Índice Sobre la biografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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1. Por dónde empezar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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2. Esa dulce falsificación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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3. La mamma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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4. Juegos griegos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133 5. Álter ego . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151 6. Ciencias sociales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 252 7. Les girls . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 306 8. Los objetos: el verdadero romance . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 487 9. Una tarta con forma de ataúd . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 531 Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 619 Anexo 1: Los hechos y nada más que los hechos . . . . . . . . . . . . . 623 Anexo 2: El Nueva York de Patricia Highsmith . . . . . . . . . . . . . 653 Anexo 3: Tablas, mapas, esquemas y planos . . . . . . . . . . . . . . . . . 663 Notas y fuentes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 671 Selección bibliográfica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 731 Índice onomástico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 737
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1 POR DÓNDE EMPEZAR parte 1 Ningún escritor revelaría jamás su vida secreta, sería como desnudarse en público. Patricia Highsmith, 1940 El problema era que nunca la veías sola, en su rutina normal; en cuanto estabas delante, se volvía una persona diferente. Barbara Roett, conversación con la autora
un día cualquiera*
El 16 de noviembre de 1973, un día que despuntaba fresco y húmedo en el diminuto pueblo de Moncourt (Francia), Patricia Highsmith, una escritora estadounidense de cincuenta y dos años que llevaba una vida aparentemente tranquila junto a un brazo del canal del Loing, encendió otro Gauloise jaune, apretó los dedos con los que sujetaba su * El acceso a material no visto ni publicado hasta ahora de amigos, familiares, amantes, fotógrafos y cineastas nos permite ver a Patricia Highsmith en este capítulo tanto en el acto físico de escribir como en un lenguaje que refleja algunos de los secretos de su estilo: su buen ojo para los detalles, como el de un forense, su extremada conciencia de las formas en que puede enumerarse la actividad humana y las intensas refracciones ópticas que era capaz de introducir en su prosa por lo general sencilla. A los veinte años, cuando aún era una apasionada de la obra de otros escritores –y cuando aún mezclaba sus metáforas como mezclaría sus licores una camarera novata–, Pat soñaba con hacer eso mismo: «Si nos dejaran pasar un cuarto de hora en el estudio de Shakespeare en 1605, cómo observaríamos cada uno de sus movimientos, con qué avidez
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estilográfica Parker favorita, se encorvó sobre su buró –con sus brazos de articulaciones peculiares y sus enormes manos llegaba al fondo del escritorio sin levantarse– y anotó en su cuaderno una breve lista de actividades útiles que podían hacer «los niños pequeños por la casa». Es una pequeña lista hecha de pasada, la clase de lista que le gustaba elaborar cuando vaciaba los bolsillos traseros de su mente, y está garabateada con la forma que se emplearía para escribir una idea de última hora. Sin embargo, como cualquier lector atento de Highsmith sabe, es en los momentos en los que parece estar ociosa, despreocupada o (Dios no lo quiera) ligeramente relajada cuando hay que prestarle especial atención. En cada rincón «relajado» de su mente creadora hay una bestia agazapada y, efectivamente, se abalanza sobre nosotros con el desconcertante título de su lista. La llamó «Pequeños crímenes para los más pequeños». A continuación, por si acaso, añadió un subtítulo: «Cosas que pueden hacer los niños pequeños por la casa [...]» Poco antes, Pat había confeccionado otra pequeña lista –para enviársela al historiador del cómic Jerry Bails a Estados Unidos– con información poco clara sobre su trabajo en los cómics del Terror Negro y el Sargento Bill King, que combatían el crimen en sus aventuras, así que es posible que aún estuviera contando de cuántas maneras se podía vincular astutamente a los niños con el crimen.1 En su último cuaderno de apuntes, escrito en ese mismo lugar privilegiado de la Francia semisuburbana, también había dedicado unos cuantos pensamientos a los niños. Uno de ellos era un simple cálculo. Calculó que «un golpe propinado en un momento de furia seguramente [podría] matar a un niño de entre dos y ocho años» y que «Para matar a los mayores de ocho años serían necesarios dos golpes». La persona a la que se imaginaba perpetrando este asesinato no era otra que ella misma; la circunstancia que la llevaría a hacerlo era muy sencilla: «Hay una situación (quizá la única) que podría llevarme a cometer un asesinato: la vida familiar, la cercanía.»2 De modo que, por difícil que resulte imaginarse a Pat Highsmith mojando su pluma en los juegos infantiles, sus escritos privados nos revelan que a veces le gustaba analizar los problemas más extravagantes del trato con los más pequeños. Y no sólo porque sus sentimientos hacia ellos oscilaran entre un interés clínico en su educación (preguntaba constantemente por los hijos de sus amigos) y un violento rechazo de su presencia real (no soportaba los ruidos que hacían los niños cuando se estaban divirtiendo). Como su batalladora abuela materna, Willie Mae Stewart Coates, nos fijaríamos en cómo levanta la cabeza, cómo toca el borde del papel con la mano [...] en el ángulo que forma su espalda cuando escribe. [...] Qué poco sabemos de la historia. El tiempo es una columna de monóxido de carbono cuyo extremo se va deshilachando como el final de una cuerda vieja y va cayendo en el olvido» (Cahier 6, 12/12/1941).
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que enviaba sugerencias al presidente Franklin Delano Roosevelt para mejorar Estados Unidos (y que recibió respuestas manuscritas de la Casa Blanca),3 Pat tenía un cajón lleno de originales ideas para cambiar la sociedad que deseaba fueran llevadas a la práctica. Sus cuadernos están amenizados con grandes planes para los más pequeños, la mayoría esculpidos con la piedra de algún duro afloramiento de su propio escabroso pasado. Cada uno añade una nueva atrocidad al estudio del desarrollo infantil. Uno de sus planes para los jóvenes –sólo es una muestra– parece reproducir casi al pie de la letra la dolorosa separación que vivió ella en su propia infancia, cuando en 1927 se la llevaron de Fort Worth (Texas), donde vivía al cuidado de su abuela en la casa de huéspedes de la familia, a la otra punta de Estados Unidos, a vivir con su madre y el nuevo marido de ésta en la estrechez de un pequeño piso en la zona norte del West Side de Manhattan. La idea de Pat para contribuir al desarrollo de los pequeños –idea que se trasladaría de una entrada escrita en serio en su cuaderno de 1966 a la mente de la desequilibrada protagonista de su novela de 1977, Edith’s Diary [El diario de Edith]– era mandar a los niños de corta edad a vivir a lugares al otro lado del mundo («¡Se podrían pedir voluntarios a los orfanatos!», escribió con entusiasmo, animada con su particular sentido práctico) para que sirvieran a su país como «jóvenes miembros del Cuerpo de Paz».4 Como una muestra de tejido extraída de la piel de sus pensamientos, su peculiar y espontánea lista del 16 de noviembre de 1973 (escrita en su casa de un pueblo tan pequeño que una visita a la oficina de correos significaba tener que soportar una atención que no deseaba) resulta ser una útil vía de acceso a la mente, la materia y la puesta en escena de la talentosa miss Highsmith. Entre otras revelaciones, la lista contiene consejos para personas (de corta edad) cuyas vidas son análogas a la de ella: personas lo suficientemente débiles para estar recluidas en casa, lo suficientemente libres para no necesitar vigilancia paterna aparente y lo suficientemente furiosas para dedicar sus pensamientos al asesinato. La lista es la siguiente: 16/11/1973 Pequeños crímenes para los más pequeños. Cosas que pueden hacer los niños pequeños por la casa, por ejemplo: 1) Atar un cordón en lo alto de las escaleras para que los adultos se tropiecen. 2) Volver a poner el patín en las escaleras, después de que la madre lo haya apartado. 3) Provocar incendios bien planeados, para que, a ser posible, otro se lleve la culpa.
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4) Cambiar de sitio las pastillas en los armarios de las medicinas: las pastillas para dormir en el frasco de las aspirinas, los laxantes rosas en la botella de antibiótico que se guarda en la nevera. 5) Matarratas o polvos antipulgas en el bote de la harina de la cocina. 6) Serrar los soportes de la trampilla del desván, para que todo el que ponga el pie sobre la trampilla cerrada se caiga por las escaleras. 7) En verano: colocar una lupa apuntando a las hojas secas o, preferiblemente, a unos trapos grasientos. El incendio podrá atribuirse a la combustión espontánea. 8) Investigar los productos contra el mildiu que se guardan en el cobertizo del jardín. Añadir veneno incoloro a la botella de ginebra. Como casi todo en lo que trabajaba Pat, este texto, intrascendente pero muy característico de ella, se ocupa del asesinato, gira en torno a una casa y sus alrededores, menciona la breve aparición de una madre y es enormemente práctico de un modo absolutamente subver sivo. Escrito con el estilo directo, lento y monótono de su madurez, no tenemos la sensación de que estuviera de broma, pero debía de estarlo..., ¿no? La verdadera bestia de la obra de Highsmith siempre ha sido el dragón bicéfalo de la ambigüedad. Y a menudo el dragón aparece con la segunda cabeza metida bajo su zarpa delantera y con sus letreros de apuntador –los que tendría que estar mostrándonos para que sepamos cómo debemos reaccionar– escondidos en algún lugar bajo sus escamas. ¿Lo ha escrito en serio? ¿O es otra cosa? Lo ha escrito en serio y, además, es otra cosa. Hacer listas es algo que atrajo a Pat Highsmith durante toda su vida. Le encantaban las listas, tanto más cuanto que no podía haber nada menos representativo de su interior caótico y voluble que una pequeña lista que pusiera las cosas en orden. Como gran parte de lo que escribió, en esta lista en concreto se sirve de los objetos a mano: niños, no tenéis que buscar más allá del armario de los medicamentos de mamá o del cobertizo del jardín de papá para encontrar los instrumentos con los que asesinar a vuestros padres. En las novelas de Highsmith, muchos niños asesinan a un miembro de su familia cuando son físicamente capaces. En 1975 dedicaría todo un libro de relatos, The Animal-Lover’s Book of Beastly Murder [Crímenes bestiales], a mascotas que mandan a sus maltratadores «padres» humanos de cabeza al infierno. La propia Pat tampoco solía alejarse de su entorno más inmediato para buscar los objetos del atrezo con los que materializar sus impulsos artísticos. (Y, cuando lo hacía, se le complicaban las cosas en el
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terreno artístico.) Todo lo que la rodeaba estaba ahí para ser utilizado –y además de una forma metódica–, incluso para el asesinato. Metía los trastos de sus jardines, su vida sentimental, las hormigas carpinteras de su desván, sus manuscritos antiguos, su visión del plano de Nueva York y los bares de travestis de Berlín en la fragua de su imaginación... y dejaba que el fuego hiciera el resto. Quizá la tercera sugerencia de «Pequeños crímenes para los más pequeños», «provocar incendios bien planeados, para que, a ser posible, otro se lleve la culpa», sea la más inquietante, ya que contiene tanto la visión doble que originó sus novelas más interesantes (hay un solo crimen pero la culpabilidad ondea entre dos personajes, como en su novela El cuchillo) como la clase de premeditación que podía mandar a «los más pequeños» de cabeza a la «trena». El «estilo inexpresivo» era la forma de expresión en la que más cómoda se sentía Pat, y el estilo inexpresivo de esta lista («El estilo no me interesa en absoluto», escribió engañosamente en 1944)5 plantea una serie de dudas que se elevan por el aire en forma de anillos de humo. Y dado que la suya fue la única infancia que verdaderamente le interesó, hay un último anillo que se alza, burlón, por encima de los demás: ¿a qué niño deseoso de asesinar a sus padres iba dirigida esta lista realmente? ¿Podían tener algo que ver las víctimas imaginarias de su lista con los complicados padres de la pequeña Patsy Plangman (que tuvo uno más de los que quería y uno menos de los que necesitaba), que compartía cumpleaños con Edgar Allan Poe y con su diabólico personajecon-un-doble, William Wilson?* Ésa es la pequeña Patsy Plangman que en el futuro no aceptaría cargar con las culpas de nadie** y que más adelante, ya como Patricia Highsmith, se presentaba a sí misma y presentaba a sus mejores personajes como huérfanos con padres y adultos con una doble vida. Al igual que su vida, la obra de Pat –hasta el más mínimo detalle– está plagada de interesantes insinuaciones. ¿Qué fue, por ejemplo, lo que llevó a Pat Highsmith, una escritora con un número considerable de éxitos a sus espaldas y ante sí –pero ahora, en medio del camino de su vida, en una selva oscura tras haber perdido el camino recto (Pat estaba leyendo a Dante en italiano justo entonces)–, a levantar su Fortaleza de la Soledad en un recóndito pueblo residencial de Francia? Tras esta pregunta hay agazapada una buena historia de Highsmith, así como una historia crucial sobre Highsmith. Para descubrirlas, tendremos que volver a su escritorio en Moncourt. Las preguntas * La otra figura nacida el 19 de enero (a quien más adelante Pat llamaría su personaje histórico favorito) fue el gran héroe de los confederados, el general Robert E. Lee. ** Además de ser un diminutivo del nombre Patricia, la palabra patsy designa a una persona a quien se carga con la culpa de algo que no ha hecho, una cabeza de turco. (N. de la T.)
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sobre la vida de Highsmith suelen responderse mejor cerca de uno de sus escritorios. De niña, Pat hervía de rabia mientras, tumbada en sofás cama en las salas de estar de pisos demasiado pequeños de Manhattan y Queens, oía a su madre y a su padrastro gritar. De adulta, exigió y consiguió tener una serie de espacios privados, que defendía con uñas y dientes y que permitieron a su imaginación intensificar sus propios intereses. Fue en las casas (nunca llegaron a ser los hogares que había esperado tener) donde por fin disfrutó de la privacidad que necesitaba más que cualquier otra cosa en el mundo. Y el elemento físico más importante de esa privacidad era siempre, siempre, una habitación con un escritorio. Aquí, en el pueblo de Moncourt, Pat y su escritorio están metidos bajo un extremo del techo inclinado del dormitorio del primer piso de su casa, a una hora de tren de París. Aunque está sentada delante de la persiana abierta de su buró como un caracol delante de su concha, su postura es engañosa: no está fuera del caparazón. La propia casa está en un hameau, un diminuto caserío dentro del pueblo de Moncourt, y se halla totalmente rodeada por un muro de piedra. Le faltan dos meses y tres días para cumplir cincuenta y tres años. Hace once meses empezó a escribir un poema: «Vivo del aire / sobre un terreno resbaladizo.» En esta casa, sin embargo, como en todos los lugares en los que ha vivido a lo largo de su vida, se ha asegurado de que haya al menos dos capas de material firme entre ella y el resto del mundo (los muros de su casa y el muro de piedra, en este caso). Cuando está sola y escribiendo –es decir, cuando más peligrosa es–, a Patricia Highsmith no le gusta correr riesgos. El escritorio ante el que se sienta nos ofrece una especie de catálogo de sus hábitos a la hora de trabajar. En los casilleros de su buró tiene amontonados fajos de papel y sobres timbrados, birlados durante sus estancias literarias en los mejores hoteles de Europa (pagadas por sus editores). Las cajitas de cerillas, obtenidas de la misma forma, están guardadas en los cajones. Hay hojas sueltas de los dos borradores y medio que escribe de cada uno de sus manuscritos (para que queden pulcros, dice, no porque tenga que corregirlos);6 a menudo las reutiliza para su copiosa correspondencia, cortándolas cuidadosamente por la mitad si no necesita más que media hoja. Hasta el recipiente enjuagado donde tiene sus lápices fue anteriormente un bote de mermelada. En su casa no se tira nada. En un cenicero medio lleno, a su lado, se consume un Gauloise jaune. Tiene un vaso de whisky barato al alcance de la mano. En algún lugar de la habitación hay un vaso de leche que se ha dejado olvidado y una taza de café que se está enfriando. Debajo del escritorio, en el suelo, hay dos botellas de cerveza Valstar, ambas vacías. A los veinte años, en Nueva York, cuando estaba estudiando tercer
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curso en el Barnard College y todavía vivía en casa (y era tan susceptible de hundirse en la tierra como ahora), Pat escribió por primera vez sobre los terrenos resbaladizos: Vivimos en el terreno resbaladizo de los fenómenos que no tienen explicación. Imaginemos que, de repente, la comida no se digiriera en nuestro estómago. Imaginemos que se quedara dentro de nuestro cuerpo como una masa y nos envenenara.7
Pat ha tenido problemas con la comida de forma intermitente desde la adolescencia. En una carta enviada a su amigo el profesor universitario Alex Szogyi (que también se dedicaba a escribir sobre comida), escribió que la comida era su pesadilla, y ha acabado por asociar muchos trastornos al acto de comer. Francia, centro gastronómico del mundo occidental, no significa nada para ella: «Ni siquiera me gusta la comida», escribe desde Fontainebleau.8 Piensa que el problema «con Nixon» en Estados Unidos es un problema de estómago: «Estados Unidos lleva tiempo padeciendo acidez de estómago, tiene unas ganas incontenibles de vomitar.»9 Ella misma tiene ganas de vomitar a menudo. Su idea de un título atrayente para un libro de cocina es «Medidas desesperadas».10 Ya hace tiempo que los líquidos son su principal fuente de nutrientes. En este momento, ha dejado la estilográfica en el escritorio y ha empezado a teclear en la máquina de escribir Olympia Portable Deluxe de color café que la ha acompañado en todos y cada uno de sus incesantes viajes desde 1956.11 El estuche rígido tiene pegatinas que indican que ha viajado por varios países europeos. La Olympia (la marca tiene resonancias de Leni Riefenstahl) ocupa gran parte del tablero del escritorio. Su forma de teclear es muy característica: brutal, firme y pausada. Sólo utiliza cuatro o cinco dedos, aporrea las teclas con fuerza y lo hace desde arriba, como si atacara el teclado de un instrumento musical. Parece como si a sus dedos les costara un poco moverse, y llevan un ritmo sincopado. Podría estar tocando un clavicémbalo. Siempre ha querido tocar el clavicémbalo. En cambio, le dará este instrumento y las clases para aprender a tocarlo a su personaje favorito, el talentoso Mr. Ripley, y, como idea de última hora, también a su mujer, la bella e insulsa Heloise. La cama individual con la colcha a rayas, en la que duerme cuando duerme sola (que últimamente es lo habitual), también se encuentra en esta pequeña habitación, formando un ángulo recto con el escritorio. Sobre ella, hecho un ovillo, descansa un gato siamés chocolate point. En una mesilla de noche junto a la cama hay una radio, una caja de pañuelos y un bote de Vicks VapoRub. En el suelo, una vieja alfombra persa azulada, deshilachada por algunos sitios. Un poco
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por encima de la altura de sus ojos hay una ventana de techo (una tabatière pasada de moda) que da al patio. Como siempre, el escritorio está contra una pared. Son las 5.22 de la mañana. Al inclinar la cabeza sobre la máquina de escribir, en la nuca, que normalmente lleva tapada con un pañuelo o un jersey de cuello alto –«No tengo cuello», le dijo rotundamente a un entrevistador– pero que ahora está descubierta, se ve una incipiente joroba de viuda. El pelo, que le llega hasta los hombros y que sigue llevando arreglado con el clásico corte a lo paje con el que fue a Barnard en 1938, se le echa hacia delante y le cae sobre la cara. «Arreglado» no es la palabra exacta; durante toda su vida, Highsmith ha tenido «aversión a ser acicalada» por profesionales, lo que considera «una curiosa forma de recobrar los ánimos, eso de hacer que otros se ocupen» de uno. Se echa el pelo hacia atrás con los pulgares –primero un lado, luego el otro– y sacude ligeramente la cabeza con ese gesto característico que hace para colocarse el pelo. A la hora de arreglarse, como en todo lo demás, Patricia Highsmith prefiere hacerlo ella. De la belleza marmórea de su juventud, atestiguada una y otra vez por amigos, amantes, familiares, jefes, fotógrafos y, llegado el caso, por ella misma, apenas queda nada. Los años de alcohol, depresiones e incendios internos mal apagados han hecho estragos. La diferencia entre la Pat Highsmith juvenil y deslumbrantemente seductora de las primeras fotografías y la escritora de casi cincuenta y tres años que tenemos delante ahora, tecleando en su escritorio, es asombrosa; parece otra persona. Aun así, todavía consigue irradiar esa clase de magnetismo que llama la atención en una habitación, con la cabeza agachada y la penetrante mirada de ojos oscuros que levanta rápidamente desde debajo del flequillo –examinándote, dice una joven amiga, «con la perspicacia de un policía del departamento de homicidios en busca de pruebas de que has hecho algo malo»–.12 Tiene bolsas bajo los ojos, parecidos a los de una lechuza (una comparación que constantemente repiten los periodistas, que saben de su gusto por estos animales); el óvalo de su rostro se ve perturbado por una papada; la piel está fruncida y arrugada. Parece relajada, pero alerta. Los incendios se hallan bajo control, pero pueden reavivarse en cualquier momento. Como en una descripción que da de Mr. Ripley, está «en el borde de la silla, eso si es que llega a sentarse».13 Salvo cuando está en su escritorio. Los brazos (se nota que están un poco torcidos hacia fuera a la altura de los codos aunque los tapa la camisa de manga larga) están ocupados en teclear, con ese peculiar movimiento que se asemeja al de un pistón. Las películas caseras revelan que son copias idénticas de los buenos brazos que tenía su abuela, Willie Mae Coates.
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Sus manos –iguales que las de muchos de sus parientes de la familia Coates– son enormes: fuertes, robustas y tan grandes como su cabeza. Están nudosas y magulladas, de hacer labores de carpintería y de trabajar en el jardín. «Manos de obrero», dice una amiga.14 «Manos de carnicero, de estrangulador», se atreve a decir un vecino.15 Sus pulgares son descomunales: enormes y curvos, están torcidos de manera natural y forman ángulos con el resto de los dedos que parecen antinaturales.16 Mientras escribe, su labio inferior se relaja y sobresale por encima de la barbilla con un gesto que su amiga, la ácida biógrafa Barbara Skelton, calificaría más adelante de «bastante turbio».17 Pat no es consciente de este descuido a la hora de controlar su labio, algo que se ha visto obligada a hacer desde que una amante potencial describiera su boca como «ardiente». El que esté escribiendo a esta hora es el resultado de un largo período de insomnio –cada vez lo padece más–, y en este momento está acabando las seis, siete u ocho páginas que suele escribir en una jornada de trabajo normal. Fuera, justo detrás de la puerta situada en el muro de piedra donde termina su jardín, fluye sin cesar el canal del Loing, un canal navegable comercial que conecta misteriosamente con el río Sena. El Loing, lo bastante ancho para las barcazas pero lo bastante estrecho para permitir las buenas relaciones vecinales, fluye también por su imaginación. Será en esa masa de agua donde haga depositar algunas de sus pruebas más incriminatorias a Tom Ripley. Como siempre, no pasa por alto nada que pueda aprovechar. Pat, una mujer práctica cuando se trata de realizar transacciones necesarias, ha demostrado una habilidad sorprendente para obtener unos excelentes rendimientos de sus inversiones sociales. En cada nuevo traslado, y dedicando un esfuerzo mínimo, consigue reunir a su alrededor un pequeño círculo de personas serviciales y comprensivas que la admiran, que son reclutadas para proporcionar a esta escritora cada vez más conocida llamada Patricia Highsmith la dosis justa de trato con otros seres humanos (y la suficiente ayuda con la compra, la costura, las mudanzas, la jardinería, la pintura de la casa, etc.) para poder seguir trabajando con relativa comodidad. Y cada vez que se muda y se vuelve a mudar (la de Moncourt es su cuarta casa en Francia en dos años y medio, todas ellas cerca de Fontainebleau y de sus amigos de Île-de-France), suma nuevos amigos y nuevos conocidos, y a cada uno de ellos le va contando menos sobre su vida interior y sobre su pasado. Además, mantiene el contacto con muchos de estos amigos, del presente y del pasado, mediante un torrente continuo de cartas y postales en las que incluye los detalles más triviales de su vida cotidiana e invitaciones a visitarla. Invitaciones que, como enseguida descubren los destinatarios de sus cartas, lo mejor es no aceptar. A Pat le gusta invitar a la gente a su casa, pero a
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menudo no se alegra mucho cuando vienen. El volumen de su correspondencia, que siempre fue su forma preferida de comunicación, es enorme. Si Pat es una ermitaña, es la ermitaña más sociable de la historia de la literatura. Las idas y venidas de Pat –sus traslados han sido casi tan extremos y diversos como sus estados de ánimo– se han venido sucediendo aproximadamente durante los últimos treinta años. Su búsqueda del silencio absoluto y la paz eterna a lo largo de toda su vida (condiciones que siempre acaban destruidas por su carácter intranquilo, que necesita, escribió, «la locura y la inestabilidad [...] que es también necesaria para mí y necesaria para mi creación»)18 la ha llevado a autoexiliarse una y otra vez: de Nueva York, de Pensilvania, de Estados Unidos, de Italia, de Inglaterra... De todas partes, en realidad. Durante todo ese proceso, ha seguido siendo una creadora enormemente prolífica. A lo que más se parece es a la trabajadora «pequeña locomotora que sí pudo».* Y así es como se ve a sí misma: como una persona que hace su trabajo contra viento y marea: «Unas palabras para los escritores jóvenes, que creen que los escritores mayores como yo somos tan famosos y tan diferentes de ellos. No somos diferentes en absoluto; somos exactamente iguales que otros escritores, simplemente trabajamos más.»19 Su pequeño tren de logros diarios, con un cargamento de temas para libros, artículos, comienzos de relatos, observaciones, descripciones –una idea por minuto, de hecho–, se mueve constantemente entre las terminales gemelas de su amor propio y sus depresiones, y llenar sus vagones la mantiene muy ocupada. Aun así, teme no estar haciendo lo suficiente. Cada entrevista que concede a la prensa está salpicada de quejas sobre cómo su precioso tiempo se le está escapando, con lo que normalmente consigue dar a entender que no hay pérdida de tiempo más horrible que la entrevista que está haciendo en ese preciso momento. Incluso cuando estaba en la universidad, el año en que deseaba poder ver a Shakespeare «en su estudio», a Pat le aterraba «perder» el tiempo: «¿Seis meses para llenar este cuaderno? Dios mío, ¡¿me estaré agotando?! ¿Me he quedado sin ideas?»20 Que Mary Patricia Highsmith, nacida en Texas y criada en Nueva York, haya acabado en un hameau en un pueblo residencial de Fran* Del clásico infantil estadounidense La pequeña locomotora que sí pudo, publicado en 1930 bajo el nombre de Watty Piper (seudónimo con el que la editorial Platt & Munk publicaba muchos de sus libros), con ilustraciones de Lois Lenski. La Pequeña Locomotora Azul (caracterizada como un personaje femenino) va tirando de un tren cargado de juguetes de Navidad por una montaña intransitable y, para darse ánimos, va repitiéndose a sí misma: «Creo que puedo, creo que puedo, creo que puedo.» La pequeña locomotora que sí pudo, leído por todos los niños de Estados Unidos y que todavía hoy se edita, es uno de los mejores libros de autoayuda que se han escrito.
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cia (un país cuya lengua normalmente se niega a hablar), calculando el número de golpes que serían necesarios para matar a los niños y –su versión de la justicia– contando de cuántas maneras los más pequeños pueden asesinar a los adultos, tiene tanto que ver con la ruptura de una relación sentimental mantenida de un lado a otro del Canal de la Mancha como con la predisposición natural de su imaginación. Así que viajemos en el tiempo (saltaremos ocho años hacia el pasado) y en el espacio (nos desplazaremos a Inglaterra) para visitar a Pat en una época en la que tenía, si no mejor humor, sí más esperanza, y en la que aún albergaba muchos sentimientos por la que fue la figura central de su vida. Que, en realidad, no es la mujer de quien dice estar enamorada.
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