús a diario, sobre el clima, para el canal meteorológico. Uno de los mejores trata de la tormenta tropical Suzy. Dice algo así: Una muchacha pasa. Apurada. Despeinada. Llena de negros diablos.
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Siete esqueletos decapitados, Antonio Malpica Juego Mortal, Moka Compañeros de la noche, Vivian Vande Velde
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Que en paz descanse. Ése es nuestro deseo para los difuntos. Pero algunos muertos no logran hacerlo. Y los de estas historias te mantendrán despierto la noche entera. Cuentos de: Annette Curtis Klause • Libba Bray • Holly Black • Kelly Link • Herbie Brennan • M. T. Anderson • Chris Wooding • Deborah Noyes • Marcus Sedgwick • Nancy Etchemendy • Annette Curtis Klause • Libba Bray • Holly Black • Kelly Link • Herbie Brennan • M. T. Anderson • Chris Wooding • Deborah Noyes • Marcus Sedgwick • Nancy Etchemendy • Annette Curtis Klause • Libba Bray • Holly Black • Kellyy Link • Herbie Brennan • M. T. Anderson • Chris Wooding • Deborah Noyes • Marcus W Sedgwick • Nancy Etchemendy • Annette Curtis Klause • Libbaa Bray • Holly Black • Kelly Link • Herbie Brennan • M. T. Anderson • Chris Wooding • Deborah Noyes • Marcus Sedgwick • Nancy Etchemendy • Annette Curtis Klause • Libba Bray • Holly Black • Kelly Link • Herbie Brennan • M. T. Anderson • Chris Wooding • Deborah Noyes • Marcus Sedgwick •
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Sed, M. T. Anderson
Autore s:
Deborah Noyes (comp.)
Ot ro s título s de e sta m i sma cole cción :
• El trabajo del muchacho gris, M. T. Anderson • Los envenenadores, Holly Black • Cosas malas, Libba Bray • Los nigromantes, Herbie Brennan
Los muertos sin descanso
• Miel en la herida, Nancy Etchemendy • Razones para besar vampiros, Annette Curtis Klause • La tumba equivocada, Kelly Link
Deborah Noyes (comp.)
• Fuerzas invisibles, Deborah Noyes • Un corazón ajeno, Marcus Sedgwick • La casa y el relicario, Chris Wooding
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