DE ZANATERO
A DIPUTADO
DE ZANATERO A DIPUTADO
Autor: Eduardo Villagrรกn Acevedo.
© 2012 Bubok Publishing S.L. 1ª edition ISBN: DL: Printed in UK Printed by Bubok
Dedicatoria
Table of contents
Capítulo I EL RESENTIMIENTO
Brígido Villeda Guerra, vivía en la entrada de la pequeña aldea “El Remanso”. Era blanco, barbilampiño, de complexión débil y carácter violento, enfadado hasta con él mismo. Vivía renegando que los terrenos donde se iba fundando la aldea habían sido de su abuelo paterno, uno de los primeros comerciantes de origen mexicano, que por haber rescatado, de morir ahogado, al hijo del jefe político del departamento, cuando se bañaba en una posa del río que pasa por el centro de la aldea; en agradecimiento, el jefe político, le otorgó en propiedad toda la rivera del río, desde donde desemboca la quebrada del chisjá hasta la desembocadura de la quebrada seca, aproximadamente dos kilometro de largo, por setecientos metros de ancho a cada lado del río, que era por donde se hacía posible pasar con las bestias cargadas; lo cual había plasmado en un documento informal, en una hoja de papel retostado y transparente que podía leerse por los dos lados. Ese documento era lo único que conservaba de su abuelo. Estaba deteriorado de tanto mostrárselo a toda cuanta persona pasaba a solicitarle información sobre el camino que conducía a Honduras, o
bien, para solicitarle posada y pernoctar; aunque en época de invierno, le pedían posada para guardar las cargas, mientras bajaba la creciente del río y permitía pasar. Brígido, mostraba aquel documento que a nadie le llamaba la atención leer y luego procedía a relatar la historia del abuelo, la del papá y a lamentarse de vivir mal. Más o menos el relato que hacía era el siguiente: “El viejo güegüecho de mi abuelo, Vicente Villeda, a este lugar vino solito en el año de mil ochocientos ochenta y dos. Traía un tercio de ocho cántaros de barro llenos de naipes españoles, y juegos de dados para jugar chivo, los cuales vendería en Copan Ruinas y compraría puros para llevar de regreso a Cuernavaca, México. Vino solito porque a mi abuela la dejó en Cabañas junto con mi papá en un corral de vacas donde le permitieron estar. Esto porque le había caído gota en un pie y una gran calentura que no se le quitaba. Mi papá se quedó haciéndole remedios, estaba bien patojo, como de doce o trece años. Mi abuela murió a las dos semanas y mi papá tuvo que enterrarla a la orilla del camino envuelta en un petate que le regalaron. Después de que enterró a mi abuela se vino solito. Mi abuelo, después de que tuvo este documento ya no siguió para honduras, se quedó aquí chupando y mujereando. Cuando mi papá vino ya había vendido toda la mercadería y hasta los cántaros. Cuando mi papá le contó que se había muerto mi abuela, agarró la chupa de un hilo, casi tres meses. Dejó a mi papá recomendado con doña Carmen Bruno y se fue a seguir a una prostituta de Honduras, que según le contaron a mi papá estuvieron viviendo en la aldea Las Lajas, y en ese lugar, le dio leche de cocha y se puso enajenado durante un tiempo. Con los años regresó y con mi papá hicieron esta casa. Después mi papá se casó con mi mamá. Mi papá se llama o se llamaba Filadelfo Villeda, le decían “Lepo” mi mamá Margarita Guerra y le dicen “Yita”. El
viejo de mi abuelo seguía enamorado de la ramera hondureña. Un día se desapareció y ya no vino. A mi papá le contaron que lo habían visto que iba para Honduras a buscar a esa mujer que ya les conté. Como a los ocho días vino un hombre y le dijo a mi papá, que mi abuelo le había vendido un pedazo de terreno cuadrado, desde el palmo quemado hasta el palo de mazapán grande. Como a los tres días otro con la misma historia, y a los días otro y otro; las mejores vegas las fueron agarrando. Mi papá calculaba que eran mentiras de esos viejos mañosos. Cuando ya solo esta casa le estaba quedando, yo tenía cuatro años y Lepito estaba tiernito. Mi papá, pensando que mi abuelo pudiera dejarlo sin nada, decidió irse a buscarlo, y tampoco volvió… Yo tengo dieciséis años y Lepito, mi hermano, tiene trece. Yo no se si están vivos o muertos los dos,(mi papá y mi abuelo) si se juntaron o qué?. Un viejo chismoso, que pasó hace tiempos, me contó que él conoció a mi papá y que unos indios chicheros de allí por la frontera lo mataron a machetazos, a saber, porque otro viejo puñetero, que quería cantinearse a mi mamá, contó que tiene otra mujer en una aldea después de la frontera. Lepito y yo, que somos los herederos, que deberíamos de estar bien, estamos bien jodidos, ganando una babosada por ir a zanatear las milpas del viejo explotador de don Chayo. A mí, a veces me paga doce centavos por la semana; otras veces me da unos gajos de majunches en pago por mi trabajo y a Lepito le pagan regalándole un jarro de leche en las mañanas; de eso, mi mamá hace arroz con leche y va vender a los canteadores de piedras que están preparando el material para hacer el puente” Hasta ese punto, era aproximadamente, la historia que siempre repetía idéntica, haciendo las mismas pausas y ademanes…
Capítulo II LA DESESPERACIÓN
Brígido hablaba demasiado durante el día y hasta dormido repetía las mismas babosadas. Decía mi mamá: ─Por eso no engorda─. Cuando no pasaba gente, se sentaba enfrente de mi mamá o de mí, a contarnos lo mismo. Ya nos tenía hartos ─dijo Lepito─, a don Conrado, el caporal de los canteadores. Éste fue el hombre que se lo llevó a conocer la capital. Era tanta la desesperación de Lepito por no querer oír más a Brígido, que ya no quiso regresarse de la capital. Se quedó en la terminal de buses jalando bultos y acondicionando gente dentro de las camionetas por unos cuantos centavos que le propinaban. Dormía envuelto en un nylon grueso, entre los bultos de frutas y verduras. Después de varias semanas de andar colgado en las escaleras de las camionetas y bajarse corriendo del pescante con un billete de cincuenta centavos arrugado en la mano; un día, don Lupe, chofer con experiencia de una línea de camionetas que trasportaban de la capital a Jalapa; que por cierto, ya le había tomado cariño, le dijo: ─Mirá patojo, ¿por qué no te vas a trabajar con mi hermano, como ayudante de albañil, a la colonia “Los Álamos”, así ganás más y te quedás a dormir en la obra, aquí fácilmente te pasa algo. ¿Y cómo cuánto voy a ganar?, ─preguntó Lepito. ─A los ayudantes que ya saben algo del oficio, les pagan setenta y cinco
centavos diarios y a los que empiezan como vas ir vos, les pagan treinta y cinco; los “maishtros” que saben su trabajo ganan el sueldo mínimo, que es de dos quetzales con treinta centavos, si te animás, nos vamos ahorita y de una vez a trabajar.─A, pues, nos vamos. Aquel día, nublado y frío, con una llovizna cernida, a las siete de la mañana estábamos bajando del bus, a saber en donde. De la parada caminamos como cinco minutos y entramos a una casa cuyas paredes eran de lepas de pino. Era una sala grande como de ocho metros de largo y unos tres de ancho. En un rincón estaban dos señoras de avanzada edad torteando y otra haciendo comida, casi en el centro estaban unas mesas desnudas, donde estaban varios hombres comiendo. Don Lupe se acercó a la señora que estaba haciendo comida y le habló quedito, luego me dijo que me sentara enfrente de él, en otra mesa que tenía flojas las patas. La señora nos sirvió el desayuno a los dos y salió por una puerta en el costado opuesto al que entramos. A los poco minutos regresó y le dijo a don Lupe: ─dice que en cuanto terminen de comer, que lo lleve usted, que sí necesitan un ayudante, él no lo espera porque tiene que ir a abrir la bodega. Del comedor caminamos como doscientos metros y llegamos a la obra. Don Lupe, desde afuera de la construcción dio un grito; no distinguí que dijo pero salió el albañil y sin dejar de trabajar, dijo: ─ está bien, no tengás pena, aquí necesitamos un patojo chispudo. Don Lupe solo le dijo: ─Te lo recomiendo, es buen patojo, explícale que tiene que hacer. ─ Ay le pones ganas, ─dijo al momento que me miraba─ y luego se retiró.
A las doce del medio día, el albañil llamó a otro ayudante llamado Cristóbal Fuentes y le pidió que me dieran la comida en su casa. Cristóbal vivía a una cuadra de la obra. El domingo, que no trabajamos, me quedé solo en la obra. Aprovechando que no llegaría nadie, me puse la ropa tiesa de mezcla del albañil y lavé la única mudada que tenía. Increíble, pero el sudor impregnado soltaba un tufo agrio e insoportable. Esperaba con ansias que llegara el encargado y me pagara para ir a comprar siquiera otra camisa y una chamarra para taparme y mitigar el frío de las noches que me hacía temblar el cuerpo y tastaciar los dientes. Diez días de trabajo sin ver pago alguno. Por cierto, a Cristóbal, ya no le estaba cuadrando seguirme alimentando, porque de repente el encargado de la obra no me iba a aceptar, porque no tengo la edad, y podría causarle problemas con la ley. En esa época, los inspectores de trabajo deseaban hallar errores en el código laboral, para hacerse notar ante los empresarios que refutaban dicha ley… “El código de Trabajo dice que pueden trabajar los que tienen catorce años pero que tengan permiso” y éste, no tiene nada de eso; ─repetía Cristóbal a cada rato─, a manera que lo escuchara. Según mis cuentas, con lo que me tendrían que pagar; después de pagarle la comida a Cristóbal, me quedaría para comprarme una mudada nueva o un par se zapatos de trabajo, porque los que me había regalado don Conrado el día que me invitó a venir a la capital, ya se les habían hecho hoyos en la plantilla y en los lados. Fue el día de trabajo número doce cuando llegó el encargado de la obra y me dijo que no podía estar trabajando
en esa construcción y lo peor era que me estaba quedando a dormir en la misma; que mejor buscara otro trabajo. Aunque Cristóbal y el albañil, hermano del chofer que me había recomendado, intercedieron, el jefe de la obra no aceptó que me quedara, a puras súplicas me pagó veinticinco centavos diarios, justo lo que me alcanzaría para pagarle la comida a Cristóbal. Las lágrimas se me rodaron y me tuve que morder los labios para detener el temblor que me causaba la cólera. Me retiré sin decirles adiós a los compañeros de trabajo. Salí de la construcción sin ni un centavo en las bolsas. Empecé a caminar por una calle que no conocía. Tampoco sabía qué hacer ni para donde iba en ese momento.
Capítulo III UN ÁNGEL EN MI CAMINO
A mi mente llegó el resentimiento de Brígido, “Nosotros deberíamos estar bien, pero estamos bien jodidos, por culpa de mi abuelo”…Hasta dónde tendría culpa mi abuelo, no sé, porque mi papá tampoco hizo mayor cosa por nosotros. Igual que el abuelo, irresponsablemente nos dejó abandonados a la disposición de mi mamá. Por mala suerte, mi mamá también era hija de migrantes y también la habían dejado recomendada mientras sus padres regresaban de Honduras pero tampoco, jamás, supo de ellos… A la distancia se escuchaba un altoparlante que decía, ─ “Café superior, café superior, doñita salga a la puerta de su casa y compre café superior, el del mejor sabor”. ─ “Tome café superior, el café del mejor sabor”. La camioneta de color café oscuro, llena de golpes y peladuras, se iba acercando a mi encuentro; como a media cuadra de distancia, oí que dijo: ─Lepito, tomá café superior bien calientito─. ─Lepito, tomá café superior bien calientito─. Sorprendido de escuchar mi nombre, sobre mis ojos me coloqué en forma destendida la mano izquierda, a manera de visera, y abrí bien los ojos para conocer quien venía halando. Era Moisés Sandoval, hijo de Felícita Sandoval, paisano de la
aldea El Remanso, que se había ido con una tía y trabajaba en la fábrica de Café Superior. Me acerqué a la camioneta a saludar a Moy. Sentí un gran alivio cuando vi a alguien conocido. ¿Qué hacés aquí vos Lepito?, ─me dijo Moy─. Aquí como la gran diabla fijate, ─le respondí─ y luego le conté que había estado trabajando en esa colonia desde hace doce días y lo que me pagaron hoy apenas me alcanzó para pagar la comida. Al escuchar mi triste historia y observarme a saber que expresión, porque aún recuerdo que tuve que remachar los dientes para poder volver a seguir hablando. Moisés estiró su mano derecha hacia el sillón del copiloto, donde llevaba un canastillo tapado con una tela típica, estaba lleno de fichas de a dos, de a cinco y de a diez centavos, tomó lo que le cupo en la mano y me dio aquella puñada; luego me indicó que a dos cuadras de ahí estaba un mercadito donde vendían comida barata. Andá comé, y ahí mismo pasa una camioneta verde que tiene el número uno de color negro, esa te lleva a la terminal. No te vayás a montar en la uno con numero rojo porque esa te lleva para la zona ocho, ─dijo Moy. ─Yo no puedo llevarte en este traste porque si me mira el supervisor, me puede quitar el chance. Camino al lugar indicado, conté las fichas, tenía tres quetzales con treinta y cinco centavos. Era más que lo que me habían pagado por doce días de trabajo. Como decía mi mamá, ─”Dios no lo desampara a uno, siempre tiene a sus
ángeles trabajando”─, me quité la gorra y elevé mi mirada al cielo, en señal de agradecimiento al todo poderoso. Después de comprarme un aguacate de a tres centavos, dos centavos de arroz y dos bofes de coche que me dieron por cinco centavos, me senté a comer en una banca de cemento, cuando llegó Moisés con el supervisor a comer al mismo lugar. Moy me presentó con su supervisor y le contó que yo necesitaba trabajo. Don Leopoldo Barrios, así se llamaba el supervisor, me dijo que él podría recomendarme en una sastrería, ─ahí necesitan un patojo como vos para planchador y pagan regular; si tanteas hoy te llevo y de una vez te quedas trabajando. Hizo una pausa y luego dijo: ─Date un par de vueltas con Moisés y a las cuatro de la tarde que lleguen a la fábrica ahí voy a estar yo y te llevo. Es cerca de la fábrica, ─aseveró Moy─. Aquella aseveración, fue como que me hubiera dicho nos vamos estar viendo todos los días. En las vueltas que dimos en las calles llenas de baches y zanjas de aquella colonia, platicamos de todas las pobrezas de la gente de El Remanso, de lo explotador que eran don Chayo, don Daniel y don Adolfo, los que se habían quedado con las mejores vegas de mi abuelo. Moy, me preguntó por sus hermanos, especialmente por el más pequeño. Me manifestó que tenía la intención de traérselo para la capital para que estudiara, porque lo único que podría aprender en El Remanso sería, ser zanatero o cangrejero… En la puerta de la fábrica me estaba esperando don Leopoldo para llevarme a la sastrería. Arrancó su enorme
moto, tan grande y tan cómoda, solo para él e incómoda para un acompañante. Me senté en un silloncito que estaba sobre la lodera de la llanta trasera, como que me hubiera montado en las ancas de una bestia.
Capítulo IV EL TURCO
Al llegar al lugar, un viejo de origen turco nos recibió con tantas labias que me dio la impresión de ser buena gente. Después de que don Leopoldo me recomendó con él, me dio una llave oxidada que tenía un hoyo en la punta y me señaló un cuartucho estrecho, que más bien era un callejón recortado por unas tablas rústicas y llenas de mezcla, similares a las que me servían de cama en la obra de la colonia Los Álamos. Ese mismo día me invitó a café con pan, luego me ordenó que llenara unos barriles de agua. Con esta agua nos bañamos, lavamos la ropa y limpiamos los inodoros; ¡No tenés que desperdiciarla!, ─sentenció el viejo─. Ya entrada la noche me invitó a comer frijoles con huevos de coche. Con el hambre que llevaba no le hacía el feo a nada. El día siguiente, que sería mi primer día de trabajo, a las cuatro de la mañana el turco estaba como loco tocando en forma brusca la puerta del cuartucho. ─¡Levántate!, tenemos que lavar más de doce trajes que hay que entregar antes de las cuatro de la tarde y cuesta que se sequen. Hacía un frío exagerado que me calaba hasta los huesos. El Turco era más cascarrabias que Brígido. Cada vez
que lo escuchaba hablar, hacía de caso que estaba oyendo a mi hermano. ─Si no quise regresar a El Remanso, fue por no escuchar las letanías de mi hermano. ─Al parecer, creo que Dios me está castigando. Durante toda la semana me tocó lavar, tender la ropa en el sol y estarla cambiando de lugar para luego planchar e ir a entregar los trajes que ya estaban listos. El turco, solo me daba un pedazo de papel de libreta, donde escribía la dirección, y no le importaba si conocía o no. Yo me las espantaba preguntando a las personas que encontraba. Así transcurrió toda una semana comiendo de los mismos frijoles con huevos de coche, que ya ni sabor tenían pero muy buenos para inflarme el estomago de tantos gases. Esperaba el sábado para ver cuánto me pagaría el bendito viejo, que me regañaba como que fuera mi padre. En muchas ocasiones le había escuchado a Francisca Granados, decirles a sus hijos, cuando llegaban llorando: ─ Como a mí no me hacen caso, en la calle hallan tata─. Si mi mamá oyera las madreadas que me da este viejo, me diría lo mismo. El sábado temprano, como siempre, a las seis de la mañana me mandó a dejar unos trajes a una dirección que no existía. Por suerte, el dueño era un trabajador de la Tipografía Nacional y por eso era conocido en toda la colonia. En la tienda que pregunté me dijeron como llegar pero estaba como a cinco cuadras. Caminé siguiendo las señas dadas y cuando consideré que andaba cerca pregunté en otra tienda, justamente estaba enfrente y logré entregárselos. Para mi fortuna, el mismo señor me dio jalón
en su carro y me llevó de nuevo a la casa del turco, a quien le pagó dieciocho quetzales enfrente de mí. En ese momento estuve seguro que no me podría mentir diciendo que no tenía dinero para pagarme. Ese mismo sábado, mientras yo planchaba otros trajes, el viejo remendaba el forro de un saco. Serían como a las once de la mañana cuando fue a la tienda y compró una coca cola, solo para él, quizás para espantarse el hambre, se la iba tomando por sorbos muy pequeños. A mí me alimentaba la sed y el hambre ver su parsimonia para tomar la gaseosa y también su silencio. Vi el reloj de pared que tenía arriba de la puerta, en frente del planchador y era la una en punto del medio día. Desconecté la plancha y me acerqué para manifestarle que deseaba ir a pagarle unos centavos a un mi amigo. La intención era que él me pagara la semana. El viejo se hizo el desentendido y yo no tuve más que aguantarme. Después de un largo rato, me llamó para un cuarto similar al que yo ocupaba y me dijo; ─ Sentate y hacemos cuentas. Tenía en la mano izquierda un cartón liso, de los que traen las camisas nuevas y en la mano derecha un lapicero barato que juntaba un bodoque de tinta melcochosa en la punta. Empezó a hacer unos números grandes y deformes, luego levantó la mirada y me dijo: ─Con los gastos de la comida, el cuarto y el agua, todavía me restas un quetzal con cincuenta centavos. Luego continuó, ─La otra semana, si querés, comprás tu comida en otra parte─. Yo tenía demasiada hambre, a puros apretones de garganta lograba tragar saliva para engañar mis órganos. Cuando me dijo que todavía le quedaba a deber, ya no me fluyó ni una gota. Por instinto,
me toqué el bolsillo y me di cuenta que todavía tenía dos quetzales de los que me regaló Moy. ─Le pagué, le pagué lo que según sus cuentas le quedaría a deber y por puro orgullo, de una vez le dije que no volvería. Que no me esperara jamás. A las cuatro de la tarde que llegué a la fábrica a buscar a Moy para que me llevara al cine, le conté lo que me dijo el viejo. ¡Puercas Lepito, volviste a trabajar otra semana sin ganar!; ─expresó Moy─, haciendo una exhalación prolongada al mismo tiempo que se estiraba los colochos de su espesa cabellera con los dedos de la mano izquierda. Luego dijo: ─Mejor vámonos al cine a ver la película “Candelaria”. Al llegar al cine, mientras Moy compraba las entradas, me quedé viendo unas grandes mujeres desnudas, en las fotos que colgaban por todos lados sobre las paredes. Al entrar Moy me invitó a una bolsona de poporopos con sabor a margarina y una coca cola, que tanto deseaba. Eso fue mi almuerzo y mi cena a la vez. Al salir, Moisés me llevó a dormir al cuarto que ocupaba donde su tía. Otro día temprano fuimos a desayunar al mercadito de la colonia; Moy me invitó como siempre y se fue rápido a la fábrica de café. ─Si por caso no encontrás donde quedarte, en la tarde me buscás, y allí miramos como le hacemos para que te quedés otra vez en mi cuarto. ─Gracia Moy, le dije; y luego agregué: ─Lo que si te digo, es que para El Remanso, no vuelvo.
Capítulo V EL CORONEL
No tenía ningún pariente a quien buscar en la capital. Donde el Turco hay trabajo pero de gratis y todavía quedarle debiendo, no tiene cuenta, ─me dije hacia mi interior─. Salí a una calle donde pasaban bastantes carros, miré hacia todos lados y no sabía para donde dirigirme. En ese instante pasaba un comando del ejército lleno de soldados. Me vino a la mente, que ese sería un buen trabajo para no regresar con la cola entre la patas a El Remanso. Empecé a caminar en la dirección que llevaba el comando y me fui largo rato, pasé bajo puentes, crucé varias veces la calle de doble vía y seguí; pasé frente a unos arcos coloniales y seguí todavía más, hasta que encontré unos jardineros limpiando los arriates entre las calles, me acerqué para preguntarles cómo conseguir trabajo ahí con ellos. Uno que era más platicador, dejó de trabajar y se acercó hacia mí, sin verme la cara y afilando su colima, disimuladamente sin que se diera cuenta el caporal, me dijo: ─Aquí, Solo que tengás algún cuate en el sindicato de la muni te dan chance, si no, es de más. Recordé que Salomón Monroy, otro señor de El Remanso, cuando llegaba a pasear, para el día de todos los
santos y día de finados, siempre llegaba a quitarse el pelo a donde Manuel Sandoval, el hermano mayor de Moy. Ahí le escuché contar varias veces que trabajaba de encargado en la terminal de abastos pero, ¿cómo lo encontraría?. No sabía qué hacer. Luego el jardinero me dijo: ─Andate aquí recto, señalándome con la colima, ésta, es la avenida Reforma, no vayas a cruzar para ningún lado, cuando llegues al gancho, donde está el cine, seguís la curva para caer a la séptima avenida, de ahí se mira la municipalidad, entrá y pedí hablar con el secretario del sindicato, de repente te dan trabajo; uno nunca sabe cuál es su suerte. Hice lo que me indicó pero cuando observé a unos soldados a fuera del castillo que cuidaban; arriba de un portón negro se leía, GUARDIA DE HONOR, me arrimé al portón y le dije al soldado que cuidaba, que yo quería servir, que cómo se hacía para que me recibieran. “─Aquí no aceptan pachuques vos, respondió el soldadito, ─esperá que te agarren y vas a hacer tus seis meses a la montaña”. En ese momento se abrió el portón para que saliera un Jeep, de esos destapados; rápido el soldadito saludó al tipo que lo traía diciéndole “Mi Coronel”, el del jeep se me quedó viendo un rato. ─¿A quién buscás patojo?, me dijo. ─A nadie, le respondí. ─Busco trabajo pero no encuentro, “Coronel” agregué. ─Subite yo te voy a dar trabajo, me respondió. No me quedó más que subirme al Jeep y esperar lo que pasara… Eran como las diez de la mañana cuando paró el Jeep frente a una casa con una amplia verja y se bajo el coronel, ─Venite conmigo patojo, ─me dijo. De inmediato bajé del jeep y empecé a caminar detrás de él. Abrió la puerta y
entramos por una enorme sala llena de muebles, muchos títulos en las paredes y de cuadros de pinturas preciosas. Al salir por la otra puerta había un corredor en forma de media luna muy grande y un jardín lleno de plantas que adornaban. Cuando llegamos a la mitad de la media luna, entre la grama estaban encajados unos cuadros de cemento que hacían un camino que conducía a una cabaña muy bonita que estaba como a cincuenta metros. El coronel se desvió por ese camino, yo me quedé parado. ─Venite, dijo el coronel y yo le seguí hasta la cabaña. Tocó suave y salió una señora vestida con refajo, ─pase delante coronel, dijo la señora. ─¿Cómo está mi mamá?, preguntó el coronel. ─Está muy bien, manifestó ella al tiempo que salía de un cuartito una anciana como de setenta años. ─¡Trajiste al niño! dijo la señora. El coronel se rió y luego dijo: ─Sabía, que te ibas a confundir. ─Entonces ¿Quién es este?, preguntó nuevamente la anciana. ─El es el que va a quedarse aquí con ustedes, el que las va a cuidar; dijo nuevamente el coronel. ─¿Y cómo se llama?, preguntó nuevamente la anciana. ─¿Cómo te llamás?, me preguntó en vos baja el coronel. ─Filadelfo Villeda Guerra, para servirle, contesté en vos baja, también. ─Se llama Filadelfo, dijo el coronel, ahora en vos alta, al tiempo que me palmeaba la espalda. ─Disculpá que no te dije nada en todo el camino, sobre el trabajo, yo tenía la sensación que mi mamá te iba a confundir con un mi hijo que ahora vive en México, pero quería estar seguro, luego de una pausa, prosiguió; ─Tu trabajo aquí va a consistir en limpiar el jardín, podar la grama y desmochar los árboles.
También vas estar pendiente de recibir la comida que traen todos los días unos soldados. Vienen a las nueve, a las doce y a las cinco. ─Aquí te van a dar la comida a vos también, yo vengo cualquier rato y te explico que más vas ir haciendo. Se metió la mano a la bolsa del pantalón, sacó su cartera y luego extrajo un billete de veinte quetzales y me lo dio. ─Cualquier problema se lo comunicás a mi mamá o a la señora, ellas me pasan el norte. ─¿Está claro?, me preguntó el coronel. ─Sí señor, dije de inmediato, pero no tengo machete, le aclaré. ─Allí están, dijo el coronel, señalando una bodega que estaba a su izquierda. ─Gracias Señor, dije. Lo encaminé hasta la puerta de la calle y al nomás salir a donde estaba el jeep me sentenció: ─¡Cuidado con cometer errores porque te busco hasta debajo de las piedras y te mato!. “te mato, te mato, te mato”…Aquellas palabras resonaron mucho tiempo en mi memoria. El trabajo encomendado no era nada nuevo para mí, tomé una colima grande y una lima de tres cantos y le saqué buen filo y empecé a limpiar el jardín. Sentí fácil el trabajo que estaba haciendo, amontoné todo el monte y con una parigüela, que estaba en la bodega, lo fui a tirar a un lugar descampado para quemarlo. Poco rato había transcurrido cuando tocaron a la puerta, yo fui a abrir y era la comida que llevaban unos señores con uniforme caqui y con birrete, llevaron una especie de caja de vidrio bien cerrada, con varias cajitas del mismo material, bien ordenadas. La recibí, le firme una hoja que llevaba en una tabla y se fueron de inmediato. Yo se las llevé a las señoras de la cabaña. Ella se me quedaba viendo de pies a cabeza y yo no sabía que
decirle. Luego ella rompió el hielo y dijo: ─No se por qué Ángel quiere confundirme, me dice que te llamás Filadelfo, como que yo no te hubiera criado, si te conozco como la palma de mi mano. ─ No sabía que decirle, cuando terció la señora de refajo, ─Si, don coronel dice que se llama Filandelfio, Filandelfio se llama, y no lo es su nieto. La señora no comía por seguirme viendo y yo no sabía como empezar a comer, me sentía maneado al ver tanto instrumento, tantos platos y vasos en aquella mesa. ─¡Comé, sin vergüenza!, me dijo al momento que se reía, tomá caldo primero y luego te servís carne y verdura. Seguí las indicaciones que la doña me dio, estaba lleno de nervios. Tenía tanta hambre que me hubiera comido unas seis tortillas, pero el nerviosismo me impedía y solo me comí dos con el tazón de caldo y un pedacito de carne, bien suave, mientras la señora se levantó y se dirigió al teléfono, tardó esperando que le contestaran y luego, en tono de enojo dijo: ─¿Por qué permitís que Ángel lo ponga a trabajar y que lo saque en esas fachas?. Hizo una larga pausa y volvió a expresar en tono más fuerte. ─Si lo vieras con la ropa que anda. Hizo otra larga pausa y de repente volvió la mirada dirigiéndose hacia mí. Yo bajé la mirada y no sabía si levantarme de la mesa o esperarla que llegara a comer. Como que me hubiera leído el pensamiento, con la mano izquierda tapó el auricular del teléfono, mientras seguía escuchando, me dijo: ─¡Ahí me esperás hasta que yo coma! Yo no contesté, temiendo interrumpirle su conversación. La señora del refajo me regaló una sonrisa dulce y una mirada
llena de malicia. Me sentí más confundido todavía. El tono fuerte de la anciana me hizo reaccionar cuando dijo: ─¡Te espero aquí a las cuatro!. Se sentó, saboreó la comida y luego dirigiéndose a mí, dijo: ─Va a venir tu mamá a las cuatro de la tarde, tengo que decirle muchas cosas. ─Usted está equivocada, logré decir, cuando ella me interrumpió. ─ ¡Sos, igualito a tu papá!. ─No señora, mi mamá vive bien lejos de aquí, vive en El Remanso, ─¡Qué remanso, ni que ocho cuartos!, andá, báñate y te cambiás!. Yo clavé mi mirada en la señora de refajo, esperando que terciara. Me sentía incómodo. Pensé que no iba a tardar en aquel trabajo que estaba tan fácil. La señora de refajo comprendió mi mirada y, para salvarme, fingió escuchar que tocaban en la puerta de la entrada de la casa. ─Allá lo tocan, dijo, dirigiéndose a mi persona. Yo también le entendí y aproveché para salir de aquella situación. Caminé hasta la el corredor y esperé que llegara la señora para que me diera alguna idea de que hacer. Los diez o quince minutos que tardó en llegar, para mí fueron larguísimos. Me llevaba una mudada bien almidonada y unos mocasines bien lustrados. Se veían bastante grandes los mocasines. ─Báñese y se lo cambia, y se va para allá con ella, porque se me puede enfermar y a mí me lo va a regañar el coronel, manifestó la doña. ─Yo no sé qué hacer, porque ella me está confundiendo y si se enferma, el coronel a mí me puede echar la culpa; le dije. ─Usté no cometió error joven, fue él, por trerlo. ─Sí, pero cuando se fue, me dijo que cuidado con cometer un error
porque me mataba, le manifesté con preocupación. ─El es muy buena, nomás dice las cosas, pero no los hace. Aquellas palabras me tranquilizaron bastante. ─Báñese, y se lo cambia, y se va con ella porque ya va a venir su mujer que fue del coronel. Hizo una pausa y luego prosiguió: ─Voy a llamar al coronel para que venga y lo clare todo. A la par de la bodega estaba el cuarto donde me hospedaría. Estaba la cama forrada con un poncho grueso de pelos de oveja, a la par, un gavetero de madera fina sin barnizar con espejo en la parte superior. En la esquina opuesta una puerta angosta que pasaba rosando la tasa del inodoro y después estaba la regadera, las paredes estaban forradas de azulejos y a la altura de mi hombro había un recoveco donde estaba un jabón. Cerré la puerta con llave y me quité los zapatos, apestaban como a guapinol podrido. Era un tufo fuerte pero sentí deseos de volver a olfatear. Vi mis zapatos y los comparé con los mocasines. Sentí alegría de cambiar de zapatos, pero también pensé que para trabajar tenía que seguir usando los zapatos viejos. Pensé en medírmelos pero calculé que el tufo a guapinol podrido les quedaría; olí una mocasín y le sentí olor a suela nueva. Luego terminé de desvestirme y entré a bañarme. Tengo que confesar que llevaba cinco días de no bañarme. Donde el turco solo me bañé una vez. Me sentía grueso de mugre y de las axilas me salía olor a sábila recién cortada. Añoraba un paxte, de los largos, que se daban en los patios de las casas de El Remanso, para restregarme la espalda. Al vestirme noté que el pantalón me quedaba corto y la camisa me quedaba ancha, pero que rico olía la yuquía.
Sentía que me asentaba muy bien el cuello grueso y brilloso. Me peiné con los dedos porque no cargaba peine. Nunca lo hacía porque la gorra me cubría aquella necesidad. Por primera vez tenía la oportunidad de verme en un espejo grande. Aunque el Turco tenía varios, nunca pude verme tranquilo porque siempre que entraba a un cuarto el viejo me vigilaba, era de aquellas personas que desconfían hasta de su sombra. Me hice el complejo de simpático, para ver por el lado positivo el problema que tendría que afrontar esa tarde y pensé: ─Si la viejita me está confundiendo con su nieto, quiere decir que por lo menos no soy tan feo. Al ponerme los mocasines, cambió mi optimismo porque se me veían saltados los tobillos fuera de los mocasines. Me quité de inmediato el pantalón y con los dientes logré cortar un hilo macizo que sostenía el ruedo de las mangas. Salí y me dirigí a la sala de entrada. Sentía que no podía caminar bien con los mocasines. ─Si Pacheco me hubiera visto, me hubiera dicho que parezco perico caminando en comal caliente (Pacheco era un hombre que no tenía familia y gozaba haciendo chiste de cualquier cosa y poniendo apodos a todos los vecinos de El Remanso). Me senté en un sillón elegante que estaba en la sala y no hallaba como poner los pies; me sentaba recto para que las mangas del pantalón me cubrieran los tobillos, cuando sentía me recostaba y estiraba las pierna, entonces me miraba los tobillos como nudos de ocote y volvía a sentarme recto. Sin sentir nuevamente me recostaba y me estiraba, entonces pensé en pararme a observar los cuadros y títulos que estaban en la pared. En ese momento supe como se llamaba el coronel.
En el título decía, Coronel de Infantería D.E.M. Ángel Abelino Zapeta Solís. Hay varias plaquetas y fotos donde le están colocando medallas en Méxco, en Haití , en Panamá y en Colombia. Está una pintura muy bonita donde el coronel va montado en un hermoso caballo prieto, saludando a mucha gente que está a la orilla de la calle. También hay un retrato del casamiento del coronel con una mujer muy elegante. A la par otro retrato grande de la novia mostrando una sonrisa que hace que a uno le broten ganas de besarla. En ese retrato me detuve bastante rato, tuve la idea de que en cualquier momento, esa señora del retrato, tocaría la puerta, cuando viniera a platicar con la mamá del coronel. Volví a sentarme cuando llegó la señora de refajo y me dijo que me fuera con la mamá del coronel, que ella iba a esperar la comida. Accedí de inmediato y empecé a caminar, luego la señora me dijo en vos baja: ─ella no está bien de su cabeza, usted no le contesta nada, sólo estese ahí con ella, ya llega yo. Pensaba y repensaba para tocar la puerta, todavía pensé en regresarme para el cuarto donde iba a dormir, cuando una vos bien emocionada me dijo: Entrá Angelito, vení tomá café conmigo. Entré viéndome los pies, presentía que ella sería lo primero que vería, pero ella no me quitó la mirada de la cara; se me acercó y me hizo una caricia en el cachete, deslizando su mano por mi barbilla. Se me quedaba viendo con tanta ternura que no sabía cómo comportarme. Nunca, nadie, me había hecho una caricia como esa. Luego me tomó del brazo y se fue conmigo a sentarse a la mesa, me sirvió la tasa de café y destapó unos panes grandes que estaban envueltos en una servilleta fina y bien limpia. El aroma del
café era delicioso, el olor del pan también. Me seguía observando, y yo me sentía incómodo, mojé el pan en el café y me llevaba el bocado cuando me aproximaba el pan a la boca, ella, con una risa agradable que le entrecortaba las palabras, me dijo: ─¡Qué modales son- esos- Angelito!. Yo me puse nervioso y el pedazo de pan, chapunguió en el café y me salpicó la camisa. Me reí con ella y traté de tomarme un trago de café. Ella siguió con un ataque de risa que hasta las lágrimas se le salieron. Se levantó, fue a un mueble de vidrio que estaba pegado a la pared y trajo unas servilletas bien suaves y se limpió las lágrimas y de una vez me limpió donde el café me había salpicado, tomó otra y me limpió el sudor que me brotaba en la frente, en parte, por el café y más por lo nervioso que me puse cuando se me cayó el pedazo de pan. Ella se sirvió su café y partió un pedazo pequeño de pan. Ahora yo la observaba. Ella no mojaba el pan en el café, mordía el pan, lo masticaba y hasta que se lo había tragado tomaba un sorbo de café. Ya entrada la noche vi a través de la venta de vidrio como se prendieron las luces de las lámparas de los postes que estaban pegados al muro que circulaba el terreno de la casa. Yo tenía deseos de preguntarle cómo se llamaba pero suponía que metería las patas, porque podría enojarse. Empezó a contarme una historia de cuando ella era maestra y daba clases en una escuela primaria en el municipio de Mixco, que muchas veces se llevaba al coronel a recibir clases con sus alumnos pero que Ángel, se salía de la clase y se iba a tomarse el café que ella llevaba en un termo. ─¡Buenas noches!, interrumpieron varias voces en coro.
Entrando de inmediato dos señoras muy bien arregladas y un hombre parecido al coronel. Se trataba de la ex esposa del coronel y un hermano del coronel con su esposa. ─¿Como está doña Marta?, decían, al tiempo que le daba un beso en la mejía. ─Aquí feliz, respondió ella. El hermano del coronel me extendió la mano al tiempo que me decía su nombre. Yo estaba más nervioso que nunca. No se me quedó el nombre, creo que ni lo escuche. No sé si sonreía o solo pelaba los dientes para fingir que compartía la alegría de aquellas personas. No sabía que decir o que hacer, jamás había tenido la oportunidad de estar en una reunión familiar y ni siquiera de platicar con personas de clase social como la de ellas. El hermano del coronel me indicó que saliéramos de aquella habitación. A mí no me quedaba más que obedecer. Caminamos por la vereda y luego por el corredor, hasta llegar frente al cuarto donde me quedaría. Rodeamos el cuarto y luego subimos a un bordo que se miraba como volcán en miniatura. Desde ahí me señaló todo lo que abarcaba el terreno. Me indicó que cuando por las noches oyera ruido, debería subir de inmediato a ese lugar, donde ahora estábamos parados y que desde ahí podría controlar todo. Me comentó que en dos ocasiones se habían metido a robar, lo habían hecho por los palos de encino que estaban al fondo del terreno y que no habían encontrado quien se subiera a cortarles las ramas. ─La preocupación que mi hermano y yo mantenemos es que estas dos mujeres estén solas en este gran terreno dijo. ─Te suplico que estés al pendiente de ellas y que cualquier cosa, vos tomes decisiones como que fuera tu familia, nosotros te
lo vamos a agradecer. Por cierto, tenés que tenerle mucha paciencia a mi mamá; ya me contaron que te está confundiendo con Angelito, el hijo de Ángel, seguile el rumbo, lo más que puede hacer, es regañarte como que fueras niño, volvió a decirme en un tono bastante suave. Caminamos hacia el cuarto donde yo dormiría, y como todo conocedor del lugar, después de encender la luz tomó una llavecita que estaba colgada en la pared y abrió la primer gaveta de arriba del gavetero y luego sacó una pistola, que dijo era una treinta y ocho largo. ─Ya la había visto? preguntó al momento que la levantaba. ─No, no sabía que estaba ahí, respondí. ─¿Sabes usarlas?, preguntó. ─No, le respondí, nunca las he tocado, solo las he visto. Le sacó los tiros que tenía en el tambor y se los echó a la bolsa del pantalón, luego tomó una cajita de plástico que estaba llena de más tiros y también se los echó a la misma bolsa. Volvió a colocar la pistola en el mismo lugar y me dijo: ─Un día de estos va a venir Ángel y te va a enseñar a usarla. Aquella noticia me agradó enormemente, no se por qué pero me sentí emocionado de solo saber que usaría una arma. Antes de cerrar la gaveta, sacó un objeto parecido a una toronja y me lo dio: ─esto va a ser tu compañía todas las noches, dijo. Cuando cerró la gaveta y le echó llave. Tenía un agarradero como de cubeta. ─¿Sabes qué es?, preguntó. En ese momento le encontré un suich, se lo moví y dio luz. ─Es un foco, le dije. Se me quedó viendo y luego preguntó, ─¿Solo eso?. Seguí observándolo y no encontré nada más. ─Sí, le respondí. Entonces lo tomó él y encendió el radio. Tenía otro botoncito y una ruedita para buscar las emisoras.
─Aquí quedate, descansá y mañana chapiás la grama; cuando termines de hacer alguna cosa, para que no pasés aburrido recogé las hojas del encino que te señalé y las hechas a la fosa que está por donde están las matas de banano, no las vayas a quemar. ─Está bien, gracias por todo, le respondí. Al día siguiente desperté pensando,(38 larga); no, dijo calibre 38 largo, en eso estaba cuando, la señora del refajo me llevó el desayuno al cuarto, al parecer las cosas cambiaron, sin decirme por qué ni para qué, ─Hay deja los trastes aquí, yo los lleva cuando le traiga el almuerzo, me indicó. Por mi parte, sentía ganas de preguntarle que había pasado, pero temía que la podía poner en apuros porque quizás ni ella sabía las razones. Transcurrió una semana, las cosas estuvieron tranquilas. Yo me daba por pagado con el billete de veinte quetzales que me dio el coronel el día que me llevó. Ahora la duda que me invadía era si iba a tener un día libre para poder salir a pasear. No me atrevía a preguntarle a la señora de refajo si podría ir a visitar a doña Marta. Sentía ganas de platicar con alguien. Mi única compañía era el radio que me dio el hermano del coronel. Hubo noches enteras que se me hicieron eternas, casi amanecía escuchando Radio Siros o la TGW. El trabajo que hacía era fácil, no me cansaba y hacía bastante. El monte era suave para cortarlo. Un día fui a recoger las hojas del árbol de encino con un rastrillo y las eché en la fosa. Observé que unas ramas grandes estaban rajadas y con un buen viento podrían caer sobre el tapial que servía de cerco. Decidí que le botaría las ramas. Después de
haber almorzado afilé el hacha que encontré en la bodega y fui a cortar las ramas y luego las convertí en leña y tiré las hojas a la fosa nuevamente. El ruido de los hachazos hacían eco en la distancia y doña Marta al escucharlos divisó por la ventana de su cabaña y de inmediato puso en alerta al coronel quien en poco rato llegó a platicar conmigo. Fue hasta entonces que logré verle, le expliqué el motivo por el que había cortado las ramas. A él le agradó que hubiera tomado decisiones solo, me felicitó y me pidió que visitara a doña Marta por las tardes. Aproveché para preguntarle que qué día podía tomar para ir a ver patojas. Se sonrió, y luego me preguntó: ─¿cuánto años tenés?. ─Trece y ando en catorce, le respondí. ─El sábado por la tarde voy a venir por vos y vamos a ir a ver patojas. A mi me palpitó el corazón de alegría. ─Está bueno, le respondí. ─Ese día te voy a pagar tu quincena de una vez. ─No hay pena, todavía tengo el billete de a veinte que me dio aquel día, le respondí. El solo se sonrió y se fue.
Capítulo VI LA GOMA DEL CORONEL
El resto de la semana se me hizo largo. Pero llegó el sábado y cabal, a las nueve treinta de la mañana, estaba el coronel bocinado en la puerta de la casa. Cuando salí a abrir, ni siquiera se bajó del carro. ─Cerrá la puerta, ¡veníte!, me dijo. Yo obedecí y me subí en aquel carrón oscuro, de apariencia humilde por fuera, que no llamaba la atención de nadie pero cuando íbamos por la cuesta de Villa Lobos aquel carrón en vez de desmayar tomaba más velocidad que cualquier cualquier carro nuevo. Me sentía importante a la par del coronel. Cuando íbamos llegando al trébol, se desvió hacia la derecha dimos media vuelta y pasamos por debajo del puente. A poca distancia se desvió a la derecha nuevamente y tomó la calzada San Juan. Entonces me preguntó si conocía para donde íbamos. Le respondí que no. Llegamos a la cebichería “El Calamar”, parqueó el carro y entramos. Nos sentamos en unos sillones de lujo y de inmediato llegó una jovencita bien atractiva a atendernos. Saludó al coronel y le preguntó que le servía.─Dos cervezas y dos cebiches grandes de Concha, le indicó.
Yo jamás había probado ninguna de las dos cosas. Pensaba y repensaba como hacía para decirle que no quería. Pero si estaba dedicando ese día a andar conmigo, sonaría como a mal agradecido decirle que no quería. Primero llevaron dos cervezas bien heladas, se podía observar sobre el embase la escacha de hielo. El coronel hizo una expresión de satisfacción al ver las cervezas, tomó la que le pusieron más cerca, ─¡Salud!, dijo topando la boca de la botella que el tomó con la que me correspondía a mí. Yo no sabía que era eso y no contesté nada. De un solo tesón se la acabó; de inmediato, involuntariamente los gases del estomago se hicieron aflorar mediante un largo eructo. ─Ya la necesitaba, manifestó. ─Ando con una goma horrible, añadió. Yo temía que no me gustaría la cerveza pero la forma en que se la tomó el coronel me motivó y me la empiné, casi me tomé la mitad y también la sentí sabrosa. ─Sos cabrón para tomar, ya habías tomado antes verdad?, me dijo. ─No, es la primera vez, le respondí. ─Entonces tomátelas despacio, me indicó. Como que lo hubieran estado vigilando, de inmediato llegó nuevamente la misma señorita y le sirvió otra cerveza en un vaso de barro bien helado. Esta vez ya no se la tomó tan rápido, cada trago lo saboreaba con gran deleite que a mí me seguía motivando y me tomé el resto de mi cerveza. Cuando la mesera nos llevó los cebiches, también llevaron un traste con bastante limón y por aparte otro recipiente con chile, un bote plástico con salsa dulce y unos paquetitos de galletas. El cebiche parecía lodo chuco pero el olor a hierbabuena y cebolla se me hacían familiar. Después de observar como lo preparó el coronel con limón, chile y
salsa dulce, hice lo mismo con el mío y probé la primera cucharada. ─¿Qué tal?, interrogó el coronel. ─Se ve asqueroso, pero tiene buen sabor, le respondí. Mi expresión le causó mucha risa. Al tiempo que se comía el cebiche le brotaban enorme cantidad de gotas de sudor en toda la frente. Hizo una señal con los dedos índice y medio de la mano derecha y la mesera de inmediato llevó otras dos cervezas. ─¿Qué tal el cebiche?, preguntó ella. Soltó la carcajada y se dirigió a mí. ─Decile igual como me dijiste a mí, dijo el coronel. Yo solo sonreí con la mesera y luego el coronel dijo: ─Dice el patojo que se ve feo pero que es rico, y siguió riendo solo. Luego volvió a decir: ─Éste, como que te vio el culo. No pudo parar la risa. La mesera se puso seria y dirigiéndose al coronel, expresó: ─El hecho de que sea coronel no le da ninguna potestad de burlarse de mí. Podré ser mesera pero honrada, no la mierda que usted cree, tampoco soy igual que usted, chafarote ¡hijo de la gran púta!. Tiró un trapo mojado sobre la mesa y se fue a la cocina. Al coronel se le fue la risa, el rostro le cambió y el sudor se hizo visible en su camisa. Se terminó el cebiche y repitió la acción de la primera cerveza. ─Tomate la tuya, me ordenó y se levantó, se encaminó al baño y al rato regresó con el pelo mojado. Se aproximó a la barra y preguntó cuanto debía. Un viejo pelón limpiándose las manos en la gabacha salió de la cocina y como todo propietario de restaurante, hacía una y otra reverencia al coronel. ─Aquí no me debe nada coronel, es un placer atenderle, disculpe el incidente, pero no volverá a suceder coronel, esta patoja es nueva, disculpela
coronel. ─¿quiere otro cebiche?, yo se lo sirvo coronel; aquí usted es bien venido siempre, cuando quiera venga coronel. De tantas labias del dueño, hasta yo sentí repugnancia por todas las disculpas sin razón. El coronel no le contestó, le tiró unos billetes en las patas cuando salíamos y nos dirigimos al carro. Al momento de arrancar el carro, hizo rugir el motor acelerándolo, salió con mucha violencia y nos condujimos nuevamente por la calzada San Juan dirigiéndonos hacia la colonia primero de julio. Llegamos a una casa color azul oscuro, sobre la puerta un letrero donde se leía, “Bar La Tortuga”. Nos bajamos y entramos levantando una cortina color mostaza de tela muy gruesa, adentro era una sala bastante amplia como de unos ocho metros de ancho y un poco más de largo. Habían pocas mesas desocupadas y bastantes ocupadas. En un rincón, en un sillón de cuerina color café, estaban seis mujeres, unas bien pintadas y otras arreglándose; daban la impresión que acababan de levantarse. El coronel entró alegre, ya se le había olvidado el incidente de la cebichería, se fue directo a donde estaban esas mujeres, yo le seguí pero justo antes de llegar donde ellas estaban me detuve; abrazó dos, una con cada brazo y se las trajo hacia donde yo estaba parado. ─¿Cuál te gusta más?, me preguntó. Yo miraba a las dos y luego le señale a las más blanca con pelo rizado. Vi que él le dijo algo al oído y ella sonrió, me abrazó y me llevo hacia un cuarto pequeño. Lo único visible dentro del cuarto era una cama pequeña y un volcán de ropas desordenadas.
Cuando salí, como a los quince minutos, el coronel no estaba. Regresé al cuarto de la dama que se había acostado conmigo y le pregunté si el coronel le había dicho algo especial cuando le habló al oído. ─ Me recomendó que te tratara bien, como lo hice, que él me pagaría. ─Pero el no está, le dije un poco preocupado. ─No tengas pena, ya va regresar, siempre se lleva a la morena por una hora y luego la trae y sigue chupando. Aquella explicación me tranquilizó y fui a sentarme a un sillón donde casi me hundí. Pasado un largo rato salió bien bañada la dama que se había acostado conmigo y me llevó una cerveza con un jugo. A decir verdad, yo tenía mucha sed, estaba nervioso porque el coronel no llegaba. Ella se tomó un buen trago y luego vertió parte del jugo en la cerveza y me dijo que me la tomara. Me la terminé de dos tragos, ahora la sentí más dulce. Volvió a llegar la dama y me llevó otra cerveza. Y me dejó solo mientras fue a preparar unas enchiladas para bocas. Ahora la cerveza me la fui tomando más despacio. Las enchiladas que me llevó me cayeron justo a tiempo, porque tenía hambre, y las cervezas empezaban a embolarme. Le pregunté a la dama que como cuánto debía hasta ese momento. ─Son dieciocho quetzales, me indicó. Recordé que tenía el billete de veinte quetzales en la bolsa se lo di a ella. Salí a la calle y di un par de vueltas a la cuadra esperando que llegara el carro del coronel y que con el aire se me pasara la bolina. Como a las dos de la tarde apareció el coronel y entró presuroso al bar. Yo lo estaba observando desde el otro lado de la calle, poco tardó dentro y de inmediato salió con una escuadra en la mano y otra en la cintura y veía para todos
lados, entonces me acerqué al carro y cuando me vio se puso muy contento y llegó a abrazarme. ─¡Subíte, vámonos!, y de nuevo fue a dejarme a Villanueva. En el sillón de atrás iba, más dormida que despierta la morena, la prostituta que el se había llevado. Me dejó afuera de la casa, no se bajó, sólo sacó una llave de la guantera del carro y me la dio. ─Vengo cualquier rato, me dijo y se fue. Entré y directamente me fui al cuarto. Me bañe para que me pasara la media bolina que llevaba. Luego me acosté pensando que para la hora de la cena ya estuviera bueno. Cuando desperté, tenía bastante hambre y un poco e sed. Empecé a ubicar donde estaba. Por un momento pensé que estaba en el bar con la dama pero al tocar a los lados no había nadie. Me senté en la cama, todavía sentía cierto grado de bolina, luego me paré y ubiqué la ventana y el gavetero. Recordé que el coronel me había llevado a Villanueva, al parecer ya todos dormían. Busque el radio y lo encendí esperando oír la hora pero estaban transmitiendo un partido entre Comunicaciones y el equipo del ingenio palo gordo. Me puse los zapatos y salí al corredor para ver si estaban despiertas las señoras. Cuando prendí la luz del corredor vi que en una silla perezosa estaba una canasta tapada con una servilleta y a la par una cafetera. Destapé lo que había en la canasta y era mi cena. Estaba fría y el café también, pero era lo que había y me comí todo. Escuché radio un rato y luego me acosté nuevamente.
Capítulo VII MI PRIMER SALARIO
Transcurrieron varios días. Yo esperaba que el próximo sábado llegara el coronel para salir otra vez. No podía borrar de mi mente a la dama del bar y por supuesto tenía presente el sabor de las cervezas. Un martes por la tarde apareció el coronel en una camioneta oscura. No se si era corinta o café oscuro, el color daba la apariencia de caja de muerto. Yo estaba abonando unos rosales del jardín cuando pasó apurado para la cabaña de la mamá y me dijo: ─Alistate, vas a ir a hacer un mandado conmigo. Yo aguardé los instrumentos que estaba usando, medio me lavé la cara, me cambie camisa y me puse los mocasines y me peiné con los dedos y cuando salí de mi cuarto el coronel ya estaba afuera esperándome. ─Subite, me ordenó, y yo de inmediato subí por la puerta del copiloto. Atrás de los sillones había una maya doble. ─Ponete esto, me indicó al momento que me daba un camisa verde olivo y una gorra del mimos color. Obedientemente, hice lo que me indicó. ─¿Ya has disparado alguna vez?, me preguntó. ─No,
le respondí. ─Abrí la guantera, me volvió ordenar. La abrí y vi que habían tres escuadras con sus tolvas; eran parecidas, casi idénticas, lo único que las diferenciaba eran los adornos que tenían en las cachas. ─Sacá una y le pones la tolva. Lo hice, me la pidió y teniendo el timón con las muñecas, la rastrilló y le puso seguro.- Ponétela en la cintura. Yo me sentí alegre, me sentía un héroe; ni siquiera me había percatado por donde íbamos, por ir imaginando como nos enfrentaríamos a los malos; de repente observé un lago. Mi inocencia, al quedarme viendo el lago la captó el coronel. ─¿Ya conocías el lago de Amatitlán?. ─No, respondí de inmediato y seguía viendo las lanchas que surcaban a medio lago. Viajamos bastante rato, creo que ya habíamos rodeado más de la mitad del lago cuando se detuvo frente a una puerta de trancas. ─Bajate y quitás las trancas. Deseando quedar bien con él, hacía todo de inmediato. Observé que no era el mismo coronel alegre que había andado conmigo el día que fuimos a chupar. ─Dejá abierto, dijo con voz más fuerte. Obedecí y volví a subirme a la camioneta. Pude ver hacia la parte de atrás de la camioneta a través de la maya y observé a dos hombres de cuclillas amarrados hacia un tubo que tenía la camioneta en la parte superior. Traían vendados los ojos y la boca tapada. La camioneta se zangoloteaba a medida que íbamos ascendiendo por un bosque. Por donde íbamos no era carretera sino una especia de camino de bueyes con muchas zanjas, producto de los deslaves que causa el invierno. Llegando a la cumbre, habían dos árboles separados por unos cuatro metros. La sima era receca, a diferencia del
verde esperanza de sus laderas . Dio la vuelta y colocó la puerta de atrás de la camioneta casi topada a uno de los árboles. Sin apagar el motor, me ordenó que bajara y él también lo hizo. Ambos nos encontramos frente a la puerta trasera. Sacó su escuadra y la rastrilló. Me hizo señas de que le diera la que yo llevaba en la cintura. Sin decirme nada, al tomarla, le movió nuevamente el seguro y me la devolvió. Se paró con un pie adelante y apuntó hacia otro árbol que estaba como a treinta metros de distancia y disparó tres tiros que pegaron en el tronco del árbol. ─¿Te fijaste bien?. ─Si, le respondí. ─Dale pues. Disparé como seis balas sin sentir y ni uno pegó en el árbol. Sin decirme nada, el coronel abrió la puerta de la camioneta, entró y soltó a uno de los hombres y se lo trajo jalado, lo paró pegado al árbol y lo amarró con un lazo grueso que sacó de la camioneta, luego regresó e hizo lo mismos con el otro hombre. Ellos solo pujaban tratando de vociferar pero no se les entendía nada. ─Son tuyos, te espero en la puerta de trancas, dijo en forma apurada subiéndose a la camioneta y se fue. Realmente, no le entendí el mensaje porque no me dio explicaciones claras. Yo estaba como a un metros de uno de los amarrados y no sabía que hacer. Pensé en quitarle la venda al que tenía más cerca, que por cierto era el más joven, y preguntarle por qué el coronel los había traído hasta aquí, pero también pensé en bajar a preguntarle al coronel sobre ¿qué debía entender? cuando me dijo son tuyos. Tal vez quiso decirme que los matara o quizás, que los suelte para que se vayan.
Empecé a caminar hacia abajo para ir a preguntarle al coronel qué debería hacer. Ya había bajado como unos trescientos metros cuando algo se me vino a la mente, la maldición del asesino repicó en mi mente y paré. Titubeé, estuve indeciso un instante. ─Si el me dio esta escuadra y me enseñó como dispararla, es para que los mate. Sin pensarlo di la vuelta y corrí de regreso a donde estaban. El instinto de sobrevivencia les había indicado que se habían quedado solos. Estaban tratando de soltarse. Llegué tan cerca del más viejo que pude sentir el olor de sus orines recién salidos de la vejiga. Le solté el pañuelo de la boca y pude observar que tenía los labios resecos, trataba de humedecérselos con la lengua pero esta se le pegaba en los labios y en los ángulos de la boca se le formaba unas pequeñas bolas de espuma seca. No sabía que decirle cuando él con una vos temblorosa imploró: ─No, nos mate, no debemos nada, se que ustedes solo reciben órdenes y no investigan, pero deberían de hacerlo, nosotros no tenemos la culpa de ser indios, déjenos ir, se lo suplico. La vos se le quebró y ya no le entendí lo que decía, supuse que estaba suplicándole a Dios. Me dio lástima y también se me encogió el mentón y se me salieron las lágrimas. Nuevamente empecé a caminar hacia abajo. Me sentía hecho desgracia en mi interior. No tenía razones para matarlos. No me debían nada ni siquiera sabía quienes eran. Me di cuenta que yo también tenia seca la boca cuando traté de humedecerme los labios, la lengua se me pegó en el paladar y me dio miedo.
Quizás llevaría cien metros cuando nuevamente algo externo, desconocido en mi actuar, me hizo volver a verlos y sin sentir volví a pensar, ahora lleno de coraje, ¡si me dio el arma, es para matarlos! y en un santiamén estuve de regreso frente a los condenados y sin meditar le puse la escuadra en el pecho al más viejo. Ahora estaba más tranquilo él y también yo. ─Si tiene que cumplir ordenes, máteme a mí, pero no a mi hijo, yo ya viví pero el empieza y no debe pagar por mi culpa. ─Su único delito es ser hijo mío, andar conmigo ahora que ya estoy viejo mientras le doy consejos para que sepa defenderse en su vida. ─Yo no sé si usted tiene papá y él le ha dado consejos o si simplemente es un huérfano que no conoce a Dios, que no entiende nada, “una simple bestia!”. Hizo una pausa no se cuanto tiempo y luego prosiguió. ─Ustedes, los militares, no son hombres cabales, tienen llena de mierda la cabeza, ustedes no entienden razones, jamás entenderán las necesidades de nosotros los pobres; ustedes son mozos de los ricos. ─A ustedes los engañan haciéndoles fiestas en su honor, mientras se les critican sus atrocidades. ─Ustedes jamás tendrán dignidad, por una mierda botella de guaro que les dan lo matan a uno; ustedes son hijos de putas cobar… ─No lo deje terminar la palabra y le disparé en el oído derecho. Luego le di otros dos plomazos en la cara y me volví hacia el otro. El tufo a sangre caliente se sintió fuerte. Sin pensar más le disparé todos los tiros que me quedaban en la tolva, fueron como tres o cuatro, me coloque la escuadra en la cintura y los solté, enrollé el lazo y me lo puse
en el hombro y empecé a caminar con mi mente tranquila, aunque la carne de mis piernas tenían un temblor involuntario. Quizás había caminado como quinientos metros cuando venía el coronel en la camioneta. ─Meté los lazos atrás, dijo sonriente. Metí los lazos por la puerta trasera y la cerré con fuerza. Algo me indicaba que había hecho lo que el coronel quería. Me subí y en vez de dar la vuelta en ese lugar, siguió ascendiendo hasta que llegó a supervisar mi trabajo. Llegamos a donde yacían aquellos infelices. El se acercó a ellos y esculcó las bolsas del pantalón del más viejo; sacó una cartera de cuero de coche, que cuando nueva quizás fue blanca, ahora estaba gastada y curtida de sudor. Tenía dos cintas del mismo cuero, similares a dos cordones de zapatos envueltas para asegurar que no se abriera. ─Sacále el pisto, me ordenó. Tenía una cédula de ciudadanía y sesenta quetzales en billetes de veinte. Hizo lo mismo con el joven pero este no tenía nada en las bolsas. ─¿Cuánto dinero hay? ─Sesenta quetzales, le respondí. ─Eso es tu pago de este mes, me indicó; luego regresó a observar el cadáver del viejo y me preguntó: ─¿Por qué no tiene el pañuelo en la boca?. ─ Lo dejé que se encomendara a su Dios antes de matarlo, le respondí. ─Nunca hagás eso, un muerto en vida, como venían esos, son capaces de convencerlo a uno de que los deje ir, y te conmueven tanto que sos capaz de aceptar. Hizo una pausa y luego continúo diciendo. ─En ese estado no saben lo que dicen, sin sentir arman un dialogo ente el bien y el mal y cualquiera de los dos te puede convencer y ese
puede ser tu final, porque el instinto de conservación de la vida les hace actuar y uno puede ser el muerto, finalizó. No se por qué me sentía tan bien de lo que había hecho, quizá por la satisfacción que el coronel reflejaba en su sonrisa diabólica, entonces envalentonado le dije: ─No se preocupe coronel, primero le puse el cañón en el oído y luego le solté el pañuelo para que hablara y descargara la ira y la incapacidad que le agobiaba. La sonrisa del coronel y un movimiento de cejas, me motivó a seguir hablando: ─Sentí tan rico que me maltratara porque con todo gusto le solté los pepitazos, si no me hubiera maltratado quizás no me hubiera sentido satisfecho. Soltó en risa el coronel. Su risa fue idéntica a aquella cuando le dije que el cebiche se miraba asqueroso pero que era rico…
Capítulo VIII UN CUTO PARA DESCARGAR LA CONCIENCIA
De regreso a la casa, ya en Villa Nueva, paró en una tienda y me ordenó que bajáramos, entramos y sin pedir permiso atravesamos la tienda y llegamos a un corredor donde había una mesa de tablas de pino y tres sillas. Nos sentamos y el coronel pegó dos sopapos en la mesa. Del fondo del corredor apareció un señor como de unos cuarenta y cinco años, tenía el pelo un poco largo y una barba espesa que le empezaba a canear. ─Dígame coronel, dijo el hombre. ─Traeme cuatro cutos de barrilito, ordenó el coronel. ─¿Quiere aguas para bajarlo?, preguntó el hombre de la tienda. ─No, respondió tajante. Llevó los cuatro octavos y nos puso dos a cada uno. El coronel abrió uno y se lo empinó hasta terminarlo. Puedo asegurar que se veía más nervioso el coronel que yo. Traté de abrir uno y el tapón se atascó. ─Prestá, me dijo, lo tomó con la mano derecha y con impulso violento estrelló el codo de la mano izquierda en el tapón del octavo y suavemente lo
destapó y me lo devolvió. ─Tomátelo de un solo trago, me indicó y yo obedecí. Sentí tranquilidad. Ni él ni yo teníamos tema para conversar. Casi sincronizados destapamos el otro cuto, él se quedó viendo la boca del octavo con una mirada perdida; yo me lo tomé de un solo trago nuevamente. Seguimos en silencio largo rato, luego le pregunté: ─¿Está de goma otra vez?. Me miró, vio el octavo y luego sacudió varias veces hasta que botó unas gotas de guaro. ─No, no estoy de goma, tampoco sé que es lo que siento, no se si es tristeza, satisfacción o cargo de conciencia, por meterte en esto; lo que si se es que cada vez que hago estos extras, me pongo de esta manera. Intermedió otra pausa y luego me preguntó; ─¿Y vos, como te sentís?, ─Bien, como que no hubiera hecho nada; luego haciéndome una mirada penetrante, me volvió a preguntar: ─¿Estás consciente de lo que hiciste?. Le respondí con otra pregunta: ─¿Usted que cree?. No me respondió, se paró se metió la mano a la bolsa y sacó dos quetzales, lo puso en la mesa y nos fuimos sin decir adiós. Cuando llegamos a la casa me indicó que me bajara y que me entrara, cuando ya estaba quitando llave me llamó y me dijo: ─El arma que está en el gavetero de tu cuarto, es tuya, podes usarla, yo te autorizo me dijo y aceleró la camioneta. ─Pero no tiene tiros, le dije. Paró nuevamente. ─¿Cómo?, me interrogó. ─Es que, su hermano se los quitó y se llevó la caja también. ─Ay te voy a traer otra caja, indicó. ─¡Gracias, coronel!, le dije a gritos para que me oyera mientras aceleraba el motor de la camioneta.
Como a las seis de la tarde, cuando la señora del refajo me llevó la cena, le pregunté que como podía hacer para ir al mercado central de la capital. Ella me dijo que al caminar tres cuadras de la casa pasaban los buses que me llevarían a la veintiuna calle y que allí podría tomar cualquier bus urbano de los que pasaban por el parque central. Esa noche ya no me atreví a salir, pero el día siguiente a las cuatro de la tarde salí y fui al parque central. Cuando pasé por la sexta avenida, como una cuadra antes de llegar al parque central vi un rótulo que decía Calzado Rango y tenia unas botas vaqueras dibujadas. Inmediatamente al nomás bajarme caminé de regreso y fui a ver las botas. Eran preciosas, especialmente unas con punteras de metal. Después de medirme como tres pares me decidí por unas que costaban dieciocho quetzales, eran color vino tinto. De una vez me las dejé puestas y eché los mocasines en la bolsa de nylon y me fui caminando para el mercado central. Mientras caminaba por el portal del ejército vi una mochilas color verde olivo como las de los soldados y pregunté el precio. El vendedor me pidió treinta quetzales, sentí que era demasiado caras, luego me dijo: ─en veinte llévela. ─Te doy diez, le dije. ─En quince llevala, volvió a insistir, caminé un poco y luego replicó; ─llevala en doce pues, volví tomé la mochila y le dí diez. Crucé la séptima calle y en el parque central frente al portal compré atol de elote y unas tostadas. Estaba corriendo brisa helada y sentí frío. Caminé hacia la séptima avenida y vi unas chumpas de lona celeste, pero eran muy caras. Me decidí por
comprar dos camisas de franela cuadriculadas que estaban ofreciendo a tres quetzales cada una. Me puse una y guardé la otra en la mochila. Decidí que mejor me iría de regreso a la casa porque ya se me estaba acabando el dinero y si seguía viendo cosas terminaría quedándome hasta sin pasajes. Llegué de regreso a Villa Nueva como a las ocho de la noche. De inmediato me dirigí a dormir a mi cuarto. La mañana del día siguiente, cuando llegó la señora del refajo a dejarme el desayuno, me indicó que en cuanto terminara de desayunar que llegara a la cabaña porque el coronel iba a llamar y quería hablar conmigo. Hice lo indicado y ya estando en la cabaña, la mamá del coronel me preguntó si no había escuchado ruidos cerca del cuarto como a las dos de la mañana, le respondí que no. ─Yo si, escuché como que anduviera un patacho de bestias relinchando. En ese momento llamó el coronel y habló con ella, luego me llamó para que hablara con él. Fue demasiado breve. ─¿Estás listo?, me preguntó. ─Si coronel, le respondí. Sacá el arma de la gaveta y me esperás en la puerta, me ordenó. A las nueve y cuarto escuché el bocinazo de la camioneta; salí de inmediato y me subí por la puerta del copiloto. Creo que actué como un niño inocente que por primera vez se subía a un carro. —¿Cómo te sentís?, me preguntó. —Muy bien coronel, tenía muchas ganas de que volviéramos a salir, le respondí. Al mismo tiempo que miraba hacia la parte de atrás de la
camioneta. El coronel me observó y sonrió, luego me preguntó nuevamente; —¿Te han dejado dormir los espíritus de los muertos?. —He dormido tranquilo, ni me acuerdo que maté aquellos cristianos, le respondí. El coronel soltó una carcajada y tratando de decirme lo que la mamá le había comentado con relación a los ruidos de patachos de bestias cerca de mi cuarto. —Y vos ni los has escuchado, ja, ja, ja,ja; rió a carcajadas. En ese platicar y reír, ni cuenta me di que habíamos entrado a una calle de Palín, era una calle estrecha con pocas casas a los lados, luego estábamos frente a una casa de campo, circulada con tela metálica y un enorme patio engramillado. El coronel detuvo la camioneta, sin apagarla, se sonrió y me vio a los ojos; —Tomá —dijo al tiempo que alargaba la mano para darme una escuadra. —Dejame la tuya, —indicó muy serio. Viéndome fijamente a los ojos me dijo: — Escuchá bien, no podes fallar en nada, vas abrir la contrapuerta y yo voy a entrar la camioneta para dar la vuelta, vos te vas directo a la puerta de la casa y tocás; va a salir un señor grande con una escuadra en la cintura; sin decirle nada, le quitás la escuadra y le decís que se entre, si no te obedece de inmediato lo matás. Ni esperé más, abrí la puerta y empujé las dos hojas hacia los lados, muy cerca de mi trasero llevaba la trompa de la camioneta, llegué a la puerta y toqué tres veces no salió nadie; el coronel me estaba viendo desde la camioneta. Volví a tocar y un joven como de mi edad asomó la cara al entreabrir la puerta. —¿Está tu papá?, le pregunté, —No; respondió el joven y cerró de inmediato. Sentí una gran presión del coronel, que me miraba a través del espejo, volví a tocar y cuando escuché
que quitaban el pasador de inmediato empujé la puerta de una patada, el patojo se echó a correr al verme escuadra en mano, entré y ví acostado en la hamaca a un señor bastante grande de tamaño que trataba de pararse pero se trabó en las pitas de la orilla de la hamaca. Le acerté tres tiros en la cara y me dirigí hacia el corredor donde estaba el joven, que había llegado a la puerta, abrazando a la mamá, quien estaba amontonando el queso tierno una olla de barro. Sin decirles nada acerté como cuatro balazos a cada uno, cuando regresé a la sala, el coronel ya estaba abriendo un enorme cofre rojo de madera antigua. —¡Tomá!, me dijo, dándome un manojo de billetes y él se tomó las escuadras y un galil. —Vámonos antes de que tengamos que matar más gente, me dijo. Salimos tranquilos hasta llegar a la camioneta y luego de arrancarla salimos despacio, todavía tuve la gentileza de cerrar la contrapuerta de la entrada y luego nos fuimos hacia Villa Nueva, a la cantina donde nos tomábamos los cutos de a tesón para eliminar la conciencia. Como siempre, entramos sin tocar, atravesamos la tienda y nos encontramos en el corredor. Esta vez habían tres hombres muy joviales que oscilaban entre los treinta y cinco y cuarenta años. Estaban tomándose un octavo cada uno y tenían como seis octavos ya vacíos y varias tajadas de limón ya exprimidas en una paila con sal. El coronel los saludó y se sentó en un banco de tres patas, y yo tuve que jalar una silla perezosa, de corazón de pino, que estaba afuera del corredor. Nos sentamos y no aparecía el dueño de la tienda. El coronel, con toda la confianza caminó al fondo del corredor y fue a llamar a alguien, luego regresó
con un plato lleno de chicharrones calientes y traía cuatro pachos en las bolsas del pantalón y los colocó en la mesa. Yo sin decir nada tomé un octavo, lo destapé y me lo tomé y luego tomé un chicharrón y me lo comí. El coronel hizo lo mismo antes de sentarse en el banco; cuando entró el dueño de la tienda con una servilleta con tortillas en una mano. Sin decir nada sacó dos tortillas y se las dio al coronel y luego me dio dos a mí. Aquella acción no les pareció la los de la mesa vecina y empezaron a insultar al dueño de la cantina. El coronel se volvió hacia ellos y les dijo que respetaran. Se pararon y salieron. Uno regresó y colocó un billete de diez quetzales en la mesa y nuevamente se retiró. Ese día nos comimos todos los chicharrones y nos tomamos como cinco pachos cada uno, luego el coronel me ordenó que pagara yo. Saqué un billete de veinte quetzales, lo puse en la mesa y nos fuimos. El coronel me pasó dejando a la casa y antes de irse me dijo: ─El sábado vamos a ir a ver putas, hay te alistás. Sólo sonreí y le hice la señal de adiós. Luego que entré, me fui directo al cuarto y saqué los billetes que traía en la bolsa. Me senté en la cama y me dispuse a ordenar los billetes y contarlos. Tenía exactamente tres mil setecientos cincuenta quetzales. No lo podía creer, jamás había visto tanto dinero. Meditando hacia mis adentros llegó a mi mente que con esa cantidad ya podría comprar algunos de los terrenos que eran de mi abuelo allá en el Remanso y con eso le curaría los enfados a Brígido. También pensé que con ese dinero podría llevar a mi mamá al médico para que le curara todas sus
reumas y que le pusieran los dientes que tanta falta le hacían. Sin embargo podríamos hacer un par de tiros más y de repente saldría mucho más que esa cantidad. Pero luego reafirmé mi mentalidad; ─yo regresaré al El Remanso hasta que pueda comprar todos los terrenos de mi abuelo.
Capítulo IX. EL QUE REALMENTE MANDABA EN EL PAÍS
El sábado fue esperado por mí, como que ir a ver putas fuera un acontecimiento especial. Ir a los burdeles era lo que más me había gustado. No se por qué, pero ver a las damas bien pintadas, con apariencia de mujeres importantes, humillarse quitándose las ropas delante de mí, me hacía sentir importante. Desde muy temprano me bañé me puse un pantalón de lona que me había regalado la mamá del coronel y me puse las botas rango. Por suerte me las puse temprano porque como a la media hora sentía dormido el pie izquierdo. No entendía por qué, pero me dolía demasiado, al extremo que chenqueaba al caminar. Las mojé y me las volví a poner, caminé de mi cuarto a la sala y cuando llegé ya no aguantaba nuevamente el pie izquierdo. Me la quité y regresé al cuarto con una bota puesta y la otra en la mano. Yo presentía que ya aparecería el coronel bocinándome en la puerta. Me senté en la cama y me quité la otra bota; tuve la curiosidad de quitarme el calcetín del pie izquierdo, luego descubrí que tenia una vena saltada en el empeine, la cual me quedaba
oprimida por la bota. Me puse los mocasines y dejé las botas tiradas a medio cuarto y caminé de vuelta a la sala. Refunfuñé porque no me podía poner las botas y yo quería lucirlas. Se me ocurrió que podría echarles sebo de candela para que estiraran. A las nueve en punto bocinó el coronel y salí de inmediato, no subí de una vez a la camioneta sino que me acerque por el lado del piloto y le dije: ─¿No va a entrar a saludar a su mamá?. El coronel me hizo una mueca indicándome que no. ─Subite, me ordenó, y yo obedecí; luego continuó: ─¿No está mala mi mamá verdad?. ─No, le respondí, yo porque he visto que ella se muere por usted y usted no ha entrado a saludarla. ─La saludo por teléfono todas las noches, prefiero de esa manera porque no soporto cuando me ve a los ojos, somos todo lo contrario. Hizo una larga pausa, entonces le interrumpí: ─¿Cómo así?. Él me aclaró: ─Ella es un ángel bueno y yo soy un ángel del demonio; cuando me ve a los ojos, sin decirme nada, me está preguntando ¿en qué andás metido? y siento obligación de contarle todo, pero sería como asesinarla a ella también, lo cual me costará doble turno en el infierno. Mientras no sepa la verdad, seguirá orando por mí e insistiéndole a su Jefe que me cuide. Llegamos al trébol y nos desviamos hacia la calzada Roosevelt y luego se desvió hacia la izquierda; yo me desubiqué, cuando habíamos avanzado como unas ocho cuadras, atravesó un terreno descampado; cuando estábamos como a cuarenta metros de un zaguán de metal, se detuvo y apagó la camioneta. ─Escuchame bien lo que te voy a decir: ─En esta casa vive
el que realmente manda el país, él me encargó un guarda espaldas, y yo te escogí a vos, no me vayas a fallar. Me quedé pensando y luego le pregunté: ─¿ y qué tengo que hacer aquí?. ─Aquí no vas a estar solo, hay un equipo de seguridad, y el jefe del grupo se llama Byron Nájera, el coordina todas las actividades. Tenés que ser obediente y leal a él; lo que él te diga, eso tenés que hacer, no vayas a meter las patas, porque ese no perdona. Algunas veces vas a tener que hacer trabajitos como los que hacías conmigo; yo siempre voy a estar pendiente de vos, pero el que manda de ahora en adelante es Byron; ¿Está claro?, Y arrancó la camioneta. ─Coronel pero mis cosas están en su casa en Villanueva. ─Allá tenés tu cuarto siempre, podés ir cuando querrás, si no tenés llave, yo te doy la mía. ─Tengo la que me dio aquella vez ─le respondí y sonreí sólo y el me observó, luego me dijo: ─Desde hoy ya tendrás sueldo de Policía Militar Ambulante. ─Pero no tengo cédula todavía, le manifesté. ─Eso es lo de menos, mañana te saco una en la municipalidad de la capital, solo dame tu nombre completo, me dijo con autoridad. ─Filadelfo Villeda Guerra, es mi nombre le dije; ─con eso es suficiente respondió. Se parqueó en un lugar casi a un costado del zaguán y nos dirigimos hacia una puerta estrecha que estaba como a diez pasos de zaguán. Nos abrió la puerta un hombre que tenía como tres escuadras y una ametralladora. Caminamos por un jardín donde había arbustos y luego llegamos a una puerta de madera de mucho lujo; al entrar era una sala como de cien metros cuadrados donde habían seis sillones de una cuerina
gruesa. El coronel me indicó que me sentara en uno y el siguió directo a otra puerta siempre de madera preciosa. Yo observé aquella sala y vi muchos ceniceros en unas mesitas y en los descansa brazos de los sillones. Luego regresó el coronel acompañado de un hombre alto muy bien formado que también portaba dos escuadras en la cintura. Cuando llegaron frente a mí el hombre dijo: ─Es puro patojo. El coronel se paró frente a mí y yo me paré de inmediato, ─Lepo, él es Byron, tu nuevo jefe. Yo lo observé y realmente no me agradó. ─Mucho gusto patojo, sos bien venido al equipo; lo que Angelito nos trae es bueno, aquí esperanos, después de almuerzo te voy a entregar tu equipo; por cierto, hoy vas a tener turno porque no vino el chenco. Me quedé solo por un largo rato, ya cuando era la una de la tarde, llegó el coronel con otro miembro del equipo de seguridad y nuevamente el coronel me presentó con él. Éste después de saludar me preguntó si ya me habían dado almuerzo, le indiqué que no. Sin decir nada, se levantó el chaleco de un lado y sacó un radio y desde allí le ordenó a otro compañero que me trajeran almuerzo. Me indicó que esperara y se marcharon nuevamente con el coronel. Pocos minutos después apareció un señor de cuerpo atlético como de unos cuarenta y cinco años, me trajo el almuerzo, una escuadra y dos tolvas. ─Aquí está tu almuerzo y tu equipo y dice Byron que almorcés rápido porque vamos a salir dentro de poco. Con la rapidez que me lo dijo, también regresó por donde vino. Yo comí acelerado y me coloqué las tolvas en el cincho y la escuadra en la cintura. Ya estaba listo para salir. El coronel apareció y me indicó que ya se iba, que
el lunes que entregara mi turno me fuera para Villanueva, que él llegaría para que platicáramos. Solo le asentí con la cabeza al tiempo que me daba la mano. Atrás del Coronel venía Byron y tres pistoleros más, me hizo una señal con la mano izquierda y yo me uní al grupo, en cuanto salimos de la casa ya habían tres carros afuera. Nos subimos en el de adelante, Byron se dirigió al de en medio y esperó que saliera el otro grupo. En medio de los otro tres pistoleros venia un señor de bigote cano vestido de pantalón gris y camisa blanca. En el brazo izquierdo traía el saco. Lo encaminaron hasta el carro de en medio y los pistoleros se dirigieron al carro ubicado atrás, Byron se ubicó junto al chofer y el jefe se colocó atrás. Había un silencio especial, al grado que yo podía escuchar la respiración de los compañeros. De inmediato salimos con bastante prisa. El chofer, igual que yo tampoco sabía par donde íbamos, el compañero que se sentó a su derecha le iba indicando para donde debía cruzar. Yo no atiné por donde andaba. Cuando nos bajamos ya fue dentro de un parqueo, Byron me ordenó que me ubicara en unas gradas cerca de un zaguán. El frío me empezó a calar hasta los huesos como a las seis de la tarde, yo no tuve más remedio que aguantármelo. Byron apareció de repente y me llevó una taza de café. Era una tapadera de termo, aunque no estaba tan caliente lo sentí sabroso. Se regresó corriendo y luego llegó con una chumpa de lona y me la dio para que me la pusiera, le di la taza y me puse la chumpa. ─Hay estás listo, cuando yo te haga señas es porque ya vamos.
Según yo, sería rápida la partida, pero esa vez fue uno de esos días en los que no dan ganas de ser guarda espaldas. Ni siquiera sabía donde estaba. Tenía bastante hambre y hasta sentía el olor a frijolitos fritos con bastante cebolla. No entendía por qué el coronel no me explicó todo antes de meterme en esto. Sin hacer el menor ruido, Byron llegó despacito con otro pistolero. ─Patojo venite conmigo, éste te va a relevar. Caminamos por unos corredores estrechos, subimos y bajamos gradas, de repente llegamos a un comedor pequeño. Y nos sentamos en una mesa. Yo estaba sentado con la espalda hacia la puerta y Byron quedó casi en la esquina del local. Era incómodo estar viendo cada vez que entraba alguien y Byron se mosqueaba colocándose la mano en la escuadra. Me levanté y me coloqué en la silla opuesta y entonces quedamos viendo hacia la puerta los dos. ─Ese es un principio de todo guardaespaldas, nunca des la espalda, me dijo Byron. Luego, con vos quedita me dijo: ─Este es el comedor del Congreso, aquí venimos a comer la mayoría de tiempos, el jefe es el presidente de esta mierda, él nos consigue estos vales, (me enseño un cupón) solo das uno de estos y te sirven. Tenés que aprender a comer rápido. Cuando salgamos de aquí vamos a ir a otra reunión a la zona quince, donde viven los ricos. ─Yo seguía sin entender muchas cosas. No podía creer que estaba dentro del congreso. Ni siquiera había oído hablar de ese lugar. A las nueve en punto, salimos corriendo nuevamente hacia los carros. Esta vez, Byron me ordenó que me fuera en el
carro del jefe, precisamente a la par del jefe, Byron siempre iba de copiloto y dando instrucciones por radio, tanto al carro de adelante como al de atrás. Llegamos a una mansión donde habían pinabetes muy altos, era demasiado oscuro, había mucha neblina y bastante frío. De la neblina me di cuenta cuando íbamos en el carro porque la luz se veía cortada, del frío pude enterarme cuando Byron me indicó que debería quedarme escondido en el tronco de un árbol de pinabete ubicado como a cincuenta metros antes de llegar a la casa del empresario. Byron me entregó un galil y me bajé. El empresario era padre de una señorita que se encontraba secuestrada por un grupo de guerrilleros. Eso lo supe mucho después. La decisión que se tomaría esa noche era sobre el pago del rescate de la secuestrada. Según Byron, el empresario estaba dispuesto a pagar la cuantiosa cantidad exigida, pero según el jefe nuestro, no era conveniente cederle terreno a los guerrilleros, porque traería consecuencias nefastas para el país. Me quedé aguaitado en el pie de un pinabete, tenía la orden de rempujar bala a cualquier bulto que se acercara. Sentí largo el tiempo, no sabía que hora era, el frío me estaba calando hasta los huesos; tuve el tiempo necesario para observar detalladamente el arma largota que me dio Byron. ─Tengo la sensación que esta es una de las que sacó el Coronel del cofre rojo. Añoraba el cuartito de Villa Nueva. Byron regresó con el policía de la segunda puerta, pude verlo cuando hizo ruido el pasador de la puerta, llegaron hasta donde yo estaba y se
quedaron conmigo. Con voz muy quedita, me dijo que nos tiráramos a tierra, porque tenía noticias de que los secuestradores estaban rondando la casa donde estábamos y la posibilidad de que nos emboscaran era casi segura. Yo sentí alegría y deseaba que se diera un enfrentamiento. Sería la única forma de quitarme el frío y de sentirle gusto a esa forma de exponer la vida por alguien que muchas veces no vale la pena. Yo comparaba aquel trabajo con la vida de los caballos de los fiesteros, es decir aquellos caballos de algunos ricos de las aldeas que cuando iban a las fiestas de las aldeas vecinas y celebraban con tragos todo el día, dejaban el caballo enfrente de la cantina, éste, ensillado y con freno y gamarra, cansado de estar parado, lo único que hace es encoger la pata que se le ha cansado y luego con la otra hasta relajar un poco cada una. De pronto Byron me indicó que debíamos irnos, ya los carros venían saliendo. Nos montamos y salimos con bastante velocidad, los tres carros iban casi juntos. Esta ves el carro del jefe iba hasta atrás, a mí me tocó en el primero, serviría de carne de cañón. No se por donde anduvimos, lo cierto es que era como la una o dos de la mañana cuando pude ubicarme que estabas en la calle Martí a pocas cuadras de llegar al inicio del Periférico. De repente un bus del servicio urbano salió de una avenida de la zona dos y se quedó atravesado en la calle, solo había un pick-up lleno de chunches en la palangana cuando pude percatarme, Byron abrió la puerta y salió haciendo rollos, yo quise hacer lo mismo aunque sin hacer rollos fui a detenerme en un cerco de tela metálica. Un grupo de hombres con la cara cubierta con bolsas de nylon se bajaron del bus y le prendieron fuego.
Byron se fue a gatas hasta llegar al pick-up y desde ahĂ se sonĂł como a tres encapuchados. Estos lanzaron botellas con fuego hacia el pick-up donde estaba Byron. Luego de la avenida, de donde habĂa salido el bus, salieron tres tipos con ametralladoras disparando chorros de tiros hacia el pick-up. Yo ya no vi a Byron, solo vi que los carros del jefe se tiraron el bordillo del arriate del centro de la calle y enfilaron de regreso.
Capítulo X LUCIÓ MAL LA BESTIA
Era mi primera experiencia, no sabía qué hacer, trataba de buscar a Byron pero no lo veía por ningún lado. El ruido de sirenas se hizo cada vez más fuerte, no sé si eran de ambulancias o de patrullas. Me hice el tonto, me tapé bien la escuadra con la chumpa de lona y empecé a caminar hacia el bus en llamas. Entre el ruido de bocinas, acelerones de carros, motos y gritos, no me había percatado que un hombre con casco, desde su moto me indicaba que me subiera atrás de él. Yo pensé que era Byron y me subí. Era una moto ruidosa, se enfiló por el periférico y cuando íbamos por el puente del Incienso el motorista se levantó el vidrio que le cubría el rostro y me preguntó que para donde iba. No era la vos de Byron. ─Para la calzada Roosevelt le respondí. No volvió a preguntarme nada. Entonces pensé en matarlo, hasta me toqué la escuadra. Pero luego pensé que lo dejaría a mi suerte, haber que pasaba. Cuando llegamos al desvío de la Roosevelt, paró, apagó la moto, se quitó el casco y me dijo: ─¿Qué andás haciendo a
estas horas?, deberías estar durmiendo. ─Yo ya hice lo que podía hacer por vos; que tengas feliz viaje. Solo bajé por la curva y llegué a la calzada, caminé unos pasos y entré a un restaurante que estaba abierto. Entré y me fui al baño, después de orinar salí del baño y me senté. Esperé largo rato y no me atendían. Habían muy pocas personas. En una mesa estaban unas personas entacuchadas, recitando versos y diciendo algunas tonteras y se aplaudían solos. Cuando apareció uno de los meseros le pedí una cerveza y algo de comer. De inmediato me llevó la cerveza, me tomé casi la mitad de un tesón. No sé de dónde ni cómo se sentó enfrente de mí un hombre robusto de una estatura como de un metro noventa, tenía una barba como de ocho días con una mirada profunda que me causó miedo. Se me quedó viendo y luego me preguntó: ─¿Te sentís bien?. Yo solo asentí con la cabeza y no pude mantener mi mirada directa hacia él. Su pelo era corto y espeso, casi colocho. Luego cuando levanté mi mirada para verle los ojos me dijo nuevamente: “Lució mal la bestia”. Yo volví a bajar la mirada y cuando busqué la cerveza para darle otro trago, no estaba la cerveza, levanté la mirada pensando que el hombre que tenía enfrente me la había quitado, pero tampoco estaba aquel hombre. Debo confesar que me corrió un escalofrío por todo el cuerpo, vi para todos lados y solo estaban los mismos que estaban cuando llegué. Todavía no entiendo, sigo asombrado
de aquel misterioso hombre que así como llegó también desapareció de mi vista. Cuando llegó el mesero me trajo un traste hondo con un caldo ralo, en el fondo tenía dos huevos estrellados. ─¿Cómo se llama esta comida?, le pregunté. ─ Se llama pavesa, me indicó. Cuando lo probé, no le sentí sabor. Yo intuí que el cocinero tenía sueño y estaba cansado. Llamé al mesero nuevamente y le pedí un trago. Caminó muy despacio, se escondió en la barra y luego regresó con un cuarto de güisqui en una mano y en la otra una miniatura de cubeta con hielo y un vaso de vidrio. ─ ¿Usted vio al hombrón que vino a hablarme?, le pregunté. ─No, me respondió a secas, luego dijo en tono suave. ─No he visto que venga nadie a hablar con usted. Volvió a correrme el escalofrío por todo el cuerpo. Mientras el mesero dio la vuelta para regresar hacia la cocina, destapé el cuarto de güisqui y me serví la mitad en el vaso y de inmediato me lo tomé, sinceramente tenía un sabor feo, parecía que me estaba tomando un vaso de diesel; pero no me importó, me tomé un poco de sopa y me serví la otra mitad. No sé por qué presentía que aquel hombrón volvería a llegar a la mesa donde me encontraba. Los señores entacuchados empezaron a retirarse, uno se quedó en la mesa pagando todo y otro pasó frente a mí cuando se dirigía al baño. A su paso me saludó. Cuando regresó, lo llamé y le pregunté si él conocía al hombrón que había llegado a mi mesa. ─Vos aquí veniste solo y solo has estado. Se rio y se fue.
En la mesa donde estaban dejaron una botella de güisqui casi a la mitad. Me levanté y fui a traerla. El mesero llegó a mi mesa y me dijo que ya iban a cerrar. ─¿Qué hora es?, le pregunté. ─Son las cuatro y media, me respondió. Aquella media botella me la serví en tres partes y me tomé luego la sopa. Me paré y fui a la barra. ─Son treinta y cinco quetzales, me indicó el cajero. Pagué con un billete de cincuenta quetzales y le dije que se quedaran con el vuelto. Salí del restaurante bastante mareado. Empecé a caminar hacia el puente del periférico pero sentí miedo de pasar debajo del puente; presentía que ahí estaría el hombrón. Los gritos de los ayudantes de los microbuses que venían de Mixco indicando que iban para la terminal de la zona cuatro me orientaron. Me crucé la calzada y esperé un buen rato hasta que oí un ayudante que indicaba que iban para la avenida Bolivar. Me monté y sentí rico el calor dentro del microbús, ya que la gente venía apretada. Me baje en la veintiuna calle y caminé a una gasolinera donde estaba arrancada una camioneta y el ayudante gritaba que iba para Villa Nueva. Me subí y me senté en el sillón de la segunda fila. Me dormí. Desperté cuando el ayudante me habló en el parqueo. ─Hasta aquí llegamos, me dijo; mientras observaba que yo cabeceaba del sueño, luego prosiguió, ─son cincuenta centavos. ─Le pagué un quetzal. ─El vuelto es tuyo, le indiqué y salí caminando del terreno del parqueo. Caminé como seis cuadras para llegar a la casa del coronel. Entré y me fui directo al cuarto, me quité los zapatos, la gorra, la
chumpa, la escuadra y las tolvas las coloquĂŠ debajo de la cama y me tendĂ en ella.
Capítulo XI DÍA DE FRANCO
─Levantate, ya es tarde; fueron la palabras del coronel que me despertaron. Me senté en la cama y le pregunté la hora al coronel. ─Son las once y media me respondió. Hicimos una pausa mientras sonreíamos, luego le pregunté: ─¿Qué sabe de Byron? ─Con él acabo de hablar, ya le dije que estas aquí conmigo; estaban preocupados por vos, dice que te buscaron como buscar un conejo y no dejaste ni rastro, fueron a los hospitales, a las cárceles y en ningún lado hallaron pistas. Me lavé la cara, me cambié camisa y me puse las botas. Luego me coloqué las tolvas en el cincho y me camisié la escuadra. ─¿A dónde vamos a ir?, le pregunté. ─Tenés que presentarte a tu trabajo, esa fue la orden de Byron. ─Llámele y dígale que me de descanso hoy; dígale que me vine a pie hasta aquí. Se fue a llamar por teléfono a la cabaña de la mamá y luego regresó. ─Estás de franco hoy, dice que te presentés mañana a las ocho en la casa del jefe. ─Gracias coronel, yo sabía que usted me ayudaría.
─¿Me vas a decir que ese trabajo no te gusta?, me inquirió el coronel. ─La verdad, es muy aburrido, estar parado todo el día en ese maldito congreso, yo prefiero estar aquí. ─Pero aquí no pasarías de zope a gavilán, ahí podés crecer y llegar a ser alguien importante, dijo el coronel. ─También puedo convertirme en XX, en cualquier momento como anoche. ─En XX ya no, aquí está tu cédula. ─Tomate una foto y se la pegás, yo te consigo el sello. ─Pero aquí dice que nací en Loma Alta y yo soy de El Remanso. ─Eso es lo de menos, después de que recibás tu pago vas a ese Remanso de mierda y sacás otra. La guardé en mi billetera y me la eché en la bolsa de atrás. ─Contame, ¿Cómo fue el rollo de anoche?. Puso su mano en mi espalda y empezamos a caminar hacia afuera de la casa. ─Después del congreso, ¿a dónde fueron?. ─Por lo que le escuché a Byron, fuimos a la casa del papá de una muchacha que está secuestrada, para que no pague el rescate. ─¿Y que dijo el viejo?, volvió a interrogarme. ─No sé, porque a mí me dejaron antes de ingresar en la segunda puerta. ─Como a la hora llegó Byron a decirme que tenían noticias que los secuestradores llegarían y se rempujarían plomo con nosotros.
Llegamos a la camioneta y salimos rumbo a la capital. Hubo un largo rato que no me habló en el camino, lo noté preocupado. Para no seguir a lo mudo, le empecé a contar lo del hombrón del restaurante. Pensé que le causaría risa, sin embargo como que se preocupó más. Luego en tono enojado me dijo: ─¿Sabés quién es la bestia?, y volvió a repetir; ─¿Sabés quién es la bestia?. Aquel tono inusual en el coronel, me preocupó, jamás lo había notado preocupado ni molesto. Luego, volvió a hablarme en tono fuerte. ─La bestia sos vos, no mataste a nadie, por eso se molestó con vos. ─¿Usted lo conoce pués? ─Claro que lo conozco, es el mismo demonio que llegó a reclamarte. No volvió a pronunciar ni una palabra. Leí un rótulo donde decía Calzada Roosevelt con una flecha para desviar. El coronel venía despepitado. Yo deduje que ahí era donde me había dejado el motorista. Cuando pasamos por un puente grande, también deduje que era el puente del Incienso. Íbamos para la calle Martí; efectivamente llegamos al mismísimo lugar donde se nos atravesó el bus y nos desviamos a la zona dos. Llegamos a una casa y entramos. Caminamos frente a unos cuartos, luego subimos a un segundo nivel y después subimos a un tercero, donde solo había una pila y un cuartito como de dos por tres metros. No había nadie en ese momento pero sí habían señas de que habían hecho limpieza esa mañana. Me ordenó que bajara con él al primer nivel. Ahí tomó el teléfono y llamó muy acalorado, preguntó por la
encomienda. Hizo una pausa y luego dijo: ─¡Ya subí y no ví nada!. Hizo otra pausa y ya no respondió. Subimos de nuevo y ahora más a prisa. Llegamos nuevamente al cuartito del tercer nivel y de un estante tomó una bolsa grande hecha de lona gruesa. Luego vio atrás de la pila y quitó varias sábanas de diferentes colores, debajo estaba una canasta grande de carrizo como de un metro de alto y unos setenta centímetros de diámetro. Sin decirme nada, abrió la boca de la bolsa y la colocó en el piso, me hizo una seña para que levantáramos la canasta y la colocáramos en la bolsa. La cerró y luego dijo: ─Echátela en la espalda y vámonos. Él iba caminando rápido delante de mí. Yo sentía raro que el peso no era estable. Supuse que era algún animal. Rápidamente se paró en la será de la casa vio hacia todos lados y abrió la puerta trasera de la camioneta. Yo ya no aguataba el brazo izquierdo, lo traía dormido. Como él no me hablaba, tampoco me atreví a preguntarle nada. Cuando descansé del peso de la canasta en el borde de la puerta trasera de la camioneta, se deslizó y golpeó en la defensa, escuché un pujido, me sorprendió y de inmediato miré al coronel; él se hizo el desentendido y me ayudó a colocar la canasta embolsada. Se subió a la camioneta y de un costado sacó los lazos que ya eran parte de los enseres útiles para el oficio. La amarró pegado al asiento de él; bajamos rápido, el cerró y echó llave; cosa que otras veces no había hecho.
No sé qué desorden había en la cabeza del coronel, dio un montón de vueltas, pasamos por el estadio Mateo Flores, salió a la séptima avenida, pasamos por la municipalidad, regresamos a la dieciocho calle y bajó por la estación del tren, volvimos a pasar debajo del puente olímpico, se desvió hacia la izquierda, desconozco hasta donde más fuimos pero luego volví a ubicar el cerrito del Carmen y a pocas cuadras de la calle Martí, paró frente a una pensión. Dejó encendida la camioneta y me ordenó que me quedara, que ya regresaría. Entró a la pensión y tardó como diez minutos. Al regresar traía una llave en la mano cuyo llavero era un palo torneado parecido al mango de una sombrilla, tenía el número 13. Me la dio y me ordenó que fuera a quitar llave a un zaguán de láminas acanaladas que estaba justo enfrente de donde estaba la camioneta. Hice lo ordenado y él metió la camioneta, me volvió a ordenar que cerrara. Era un parqueo. Habían siete carros, por cierto muy viejos, bajo una galera de lámina cuyos parales eran unas reglas casi podridas. Al fondo estaba el espacio número 13 y a la par una bodeguita con una puerta hecha para enanos. Bajamos la canasta y a mí me tocó entrarla. El coronel entró casi de cuclillas y me ordenó que me fuera a la camioneta. Escuché cuando cerró la puerta. Pocos minutos después llegó apresurado a pedirme que fuera a buscar una farmacia y comprara dos sueros. Él me acompañó hasta el zaguán, me indicó que cuando regresara tocara con una piedra y que no fuera a hablar. Caminé varias cuadras y no veía ningún rótulo de farmacia. Pregunté a una señora y ésta me indicó que solo en la calle Martí encontraría. Corrí hasta la calle Martí y todavía caminé como tres cuadras en dirección al puente Belice. Me vendieron dos
botes de vidrio con un líquido casi amarillento, tomé uno en cada mano y caminando rápido de regreso; diría que más corriendo que andando, me costó dar con el lugar, finalmente di porque el coronel estaba parado en el zaguán esperándome. Sin decirme nada agarró los dos sueros y se fue corriendo. Yo me quedé cerrando el zaguán y me encaminé a la camioneta. Empecé a sentir hambre y sed. Al parecer, mi día de franco sería más agitado que los días de turno. Tenía cierto malestar por la goma. Sentía el sabor del güisqui y del caldo crudo que me había tomado en la madrugada. Empecé a cavilar sobre la interpretación del coronel con respecto a lo que me dijo el hombrón en el restaurante. ¿Por qué tendría que ser yo la bestia?. Mis posibles repuestas no estaban claras. El coronel llegó casi corriendo. ─Tenés que quedarte aquí. Escuchame bien. ¡Nadie!, ¡ni vos!, podés entrar a ese cuarto. Yo voy a regresar dentro de un rato. ─Coronel, a usted le consta que no he desayunado, ya son como las dos de la tarde y no ha habido tiempo de tomar ni agua. ─Cuando venga hablamos, ahora tengo cosas urgente que resolver. Arrancó la camioneta y salió con velocidad, casi topa en el zaguán. Se bajó a abrir, empujó con violencia las dos hojas, se volvió a subir y salió. Volvió a arrastrar las llantas al frenar repentinamente, y de igual manera aventó una hoja del zaguán mientras corría a jalar la otra. Tuvo dificultad para colocar la cadena que ataba los parales de las hojas del zaguán, luego Salió rascando llantas.
Quizá el hambre, la sed, el sueño y la goma, me hicieron vacilar. Sentí ganas de irme, no sabía para donde, pero no quería seguir aguantando hambre. Estaba molesto por la forma en que se había comportado el coronel esta vez. Además sentía cólera en mi interior porque el coronel me dijo que la bestia era yo. Me decidí a entrar al cuarto y descubrir el misterio del coronel, al fin y al cabo ya no trabajaba para él y si me despedían, quizá me harían un gran favor. Cuando abrí la puerta, lo primero que vi fue uno de los botes de suero a la mitad, lo agarré y me lo tomé todo. Lo sentí sabroso. Volví a regresar hacia afuera. Cuando me agaché para pasar de regreso, entre la hendidura de la puerta y el paral que la sostenía vi una cabellera rubia. Por instinto regresé y cerré la puerta. Acostada sobre la bolsa de lona, estaba una mujer rubia, atada de pies y manos con unas cuerdas blancas. Estaba moribunda. Le recogí el pelo para verle la cara. Era una joven como entre veinte y veinticinco años, de tez blanca, nariz grande y con muchas pecas en las mejías y en la frente. Tenía los labios pálidos y retostados. Me dio mucha lástima. Le hablé, le tomé la cabeza y traté de sentarla para darle más suero. Me vio con una mirada débil, creo que estaba desmayada; le coloqué el bote de suero en la boca, le lastimé el labio inferior contra los dientes; le costó trabajo abrir la boca. Cuando la cabeza se le inclinó hacia atrás quedándole mi brazo de cuña separó los dientes de las mandíbulas y logré vaciarle un chorro de suero que casi la ahogo, pero logré hacerla reaccionar. Le salió suero por la nariz y le dio
tos. Por instinto trató de limpiarse con las manos. Yo me apresuré a soltárselas. Se logró quedar sentada mientras yo la desataba. Ya libre de sus manos, sin hablarme se limpió la boca y se recogió el pelo. Miraba para todos lados. Lo que menos hacia era dirigirme la mirada. Trató de soltarse los pies. El pelo se le vino sobre la cara nuevamente. Cuando le toqué el pelo para colocárselo detrás de la oreja izquierda, me hizo una mirada ya más despierta y me señaló el bote de suero. Se lo di y observé que no tenía fuerzas para destaparlo. Se lo destapé y se lo coloqué en la boca. Se tomó varios tragos. No sé por qué en mi mente repicaba la expresión del hombrón. “Se vio mal la bestia”, era como que las repitiera varias veces. Y las mismas veces me imaginaba al coronel diciéndome, la bestia sos vos. Se me acrecentó el coraje y de inmediato le solté los pies. Tomé la canasta y la coloqué embrocada, le hice fuerzas con las manos hacia abajo para ver si resistía y sentí su macicez. Me paré y le tomé las manos para pararla. La senté en la canasta y le di mi peine para que se desenredara el pelo. Su aspecto fue cambiando. Le pregunté si tenía hambre, me hizo señas de que no pero me señaló nuevamente el bote de suero, se lo pasé y se tomó el poco que quedaba. ─¿Cómo se llama usted?, le pregunté. Me hizo una señal de decepción, no tenía deseos de hablar. La tomé del brazo y la hice que diera un par de pasos en el pequeño espacio que teníamos. Tenía dificultad para mover las piernas. Estaba descalza y su pantalón negro de tela fina apestaba a orines impregnados.
La tomé por un costado y la saqué del cuchitril y la recosté en el primer carro que estaba. Era una volkswagen color celeste. Yo fui hasta el zaguán para ver la posibilidad de salir; descubrí que el paral de la hoja derecha estaba amarrado a otro poste con un alambre de amarre. Tenía tres amarrados. Solté el de en medio y dejé fácil de destrabar el de arriba. El de abajo me serviría de punto de apoyo para volver a amarrarlo y yo me tiraría precisamente por el mismo poste. Observé el sol y calculé que ya pasaba de las cuatro de la tarde. Ella me observaba a través de los vidrios de la camioneta. Llegué, la abracé y empezamos a caminar despacio con rumbo al zaguán. Le indiqué que la llevaría a otro lugar para que pudiéramos comer algo. No decía nada pero tampoco era renuente. Al llegar al zaguán le dije que se detuviera en el poste mientras yo quitaba el alambre. Destrabé el alambre de arriba y con la mano izquierda detuve la hoja del zaguán para que no cayera y puse mi pie derecho en la parte de abajo para que no se me resbalara. Con la mano derecha la tomé del brazo y le ayudé a que pasara. De inmediato volví a enderezar la hoja y la até nuevamente. En forma rápida salté y abrazándola, como si hubiera sido mi novia, caminé con ella. Le puse mi gorra y caminamos hasta la calle Martí. Ahora en sentido contrario de donde caminé para encontrar la farmacia. Llegamos a un restaurante chino de mala muerte y entramos. Busqué un rincón y nos sentamos. Ella se embrocó sobre la mesa y se agarraba el estómago. Cuando llevaron la carta pedí dos sopas mein, una cerveza y una mineral con limón. Lo que me llevaron rápido fue la
cerveza, la mineral y el limón. Le eché limón a la mineral y le unté sal en la boca de la botella. La cerveza estaba bien fría, me la empiné y le di hasta terminármela. Solo la espuma regresó por la pared interna de la botella oscura y llegó al fondo. Se me salieron las lágrimas y unas cuantas burbujas por la boca. Me pasé a lado de ella, la abracé e hice que se enderezara, luego le coloqué la mineral en la boca, se mojó los labios, entonces la agarró con su mano y se tomó varios tragos. Llamé a la mesera y le pedí otra cerveza, me llevó otra cerveza bien fría y cuatro hojuelas de wantán, de bocas. Le hice señas a la señorita de que comiera y me respondió moviendo la cabeza en forma negativa. Agarró la mineral y volvió a tomar por sorbos. Yo tenía mucha hambre y me troné las cuatro hojuelas, supuestamente tenían un camarón envuelto. Me tomé la otra cerveza y me quedé eructando. Ya me sentía con ganas de que pasara algo. Nos llevaron las sopas y empecé a tomármela, le agregué líquidos oscuros que habían en unas botellitas en el centro de la mesa y un poco de chile. La señorita seguía sin fuerzas y quizá sin entender lo que le pasaba. Por ratos me miraba fijamente pero era como que no me estaba viendo. Le acerqué su sopa para que la probara pero no hacía nada por comer. Me propuse terminarme solo el caldo de mi sopa y dejé la pasta de fideos en el fondo. Le di varias cucharadas y no hizo ningún gesto de satisfacción; creo que no le sentía gusto a nada. El frío empezaba a sentirse. No sé por qué sentía tanta pena por ella. Hasta el momento no le había escuchado ninguna
palabra. También se y me había olvidado el coronel. Vi hacia afuera del restaurante y observé que se empezaba a oscurecer. Fui a la caja y pagué. De paso aproveché para preguntarle al chino que me cobró, si él no conocía algún taxista para que me hiciera un viaje. ─Pol un quetzal yo hago llamada, me dijo. Le indiqué que estaba bien y le devolví un billete de cinco quetzales que me acaba de dar como vuelto. ─Espelá, yo aviso cuando venga Hetor. Me senté a la par de ella y me miró, no sé cómo explicar la forma que lo hizo. ─ ¿Se siente mejor?, le pregunté. Tenía su mano empuñada sobre su boca y como deteniéndose la nariz. Su expresión no la pude interpretar, vi que alzo sus cejas y como que le hubieran estirado las cuencas de los ojos. El chino de la caja llegó a decirme que ya estaba el taxista en la puerta del restaurante. La tomé del brazo y le ayude a salir de la banca, cuando estuvo de pie la abracé y la llevé hasta el taxi. Era un carrito cerrado marca Lada, cuadradito como trocito de madera con llantas. Un viejo pelón nos abrió la puerta trasera y esperó a que nos acomodáramos, luego cerró la puerta y se fue al timón. ─ ¿A dónde los llevo?, preguntó. ─A la Quinta Samayoa, por el mercadito, le respondí. En una ocasión escuché al turco decirle esa dirección a un cliente que le llamó. Yo sabía que llegando al mercadito tendría que ubicar la casa del turco pues estaba como a dos cuadras.
No atiné por donde nos llevó el taxista, pude ubicarme hasta que ya íbamos entrando a la calzada San Juan, vi el rótulo de un gimnasio de carate, que ya había observado en otras ocasiones. Luego estuvimos en el lugar acordado con el taxista. ─ ¿Cuánto le debo?, le pregunté. ─Son diez quetzales, me indicó. Saqué mi cartera y le pagué. Caminamos despacio hasta la casa del Turco. Toqué varias veces. Era mi única carta, no tenía más a donde ir. Yo conocía el modo del viejo cascarrabias, siempre que alguien tocaba se hacia el baboso; menos, cuando esperaba a alguien que le llegaría a pagar. Cuando salió, no sé si realmente vaciló para conocerme; pero no quería abrir completamente la puerta. Le tendí mi mano y le dije: ─ ¡Cómo ha estado!. ─ ¿Qué querías?, no tengo trabajo para vos ni para ella, dijo en tono de alguien molesto. ─Quiero que me alquile un cuarto. ─Hoy no tengo cuarto con cama, solo que querrás dormir en el suelo. ─No importa, lo quiero como sea. Me entré jalando a la muchacha que no ponía ninguna resistencia. Mientras el viejo trancaba la puerta, yo caminé hasta el cuarto que había usado cuando trabajé con él.
Llegó detrás de nosotros con una silla en cada mano, las entró al cuarto y luego me dijo: ─Este lo alquilo pero por mes, si querés así quedate con él. ─Me quedo con el, y para que no tenga desconfianza, se lo voy a pagar de una vez, le dije. ─Son veinte quetzales dijo. Le di cincuenta quetzales. Mientras la muchacha se acomodaba en la cama, yo caminé con el turco hacia la sala de la casa y le encomendé que me consiguiera ropa para la muchacha esa misma noche. ─Usted sabe de esas cosas, cómprele de todo y le di otro billete de cincuenta quetzales. ─Quiero que me haga otro favor; mañana quiero que me le lleve comida al cuarto. No vaya a dejar que salga para nada. ─ ¿Te la robaste entonces?, me interrumpió el viejo. ─Sí, usted me la cuida yo le voy a pagar bien; nadie sabe que está conmigo. ─Siempre y cuando pagués por adelantado, yo te ayudo, dijo, ya más amable. ─Apúrese, a conseguirme lo que le dije y tráigame una pasta y dos cepillos, le indiqué. El turco regresó rápido, además de lo que le pedí se le alcanzó traerme un jabón de baño. ─Aquí está lo que me encargaste, ya te cumplí. Me dio una bolsa de nylon amarrada y se dio la vuelta.
─Gracias, le respondí. Rompí la bolsa y saqué todo lo que me trajo. Era un pantalón celeste, una blusa blanca, un suéter negro y un par de chancletas. En otra bolsita venia ropa interior. Le hablé a la joven para que fuera a bañarse y que luego se vistiera con aquella ropa. Caminaba como sonámbula. Se bañó desnuda enfrene de mí. Cuando terminó le ayudé a entrar rápido al cuarto y le ayudé a vestirse. Su mirada perdida encima de mí me hacía sentir compasión. Ni siquiera me pasó por la mente la idea de aprovecharme de ella. Ya vestida y peinada. Le manifesté que se miraba muy bonita. Esta vez le salió una sonrisa. ─ ¿Cómo se siente?, le pregunté. Me hizo una señal blandeando la mano derecha. Se sentó en una de las sillas mientras yo hacía lo mismo en la otra. ─Necesito que me cuente todo, yo soy su amigo, no tengo nada contra usted y quiero ayudarle pero necesito que me explique todo lo que le ha pasado. Se me quedó viendo fijamente y de sus ojos claros brotaron enormes lágrimas. Aquel cuadro me obligó a callarme nuevamente. Después de una larga pausa la tomé del brazo y le ayudé a acomodarse en la cama. Le pedí que durmiera tranquila, que yo tendría que ir a trabajar el día siguiente, que por favor no se fuera a ir, cualquier cosa que necesitara el viejo estaba pagado por adelantado para abastecerle.
Para no molestarle en nada, tomé dos tablones que el viejo tenía en la esquina del cuarto y los acuaché en el piso y sobre ellos dormí. A las seis de la mañana me levanté a bañarme. Hacía mucho frío pero sería otro día impredecible como todos en este oficio. Traté de no hacer ruido para no interrumpir su descanso y me fui. Salí a la calzada San Juan, tomé una camioneta de las que venían de la Florida y me fui al trébol. En la acera, bajo una pestaña ancha del cine Trébol, me tomé un jugo de naranja con dos huevos. Busqué un taxi y le pedí una carrera. No le dije a donde iba sólo lo iba guiando a cada cierto trayecto. Para ubicarme tuve que decirle que me llevara a la calzada Aguilar Batres, fuimos hasta la fábrica de la coca-cola, lo hice que virara en u y regresamos al trébol nuevamente. Hasta ese momento me ubiqué sobre el recorrido que hacía el coronel para llegar a la casa del jefe. Le pedí que parara cuando faltaban como tres cuadras para llegar a mi destino.
Capítulo XII EL CHENCO
Cuando toqué la puerta, el que me abrió, me indicó que me estaban esperando como agua de mayo. Cuando nos encaminamos al salón de los sillones grandes, se llevó el dedo índice a la boca y dio un silbido; de inmediato apareció Byron con otros tres miembros de seguridad; entre ellos, un chenco mal encarado, como de un metro sesenta de estatura; tenía un bigote caído y patillas recortadas en forma de bota; daban la apariencia de ser más largas que su propia cara. Pude notarle la maldad cuando lo vi venir directo hacia mí. Confieso que no sentí ni pizca de miedo, pero retumbaron en mi memoria la frase del hombrón y la del coronel: “Lució mal la bestia” y “La bestia sos vos”. El Chenco me puso el cañón de su escuadra en mi garganta y con la mano izquierda arrugó mi camisa a la altura de mi esternón. Me dejé llevar sin alzar mis manos hasta que me tiró sobre un sillón. Yo no dije nada. ─¿Dónde está la muchacha, hijo de puta?, me dijo y seguía hablando, lo hacía tan rápido que no le entendí casi nada. Byron y los otros compañeros me lo quitaron de encima y me ayudaron a
levantarme; luego Byron me puso la mano sobre la espalda y me llevó a una esquina. En forma amigable me dijo. ─Angelito nos dijo que dejó con vos a una muchacha para que la cuidaras. ─ ¿Qué muchacha?, le pregunté. ─ ¿Vos anduviste ayer con Angelito?, me volvió a preguntar. ─ Si, le respondí y agregué. ─Yo lo acompañé a traer una canasta grande a una casa, dimos varias vueltas y después paró y me mandó a conseguirle sueros a una farmacia; cuando llegué con los sueros me ordenó que lo esperara, que tenía que ir a hacer un mandado y que luego llegaría por mí, pero ya no regresó. ─ ¿A qué hora fue eso? ─Como a las dos y media, le respondí. Sin decirme nada Byron se retiró de mí y fue a donde estaba el chenco con los otros. Habló con ellos y luego el chenco salió de la sala rumbo a la calle. ─Patojo, no a pasado nada, dentro de un rato salimos para el Congreso, me dijo Byron. El policía de la puerta se quedó conmigo mientras Byron y los otros dos se fueron hacia dentro de la casa. Ahora me preocupaba la llegada del coronel. Quizás actuaría igual que el chenco o podía llevarme al matadero de una vez. No podía ordenar mis pensamientos; hasta ahora había salido librado, pero no podría decirle lo mismo al coronel.
A las nueve de la mañana salimos para el Congreso. Esta vez el jefe pidió que me fuera junto a él. ─¿Es verdad que te fuiste a pie hasta Villa Nueva aquella noche del atentado?. ─Sí, llegué como a las seis de la mañana, le respondí. ─Nadie se imaginó que tomarías ese rumbo, te buscaron en todas partes y en ningún lado dieron señales de haberte visto. Byron intervino contándole al jefe el incidente con el chenco. El jefe me vio de reojo y luego dijo: ─Ángel quiere a este muchacho como se quiere a un hijo, aquí hay algo raro. Byron volvió a intervenir: ─El chenco arregla eso hoy. No se habló más en el camino. Ya en el Congreso Byron me ordenó que me quedara en el carro. El chofer se fue a desayunar y yo me quedé sólo. Empezó a preocuparme la expresión de Byron. ¿Qué tal si el chenco iba a actuar con el coronel, como actuó conmigo?. ─No creo que el coronel permitiera una humillación de esas, dije hacia mis adentros. En el peor de los casos, el chenco podría matar al coronel a traición, sin darle la oportunidad de defenderse y, en este caso, sería mi culpa. Desconozco que peripecias atravesó, el coronel desde el momento que me dejó en el parqueo. Si me hubiera contado la realidad de las cosas, sin ocultarme el misterio de la muchacha, yo hubiera actuado de diferente manera; ahora estoy ahuevado porque no encuentro ninguna coartada que concuerde con lo que le dije a Byron y que éste le transmitió al chenco. Al medio día, Byron llegó al carro y le ordenó al chofer que le diera las llaves y que se fuera a almorzar. A mí me ordenó
que le acompañara. Supuse que algo andaba mal. La forma como manejaba Byron me daba la impresión que estaba nervioso. Ya nos habíamos desplazado varias cuadras y no hablaba, en tres ocasiones nos fuimos en contra de la vía, recuerdo que el chofer de un camión lo maltrató; era para bajarse y meterle las balas, pero como que no le hubiera escuchado. En una de las cuchillas que desvían de la séptima avenida hacia la avenida reforma, paró sacó un paquete de cigarros, me ofreció sin hablarme. ─No gracias, le dije. Se colocó uno en la boca y presionó un botón del carro que luego lo sacó como tizón y encendió su cigarro. Le dio un jalón y luego echando humo por la nariz me dijo: ─El chenco desconfía de vos, no le agradó que lo sustituyeras, parece que tiene problemas con Angelito. Transcurrieron varios minutos, luego volvió a decirme, ahorita que venga me va a contar algunas cosas de Angelito, es mejor si te hacés el dormido, yo les tengo mucho aprecio a los dos y por supuesto a vos. Pasate al sillón de atrás y te hacés el dormido; oigás lo que oigás, no vayás a meterte en la plática. Hice las cosas como Byron me indicó y pocos minutos después apareció el chenco, también venía fumando. Cuando entró al carro, a saber que señas hizo, pero Byron dijo en vos alta: ─Todavía tiene sueño y cansancio de la caminada que se dio desde la Martí hasta Villa Nueva. Tampoco sé con qué mímica el chenco le indicó a Byron que el coronel estaba despachado, lo supongo, porque Byron arrancó el carro y sin hacer cambio de velocidad aceleró a fondo, porque el motor rugió. Yo fingí despertar, Byron me hizo una mirada y luego apagó el carro y se bajó. Sacó otro
cigarro y lo encendió con la chenca del anterior; caminó varios metros hacia adelante del carro y con la misma regresó, yo me bajé y le pregunté: ─¿Qué pasó?. Se mordió el labio inferior y me hizo señas que me subiera. Salimos hacia la avenida Reforma y luego después de pasar por el cine cuyo nombre es el mismo de la avenida, viramos a la izquierda y enfilamos por la avenida que lleva a al banco de Guatemala. Cuando pasamos por la dieciocho calle yo quise romper el silencio y le pregunté al chenco: ─¿Qué te dijo el coronel?. El chenco fingió no haber escuchado. Entonces le toqué el hombro izquierdo y le dije: ─Te hice una pregunta, tengo derecho a una repuesta─. Volvió a ignorarme pero Byron intermedió: ─Patojo, el coronel está muerto─. Sacó unos lentes oscuros y se los puso. Yo sentí deseos de vaciarle la tolva completa al chenco pero por respeto a Byron me contuve. En la puerta del Congreso Byron le ordenó al chenco que se bajara y que fuera a almorzar. A mí me ordenó que me pasara otra vez al sillón del copiloto. Fuimos directamente al parqueo donde el coronel me había encomendado cuidar a la secuestrada. Me surgió la duda, ¿Por qué Byron fue directo al lugar?, si el chenco no le dijo que ahí lo había matado. Concluyo que todo había sido organizado entre todos y premeditado entre Byron y el chenco. El zaguán no tenía la cadena, me bajé y solo empujé las hojas para que se abrieran de par en par y Byron entró el carro; cerré de nuevo. Cuando me encaminaba hacia el espacio número 13, observé que estaban los mismos carros que
había visto el día anterior. Byron se parqueó justamente a la par de la camioneta del coronel; se encaminó hacia el cuchitril donde el coronel había dejado la secuestrada y ahora lo habían dejado a él. Su cuerpo estaba embrocado sobre la canasta; tenía las piernas abiertas. La playera que cargaba era de color zapote y absorbía el color de la sangre pero se le distinguían las perforaciones en la espalda y la sangre le corrió por los brazos que estaban guindados a los costados de la canasta. Byron, a pesar de que hacía poco rato me había dicho que quería mucho al coronel, lo bolseó, sacó la billetera y le quitó los billetes que cargaba. Me dijo que le quitara la cadena y el anillo. Me negué rotundamente y me salí del cuartucho. Me repugnó la actitud de Byron pero no podía hacer nada; ahora me había quedado más solo que nunca. En realidad ya le había tomado mucho cariño al coronel, aunque marcó mi vida en actividades inmorales, le perdono y lo seguiré recordando como alguien especial en mi vida. Cuando Byron salió me estaba obsequiando un manojo de billetes doblados, tampoco quise tomarlos. Entonces le dije: ─Voy a sacar un revólver que anda en la guantera, ese, él me lo había regalado para cuidarle la casa allá en Villa Nueva. Byron vino y se me adelantó a abrir la camioneta, abrió la guantera y sacó el revólver y esculcó todos los papeles que encontró, luego me dio el revólver y me preguntó: ─¿Ya te había dado tu cédula?. ─Sí, ayer cuando me fue a traer a Villa Nueva. ─¡Vámonos!, ordenó Byron.
Corrí a abrir el zaguán y luego que salió el carro cerré las hojas de manera que se detuvieran una con la otra. Me subí al carro y fuimos de vuelta al Congreso. Después de entrar al parqueo del congreso y darle las llaves al piloto, nos fuimos directamente al comedor. Byron comió rápido y se fue; yo supuse que a poner al tanto al jefe y al chenco. Yo tenía demasiada hambre, no sé por qué pero tuve que pasarme otro almuerzo y como dos coca-colas más. Me sentía pura mierda de no haber hecho nada por el coronel. Tampoco sé por qué tuve la corazonada de que el coronel vendría con el hombrón del restaurante y juntos me dirían “volvió a lucir mal la bestia”. Yo pensaba en la muchacha y en mi futuro. Ahora que ya no contaría con ningún apoyo, tendría que estar más cerca de Byron y del jefe, porque para el chenco, yo sería su próxima presa. Tendría que ser más colaborador con ellos. No tendría que poner excusas aunque tuviera necesidad. Pero por esta vez tendré que hacer una excepción, para poder salir de la secuestrada. Ahora yo soy el secuestrador y si estos malditos me descubren, terminaré como xx. Cuando regresamos a la casa del jefe, Byron me preguntó si quería ir al velorio. Le respondí que tendría que recompensarle en algo por la posada que me daban, por lo menos hoy que lo necesitan me quedaré cuidando la casa en Villa Nueva, pero quisiera permiso para ir al entierro el día de mañana. ─Dale, yo voy a ver como cubro tu lugar, pero sí te quiero aquí pasado mañana. ─Aquí estaré temprano, le
respondí y salí caminando rápido. Byron me alcanzó en el carro y fue a dejarme al trébol, en el camino me preguntó si de verdad iba para Villa Nueva. Le respondí que sí. ─Pero allá lo van a velar. ─Mejor, porque así les ayudaré aunque sea a mover las cosas, le respondí. ─Aquí las funerarias hacen todo, no es como en la chifurnia, volvió a decirme y se rió. Después de bajarme del carro en el trébol, fui a la ante sala del cine trébol y compré cuatro panes con pollo y dos pepsicolas. Como eran para llevármelas, tuve que pagar depósito. Busqué un taxi y nuevamente le pedí que me llevara. ─¿A dónde lo llevo?, me preguntó. ─A la dieciocho calle. Antes de bajarme le pagué tres quetzales. Caminé unas pocas cuadras viendo a todos lados, temía que el chenco me pudiera buscar para matarme. Las preguntas de Byron, también me dieron desconfianza. Busqué otro taxi para que me llevara a donde el turco. Estaba ansioso por saber de mi recomendada. Cuando llegamos también le pagué en forma rápida y caminé en otra dirección de donde estaba la casa y rodee la manzana para llegar, por aquello de las dudas, tendría que despistar. Cuando toqué, el turco abrió de inmediato y de una vez estaba cobrando porque tuvo que comprarle toallas sanitarias que le pidió mi presa. ─Ahora comprendo su decaimiento. ─Yo le pago eso y más, agregué. ─Me debés
diez pesos, pagame de una vez, dijo en vos alta. Saqué los diez quetzales y se los di. Cuando toqué la puerta del cuarto, ella me abrió, estaba transformada. Tenía su pelo bermejo, suelto, limpio, bien peinado y brillante; sus ojos estaban vivaces. ─Buenas noches, dije. ─Buenas noches, respondió ella y cerró la puerta del cuarto y luego se sentó en una de las sillas. Yo aún no me sentaba, estaba cautivado viéndola. ─ ¿Usted fue el que me trajo a este lugar?, me preguntó. ─Sí, yo la traje aquí porque no conozco otro lugar. Saqué las aguas y las destapé en un clavo que estaba en el paral de la puerta. Le di una y saqué los panes con pollo que venían envueltos en papel manila. Ella estaba observándome de pies a cabeza. ─ ¿Por qué usted vino con la cara destapada?, todos los que me han cuidado siempre llevan un pañuelo o una media en la cara. ─Por qué yo no la tengo secuestrada, yo la traje a este lugar por su seguridad y ahora más que nunca corremos enorme peligro, le manifesté. ─Cuénteme todo, dijo ella. ─Comamos y después platicamos porque tenemos que tomar una decisión importante esta noche. Solo se tomó un par de traguitos de la gaseosa y la puso en el piso. No quiso comerse el pan. Esperaba que yo le diera pormenores de todo. ─¿Que sabe usted de mí?, Preguntó. ─Vea, a mí ayer a medio día me llevaron a trasladar una canasta de una casa a un parqueo, yo no sabía qué había dentro de la canasta, luego de que metimos la canasta a un
cuartito me dijeron que me saliera, después me mandaron a buscar sueros a una farmacia y después me dieron la orden de que no dejara entrar a nadie al cuartito mientras regresaba la persona responsable, incluso, me indicaron que ni yo debía entrar, sin embargo desobedecí la orden y entré, fue cuando la vi amarrada y casi moribunda; la solté y la saqué de ese lugar, luego la llevé a comer; usted no quiso nada y después la traje aquí, eso es lo único que sé, ¡ah!, y también se que hoy mataron a la persona que me dejó cuidando que no entrara nadie al cuartito. ─¿Entonces, usted no es guerrillero?, me preguntó. ─No, tampoco los que la tenían secuestrada, le dije. ─¿Qué razón tiene que me tenga aquí?. ─La razón es que si la encuentran los que la tenían secuestrada, la matan. Además, ayer la traje aquí porque no conozco otro lugar, pero pongámonos de acuerdo, ¿A dónde quiere que la vaya a dejar?, siempre que no sea su casa. ─Tengo una tía en la zona diez, de ahí puedo llamar para que me lleguen a traer de mi casa, me propuso ella. ─Perfecto, si quiere nos vamos ahorita mismo, la única condición, es que la dejo fuera de la casa y no puedo esperar que salgan sus familiares, porque yo puedo ganarme el real del mandado, lo cual no sería justo. ─ ¿Y cómo me va a llevar?, preguntó. ─En un taxi, le respondí.
─Pero así, ¿sin vendarme?, preguntó ella. ─Es que usted, desde ayer fue liberada, si la traje aquí fue porque se sentía muy mal, no me pronunció ni una sola palabra, hasta hoy tuve el gusto de conocerle la vos, finalicé diciéndole. Ya en el taxi, le pedí que le indicara al taxista por donde debía irse. Después de pasar por el obelisco y tomar la avenida Reforma, a la altura de la embajada de Estados Unidos, ella indicó al piloto que se desviara a la derecha, como a cuatro cuadras, en un sector muy silencioso pidió que parara. Ni siquiera fue capaz de despedirse con un adiós. Inmediatamente que bajó le pedí al taxista que me llevara a la veinte calle, donde tomaba los buses para Villa Nueva. Me sentí decepcionado, me había expuesto tanto por ella, para que no me dijera ni adiós. Nunca espero que me agradezcan lo que hago pero este caso era especial… Le pagué al taxista e hice como que iba para la camioneta pero me desvié hacia la tercera avenida y caminé hasta la diecisiete calle y busqué una pensión para pasar esa noche. Tenía la sensación que el chenco andaba persiguiéndome para mandarme al otro potrero. El cuarto que me dieron era pequeño, sólo tenía una miniatura de mesa con un jarro blanco de peltre grande, lleno con agua y un vaso plástico. Yo sabía que si el chenco, Byron o cualquiera de los miembros del equipo de seguridad que me anduvieran siguiendo, no me iba a dar oportunidad de defenderme,
todos eran traidores y contradictoriamente, no perdonan la traición. Coloqué la mesa pegada a la puerta y jalé la cama para detenerla en caso de que la quisieran abrir por la fuerza. Sin quitarme la ropa, únicamente coloqué las escuadras debajo de la almohada y me tendí en la cama, quería estar listo por cualquier cosa. Al día siguiente, desperté casi a las ocho de la mañana. Era un tremendo ruido de carros, bocinas, acelerones y gritos de ayudantes. En forma incómoda, con una mano me mojé los ojos mientras vaciaba agua con la otra. Me sequé con las faldas de la camisa y salí a la calle. Caminé de nuevo a la veinte calle y tomé la camioneta para Villa Nueva. Por lo que me había dicho Byron, yo esperaba encontrar la casa llena de gente y el ataúd con el cuerpo en la sala. Serían como las nueve; todo estaba silencio. A la casa no había llegado nadie. Entré, fui hasta la cabaña de doña Martita. Todo era un rotundo silencio. Era obvio, que de aquí en adelante, ya no podría vivir en el cuarto como lo había hecho. Decidí ir por mis cosas y regresaría otro día para entregar la llave y darle el pésame a doña Tita y agradecerle por la posada.
Capítulo XIII NADIE SABE PARA QUIEN TRABAJA
Entré al cuarto y vi mi ropa en la cama, mi mochila no estaba en la equina donde la había dejado. Supuse que la señora del refajo había hecho limpieza en el gavetero y por la muerte del coronel ya no había ordenado como estaba. Me bañé, me cambié de ropa y pensé en buscar mi mochila para echar todos mis andrajos. La primera gaveta de arriba estaba trabada, no se podía abrir. Jalé con fuerza y el agarradero me quedó en los dedos. Al jalar la gaveta de en medio vi mi mochila, la tomé y la sentí pesada. Caminé hacia la cama y la abrí. ¡Estaba llena de billetes!. Me detuve, no lo podía creer. Vacié la mochila en la cama. Caminé a la puerta y le eché llave. Por primera vez me puse nervioso porque me descontrolé; respiré hondamente para controlarme. Conté los montones una, otra y otra vez. Había veinte montones, a pesar de tener la cantidad en el cincho que le colocan en el banco; conté cuantos tenía un montón, repetí
lo mismo como con seis o siete paquetes, todos tenían cinco mil quetzales en billetes de cien. Los metí de nuevo en mi mochila y la cerré. Traté de tranquilizarme. Yo había escuchado hablar de botijas, de cantidades de bambas y de cántaros llenos de monedas viejas. Las historias de los viejos de El Remanso decían que cuando no era para uno se convertían en carbón. Por eso volví a abrir la mochila y ahí estaban los mismos billetes. En la gaveta de arriba yo había dejado el dinero que me dio el coronel cuando matamos aquellos tres en Amatitlán. El dinero que estaba en la mochila estaba bien ordenado como lo dan en los bancos. No quería desajustarlo. Fui nuevamente al gavetero y quité la gaveta de en medio para meter la mano y jalar la gaveta de arriba. En la gaveta de abajo estaba otro maletín de color verde que no había estado antes. Lo saqué por la gaveta de en medio y también pesaba. Lo puse en el piso y lo abrí. También estaba lleno de billetes. Vacié el dinero y conté los paquetes. Habían cuarenta. Los llené de nuevo y también cerré el maletín. No podía ordenar mis pensamientos. ─No pudo haber sido más que el coronel, el que lo haya llevado a mi cuarto. Me senté a plan en el piso y recordé al coronel en todos los momentos que compartimos, incluso cuando me dijo que la bestia era yo, y más me conmovió cuando lo vi muerto sobre la canasta. Sentí cargo de conciencia por su muerte. Si no me
hubiera ido con la secuestrada, tal vez el coronel estaría vivo, aunque quizás el muerto fuera yo. Sin meditar, algo me llevó a abrir la gaveta de arriba. La jalé con las dos manos por la parte de abajo y logré destrabarla. Era otro maletín de color gris un poco más grande. Antes de sacarlo sospeché que también estaba lleno de billetes. Algo cambió mi interior porque ya no me sentí nervioso, ni siquiera quise contar cuantos montones habían. Debajo de ese maletín estaban los billetes que yo buscaba. Me los eché repartidos en las bolsas del pantalón; coloqué las gavetas y comencé a buscar una forma de llevarme todo en un solo viaje. Recordé que en el cuarto donde se guardaban las herramientas había un costal de brin de doscientas libras. Fui a traerlo y metí los maletines, la mochila y mis andrajos. Abandoné la casa y caminé rumbo al parque. La idea era tomar un taxi y jalar a donde el turco. En el camino, a dos cuadras del parque vi un rótulo en un pliego de papel manila pegado en la pared de una casa recién terminada donde decía: “Se alquila apartamento. Informan en la tienda”. La tienda estaba a dos casas de donde se encontraba el anuncio. Pregunté a la señora que estaba atendiendo y me dijo que sí lo alquilaban. ─Quiero verlo, le dije. ─Con mucho gusto, respondió y llamó a un anciano que estaba sentado en una perezosa. El anciano se paró, tomó unas llaves que estaban colgadas de un clavo en la pared y salió para ir a enseñarme.
El apartamento era ideal para mí, estaba recién terminado, se sentía el olor de la cal impregnado en los repellos de las paredes. Consistía en una sala, una cocina pequeñita y un baño incluyendo regadera e inodoro. ─Me quedo con el, le dije al anciano. ─Vale cincuenta quetzales al mes, me indicó. ─Lo quiero, le repetí. Coloqué mi costal recostado en la pared cerca de la puerta y de mi billetera saqué un billete de cien quetzales. ─Le pago dos meses de una vez, le dije. ─Todos los que venían a verlo se quejaban por el precio y usted sin regatear me está pagando dos meses de una vez, dijo el anciano. ─Vamos a la tienda, le voy hacer su recibo. Fuimos y me invitó a una coca-cola, mientras me hizo el recibo. Regresé al apartamento, saqué el maletín verde y guardé el costal en el baño. Cerré con doble llave las puertas y salí con el maletín. Busqué un taxi y me fui a donde el turco. Eran casi las cinco de la tarde, me bañé y le dije al turco que lo invitaba a cenar. Ni lento ni perezoso guardó todo lo que tenía desordenado y nos fuimos a un restaurante chino que estaba en la calzada San Juan. Cenamos, nos tomamos tres cervezas cada uno. El turco quería saber quien era la muchacha.
─Esa muchacha no es para vos, me dijo. Luego siguió. ─Tiene gustos de persona rica y vos sos pobre, buscate una que sea sencilla para que te quiera. Hicimos una pausa larga, luego nos paramos, fui a pagar a la caja y nos fuimos. En el camino a la casa el turco me preguntó que donde trabajaba ahora. ─En la policía, le contesté. Se dio otra larga pausa y cuando llegamos a la casa me dijo: ─Solo este mes te alquilo el cuarto, no me gustan los policías. No le respondí y me fui al cuarto, de inmediato me acosté. El día siguiente, al presentarme a la casa del jefe, estaba Byron esperándome, tenias tres periódicos. Desde que me vio me hizo una señal para que me acercara a él. ─Esta es la muchacha por la que te preguntábamos y señalaba la foto de la muchacha que ya había sido liberada. Byron me miraba fijo a los ojos, yo trataba de desviar la atención viendo la primera plana de cada periódico. Sentía el peso de la mirada y para desviar la atención de Byron le pregunté donde habían velado al coronel. ─En una funeraria de aquí de la capital, yo te dije que aquí no es como en la chifurnia y se rió. ─De manera que vos no has visto a los familiares volvió a expresar Byron. ─No, yo me quedé desde ante ayer esperando que llegara alguien a la casa pero no se apareció nadie y ayer se me fue el día buscando un cuartito, le respondí. ─ ¿Y encontraste?, preguntó.
─Si ya en la mera tarde encontré uno en la colonia Quinta Samayoa. Abrí las páginas de un periódico y me senté a la par de Byron; luego en voz baja le dije: ─Tengo algo que contarte, tal vez nos escapamos un rato del congreso y vamos a donde estoy viviendo. Byron no respondió, solo asintió con la cabeza. Aunque no me respondió, se guardó la duda. Cuando salimos para el Congreso, le ordenó al chenco que se fuera en el tercer carro, a mi me ordenó que me fuera con él en el primero. Ya en el congreso nuevamente me ordenó que me quedara en el carro y le ordenó al chofer que me diera la llave y que él se fuera a desayunar. Byron se fue con el jefe hasta la oficina presidencial del congreso. Esta vez regresó rápido y salimos rumbo a mi cuarto. El camino se hizo corto contándome que el chenco me buscó en el velorio y también en el entierro con la intención de despacharme. ─Está como la gran puta porque Ángelito cobró el rescate de la muchacha y no lo compartió, me dijo. ─De eso se trata este viaje, le dije. ─ ¿Cómo así?, me interrumpió. ─Es que, el maletín donde guardaba mis cosas, lo encontré lleno de billetes y me lo traje ayer para mi cuarto y tengo temor que me lo roben por eso te lo quiero entregar. Ya no me dijo nada y cuando llegamos donde el turco se entró detrás de mí. ─ ¡Aquí vivís!, exclamó.
─Si, es que aquí trabajé antes de trabajar con el coronel, le respondí y me agaché a sacar el maletín de debajo de la cama. Se lo entregué y de inmediato lo abrió y contó los paquetes. ─Cuarenta por cinco mil, son doscientos mil, dijo en vos alta. ─¿Y tus demás cosas?, me preguntó. ─Yo las guardaba en ese maletín y cuando quise sacar ropa para cambiarme, fue cuando vi el dinero, le respondí. Me miró fijamente a los ojos y luego me ordenó que me sacara las bolsas del pantalón y que me quitara los calcetines. Cuando saqué los dos mil quetzales que cargaba en la bolsa me los quitó y se quedó observándolos, luego me los devolvió. ─ Ponete los calcetines y vámonos, dijo ya con el maletín en la mano. ─Si te hubiera encontrado tan sólo un billete nuevo en las bolsas, o si no hubiera sido redondo el número de paquetes, ya fueras alcanzando a Angelito, me sentenció Byron. Cuando íbamos entrando de nuevo al congreso me miró a los ojos y yo hice lo mismo. ─Total, que me echen a la mierda, pensé en silencio. ─Voy a hablar con los muchachos para que te demos algo, por lo menos para que te comprés la ropa que te perdió Angelito, me indicó nuevamente. No le respondí.
Mientras el acomodaba el maletín debajo del sillón del copiloto, yo me salí del carro y me fui al comedor; no le esperé. Caminando por los pasillos recordé que la muchacha no me había dicho ni adiós y ahora Byron no me dijo ni gracias. ─ ¿Qué contradictoria es la vida, si hago cosas buenas las toman a mal. Estoy entendiendo que por una maldad, nadie tiene que agradecer nada, sin embargo, se adquiere respeto. Cuando regresé del comedor Byron se acercó y me alertó: ─El chenco, no cree que solo eso tenías; para evitar que se soquen, hoy te voy a dejar de turno; estarás más seguro aquí que en el cuarto que alquilás, me dijo. No le respondí. Al llegar a la casa del jefe, Byron me indicó que desde que saliera de mi turno, el sábado a las siete de la mañana, tendría libre hasta el martes temprano porque el jefe iba a salir del país. El sábado temprano me fui a donde el turco, quería darle las gracias e indicarle que ya no ocuparía el cuarto. Cuando llegué, el turco estaba como ochenta mil diablos, no me dejó entrar. ─Te dije que no me gustan los policías; anoche vinieron los de la judicial a buscarte, si te hubieran hallado, te matan. ─Voltearon todo y quebraron la cama; no te la voy a cobrar pero ya no entrés, me dijo al tiempo que cerraba la puerta.
No me quedaba otra más que sacar agallas y quedarme por ahí para esperar al chenco y enfrentarlo. Me fui al mercado, compré un sombrero y una chumpa de lona gruesa. Volví frente a la casa del turco y luego de rodear la manzana, dando tiempo a que apareciera el chenco y quizás Byron. Después de una hora aproximadamente, Justo cuando yo repunté en la esquina de la cuadra, observé que uno de los carros donde conducíamos al jefe estaba frente a la casa del turco. Me fui rápido al basurero del mercado y le dije al cuidador que le pagaba cincuenta quetzales si iba a decirle a los de un carro que estaba a tres cuadras, que el patojo que buscan está tomando en el mercado. Tomó el billete y luego me pidió que le enseñara qué carro. Caminé con él y se lo señalé. Mientras el cuidador caminaba hacia el carro yo regresé corriendo y me senté en la silla del cuidador. Pocos minutos iban cuando pasó el chenco con la pistola en la mano. Salí y lo seguí varios metros. Pude matarlo por la espalda pero eso no es de hombres, es de cobardes. ─ ¡Chenco, aquí estoy!, grité. Él, se volteó de inmediato apuntándome. Yo, seguro de lo que quería lograr, y que no me mataría de frente; me acerqué a él. Yo sabía que el chenco era traidor, pude adivinarlo por la forma como quedó el coronel. En los pocos pasos que di hacia él, retumbaron en mi mente las palabras del coronel “la bestia sos vos” y lo imaginé embrocado sobre la canasta. Llegué
hasta donde estaba el chenco y le quité la escuadra. ─ Va por el coronel, le dije y le disparé doce plomazos a quema ropa; todos en el pecho. Byron apareció de inmediato y me puso su mano en mi hombro. Yo estaba sereno y satisfecho. Me acerqué al chenco y le aventé la escuadra en la cara. Byron la recogió y se la colocó en la cintura, me miraba de una manera rara, luego dijo: ─¡Vámonos!. No le obedecí. Saqué la escuadra que él me había dado y se la entregué con todo y tolvas. − ¿Qué, ya no vas a trabajar con nosotros?, me preguntó. ─Si vos querés sí y si no querés tampoco. Y caminé hacia la calle. Byron se fue al carro y luego me alcanzó. ─Subite, vámonos, me dijo. ─Prefiero irme solo, le respondí. Caminé hasta la calzada y luego tomé rumbo hacia La Florida. Creo que caminé varias cuadras sin sentir cuando encontré a unos jugadores de fút-bol que estaban celebrando con cerveza. ─ ¿Dónde venden guaro?, les pregunté. ─Ahí en las quince letras, me indicaron señalándome una cantina. Llegué y pedí dos octavos; al estilo que lo hacía el coronel en la cantina de Villa Nueva. Me tomé uno de a tesón, el otro me lo tomé de dos tragos, con limón y sal. Luego, fueron otros dos y después otros dos. Los pagué y luego caminé otra vez hacia la calzada y la atravesé. Me monté en una camioneta y me fui sin pensar donde bajarme. Al pasar por el mercado central me bajé y fui directo a los comedores. Me senté en una banca larga y pedí caldo de gallina. Saciada mi
hambre, no se si por los tragos o por el cajetón de caldo que me tomé, me bajó sueño. Pagué y salí rumbo a la catedral; me divertí viendo tantas palomas de castilla comiendo maicillo que les daban los niños. En la puerta tuve la intención de comprar un manojo de candelas de colores para prenderlas por el descanso del coronel, pero al mismo tiempo reflexioné que de nada serviría; cualquier penitencia no pagaría las maldades que habíamos realizado juntos y sin imaginar cuántos ayotes había descuachipado antes. Quizás el olor del humo de la cera de las candelas y no se qué quemarán en las iglesias, pero me estaba mareando. Decidí irme para Villa Nueva. Subí hasta la concha acústica y tomé un taxi para que me llevara. Me quedé en el parque y de ahí me fui directo a comprar una cama matrimonial para estrenar el apartamento. Esperé que me la llevaran y luego fui por una sábana, también tuve que comprar una pasta, cepillo y jabón. Me acosté como a las siete de la tarde y me levanté el domingo como a las once de la mañana. Salí y busqué un comedor. De regreso en el apartamento sentí aburrido el tiempo. Tomé un paquete de billetes de mi mochila y fui en busca de un televisor y una refrigeradora. Me las llevaron como a la media hora. Pasé la tarde viendo “El Gran Chaparral”, una serie de vaqueros y apaches. Qué más podía pedirle a la vida, tenía el lujo y comodidad de cualquier rico. Aunque mi mayor felicidad estaba en haber matado al chenco y especialmente de la forma que lo hice.
La vida me estaba enseñando que unos mueren para felicidad de otros. Aunque contradictorio; la muerte del coronel me trajo mucha felicidad. Y tuve que verlo de esta manera y hacerme la idea que mi muerte traería felicidad para otros. No sabría para quien pero eso estaba como haberlo visto. Traté de pensar en el comportamiento de Byron y descubrí que era el más collón, zalamero e hipócrita de todos los que he conocido en mi vida. Me había manifestado cariño por el coronel y encubrió al chenco para que lo matara. Ahora andaba con el chenco y no fue capaz de matarme ni por la espalda; lo más seguro es que esté cagando ralo, pensando en la frialdad con que maté a su compañero. El lunes por la mañana me eché dos paquetes de cinco mil quetzales en las bolsas de la chumpa y salí con la intención de encontrar a Moy Sandoval. Tenía presente su actitud cuando agarró la puñada de fichas del canasto para dármelas y que fuera a almorzar. Una actitud que no cualquiera tiene y que perduró para siempre en mi memoria. Al no encontrarlo en la fábrica fui donde su tía para dejarle el dinero. Yo quería que comprara su propio carro y cumpliera su sueño de ayudar a su hermano menor, trayéndoselo a la capital. La mala noticia fue que Moy, hacía quince días había muerto en un accidente en un municipio lejano y me dio más tristeza saber que nadie tuvo dinero para trasladar su cadáver a la aldea El Remanso.
CAPITULO XIV.
MILITANDO DENTRO DEL FACISMO…
Después de la muerte del chenco todo caminó sobre ruedas en el equipo de seguridad. Creo que hasta el jefe estaba más tranquilo. Byron me propuso la parte del dinero del chenco. Le dije que no, que con mi sueldo me bastaba para vivir tranquilo. Una mañana el jefe me preguntó: ─ ¿Por qué no aceptaste el dinero del chenco?, le manifesté que no me moría por dinero, luego le dije: ─Con haberlo matado me doy por satisfecho. El me correspondió con una mirada, acompañada de una sonrisa y un torrente de humo que salía por los orificios de su nariz. Imagino que Byron le dio pelos y señales de cómo fue el vergueo con el chenco, porque a partir de ese día, el jefe fue manifestando más comunicación conmigo. Un viernes por la tarde me dijo que los siguiera hasta su oficina, en la casa. Pidió que me sirvieran café. Mientras el se fumaba un cigarro, me dijo: ─A partir del lunes, te quiero de tiempo completo conmigo, vas a tener un sueldo
adicional al que ya tenés. Hizo una pausa y luego continuó: ─Tenemos que recorrer todos los municipios del país y alinear a todos los alcaldes para que apoyen el partido. ─Luego soltó una risa a pausas, que nunca le había escuchado, y dijo: ─Los que convenzamos son míos y los no convencidos son tuyos. ─ ¿Qué te parece?, me preguntó. Se paró, caminó hacia la pared, bajó una ametralladora y me la dio. ─Es tu machete de aquí en adelante… Confieso que siempre he sido de acción retardada. La expresión “los que convenzamos son míos y los no convencidos son tuyos”, me dio muchas vueltas en la cabeza. Recordé cuando don Chayo, allá en El Remanso, me puso a separar los pollos con viruela de los pollos sanos y en pago por mi trabajo me dijo: ─Los pollos con viruela son tuyos. Mi mamá me regaño por haberlos aceptado. ─ A los pollos con viruela hay que matarlos para que no contagien a los demás, me dijo. Yo, esa interpretación le di y así la apliqué… El jefe estuvo feliz con mi interpretación. La gira empezó en el Occidente del país. En el primer departamento visitado fueron tres los no convencidos. Me dio la orden que hasta que visitáramos el tercer departamento empezara a recolectar los míos, en el primer departamento visitado. Cumplidas las órdenes y satisfechos los deseos de ambos, el cuarto día, los titulares de los periódicos resaltaban en primera plana, “INICIÓ EL FACISMO”. Después del quinto departamento visitado todos los alcaldes apoyaban al partido. Así transcurrió en el sur y en el norte. Mi fama ya era reconocida por todos los políticos de los diferentes partidos.
Cuando nos tocó visitar el Oriente, el equipo de ejecutores que yo comandaba era de cinco. Contrariamente a lo que deseaba, en el departamento de donde soy originario, todos los alcaldes no apoyaban el partido del jefe. Por primera vez, cinco años después de haber salido del El Remanso, llegué con la intención de refugiarme y desde allí estar operando. Brígido y mi mamá se habían ido a las fincas bananeras de la costa Norte. Un romeriego que pasó a hacerle una visita al Cristo de los Milagros y que se quedó de posada en el corredor de la casa, escuchó todo lo que Brígido manifestaba sin desahogar su resentimiento, y como pago por la posada le ofreció a mi mamá llevarse a Brígido a trabajar en las fincas. –El remedio de Brígido es buscarle un trabajo donde se canse para que deje de pensar en ese resentimiento que tiene contra su papá y su abuelo, dijo el romeriego. Cuando regresó de cumplir con su promesa pasó para llevarse a Brígido, pero mi mamá no quiso dejarlo ir solo, prefirió irse con ellos. En la primera operación, fuimos contra tres alcaldes de los municipios de un área conflictiva. Regresamos a El Remanso como a las doce de la noche. No había nadie levantado. Hicimos un recorrido por la calle principal haciendo descargas con la ametralladora. Luego estacionamos el carro frente a una casa de corredor amplio donde había una hamaca. Me acomodé en ella y dos de mi confianza hicieron turno cuidándome. Byron, que ahora estaba bajo mi mando, se quedó durmiendo en el carro con el chofer.
Fue una novedad el día siguiente cuando empezó el movimiento en la pequeña aldea. Algunos me conocían otros ya no. El dueño de la casa donde estábamos, que antes no me hablaba, esta vez cuando se levantó y me vio en la hamaca con la ametralladora en el pecho, y vio a mis compañeros armados por todos lados, se convirtió en el hombre más labioso de El Remanso. Mientras fuimos al río a bañarnos el dueño ordenó a la mujer que arreglara desayuno para los cinco que habíamos amanecido en el corredor de su casa. Fue a llamarnos al río para que aprovecháramos las tortillas calientes que había echado su esposa. Después del desayuno, fuimos a ver la casa de mi madre; me trajo tantos recuerdos, incluso pude imaginar a Brígido relatando nuestra desgracia. La casa estaba abandonada, llena de monte e inhabitable; y luego, viajamos a la aldea vecina para saludar a algunos familiares. Al medio día regresamos almorzar siempre a la misma casa, donde nos tenían tres gallinas doradas. Después del almuerzo nos fuimos al rio nuevamente y rápido llegaron vecinos llevándonos cocos. Mandamos a traer botellas de guaro y armamos una buena chupa; cuando eran las cinco de la tarde ya habían como veinte bolos acompañándonos. Nosotros nos fuimos a nuestra misión. Cazamos a dos de los míos y de los cuatro restantes, a dos se los tragó la tierra y los otros dos mandaron emisarios indicando que se unían al partido.
Al final de la gira por todos los municipios del país, fueron veinticuatro los míos y como trescientos del jefe. El trabajo realizado, como estrategia de pre campaña proselitista, atribuido a mi jefe, fue un rotundo éxito, ganándose el derecho de ser candidato vicepresidencial. La noticia de mi oficio se expandió por todos lados, el respeto era tanto que me aparecieron familiares de todos lados, ahora era tío hasta de señores que me triplicaban la edad. Durante la campaña tomé como hábito venir todos los viernes por las tardes, pasábamos el fin de semana en El Remanso y partíamos todos los lunes a las cuatro de la mañana. Se volvió una tradición entrar disparando los viernes en la tarde y salir los lunes por la madrugada haciendo lo mismo. El triunfo, fue de otro general, pero mediante un apagón de energía eléctrica, que apenas duró dos horas, justo a la media noche, nos permitió cambiar las urnas y modificar el conteo. Cuando vino la energía y los televisores empezaron a informar el cómputo, el partido del jefe fue el ganador. Eran exactamente las once con cincuenta minutos cuando el jefe dio el telefonazo al encargado de una subestación del Instituto de Electrificación y mucho fueron diez minutos para que Cleofas Hernández lanzara las maneas con las que se subía a los postes embarradas de aceite quemado para que quedara sobre las líneas de conducción y se lograra el objetivo.
Ahora llegaban por docenas los vecinos de El Remanso y de aldeas vecinas a cuidarme en las noches que ahí pernoctaba. Me llevaban manojos de cebollas, flores de izote, manías, cocos, elotes, mutas, gallinas, pescados, cubetadas de cangrejos, de jutes, chumpipes, coches y no digamos frutas. Los sábados, en el río eran olladas de caldo de pescado, de gallina y de hierbas y buenas chupas. Todos aprovechaban la oportunidad para pedirme trabajo, la mayoría, de peones en Obras Públicas o en Caminos. Algunos jóvenes querían ser guardaespaldas. Los de edad mas avanzada querían plazas de guardián o de conserjes en las diferentes instituciones. Algunos, más atrevidos, porque ni siquiera sabían leer, querían en las aduana; habían escuchado que un fulano, se había hecho rico estando de jefe en la aduana, que por costaladas llevaba el dinero a los bancos y que después de no tener nada, ahora era propietario de fincas en la costa. Ahora que el jefe ya era vicepresidente, el equipo de seguridad que yo comandaba ya era de veinticinco efectivos. Los que se iban enterando de los jolgorios que realizábamos los fines de semana, se fueron sumando; al extremo que llegamos a viajar en tres carros.
CAPITULO XV. VERALÍ
En El Remanso, las mujeres iban a lavar la ropa al río. Como parte de sus costumbres apartaban uno o dos días por semana para lavar la ropa de toda la familia; algunas vecinas hasta se ponían de acuerdo apartando el mismo día para realizar la misma actividad en la misma represa con piedras muy cercanas para estar platicando y así no sentir el cansancio que les provocaba el restriegue de la ropa sobre las piedras. El sábado veintisiete de julio, mientras hacíamos el respectivo caldo de pescado con cangrejos, el vecino que fue a buscar la leña para el fuego, se me acercó y en forma sonriente me dijo: ─ Río arriba está lavando Veralí; era la muchacha que a mí me gustaba en la aldea y que en varias ocasiones traté de cortejar. Con palaras sencillas… este campesino, hizo que mi mente imaginara a una mujer con su largo cabello cabalgando sobre sus grandes senos, al ritmo de la fregadera del jabón sobre la ropa. Igualmente me describió sus espesas cejas y ojos medio dormilones, con
miradas penetrantes y cuerpo esbelto, formal, amable y muy sensata. Hablé conmigo mismo al tratar de reflexionar que con mi posición y a mi edad, todo lo podía. ─ ¡Que más!, no sería el primero, ni el último, que se llevaría una muchacha hermosa de aquel bello lugar. Me fui sólo, caminado a un costado del los cercos de piñuelas de los regadillos para no llamar la atención y la encontré tal como me la describió el labriego y aunque mi intensión fuera otra, al verla, se contraían mis nervios, hacía temblar mi cuerpo, era vivir otra clase de enfrentamiento que removía mis glándulas, que hacía revolotear las hormonas con una adrenalina enervante y hacía cambiar mis pensamientos y forma de actuar; Veralí era paradisíaca, ¡Era divina!. Cuando a un hombre le gusta una mujer, solo existe un ángulo, el entorno y todo lo demás salen sobrando… La pequeña represa de agua, fabricada con piedras pequeñas, para facilitar la manera de agarrar el agua con el guacal, a Veralí le llegaba hasta las rodillas. Ella misma había construido una pequeña playa alrededor de la enorme piedra donde lavaba para tender la ropa. Me fui acercando sigilosamente, justo enfrente de ella. Empecé saltando sobre las piedras para no mojarme el pantalón. No se si realmente no me había visto o me había visto desde antes y se inclinó a rezar en voz baja pero sin dejar de lavar. Levantó su mirada hasta cuando estaba en la playa donde tendía la ropa, justo cuando se chispó la piedra donde puse la bota de mi pie derecho y tuve que meter al agua la otra pierna para no caer acostado en la pequeña chorrera. Traté de conversar
amablemente con ella pero no me correspondió de ninguna manera, no pude deducir si estaba tan serena o tan nerviosa que no le salían palabras, aunque eso me favorecía para imponerme como macho. Años después me confesó que me tenía tanto miedo porque andaba armado y porque su papá le sentenció que si la veía platicando conmigo le daría una paliza de marca mayor. Era la segunda vez que logré hablar con ella. No paraba de lavar una sábana blanca con rayas azules. Yo hablaba como bruto y como respuestas solo tenía las miradas fugaces de ella. Actué por instinto metiéndome en la represa y con la mano derecha la tomé de la cintura y la levanté para salir por el lado opuesto de donde había llegado. No tuve que convencerla con palabras porque no las tenía. Impuse mi fuerza de macho, deje que se pusiera unas ginas verdes y la tomé de una mano y me la llevé jalada por un callejón que conducía a la carretera. Por un instante pensé en mi mamá cuando decía “lo seguro es lo comido”. Tuve que aprovechar aquel momento porque si se daba cuenta su papá, le hubieran limitado las salidas de la casa y quizás me hubiera obligado a actuar de la única manera que yo sabía hacerlo. Para mi sorpresa, cuando llegamos a la carretera, Byron ya estaba esperándome en uno de los carros. Ella iba como cabrita al matadero, le temblaban las manos y sin ninguna resistencia se metió al carro. Byron mostraba una sonrisa más emotiva que mi imaginación. ─ ¿Cómo supiste que saldría aquí?, le pregunté. ─El muchacho de la leña siguió todos tus movimientos y me fue a decir, y hasta adivinó que
saldrías en este lugar; respondió Byron. Mientras me senté en el asfalto para quitarme las botas y sacarles el agua, le ordené a Byron que regresara al río por donde yo había salido y que mantuviera el control de todo. Yo me fui al pueblo, la llevé a la mejor tienda; entré con la ametralladora en mano izquierda y con mi presa en la derecha. Llegué hasta el mostrador y le pedí a la mujer que vi mejor arreglada, que por favor llevara a Veralí a los vestidores y me la vistiera como ella. ─Quiero cinco vestidos, ropa interior suficiente y cinco pares de zapatos, todo de la mejor calidad que tenga, le ordené. Mientras ocurría su transformación me senté a esperar y a meditar si me la llevaba desde este mismo día para Villa Nueva o si pasaba esta noche en El Remanso y nos iríamos el domingo en la tarde. Decidí que sería hasta el domingo por la tarde. Desde que aparecí en El Remanso, yo dormía en la hamaca del corredor o en una cama que me habían colocado en la sala de la casa del vecino que tomamos como cuartel. Esta vez me dieron el cuarto donde dormían ellos. El temor de las personas sin personalidad los acosa y los hace sentirse inferiores ante quien les pisotea su dignidad pero a la vez se sienten importantes por estar proporcionando una ayuda a quien en realidad no la necesita. En verdad sentía lástima por aquella familia que estaba incomodando. El apartamento que había arrendado en Villanueva, logré comprarlo y junto a mi personalidad de hombre armado y escoltado por varios compañeros, que hacían disparos a cada rato, obligaron a los vecinos a que me fueran vendiendo sus
propiedades, hasta llegar a ser dueño de media manzana. La casa era enorme, con espacio suficiente pero a Veralí no le gustaba. Siempre estaba añorando regresar a El Remanso. Extrañaba sus amistades, ya que en el nuevo vecindario, nadie le daba conversación; el hecho de ser conviviente de un empistolado, la marginaba de la pequeña sociedad. Mientras mi misión era sosegar alcaldes en todo el país. El trabajo que hacíamos antes, cuando el jefe era presidente del congreso, es decir los secuestros, robos de carros, asesinatos a estudiantes universitarios y sindicalistas, ahora estaba en manos de otro pupilo de mi jefe que tenía el cargo de ministro del interior. Mientras yo coordinaba el equipo de ejecutores dentro del campo político. Durante esa etapa de pre campaña en todo el país, los listados de nombres de sindicalistas y universitarios sentenciados a muerte, se hacia extensa. Necesitábamos más personal para aniquilarlos. Basados en mi personalidad, mi jefe recurrió al jefe de la policía, para que reclutara personal con mis cualidades, para brindarle apoyo a una empresa embotelladora donde el sindicato de la misma estaba tomando auge mediante un conflicto labora. Uno de los socios de la embotelladora, de ascendencia estadunidense, convocó a una reunión en un Hotel de prestigio, mi jefe fue invitado junto con el ministro del interior y el jefe de la policía. En esa reunión se acordó crear un grupo paralelo al que yo coordinaba, al cual se le nombraría Ejercito Secreto, (ES) y quedaría al mando del Ministro del Interior.
Una mañana cuando regresaba de cumplir una misión, el jefe me ordenó que fuera al despacho del ministro del interior que quería pedirme un consejo. Justo al momento de presentarme me hicieron pasar. No era un consejo el que quería sino que fuera a despacharme a tres dirigentes sindicalistas de una empresa. El ministro sabía que eso tenía un precio adicional. En ese momento no nos pusimos de acuerdo, simplemente fui, y fueron seis los aniquilados, entre ellos, un sobrino del jefe de la policía. La noche del treinta de septiembre, cuando en el despacho de mi jefe nos reunieron a los coordinadores de ES con los coordinadores de mis escuadrones. Los de ES reclamaban mi intromisión en su campo; el ministro del interior sabía para donde iba el reclamo. Había sido planificado por él para no pagarme el favor. Después de escucharles detenidamente y muy sereno le advertí: ─ “No me haga lo que está haciendo, porque puedo hacer que redoble las campanas por usted”. Rastrillé una de mis armas y salí de la reunión. A partir de aquel incidente ya no tuvimos relación amigable con el ministro, sin embargo tuve que cumplir algunas misiones en contra de las centrales sindicales, que eran de su dominio. El jefe de la policía tenía bajo su responsabilidad brindarles protección a las empresas y asesinar estudiantes universitarios. El ministro del interior me estaba marginando, yo conocía su intención y esperaba que en cualquier momento me jugara una traición.
La marcha de los sindicalistas y organizaciones sociales el veinte de octubre estaba en la mente de mi jefe en la del ministro y en la del jefe de la policĂa. Era de esperar que los discursos de los radicales izquierdosos salpicaran las portadas de los diarios seĂąalĂĄndoles como los sanguinarios del momento.
CAPITULO XVI. DESPIDO INDIRECTO
La mañana del diecinueve de octubre, cuando coordinaba la seguridad de mi jefe, él me indicó que me quería lejos de la capital. ─Le dije me que indicara ¿cuál era el motivo?. Evadió, indicándome que me tomara unas vacaciones en el Remanso y que podía llevarme a mis más cercanos. Insistí en saber el motivo. ─Es asunto del ministro, le dije. Evadió nuevamente diciéndome: ─ Tómate dos semanas. Byron, que siempre estaba cerca de mí, me hizo un guiño de ojo y me separó hacia el carro, luego el mismo Byron, se encargó de llamar a los otros tres que nos acompañarían. Salimos en un solo carro y nos dirigimos hacia la casa del hermano de Byron ubicada en la aldea “La Pita”, una aldea a la orilla de una laguna, casi en la frontera Sur. Byron tenía por hábito cargar un radio pequeño de seis bandas colgado en el hombro para escuchar las noticias. El siguiente día, el veinte de octubre, decidimos irnos a pescar a la laguna. Razón por la cual dejó el radio en la casa del hermano. Después del caldo con los respectivos tragos, mientras
descansábamos bajo una champa improvisada de ramas que construimos en la arena; tremenda sorpresa nos dimos cuando una sobrinita de Byron de apenas siete años, le llevó el radio para que escucháramos las noticias. El hermano escuchó los nombres nuestros, sindicándonos como responsables de la muerte de un estudiantes universitarios. Ya no volvimos a escuchar la noticia. Pero deducimos que los de Ejercito Secreto querían sacarnos del ring. Por lo tanto la estrategia del ministro podría ser esa. Decidimos no movernos de aquel lugar, mientras no atáramos los cabos sueltos y tuviéramos noticias por parte del jefe sobre aquella circunstancia descrita. Byron seleccionó a su primo Ismael Nájera, que también vivía en la aldea “La Pita” para que se fuera a El Remanso. Yo le escribí una nota a mano, dirigida al caporal de la cuadrilla de caminos que estaban construyendo la Escuela y mi casa al mismo tiempo, para que lo colocara entre los albañiles. La misión de Ismael era controlar cualquier maniobra sospechosa, e informarnos mediante radiograma vía zona vial de caminos más cercana, donde ya teníamos el contacto que nos informaría lo más inmediato posible. El día siguiente, Ismael Nájera apareció a la media noche. Veralí me enviaba un sobre sellado que le hicieron llegar ese mismo día por la tarde. El escrito hecho a máquina, en una hoja de papel copia color celeste pálido, era anónimo, pero me alertaba sobre lo siguiente:
“Los miembros del partido político, que formaban parte de la coalición con el partido de tu jefe, a través del ministro del interior, PIDEN TU CABEZA. Tus
servicios ya no son necesarios, únicamente representas un peligro para ellos. Cuídate”. Esa misma noche Byron con otro compañero, viajaron a El Remanso, a dejar a Ismael para que amaneciera en su lugar de trabajo y nadie sospechara de su labor. Byron y el compañero Regresaron a las siete de la mañana del otro día. Yo empezaba a inquietarme, primero por no tener idea de quién me estaba brindando información y segundo porque el jefe no me daba ninguna luz sobre el rumbo que seguirá la situación. Pude darme cuenta que un par de días sin leer periódicos ni escuchar noticias, es una tortura para quien esta inmiscuido en las acciones políticas de quienes toman decisiones en un país. Creo que perdí la noción del tiempo, ya no sabía ni en que día estábamos. A cada rato les preguntaba lo mismo a cada uno de mis cuatro compañeros. Ellos me comprendían. Los dos que se habían quedado conmigo cuando Byron y el otro viajaron a El Remanso, al calor de los tragos se iban sincerando y prometiéndome lealtad hasta las últimas consecuencias. Durante varias noches viajaron a la aduana a traer güisqui y comida enlatada. Fueron como ocho días de chupar, comer y mantener los ojos cerrados porque realmente no me dormía; los nervios se me habían alterado de tanto estar maquinando que el jefe también quería deshacerse de mí. Sabiendo quien era Byron, tomé como medida de precaución que no se me despegara ni un solo segundo y que se tomara la misma cantidad de licor que yo. Creo que estuve hablando incoherencias; al extremo que el hermano de Byron fue a una aldea vecina a traer un
enfermero que me inyectara para que parara de tomar. Yo nunca había sentido el puyón de una aguja y no estuve de acuerdo en que me inyectaran; incluso, al pobre enfermero le amenacé con rellenarlo de plomo si se atrevía a inyectarme. El hermano de Byron y el enfermero se retiraron y mis compañeros se me acercaron tratando de convencerme para que me tranquilizara. Cuando me dormí sentado en un trozo de árbol de mango, me escondieron las armas y fueron a traer de nuevo al enfermero. Entre los cuatro me sujetaron, deteniéndome embrocado en la arena. De reojo vi al enfermero sacándole el aire a la jeringa y pegándole con el dedo índice para que se despegara la gota que estaba en la punta de la aguja y sentí el olor a alcohol cuando con un algodón me limpiaba la cadera para inyectarme. Lloré, lloré como un niño. Entre los cuatro me detuvieron no se cuanto tiempo, pero el suficiente para que el enfermero llegara a su casa. Me llevaron a una hamaca y ahí descansé hasta el día siguiente Después de preguntarles, a uno por uno, de mis cuatro compañeros, y a los familiares de Byron qué día era? y que todos coincidieron en decirme que era lunes veintinueve de octubre. Tomé la decisión de que sólo Byron se quedaría conmigo mientras los otros tres irían al congreso a entrevistarse con el jefe y que les diera todos los pormenores de que cómo seguirían las cosas. En La Pita, le dicen la hora de la oración, cuando se mezcla la claridad con la oscuridad; generalmente entre las seis de la tarde y las siete de la noche. Justamente a esa hora,
aparecieron los compañeros. De inmediato les pedí que desembucharan lo dicho por el Jefe. ─El jefe está muy molesto mano, manifestó Santos Esquivel, el que llevaba la vos cantante para hablar con él. Luego continuó, ─El jefe, únicamente se concretó a decirme que vos jodiste todo con haberte robado los materiales de la escuela de El Remanso, porque el informe que presentó el maestro y el Comité Nacional de Construcción de Escuelas, avalado por el alcalde y el gobernador departamental, indica que la construcción de la escuela aún no han salido a flor de tierra, ni las columnas, lo único que se ven son las estacas que delinean las zanjas y mientras que tu mansión avanza viento en popa. ─Así, tajantemente, dijo: ─ “Díganles que están despedidos, él y Byron”. ─Ustedes deben presentarse mañana a recibir órdenes del Jefe de la Policía Militar Ambulante, quien les dará instrucciones de su nuevo trabajo. Por instinto, en forma sincronizada, nos vimos las caras los cinco. Intermedió una larga pausa; luego interrumpí con una risa gutural, pausada y larga a la vez. Parecía el inicio de una tos. Con tono de voz quebrada y tartamudeando, dije: ─U, u, ustedes, son libres, de decidir, por lo que mejor les parezca. Sin sentir me convertí en un llorón nuevamente. No entiendo mi personalidad. He sido capaz de matar sin piedad a muchos y el simple hecho de tener que separarme de mis compañeros, me causaba pesadumbre y orinadera de lágrimas. Me las sequé y quise seguir hablando, entonces vino a mi mente la imagen de Veralí, con su silueta de joven embarazada. Veralí estaba esperando un hijo mío, nunca antes, en los tres meses de embarazo me había
detenido a imaginarme como padre, y ahora, un simple fin de semana sin verla me pareció un siglo. Motivos para justificar mis llantos me sobraban… Viendo fijamente a Byron. ¡No sé cómo es Byron!. Es judas, es labioso, es hipócrita, el que vende a quien sea, pero le vi triste. No se si por el trabajo o porque íbamos a tener que separarnos. Pero él fue el que sacó fuerzas y condujo las cosas. De inmediato, dijo: ─¡Bueno!, se van o se quedan con nosotros?. Hizo una pausa y prosiguió: ─ Solo queremos saber si están con nosotros o se van a la mierda. ─ Habló con autoridad y con tono de persona molesta; y volvió a sentenciar: ─ Ahí solo a joder gente pobre van, a verguear inditos a las fincas de los ricos y a quemarles los ranchos. ─ Decidan de una vez, ¡Se quedan o se van!. Se vieron entre los tres y me vieron a mí. Uno por uno fue confirmando que se quedaba. ─Mañana temprano les diré cual será la primera tarea a realizar. Cuando nos disponíamos a descansar y a pensar cual sería la primera línea a trazar, llegó Ismael Nájera. Me traía otro sobre sellado por la oficina de correos y telégrafos. Veralí me lo envió de inmediato porque según le indicó el telegrafista, era urgente. Después de abrir el sobre y encontrar otra hoja de las mismas que me enviaron el primer documento. Siempre anónimo y escrito a máquina. Lo leí en voz alta. Literalmente decía:
“El ministro del interior, el jefe de la policía y tu jefe, te tienen contados los días. A diario se están reuniendo con el Embajador de Estados Unidos. Ayer por la mañana, embarcaron una flota de carros de marca, y fueron enviados hacia Miami. En cuenta se fueron los seis que tenías en tu casa. El embajador les ofreció apoyo para encontrarte y desaparecerte. Cuídate…” Aquella noticia nos cayó como balde de agua fría. Sin embargo, me alegró en parte, porque consideré que mejoraría nuestra relación, pues a decir verdad, solo dos carros eran míos y uno de cada uno de ellos. La molestia nos quitó por completo el sueño. Por buena suerte, a nadie se le ocurrió tomar licor. Hablábamos de una y mil cosas tratando de armar un buen golpe para destruir por completo a quienes nos estaban destruyendo… Ya casi al amanecer, el hermano de Byron nos llevó una olla de aluminio llena de café y nos sirvió una taza a cada uno. Solo así paramos de hablar durante un buen rato. De repente, Santos Esquivel nos llamó hacia un árbol de amate que estaba como a cien metros de la galera donde pasábamos las noches. Todos cambiando de mano la taza y soplando el café para poder tomarlo. Hicimos silencio mientras Santos nos explicaba su plan. ─Puedo conseguir cinco uniformes de la policía y nos uniformamos. En el taller del gordo, en la zona once hay diez carros que utilizan los de estadística, esos son igualitos a los de la policía. Si vamos y sacamos un carro cada uno y los trasladamos a un lote que tengo en la zona seis,
podremos hacer cinco tiros el mismo día, en diferentes carros. Hizo una pausa y luego, dirigiéndose a mí dijo: ─Vos tenés perchas de placas en tu casa; se las cambiamos y salimos nuevamente. Todos aprobamos como lógica y realizable la estrategia de Santos y asentimos con un movimiento vertical de nuestras caras. El más callado del grupo, El Piter, interrumpió y dijo: ─Yo estuve de agregado en la embajada de Israel y allí hay tres Cherokees automáticas y tienen las llaves puestas en el switch y están fuleadas siempre. En ves de los jeeps de estadísticas, mejor las Cherokkees. Byron interrumpió desesperado: ─¿Pero qué es lo que vamos a hacer?, necesitamos que culpen al ministro y al jefe de la policía de algo que tenga trascendencia, que salga en los periódicos. Interrumpí y dije: ─Tengo hojas con listados de los sentenciados, podemos llevarlas a los periódicos a que las publiquen, tienen el membrete del ministerio del interior y las tres cherokees las podemos llevar al predio del ministro y hacer la denuncia en los periódicos, para que descubran quienes coordinan la delincuencia en el país. Al final concluimos que sacaríamos un jeep de estadística y uniformados llegaríamos a la embajada israelí a sacar las cherokees.
CAPITULO XVII. EL DESQUITE CON SABOR A FRACASO
Después del desayuno informal, a las siete treinta salimos rumbo a la capital. Fuimos directo al taller del gordo. Peter entró a hablar con él y regresó con el jeep. Ordené a Santos que acompañara a Peter y nos fuimos un motel ubicado en la Calzada Agilar Batres. El encargado era mi amigo y aceptó que le dejáramos el carro en uno de los cuartos; por su puesto le pagamos. Nos fuimos los cinco en el jeep y fuimos a almorzar a los comedores cercanos a la embajada americana. Esperamos largo rato platicando; como a la tres de la tarde fuimos a inspeccionar los alrededores del predio del ministro. ─A las cuatro cierran la embajada y se van la mayoría de trabajadores, dijo Peter. Justo a las cuatro y veinte estábamos frente a la embajada. Nos uniformamos como Policías Nacionales. ─ El indicado sos vos, le dije a El Peter, llamás al policía, le decís que llame a este número que el jefe de la policía le va indicar a que venimos. Cuando esté llamando y no le contesten, le das un terciazo en la cabeza y lo maneás y luego nos haces una seña para que entremos. ─ Santos se va a llevar este carro, El Peter una Cherokee,
Mario otra y Byron y yo nos iremos en la que queda. Tal y como lo indicó El Peter, era la embajada más tranquila, todo salió a la perfección y nos dirigimos al predio del ministro. El encargado nos indicó donde parquearlas. Santos se encargó de distraerlo mientras dejamos las hojas de los listados de los sentenciados, en los sillones del copiloto y les echábamos llave. De prisa nos dirigimos al carro y Santos llegó caminando rápido para irnos del predio. Salimos directo a las oficinas de un periódico, ahí localizamos a un amigo y le pagamos ochocientos quetzales para que sacara en primera plana la noticia y que además les proporcionara las fotografías y los listados a los demás periódicos. En la sexta avenida “a”, a media cuadra del edificio de la policía, atravesamos el jeep de estadística para dejarlo abandonado y le quitamos el carro a un joven que había empezado a bocinarnos, regamos un montón de hojas con los listados de los sentenciados y nos fuimos al motel donde habíamos dejado el carro. Luego fuimos a dejar abandonado el carro que le quitamos al joven al periférico. Lo que menos podíamos hacer era permitir que se separara alguien del grupo. Decidí que nos quedaríamos en el motel, ahí nadie sospecharía que estuvieran cinco machos juntos. La intención era esperar la noticia el día siguiente. Sentimos larga y aburrida la noche durmiendo atravesados en el colchón con los pies en el piso. A las cinco de la mañana nos levantamos ansiosos de ver la noticia en los diferentes periódicos. Nos fuimos en el carro a una de las cuchillas de los desvíos del trébol, pedimos café y tortillas con carne adobada para desayunar. Mandé a El Peter a
comprar los cuatro periódicos de mayor circulación. Regresó de inmediato, traía tres periódicos, nos tiró uno a cada uno y se puso a comer. Por la forma de tirarlos en la mesa y su expresión me dio mala espina. No murmuró ninguna palabra. Hojeamos cada uno de los periódicos y no había nada. ─¡Nada!, no salió ¡Nada!, dijo exaltado El Peter. ─ Tal vez en el que sale por la tarde, dijo Santos Esquivel. ─ N i mierda, si no salió nada en estos, ya no sale nada. Manifestó Byron. ─ Vamos a matar a ese hijuelagranpúta, porque no se va hueviar los ochocientos quetzales así nomás, les dije. ─ Calmémonos, calmémonos, intervino Byron. ─ Pensemos bien que vamos hacer; algo tuvo que haber pasado para que ese “cuatro ojos”, periodista ruin no publicara las noticias. Nos subimos al carro, yo me fui al timón, Byron de copiloto y los otros tres atrás. No podía ordenar mis pensamientos. Salí despacio, nadie hablaba, me enfile sobre la calzada Roosevelt, creo que llegamos a Mixco y no pronuncié palabra alguna con ellos. Ya cerca de San Lucas, Byron me dijo; ─ Si crees que vamos a poder entrar al rancho del jefe estás equivocado. ─ Ojalá se me pongan a brinco, porque hoy tengo sed de matar, le respondí. Antes de llegar a San Lucas estaba la entrada a mano derecha entre unos encinales, camino inclinado y con curvas cerradas que llevaban a la cabaña de descanso del jefe, donde muchas veces se iba a planear con sus asesores y nosotros éramos sus mandaderos. Aquel día no estaba ni el guardián. Eran apenas las seis cuarenta y cinco de la mañana. Yo recordaba donde dejaban escondida la llave, me dirigí a
traerla y luego a quitar llave para entrar a la cocina. Muchas veces, cuando estoy endiablado me da hambre en forma desesperada y si no paro, soy capaz de comerme un coche entero; luego siento tanta llenura que me enfado conmigo mismo. En ese momento es cuando necesito un cigarro como elemento digestivo. Aquella mañana, hice una docena de huevos revueltos con cebolla y jamón que encontré en la refrigeradora. Después de la comida y el respectivo cigarro; mientras escuchábamos noticias, Byron destapó la cisterna que estaba precisamente debajo de la mesa de la cocina y se metió, luego nos mostró dos manojos de morteros de dinamita. ─ ¿Hay más?, le pregunté. No respondió pero se volvió a perder en debajo de la terraza y escuchamos que arrastraba un objeto de metal. La cisterna no tenía agua, era un arsenal. Le ordené a El Peter que se metiera a ayudarle. Sacaron una caja como de un metro por lado y como sesenta centímetros de alto. Estaba llena de morteros. Me salí y me fumé un cigarro. Creo que dejé más de la mitad y regresé con ellos. ─ En la pita, me dijeron que están conmigo hasta las últimas consecuencias, les dije y les vi a los ojos a cada uno de ello y cada uno bajó su mirada. ─ Byron, le dije, para que levantara la cara, le vi a los ojos nuevamente y luego saqué ochocientos quetzales de mi billetera y se los di. ─ Te vas a llevar el carro, te va acompañara Mario, El Peter y Santos, se quedan conmigo, les dije. Hice una pausa viendo a los ojos a Mario y luego dije:
─ Necesito que me traigan al periodista y de una vez se compran cinco sacolas, una para cada uno. Les advierto, no quiero chumpas, dije bien claro, quiero sacolas, y de pasada, traen almuerzo. Byron mostró la felicidad que le caracterizaba cada vez que salía a hacer mandados. Le hizo señas a El Peter, vi cuando revisó la tolva de su escuadra y le indicó a El Peter que hiciera lo mismo. Nunca he podido entender la personalidad de Byron, tan servicial, atento y amigo pero desleal hasta la cacha. Tan amigo del chenco y ni siquiera me maltrató por haberlo matado casi en sus narices. Me estaba matando tener que tolerar mi resentimiento ante la forma en que el jefe me dio por despedido, sin ninguna explicación con valor semejante al trabajo que me expuse por él. Si bien es cierto, sentía satisfacción al matar, pero ni una sola muerte fue por beneficio personal directo, sino por sus intereses. Reunido con Mario y Santos, le explique lo que tenía en mente. ─Para mí, mañana se acaba mi vida, les dije: ─ Ustedes deciden por la de ustedes. Al menos antes de que vengan los compañeros quiero escuchar su opinión o por lo menos para que tengan una respuesta para cuando les explique a aquellos lo que pienso que hagamos o en todo caso estoy convencido y siento el deber de hacer. ─ El plan consiste en que entremos al hemiciclo del congreso forrados con estos morteros y un encendedor en la
mano, para eso son las sacolas, y les damos media hora a los diputados para que destituyan al ministro del interior y al jefe de la policía mediante acuerdo, si no, nos haremos explotar junto con ellos. Santos vio a Mario y Mario me vio directo a los ojos. Hubo una comunicación a través de miradas. La expresión de Santos me manifestó el miedo que siente un hombre cuando debe decidir por su vida. Mario fue más lejos con su pensamiento, los vellos de los brazos se le encresparon y la piel de su cara se le puso ceniza. Traté de imaginar el momento de la explosión. ─ En mi mente pude ver las hilachas ahumadas de nuestra vestimenta y mis extremidades revotando en las curules, al mismo tiempo que los diputados se amontonaban en las salidas. Sacudí mi cabeza para tratar de ordenar mis pensamientos. Salí a fumarme otro cigarro. Esta vez lo disfruté hasta la colilla y regresé a unirme con Mario y Santos. Pude adivinar que no tenían huevos de morir de esa manera. ─ ¿Qué me responden?, les interrogué. ─ Y, si solo morimos nosotros, y los malditos siguen como que si nada?, me increpó Santos. Mario solo movía la cabeza indicando desaprobación. ─ No hay necesidad que me justifiquen nada, yo ya interpreté la respuesta; ahora, solo quiero pedirles que se abstengan de hablar y observen a Byron cuando le proponga lo mismo. ─ Byron te va a decir que sí, pero no lo hace; dijo Mario.
─ De eso estoy seguro, le respondí. Salí de la cabaña y, entre el encinal, caminé como doscientos metros hacia la cima. Me senté al pie de un encino grueso y fumé en forma desesperada un cigarro tras otro. Cuando escuché el ruido del carro bajé ansioso de saber la versión sobre el periodista. Byron mostraba júbilo en su actuar, silbaba y tarareaba no se que clase de música. Otras veces en esos momentos de suspenso, silbaba una canción de Pedro Infante y cantaba “qué te a dado esa mujer, querido amigooo”. Creo que era la única parte de la canción que se sabía. Mientras colocaba en la mesa la comida que habían traído, El Peter, por su parte, desembolsó las sacolas y las mostró. Eran tres de color mostaza y dos de color café oscuro. Santos, Mario y yo permanecíamos en silencio. ─Comamos y les cuento lo que pasó con el periodista, manifestó Byron, mientras me devolvía ciento cincuenta quetzales de los gastos que realizó. ─Si querés que me harte, contame con pelos y señales, qué pasó con ese vende pajas. ─Tranquilizate, me dijo. ─Se lo tragó la tierra, manifestó El Peter. ─ ¿Cómo está la cosa?, les interrogué. Byron, más sereno que todos, se acercó a mí y manifestó: ─ Dice un compañero de él, que la nota y los listados estaban listos para la impresión, pero que como a las nueve y media de la noche,
el director y dueño del medio, lo mandó al predio del ministro a sacarle fotos a las Cherokees. Desde entonces no saben que le haya pasado. ─Otro periodista que estaba escuchando la plática nos contó que el director de ese medio, son uña y mugre con el ministro del interior, intervino El Peter. Hicimos una larga pausa mientras almorzábamos. Dirigiéndome a Byron y a El Peter, le expliqué para qué eran las sacolas y le pedí a El Peter que nos diera una a cada uno. A Byron y a mí nos dio las de color café oscuro. Todos esperábamos la respuesta de Byron. No respondía pero destendió su sacola en la mesa y la empezó a llenar de morteros en las bolsas internas. ─ Hagamos todos lo mismo, les ordené a los demás. Era la una y media de la tarde cuando Byron dijo: ─Ahora que ya no somos trabajadores de nadie, nos van a registra y lo más seguro es que en la puerta nos capturen de una vez. Propongo que ustedes entren por la novena avenida y yo entro por el parqueo, en la octava avenida, las sacolas irán en el baúl, luego llegan a ponérselas. ─ Si logramos el objetivo, tendremos que irnos inmediatamente, manifesté; por lo tanto necesitamos que esté alguien afuera esperándonos. ─ Santos maneja con mayor facilidad aquí en la ciudad, indico Mario. ─ Entonces, vos podes entrar las sacolas en el maletín, entrando por el parqueo; nosotros entramos por la novena
avenida y nos encontramos en el salón del pueblo mientras Santos se va sobre la novena avenida hasta la séptima calle, ahí sobre la avenida nos espera por cualquier cosa. ─ Propongo que me pasen dejando por el parqueo, mientras hago los contactos para entrar el maletín, ustedes calculan unos quince minutos y vuelven a pasar para dejarme el maletín y se van a entrar por la novena, explicó Byron. ─ Perfecto, le dije.
CAPITULO XVIII. EL PRECIO DE LA LEALTAD
Eran exactamente las tres en punto cuando estábamos dejando a Byron en el parqueo. Santos iba manejando, yo iba en el sillón del copiloto. Íbamos pasando por el mercado central cuando le indique a Santos que siguiera hasta la quinta calle y que doblara hacia la izquierda, hasta la sexta avenida. Ya en la sexta le pedí que nos dirigiéramos a la casa presidencial. En la quinta calle, entre el palacio y la casa presidencial, le indique que se detuviera. ─ Aquí quedate observando los movimientos de los tamalitos de chipilín, le dije, refiriéndome a los militares. Y, dirigiéndome a Mario y a El Peter, expresé: ─ ¿Quién de los dos me quiere acompañar?. Nadie respondió, pero los dos se bajaron al mismo tiempo y nos juntamos en la parte trasera del carro. ─ Vamos a entrar con el jefe, les dije. ─ ¿Y Byron?, preguntó El Peter. ─ Ese judas, en este momento nos está vendiendo, y como todo traidor, justo es que se quede sólo, les respondí. ─ ¿Y aquí a qué venimos, cuestionó Mario?, ─ Ustedes sólo síganme.
El Peter y Mario se quedaron mudos, me di cuenta cuando subíamos en el elevador, solo se escuchaba mi voz y los chorro gruesos de aire, de la respiración de mis dos leales, hasta ese momento Ya en la puerta del despacho vicepresidencial, Mario manifestó: ─ Qué fácil sería matar a estas personas, entramos como Juan por su casa y a nadie se le ha ocurrido que podríamos hacer cualquier avería sin que se den cuenta. Una señora pelo oxigenado, que siempre atendía la puerta del despacho, nos entró con amabilidad. Desconocía que yo ya no trabajaba para el jefe. ─ Su compañero Byron, ha estado llamando con insistencia que quiere hablar urgentemente con el jefe, me dijo. ─ Dígale que el jefe ya tiene conocimiento de lo que está pasando. Ella, desconociendo mi intención accedió. ─ ¿Dónde está el jefe?, le pregunté. ─Está en despacho del presidente, me indicó ella. ─Gracias, yo voy a hablar con él, le respondí y caminando con paso lento le puse la mano en el hombro a Mario y nos conducíamos al despacho presidencial. Al llegar a las gradas, mis asombrados leales, se pararon frente mí. ─ Tenemos derecho a saber qué estamos haciendo aquí, me increpó El Peter. ─ Solo esperen que lleguemos al despacho del presidente y saldrán de la duda. Toqué varias veces la puerta del despacho y no abrían. Empecé a desespérame, porque todo aquello podía
derrumbarse en un segundo. Cuando les hice señas de que empujáramos al mismo tiempo, se abrió una de las grandes hojas de la puerta. El jefe abrió y los tres entramos sin decirle nada. Yo cerré la puerta. Él, caminó sereno hacia la silla del enorme escritorio. Sin decir nada, antes de que rodeara el escritorio, le rastrillé mi escuadra atrás de la oreja y lo embroqué sobre el mesón. ─ No se preocupen por su trabajo, su cheque les seguirá saliendo con normalidad; podemos negociar un aumento y se van a una finca al Sur, para que ya no anden en esto, dijo en tono quejumbroso. Mario y El Peter se retrocedieron a la puerta. Mario vigilaba hacia afuera por el ojo de buey, mientras El Peter revisaba todo el entorno. Vi de reojo cuando votó el pabellón nacional sin desprender su mirada hacia la cara del jefe. La adrenalina que me templaba en mis adentros me hizo hablar y le dije: ─ La bestia no puede fallar esta vez, sepa que hombre somos todos y todos merecemos respeto por humildes que seamos; la lealtad tiene un precio y la traición también; usted, mejor que nadie sabe que la traición es el precio de la lealtad, usted no debió olvidar que su vida estuvo y todavía está en mis manos; debió aprender que los sentimientos de cualquier caitudo es una virtud que le nace de lo más hondo y no tiene precio. Vi claramente cuando su respiración empañó el vidrio grueso que forraba el escritorio. Esperaba que se orinara como el primero que maté. Le deslicé el orificio de salida de las balas, desde la oreja hasta que se escucho que tronaron los dientes al topar con el metal del arma. Lentamente, agité una vez mi dedo índice, y de inmediato reviraron las astillas de vidrio y la bala se incrustó en la madera del escritorio.
Lo jalé del cuello de la camisa, lo enderecé y luego le di media vuelta para que se sentara en la silla. Yo seguía atrás. Era un temblor tratando de verme de reojo. ─ Me ahuevaste, pensé que me habías matado, dijo. Todavía no he terminado jefe; tranquilícese y esté listo para calmar a los soldados que ya aparecerán por la puerta. Se dio un silencio prolongado. Aunque en esas circunstancias un segundo es largo. No paraba de temblar, rompí el silencio diciéndole: ─ Quiero que desde aquí ordene que nuestro trabajo siga igual. ─ Lo haré. Tomó el teléfono y no podía insertar el dedo índice en el dedal del disco sobre el número que deseaba marcar. Le jalé la silla a manera que no alcanzara y le hice una señal a El Peter para que llegara a marcar y que él sólo dijera los números. Llamó y dio órdenes que todo seguía igual. Le pedí que destituyera al ministro del interior. ─ No puedo, eso solo lo puede hacer el presidente, dijo en forma rápida. ─ Pedime otra cosa, pedime lo que querrás. ─ Llame al secretario de organización del apartido por el cual hemos trabajado y ordene que me incluya como candidato a diputado por mi departamento y que traiga de inmediato mi credencial. El viejo se puso pálido y no paraba de temblar. Le ordené a Mario que le sirviera una taza de café espeso y amargo para que se tranquilizara y esperáramos al secretario del partido. Ya tranquilo me dijo que me sentara, que íbamos a hablar del partido. Guardamos las armas y nos sentamos enfrente de él. Se fumó varios cigarros y se terminó la taza de café. Mario le sirvió otra.
El secretario llegó sofocado con la credencial en una mochila y de inmediato se la dio firmada y sellada por el organismo electoral. Solo falta la foto, esa la arreglas vos, ─ me dijo el jefe. Me la entregó y luego de exhalar un enorme suspiro dijo: ─ Estuvo bueno que hayan actuado así, ésta ha sido una experiencia de la que aprenderé mucho; antes de ser quien soy viví muchas experiencias pero jamás vi tan de cerca la muerte, como la vi hoy. Yo estaba tratando de adivinar lo que estaría maquinando en sus pensamientos el jefe... él me observó y soportó mi mirada. Me dio un cigarro y fumamos, luego me dijo. ─ Si ya decidieron meterse a este juego aprovéchenlo, solo son cuatro años y si no haces pisto en ese tiempo, se jodieron. Al cabo de un rato después de que reinó la tranquilidad, lo obligué que saliera a dejarnos a la sexta calle, mientras El Peter, fue a avisarle a Santos para que nos pasara recogiendo en la sexta calle, Mario y yo coincidimos en que debíamos perdernos de inmediato por cualquier reacción; sin embargo, El Peter y santos coincidieron que estaba más fácil secuestrarlo que dejarlo tranquilo. Entre Mario, el Peter y yo, arreglamos una flota de diez carros para la campaña. Prácticamente Mario se convirtió en el coordinador de mi campaña, distribuyó un carro en cada municipio y contrató gente para que se dedicaran a tiempo completo a recorrer todas las aldeas y caseríos. Santos se quedó de guardián en mi casa en Villa Nueva. El Peter y yo nos dimos a la tarea de visitar a los comerciantes del departamento para que nos ayudaran
económicamente y colaboraran con sus camiones y picops para hacer numerosas las caravanas. A cambio les conseguiría licencias para seguir sacando madera de los pinares así como otorgamiento de documentos municipales declarándolos propietarios de algunos ejidos. Ya habíamos conformado el equipo de campaña con un poeta como maestro de ceremonias, un maestro jubilado que me hacía los discursos y otro profesor en servicio que me orientaba en la forma de dirigirme a las personas. Cuando faltaban quince días para las elecciones generales, el candidato presidencial visitó mi departamento y le hicimos una concentración muy concurrida logrando que viniera gente de las repúblicas vecinas, especialmente del las comunidades fronterizas que habíamos logrado inscribir como ciudadanos en nuestro departamento. El poeta, con una goma empedernida, como suelen vivir la mayoría de los bardos, inspirado por el numeroso público asistente, declamó un poema que describía los privilegios de ser presidente. Motivado por aquella actividad, el candidato presidenciable, en reunión con los secretarios departamentales, dispuso que el cierre de campaña se hiciera en mi departamento. Las elecciones estaban calendarizadas para el domingo tres de marzo. El cierre se planificó para el jueves veintinueve de febrero. Repetimos la estrategia y esta vez incrementamos el número de simpatizantes acarreando a todos los empleados de las instituciones del estado. A la reunión asistió el ministro del interior y el jefe de la policía
que eran acérrimos enemigos míos. Todo salió como lo esperábamos. El cierre fue emotivo y la satisfacción del general era notoria a simple vista, al extremo de expresar públicamente que me convertiría en alguien cercano a él. El dos de marzo, el jefe y secretario general del partido oficial, hizo la llamada al delegado de la oficina de ciudadanos y le instruyó que las urnas deberían llevar la mitad más uno de las papeletas marcadas a mi favor. Lógicamente mi victoria fue aplastante y sin derecho a impugnaciones. El sábado nueve fue la celebración del triunfo a nivel nacional, acudimos con todos los secretarios municipales y colaboradores. Fueron insuficientes las calles aledañas a la casa del partido. Hubo comida y guaro en bastedad. La emoción del triunfo, la afinidad con el general; los tragos de güisqui extranjero y compartir con los familiares cercanos del nuevo presidente electo, me llenaron de tantas satisfacciones que ni cuenta me di como me fui embriagando. Santos Esquivel, el gran ausente durante toda la campaña, fue el encargado de coordinar el retorno de los partidarios. ─ No fui tomado en cuenta para nada, le dijo a varios amigos cercanos de Filadelfo, y ahora me dejan cuidando los carros mientras ellos disfrutan... ─ A las cinco treinta de la tarde todos estaban ebrios, cuando aparecieron el ministro del interior y el jefe de la policía acompañados de cinco ejecutores y Byron. Pude ver a
través del vidrio delantero del carro de Filadelfo cuando entraron por una puerta trasera de la casa del partido y el jefe salió a su encuentro. Fui hasta la mesa donde se encontraban tomando y llamé a Mario para contarle lo que acababa de ver… Mario hizo su trabajo tratando de sacar a Filadelfo, yo regresé de inmediato al carro y vi cuando el jefe daba instrucciones al grupo. Me alegré cuando Mario traía abrazado a Filadelfo y por suerte venían tres pistoleros del general acompañándolos, pero también estaban ebrios o se hacían. De inmediato desaparecieron todos. El jefe, como todo politiquero, más hipócrita que judas, diría yo; llegó a felicitar nuevamente a Filadelfo, Indicándole que ya no tomara y dirigiéndose a quienes les acompañábamos nos ordenó que con mucho cuidado lo lleváramos hasta su casa y nos deseó “feliz viaje”. Después de los hechos, ver hacia atrás y sacar conclusiones, resulta incomprensible ver como la ambición de mantenerse en el poder, sin ninguna necesidad, hace a los politiqueros que sean capaces de estar deseando buena suerte, cuando ya han dado la orden de asesinarlo a uno. Si hubiera sido honesto debió habernos dicho “feliz viaja al infinito” porque ya había pagado nuestros vuelos… Mario se fue al timón, filadelfo, más dormido que despierto, en el sillón del copiloto y los tres guardaespaldas del general a tras. Yo opté por irme en mi carro, le indique a Mario que le seguiría. Al momento de salir dos carros me
obstaculizaron el paso mientras Mario se adelantó. Cuestión de diez o quince minutos de retraso bastaron para no alcanzarlos mientras atravesaron la capital; cuando llegué al kilometro trece, sobre la ruta al atlántico, había una cola como de medio kilómetro. Después de esperar, no sé cuánto tiempo, quizás fue poco pero yo sentí que los minutos se estiraban lentamente que nunca pasaban, decidí parquear mi carro y caminar; algo me daba la corazonada que mis compañeros eran los accidentados. Llegué caminando hasta el lugar, y cierto, el carro de Filadelfo estaba encunetado, tenía abiertas las cuatro puerta y el baúl. Mario y un guardaespaldas del coronel estaban estrangulados con sus propias playeras dentro del carro. Como a quince metros más adelante, en la puerta de entrada de una finca estaba el cuerpo de Byron, fue estrangulado con un alambre delgado y le cortaron la lengua, los ojos los tenía tan saltados que sus párpados no alcanzaban a cubrírselos. Aquella forma macabra como quedó Byron, no podía ser obra de nadie más que de Filadelfo; eso me daba la impresión de que éste está vivo en cualquier lugar muy cerca o muy lejos del lugar de los hechos porque a él siempre lo protegía la “bestia”… No me quedaba más que pasar desapercibido ante la mirada de tanto curioso y meterme entre los trabajadores de las funerarias que llegaron antes que los bomberos. Los pocos policías que aparecieron empezaron a despejar el área. Los cuerpos de Mario, el guardaespaldas del general y el de Byron los colocaron en la palangana de picop y los
condujeron hacia el anfiteatro. Lo más lógico que podría hacer era irme al anfiteatro porque tendría que saber algo de los guardaespaldas del general y de quienes acompañaban a Byron; dando por hecho que Filadelfo estaría vivo. Fue hasta las doce de la noche cundo una ambulancia llevó a uno de los guarda espaldas del general que habían encontrado debajo del puente ubicado en el kilómetro treinta. Me acerqué al piloto de la ambulancia y le pregunté si habían encontrado más cadáveres, − No, solo otros dos hombres que estaban con vida, los llevé al hospital Roosevelt, me indicó. De inmediato me subí a mi carro y me dirigí al lugar. En la emergencia del hospital las enfermeras caminaban de un lugar para otro y regresaban, parecía mercado, unas llamaban a los doctores a gritos y otras llamaban por altoparlante a otros médicos para que se presentaran al lugar. Esperé durante varias horas para que aquel pandemonio de trabajadores de hospital se calmara, sin preguntar nada nadie pasé entre camillas y sillas de ruedas vacías hasta llegar donde había varios cubículos tapados con cortinas elaboradas en forma improvisada con chamarras. Ya había visto como cinco personas hasta que encontré a Filadelfo, estaba totalmente desnudo, apenas un puño de gaza le cubría su parte íntima; tenía una costura desde la tetilla izquierda hasta la ingle derecha, aproximadamente de unos cuarenta centímetros. Le estaban aplicando un suero en cada mano y le tenían introducido un tubo en la boca. Estaba tan consciente, con una mirada tranquila asintió con sus párpados como diciéndome que me había conocido. Me
cerqué hasta su oído y le dije si quería que lo sacara de ahí, con párpados me dio su aprobación. Era más que seguro que no tardarían en llegar a terminar con él. Salí de inmediato y me dirigí a una funeraria ubicada cerca del cine trébol. Hablé con dos trabajadores que estaban de turno; les ofrecí pagarles cincuenta quetzales a cada uno para que fueran vestidos de enfermeros y me sacaran del hospital a Filadelfo para trasladarlo a la casa de mi hermana María, que también era enfermera. Aquel par de buitres conocían como la palma de sus manos todos los rincones del hospital, no tardaron ni diez minutos en tenerme en una camilla a filadelfo. Tuvimos que llevarlo en el carro fúnebre porque no era posible que se pudiera doblar para sentarse, lo conducimos con todo y camilla; eran las cuatro de la mañana cuando estábamos tocando la puerta de la casa de mi hermana. Los buitres me cobraron otros cincuenta quetzales más por el viaje. Mi hermana no paraba de temblar, se había impresionado tanto al ver el carro negro, pensó que yo estaba muerto. Levantamos en peso a Filadelfo agarrando la chamarra de las cuatro esquinas para pasarlo a una cama. Me quedé cuidándolo porque mi hermana tendría que irse a trabajar, según yo, filadelfo pasaría dormido toda la mañana; mi sorpresa fue que no durmió ni un segundo. Como a las nueve de la mañana empezó a reírse sin parar, me vi obligado a quitarle el tubo de la boca, siguió riéndose durante varios minutos; el estómago empezó a inflársele al extremo que las puntada de la operación parecía que se le iban a reventar. Le pedí que no se riera ni hablara, pero
insistió en decirme algunas cosas. En verdad parecía que no sentía ningún dolor o se lo estaba aguantando como los machos, porque me habló con vos normal diciéndome: — Lo último que recuerdo, es que después de haber estrangulado al maldito de Byron, su acompañante me vació la tolva completa en el estómago sentí calor enorme y una sed desesperante que me ahogaba y desperté hasta cuando sentí que estabas cerca de mí, me vi atado a las mangueras de suero; cuando me dijiste que si me sacabas de ese lugar sentí mucha tranquilidad porque esperaba que llegaran a terminar con mi vida antes de contarle al amigo, que nunca tuve, lo que quisiera que comprendan los que sin oportunidades ostentan el poder político. Hizo otra larga pausa; yo creí que se había ido, pero volvió y dijo: — El hecho de ver a mis compañeros terminar en estas condiciones, me hizo comprender que la lealtad tiene un precio, y de nosotros depende si estamos dispuestos a pagarlo con nuestra vida, aun sabiendo que la impunidad, los gobernantes corruptos y el crimen organizado seguirá... hizo una larga pausa, luego continuó, aunque sin haberlo buscado intencionalmente, nos involucramos en el mismo sistema en el que habiendo sido victimarios, nos convirtieron en sus propias victimas... —Lo último que recuerdo, es que después de haber estrangulado al maldito de Byron, su acompañante me vació la tolva completa en el estómago, no tuve fuerzas para apretar el gatillo de mi arma, sentí calor enorme y una sed desesperante que me ahogaba, …desperté hasta cuando sentí que estabas cerca de mí, me vi atado a las mangueras de suero; cuando me dijiste que si me sacabas de ese lugar sentí mucha tranquilidad porque ya esperaba que llegaran a
terminar con mi vida antes de contarle a algún amigo, aunque nunca conocí verdaderos amigos, no me queda más que suplicarte que busques a Veralí y le digas que siempre la quise, que me voy con el sentimiento que no pasé suficiente tiempo con ella y que me agobia no saber si ya nació mi hijo o si está a punto de ver la luz cuando a mí se me empieza a oscurecer… hizo otra larga pausa, ya no le daba más el volumen de su estómago ni la respiración para hablar. Con una voz quedita, más que apenas, empezó de nuevo −Decile a Veralí que nunca vaya a permitir que mi hijo se involucre en la política, que lo ponga en los mejores colegios para que aprenda y comprenda que la política, la religión y el deporte en Guatemala están arrendadas por los mismo, para muchos siglos. … no quiero que nadie lo humille jamás… se agotó, su respiración se volvió muy débil y se quedó inmóvil… Fui al hospital a reclamar sus ropas porque ahí cargaba dinero. Solo encontré trescientos quetzales, de una vez fui a la funeraria y se los di para que lo llevaran a su querido Remanso, que allá le cobraran a Veralí el resto por los servicios…
CAPITULO XIX CUANTO TIENES, CUANTO VALES.
Era la una de la madrugada cuando llegó la camioneta de una funeraria a la pequeña aldea. Había un silencio total, no ladraban perros ni cantaban los gallos ni rebuznaban los burros. Se ubicaron en la calle principal y buscaban donde hubiera luz, pero todo estaba a oscuras y muy tranquilo. A la distancia la silueta de un hombre que venía hablando solo. − Ese sabe dónde está la cantina y en la cantina siempre conocen a todos los vecinos de la aldea, manifestó el piloto de la funeraria a su acompañante. No encendieron las luces y caminaron al encuentro del hombre. Cuando se aproximaron como a diez metros volvieron a parar porque aquella silueta venía directo al carro. El piloto encendió las luces y el hombre se asustó tanto que salió corriendo hacia el primer callejón que encontró a su derecha. No sabían qué hacer, si esperar que amaneciera o tocar a la puerta de la primera casa a su alcance. La deducción lógica del acompañante fue seguir en la dirección donde venia el bolito. −Tenía que venir de la cantina, dijo al piloto. − ¿De dónde más podría venir a esta hora?. El piloto arrancó la camioneta y se encaminaron hacia la dirección que
planificaron. Llegaron al final de las casas y no encontraron ningún lugar donde pudiera estar la cantina. –Lo curioso, volvió a decir el acompañante, es que en este lugar no hay perros o es que no ladran. Dieron la vuelta a como pudo el piloto y volvieron por la misma calle. Cuando llegaron de nuevo al lugar donde habían visto por primera vez al hombre y se detuvieron. De inmediato aparecieron cinco hombre con colimas en mano. −De seguro el hombre asustado buscó auxilio, dijo el piloto al acompañante. – Con solo que no nos maten porque van a tener que enterrar a tres, respondió el acompañante. El piloto puso la sirena y subieron el vidrio. Lejos de asustarse aquellos hombres, más se aproximaron a la camioneta, uno en cada puerta y tres frente al motor. No les quedó más que bajar los vidrios nuevamente y explicar qué hacían en ese lugar; cuando les dijeron que traían un cadáver y que buscaban a una señora de nombre Veralí, para entregárselo, las cosas cambiaron; aquellos hombres todos se volvieron amables y les indicaron donde estaba la casa donde vivía Veralí. Entre el grupo se encontraba un bolo empedernido a quien apodaban “el alcalde”; éste siempre tuvo complejo de personaje influyente y, según él, era amigo de todas las autoridades. En su sano juicio, en una ocasión por decir que pertenecía a la G2, dijo que él era miembro de la GMS, con eso tuvo par que todo los vecinos le perdieran el respeto. Este fue el primero en conducirse a tocar la puerta de la casa donde vivía Veralí. No le abrieron por más que tocó y habló identificándose con su nombre y apellido y con el apodo. Les sugirieron que volviera a sonar la sirena, que talvez lograban que despertaran y salieran. Un hermano de Veralí salió pero a decirles que se retiraran porque no respondía si
le tocaba matarlos porque su hermana en ese momento estaba con fuertes dolores de parto. “El alcalde” intermedió explicándole que traían el cadáver de su cuñado que hasta mucho habían hecho aquellos señores por traerlo. Entonces llegó y dirigiéndose a los señores de la funeraria les indicó que lo llevaran al salón comunal, que ahí lo velaría. El Piloto de inmediato le indicó que con mucho gusto se lo dejarían donde él quisiera pero que necesitaban que les pagara, tanto por el ataúd como por el viaje. − ¿Y cuánto es? preguntó el hermano de Veralí. –Son seiscientos quetzales, respondió el piloto. La cantidad le pareció muy elevada y les indicó que todo eso no lo pagarían. El grupito que acompañaba al bolo llegó nuevamente a avisar que ya estaba listo el salón. El hermano de Veralí repitió que no pagarían y se entró de nuevo a la casa. Cuando vieron el reloj tenían las tres con veinte minutos; el piloto dijo: −Bueno, lo llevaremos al salón y arrancaron la camioneta, pero se fueron directo a la carretera asfaltada y enfilaron de regreso a la capital con todo y cadáver. Entonces empezó el espaviento, todos gritaban a la vez y varios corrieron de nuevo a la casa de Veralí y otros a la oficina de correos y telégrafos para que llamaran a la garita de policía más cercana para que los detuvieran. Mientras despertaba el policía de la garita y después de tanto girar la manivela del teléfono, transcurrió mucho tiempo. Fue casi a las cinco de la mañana cuando respondió el policía de la garita. A esas alturas el carro de la funeraria ya iría a medio camino entre la aldea y la capital. Las campanas del pequeño oratorio empezaron a redoblar y ya la mayoría de vecinos estaban alarmados frente al oratorio.
Veralí estaba profundamente dormida, había logrado descansar casi inmediatamente que dio a luz a un varón. La comadrona ordenó que no le fueran a contar nada de lo sucedido porque el susto provocaría que se le secara la leche. Cuando la comadrona pasó frente al oratorio tuvo que decir en voz alta que Veralí había tenido un varón, ya había repetido lo mismo en todo el trayecto, entre la casa donde vivía Veralí y las cercanías del oratorio. A todos les pidió que no fueran a ir a visitarla para que no se enterara del asunto del marido y porque el niño se agarraría pujo. El alboroto de los vecinos duró quizás hasta las nueve de la mañana, las mujeres volvieron al oficio de las casas y algunos de los hombres lograron irse a trabajar a sus milpas. El alcalde auxiliar ya había ordenado a veinte de los hombres más formales para que le acompañaran haciendo guardia mientras una comitiva iría a la base militar a informar del problema. Nadie se había percatado que aproximadamente a un kilómetro de la aldea, los señores de la funeraria habían aventado el cadáver hacia un pequeño barranco conocido como “el barranco de la calera”. Las investigaciones duraron como tres días en la capital y nadie obtuvo pista laguna. Fue hasta el día domingo cuando un perro de uno de los vecinos llevó un brazo descarnado y putrefacto y el auxiliar con su comitiva tuvieron la idea de que ese brazo podría ser del esposo de Veralí. Amarraron al perro y lo tuvieron prisionero en el salón comunal donde en medio de cuatro candeleros que prestó el encargado de la iglesia se velaba el brazo hediondo; solo tres recalcitrantes ancianas católicas cubiertas con su madrileñas desteñidas, mediante un rezo de gangosas, por tener tapada la nariz con los dedos pulgar e
índice, debido hedor, aguantaban en el salón mientras el grupito de bolos andaban pidiendo colaboración para candelas y café, que también se convertía en pachos de guaro. El auxiliar y su grupo de colaboradores, tomaron el perro y lo anduvieron jalando para todos lados para que les diera una pista del lugar donde había encontrado el brazo. Todos buscaron por la carretera pero nadie tuvo la idea de bajar a ver a los barrancos. Aquella situación se había vuelto muy confusa para la mayoría de los vecinos, incluso los familiares llegaron a pensar que había sido una de las bromas tontas de “el alcalde”. La situación se convirtió en un conflicto entre los familiares del difunto y el hermano de Veralí por no haber pagado los seiscientos quetzales. El día que estuvieron a punto de matarse a machetazos tuvo que llegar un comando de soldados para mantener la tranquilidad en la pequeña aldea. La noche que se quedaron los soldados en la calle fue como un toque de queda, nadie pudo salir ni siquiera a comprar a la tienda más cercana. La novedad se dio a la mañana siguiente cuando los soldados aparecieron en los corredores de la casas con pañuelos sobre la nariz y pidiendo agua y jabón para lavarse las manos. Uno de los soldados contó en una vivienda que a media noche el capitán los había mandado a traer el esqueleto que se encontraba en “el barranco de la calera”. El capitán ordenó al auxiliar para que acompañado de tres soldados zonzos, visitara las sesenta y una casa de la aldea para que todos, sin excepción, dieran una contribución de diez quetzales, bajo la condición de que quien se negara deberían traerlo en calidad de reo para que fueran a hacer la sepultura. Regresaron como a las dos horas trayendo
únicamente la cantidad de cuatrocientos diez quetzales y una retahila de catorce reos que se negaban a dar la cuota. De los seis restantes, tres no se encontraban en sus casas y los otros habían logrado huir. Los catorce fueron introducidos al salón a acompañar la osamenta apestosa, en señal de castigo, mientras el auxiliar con los mismos soldados fueron al pueblo a buscar un hojalatero para que hiciera un cilindro completamente sellado y con una única tapadera bien ajustada para poderla sellarla con chapopote, de tal manera que al meter la osamenta no se sintiera el tufo. El cilindro medía un metro con noventa centímetros de largo y aproximadamente entre cincuenta y sesenta centímetros de diámetro. Como la hojalata hacía demasiada bulla al maniobrarla, le pidieron al hojalatero que le colocara tres anillos de lata remachados para evitar el espaviento. Cuando regresaron con el cilindro, el teniente llegó a la puerta del salón y pidió que levantaran la mano cinco voluntarios para ir a hacer la sepultura. Los catorce la levantaron y se ofrecieron para ir; aunque el sol era sofocante, era preferible ir a llevar sol que estar en aquella tortura asfixiante que producía el tufo del muerto. Ni los familiares del difunto, ni Veralí llegaron al salón acompañar. Todos argumentaban que no había nada que garantizara que esos eran los restos del que los buitres funerarios habían llegado a tirar como animal al “barranco de la calera”. A las cuatro de la tarde, el capitán ordenó que dos enclenques que no fueron a cavar a sepultura sacaran el cilindro con la osamenta. Parecía que estaba tronando en las vísperas de una fuerte lluvia cuando lo levantaron. –Es
incómodo poder cargar esta cápsula manifestó uno de los ordenados y el compañero le secundó. Caminaron trastrabillando y haciendo mucho ruido. Como a doscientos metros venía Froilán Méndez arreando una mula que arrastraba unos palos para colocarlos de cimbras en las paredes de su casa. El capitán ordenó que pararan el cortejo y detuvo a Froilán indicándole que debería donar una de las trancas que arrastraba y que además debería prestar un lazo para atar el cilindro a la tranca y llevar aquel cadáver hasta el camposanto de la aldea vecina. A lo sumo, irían unos veinticinco acompañantes pero ya en el camposanto se duplicó la cantidad. Al momento de meterlo a la sepultura, desde lo alto de una bóveda muy antigua, la vos de un bolo interrumpió con gritos aguados: “señores y señoras les ruego que me escuchen lo que voy a decir: Si esos huesos apestosos, que trajeron a este santo lugar, son los del matón hijueputa de Filadelfo, lamento decirles a todos sus familiares que ese hombre mierda no era digno de darle cristiana sepultura. Acuérdense. Acuérdense bien, que era mañoso, matón, se quería adueñar de todas las vegas del Remanso, fue el que se robó las campanas de la iglesia y las fue a vender a saber a dónde putas. Pero eso era. No se le puede perdonar lo que hizo; hombre mierda, ojalá que Dios lo tenga arrancando troncones de nacascolo en algún lugar del infierno; échenle tierra y vámonos a la mierda. Esta fue la misa de cuerpo presente que se merecía ese hijueputa, he dicho. Y shó puta, si a alguno no le gustó lo que dije.
Días después Veralí viajó a la casa donde había habitado con su esposo allá en la lejana Villa Nueva; llevaba toda la intención de hacer llamadas a todos los compañeros de trabajo de su difunto esposo hasta hablar con él. La hermosa casona llena de carros, de jardines llenos de flores, de espaciosos cuartos y una amplia sala de espera, estaba rodeada de policías y no permitían el ingreso de nadie. Veralí llego con su niño en brazos y colgó su pañalera en un colocho de la estructura de la verja de la casa mientras se acomodaba al niño en el brazo izquierdo, con su mano derecha esculcó la bosa de la pañalera donde debería estar la llave. Cuando la encontró ya tenía tres agentes de la policía casi topados a sus espaldas. Nadie le dijo nada, permitieron que quitara llave y se entraron detrás de ella y volvieron a cerrar con candado la puerta. La obligaron a que entrara a la sala y la sentaron en el sillón. Uno se quedó cuidándola y los otros dos pidieron refuerzos por radio y empezaron a registrar todos los muebles. Una patrulla llegó de inmediato y entraron a sacarla y luego la introdujeron en el vehículo y la llevaron a la dirección de la policía donde se encontraba un alto jefe de la institución, la sentaron en una silla floja, lo pudo notar cuando ella meneaba la pierna izquierda para adormecer a su cría. Además le servía para despistar el temblor que la invadía. No fue capaz de vociferar ni siquiera una caricia a su niño, únicamente se escuchaba los cambios de inhalación de aire para que no se le salieran los mocos y se limpiaba las lágrimas. El jefe estaba justamente enfrente y tampoco le vociferó palabra alguna hasta que llegó un viejo diminuto y calvo que llevaba un portafolio debajo del brazo. Ni siquiera ese servilista fue capaz de saludarla al entrar.
Hasta que estuvo del lado del jefe y le dijo en vos baja dónde debía firmar Veralí y dónde debía firmar él. Fue hasta entonces cuando el jefe le dirigió la palabra diciéndole que pusiera mucha atención porque el abogado iba a leerle la escritura de compraventa que ella debería firmar por su esposo, ya que esa casa donde cortésmente la habían llegado a recoger los policías, su difunto esposo se la había vendido a él justo dos días antes de su desaparición.
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