El Collar de la Doncella

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EL COLLAR DE LA DONCELLA KAT MARTIN

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El collar de la doncella 1

Londres, Inglaterra Junio, 1806 —Es una verdadera lástima —dijo Cornelia Thorne, lady Brookfield, que estaba de pie cerca del centro del salón de baile—. Fíjate en cómo baila..., se aburre mortalmente. Él, un duque, y ella tan poquita cosa. Apostaría a que la tiene completamente intimidada. Miriam Saunders, duquesa de Sheffield, levantó el monóculo para observar a su hijo, Rafael, duque de Sheffield. Miriam y su hermana, Cornelia, habían asistido al baile con Rafael y su prometida, lady Mary Rose Montague. La velada, una gala benéfica organizada por la Asociación de Viudas y Huérfanos de Londres, se celebraba en el magnífico salón de baile del hotel Chesterfield. —Es una joven encantadora —abogó la duquesa a favor de la muchacha—tan rubia y menuda, un poco tímida, nada más. En cambio su hijo, el duque, era alto, moreno y con los ojos de un azul incluso más intenso que los suyos. Y ahí estaba, el mismísimo Rafael, un joven fuerte e increíblemente apuesto, cuya poderosa presencia eclipsaba a la joven que había elegido como su futura esposa. —Reconozco que es bonita —dijo Cornelia—, aunque su belleza resulta algo insulsa. De todos modos es una lástima. —Ya es hora de que Rafael cumpla con sus obligaciones. Hace tiempo que debería haberse casado. Es posible que no hagan tan buena pareja como me habría gustado, pero esa niña es joven y fuerte, y le dará hijos sanos. No obstante lo afirmado, tal y como había dicho su hermana, Miriam se había percatado de la expresión anodina y del aburrimiento que se dibujaba en el hermoso [2]


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rostro de su hijo. —Rafael fue siempre tan apuesto y atrevido... —replicó Cornelia, con cierta nostalgia—. ¿Recuerdas cómo era antes? Lo entusiasta, lo mucho que le apasionaba la vida hace unos años. Ahora..., bueno, es siempre tan comedido que echo de menos al joven alegre y lleno de vida que era. —Las personas cambian, Cornelia. Fue una lección muy dura para Rafael aprender adonde puede conducir cierto tipo de emociones. Cornelia lanzó un gruñido. —Hablas del escándalo —musitó. Era delgada, tenía los cabellos blancos y le llevaba casi seis años a la duquesa—. ¿Cómo podría nadie olvidar a Danielle? Esa era una mujer a la altura de Rafael. Es una lástima que desilusionara a todo el mundo. La duquesa lanzó una mirada a su hermana, que zanjaba cualquier mención del terrible escándalo en que su familia se había visto envuelta por culpa de la primera prometida de Rafael, Danielle Duval. Al acabar el baile, las parejas empezaron a dispersarse por el salón. —¡Chsss...! —advirtió Miriam—. Rafael y Mary Rose vienen hacia aquí. La joven, a quien el duque casi le sacaba una cabeza, era la imagen perfecta de la feminidad inglesa: rubia, de piel blanca y ojos azules. Era también hija de un conde con una dote bastante considerable. Miriam rezaba para que su hijo encontrara, como mínimo, un cierto grado de felicidad con la joven. Rafael hizo una reverencia formal y cortés. —Buenas noches, madre. Buenas noches tía Cornelia. Miriam sonrió.

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—Los dos estáis espléndidos esta noche. Y era verdad. Rafael con un calzón gris perla y una casaca azul marino, que realzaba sus ojos azules, y Mary Rose con un vestido de seda blanco, ribeteado con delicadas flores rosas. —Gracias excelencia —replicó la joven, haciendo una reverencia apropiada a las circunstancias. Miriam frunció el ceño. ¿Le había temblado la mano al posarla sobre la manga de la casaca de Rafael? ¡No podía ser! Esa niña pronto sería duquesa. Miriam rogó fervientemente a Dios que la ayudara a imbuirle un poco de coraje y determinación en los meses venideros. —¿Os apetecería bailar, madre? —preguntó Rafael, amablemente. —Luego, tal vez. —¿Tía Cornelia? Lady Brookfield no contestó. Tenía la mirada fija en las puertas del salón, y el pensamiento perdido en algún lugar remoto. Miriam siguió la mirada de su hermana, y lo mismo hicieron Rafael y su prometida. —Hablando del rey de Roma... —musitó Cornelia. Los ojos de Miriam Saunders se abrieron desmesuradamente, y su corazón se aceleró latiendo arrítmicamente. Había reconocido a la menuda matrona que entraba en el salón, Flora Chamberlain, condesa viuda de Wycombe; y también a su sobrina, una mujer alta, delgada y pelirroja. Los labios de la duquesa se contrajeron en una actitud hostil. A pocos pasos de ella, la expresión de su hijo cambió de la incredulidad a la ira, lo que acentuó el ligero hoyuelo que tenía en el mentón. Cornelia no apartó la vista.

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—¡Cómo se atreve! Un músculo se tensó a lo largo de la barbilla de Rafael, que no dijo ni una palabra. —¿Quién es? —preguntó Mary Rose. Rafael la ignoró. Sus ojos no podían apartarse de la elegante criatura que había entrado en el salón de baile, detrás de su tía. Danielle Duval había vivido los últimos cinco años recluida en la campiña. Después del escándalo, se había desterrado, avergonzada hasta el punto de no quedarle más remedio que abandonar la ciudad. Dado que su padre había fallecido, y su madre la había desheredado por lo que había hecho, se había refugiado en casa de su tía, Flora Duval Chamberlain. Hasta esa noche había vivido en la campiña. La duquesa no podía imaginarse qué hacía Danielle de vuelta en Londres o qué la había poseído para visitar un lugar donde, obviamente, no era bienvenida. —¿Rafael...? —Lady Mary Rose lo miró con expresión preocupada—. ¿Qué ocurre? La mirada de Rafael no flaqueó. Un destello iluminó los ojos de un azul intenso, un destello apasionado y salvaje que Miriam no había visto en casi cinco años. La ira crispaba la piel de las mejillas de su hijo, mientras respiraba hondo para tranquilizarse y se esforzaba por recuperar el control. Bajando la mirada hacia Mary Rose, consiguió esbozar una sonrisa. —Nada de lo que tengas que preocuparte, tesoro. Nada en absoluto. —Rafael cogió la mano enguantada de la joven y la depositó una vez más sobre la manga de su casaca—. Creo que suena un rondó. ¿Bailamos? Se la llevó sin esperar a oír la respuesta. Miriam se imaginó que las cosas siempre serían de esa manera: Rafael daría las órdenes y Mary Rose obedecería sin chistar,

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como una niña buena. La duquesa se dio medio vuelta para observar a Danielle Duval, que seguía los pasos de su fornida y canosa tía, con la cabeza bien alta, ignorando los susurros y miradas, y caminando con la gracia de la duquesa que debería haber sido. Afortunadamente, el auténtico carácter de la joven se había manifestado antes de que Rafael se hubiera casado con ella. Antes de que se hubiera enamorado aún más de ella. La duquesa volvió a mirar a la menuda Mary Rose, pensó en el tipo de esposa dócil que sería, nada que ver con Danielle Duval y, de repente, se sintió agradecida. Candelabros de cristal, que pendían de los fastuosos techos con molduras del espléndido salón de baile, brillaban iluminando suavemente los pulidos suelos de madera. Enormes jarrones llenos de rosas amarillas y crisantemos lucían sobre una hilera de pedestales alineados junto a la pared. Lo mejor de la élite londinense abarrotaba el salón, bailando al son de la música de una orquesta formada con diez músicos uniformados de librea en tonos azul pálido, miembros de la ton, que habían acudido a la gala para apoyar a la Asociación de Viudas y Huérfanos de Londres. A un lado de la pista de baile, Cord Easton, conde de Brant y Ethan Sharpe, marqués de Belford, acompañaban a sus respectivas esposas, Victoria y Grace, mientras contemplaban a las parejas que hacían evoluciones en la pista. —¿Veis lo mismo que estoy viendo yo? —preguntó Cord arrastrando las palabras, mientras su mirada se alejaba de los bailarines y se posaba en las dos mujeres que caminaban junto a la pared más alejada de ellos—. ¡No puede ser! ¡Mis ojos me engañan! Cord era un hombre alto, de complexión fuerte, cabello oscuro y ojos castaño dorados. Él y Ethan eran los mejores [6]


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amigos del duque. —¿Qué miras tan fijamente? —preguntó su esposa, Victoria, siguiendo la mirada de su marido. —A Danielle Duval —respondió Ethan, sorprendido—. No puedo creer que haya tenido el descaro de presentarse aquí. Ethan era delgado, tan alto como el duque, con los hombros anchos, el cabello negro y ojos azules muy claros. —¡Caramba! ¡Qué hermosa es! —dijo Grace Sharpe, mientras miraba embelesada a la pelirroja alta y delgada—. No me sorprende que Rafael se enamorara de ella. —Mary Rose también es hermosa —abogó Victoria. —Sí, desde luego, pero la señorita Duval tiene algo... ¿No lo ves? —Es cierto que la señorita Duval tiene algo —gruñó Cord—: Es una pequeña y traicionera libertina, con el corazón de una serpiente y sin el menor atisbo de conciencia. La mitad de Londres sabe lo que hizo a Rafael. No es bienvenida aquí, te lo aseguro. Cord divisó al duque, que estaba concentrado en bailar con su menuda rubia con un interés que no había demostrado antes. —Rafael ha debido de verla. ¡Maldición! ¿Por qué Danielle ha tenido que volver a Londres? —¿Qué crees que hará Rafael? —preguntó Victoria. —Ignorarla. Rafael no se rebajará a su nivel. Tiene demasiado dominio de sí mismo para hacer una cosa así. Danielle Duval caminaba detrás de su tía sin apartar la vista del frente. Buscaban un rincón al fondo del salón, donde Danielle pudiera estar más alejada de las miradas. Con el rabillo del ojo, la joven vio que una mujer se apartaba bruscamente y le daba la espalda; oía los [7]


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cuchicheos de la gente, hablando del escándalo. ¡Dios mío! ¿Cómo se había dejado convencer por su tía para asistir al baile? Pero Flora Duval Chamberlain tenía el don de la persuasión. —Estos actos benéficos lo significan todo para mí, querida —había dicho—. Has jugado un papel decisivo en todo el buen trabajo que hemos realizado y no has recibido ni una sola palabra de agradecimiento. Me niego a asistir sin ti. Por favor, dime que concederás ese pequeño favor a tu tía. —Sabes muy bien lo que eso supondrá para mí, tía Flora. Nadie me dirigirá la palabra, murmurarán a mis espaldas. No me siento capaz de volver a pasar por semejante suplicio otra vez. —Tarde o temprano tendrás que salir de tu escondite. ¡Ya han pasado cinco años! Nunca hiciste nada para merecer ser tratada como lo hicieron. Ha llegado el momento de que reclames tu lugar en el mundo. Sabedora de lo mucho que el baile significaba para su tía, Danielle había aceptado a regañadientes. Además, tía Flora tenía razón. Ya era hora de que Danielle saliera de una vez por todas de su retiro y recuperara su vida. Y sólo estaría en Londres dos semanas. Después zarparía rumbo a América, donde tenía el propósito de iniciar una nueva vida. Danielle había aceptado la propuesta de matrimonio que le había hecho Richard Clemens, un rico hombre de negocios norteamericano, viudo, con dos hijos pequeños, y al que había conocido en la campiña. Como esposa de Richard, vería por fin realizado el deseo de tener un marido y una familia, un deseo al que había renunciado mucho tiempo atrás. Con una nueva vida en perspectiva, acceder a las ganas de su tía y asistir al baile no suponía pagar un precio muy alto. Sin embargo, una vez allí, Danielle deseó de todo corazón encontrarse en otro lugar, donde fuera, pero lo [8]


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más lejos posible. Al llegar al fondo del elegante salón, se acomodó en una pequeña silla de terciopelo dorado apoyada contra la pared y detrás de uno de los jarrones rebosantes de flores. A corta distancia, sin inmutarse ante las miradas hostiles de que eran objeto, tía Flora se abrió paso hasta la ponchera y regresó unos minutos después con dos vasos de cristal llenos hasta el borde de ponche de frutas. —Toma, querida, bebe esto —dijo con un guiño—. He puesto un chorrito de algo para que te ayude a relajarte. Danielle abrió la boca para decir que no necesitaba beber alcohol para pasar la velada, captó otra mirada hostil y tomó un gran sorbo de ponche. —Como copresidente de la gala —explicó su tía—, se espera de mí que pronuncie un breve discurso. Pediré una generosa donación a los asistentes, expresare mi gratitud a todos por el apoyo prestado en el pasado y después nos iremos. La espera resultó interminable para Danielle. Aunque había anticipado lo que le esperaba, el desprecio que leía en los rostros, los conocidos, que habían sido sus amigos, y que entonces evitaban mirar en su dirección, todo eso la hería mucho más de lo que había imaginado. Y, por si fuera poco, allí estaba Rafael. ¡Dios mío! Con lo que había rezado para no verlo. Tía Flora le había asegurado que les enviaría una sustanciosa donación como había hecho otros años. En cambio, allí estaba, más alto, incluso más guapo de lo que ella recordaba, con todo el magnetismo y el porte aristocrático que emanaba su presencia. El hombre que había arruinado su vida. El hombre al que odiaba más que a nadie en el mundo. —¡Oh, querida! —exclamó tía Flora, mientras aventaba su redondo y maquillado rostro con un abanico pintado a [9]


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mano—. Por lo visto me he equivocado: me ha parecido ver a su excelencia, el duque de Sheffield. Durante un instante a Danielle le rechinaron los dientes. —Sí..., eso parece. Y Rafael la había visto entrar. Danielle lo sabía porque durante un instante, sus ojos se habían encontrado sin apartarse, los de ella tan verdes como azules los del joven. Y había visto un destello de ira en esos ojos antes de que los cerrara y recuperaran la anodina expresión que tenían antes de que la hubiera visto aparecer. Su enfado aumentó. Nunca antes había visto en el semblante de Rafael una expresión parecida a ésa, tan anodina, tan absolutamente inexpresiva, que resultaba casi pétrea. Sentía deseos de abofetearlo, de borrar de un manotazo aquella mirada de condescendencia de aquel rostro demasiado hermoso. En cambio, se quedó sentada en la silla, junto a la pared, ignorada por sus antiguos amigos, objeto de las murmuraciones de personas a las que ni siquiera conocía, deseando que su tía acabara el discurso y pudieran irse a casa. Rafael confió su prometida, lady Mary Rose Montague, a sus padres, los condes de Throckmorton. —¿Querréis concederme otro baile más tarde? — preguntó Rafael, mientras se inclinaba con una reverencia sobre la mano de la menuda joven. —Por supuesto, excelencia. Rafael asintió y dio media vuelta. —Más tarde tocarán un vals —añadió Mary Rose—. Si lo deseáis, puedo... Pero Rafael ya había echado a andar con el pensamiento en otra mujer muy diferente de aquella con la [ 10 ]


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que pensaba contraer matrimonio. Danielle Duval. El simple sonido de ese nombre, que resonaba como un murmullo en lo más recóndito de su mente, bastó para enfurecerlo hasta niveles peligrosos. Le había costado años aprender a dominar su naturaleza voluble, a mantener sus emociones bajo control. Desde entonces, rara vez gritaba, rara vez se enfurecía, rara vez daba rienda suelta a su carácter apasionado. No desde que conociera a Danielle. Amar a Danielle Duval le había enseñado una valiosa lección: el terrible precio que se paga al permitir que las emociones gobiernen nuestra cabeza y nuestro corazón. El amor era una enfermedad capaz de desarmar a un hombre, y que había estado a punto de destruir a Rafael. Miró al fondo del salón, y vio un destello de la brillante cabellera de Danielle. Estaba allí. Apenas podía creerlo. ¡Cómo se atrevía a hacer acto de presencia después de lo que había hecho! Decidido a ignorarla, Rafael fue al encuentro de sus amigos, reunidos junto a la pista. En el instante de acercarse a ellos, supo que habían visto a Danielle. Cogió una copa de champán de la bandeja que paseaba un lacayo. —Y bien..., por las caras de estupor, deduzco que la habéis visto. Cord asintió con un gesto. —No puedo creer que haya tenido la osadía de presentarse aquí. —Esa mujer tiene la desfachatez más absoluta —añadió Ethan, con tono siniestro. Rafael lanzó una rápida mirada a Grace, que lo estudiaba disimuladamente mientras bebía champán. —Es una belleza —dijo Grace—. Ahora entiendo que te [ 11 ]


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enamoraras de ella. El rostro de Rafael reflejó enojo. —Me enamoré de esa mujer porque era un idiota. Créeme, he pagado el precio por mi estupidez y te aseguro que no volverá a ocurrir. Victoria alzó la cabeza. Era más baja que su amiga, y su espesa cabellera castaña contrastaba con los abundantes rizos caobas de Grace. —Supongo que no querrás decir que no volverás a enamorarte nunca más —replicó. —Eso es precisamente lo que quería decir. —Pero ¿y Mary Rose? Debes de quererla aunque sólo sea un poco. —Le tengo cariño, de lo contrario no me casaría con ella. Es una joven adorable, con un carácter dócil y agradable y con un excelente pedigrí. Ethan abrió los ojos con aire de asombro. —¿Necesito recordarte, amigo mío, que estás hablando de una mujer y no de un caballo? Cord desvió la mirada hacia la joven pelirroja sentada al fondo del salón. Dijo: —Lo estás haciendo muy bien al ignorarla. No sé si yo sería tan magnánimo. Rafael se burló. —No me supone ningún esfuerzo. Esa mujer no significa nada para mí. Ya no. Sin embargo, sus ojos volvieron a mirar sin querer al otro lado de la pista de baile. Y cuando alcanzaron a ver fugazmente los rizos de un intenso tono rojizo que adornaban la cabeza de Danielle, sintió una punzada de ira en el cuello. Rafael sintió unas ganas locas de atravesar la [ 12 ]


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pista a grandes zancadas, agarrar a la joven por la garganta con las dos manos, y retorcérsela hasta que dejara de respirar. Era un sentimiento que no había vuelto a experimentar desde la última vez que la vio, cinco años antes. Los recuerdos invadieron su memoria con una fuerza sorprendente..., la reunión social de varios días en la casa de campo de su amigo Oliver Randall; la excitación que había sentido al saber que Danielle, su madre y su tía formarían parte de los invitados. Oliver Randall era el tercer hijo de la marquesa de Caverly, y la casa campestre, Woodhaven, era palaciega. La visita de una semana resultó mágica, al menos, para Rafael: largas y ociosas tardes en compañía de Danielle, noches de baile y la oportunidad de robar algunos momentos para verse a solas con su amada. Entonces, cuando faltaban dos noches para que concluyera la semana, Rafael había tropezado con una nota, un breve mensaje firmado por Danielle. Iba dirigido a Oliver, había sido leída y arrojada a la papelera y, en ella, Danielle invitaba a Oliver a acudir a su habitación esa noche: Oliver, tengo que verte. Sólo tú puedes salvarme de cometer una grave equivocación. Por favor, te ruego que vengas a mi cuarto a medianoche. Te estaré esperando. Un abrazo, Danielle

Rafael se debatió entre la rabia y la incredulidad. Estaba enamorado de Danielle y había creído que ella le correspondía. Apenas pasaban unos minutos de la medianoche, cuando Rafael llamó con los nudillos en la puerta y giró el pomo de la puerta de la habitación de Danielle. Al abrirse la puerta, había visto a su amigo tendido en la cama al lado de su prometida. [ 13 ]


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Tendido y desnudo al lado de la mujer que amaba. Aún recordaba la sensación de asco que le había invadido el estómago, la terrible y dolorosa impresión de sentirse traicionado. Que volvía a experimentar en ese momento mientras la música del salón iba in crescendo. Rafael fijó sus ojos en la orquesta, decidido a disipar los recuerdos desagradables, a enterrarlos como había hecho cinco años atrás. Pasó la siguiente hora bailando con las esposas de sus amigos y, después, volvió a bailar con Mary Rose. Una de las copresidentes organizadoras de la gala benéfica dirigió unas breves palabras a los asistentes, y cuando reconoció a Flora Duval Chamberlain, comprendió por qué Danielle había acudido a la gala. Sino del todo, a medias. Si había otros motivos, nunca lo sabría. Después de que finalizaran los breves discursos y se reiniciara el baile, Rafael volvió a mirar al fondo del salón. Danielle Duval ya no se encontraba allí.

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—¿Te fijaste en cómo la miraba? Alisando un rizo de su espesa melena castaña, Victoria Easton, condesa de Brant, se hallaba sentada en el sofá de brocado que adornaba el salón azul de la casa unifamiliar que compartía con su marido y su hijo de diez meses. Su encantadora, y rubia hermana, Claire, lady Percival Chezwick, y su mejor amiga, Grace Sharpe, marquesa de Belford, estaban sentadas cerca de ella. —Era un espectáculo impresionante —dijo Grace—. Echaba fuego por los ojos. Nunca había visto una expresión [ 14 ]


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semejante en su cara. —Lo más probable es que sólo estuviera enfadado porque había ido —razonó Claire—. ¡Ojalá hubiera estado allí para verlo! Victoria había pedido el té, pero el mayordomo todavía no había llegado con el carrito aunque, a través de la puerta, podía oír el traqueteo de las ruedas sobre el suelo de mármol del pasillo. —No estabas allí porque estabas en casa con Percy, haciendo cosas mucho más divertidas que asistir a una gala benéfica. Claire se rió tontamente. Era la más joven de las tres mujeres e, incluso después de haberse casado, seguía siendo la más ingenua. —Hemos disfrutado de una noche maravillosa. Percy es tan romántico... De todas maneras, me habría gustado ver en persona a una auténtica mujer de la vida. —Lo siento por Rafael —dijo Grace—. Debió de quererla con locura. Intentó ocultarlo, pero estaba furioso, incluso después de todos estos años. —Sí, y Rafael casi nunca pierde la calma —añadió Victoria, y suspiró—. Es terrible lo que le hizo. No comprendo cómo lo pudo engañar de esa manera. Rafael acostumbra a tener buen ojo para las personas. —¿Y que fue exactamente lo que hizo? —preguntó Claire, inclinándose hacia delante en su silla. —Según Cord, Danielle invitó a un amigo de Rafael a subir a su dormitorio y acostarse en su cama, mientras Rafael y otros invitados estaban reunidos en el salón. Rafael descubrió el incidente y puso fin a su noviazgo. El hecho se hizo público, y el escándalo lo persiguió durante años. Grace alisó una pequeña arruga que se había formado en su falda de cintura alta de muselina rosada. [ 15 ]


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—Danielle Duval es la razón por la que Rafael está decidido a hacer un casamiento sin amor. Aunque la semana pasada su bebé, Andrew Ethan, había cumplido seis meses, Grace había recuperado su figura ágil. En ese preciso instante Timmons llamó a la puerta y Victoria hizo señas al bajo y robusto mayordomo para que entrara en la habitación. El carrito del té vibró al pasar por encima de la alfombra oriental, y se detuvo delante del sofá, después de lo cual el hombrecito abandonó silenciosamente el salón. —No todo está perdido —respondió Victoria a Grace, mientras se inclinaba para servir el té en las tazas de porcelana con ribetes de oro—. Le has dado el collar a Rafael, de modo que todavía existe un rayo de esperanza. Rafael había desempeñado un papel decisivo en salvar la vida de Grace y la de su bebé recién nacido. Ella deseaba que su amigo encontrara la felicidad que ella había encontrado con Ethan, por lo que había hecho un regalo muy especial al duque: el Collar de la Novia, una joya del siglo XIII creada para la novia de lord de Fallon. El collar, decían, tenía una maldición: podía traer grandes alegrías o grandes desgracias, según el corazón de su dueño fuese puro o no. —Supongo que tienes razón—estuvo de acuerdo Grace —. Rafael tiene el collar, de modo que hay una posibilidad de que encuentre la felicidad. Claire jugueteó con el asa de su tacita. —¿Y si todas las cosas que os han pasado a ti y a Victoria hubieran sido extrañas coincidencias que no tuvieran nada que ver con el collar? Podría ser, ¿no os parece? Victoria lanzó un suspiro, sabedora de que su hermana podía tener razón.

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—Supongo que es posible, pero... Sin embargo, Victoria no podía evitar pensar en la época en que el collar le había pertenecido, en el maravilloso hombre con quien se había casado y en la preciosa criatura, su hijo, Jeremy Cordell, que en esos momentos dormía en una habitación en el piso de arriba. Ni tampoco que le había dado el collar a Grace, y que esta había conocido a Ethan y lo había salvado del lóbrego pesimismo que lo envolvía. Grace, que ya tenía un marido y un hijo maravillosos. Y también estaba su padrastro, Miles Whiting, barón de Harwood, un hombre diabólico que había sido propietario del collar y cuyos restos se descomponían en una tumba. Con un estremecimiento, Victoria apartó desagradable pensamiento de la mente. Concluyó:

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—Sabemos que Rafael es un hombre de buen corazón. Esperemos que el collar surta efecto. Claire dejó de estudiar las hojas de té que reposaban en el fondo de la taza y levantó la vista. —Es posible que el duque acabe enamorándose de Mary Rose. Eso sería la solución perfecta. Victoria lanzó una mirada a Grace e intentó no sonreír cuando ésta puso los ojos en blanco. —Ésa es una buena idea, Claire. Es posible que así sea. Sin embargo al recordar la venenosa mirada que Rafael había lanzado a Danielle Duval, le costó imaginárselo.

—Por favor, tía Flora, no puedo hacerlo. ¿Cómo puedes pedirme que vuelva a pasar por semejante calvario? Las dos mujeres conversaban, de pie, en el dormitorio de Danielle, en la elegante suite del hotel Chesterfield, en una hermosa habitación decorada en tonos dorados y verde [ 17 ]


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oscuro. Tía Flora había alquilado las habitaciones por dos semanas, hasta que zarpara el barco que las llevaría a Norteamérica. —Vamos, querida niña, no exageres. Este acontecimiento social es completamente diferente. Para empezar, se trata de una merienda y no de un baile, y asistirán unos cuantos niños. Sé lo mucho que adoras a los niños y lo buena que eres siempre con ellos. Danielle jugueteó con la borla de su peinador azul. Aún no habían dado las doce del mediodía. El acto benéfico empezaría en algo más de una hora. —Aunque el acto sea diferente, la gente me rehuirá igualmente. Viste con tus propios ojos cómo me trataron. —Sí, lo vi, y me sentí muy orgullosa de tu proceder. Dejaste bien claro que tenías tanto derecho a estar allí como cualquiera de los presentes. En mi opinión, te desenvolviste a las mil maravillas. —No hubo un solo instante en que no me sintiera mal. Flora Chamberlain suspiró de manera melodramática. —Sí, bueno, lamento mucho que vieras al duque —dijo, mirando a Danielle desde debajo de las plateadas cejas, finamente depiladas—. Menos mal que ese hombre no te causó ningún problema. Danielle no mencionó la mirada airada que le había lanzado ni tampoco la furiosa expresión que apenas podía ocultar. —Lo habría lamentado, si hubiera abierto la boca. —Bueno, esta vez te prometo que no estará —dictó su tía. La joven miró a esa mujer que le llegaba por debajo del hombro y que pesaba casi el doble que ella. Preguntó: —¿Cómo puedes estar tan segura? [ 18 ]


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—La última vez fue pura casualidad. Un acto benéfico a la hora del té no es el tipo de acontecimiento social al que asiste un duque. Además, no te lo pediría si me sintiera en forma. Últimamente no me encuentro demasiado bien. —Y fingió un ligero ataque de tos con el ánimo de que Danielle se sintiera algo culpable. Danielle, en cambio, lo interpretó como su última y única esperanza. —En ese caso, si no te encuentras bien, lo mejor sería que tú también te quedaras en casa. Podríamos saborear un delicioso té caliente, encargar unos bollitos y... Su tía la interrumpió: —Como copresidenta de la Asociación, tengo deberes y responsabilidades. Lo sobrellevaré bien siempre que tú me acompañes. Danielle hundió los hombros en señal de abatimiento, ¿Cómo se las ingeniaba su tía para salirse siempre con la suya? Aunque, para hacerle justicia, su tía había accedido a acompañarla en el difícil viaje a Norteamérica. Asistiría a la boda y se quedaría con ella hasta que se instalase con su marido en su nuevo hogar. Visto así, seguro que podría reunir las fuerzas necesarias para soportar el último acto benéfico antes de su partida. Y, tal y como había dicho tía Flora, los niños estarían allí. Al menos, vería algunas caras amigables en el acto benéfico, que la ayudarían a pasar la tarde. Unos golpecitos la sacaron de su ensimismamiento. Al cabo de unos instantes, la puerta se abrió de par en par y entró en la habitación su doncella, Caroline Loon. —Lady Wycombe me ha mandado llamar. —¿Quieres que te ayude a elegir un vestido? —dijo la tía Flora. Danielle puso los ojos en blanco pensando que su suerte estaba echada desde el principio—. Bien, en ese caso, te dejo para que te vistas —repuso mientras

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caminaba hacia la puerta—. Avísame cuando estés lista. Aceptando su destino, Danielle asintió con un resignado gesto de cabeza, y tan pronto como se cerró la puerta, Caroline corrió al armario de luna pegado a la pared. A los veintiséis años, un año más que Danielle, Caroline Loon era más alta y de complexión más delgada que ella, una mujer de cabellos rubios, atractiva a su manera, y de un carácter especialmente dulce. Caroline era una joven bien criada, cuyos padres habían fallecido inesperadamente de unas fiebres. Huérfana y en la miseria, había llegado a Wycombe Park casi cinco años antes, tratando por todos los medios de encontrar trabajo. Tía Flora la había contratado inmediatamente como doncella de Danielle pero, a lo largo de los años, las dos habían llegado a ser algo más que la señora y su doncella. Caroline Loon, hija de un vicario destinada probablemente a convertirse en una solterona, se había convertido en su mejor amiga. Caroline abrió la puerta del armario. Aunque la mayor parte del equipaje de su señora se hallaba en pesados baúles de piel como parte de los preparativos para el viaje, de las perchas aún colgaba una imprescindible colección de vestidos. —¿Quiere ponerse el vestido de muselina color azafrán, bordado con rosas? —le preguntó, mientras sacaba del armario uno de los vestidos favoritos de Danielle. —Supongo que el vestido color azafrán es adecuado para la ocasión. —Dado que no podía zafarse de asistir al maldito acto, quería ir lo más guapa posible, y llevar el vestido de muselina amarillo siempre la hacía sentirse atractiva. —Siéntese para que la peine —le ordenó Caroline—. Lady Wycombe me cortará la cabeza si la hago llegar tarde al acto.

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Danielle suspiró. —Te juro, y esto que quede entre las dos, que me sorprende que alguna vez tome decisiones. Caroline se echó a reír. —La quiere a usted y está empeñada en que vuelva a su círculo social. Desea que sea feliz. —Y seré feliz cuando haya emprendido el viaje a Norteamérica. —Danielle se apoderó de la delgada mano de Caroline—. No sabes lo mucho que te agradezco que hayas accedido a acompañarnos. —Estoy contenta de acompañarla. —Caroline esbozó una sonrisa—. ¡Quién sabe! Lo mismo nos espera una nueva vida en Norteamérica. Danielle sonrió también. —Sí, ¡quién sabe! Eso era, sin duda, lo que ella esperaba. Estaba harta de no disfrutar de la vida, harta de vivir recluida en la campiña, con pocos amigos y sólo con la esperanza de recibir la visita ocasional de los niños del orfanato. Ansiaba la oportunidad de emprender una nueva vida en América, un lugar donde nadie había oído nunca hablar del escándalo. Entre tanto debía reunir el coraje suficiente para superar el transe amargo de la merienda organizada por su tía.

Rafael escogió una casaca verde musgo para combinar con el chaleco crema de piqué. Su ayuda de cámara, un hombre bajo, delgado y algo calvo que llevaba años a su servicio, le ayudó a ponerse derecho el nudo de su pañuelo. —Listo, excelencia. —Gracias, Petersen. [ 21 ]


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—¿Querrá alguna cosa más, señor? —No hasta que vuelva, que será seguramente a última hora de la tarde. No tenía intención de quedarse mucho tiempo en la merienda con fines benéficos, sólo lo justo para presentar sus respetos y, por supuesto, dejar un cheque de una suma considerable para los huérfanos. Después de todo, era un deber cívico. Se dijo que su asistencia no tenía nada que ver con la posibilidad de volver a ver a Danielle Duval, y se convenció de que si volvía a encontrársela, la ignoraría tal y como había hecho antes. No le diría ni una palabra de todo cuanto había deseado decirle cinco años atrás, ni le revelaría lo mucho que le había dolido su traición. No le daría la satisfacción de saber cuánto lo había hundido, y que durante muchas semanas después de lo ocurrido apenas había sido capaz de seguir viviendo. Al contrario, dejaría bien claro el desdén que sentía por ella sin decirle una sola palabra. La calesa aguardaba delante de su casa, una espléndida construcción de tres plantas en la plaza Hanover, que su padre había encargado construir para su madre, que entonces vivía en un edificio separado, más pequeño pero no por eso menos elegante, en la parte este de la mansión. Un lacayo abrió la puertezuela del carruaje. Rafael subió los escalones, se acomodó en los mullidos cojines de terciopelo rojo, y con un ruido sordo, el carruaje echó a andar por la calle adoquinada. La merienda se celebraba en el distrito residencial de Mayfair, en los jardines de la residencia del marqués de Denby, cuya esposa participaba activamente en la organización de actos benéficos para las viudas y los huérfanos de Londres. La mansión, situada en la calle Breton, no se encontraba muy lejos. El carruaje se detuvo delante de la puerta y un lacayo abrió la portezuela. Rafael despidió al [ 22 ]


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carruaje y subió los escalones hasta el porche de la entrada donde dos lacayos de librea, lo guiaron hasta el jardín situado en la parte posterior de la casa. Como esperaba, había llegado la mayoría de los invitados, quienes se apiñaban en pequeños grupos dispersos por la terraza o paseaban por los senderos de grava que surcaban el frondoso jardín. Un grupo de niños, vestidos con sencillez, pero aseados y bien peinados, jugaban al pie de una fuente de piedra erigida a la derecha del jardín. Lady Denby había organizado un buen acto benéfico. La ciudad carecía de suficientes orfanatos para atender a los numerosos niños, necesitados y sin hogar, cuyo destino era las inclusas, los hospicios donde se les obligaba a trabajar, ser aprendices de deshollinador o crecer como vagabundos y mendigos, y sobrevivir de forma precaria en las calles. Las parroquias locales, a menudo abominables imitaciones de hogares, acogían a la mayoría de los niños abandonados. Los recién nacidos que llegaban para ser atendidos, rara vez vivían lo suficiente para cumplir un año. Rafael tenía noticias de una parroquia en Westminster que había recogido a quinientos expósitos en un año, de los cuales sólo uno seguía vivo después de cumplir cinco años. London Society, sin embargo, financiaba orfanatos grandes y de muy buena calidad.

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—¡Su excelencia! —exclamó al salir a su encuentro lady Denby, una mujer de grandes senos con una brillante cabellera negra, corta y rizada alrededor de la cara—. Qué alegría que hayáis venido. —Me temo que no podré quedarme mucho tiempo. Sólo he venido a haceros entrega de una donación para el orfanato. —Y del bolsillo sacó una orden de pago que entregó a la anfitriona mientras examinaba con disimulo al resto de los huéspedes en busca de caras conocidas. —¡Vaya! Esto es extraordinariamente generoso de [ 23 ]


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vuestra parte, excelencia, sobre todo después del generoso donativo que hicisteis en el baile. Rafael se encogió de hombros. Podía permitírselo y siempre le habían gustado los niños. Formar una familia era la razón principal por la que, recientemente, había decidido casarse. Por eso y porque su madre y su tía le pedían con insistencia que asumiera sus responsabilidades como duque. Necesitaba un heredero, le decían. Y un segundo hijo. Necesitaba un hijo varón que llevara el título de Sheffield y que administrara la vasta fortuna ligada a él, para que a su familia nunca le faltara de nada. —Están sirviendo el té en la terraza —anunció lady Denby, mientras le cogía del brazo y lo conducía en esa dirección—. Por supuesto, tenemos algo un poco más fuerte para los caballeros. Con una sonrisa, la anfitriona lo llevó hasta una mesa llena de bandejas de plata con pastelillos y galletas de todo tipo, y de bocadillitos tan pequeños que habría tenido que comerse una docena para sentirse satisfecho. El centro de la mesa, cubierta con un mantel de lino, lo ocupaba un juego de té de plata y una ponchera de cristal. —¿Ordeno a uno de los criados que os traiga un coñac, excelencia? —Sí, buena idea. Gracias. El alcohol podría ayudarlo a pasar la siguiente media hora, que era todo el tiempo que pensaba quedarse. Llegó el coñac y lo saboreó muy despacio, mientras buscaba una cara amiga, reconociendo a su madre y a su tía Cornelia charlando con un grupo de mujeres, viendo cómo pasaba cerca de ellas el rostro maquillado y redondo de Flora Duval Chamberlain. Su mirada se iluminó al reconocer a la mujer que estaba a su lado, una mujer de cabellos color escarlata y el rostro de una diosa. El estómago de Rafael se contrajo como si hubiera recibido un [ 24 ]


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puñetazo. Su expresión se endureció al instante. Se había dicho que no había asistido a la merienda por ella, pero cuando la tuvo delante, se dio cuenta de que se había mentido. Durante un instante su mirada se cruzó con la de Danielle, y los ojos de ella se abrieron desmesuradamente presa de la impresión. Rafael sintió una oleada de satisfacción cuando el color desapareció del delicioso y traicionero rostro. Él no desvió la mirada, convencido de que ella lo haría. Para su sorpresa, le plantó cara y le lanzó una mirada calculada para petrificarlo en el sitio. Rafael apretó los dientes. Transcurrieron unos segundos sin que ninguno de los dos apartara la mirada. Luego, Danielle se levantó muy despacio de su silla, le lanzó una última mirada fulminante y echó a andar hacia el fondo del jardín. La furia se apoderó de él. ¿Dónde estaba la humildad que había esperado? ¿Y la vergüenza que había estado seguro de leer en su rostro? En cambio, ella se había adentrado por el sendero de grava con la cabeza bien alta, sin hacerle caso, como si no estuviera allí, en dirección a un grupo de niños que jugaban al fondo del jardín. Temblando por dentro, Danielle no apartó la vista de los niños que jugaban al corre-que-te-pillo cerca del cenador, decidida a no dejar traslucir lo mucho que la había perturbado volver a encontrarse con Rafael Saunders. Era algo que había aprendido a hacer después del escándalo: cómo mantener un férreo control de sus emociones. Nunca dejar que los otros supiesen el poder que tenían, el daño terrible que podían hacer. —¡Señorita Danielle! —gritó Maida Ann, una niña pequeña de trenzas rubias que se abalanzó sobre ella—. ¡Te pillé! ¡Ahora tú! Danielle se echó a reír y experimentó una sensación de [ 25 ]


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alivio. Había jugado a ese juego con los niños siempre que éstos habían visitado Wycombe Park, y por eso los niños esperaban que jugase con ellos. En aquel momento agradeció la distracción. —Muy bien, me has pillado. Ahora veremos a quién pillo yo. ¿A Robbie? ¿O a ti, Peter? —sabía los nombres de algunos niños, no de todos. Los padres de todos ellos habían muerto, y si quedaban algunos con vida, no querían saber nada de los hijos. Danielle lamentaba muchísimo la situación de aquellos niños y se alegraba de que su tía fuera una mecenas de la caridad y le diera la oportunidad de pasar tiempo con ellos. Muerta de la risa, Maida Ann pasó como una flecha por delante de Danielle, fuera de su alcance. Danielle adoraba la incansable criatura de cinco años y grandes ojos azules. Amaba a los niños y había soñado con un día formar una familia. Una familia con Rafael. Se enfureció sólo de pensarlo. Y se entristeció. No iba a suceder. Ni con Rafael ni con ningún otro hombre. No después del accidente, de la terrible caída que había sufrido cinco años antes. La joven sacudió la cabeza para alejar los recuerdos amargos. Se fijó en un niño pelirrojo, de unos ocho años, que se llamaba Terrance, Terry, que pasó por delante de ella como una exhalación, fuera de su alcance. Todos los niños corrían en su dirección para salir disparados a continuación, con la secreta esperanza de captar su atención, aunque ella los pillase y luego les tocase a ellos pillar a alguien. Danielle jugó un rato, yendo de un lado para otro, saliendo disparada detrás de los niños hasta que finalmente pilló a Terry. Despidiéndose de los niños con un adiós de la mano, y una última y dulce sonrisa, se alejó internándose en el jardín. [ 26 ]


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No oyó las pisadas que se acercaban a sus espaldas hasta que fue demasiado tarde. Sabía de quién eran antes de volverse, pero, aun así, no pudo reprimir un grito ahogado de sorpresa cuando contempló delante el hermoso rostro de Rafael. —Buenas tardes, Danielle. Con el corazón palpitándole y la rabia que dibujaba círculos rosados en sus mejillas, la joven se dio media vuelta, lo ignoró con rudeza, vislumbró la expresión de sorpresa que se dibujó en el rostro varonil y echó a andar sin más. Pero el duque de Sheffield no estaba acostumbrado a ser ignorado, y ella sintió en su brazo la presión de unos dedos que lo rodeaban y lo asían con tanta firmeza que tuvo que detenerse y mirarlo a la cara. —He dicho buenas tardes y, al menos, espero una respuesta educada. Danielle controló su genio, decidida a no morder el cebo que le tendía. —Disculpadme. Creo que me llama mi tía. Sin embargo, Rafael no soltó su brazo. —Creo que tu tía está ocupada con otros asuntos en estos momentos, lo que significa que tienes tiempo para saludar a un viejo amigo. Su capacidad de aguante había llegado al límite y, entonces, estalló: —No sois mi amigo, Rafael Saunders. De hecho, sois el último hombre de la Tierra a quien yo llamaría amigo. El rostro de Rafael se puso tenso. —¿De veras? Si no soy tu amigo, ¿puedo preguntar cómo debo considerarte? Ella levantó la cabeza desafiante. Sentía que el nudo [ 27 ]


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que tenía en el estómago empezaba a dolerle. —Como la persona más estúpida que habéis conocido nunca: una mujer lo bastante estúpida como para confiar en un hombre como vos; lo bastante estúpida como para enamorarse de vos, Rafael. La joven echó a andar, pero la alta figura de Rafael le interceptó el paso. Tenía el rostro tenso y los ojos, de un intenso azul, brillaban fríos como el acero. —Si no me equivoco, fuiste tú, querida, a quien encontré con uno de mis mejores amigos. Tú, quien invitó a Oliver Randall a tu lecho delante de mis narices. —¡Y fuiste tú quien no dudó un instante en creer las mentiras de tu amigo, en lugar de la verdad! —Me traicionaste, Danielle. ¿O es que, acaso, lo has olvidado? Ella alzó la cabeza y le miró con los ojos encendidos de rabia. —No, Rafael. Fuiste tú quien me traicionó. Si me hubieras amado, si hubieras confiado en mí, habrías sabido que te decía la verdad. —Le obsequió con una sonrisa débil y amarga—. Pensándolo bien, creo que el estúpido eres tú. Un escalofrío de ira sacudió el cuerpo de Rafael. Aborrecía el hombre insípido y poco interesante en que se había convertido, tan frío y afectado, el tipo de hombre que ella nunca hubiera encontrado en absoluto atractivo. —¿Tienes la osadía de decirme a la cara que eres inocente a pesar de lo que vi? —Te lo dije en el momento en que entraste en mi habitación. Los sucesos de esa noche no han cambiado. —¡Estabas en la cama con él! —¡Y yo no sabía que estaba allí! ¡Te lo dije aquella noche! Y ahora, déjame en paz, Rafael. [ 28 ]


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Los ojos azules brillaban de ira, pero a ella le daba igual. Echó a andar y, esta vez, Rafael no intentó detenerla. Para empezar, le había sorprendido que se hubiera acercado a ella. No habían vuelto a hablar desde la noche que había entrado en su habitación cinco años atrás, y había encontrado a Oliver Randall, tendido en su cama, desnudo. Ella había intentado explicarle que Oliver le había jugado una especie de broma cruel y terrible, que no había pasado nada entre ellos, que ella había estado durmiendo hasta que él había entrado en la habitación y ella se había despertado sobresaltada. El caso era que por razones que nunca había llegado a entender, Oliver se había propuesto destruir el amor que Rafael había sentido por ella, o al menos eso decía, y lo había conseguido de la manera más brutal. Rafael no la había escuchado aquella noche ni tampoco había respondido a ninguna de la docena de cartas que ella le había enviado, rogándole que escuchara su parte de la historia, suplicándole que la creyera cuando le juraba que decía la verdad. Cuando se empezó a filtrar el escándalo, jamás dijo una sola palabra en su defensa, ni prestó la más mínima atención a su versión de los hechos. En cambio, rompió su compromiso bruscamente y confirmó lo que decían los murmuradores. Así anunció al mundo que Danielle Duval no era la inocente criatura que pretendía ser, sino una mujer de la vida, que se había comportado de forma descarada y licenciosa y había mostrado la más absoluta indiferencia hacia su prometido. La sociedad le había cerrado sus puertas, y había tenido que desterrarse al campo. Hasta su propia madre había creído la historia. A Danielle se le nubló la vista mientras cruzaba el jardín. Rara vez pensaba en Rafael o en aquellos terribles días. Pero cuando había vuelto a Londres, Rafael volvía a [ 29 ]


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echarle el escándalo en cara. Se sorbió la nariz y reprimió las lágrimas que se negaba a dejar escapar. No iba a llorar por Rafael, otra vez no. Había llorado hasta la desolación por el hombre a quien había amado cinco años atrás, y no volvería a llorar por él nunca más.

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Rafael se quedó en el jardín, enfadado y extrañamente inquieto, mientras veía alejarse la elegante figura de Danielle avanzando por el sendero de grava hasta que desapareció dentro de la casa. No sabía qué demonio lo había poseído para abordarla. Es posible que fuera el silencio que había mantenido todos esos años. En cualquier caso, en lugar de la satisfacción que había esperado sentir cuando finalmente se encarara con ella, se sentía más descorazonado que nunca. Igual que había hecho aquella lejana noche, Danielle había mantenido firmemente su inocencia. Ni la creyó entonces ni la creía en momento. Había leído la nota y, además, lo había visto con sus propios ojos. Oliver había aceptado la invitación de Danielle y allí estaba, en su habitación, desnudo y tendido en la cama junto a ella. Por supuesto, Rafael había desafiado al bastardo. Se suponía que Oliver era su amigo. —No acudiré, Rafael —le había dicho Oliver—. Puedes hacerme lo que quieras, que no me batiré en duelo. Somos amigos desde que éramos niños y no voy a negar que la culpa ha sido enteramente mía. —¿Por qué Oliver? ¿Cómo has podido hacer una cosa así? —La quiero, Rafael, siempre la he querido. Lo sabes mejor que nadie. Cuando me invitó a subir a su habitación, me resultó imposible rechazar la invitación. Rafael había sabido durante muchos años que su amigo estaba enamorado de Danielle, que la había querido desde que era adolescente. Pero Danielle nunca había amado a Oliver. O eso era lo que Rafael había pensando. Estúpidamente [ 31 ]


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había creído que Danielle lo quería a él y no a Oliver Randall, aunque Oliver llevaba años tras ella. Después de aquella noche, Rafael había llegado a la conclusión de que ella había aceptado casarse con Rafael con el único propósito de convertirse en duquesa. Lo que ella quería era riqueza y poder, no a él. Mientras abandonaba el jardín, se recordaba a sí mismo todas estas cosas, y volvió a repetirse que nada de lo que Danielle decía era verdad. Sin embargo, ya era más mayor, y no estaba loco de celos ni ciego de amor como había estado en aquellos días. Ya no sentía un dolor y una ira insoportables. Y porque era un hombre diferente al que había sido entonces, no podía borrar la imagen de su cabeza. No podía olvidar la manera en que Danielle lo había mirado en el jardín. Sin un ápice de remordimiento, sin el menor indicio de vergüenza. Lo había mirado con el mismo odio que Rafael había sentido por ella. «No, Rafael. Fuiste tú quien me traicionó. Si me hubieras amado..., habrías sabido que te decía la verdad.» Las palabras lo acosaron, atormentándolo por dentro, durante todo el camino de vuelta a Sheffield House. ¿Era posible? ¿Existía la menor posibilidad? La primera cosa que hizo a la mañana siguiente fue enviar una nota a Jonas McPhee, un investigador privado de la calle Bow, a quien él y sus amigos habían recurrido durante años siempre que necesitaban alguna información. McPhee era discreto y extremadamente bueno en su trabajo, y a las dos de la tarde acudió puntualmente a Sheffield House. —Buenos días, Jonas. Gracias por haber venido. —Su excelencia sabe que puede contar conmigo para lo que sea.

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El investigador era bajo, calvo y llevaba unos anteojos sin montura. Era un hombrecillo de lo más corriente cuyos hombros musculosos y manos nudosas eran los únicos indicios que delataban el tipo de trabajo que hacía. Rafael lo recibió en la puerta, lo invitó a entrar en su estudio, lo guió hasta su mesa escritorio y le indicó que tomara asiento en una de las sillas de cuero de color verde oscuro situadas delante de aquélla. —Me gustaría contratar tus servicios, Jonas. —Rafael tomó asiento delante de su mesa, un mueble macizo de madera de palisandro. El despacho, una habitación de dos plantas, paredes cubiertas por estanterías para libros y techos con elegantes molduras, estaba decorada con una mesa de caoba alargada, iluminada por lámparas de cristal verde que colgaban del techo, y una docena de sillas de madera tallada y respaldo alto, dispuestas alrededor—. Quiero que investigues unos hechos ocurridos hace cinco años. —Cinco años es mucho tiempo, excelencia. —Sí, lo es, y me doy cuenta de que no será fácil. —Se recostó en su silla—. El incidente implicó a una mujer, Danielle Duval, y a un hombre, Oliver Randall. La señorita Duval es la hija del difunto vizconde de Drummond, que falleció hace unos años. Lady Drummond murió el año pasado. Oliver Randall es el tercer hijo del marqués de Caverly. —Necesitaré tomar algunas notas, excelencia. Rafael sacó una hoja de papel. —Toda la información que necesitas se encuentra aquí. —Excelente. Rafael depositó la hoja en la mesa escritorio. —Hubo un tiempo en que la señorita Duval y yo estuvimos prometidos. El compromiso se deshizo hace cinco años. [ 33 ]


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Rafael narró, entonces, la fea historia de los hechos ocurridos la noche que cayó en su poder la nota que Danielle había enviado a Oliver; explicó cómo había entrado a medianoche en el dormitorio de Danielle y los había sorprendido juntos. Mientras relataba la historia, Rafael hizo todo lo posible para transmitir los hechos sin revelar las emociones que había experimentado en aquellos momentos. —¿Por casualidad conserva la nota? —preguntó Jonas. Rafael esperaba la pregunta. —Por extraño que resulte sí, la conservo, aunque no sabría decir el porqué. Abriendo el último cajón de la mesa escritorio, apartó la pistola que guardaba dentro y sacó una pequeña caja de metal, que abrió con la llave de un llavero que guardaba en otro cajón. La nota que había dentro estaba amarillenta, descolorida y tenía los pliegues desgastados de tanto doblarla. Sin embargo, tenía el poder de causarle un nudo en el estómago. Le entregó la nota a McPhee. —Como he dicho, no tengo la menor idea del porqué la he conservado. Quizá para acordarme de no confiar ciegamente en nadie nunca más. McPhee cogió la nota que le tendía, y Rafael le pasó la lista que había preparado con lugares, nombres y personas relacionadas con el escándalo, aunque fuera remotamente. —Puede que esto me lleve algún tiempo —dijo McPhee. Rafael se puso de pie. —He esperado cinco años; supongo que importará esperar unas cuantas semanas más.

no

me

Y, sin embargo, se sentía extrañamente ansioso por saber lo que podía averiguar McPhee. Tal vez deseaba simplemente resolver un asunto que nunca se había [ 34 ]


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resuelto del todo. Tal vez pensaba en el futuro, en su próxima boda. Tal vez lo único que quería era enterrar el pasado de una vez por todas.

Con la ayuda de Caroline, Danielle acabó de guardar el resto de su equipaje en los baúles, poniendo un cuidado especial en los vestidos que pensaba ponerse en el barco durante la travesía de dos meses a Norteamérica. La joven no veía la hora de irse. —Parece que ya está todo —dijo Caroline, tan alegre como siempre—. ¿Preparada para el viaje? —Preparada es poco. ¿Y tú? Caroline se echó a reír, contenta. —Hace días que estoy preparada y tengo el equipaje listo. —¿Y tía Flora? ¿Sabes si ha hecho ya las maletas? En ese preciso instante la infatigable tía de Danielle irrumpió en la habitación en estado de gran excitación, con algunos cabellos plateados, que se habían soltado de las horquillas, bailando sobre el rostro redondo. —¡Hijas mías! Estoy lista para que nos marchemos en cuanto lo digáis. Al igual que Danielle, tía Flora consideraba a Caroline Loon casi como a un miembro de la familia. En cierta ocasión, Danielle había sugerido a Caroline que, en lugar de seguir trabajando como su doncella, lo hiciera como su dama de compañía. Caroline se había ofendido. —No acepto limosnas, Danielle, nunca las he aceptado. Soy feliz ganándome el sustento. Además, lady Wycombe y [ 35 ]


Kat Martin usted siempre han generosas conmigo.

El collar de la doncella sido

extremadamente

amables

y

Danielle no volvió nunca más a mencionar el tema. Caroline estaba contenta de poder ganarse la vida, y Danielle de que fueran amigas. —¡Bien! Pues si todas estamos listas —anunció tía Flora —, mandaré a buscar el carruaje. Éste las llevaría a los muelles y luego regresaría a Wycombe Park. Con el tiempo, lady Wycombe regresaría a Inglaterra y dejaría a Danielle y Caroline a cargo de los preparativos del nuevo hogar de Danielle y su futuro marido, Richard Clemens. —Oh, ¡todo esto es tan emocionante...! Flora abandonó la habitación precipitadamente para ultimar los preparativos, y Danielle miró a Caroline que también parecía agitada. —Bueno, parece que ya estamos en marcha —dijo Danielle. Caroline sonrió. —¿Se da cuenta? Dentro de poco será una mujer casada. Danielle asintió en silencio. No podía evitar pensar en el último hombre con el que había estado a punto de casarse y en su terrible traición. «Richard es diferente», se dijo a sí misma. Y rezó para que así fuera.

El Wyndham, un gran velero de pasajeros, equipado con los camarotes más modernos que existían, se preparaba para aprovechar la marea y zarpar a la mañana siguiente. El capitán había ido personalmente a saludar a las mujeres y prometerles que se ocuparía de su bienestar [ 36 ]


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durante el viaje, dado que viajaban sin la protección de un hombre. Danielle intentó pensar en algún hombre que la hubiera protegido de algo. Desde luego no había sido su padre, muerto cuando ella una niña. Ni su primo Nathaniel, que se le había insinuado de forma obscena cuando ella apenas tenía doce años. Mucho menos Rafael, el hombre que iba a ser su marido, el hombre a quien ella había amado con todo su corazón. Se preguntaba cómo sería Richard Clemens, pero pensó que realmente daba igual. Había aprendido a cuidar de sí misma y seguiría haciéndolo, incluso, después de casados. Danielle, de pie entre tía Flora y Caroline, y asomada a la borda, contemplaba las aguas mientras el barco levantaba amarras. Un tardío viento de mayo refrescó el aire y ahuecó la capa forrada de piel que Danielle llevaba sobre los hombros. —Casi no me lo puedo creer—dijo Caroline, mientras veían desaparecer los muelles de Londres en la distancia—. ¡Por fin vamos a América! —¡Y qué aventuras nos esperan! —añadió tía Flora alegremente. Pese a que Danielle se sentía tan excitada como ellas, le habría gustado estar más segura de haber tomado la decisión correcta. Apenas conocía a Richard Clemens. Y después de Rafael, se fiaba muy poco de los hombres, aunque Richard le había ofrecido la posibilidad de encontrar la felicidad que había renunciado a tener. Se encorvó para abrazar a las mujeres, sus dos amigas más queridas en el mundo. —Estoy tan contenta de que las dos vengáis conmigo... Pero sabía que ellas no habrían aceptado lo contrario. Eran su familia. La única familia que, de verdad, había [ 37 ]


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tenido nunca. En aquellos momentos una nueva familia la esperaba en Norteamérica. Richard y los niños, un hijo y una hija que nunca habría tenido de no haberlo conocido. Se esforzó en recordar su cara, y vio la imagen de un hombre con una espesa cabellera rubia y ojos de color pardo oscuro. Un hombre atractivo, inteligente y generoso. Se habían conocido en Wycombe Park. Richard tenía negocios en la industria textil y había viajado a Inglaterra con la esperanza de aumentar su cartera de clientes. Allí se había hospedado en casa del señor de Donner, uno de los amigos de tía Flora, que vivía cerca. El terrateniente y su esposa, Prudence, junto con su invitado, el señor Clemens, habían sido convidados a cenar en Wycombe Park. Esa noche, después de una agradable velada jugando a las cartas y charlando, y de escuchar a Danielle y a Prudence tocando el piano durante una hora, Richard le había preguntado si podría verla otra vez. Danielle se había sorprendido a sí misma diciendo que sí. En los días siguientes no habían pasado mucho tiempo juntos, pero parecían entenderse muy bien. Incluso, después de haberle hablado del escándalo, Richard había seguido queriendo casarse con ella. Al contrario de Rafael, le había creído cuando ella le dijo que era inocente y que no había obrado mal. De pie en la cubierta del Wyndham, Danielle sintió el viento en la cara mientras su mirada se perdía mar adentro. Era afortunada. Muy afortunada. Dios le había brindado una segunda oportunidad de ser feliz y tenía la intención de aferrarse a ella con las dos manos y no dejarla escapar.

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Transcurrieron diez días en los que sólo mantuvo breves contactos con Jonas McPhee. Mientras esperaba respuestas, Rafael hizo la misma vida que había hecho antes, acudía a las fiestas y reuniones habituales, cenaba casi todas las noches en White's, su club de caballeros, y hacía alguna visita ocasional, de naturaleza más íntima, a la Casa de Placer de madame Fonteneau. En el pasado, sus mejores amigos, Ethan Sharpe y Cord Easton, lo habrían acompañado, bebiendo, apostando y haciendo visitas a las mujeres de vida alegre, aunque Cord había preferido, por lo general, la compañía de su amante. Sin embargo, Ethan y Cord ya estaban casados felizmente, eran devotos esposos y cada uno tenía un hijo. Rafael planeaba seguir sus pasos en el futuro. Aunque su matrimonio con Mary Rose no fuera una unión por amor, era fundamental que Rafael trajera un heredero al mundo. La fortuna de los Sheffield era grande y sus tierras y propiedades, inmensas y complejas. Dado que no tenía hermanos, si fallecía sin dejar un heredero que llevase su apellido, la fortuna y el título irían a parar a su primo, Arthur Bartholomew. Artie era un holgazán de la peor calaña, un vividor cuyo único objetivo en la vida consistía en gastar cada guinea que pasaba por sus manos. Frecuentaba burdeles, bebía y apostaba en exceso y parecía empeñado en que sus vicios lo llevaran, prematuramente, a la tumba. Arthur era la razón por la cual su madre se había mostrado tan insistente en sus esfuerzos para casar a Rafael, y a decir verdad, él no podía culparla por ello. Lo mismo que sus tías y primas, su madre dependía de las rentas de la enorme fortuna de los Sheffield para mantenerse ella y el resto de la familia. Era responsabilidad de Rafael ocuparse de que la fortuna familiar pasase a [ 39 ]


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buenas manos y asegurar su generaciones presentes y futuras.

existencia

para

las

Para procurar que así fuera, Rafael estaba resuelto a casarse y tener hijos. Necesitaba hijos varones, y más de uno, para asegurar la descendencia. Además, deseaba formar una familia. Estaba listo para dar ese paso. Lo había estado, suponía él, desde su noviazgo con Danielle, aunque después de su traición habían transcurrido varios años en los que la sola idea le había resultado detestable. Los recuerdos cambiaron el curso de sus pensamientos. Una hora después, seguía pensando en Danielle cuando recibió una nota de Jonas McPhee en la que solicitaba permiso para verlo esa misma tarde. Por el tono de la nota, Rafael estaba seguro de que había descubierto algo importante. Eran casi las nueve cuando el mayordomo anunció a McPhee y lo hizo pasar al estudio, donde Rafael se paseaba impaciente delante de su gran mesa escritorio de madera de palisandro. —Buenas noches, excelencia. Quería haber venido antes, pero han surgido algunos detalles de última hora que quería verificar antes de presentarle la información. —Has actuado bien, Jonas, y te agradezco meticulosidad. Y ahora, deduzco que traes noticias.

tu

—Me temo que sí, excelencia. Al oír esas palabras, el estómago de Rafael se contrajo. Por la expresión en la cara del investigador dedujo que no le gustaría lo que estaba a punto de oír. Con un gesto invitó a McPhee a sentarse en una de las sillas de piel situadas delante de la mesa escritorio, mientras él ocupaba su lugar habitual. —Muy bien. Soy todo oídos. —Para decirlo llanamente, señor, todo parece indicar que hace cinco años, en la noche en cuestión, engañaron a

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su excelencia. El nudo que tenía en el estómago se contrajo aún más. —¿En qué sentido? —Al parecer, Oliver Randall, ese conocido suyo que tomó parte en los hechos que nos ocupan, hacía muchos años que sentía un odio secreto por su excelencia. —Odio es una palabra muy fuerte. No éramos amigos íntimos, pero nunca sentí que abrigara ninguna animosidad hacia mí. —¿Su excelencia estaba al tanto de lo que sentía por su prometida? —Sí. Sabía que estaba enamorado de Danielle, y que lo estaba desde hacía años. Más que nada, me causaba lástima —afirmó Rafael. —Hasta que los vio juntos aquella noche. —Así es. Los encontré juntos en el dormitorio de Danielle, y a él desnudo en su cama. El investigador carraspeó y aclaró: —Que estaba allí está fuera de duda. Muchos de los invitados a aquella reunión social de varios días han verificado los hechos ocurridos aquella noche..., tal y como los vivieron ellos. Varios invitados abandonaron el salón y acudieron a la habitación de la señorita Duval, al oír el alboroto. Vieron a usted allí, vieron al señor Oliver Randall en la cama de la señorita Duval. Y todos, incluido usted mismo, llegaron a la misma conclusión. —Sin embargo, estás insinuando que todos estábamos equivocados. —Rafael mantenía la serenidad. —Cuénteme otra vez cómo fue que encontró la nota. Rafael dejó que su memoria lo transportase a los dolorosos acontecimientos de aquella noche.

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—Uno de los lacayos me la entregó después de la cena. Dijo que la había encontrado en el suelo del estudio de lord Oliver, que sabía que la señorita Duval y yo estábamos prometidos y que no le parecía que estuviese bien lo que estaba pasando entre la señorita Duval y el lord Oliver. —¿Recuerda el nombre del lacayo? —No, sólo que lo recompensé generosamente por su honestidad y juré que mantendría en secreto su participación en el asunto. —El nombre del lacayo era Willard Coote, que también recibió una generosa recompensa de lord Oliver, quien le ordenó que le entregase la nota a usted. Rafael frunció el ceño. —Eso no tiene sentido. ¿Por qué iba a querer Oliver que lo descubriese con Danielle?—inquirió Rafael. —Tiene sentido si se comprende el empeño que tenía lord Oliver en asegurarse de que su excelencia no llegara a casarse nunca con la señorita Duval. Sospecho que esperaba conseguirla con el tiempo pero, como ya sabemos, eso no pasó. Pero, por encima de todo, sospecho que deseaba hacerle a usted tanto daño como fuera posible. Rafael reflexionó sobre lo que acababa de oír. La cabeza le daba vueltas mientras intentaba unir todas las piezas del rompecabezas. —Me temo que sigo sin entenderlo. ¿Por qué iba a querer Oliver hacerme daño? —No hay duda de que sentía celos. Pero parece que ésa no era la única razón de su odio hacia usted. Con tiempo, confío en poder averiguar el resto de sus motivaciones. Rafael se enderezó en su silla. La cabeza le bullía con imágenes de Oliver y Danielle juntos aquella noche. —No será necesario, al menos de momento. Ahora [ 42 ]


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mismo lo único que necesito saber es si estás seguro, más allá de toda duda, de que Danielle Duval era inocente de las acusaciones que se hicieron contra ella aquella noche. En respuesta, McPhee hurgó en el bolsillo de su arrugada y raída casaca. —He traído una pequeña prueba definitiva para que la examine —dijo, depositando la nota que le había dado Rafael encima de la mesa escritorio—. Este es el mensaje que el lacayo le entregó aquella noche. —Sí. McPhee desdobló una hoja de papel y la colocó al lado de la nota. —Y ésta es una carta escrita por la señorita Duval, y que, en mi opinión, constituye la prueba definitiva. —Jonas se inclinó sobre las hojas—. Como puede ver, excelencia, la caligrafía es similar pero, si se mira con atención, se ve que no es exactamente igual. Rafael examinó cada línea, deteniéndose en las semejanzas y en las diferencias que había entre la nota y la carta. Era innegable que la caligrafía, aunque parecida, no era exactamente igual. —Fíjese en la firma. De nuevo, Rafael comparó las dos. Sin duda, la falsificación de la firma era mucho mejor; seguramente, el resultado de muchas repeticiones, sin embargo seguían existiendo pequeñas diferencias. —No creo que la señorita Duval escribiera esta nota a Oliver Randall —concluyó Jonas—. Más bien creo que fue lord Oliver quien escribió la nota, la arrugó para que pareciera que la había leído antes de tirarla al suelo, y se la entregó al lacayo con la orden de dársela a usted después de la cena. La mano de Rafael tembló al coger la carta que le había traído McPhee. Era de Danielle e iba dirigida a su tía. En [ 43 ]


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ella, describía los terribles acontecimientos ocurridos aquella noche, se declaraba inocente y suplicaba a su tía que la creyera. —¿Dónde conseguiste esta carta? —Hice una visita a lady Wycombe, tía de la señorita Duval, antes de que se embarcara. La condesa se ofreció a cooperar en todo lo que estuviera a su alcance para demostrar la inocencia de su sobrina. Y me hizo llegar desde Wycombe Park varias muestras de la caligrafía de su sobrina. Rafael dejó la carta junto a la nota. —Danielle me escribió varias cartas pero nunca..., yo nunca abrí ninguna. Estaba tan seguro, tan convencido de lo que había visto... —Dado el cuidado con que se habían planeado los acontecimientos de aquella noche, es comprensible que lo estuviera, excelencia. Rafael apretó la barbilla con fuerza, que sintió un dolor en la parte posterior del cuello. Empujando su silla hacia atrás, se puso de pie. —¿Dónde está él? McPhee también se levantó del sillón. —Lord Oliver está en Londres. Pasará la temporada en la mansión de su padre, lord Caverly. Rafael rodeó el escritorio, con el pulso disparado y la rabia creciendo por momentos, haciendo un gran esfuerzo para dominarse. —Gracias Jonas. Como de costumbre has hecho un buen trabajo y has puesto al descubierto los hechos. Lamento mucho no haberte conocido hace cinco años. Tal vez, si te hubiera contratado, mi vida habría sido muy diferente.

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—Lo lamento, excelencia. —Nadie lo lamenta más que yo. —Rafael acompañó a McPhee a la puerta de su despacho—. Envía tus honorarios a mi contable. McPhee asintió en silencio. —Puede que no sea demasiado tarde para enmendar el daño, excelencia. Lo invadió un estremecimiento de ira, y tanto se enfureció que temió perder el control. —Cinco años es mucho tiempo —dijo con tono amenazador—. Pero de una cosa puedes estar seguro: pronto será demasiado tarde para Oliver Randall. La llamada a la puerta de Oliver llegó temprano. Unos golpes firmes e insistentes le sacaron de su sueño, y en silencio, maldijo a quien fuera que lo visitaba a aquellas horas. Se sorprendió cuando su ayuda de cámara irrumpió en su habitación, con el rostro transfigurado por el miedo. —¿Qué ocurre, Burgess? Y sea lo que sea, espero que sea importante. Estaba durmiendo como un bendito cuando has empezado a dar golpes en la puerta. —Hay tres hombres abajo que insisten en verlo, milord. Jennings les ha dicho que era demasiado temprano para recibir visitas, y les ha pedido que se fueran, pero se han negado. Dicen que el asunto que les trae no puede esperar. Jennings me ha pedido que lo despierte. —El pequeño y anciano ayuda de cámara sostuvo en alto el batín de seda verde para que Oliver se lo pusiera. —No seas idiota. No puedo presentarme delante de ellos con eso. Tendré que vestirme. Tendrán que esperar les guste o no. —Esos hombres han dicho que si no baja en cinco minutos, subirán a buscarlo. —¿Qué? ¿Se atreven a amenazarme? ¿Qué asunto [ 45 ]


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puede ser tan importante como para que esos hombres se presenten en mi casa a una hora tan intempestiva y exijan verme? ¿Te ha dado Jennings sus nombres? —Sí, milord. El duque de Sheffield, el marqués de Belford, y el conde de Brant. Le recorrió un escalofrío de alarma. Sheffield estaba allí. Y con él, dos de los hombres más poderosos de Londres. No quería pensar en el motivo de su visita. Era mejor esperar y ver de qué se trataba. Burgess volvió a sostener la bata en alto y, esta vez, Oliver aceptó la ayuda para ponérsela. —Bien, baja y diles que ahora voy. Acompáñalos a la sala de dibujo. —Sí, milord. Allí estaban esperando cuando el mayordomo abrió las puertas correderas y entró Oliver, en bata y zapatillas, esforzándose por mantener una apariencia digna. Al entrar en la sala, lo puso bastante nervioso ver que los tres hombres se hallaban de pie, en lugar de sentados. —Buenos días, excelencia. Milores. —Oliver —contestó el duque, con un inconfundible tono de amenaza en la voz. —Deduzco que debe de tratarse de un asunto de máxima urgencia para que os presentéis en mi casa a estas horas. Sheffield dio un paso hacia delante. Hacía años que Oliver no veía a Rafael Saunders, es más, había hecho todo lo posible para mantener la distancia. Y allí estaba entonces, en su casa, un hombre mucho más alto y de constitución más fuerte; un hombre guapo, de una riqueza y poder más allá de lo que Oliver podría aspirar nunca. —He venido por un asunto personal —dijo el duque—. Un asunto que debería haberse resuelto hace cinco años. [ 46 ]


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Creo que sabéis a que asunto me refiero. Oliver frunció el ceño. Nada de todo aquello tenía sentido. —Creía que lo que pasó pertenecía al pasado. Me cuesta creer que, después de tantos años, hayáis venido aquí a resucitar viejas infamias. —En realidad, he venido a defender el honor de Danielle Duval, como debería haber hecho hace cinco años. Veréis, cometí el error de creeros a vos en lugar de a ella. Un error que tengo intención de rectificar de una vez por todas. —¿De qué estáis hablando? Por toda respuesta, Rafael sacó un guante de algodón blanco del bolsillo interior de su abrigo y con él abofeteó a Oliver en la cara, primero una mejilla y luego la otra. —Danielle Duval no había cometido ningún acto reprochable la noche que os encontré a los dos juntos, sin embargo vos, señor, sí lo hicisteis. Ahora pagaréis por el daño que habéis hecho y las vidas que habéis arruinado. Escoged el arma que prefiráis. —No sé..., no sé de qué habláis. —Yo creo que sí. Dado que fuisteis vos quien falsificó la nota que recibí y pagasteis a vuestro lacayo, Willard Coote, para que la hiciera llegar a mis manos. Os espero mañana al amanecer, en la loma de Green Park. Estos hombres actuarán como mis padrinos. Si rechazáis batiros en duelo conmigo, tal y como hicisteis una vez, os buscaré, y cuando os encuentre, os mataré en el acto. Ahora, elegid el arma. De manera que... por fin se había descubierto la verdad. Oliver había empezado a pensar que nunca saldría a la luz, había empezado a pensar que había ganado la partida por completo. Entonces, cinco años después, no sabía si el precio que pagaría por la venganza que había conseguido, valdría la pena.

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—Pistola—dijo finalmente—. Contad con que acudiré a Green Park al amanecer. —Una última pregunta..., Oliver ¿Por qué lo hiciste? ¿Qué te hice para merecer un castigo tan cruel? —Rafael adoptó un tono familiar. Oliver frunció los labios. —No tenías que hacer nada, salvo ser tú mismo. Desde que éramos niños, fuiste más alto, más listo y más guapo. Eras el heredero de un ducado que incluía una fabulosa fortuna. Eras mejor atleta, mejor anfitrión y mejor amante. Todas las mujeres querían casarse contigo. Y cuando Danielle sucumbió a tu hechizo, me propuse que nunca la consiguieras. —La sonrisa de Oliver se volvió cruel—. Por ese motivo destruí todas las posibilidades de que lograras la única cosa que realmente deseabas. El duque explotó, agarró a Oliver por las solapas de su batín y lo elevó en al aire, hasta que sólo tocó el suelo de puntillas. —Voy a matarte Oliver. Es probable que hayas conseguido lo que te habías propuesto, pero vas a pagar por lo que has hecho. El conde y el marqués se apresuraron a intervenir. —Suéltalo, Rafael —ordenó Brant, cuyos ojos castaño dorados se fundieron en los fríos ojos azules de su amigo—. Tendrás tu reparación mañana. —Dale tiempo para reflexionar sobre su destino —dijo el moreno marqués de Belford, como si supiera qué miedos infunde el tiempo. Los fuertes dedos que estrujaban el batín por debajo de la barbilla de Oliver se fueron aflojando despacio. —Es hora de irnos —dijo Belford al duque—. Los criados ya deben de haber avisado al vigilante. Como ha dicho Cord, mañana será otro día.

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Sheffield soltó su presa propinándole tal empujón que ésta fue a chocar contra la repisa de la chimenea y se hizo daño en el brazo. Pero el miedo de Oliver se apagaba despacio, reemplazado por una férrea determinación. Se había preparado por si llegaba este día. ¡Quién sabe si el destino no le tenía preparada una última oportunidad para ganar la partida! —¡Veremos quién muere antes! —se burló Oliver mientras los tres hombres se encaminaban a la puerta—. No soy el blando que era cinco años atrás. Ignorándolo, los hombres abandonaron la sala de dibujo, Belford cojeando ligeramente, una vieja herida quizás. Oliver no lo conocía lo bastante como para saberlo. Al cerrarse la puerta principal, después de que los hombres se hubiesen marchado, Oliver se hundió en el sofá de brocado. De modo que se enfrentaría finalmente con el duque de Sheffield. Hubo una época en la que estaba seguro de que así sería. Se había comprado un par de pistolas de duelo y había practicado con ellas diariamente hasta convertirse en un hábil tirador. En los cuatro últimos años, había empezado a pensar que no necesitaría las armas. Sin embargo, las cosas habían cambiado. Oliver casi sonrió. Rafael quería venganza. Oliver conocía muy bien el sentimiento. En cierto sentido, se alegraba de que Rafael supiera lo que había pasado aquella noche, pues haría su victoria mucho más dulce. Si la suerte lo acompañaba, al día siguiente vería a su mayor enemigo muerto.

Una ligera bruma cubría la loma. La hierba, alta y húmeda, condensaba el rocío que se depositaba en las botas de piel de los hombres. Las primeras luces del amanecer se propagaban por el horizonte, en cantidad suficiente para dejar vislumbrar los dos carruajes negros aparcados junto al prado cubierto de hierba. [ 49 ]


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Ethan se hallaba al lado de Cord bajo la copa de un platanero alto, muy cerca de los dos hombres que acompañaban a lord Oliver Randall. En el espacio abierto en lo alto de la loma, su mejor amigo, Rafael Saunders, duque de Sheffield, se hallaba de pie, espalda contra espalda, con el hombre que había arruinado su vida, Oliver Randall, tercer hijo del marqués de Caverly. Randall era un poco más bajo que Rafael, y de complexión algo más ligera, cabello castaño rojizo y ojos marrones. Carecía de la fuerza y de la autoridad que parecían innatas en Rafael y, sin embargo, Ethan confiaba en que su amigo no hubiera subestimado a su rival. Oliver Randall tenía fama de ser muy diestro, uno de los mejores tiradores de Londres. Aunque también lo era Rafael. Empezó la cuenta. Cord cantaba los números, y los hombres se fueron alejando el uno del otro con grandes zancadas a medida que los oían:..., cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Los dos hombres dieron media vuelta exactamente en el mismo instante. Con el cuerpo en línea con el brazo, levantaron las pistolas de duelo, de cañón largo y grabados de plata, a la altura del hombro, y dispararon. Se oyeron con claridad dos tiros, que resonaron en la loma. Durante unos segundos, ninguno de los hombres se movió. Entonces, Oliver Randall se balanceó sobre los pies y cayó al suelo, desmayado sobre la hierba húmeda de la loma. Sus padrinos corrieron hacia él, dos sombras apenas visibles en las luces púrpuras del amanecer, acompañados por el cirujano, Neil McCauley, un amigo que había accedido a acompañarlos. Cord y Ethan echaron a andar también, Ethan con el pulso todavía acelerado, aunque parte de su preocupación se disipó cuando vio que su amigo Rafael seguía de pie, aparentemente ileso.

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Entonces reparó en la mancha de sangre que teñía la manga de Rafael, aunque éste no parecía darse cuenta. En lugar de ello caminó con paso enérgico hacia Oliver Randall. Inclinado sobre el herido, el doctor McCauley alzó la vista para mirar al duque. —Está malherido. No estoy seguro de que sobreviva. —Haz todo lo posible —repuso Rafael antes de dar media vuelta e ir al encuentro de Ethan, que lo alcanzó al borde de la loma. —¿Estás malherido?—preguntó Ethan, apartándose el mechón negro que le caía por la frente. Por primera vez, Rafael pareció darse cuenta de que le había herido. —No creo que sea nada grave. Duele un poco pero se puede resistir. Cord se unió a ellos. —Mi casa es la que se encuentra más próxima y las mujeres nos están esperando. Te llevaremos allí y te curaremos el brazo. —Cord lanzó una mirada a la colina—. Parece que McCauley está muy ocupado atendiendo a Randall, pero mi esposa es una buena enfermera. Rafael asintió. Su rostro se crispó de dolor varias veces mientras cruzaban el prado camino de su carruaje, pero su pensamiento se hallaba a millas de distancia. Había dado su merecido a Oliver Randall. Sin embargo, todavía quedaban pendientes por resolver otras cuestiones de honor. Había que restituir la probidad de Danielle, pensó Ethan, proclamar a los cuatro vientos su inocencia. Su amigo se preguntaba qué pasos pensaba dar Rafael.

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Rafael se reclinó en la silla detrás de su mesa escritorio. Un tímido sol de junio se colaba por los cuarterones de los ventanales calentando la sala, pero no le mejoró el humor. Tenía un dolor punzante en el brazo, aunque la herida, afortunadamente, había resultado ser menor. La bala de plomo había atravesado la parte carnosa del brazo sin tocar el hueso y había salido por el otro lado. Oliver Randall no había tenido tanta suerte. La bala había alcanzado una costilla situada debajo del corazón, había rebotado y se había alojado en una zona cercana a la columna vertebral. Si la herida no llegaba a gangrenarse, Oliver Randall viviría pero no volvería a caminar nunca más. Rafael no sentía remordimiento. Oliver Randall había destruido las vidas de dos personas, de manera deliberada y cruel, sin otra razón que la envidia y los celos. Había conspirado, planeado, mentido y engañado a todo Londres y, en particular, a Rafael. Entonces, a cambio, la propia vida de Oliver había quedado destruida. «Recogemos lo que sembramos», solía decir el padre de Rafael cuando éste era niño. El difunto duque había sido un hombre bueno y justo, que habría visto justicia en el resultado del duelo. No obstante, Oliver no era el único que había cometido faltas. En los días que siguieron al duelo, Rafael se propuso enmendar parte del daño que él mismo había causado. Quería limpiar el nombre de Danielle de toda mancha en el escándalo que había puesto fin a su noviazgo, pero antes quería hablar con ella. En ese sentido, sus esfuerzos habían fracasado. Rafael lanzó un juramento por lo bajo. Frustrado y sin encontrarse muy bien, estaba pensando en Danielle cuando

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un golpe en la puerta distrajo su atención. Su mayordomo, Jonathan Wooster, un hombre de cabellos blancos, rostro alargado y ojos acuosos, apareció en la entrada. —Siento molestarle, excelencia, pero lord y lady Belford desean saber si puede recibirlos. Se había preguntado cuándo lo visitarían sus amigos. —Hazles pasar. Que estaban preocupados por él, era algo que sabía. Desde el duelo, no había visto a nadie y se había encerrado en casa. Aunque se había hecho justicia, se sentía derrotado. No deseaba salir a la calle, porque no tenía fuerzas. Ethan hizo pasar a su esposa a la sala. Grace, una adorable joven de cabello castaño rojizo y ojos color esmeralda, ataviada a la moda con un vestido de cintura alta, en tonos verdes más claros. Grace y Rafael mantenían una larga amistad, que nunca había ido más allá. Rafael pensaba que Grace había estado destinada desde el principio a ser la novia de Ethan, y la única persona capaz de disipar el carácter sombrío de su amigo. —¿Cómo te encuentras? —preguntó Ethan, con cara de preocupación. Era tan alto como Rafael, más delgado, más moreno, con los rasgos más marcados, la clase de hombre por el que las mujeres se sienten atraídas. Más aún entonces que su pesimismo había desaparecido. —La herida no revistió ninguna gravedad —dijo Rafael cruzando la habitación para ir a su encuentro—. Y el brazo parece cicatrizar muy bien. —Esa es una buena noticia. —Una sonrisa iluminó el hermoso rostro de Grace—. Quizá te sientas con fuerzas para acompañarnos a comer. Hace un día tan bonito... Rafael apartó la vista. Su cuerpo se recuperaba, pero su mente se aferraba al pasado. Al día siguiente del duelo, Rafael había llamado a Jonas McPhee y le había encargado

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que descubriera el paradero sobrina, Danielle Duval. Dado desde la merienda benéfica ni que tal vez ella y su tía habían

de lady Wycombe y de su que Rafael no la había visto tampoco su madre, pensaba regresado a Wycombe Park.

Al contrario, según McPhee, Danielle y su tía habían abandonado el país. —Por tu aspecto taciturno, supongo que te has enterado de que Danielle ha abandonado el país —dijo Ethan. Rafael frunció el ceño. —¿Cómo te has enterado? —Nos lo ha dicho Victoria —repuso Grace—. Parece estar muy bien informada de lo que pasa entre los criados de esta ciudad. Ha estado preguntando por el paradero de Danielle. Supongo que pensó que seguramente querrías verla. Rafael reprimió un suspiro de frustración. —Desdichadamente, Jonas McPhee me ha comunicado que Danielle y su tía zarparon hace tres días rumbo a Norteamérica, y que desembarcarán en Filadelfia. Esperaba poder hablar con ella, pedirle disculpas y buscar la manera de desagraviarla, pero supongo que ahora eso ya no será posible. —Inmediatamente no, desde luego —le dio la razón Ethan. Rafael miró a su amigo. Dijo: —¿Os ha dicho Victoria que Danielle ha aceptado la proposición de matrimonio de un norteamericano que se llama Richard Clemens? —No, no creo que lo sepa. La mirada de Rafael pasó de la pareja a la ventana, y se perdió por el jardín. Brillaba el sol como no lo había [ 54 ]


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hecho en días, y había un par de gorriones en la rama de un platanero que crecía junto a la casa. Rafael se volvió hacia sus amigos. —Danielle ha renunciado a su hogar y se ha visto obligada a abandonar el país en busca de alguna clase de algo que se asemeje a la felicidad. Navegará miles de kilómetros para huir de las cosas terribles que se dijeron de ella, ninguna de las cuales era cierta, y la culpa es enteramente mía. Grace tocó ligeramente su brazo. —No te fustigues. Sin duda tus acciones jugaron un papel importante, pero el único responsable de todo lo ocurrido ha sido Oliver Randall. Planeó la manera de poner fin a tu compromiso con Danielle y destruir el amor que os teníais, y lo consiguió. Sin darse cuenta, Rafael crispó el puño. —Randall logró exactamente lo que se había propuesto. Destruyó toda posible felicidad que Danielle y yo hubiéramos podido disfrutar. A menos, por supuesto, que ella encuentre algún grado de satisfacción con el hombre con el que planea casarse. Grace tiró suavemente de la manga de su amigo. —¿Estás dispuesto a correr ese riesgo, Rafael? —¿De qué estás hablando? —Es posible que el matrimonio de Danielle la haga más desgraciada de lo que ha sido los últimos cinco años. ¿Estás dispuesto a correr ese riesgo? Sintió una opresión en el pecho. Ese pensamiento había cruzado su mente varias veces en los últimos días. Recordaba la joven de la que se había enamorado, tan dulce e inocente, sin embargo, tan llena de pasión. ¿Quién era el hombre con quien iba a casarse? ¿Lo [ 55 ]


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quería? ¿Cuidaría de ella y la trataría como ella se merecía? La voz de Ethan rompió el silencio que reinaba en la sala. —Grace está convencida de que Danielle y tú tenéis una posibilidad, si eres lo bastante valiente para intentarlo. Mi esposa cree que sigues enamorado de esa mujer, está convencida de que no has dejado nunca de quererla, y cree que deberías ir en su busca y traerla a casa. Rafael miró con dureza a Grace. —Soy consciente de que siempre has sido una romántica increíble, querida, pero creo que esta vez has ido demasiado lejos. Danielle se va a casar con otro hombre, de quien seguramente está enamorada y yo..., yo estoy prometido a Mary Rose. —¿Sigues enamorado de Danielle? —insistió Grace. Rafael respiró hondo. ¿Seguía enamorado de Danielle? Era una pregunta que no se había permitido hacerse nunca. —Han pasado cinco años, Grace. Ya ni siquiera la conozco. —Tienes que averiguarlo, Rafael —dijo Grace—. Tienes que ir tras ella. Tienes que descubrir si todavía la amas y si ella te ama a ti. Rafael lanzó un gruñido. —Esa mujer me odia con todas sus fuerzas. —Es posible que así sea. Es posible que sólo lo crea. Una vez me convencí de que odiaba a Ethan, le echaba la culpa de todo lo que me había pasado. Pero el día que se presentó en casa y llamó a mi puerta, comprendí que los sentimientos que un día me había inspirado, seguían ahí, revoloteando bajo la superficie. En aquel momento deseé que no fuera así, ahora... —Girándose, rodeó con sus brazos la cintura de su marido, y se hundió en su abrazo—. Ahora agradezco tanto que viniera a buscarme, agradezco [ 56 ]


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que haya llegado a amarme como yo le amo a él y agradezco el hijo que me ha dado. Ethan inclinó su morena cabeza para besar los rizos castaño rojizos de su esposa. —¿Y Mary Rose? Estamos prometidos, en caso de que lo hayas olvidado —dijo Rafael. —No la amas —contestó Ethan, sorprendiéndole—. Y no creo que ella te ame. No creo que eso sea lo que quieras. No, no quería que Mary Rose lo amara porque sabía que nunca podría corresponderle. —Pídele que espere —insistió Grace—. Seguro que retrasar la boda un poco más no será mucho pedir. Rafael no contestó. Le dolía el pecho. Las preguntas que Grace le había hecho le rondaban la cabeza desde que McPhee había descubierto la verdad de lo sucedido aquella noche. La lista no había hecho más que aumentar desde el duelo. Era necesario responder esas preguntas. Era necesario decir todo lo que se había callado. Era necesario resolver el pasado. —Necesito pensar en lo todo lo que me habéis dicho, pero quiero que sepáis que, ocurra lo que ocurra, nunca podré agradeceros lo suficiente vuestra amistad. Los hermosos ojos de Grace se llenaron de lágrimas. —Sólo queremos que seas feliz. Rafael asintió en silencio. Había renunciado a la felicidad cinco años antes. Entonces, después de haber escuchado a sus amigos, el deseo volvía a arder dentro de él: ¿era posible? Lo ignoraba, pero sabía que tenía que averiguarlo. Al día siguiente por la mañana compraría un pasaje con destino A Norteamérica. —Si decides ir —dijo Ethan como si hubiera leído la [ 57 ]


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mente de Rafael—, hay un barco de la naviera Belford que zarpa rumbo a América dentro de tres días. El camarote de su propietario es tuyo. El Triumph te transportará directamente por el río Delaware hasta Filadelfia. Es un barco rápido, Rafael. Con el viento a favor, acortará como mínimo una semana la ventaja que te lleva Danielle. Rafael lo miró. Sentía un extraño dolor en el pecho, como si alguien le oprimiera el corazón. —Haz los preparativos —fue todo lo que dijo.

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Deseosa de pasar unos momentos a solas, Danielle se plantó delante de la ventana y se quedó mirando la oscuridad de la ciudad a la que habían llegado sólo dos semanas antes. Esa noche, ella y su tía asistían a una pequeña fiesta que los amigos más cercanos de Richard habían organizado para celebrar su compromiso. Tenía la sensación de no parar de conocer gente nueva, y aunque eran amigables, a veces le resultaba un poco abrumador. Danielle observó detenidamente el silencio que reinaba fuera de la casa. Con sus estrechas calles adoquinadas, sus edificios de ladrillo, los campanarios de las altas y blancas iglesias y los grandes y verdes parques abiertos, Filadelfia era encantadora, aunque no se pareciera en absoluto a Londres. Pese al vínculo que había existido en el pasado entre Inglaterra y Norteamérica, daba la impresión de que los colonos americanos habían hecho todo lo posible para forjarse una identidad propia. Su manera de hablar era menos abreviada, menos formal. Seguían los dictados de la moda inglesa, sin embargo, dado la distancia entre ambos países, incluso los vestidos más elegantes tenían un aire ligeramente anticuado. Aun así, allí la gente tenía un sentido de la independencia, fuerte e inquebrantable, que Danielle admiraba y respetaba. Nunca había conocido a nadie como ellos. Danielle se alejó de la ventana y fue a reunirse con su tía, que estaba de pie junto a la ponchera de cristal tallado. En las dos semanas que habían transcurrido desde su llegada, Danielle se había instalado cómodamente en la estrecha casa adosada de ladrillo que su tía había alquilado para su estancia en la ciudad. De momento, Danielle y Caroline vivían allí con ella, en la encantadora casa de estilo colonial. [ 59 ]


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Después de la boda, que se celebraría en tres semanas, ella y Caroline se mudarían al hogar de Richard en Society Hill, y una vez instaladas, tía Flora regresaría a Inglaterra, acompañada por una dama de compañía que contrataría para el viaje. Danielle se quedaría con su marido en Filadelfia, un mundo nuevo y completamente diferente. Se sentía agradecida de que Caroline también se quedara. Dio un sorbo del vaso de ponche que tía Flora deslizó en su mano. —Ahí viene Richard —susurró su tía, sonriendo al hombre de cabello rubio que se acercaba por el salón, que los americanos llaman sala de estar—. Desde luego es un hombre guapo. Miró a su sobrina de reojo en busca de alguna emoción que le revelara sus sentimientos hacia Richard, pero Danielle mantuvo una expresión neutra. Le gustaba Richard Clemens lo suficiente como para aceptar su proposición, pero no estaba enamorada de él. Y no pensaba que Richard estuviera algo más que medianamente atraído por ella. Era un hombre práctico y triunfador, que necesitaba una esposa para reemplazar a la que había muerto después de dar a luz, y una madre para sus dos hijos. Danielle esperaba que el afecto aumentara con el tiempo. —Ah, Danielle, estás aquí. —El sonrió y ella le devolvió la sonrisa. —Te he visto hablando con el señor Wentz —dijo ella—. Dado que ambos poseéis fábricas textiles, he imaginado que estaríais hablando de negocios. Richard la cogió de la mano y le dio un pequeño apretón. —Eres muy sagaz. Lo presentí desde nuestro primer encuentro. Una esposa que sabe cuál es su papel, puede

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ser tremendamente valiosa para el negocio de su marido. Danielle siguió sonriendo. No estaba muy segura del papel que Richard quería que desempeñase pero, con el tiempo, confiaba en descubrirlo. —En realidad, Jacob Wentz se dedica a la fabricación de tintes. Su fábrica está en Easton, no muy lejos de Textiles Clemens. —Richard se interrumpió un momento para hablar con Flora Chamberlain y mientras ambos mantenían una conversación de cortesía, Danielle estudió al hombre con quien iba a casarse. Richard era algo más alto que la media, y era atractivo, de cabello muy rubio y ojos que eran una mezcla de marrón y verdes, que cambiaban de color según su humor. Durante el tiempo que pasó en Inglaterra, sólo había empezado a conocerlo. Había sido atento e interesante, un hombre inteligente, próspero en los negocios, un viudo que parecía encontrarla atractiva. Aquí era diferente, más impulsivo. Aquí, su negocio era lo primero, y, a veces, parecía que lo consumía. —Si nos disculpa un momento, lady Wycombe —dijo Richard—, aquí hay un caballero que me gustaría presentar a Danielle. —Por supuesto —replicó Flora Chamberlain con una larga y cálida sonrisa, antes de dirigir su atención a la matrona que tenía sentada a su lado y empezar una agradable charla con ella. Danielle dejó que Richard la guiara por la sala, una habitación bien diseñada, con molduras en los techos, alfombras de Aubusson y muebles de Chippendale. Incluso el mobiliario de las casas que había visitado también tenía un aire decididamente americano, la mayoría eran de caoba, de líneas suaves y curvas elegantes, bonitos tapetes de encaje, y sillas de respaldo alto, estilo Windsor. Richard mantuvo cogida la mano de su prometida, que ésta había apoyado sobre la manga de su casaca mientras [ 61 ]


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se abrían paso entre los invitados, y se detenían aquí y allá para saludar. Era obvio, por la deferencia con que lo trataban, que su prometido ocupaba una posición elevada en la sociedad de Filadelfia. Es más, a ella le parecía que había momentos en los que a él eso le importaba demasiado, aunque no descartaba estar equivocada. Richard se detuvo delante de un hombre alto y corpulento, de cabello gris y patillas de boca de hacha. —Senador Gaines, me alegro de verlo. —Lo mismo digo, Richard. —Senador, me gustaría presentarle a mi prometida, Danielle Duval. Gaines cogió su mano e hizo una cortés reverencia. —Señorita Duval, es usted tan adorable como había dicho Richard. —Gracias, senador. —El senador Gaines ha sido embajador en Inglaterra — dijo Richard a Danielle. Y al senador—: Es posible que conociera al padre de Danielle mientras estuvo en el extranjero. Era el vizconde de Drummond. El senador levantó una de sus gruesas y grises cejas. —Me temo que no he tenido el placer. —Lanzó una mirada de complicidad a Richard—. Conque ha pescado la hija de un vizconde. Todo un triunfo personal, mi viejo amigo, si me permite decirlo. Felicidades. Richard sonrió. —Gracias, senador. —¿Cuándo será la boda? Supongo que me invitarán. —Por supuesto. Nos desilusionaría mucho que no pudiera asistir.

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Hablaron un rato más, y luego Richard improvisó una amable despedida, que Danielle imitó. La joven trataba de ignorar la sensación de incomodidad que le había causado la conversación. Richard parecía tan interesado por su origen, tan impresionado de que ella perteneciese a la nobleza inglesa, que ese detalle parecía salir a la luz en todas las fiestas a las que habían asistido desde su llegada. —¡Richard! Haz el favor de traer a tu encantadora prometida aquí un momento. Esta noche tenemos un invitado especial que nos gustaría presentaros. Danielle reconoció al bajo y grueso anfitrión de la fiesta, Marcus Whitman, un rico hacendado al que Richard la había presentado en un concierto al que habían asistido la semana anterior. Desde su llegada, su prometido había insistido en acudir a un acto tras otro. —Quiero que tengas la oportunidad de conocer a mis amigos —le había explicado Richard. Danielle contaba con que pasarían más tiempo solos, y así tendrían la oportunidad de conocerse mejor antes de la boda. Hasta entonces, sólo había visto a sus hijos en una ocasión, y sólo brevemente. —Buenas noches, Marcus. —Richard sonrió—. Ha sido una fiesta encantadora. Gracias por organizarla. —Mi esposa y yo estamos encantados de haberlo hecho. Antes de morir, tu padre y yo habíamos sido amigos casi veinte años. Richard asintió amablemente. A menudo mencionaban el nombre de su padre en acontecimientos sociales. Al parecer, le tenían por un hombre bastante respetable en la comunidad. —¿No quería presentarnos a alguien? —Oh, sí, sí..., desde luego. —Se giró y rozó la manga de un caballero alto para atraer su atención. —Richard, me gustaría presentarte a un conocido de [ 63 ]


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Londres, un amigo de un amigo, para ser más exactos. Rafael Saunders es el duque de Sheffield y ha venido a Filadelfia por asuntos de negocios. El corazón de Danielle dio un vuelco. Sintió que el suelo se abría a sus pies, mientras el color desaparecía de su rostro. Whitman siguió con las presentaciones. —Señor duque, le presento a Richard Clemens y a su prometida, la señorita Duval. Siendo compatriotas, es posible que ya se conozcan. Danielle miró fijamente los ojos más azules que había visto nunca, unos ojos que nunca olvidaría. Su pecho se tensó casi dolorosamente. —Señor Clemens —dijo Rafael, haciendo una reverencia muy formal—. Señorita Duval. —Clavó sus ojos en ella, y durante un instante, Danielle no pudo apartarlos. Danielle no podía hablar, no podía pronunciar una sola palabra. Se limitó a mirar fijamente su mano temblorosa, apoyada en el brazo de Richard, que tuvo que ver la palidez de su rostro, cuando se volvió para mirarla. —Querida, ¿te encuentras bien? Danielle se humedeció completamente reseca.

los

labios,

tenía

la

boca

—Es... es un placer conocerlo —le contestó a Rafael, mientras en silencio agradecía a Dios no haber mencionado nunca a Richard el nombre del caballero al que había estado prometida en una ocasión, el hombre que había arruinado su vida. Los ojos de Rafael permanecieron fijos en los de ella. —Le aseguro que el placer es mío, señorita Duval. Danielle apartó los ojos con gran esfuerzo, ignoró los alocados latidos de su corazón, y paseó la mirada [ 64 ]


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desesperadamente por la sala en busca de una vía de escape. —Lo... lo lamento mucho pero este calor me resulta sofocante. Creo que me vendrá bien tomar un poco de aire fresco. Richard le rodeó la cintura con el brazo. —Vamos, te acompañare. Saldremos un momento a la terraza y ya verás cómo te sientes mejor. Guiándola hacia la puerta vidriera que daba al jardín, Richard la llevó a través del salón. Muchos ojos les siguieron los pasos, pero Danielle no los vio. La cabeza le daba vueltas y sentía un nudo en el estómago. Rafael la había seguido, no podía encontrar otra explicación. ¿Por qué había venido? ¿Qué quería? ¿La odiaba tanto como para venir a destruir la oportunidad de empezar una nueva vida con Richard? Danielle reprimió un momento de miedo y rezó para que hubiera otra razón por la que Rafael hubiera viajado hasta América. Rafael contempló a Danielle hasta que abandonó el salón y deseó haber elegido otra manera mejor de presentarse ante ella. Estaba tan pálida, tan temblorosa... Por supuesto, ¿qué se había imaginado? Pero no había tenido otra alternativa. Antes de zarpar, había hecho todo lo posible para descubrir cualquier pista que lo ayudara a encontrarla, pero, por desgracia, no había dispuesto del tiempo necesario. Sabía el nombre de su barco, el Wyndham, y que había zarpado rumbo a Filadelfia, donde su prometido, un rico industrial, con seguridad tenía casa. Aparte de eso, no sabía exactamente dónde buscarla. En cambio, había llegado a la ciudad con cartas de presentación cuyo artífice era Howard Pendleton, un buen [ 65 ]


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amigo de la familia. Cartas de personas influyentes en Londres con amigos en Filadelfia que podrían ayudarlo a encontrar a Danielle. Howard Pendleton, un coronel del ejército que trabajaba en el Departamento de Guerra británico, había ayudado a Cord y a Rafael a traer a Ethan de vuelta a casa desde Francia, donde había sido encarcelado. A través de Ethan, Pendleton se había enterado del viaje de Rafael y había acudido a él para ofrecerle su ayuda, pero con una condición: que le hiciera un favor a cambio. —Corren rumores —había dicho el coronel—, rumores de que se prepara una operación conjunta entre los norteamericanos y los franceses. Un acuerdo que sería muy ventajoso para Napoleón. Necesitamos vuestra ayuda, excelencia. Si accedéis, no estaréis solo. Contaréis con Max Bradley para que os ayude. Rafael conocía bien a Bradley, sabía lo competente que era y que se podía contar con él. Además, Inglaterra llevaba años en guerra con los franceses, y miles de británicos habían perdido la vida. Rafael accedió a ayudar en todo lo que pudiera y, a cambio, recibió la ayuda del coronel, que incluía las cartas de presentación. Cuando Rafael zarpó en el Triumph, uno de los barcos más nuevos de la flota de los Belford, Max Bradley navegó con él; un hombre que trabajaba en secreto para el Departamento de Guerra: una manera amable de decir que Max era un espía británico. En los días posteriores a su llegada, Bradley había salido en secreto en busca de información, y Rafael había utilizado las cartas para encontrar a alguien que pudiera conducirlo hasta Danielle. Le habían presentado a Marcus Whitman, un amigo cercano de Richard Clemens, y había conseguido una invitación para la fiesta que Whitman celebraba en honor de la pareja. Rafael tenía los ojos clavados en la terraza, con el ánimo pesaroso. Con su vestido de seda entretejido con

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hilos de oro, y su soberbia cabellera pelirroja recogida en un moño, esa noche Danielle estaba aún más hermosa que la última vez que la había visto. No obstante, mientras la observaba paseando por la sala del brazo del hombre con quien iba a casarse, no vio ni una brizna de alegría en sus adorables ojos verdes ni tampoco el menor indicio de pasión. Tal vez, lo mismo que le había pasado a él, simplemente había aprendido a dominarse mejor. Mientras la perdía de vista al salir al jardín, deseó, de nuevo, haber encontrado una manera mejor de proceder. Pero había querido conocer a Richard Clemens para averiguar todo lo que pudiera sobre él, y con la fecha de la boda en tres semanas, no disponía de mucho tiempo. Rafael conversó con Whitman y su encantadora esposa, una mujer menuda y morena, sin dejar de vigilar la puerta de la terraza, con la esperanza de volver a ver a Danielle. —Pero si es su excelencia, el duque. —Flora Chamberlain apareció junto a él, una pequeña mujer, de cara redonda y agudos ojos azules—. Nunca se sabe con quién puedes encontrarte incluso a miles de kilómetros de casa. —Lo estudió fríamente, entornando ligeramente sus tupidas pestañas, sopesándolo con la mirada—. Nunca se me pasó por la cabeza que pudiera veros aquí. Rafael le devolvió la mirada. —¿Es eso cierto? Sabíais que descubriría la verdad cuando le entregasteis la carta a Jonas McPhee. ¿Realmente me creíais capaz de dejar las cosas como estaban sin hablar con Danielle? —Pudisteis haber descubierto la verdad hace cinco años si lo hubierais intentado. —Entonces era más joven y estaba sumamente exaltado. Los celos por Danielle me consumían. Y era un necio.

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—Ya veo..., ahora que sois más mayor, no sois tan vehemente. —Exactamente —adujo Rafael—. Cuando, después de tantos años, volví a ver a Danielle y ella siguió manteniendo su inocencia, decidí investigar lo sucedido y, para mi eterno pesar, descubrí que había hecho un daño irreparable a su sobrina. —Una sorpresa tremenda, estoy segura. En cualquier caso, habéis hecho un viaje muy largo. —Habría hecho cualquier cosa por encontrarla—afirmó Rafael. —Admitiré que contaba con que tal vez vinierais. Creo que Danielle se merece recibir vuestras disculpas, aunque para eso hayáis tenido que navegar casi cuatro mil millas — dijo la tía Flora. —¿Es ésa la única razón? Flora desvió la mirada hacia la terraza. —De momento..., sí. —Necesito hablar con ella, lady Wycombe. ¿Para cuándo se podría arreglar? —Rafael apenas pudo contener la ansiedad. La condesa continuó con la mirada fija en la terraza antes de volverse hacia Rafael. —Venid a nuestra casa mañana por la mañana a eso de las diez. Calle Arch, 221. Richard no vendrá hasta el mediodía. Rafael cogió la mano enguantada de blanco de la dama, y se la llevó hasta los labios. —Gracias, lady Wycombe. Siempre habéis sido una buena amiga de Danielle. —Hagáis lo que hagáis, no dejéis que me arrepienta de haberme involucrado. Prometedme que no haréis nada más [ 68 ]


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que la hiera. Rafael miró a la robusta y pequeña mujer de cabellos grises que se había mantenido mucho más leal a Danielle de lo que él nunca había sido. —Os doy mi más solemne palabra.

En camisola y con un ligero chal de seda, dado que hacía buena temperatura pese a lo avanzado de la noche, Danielle estaba sentada en un taburete bordado delante del tocador de su habitación. Frente a ella, Caroline Loon se sentaba en el borde de la cama con dosel. —Estaba allí, Caroline, en la fiesta. Todavía no puedo creerlo. Ha venido ni más ni menos que desde Inglaterra. ¿Qué es lo que quiere? —Tal vez no sea lo que está pensando. Tal vez el hombre que os presentó está en lo cierto y el duque sólo ha venido por asuntos de negocios. Me dijo usted que el duque era muy rico. Es posible que tenga intereses económicos en América al igual que en Inglaterra. —¿De verdad lo crees posible? —Danielle sintió un rayito de esperanza. —Lo creo totalmente posible. —A lo mejor ha venido a ver a Richard, a advertirle en contra de la clase de mujer que cree que soy. —Su prometido sabe la verdad. El duque no podrá decirle nada que no le haya dicho usted antes. Lo que Sheffield podría decir, no cambiará nada —expuso Caroline. —No estoy tan segura. A Richard le preocupan muchísimo las apariencias. Aunque crea en mi inocencia, le afectaría mucho que otras personas conociesen la historia. Caroline dio unos golpecitos al cepillo de plata que sostenía en una mano. [ 69 ]


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—Ha dicho que esta noche el duque ha actuado como si no la conociera. Tal vez mantendrá su silencio. Danielle negó con la cabeza. —Rafael me odia. Ya arruinó mi vida antes. ¿Cómo puedo creer que no intentará volver a hacerlo? —preguntó Danielle. —Tal vez debería hablar con él, averiguar en lo que está pensando —fue la opinión de Caroline. Un extraño sentimiento cobró vida dentro de Danielle, aunque no podía imaginarse qué era. —Sí, quizá debería. Al menos sabría a qué atenerme. Caroline saltó de la cama. Era más alta y delgada que Danielle, y llevaba sus pálidos rizos rubios cubiertos por una cofia. —Es tarde. Dese la vuelta para que le cepille el cabello, y luego debería intentar dormir un poco. Mañana podemos pensar en algún plan. Danielle asintió. Se giró sobre el taburete y Caroline le quitó, con destreza, las horquillas, dejando que la espesa cabellera cayera en cascada sobre su espalda. Con el cepillo de cerda siguió peinando suavemente la tupida mata de rizos. Caroline tenía razón. Al día siguiente haría planes para encararse con Rafael. Se le encogió el estómago. Mientras tanto, era altamente improbable que pudiera dormir.

Danielle se levantó temprano..., al menos según los horarios de Londres. Los americanos no parecían disfrutar de los mismos horarios intempestivos que la crema de la sociedad inglesa, cuyos miembros permanecían levantados hasta altas horas de la noche, y luego pasaban la mayor [ 70 ]


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parte del día siguiente en la cama, preparados para permitirse el mismo lujo la noche siguiente. En este país, la gente trasnochaba en algunas ocasiones, pero ésa no parecía ser la norma. Los americanos que había conocido eran muy trabajadores y extremadamente ambiciosos. Richard era, sin duda, uno de ellos. De todos modos, hoy le había prometido que pasarían la tarde con sus hijos y compartirían una cena íntima con su madre y un par de amigos de la familia antes de marcharse unos días a su fábrica en Easton, una pequeña ciudad a unos ochenta kilómetros de distancia, donde trabajaría los próximos días. —¡Danielle! ¡Danielle! —Caroline irrumpió en la habitación con los ojos muy abiertos de asombro—. ¡Está aquí! ¡Está abajo, en el salón! —Tranquilízate, Caroline. ¿Quién está en el salón? —¡El duque! Dice que desea hablar con usted, que se trata de un asunto de extrema importancia. A Danielle le entraron náuseas y las manos le empezaron a temblar. Respiró hondo para tranquilizarse e intentó calmar los latidos de su corazón. Eso era lo que ella quería, ¿no era verdad? Necesitaba hablar con él, descubrir sus intenciones. Danielle echó un rápido vistazo a su imagen en el espejo de cuerpo entero: se giró para mirar la parte de atrás de su vestido de muselina, de color azul pálido, se estiró la falda y se ajustó el corpiño corto. El vestido era apropiado y Caroline le había recogido parte del cabello a los lados, sujeto por peinetas de concha, pero una abundante mata de rizos le caía por la espalda. —Está bien —dijo Caroline, arrastrándola hacia la puerta—. Quería hablar con él. Ahora vaya y averigüe por qué está aquí. [ 71 ]


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Danielle volvió a respirar hondo y levantó la barbilla. Se apretó las manos hasta que dejaron de temblar, y entonces se dirigió a la escalera. Al entrar en el salón, una acogedora habitación decorada en tonos blancos y rosa pálido, divisó la alta figura de Rafael sentada en el sofá. Este se puso en pie en el momento en que ella apareció en la puerta. —Gracias por recibirme —dijo con el tono más galante. —¿Acaso tenía elección? Conocía a Rafael. Si quería hablar con ella, nada podría disuadirlo, a menos que disparase contra él. —No, supongo que no. —Se dirigió hacia el sofá—. ¿Por qué no te sientas? —Gracias, pero prefiero estar de pie. Rafael respiró fuerte. Le llevaba seis años, lo que significaba que él tenía treinta y uno y ella veinticinco. Finas arrugas rodeaban esos ojos azules, y sus rasgos reflejaban un cansancio que no había existido en ellos cuando era más joven. Aún era guapo. Uno de los hombres más guapos que había visto nunca. Sintió la intensa mirada de sus ojos azules fijos en ella. —He viajado miles de kilómetros para verte, Danielle. Comprendo la animosidad que sientes hacia mí, nadie la entiende mejor que yo, pero te agradecería que te sentaras para que podamos aprovechar esta oportunidad que se nos brinda para hablar. Danielle respiró. Sabiendo que era inútil discutir, tomó asiento en el sofá de terciopelo rosa, mientras Rafael caminaba hacía la entrada del salón y cerraba las puertas. La ¡oven se sorprendió cuando el duque se sentó a su lado, a una distancia apenas decorosa. —¿Quieres que pida el té? —preguntó—, dado que ahora, de repente, nos hemos vuelto tan civilizados. —El té no es necesario, sólo que me prestes atención. [ 72 ]


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He venido aquí a disculparme, Danielle. Lo miró con asombro. —¿Qué? —Has oído bien. Estoy aquí porque todo lo que dijiste era cierto. Hace cinco años, aquella noche, fui yo quien te traicionó, no al revés. Tragó saliva. De repente se sentía mareada y se alegró de haberse sentado. —Lo lamento pero no..., no entiendo. Rafael se acercó más a ella. —Oliver Randall mintió sobre lo ocurrido aquella noche, tal y como tú siempre defendiste. Lo urdió todo, incluida la nota que yo recibí, que fue la razón por la que fui a tu habitación aquella noche. Rafael le explicó los hechos ocurridos aquella noche y la razón por la que había estado tan seguro de que ella tenía una aventura con Oliver Randall. La historia era tan creíble que las palabras empezaron a darle vueltas en la cabeza. —¿Por qué...? —preguntó suavemente—. ¿Por qué hizo Oliver una cosa así? Busqué mil explicaciones pero no hallé ninguna. —Lo hizo porque te quería para él. Danielle, estaba enamorado de ti, pero no podía tenerte. Y sentía una envidia insana hacia mí. Danielle se reclinó en el sofá. El corazón le latía de manera extraña y sentía opresión en el pecho. Rafael se levantó, fue al aparador, sirvió un trago de coñac en una copa, regresó a su lado y le puso la copa en la mano. —Bebe esto. Te sentirás mejor. Como ella no hizo ningún esfuerzo para levantar la copa, le rodeó los dedos con los suyos y la ayudó a llevarse la copa a los labios. Danielle probó la bebida, sintió la [ 73 ]


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quemazón, y dio otro trago. A decir verdad, se sintió un poco mejor. Miró a Rafael, todavía sin poder creer que estuviese allí, en el salón. —¿Cómo lo descubriste? —Contraté a un investigador de la calle Bow, un hombre que había utilizado antes, en varias ocasiones. Danielle sacudió la cabeza. —Sigo sin poder creerlo. —¿Qué es lo que no puedes creer? —preguntó Rafael. —Que hayas cruzado el Atlántico sólo para decirme que te habías equivocado. —Y también para decirte que Oliver Randall ha pagado el precio más alto por su traición. Danielle se irguió en el sofá tan bruscamente que el coñac estuvo a punto de derramarse de la copa. —¿Lo has matado? Rafael retiró la copa de sus temblorosas manos y la depositó en la mesa. —Lo desafié a batirse conmigo, como había hecho antes, sólo que esta vez lo obligué a aceptarlo. Mi bala rebotó en una costilla y se alojó muy cerca de la columna vertebral. Oliver Randall no podrá volver a caminar. Trató de sentir algo, trató de horrorizarse ante lo que Rafael había hecho, pero conocía el código de honor por el que se rigen los caballeros británicos; siempre supo que si Rafael descubría algún día la verdad, haría pagar a Oliver por lo que hizo. —Lo siento —dijo finalmente. —¿Por Randall? No lo sientas. [ 74 ]


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—Por todos nosotros, por los años que hemos perdido, por el daño hecho. —Randall destrozó nuestras vidas, Danielle. La mía tanto como la tuya. Tal vez no lo creas, pero es cierto. —Bueno, ahora ha pagado por lo que hizo, de modo que todo ha terminado. Gracias por decírmelo. Tenía miedo... —¿De qué tenías miedo, Danielle? Elevó la cabeza. —Tenía miedo de que hubieras venido a destruir mis planes para el futuro, mi oportunidad de encontrar la felicidad con Richard. —¿Me creías capaz de llegar tan lejos, de odiarte hasta ese punto? —preguntó Rafael. —¿No es cierto? —Nunca hablé una palabra con nadie de lo ocurrido aquella noche. Ni una sola vez en todos estos años. —Pero nunca negaste los rumores. Te echaste atrás dos días después, y al romper nuestro compromiso de esa manera, dejaste claro que yo era culpable. Las facciones de Rafael se alteraron por un instante. Ella pensó que podía ser un sentimiento de pesar. —Soy plenamente consciente de mi papel en los hechos. Si pudiera cambiar las cosas..., si pudiera volver a empezar, lo haría. —Pero no podemos ¿verdad, Rafael? —No, no podemos deshacer el pasado. Danielle se levantó del sofá. —Adiós, Rafael.

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Echó a andar hacia la puerta. Sentía los latidos de su corazón y tenía unas ganas enormes de llorar. —¿Lo quieres? —preguntó Rafael de repente. Danielle siguió caminando, fuera del salón, hasta el vestíbulo. Levantando un poco sus faldas, se concentró en la escalera, en subir peldaño tras peldaño, hasta su habitación.

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Rafael estaba sentado en el sofá de crin del salón de su suite del hotel William Penn. Pensando en su encuentro con Danielle, apoyó los codos sobre las rodillas y apoyó la cabeza entre las manos. Saliendo del dormitorio, Max Bradley se acercó a él haciendo menos ruido que un fantasma. Que siempre apareciera cuando uno menos se lo esperaba, era algo a lo que Rafael no acababa de acostumbrarse. —Ha ido muy mal ¿verdad? —Peor —repuso Rafael, mientras se recostaba en el sofá y estiraba las piernas—. Nunca olvidaré la cara que ha puesto al decirle que, por fin, había descubierto que era inocente. ¡Dios mío! Si antes me odiaba, ahora debe de detestarme. —¿Está seguro? ¿No será usted quien se odia? Rafael suspiró. Sabía que era verdad. —Es innegable que me siento culpable por no haberla creído aquella noche. Ojalá hubiera algo que pudiera hacer para compensarla. Max se alejó y se sirvió un coñac. Era casi tan alto como Rafael, varios años mayor que él, y de una delgadez extrema. Tenía el rostro duro, curtido, marcado por profundas arrugas que insinuaban el tipo de vida que había llevado. La espesa mata de pelo, que siempre llevaba demasiado larga, se encrespaba encima de su sencilla casaca marrón. Max sirvió una copa de coñac para Rafael, se acercó a él y le entregó la bebida. —Parece que lo necesita. Por primera vez, Rafael reparó en que Max hablaba con [ 77 ]


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acento norteamericano. En Francia había hablado francés como un francés. Era un hombre que se mantenía sobre todo en las sombras y que nunca se salía del papel que interpretaba, fuera cual fuese. En el trabajo que hacía Max, semejante talento no tenía precio. Rafael dio un sorbo de coñac, y se sintió agradecido por su efecto. —Gracias. —Dijo que Danielle ha venido aquí para casarse — recordó Max. —Así es. —¿Ha conocido al hombre en cuestión? —Superficialmente. Por lo que he podido averiguar es un próspero hombre de negocios, un viudo con una hija y un hijo. —Y su..., dama ¿está enamorada de él? Rafael lo miró con incredulidad. —Danielle ya no es mi dama, y no tengo ni idea, no me lo ha dicho. —Interesante... —Max dio un largo trago de coñac—. Es ese caso, supongo que debería averiguarlo. —¿Por qué? —preguntó Rafael, con burla—. Mucha gente se casa por otras razones aparte de por amor. —Acaba de decir que le gustaría poder hacer algo para compensarla por lo que ocurrió en el pasado. —Cierto, tal y como lo veo yo, no puedo hacer absolutamente nada —admitió Rafael. —Si la dama no quiere al hombre con quien va a casarse, entonces, entonces podría plantearse casarse usted con ella. Así podría regresar a Inglaterra, junto a su tía y su familia. Y lo más importante, al casarse con ella [ 78 ]


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pondría fin a las murmuraciones, acallaría las lenguas maliciosas y despejaría, de una vez por todas, las dudas sobre la inocencia de la dama. Rafael sintió una opresión en el pecho. Hubo una época en la que nada había deseado más que casarse con Danielle. Esa época pertenecía a un pasado lejano ¿o no? ¿O había estado dando vueltas a esa idea desde el momento en que había averiguado la verdad de su inocencia? ¿Era ésa la verdadera razón por la había ido a visitar al conde de Throckmorton para hablar de su compromiso con Mary Rose? Le había pedido al conde que retrasara la boda y se sintió sorprendido, además de secretamente aliviado, cuando el conde le sugirió que anulara el compromiso completamente. —Creo que he cometido un error en lo que a mi hija se refiere —había dicho el conde—. Mary Rose es tan joven, tan inocente... Un hombre de mundo como vos..., un hombre mucho mayor. Es obvio que sois un hombre viril, con fuertes apetitos..., para seros franco, excelencia, mi hija se siente completamente intimidada y, en particular, asustada ante la idea de compartir el lecho con vos. Y dudo, aunque pase el tiempo, de que eso vaya a cambiar. Rafael apenas podía creer lo que oía. El hombre estaba renunciando a la posibilidad de casar a su hija con un duque. Esas cosas sencillamente no ocurrían en el mundo de alcurnia. —¿Estáis seguro de que Mary Rose quiere acabar con el compromiso? Sería paciente con ella..., le daría la oportunidad de acostumbrarse a mí. —De eso no tengo la menor duda, excelencia. Espero que comprendáis que estoy haciendo lo que creo que es mejor para mí hija. Era sorprendente, y Rafael felicitó por ello al conde.

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—Lo comprendo perfectamente, y os respeto aún más por anteponer el bienestar de vuestra hija a todo lo demás. Os agradezco vuestra sinceridad y deseo a Mary Rose la mayor de las felicidades. Aunque debería haberse sentido deprimido y enfadado porque sus planes para el futuro se habían venido abajo por segunda vez en su vida, Rafael se había despedido de aquella casa con la sensación de haberse quitado un gran peso de encima. Y no lo entendía, pues se había imaginado un futuro, una familia con Mary Rose. Miró a Max Bradley, que bebía coñac a sorbos en el salón de su suite. —Aunque admito que la idea de casarme con Danielle tiene sus ventajas, choca con el pequeño inconveniente del disgusto que siente hacia mí. Si pidiera su mano, sin duda me rechazaría. —Supongo que eso es algo que debería averiguar — observó Max—. Y por supuesto está el asunto, no menos importante, de si usted todavía siente o no interés por ella. ¿Le importaba? Hoy, al mirar a Danielle, sin vestigio alguno de odio, la había visto tal y como la veía cinco años atrás, como una mujer joven, hermosa, inteligente y cariñosa. Una mujer inocente de la traición de la que él, cruelmente, la había acusado. —Quiero que Danielle sea feliz. Tengo una deuda enorme con ella y estoy empeñado en conseguir que así sea, cueste lo que cueste. Max le dio una palmada en la espalda. —Bien. En ese caso, le deseo buena suerte, amigo mío. Me temo que la necesitará. Max apuró el último trago de coñac y dejó la copa encima de la mesita de caoba, delante del sofá. Dijo: —Entre tanto, debo ocuparme de ciertos asuntos, y si la información que tengo es correcta, es posible que [ 80 ]


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necesite su ayuda. Rafael le había prometido al coronel Pendleton que le ayudaría en todo lo que pudiese. —Sólo tiene que decirme lo que quiere que haga. Max asintió sin más. Unos segundos después había salido de la habitación, desapareciendo tan sigilosamente como había entrado, y los pensamientos de Rafael volaron de nuevo hacia Danielle. Le debía la posibilidad de ser feliz que le había arrebatado. Para conseguirlo, necesitaba saber más cosas del hombre con quien iba a casarse. Rafael sonrió para sus adentros. Levantándose del sofá, se dirigió al vestíbulo, a la mesa Sheraton en la que se apoyaba una bandeja de plata con la carta que había recibido esa misma mañana: una invitación de la señora Williams Clemens para asistir a una pequeña reunión que celebraría esa noche en su casa. A veces, ser duque tenía sus ventajas. Rafael ya había enviado una nota en la que aceptaba encantado la invitación. La cena íntima con la familia de Richard, según descubrió Danielle, era un banquete de veinte personas, todas formalmente vestidas, que acudieron en lujosos carruajes a la elegante mansión de ladrillo visto que la madre de Richard tenía en Society Hill. Richard tenía la suya, una casa algo más pequeña pero no menos elegante, a unas manzanas de distancia, así como una casita en Easton, que utilizaba siempre que iba allí a trabajar, cosa que aparentemente solía ocurrir a menudo. Danielle había pasado la tarde con la madre de Richard, el hijo de éste, William, y su hija, Sophie; la primera vez que realmente habían pasado tiempo juntos. Richard les [ 81 ]


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había acompañado un rato, pero parecía que los niños lo ponían nervioso y se había inventado una excusa para irse. Danielle casi lo disculpó. William y Sophie habían discutido, peleado y cogido varios berrinches a lo largo de la mayor parte del día. Todavía se peleaban cuando Danielle se preparaba para regresar a la casa de tía Flora en la calle Arch para cambiar su vestido de calle por otro de noche, más elegante. Los niños seguían enemistados cuando Danielle y tía Flora regresaron a las siete de la tarde para recibir a los primeros invitados a la cena. —¡Devuélveme mi caballo! William tenía siete años y su hermana, Sophie, seis. Ambos eran rubios, pero el niño tenía los ojos castaños y Sophie los tenía verdes, y los dos se parecían mucho a su padre. —¡Es mío! —protestó Sophie—. ¡Me lo has dado! —¡No te lo he dado! ¡Te lo he dejado para que juegues con él! —Niños, por favor... Danielle corrió hacia ellos con la esperanza de impedir que se pelearan por última vez antes de que llegaran los invitados. Ese día, varias horas antes, su abuela había intentado apaciguarlos con regalos, un caballo de juguete para William y una nueva muñeca para Sophie, a pesar de que la sala donde jugaban cuando visitaban a su abuela estaba abarrotada de juguetes que ésta les había regalado. —Han empezado a llegar los invitados de vuestra abuela. No querréis que piensen que tenéis modales inadecuados. William empezó a dar vueltas a su alrededor sin parar. —¡No tenemos que hacer lo que nos digas! ¡No nos gustas! [ 82 ]


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No parecía que les gustase nadie, al menos, nadie que les pusiese trabas; por supuesto, ni Richard ni la madre de Richard se habían molestado en intentarlo. Danielle suspiró. No podía evitar pensar en los niños del orfanato, la pequeña Maida Ann, y el pequeño Terrance, que eran felices con la pequeñez más insignificante, con la mínima muestra de cariño. Terrance habría apreciado como si fuera un tesoro el caballo de madera tallada que la señora Clemens había regalado a William. A Maida Ann le habría entusiasmado la muñeca que Sophie había arrojado a un rincón. Danielle contempló las dos cabecitas rubias que tenía delante. Conseguir que los niños la aceptaran como su madre iba a ser una tarea hercúlea. Lo haría, a pesar de que sospechaba que ni a Richard ni a su madre, incluso ni a los mismos niños, les importaba si lo lograba. La señora Clemens, una mujer grande, tan alta como Danielle y de cabellos rubios entrecanos, se acercó a ella con mucho trajín. —Ha llegado el cochero de Richard para recoger a William y a Sophie y llevarlos a casa, donde la niñera les está esperando. Danielle se volvió hacia los niños, que seguían peleándose por el caballo de madera: William había arrebatado el juguete de las manos de Sophie, y ésta se había echado a llorar. —No llores, bonita —la consoló Danielle, y corrió a recoger la muñeca del rincón donde la niña la había tirado, regresó con ella y, poniéndose de rodillas, se la ofreció a la pequeña—: Mira, es tu nueva muñeca. Si quieres puedes llevártela a casa. Sophie cogió la muñeca y estrelló la cabeza de porcelana contra la pared; se rompió en una docena de pedazos que saltaron por los aires antes de aterrizar en la alfombra.

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—¡No quiero esa muñeca fea y vieja! ¡Quiero el caballito! La señora Clemens cogió a Sophie de la mano. —¡Tranquilízate! La abuela tendrá un caballito para ti la próxima vez que vengas. La mirada que lanzó a Danielle, la disuadió de discutir. Madre e hijo parecían creer que la manera de lograr que William y Sophie se portaran bien era darles todo lo que quisieran. Danielle confiaba en que, con el tiempo, sería capaz de convencer a Richard de que la manera que tenían él y su madre de educar a los niños no era precisamente la más beneficiosa para sus hijos. Se giró al oír la voz de su prometido que se acercaba a ella por detrás. —Lamento haberme tenido que ir, querida. En mi negocio, a veces ocurren estas cosas. Le había dicho que se había olvidado de una importante reunión de negocios y que no le quedaba otro remedio que marcharse, pero Danielle detectó un ligero aroma de bebida en su aliento. Había pasado por su casa para cambiarse de ropa y vestirse para la cena: calzón azul oscuro, casaca gris clara encima de un chaleco plateado y, como siempre, estaba muy guapo. Y la manera de mirarla, de pasear sus ojos por el vestido de seda verde de cintura alta, decía que a él también le complacía su aspecto. Señaló con un gesto a los niños, que lo ignoraban como si no estuviera allí. —Es la cruz de ser padres. Será un alivio saber que estarás allí para cuidar de los niños —aseveró Richard. —¿Estás seguro, Richard? ¿De verdad cuidaré de ellos o seré sólo su niñera? [ 84 ]


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—¿De qué estás hablando? —No estoy segura de que vayamos a coincidir en qué caprichos no deberíamos consentir a William y Sophie — expresó Danielle. Aunque la sonrisa no desapareció de su rostro, los rasgos de Richard se endurecieron sutilmente. —Estoy seguro de que encontraremos una vía, siempre y cuando no olvides que son mis hijos. En lo que a ellos respecta, seré el único que tomará las decisiones. Las mejillas de Danielle se incendiaron de rabia. Había anticipado que ésa sería la reacción de Richard. Abrió la boca para discutir, pero los invitados empezaron a llegar y, obviamente, aquél no era el lugar ni el momento para hacerlo. La sonrisa de Richard se suavizó. —No nos peleemos esta noche, querida. Mañana hablaremos de todo esto y buscaremos una solución. Mientras tanto, tengo una sorpresa para ti. Se movió un poco para que pudiera ver al caballero alto que les observaba a unos pasos de distancia. —Cuando le conté a mi madre que un conocido tuyo, ni más ni menos que un duque, se encontraba de visita en la ciudad, lo invitó a cenar con nosotros. —Richard se apartó para que pudiera ver al hombre que tenía detrás, pero Danielle ya había visto a Rafael. Se le cortó la respiración y su corazón empezó a latir más deprisa. ¡Dios mío! ¿Por qué la torturaba Rafael de esa manera? Tenía que saber lo incómoda que se sentía en su presencia. Lo había amado con todo su ser. ¿No se daba cuenta de que verlo entonces le recordaba tiempos pasados? ¿Que le recordaba lo que habría podido ser? —Señorita Duval —dijo Rafael, atrapando su mano enguantada y haciendo una reverencia mientras llevaba sus dedos a los labios—. Es un placer volver a verla. [ 85 ]


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Danielle ignoró el pequeño temblor que sacudió su brazo. No sabía por que había venido, sólo deseaba que se fuera. Comprendió que eso no pasaría cuando lo vio conversar con Richard, intercambiar unas palabras de cortesía con tía Flora y la señora Clemens, y luego acompañar al grupo al comedor donde se serviría la cena. Rafael ocupó el puesto de honor en la mesa, como habría ocurrido en su país, pero la señora Clemens se sentó a su derecha y Jacob Wentz a su izquierda. El resto de los invitados ocuparon sus asientos. Danielle se sentó al lado de Richard, algo más alejados, y tía Flora frente de ellos. Rafael conversó amablemente con su anfitriona y habló a menudo con Richard y otros invitados varones, pero incluso cuando Danielle no estaba atenta a la conversación en el transcurso de la espléndida cena, podía sentir sus ojos fijos en ella. Hizo todo lo posible para no mirarlo, pero ¡Dios santo! Una y otra vez su mirada buscaba la de él, y se sentía incapaz de apartarla. Había algo en aquellos intensos ojos azules, algo feroz y apasionado que no debería estar allí, algo que le despertaba viejos recuerdos de lo que ambos habían sentido el uno por el otro. Recordaba el día, cinco años antes, que habían salido a dar un paseo por el manzanar situado detrás de Sheffield Hall, la casa solariega de Rafael. Riéndose de algo que ella había dicho, la había sentado en el columpio que colgaba de las ramas, se había inclinado y la había besado, primero suavemente, pero con una pasión tan a duras penas contenida, que todavía recordaba el contacto de los labios de Rafael contra los suyos, recordaba el sabor masculino de él. El beso se había vuelto febril y apasionado, y Danielle no lo había detenido cuando su mano se abrió paso hasta sus senos. Recordaba las suaves caricias, la sensual marea de pasión que barrió su cuerpo, cómo sus pezones se [ 86 ]


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endurecieron debajo del corpiño de su vestido de muselina azul. Danielle se sonrojó. —Querida, no prestabas atención —le regañó Richard—. ¿Has oído lo que he dicho? Se le inflamaba la cara. Rezó para que, bajo la parpadeante luz de las velas que ardían en candelabros de plata sobre la mesa, Richard no reparara en el color que le subía a las mejillas. —Lo siento, me he distraído. ¿Qué decías? —He dicho que el duque ha aceptado acompañarnos a la cacería de aves que se celebrará la semana que viene. Se las arregló para sonreír aunque no resultó fácil. —¡Qué..., qué maravilla! Seguro que disfrutará mucho. —Estoy pensando que podríamos disfrutar de todo el fin de semana. La vivienda campestre de Jacob es bastante grande y ha invitado a todas las señoras a acompañar a los hombres. Su estómago se retorció más aún. Pasar más tiempo con Rafael. ¿Qué pretendía? —Suena..., muy..., agradable. Obviamente complacido consigo mismo, Richard reanudó la conversación que tenía con el duque y los otros caballeros, y Danielle se concentró en la comida. ¿Por qué se entrometía Rafael en sus vidas de aquella manera? Danielle averiguarlo.

no

lo

sabía,

pero

tenía

intención

de

Rafael soportó la aparentemente interminable velada, decidido a descubrir todo lo que pudiera sobre el hombre con quien Danielle pensaba casarse. Era medianoche [ 87 ]


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cuando regresó a su suite del hotel William Penn, y al entrar se encontró a Max Bradley esperándolo. Sentado a oscuras, Max se levantó del sofá cuando Rafael se disponía a encender una de las lámparas de aceite de ballena. El duque lanzó un juramento. —Ojalá dejara desconcertante.

de

hacer

eso.

Resulta

muy

Max se rió entre dientes. —Lo siento. ¿Qué tal ha sido la velada? —Tediosa. —¿Ha hablado con Clemens? —preguntó Max. Rafael asintió. —Estoy haciendo lo posible para que me agrade, pero hasta ahora no he tenido el menor éxito. Hay algo en ese hombre..., no sabría decir qué, pero he conseguido que Richard me invite a su cacería. —Rafael sonrió levemente —. Danielle nos acompañará. —¿Cuándo es? —preguntó Max. —Este fin de semana —dijo Rafael. —Entonces no habrá problema. —¿Qué quiere decir? —Es posible que haya encontrado algo. Si estoy en lo cierto, necesitaré su ayuda. Rafael cruzó la habitación para acercarse a Max. Inquirió: —¿Ha confirmado que los norteamericanos quieren llegar a un acuerdo con Francia? —Eso parece. Hasta ahora sólo he oído rumores..., algo relacionado con un barco de vela al que llaman el clíper

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Baltimore. —¿De veras? —Hay una pista que necesito seguir. No estoy seguro de cuánto tiempo estaré ausente. —Hágame saber si hay algo que yo pueda hacer. Según Max, un hombre de la posición social de Rafael tendría más acceso a las altas esferas y, por lo tanto, a los hombres que tenían conocimiento de la información que él buscaba. —Le comunicaré si lo necesito. Mientras tanto, procure descansar, le hace falta. Rafael asintió más cansado de lo que debería haber estado. —Buena suerte, Max. Rafael se dirigió a su dormitorio, y dejó que Max desapareciera como tenía por costumbre. Mientras se desvestía, sus pensamientos volvieron a las primeras horas de la velada y a los inquietantes hechos que había presenciado. Se había presentado en casa de los Clemens lo bastante pronto para ver a Danielle con los niños de Richard. Estos eran unos diablillos malcriados, sin modales y, sobre todo, sin nadie que les pusiese freno. Peor aún, por las palabras de Richard, éste no tenía la menor intención de permitir que Danielle tuviera voz ni voto en la educación de sus hijos. Rafael pensaba que los niños saldrían ganando si Danielle se ocupaba de ellos. Siempre había tenido buena mano con los chiquillos. Ellos habían planeado tener muchos hijos; y en la merienda benéfica a la que había acudido la había visto con varios huérfanos que parecían adorarla, como siempre se imaginaba que ocurriría.

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Pero Richard parecía demasiado dominante para advertir las ventajas que podría reportar a sus hijos, lo cual le hizo pensar en qué otras cosas sería inflexible. Rafael se metió en la cama tratando de imaginarse qué futuro le esperaría a Danielle con Richard Clemens. Quería que fuera feliz. Tenía que asegurarse de que el matrimonio con Richard Clemens reportaría a Danielle toda la felicidad que se merecía.

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Danielle no había sabido nada de Rafael. Decidida a descubrir la razón por la que seguía inmiscuyéndose en su vida y, con la esperanza de convencerle para que no les acompañara a la cacería, había enviado una nota al hotel William Penn donde se alojaba. Le había pedido que se encontraran pero, al no recibir respuesta, se preguntó si quizás habría abandonado la ciudad. Danielle esperaba que así fuera. El viernes por la mañana, mientras esperaba la llegada del carruaje de Richard, rezaba para que Rafael hubiera cambiado de opinión y no se volvieran a ver ni entonces ni en el futuro. Tía Flora había declinado la invitación al viaje, pero la asistencia de varias mujeres hacía innecesaria la presencia de una carabina, y Caroline la acompañaría como su doncella aunque, en realidad, lo hacía para brindarle apoyo; dado que Danielle no tenía amistad con las otras mujeres y que apenas conocía a Richard, era bueno que contase con una amiga a su lado. Finalmente llegó el carruaje de Richard que les llevaría hasta la casa campestre de Jacob Wentz, a unos treinta kilómetros de distancia. Era un viaje de tres horas en las que Danielle esperaba tener la oportunidad de charlar un poco con su prometido. Desdichadamente, una vez que estuvieron en la carretera, Richard se durmió durante casi todo el camino. Llegaron a la casa a primeras horas de la tarde, un gran edificio de piedra rodeado de acres de verdes campos y terrenos poblados de densos bosques. —Es adorable —dijo ella, mirando el paisaje que le recordaba un poco a su hogar por la ventanilla del carruaje.

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Richard sonrió desde el asiento contiguo. —Tendremos que pensar en comprarnos una casa como ésta. ¿Te gusta la idea, querida? Danielle volvió la cabeza hacia él. —Siempre me ha gustado la campiña. —Y sería bueno para los niños, también —observó Richard. —Sí, creo que podría serlo. Lo que fuera con tal de alejarlos de una abuela que les consentía todo. A lo mejor tendrían la oportunidad de ser una familia después de todo, la familia que Danielle nunca pensó que llegaría a tener. Se sintió más animada. Entraron en la casa, un gran edificio de techos bajos con vigas en las salas principales y hogares de yeso tan anchos que podía caminar por ellos. Los suelos de madera estaban cubiertos por alfombras de ganchillo, y todas las habitaciones de los invitados tenían una hermosa cama con dosel. Al subir al piso de arriba, halló a Caroline tirando de una pequeña cama con ruedas disimulada debajo de la cama de la habitación que las dos compartirían. —Es muy bonita. Caroline sonrió mientras echaba un vistazo a la habitación. Al acercarse a la ventana abierta, la brisa alborotó algunos rizos sueltos, ahuecándolos alrededor de su rostro. —Hay una vista maravillosa del jardín y de las colinas que rodean el valle. Danielle se acercó para verlas. En cambio, mientras escudriñaba el paisaje, su mirada se posó en el jinete que cabalgaba por el sendero, montado en un caballo gris y enjuto. No veía su cara pero sabía quien era, había reconocido lo seguro de sí mismo que iba sobre su [ 92 ]


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montura, los hombros anchos y erguidos. —Rafael está aquí —dijo suavemente, despertando el interés de Caroline. —¿El hombre del caballo tordo? Tragó saliva. —Sí. Aunque Danielle le había hablado mucho de él, Caroline no había visto nunca a Rafael. Al acercarse más, su rostro se fue haciendo parcialmente visible. —Oh ¡caramba...! —Exactamente —repuso Danielle. No había mujer que no se impresionara al ver a Rafael. Aparte de su morenez y de su impresionante físico de hombros anchos, tenía algo especial: la manera de moverse, la manera de mirar a una mujer, de dedicarle toda su atención como si fuera la única hembra presente en la habitación. Danielle lo siguió con la vista por el sendero hasta que desapareció detrás del elevado seto que rodeaba el jardín y cabalgó hasta la entrada de la casa. —Bueno, aquí está—dijo Caroline, con sentido práctico —. No le queda más remedio que aceptar el hecho. —Se alejó de la ventana y una brillante sonrisa iluminó su rostro —. Mire el lado bueno: quería hablar con él y descubrir sus intenciones, sean las que sean. Tal vez ahora tenga la oportunidad. Danielle apartó la mirada de la ventana. —Supongo que tienes razón. Hasta ahora se ha comportado como un caballero. Dado que mi presencia no parece afectarlo en absoluto, me comportaré de la misma manera. De todas maneras, hubiera preferido que no hubiera aparecido, que hubiera dado media vuelta y hubiera [ 93 ]


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regresado a Inglaterra que era donde pertenecía. Había caído la tarde. Danielle paseaba por los senderos del jardín, sin rumbo fijo ni prisa por volver a la casa cuando vio que el duque venía hacia ella dando grandes zancadas, con una expresión resuelta en el rostro, que le acentuaba el hoyuelo de la barbilla y daba a sus ojos una tonalidad más oscura de azul. El corazón le dio un vuelco y empezó a latir de manera irregular. —Te pido disculpas —dijo, deteniéndose en el sendero justo delante de ella—. Me temo que no he leído tu nota hasta bien entrada la noche. Según parece, el portero la depositó en el casillero equivocado. —Pensaba que, tal vez, habías abandonado la ciudad por asuntos de negocios. La sonrisa de Rafael se suavizó, elevando los contornos de su boca, carnosa y sensual. Era la clase de sonrisa que Danielle no había vuelto a ver desde antes de aquella espantosa noche, cinco años antes, y que le causó desazón. —Es posible que tenga que resolver algún asunto mientras estoy aquí, pero no es ésa la razón por la que he venido. La razón que me ha traído aquí, Dani, eres tú. El uso de su nombre abreviado, pronunciado con esa voz grave y áspera mezclada con un tono de afecto, la hizo temblar. —Si soy la razón por la que has venido, no necesitas quedarte. Has hecho lo que venías a hacer. Has aclarado las cosas, que es más que lo que la mayoría de los hombres habría hecho. Regresa a casa, Rafael, no quiero que estés aquí y estoy segura de que entiendes el porqué. La sonrisa desapareció del rostro de Rafael. —Quiero que seas feliz, Danielle, te lo debo. Cuando esté seguro de que lo serás, te prometo que me iré; hasta entonces, no pienso marcharme. Su mal humor fue paulatinamente en aumento. [ 94 ]


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—No me debes nada. Voy a casarme con Richard Clemens, no necesito tu aprobación ni me importa lo que pienses. ¡Déjame en paz, Rafael! Déjame seguir con mi vida. Intentó marcharse pero Rafael la detuvo, agarrándola del brazo. —Es la segunda vez que te lo pregunto, ¿lo quieres? Ella levantó la barbilla. —No es asunto tuyo. —He decidido que lo sea: ¿lo quieres? Librándose de su apretón, ignoró la furiosa mirada que transformaba su rostro, y empezó a caminar llena de ira. Se casaría con Richard Clemens. Había tomado la decisión y lo que Rafael opinase no tenía importancia; sus pensamientos debían concentrarse en Richard, y no en Rafael. Sin embargo, mientras abandonaba el jardín aún podía ver su alta figura con el pensamiento, sentir los ojos azules traspasándola. Recordaba la mirada vidriosa que había captado en sus ojos en el instante en el que se había dado la vuelta, y le costó trabajo concentrar sus pensamientos en Richard.

A la mañana siguiente, Rafael se unió a la partida de caza, montando a caballo, cabalgando un excepcional ejemplar, un animal de color gris que había alquilado en la ciudad y que pertenecía al propietario de un establo. El caballo, castrado y bien entrenado, bien valía el dinero extra que había pagado por él, pensaba mientras trotaba por los campos abiertos. El paisaje era hermoso. Ondulantes colinas entrecruzadas con bajos muros de piedra se intercalaban con lomas cubiertas de árboles, divididas a su vez en dos [ 95 ]


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por riachuelos aislados de aguas rizadas y prados, con bordes salpicados de margaritas blancas y amarillas, que se extendían a través del paisaje que se descubría ante sus ojos. Llegaron a su destino y desmontaron, dejando a los caballos pastar en la exuberante hierba que retoñaba entre las piernas de los jinetes. Cinco hombres formaban la partida de caza: Richard Clemens, Jacob Wentz, un acaudalado comerciante de nombre Edmund Steigler, el juez Otto Bookman y Rafael, a los que acompañaba una tropa de sabuesos de pelo rojizo y motitas azules, traídos para cazar perdices y codornices. Mientras los perros se dispersaban en abanico seguidos por el joven que los cuidaba, Richard Clemens caminó junto a Rafael por los campos con un rifle de cañón largo y empuñadura de plata en una mano. —Bonita pieza —comentó Rafael, con el arma que Richard le había prestado apoyada cómodamente en la parte interior del codo. —Perteneció a mi padre —dijo Richard, con orgullo—. Es de fabricación inglesa, excepcionalmente bien diseñado. Richard ofreció su rifle al duque para que lo examinara más detenidamente. Deteniéndose un momento, Rafael apoyó el suyo contra el tronco de un árbol y aceptó el arma que Richard le ofrecía. Hincó la pieza en su hombro, apuntó al suelo y le dio la vuelta para mirar las iniciales del fabricante. —Peter Wells. Conozco fabricando armas excelentes.

al

armero.

Wells

sigue

Clemens sonrió complacido y dijo: —Mi padre siempre estuvo orgulloso de este rifle. —Tenía razones para estarlo. Siguieron hablando, construyendo una especie de camaradería, aunque Rafael no acababa de fiarse de ese [ 96 ]


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hombre, sin estar seguro del motivo. —Dígame ¿qué opina de nuestro país hasta ahora? — preguntó Richard—. ¿Ha tenido la oportunidad de conocer a alguien interesante? —Por supuesto, ha sido un placer conocerlo a usted y a sus amigos. —Rafael lo miró a los ojos—. ¿Está hablando de mujeres? Richard se encogió de hombros. —Lleva aquí algunas semanas. Un hombre tiene ciertas necesidades; si usted quiere, creo que yo podría serle de ayuda en ese tema. —Ya veo. Me está proponiendo una noche de placer — dedujo Rafael. —Conozco un lugar en la ciudad al que voy de vez en cuando. Creo que lo encontraría entretenido. —¿Vendría conmigo? Richard sonrió. —Tengo allí una amiga..., una damisela con un gran talento natural, a la que he llegado a conocer bastante bien. —Se casará en menos de dos semanas —advirtió Rafael. Richard sonrió. —El matrimonio no es precisamente un impedimento para que un hombre disfrute de ciertos placeres; e imagino que las cosas no serán muy diferentes en su país. Rafael tuvo que darle la razón. De hecho, si se hubiera casado con Mary Rose, es probable que hubiera buscado la compañía de otras mujeres. —Muchos hombres tienen amantes o hacen visitas ocasionales a los burdeles como el que ha mencionado. [ 97 ]


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Pero habría sido diferente si se hubiera casado con Danielle, y la idea de que su marido planeaba llevar una doble vida le revolvió el estómago. —Su joven prometida —dijo— parece una mujer encantadora; es posible que tenga suficiente con sus atenciones. Richard lanzó una carcajada. —Tengo muchas ganas de estrenar el lecho conyugal, pero tener una fábrica en Easton me obliga a ausentarme bastante de la ciudad, motivo por el cual tengo una amante allí a la que no tengo intención de renunciar. Rafael no dijo nada más. Había prometido ocuparse de que Danielle fuera feliz, pero nunca lo sería con un hombre que planeaba serle infiel desde el principio. —¡Mire allí! —Richard señaló una acequia que corría paralela al campo—. Los perros han levantado una nidada de codornices. Richard y los otros cazadores cogieron sus armas y apuntaron al cielo. Rafael hincó la culata del fusil contra su hombro y apretó el gatillo; dos aves cayeron abatidas; si el resto del día seguía igual de bien, cenarían codornices. Por desgracia, la mente de Rafael ya no estaba en la cacería. Pensaba en Danielle; había hallado las respuestas que buscaba, pero no podía revelarle las confidencias que le habían hecho. Se le planteaba una pregunta: ¿qué debía hacer?

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Caroline Loon estaba sentada a una mesa de madera muy larga, en la cocina del sótano de la casa de los Wentz, charlando con las criadas y saboreando una taza de té. Era una de las ventajas de ser la doncella de una dama: podía trasladarse sin problema del mundo que había arriba al que había abajo. —¿Quiere un trozo de tarta para acompañar el té, querida? —dijo Emma Wyatt, la cocinera de grandes pechos y andares de pato, dirigiéndose hacia ella con una sonrisa cariñosa—. Está recién sacada del horno. Las manzanas las recogí yo del árbol ése que hay en el patio. —Tiene un aspecto delicioso, Emma, pero no tengo hambre. —¿Está segura? Una joven necesita comer. —Gracias, pero no —afirmó Caroline. Detrás de ella sonaron pasos en el suelo de piedra. Caroline se giró a tiempo de ver aparecer la silueta de un hombre en el umbral de la puerta. —Yo, en su lugar, haría lo que dice Emma. Por su aspecto no le vendría mal un poco más de carne sobre los huesos. —El hombre la recorrió con la mirada—. Aunque en verdad se trate de unos huesos adorables. Caroline parpadeó ante el pequeño alboroto que se había organizado en la cocina, una de las cocineras reía tontamente y la señora Wyatt sonreía como una adolescente atolondrada. —Déjala en paz, Robert. —Emma agitó la paleta en el aire en su dirección—. Pondrás colorada a la pobre muchacha. —La cocinera se volvió a Caroline—: No le haga el menor caso, querida. A Robert le gusta demasiado coquetear; coquetearía con las piedras si lo dejasen. [ 99 ]


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El hombre sonrió. Habiendo dejado las botas de cuero negro hasta la rodilla que transportaba junto a la puerta, se acercó a la mesa de madera y se sentó en el banco que había enfrente de ella. El recién llegado, un hombre de unos treinta años con una espesa cabellera castaña y una hermosa sonrisa, era muy guapo, y un destello malicioso brilló un instante en sus ojos pardos. Éstos la recorrieron de pies a cabeza, se detuvieron un momento en los pechos, que no eran especialmente grandes, y volvieron al rostro. —Probaré un pedazo de esa tarta, Emma. —Hizo un guiño a Caroline—. Si no ha probado nunca la tarta de Emma, no sabe lo que se pierde. A propósito, me llamo Robert McKay. Es un placer conocerla, señorita... —Loon. Caroline Loon. Trabajo para la señorita Duval, una de las invitadas del señor Wentz. —Ah, eso lo explica todo. —¿Qué explica? —Es usted inglesa. Hacía tiempo que no escuchaba esa entonación. Se refería a su elegante manera de hablar. A pesar de la falta de recursos económicos de su familia, Caroline había recibido una buena educación y hablaba con los tonos secos y cortados de la clase alta inglesa. A ella se le ocurrió que el habla resonante de Robert tenía los mismos ritmos del habla de las clases altas. —Pero usted también es inglés. —Lo era. Ahora soy norteamericano, aunque no sea exactamente por elección. Emma colocó un buen trozo de tarta delante de Robert McKay y el delicioso aroma hizo gruñir el estómago de Caroline. —¡Lo sabía! —Sonrió Robert—. Emma, sirve un pedazo de esta maravillosa tarta a la señorita Loon. [ 100 ]


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Emma se echó a reír y regresó al cabo de unos minutos con un trozo de tarta ligeramente más pequeño, que depositó delante de Caroline junto con dos tenedores, uno para cada uno. Robert aguardó educadamente a que ella empezara, y luego atacó la comida como un hombre que no ha probado bocado en una semana, cosa que, dada su musculatura, Caroline dudaba mucho. Tal y como le habían prometido, la tarta estaba deliciosa, el aroma a manzana y canela impregnaba cada rincón de la pequeña cocina de techos bajos; sin embargo, con un hombre tan guapo sentado delante de ella, era difícil concentrarse en la comida. —¿Trabaja usted para el señor Wentz? —preguntó, interrumpiéndolo mientras comía el último pedazo de tarta. McKay negó con la cabeza y tragó. —Estoy aquí con Edmund Steigler. Soy su criado —dijo la palabra con tal repugnancia que las rubias cejas de Caroline se arquearon—. Por lo menos lo seré los próximos cuatro años. —¿No le gusta su trabajo? Se rió, pero no había humor en su risa. —Estoy obligado a trabajar para Steigler; compró siete años de mi vida, sólo le he pagado tres. —Entiendo —dijo, aunque en realidad no era así. ¿Por qué un hombre educado como McKay parecía ser, se había vendido al servicio de otro hombre?—. ¿Por qué? — preguntó Caroline, escapándosele la palabra antes de que pudiera detenerla. McKay la estudió con renovado interés. —Es la primera persona que me lo pregunta, señorita. Ella bajó la vista hasta el plato medio vacío, deseando [ 101 ]


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haber guardado silencio. —No tiene que responder. Realmente no es asunto mío. —Levantó los ojos para mirarlo—. Yo, sólo..., da la impresión de ser un hombre independiente, no alguien dispuesto a venderse como esclavo. McKay la estudió un buen rato, luego echó un vistazo a la cocina. Emma estaba ocupada amasando pan, su ayudante restregaba ollas y sartenes con obstinación. —Si quiere saber la verdad, los alguaciles de la justicia iban detrás de mí; intentaban arrestarme por un delito nunca cometido. No tenía dinero para comprarme un pasaje. Vi un anuncio en el l.ondon Chronicle en el que se buscaba criados para trabajar en América por un determinado período de tiempo. El anuncio lo había puesto un hombre llamado Edmund Steigler y su barco zarpaba a la mañana siguiente. Fui a verlo, no hizo preguntas, firmé los papeles y Steigler me trajo aquí. Caroline sabía que sus ojos azules debían de estar redondos como platos. —¿No tiene miedo de contarme todo esto, caballero? Robert se encogió de hombros. Era más alto que el promedio, pero no demasiado, y sus brazos llenaban la tosca camisa de manga larga. —¿Qué podría hacer? ¿Decírselo a Steigler? No le preocuparía mucho. Además, me buscan en Inglaterra, no en América. —Pero si es inocente, debería regresar; debería buscar la manera de limpiar su nombre. La risa de McKay sonó cruel. —Desde luego es usted una soñadora, señorita. Todavía no tengo el dinero y debo a Steigler cuatro años más de servicio. Al ver la consternación en su rostro, alargó el brazo y la [ 102 ]


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tocó en la mejilla. —Creo que debe de ser una persona muy buena, Caroline Loon. Me parece que me gusta. Caroline no le dijo que a ella también le gustaba él; ni tampoco que creía su historia. Casi nunca se equivocaba en sus juicios sobre las personas y sabía, de manera instintiva, que Robert McKay decía la verdad. Habiendo apartado el plato vacío, se levantó del banco. —Ha sido un placer conocerla, señorita Loon. —Igualmente, señor McKay. McKay echó a andar hacia la puerta. Caroline reparó en las piernas musculosas y en lo bien que le sentaban los pantalones de montar, y el color le subió a las mejillas. Ya en la puerta, McKay se detuvo y se dio la vuelta. —¿Le gustan los caballos, señorita Loon? —Me temo que soy una pésima amazona, pero me gustan mucho los caballos. —En ese caso, hay un nuevo potro que seguramente le gustaría ver. Tal vez podría reunirse conmigo en los establos después de la cena. Caroline sonrió. No le interesaba el potro, le interesaba Robert McKay. —Me gustaría mucho. Él recuperó la sonrisa fácil. —Bien, entonces la veré más tarde. Ella asintió, observándolo mientras se iba. No debería haber accedido. Era un hombre muy guapo y si acudía a la cita, podría pensarse que podía tomarse ciertas libertades. Por otro lado, era una mujer adulta, que sabía cuidar de sí misma. [ 103 ]


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—Robert es un buen hombre —dijo Emma, como si le leyera los pensamientos—. No debe preocuparse. Estará totalmente a salvo con él. —Gracias Emma. No lo dudo. Cansada del calor que hacía en la cocina, Caroline llevó su plato hasta el fregadero, lo lavó en un cubo de agua espumosa, lo aclaró y lo secó, y luego se dirigió hacia la puerta. Mientras abandonaba la casa y caminaba hacia el sol, sonrió intrigada ante la idea de pasar la tarde con Robert McKay.

A la mañana siguiente los hombres volvieron a salir de caza, y para mantener distraídas a las señoras los Wentz organizaron una fiesta por la noche, a la que además de los invitados, asistirían muchos vecinos. Durante buena parte del día, las mujeres ayudaron con los preparativos; trajeron flores del jardín con las que decoraron los jarrones de cristal tallado, cubrieron las mesas con bonitos manteles de encaje y ayudaron a los criados a mover los muebles para disponer de más espacio para bailar. Los músicos de la orquesta de tres instrumentos llegaron y se instalaron en un rincón del salón. Richard y Jacob Wentz se encargaron de las presentaciones cuando empezó a llegar el resto de los invitados, en su mayoría granjeros y sus esposas. A lo largo de la velada, Danielle bailó con Richard, luego con el comerciante Edmund Steigler, un hombre delgado, de cabello blanco y rasgos finos, «bastante enigmático», pensó Danielle. Charló con Sara Bookman, la esposa del juez, que era interesante, divertida, de trato fácil. La anfitriona, Greta Wentz, era una mujer dulce y amable, con un fuerte acento alemán, a quien no le amedrentaba el trabajo duro. [ 104 ]


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Danielle pensaba que, con el tiempo, llegaría a tener una buena amistad con algunas de las mujeres que había conocido en América. Le gustaba el carácter fuerte de las mujeres, el optimismo con el que abordaban la vida. Mirando al otro lado del salón, vislumbró a Richard que charlaba con Edmund Steigler y se preguntó si sería capaz de llegar a formar una auténtica y verdadera amistad con el hombre con el que iba a casarse. Durante la fiesta había ido varias veces a buscarlo, pero siempre estaba ocupado con alguno de sus amigos. O conversando con Rafael. Lo vio justo en ese momento y un ligero temblor recorrió su cuerpo. Aunque había hecho todo lo posible para ignorarlo, para fingir que no estaba allí, una y otra vez se encontró buscándolo con la mirada; más de una vez lo vio observándola con cara de preocupación. Le hubiera gustado saber en lo que estaba pensando, quería preguntarle cuándo planeaba regresar a Inglaterra, pero el momento oportuno parecía no presentarse nunca. La velada continuaba cuando lo vio cruzar el salón, a grandes zancadas, y acercarse ex profeso. —Necesito hablar contigo —anunció sin rodeos—. Esperaba encontrar un momento mejor pero todos nos marchamos por la mañana. Es importante, Danielle. —No sé..., no creo que sea una buena idea que nos... —Te esperaré en la glorieta al fondo del jardín. La dejó allí en medio del salón, sin darle tiempo para acabar las protestas que había empezado. Enfadada porque no le había dado elección, y con más curiosidad de la que quería admitir, volvió la atención momentáneamente a los invitados. Volvió a bailar con Richard, y cuando este empezó una conversación con Jacob Wentz sobre el elevado precio del algodón sureño, se esfumó silenciosamente rumbo al jardín.

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A pesar de que varias antorchas alumbraban los senderos de grava, éstos no estaban bien iluminados. Zigzagueando entre las sombras, pasando por delante de pensamientos amarillos y de altos lirios de color púrpura, se dirigió hacia la glorieta, cuyo capitel ornamentado indicaba su lugar a cierta distancia al final del jardín, cerca del arroyo burbujeante. Sabía que ese encuentro con Rafael era peligroso. Su reputación ya se había visto comprometida una vez. ¿Cómo explicaría su presencia aquí en la oscuridad con el guapo duque de Sheffield? ¿Qué pensarían los amigos de Richard si los encontraban a los dos juntos? Una oleada de inquietud la recorrió. Nunca olvidaría la agonía que había sufrido aquella noche, cinco años atrás, o el dolor de las terribles semanas que siguieron. La habían aislado y humillado; peor aún, había sufrido la congoja de perder al hombre que amaba. No estaba enamorada de Richard, como sí lo había estado de Rafael, pero la idea de volver a soportar semejante situación le revolvía el estómago. Sus ojos buscaban en la oscuridad mientras apretaba el paso. Rafael tenía que haber sido consciente del peligro y, sin embargo, había insistido en que se encontraran; sabía que si no aparecía, él iría en su busca para hablar con ella quizás en circunstancias más comprometedoras. La glorieta que se izaba delante de Danielle tenía un diseño octogonal con molduras pintadas en blanco, laterales abiertos y asientos de madera que cubrían el interior elevado. Según se acercaba, pudo descubrir en la sombra la esbelta figura de Rafael apoyada contra la barandilla interior. Mirando a derecha e izquierda para asegurarse de que no hubiera nadie cerca, se levantó el dobladillo de su vestido de seda color azul zafiro para que no le estorbase y subió el primero de los tres altos peldaños. Rafael la cogió de la mano y la ayudó a subir los

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escalones hasta la plataforma donde se encontraba él. —Temía que no vinieras —admitió Rafael. Ello no habría ido si él le hubiera dado la posibilidad de elegir. —Has dicho que era importante. —Así es. La condujo hasta el banco que bordeaba la barandilla y ella se sentó, aunque Rafael permaneció de pie. Se paseó un momento de un lado a otro durante un momento, como si buscara las palabras que quería decir, y entonces se volvió hacia ella. A la débil luz de una antorcha distante pudo distinguir el azul de sus ojos y leer en ellos la incertidumbre. Era algo tan inusual en Rafael que su corazón empezó a latir más deprisa. —¿Qué ocurre, Rafael? Cogió aire y lo expulsó lentamente. —No estoy muy seguro de cómo empezar. Te dije que había descubierto la verdad de lo ocurrido aquella noche hace cinco años. —Sí... —Te dije que quería que fueras feliz..., que tenía esa deuda contigo. —Lo dijiste, pero... —No creo que vayas a ser feliz con Richard Clemens. Ella se levantó del banco como si tuviera un resorte. —No importa lo que tú creas, Rafael. Richard y yo nos casaremos a finales de la semana que viene. —Te he preguntado dos veces si lo quieres. Esta vez quiero una respuesta.

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Ella se irguió. —Te daré la misma respuesta que te di antes; no es asunto tuyo. —Tú siempre has dicho lo que pensabas, Danielle. Si lo quisieras, lo dirías; por lo tanto, debo pensar que no lo quieres. Si es así, te pido que anules la boda. —¿Te has vuelto loco? He cruzado el océano para casarme con Richard Clemens, y eso es exactamente lo que tengo intención de hacer. Rafael la cogió suavemente por los hombros. —Comprendo que nosotros..., que ya considerabas antes.

las no

cosas han cambiado entre me consideras como me

—Te quise una vez, pero ya no te quiero. ¿Es eso a lo que te refieres? —Tal vez no me quieras, Danielle, pero tampoco quieres a Richard Clemens. —Estudió su cara—. Y creo que hay una diferencia. —¿Y cuál es la diferencia? —preguntó ella. —Cuando me miras, hay algo en tus ojos, una chispa de fuego que no hay cuando miras a Richard. —¿Estás loco? —¿Lo estoy? ¿Por qué no probamos? A Danielle se le cortó la respiración cuando Rafael la arrastró a sus brazos y selló su boca con un beso. Durante un instante, ella luchó, apretando las manos contra su pecho, intentando separarse de él. Pero el deseo seguía ahí, ardiendo en su interior, un fuego que tendría que haberse extinguido mucho tiempo atrás, que se avivaba en intensidad, abrasando carne y huesos, volviendo su cuerpo laxo y maleable. Rafael la besó aún con más fuerza y las palmas de las [ 108 ]


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manos de Danielle se deslizaron por las solapas de la casaca, más arriba, más arriba, hasta que los brazos le rodearon el cuello. Durante un instante, ella volvió a estar en aquel manzanar, besándolo con todo su corazón, con todo el amor que sentía por él. Entonces, sus ojos se llenaron de lágrimas. No estaba en el manzanar ni estaba enamorada. Danielle se apartó de golpe, temblando de pies a cabeza, odiándolo por lo que había dejado que pasara. —Tenía que saberlo —dijo él suavemente. Danielle se apartó, intentando ignorar el gusto a Rafael que perduraba en sus labios. —No significa nada. El beso ha despertado viejos recuerdos, no ha sido nada más. —Tal vez. —Se está haciendo tarde, tengo que volver. Ella intentó girarse pero él la cogió por el brazo. —Escúchame Danielle, todavía hay tiempo para cancelar la boda. En lugar de casarte con Richard, quiero que te cases conmigo. Paralizada, lo miró con incredulidad. —No hablarás en serio. —Absolutamente —admitió él. —Aquella noche en el acto benéfico..., te vi bailar con tu prometida, la hija del conde de Throckmorton. —Era evidente que no estábamos hechos el uno para el otro. Hablé con su padre antes de abandonar Inglaterra y me pidió que anulara el compromiso. Danielle sacudió la cabeza.

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—No puede ser, Rafael. Lo que hubo entre nosotros se terminó. Acabó hace cinco años. —No ha acabado, no hasta que se aclare todo. Cásate conmigo y vuelve a Inglaterra como mi duquesa. Todo Londres, todo el Reino sabrá que fui yo quien cometió una falta, y no al contrario. —No me importa lo que opine la gente. Ya no —dijo Danielle. —Puedes regresar a tu hogar, volver con tu familia y tus amigos. —Tengo muy poca familia y aún menos amigos. Con el tiempo, tendré amigos y familia aquí. Rafael tensó la barbilla. A la luz parpadeante de la antorcha, el azul de sus ojos cobró una tonalidad más oscura. Ella conocía esa mirada, la determinación que revelaba, y una sensación de incertidumbre se apoderó de ella. —Esperaba no tener que recurrir a la coacción para solucionar este asunto, pero no me dejas más remedio — apuntó Rafael. El color se borró del rostro de Danielle. —¿Qué dices? ¿Me estás..., me estás amenazando? Rafael le acarició la mejilla. —Intento hacer lo que es correcto. Creo que puedo hacerte feliz; no creo que Richard Clemens lo consiguiera nunca. Acepta mi oferta de matrimonio. La mirada de ella se fundió en la de él. —¿O de lo contrario, Rafael? El duque se irguió todo lo alto que era, lo que le hizo parecer más alto incluso que de costumbre. —Dejaré escapar rumores del escándalo. Todo el [ 110 ]


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mundo lo creerá, la madre de Richard, sus amigos. No podrás demostrar tu inocencia aquí como no pudiste hacerlo en Inglaterra. Ella empezó a temblar. —Hablé a Richard del escándalo antes de que pidiera mi mano. A diferencia de ti, él creyó en mi inocencia. —Me equivoqué. Eso no cambia lo que tiene que suceder. Un nudo empezó a formarse en la garganta de Danielle. —No puedo creer que hagas algo así, que me hagas daño otra vez; no puedo creer que caigas tan bajo. Las lágrimas anegaron sus ojos, y apartó la mirada para que él no las viera. Rafael la cogió por la barbilla, y la giró suavemente hacia él. —Te haré feliz, Danielle. Te juro que lo haré. Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Danielle. —Si me obligas a casarme contigo, nunca te lo perdonaré, Rafael. El acercó la temblorosa mano de la joven a sus labios y la besó con delicadeza, sin apartar la mirada de su rostro ni un instante. —Es un riesgo que tengo que correr.

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Danielle rompió su compromiso con Richard Clemens al día siguiente de que ella y Caroline hubieran regresado del campo, cinco jornadas antes de la boda. Se dijo a sí misma que no tenía elección; no dudaba ni por un momento que Rafael haría exactamente lo que le había prometido: si rechazaba su oferta de matrimonio, arruinaría su vida tal y como había hecho una vez. Danielle lo odiaba por eso. Y no lo entendía. ¿Por qué Rafael insistía tanto? ¿Tan grande era su culpa o su sentido del honor que casarse con ella era la única manera de reparar su error? Sin duda, era posible. Al enterarse de que no habría boda, Richard había despotricado y maldecido, rogado y suplicado, había recurrido a todos los medios a su alcance para hacerla cambiar de opinión. —¿Que he hecho, Danielle? Por favor, dímelo, y te prometo que te resarciré. —No has hecho nada, Richard. Sencillamente no estamos... hechos el uno para el otro; no me había dado cuenta hasta ahora. —Habíamos hecho planes, Danielle. Íbamos a compartir el futuro. —Lo siento, Richard, lo siento de todo corazón, pero así están las cosas y nada las va a cambiar. El mal humor de Richard se acentuó. —No puedes irte sin más. ¿Qué hay de mi madre? Se ha gastado una fortuna en la boda. ¿Y de mis hijos..., de mis amigos? ¿Qué les voy a decir? ¿Cómo lo voy a explicar?

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—Nunca me hubieras dejado ser como una madre para tus hijos, y en cuanto a tus amigos, si de verdad lo son, entenderán que, a veces, estas cosas pasan. La cara de Richard adquirió un tono carmesí. —Sí, pero ¡no a mí! Salió de la casa pisando fuerte y Danielle, desde la ventana, le vio bajar furioso los escalones del porche, subir al carruaje y cerrar la puerta de un golpe. Le escocían los ojos, pero el dolor que había esperado sentir no llegó. Al alejarse de la ventana suspiró en medio del silencio que había dejado la marcha de su ex prometido. Para no herir el orgullo de Richard, no había mencionado al duque, ni le había dicho que se casaría con otro hombre, que volvería a Inglaterra para convertirse en la duquesa de Sheffield. No le había dicho que Rafael la había chantajeado, que no le quedaba otra alternativa que romper su compromiso. Sintió ganas de llorar, pero las lágrimas no acudieron a sus ojos. Le molestaba no sentirse más alterada, experimentar, sobre todo, enfado y miedo. ¿Qué clase de futuro le esperaba con un hombre despiadado como Rafael, un hombre al que no conocía y en quien no confiaba? Le preocupaba más incluso que era sólo cuando pensaba en Rafael que sus emociones parecían escapar a todo control. ¡Dios mío! ¿Cómo se había vuelto tan confusa su vida?

Un tibio sol de agosto se colaba a través de los ondulados cristales de las ventanas dos días después. Tras el almuerzo, Danielle y su tía tenían previsto ir de compras, una excusa para abandonar la casa y alejar las preocupaciones al menos durante un rato. Por desgracia, antes de que llegara la hora de salir, [ 113 ]


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Rafael llamó a la puerta, sombrero en mano, y demasiado guapo para su gusto. —He recibido tu nota —dijo, mientras ella lo conducía a la sala de estar y cerraba las puertas correderas—. Me alegro de que hayas actuado con rapidez. Danielle lo miró fijamente. Le había enviado una nota comunicándole que había roto su compromiso y confiaba en que hubiera leído su amargura entre líneas. —No me has dado elección. He actuado con rapidez con la esperanza de ahorrar dolor a Richard. Danielle se sentó en una silla Windsor de respaldo alto y Rafael se acomodó en el sofá de terciopelo rosa que había frente a la chimenea. —El Nimble zarpará rumbo a Inglaterra a finales de la semana que viene; he comprado pasajes para nosotros dos, así como para tu tía y tu doncella, la señorita Loon. Me gustaría que nos casáramos antes de partir. —¿Qué? —prácticamente saltó de la silla—. ¡Eso es imposible! ¿Por qué tienes tanta prisa? ¿Por qué no podemos esperar hasta que regresemos a Inglaterra? —Ya hemos esperado cinco años, Danielle. Quiero acabar con este asunto de una vez por todas, resolverlo como debería haberse resuelto entonces. Ahora que hemos tomado la decisión, quiero que nos casemos, y que sea pronto. Con el permiso de tu tía, haré los preparativos para celebrar una pequeña ceremonia aquí, en el jardín, el día antes de nuestra partida. Celebraremos la boda tal y como corresponde una vez que hayamos vuelto a Londres. —Pero..., eso es..., falta menos de una semana. No puedes esperar que yo..., yo... —¿Qué, Danielle? Aspiró hondo, intentando mantener la compostura. —Nuestras vidas han cambiado. Ya no te conozco, [ 114 ]


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Rafael. Necesito tiempo para acostumbrarme a la idea de..., de compartir el lecho contigo. No puedo..., así sin más... El torció la comisura de su boca. —Hubo una época en la que tenías ganas de compartir el lecho conmigo. Sus mejillas se encendieron. Recordaba ese momento demasiado bien, lo recordaba incluso con más nitidez desde la noche que la había besado en el jardín. De todos modos, no estaba preparada para dar los pasos que la conducirían a esa clase de intimidad, no estaba preparada para darle más control del que ya ejercía sobre ella. Levantó la barbilla. —Hasta ahora has venido con todo tipo de exigencias a las que me he sometido en contra de mi voluntad. Ahora te pido algo a cambio: quiero tiempo, Rafael, tiempo para aceptar el hecho de que vas a ser mi marido. Su rostro se nubló. Por un instante, apartó la mirada. —Muy bien. Me parece una petición justa, quieres tiempo y estoy dispuesto a concedértelo; no te pediré que cumplas con tus deberes conyugales hasta que hayamos regresado a Inglaterra. Fortalecida por la batalla que acababa de ganar, se sintió más valiente. —Quizá sería mejor si concertáramos un matrimonio de conveniencia. Ambos podríamos llevar vidas separadas y... —¡Ni pensarlo! —Rafael aspiró una bocanada de aire para controlar su mal genio—. Eres lo bastante lista para saber que eso no ocurrirá. Te he deseado desde el día que te conocí, Danielle, y eso es algo que no ha cambiado. Confío en que, con el tiempo, vuelvas a desearme. Danielle no respondió. Rafael Saunders era un hombre fuerte, viril, poderosamente atractivo. Cuando era más [ 115 ]


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joven, había pasado noches en vela tratando de imaginarse lo que sentiría cuando él le hiciera el amor; por mucho que deseara lo contrario, una parte de ella no había cambiado. —Entonces, yo entiendo que estamos de acuerdo —dijo él. —Lo estamos, aunque sé que lo lamentaré todos y cada uno de los días que dure la travesía.

Caroline Loon aguardaba en el callejón situado detrás de la casa de la calle Arch. —¡Robert! Se acercó a ella con pasos largos, bajó la cabeza y le depositó un beso rápido en la mejilla. —Mi dulce Caroline. Caroline se sonrojó. Llevaban casi una semana en la ciudad, y se habían visto todos los días desde su vuelta. A Caroline le había sorprendido descubrir que el comerciante Edmund Steigler vivía allí, en Filadelfia; lo que significaba que Robert McKay vivía allí también. La noche que se había encontrado con él en el establo había sido mágica. Nada más llegar la había llevado fuera, a un pequeño prado próximo al granero y le había enseñado un pequeño y adorable potrillo que retozaba junto a su madre. —Se llama Leo. La hija mayor de Wentz le puso ese nombre por lo mucho que le gustan los dientes de león. Caroline se echó a reír. —Es precioso. Pasaron tiempo con los caballos. Robert le enseñó los sementales y las yeguas de pura sangre de Jacob Wentz, demostrando un sorprendente conocimiento sobre caballos y obviamente disfrutando. [ 116 ]


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—Uno de los primos de mi madre tiene una casa en el campo y mi madre solía llevarme allí a menudo, de visita — dijo Robert. —¿Y tu padre? Robert sacudió la cabeza. —Nunca lo conocí. Murió antes de nacer yo. Al caer la noche, Robert la llevó a un montículo desde el que se dominaba todo el valle, y la guió hasta el tronco de un árbol caído en el que ambos tomaron asiento. —¡Que valle tan bonito! —dijo ella, contemplando las onduladas colinas contorneadas por la luz plateada de la luna—. Tal vez, una vez que nos instalemos en casa del señor Clemens, tendré la oportunidad de dibujarlas. —¿Te gusta dibujar? —Pinto paisajes con acuarelas, pero sólo distraerme. No soy muy competente en la materia.

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—Apuesto a que eres una pintora muy buena. — Alcanzó a coger una ramita del suelo y jugueteó, distraídamente, con ella—. A mí me gusta esculpir. Ayuda a pasar el tiempo. Ella lo miró a la luz de la luna, admirando su mandíbula firme, pensando en lo guapo que era. —¿Qué es lo que esculpes? —Sobre todo muñecos. Caballos de madera, soldaditos de juguete, carruajes en miniatura, cosas así. —Robert sonreía—. A lo mejor un día podremos hacer un trueque, uno de mis caballos de madera por uno de tus cuadros. Caroline le devolvió la sonrisa. —Eso me gustaría. Consideraría que habríamos hecho un buen trato. Robert y ella se sentaron en el montículo a la luz de la [ 117 ]


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luna, y charlaron hasta bien pasada la medianoche. El tiempo parecía volar mientras reían y charlaban, Caroline hablando con una soltura que nunca antes había experimentado con un hombre. Sonreía al pensar en los días que habían pasado juntos desde que volvieran a la ciudad, y en el increíble número de cosas que habían descubierto que tenían en común. A los dos les gustaba mucho la ópera y la poesía. A los dos les gustaba leer. Los dos disfrutaban con los animales y los niños (Robert esperaba formar una gran familia algún día). Él le habló de su niñez, y de cómo su familia había sido pobre pero muy feliz. Ella le habló del verano, cinco años atrás, en que sus padres habían muerto, y de lo mucho que había llorado su pérdida. Y mientras tanto, Robert había sostenido su mano y la había escuchado, la había escuchado de verdad. Durante aquellos días, Caroline había descubierto muchas cosas sobre Robert McKay. Aunque los próximos cuatro años de su vida pertenecían a otro hombre, Robert reía a menudo y de manera sincera, y parecía mantener una actitud alegre sin importarle las circunstancias. Ni tampoco los insultos que recibiera del hombre que lo había comprado. —Soy su criado —le dijo Robert en una ocasión—. Podría haberme encomendado una docena de trabajos diferentes, pero quería tenerme a su servicio, personalmente. Ese hombre cuando está mejor es cuando trata a otros como dueño y señor. —¿Qué quieres decir? —preguntó Caroline. —A Steigler le produce una honda satisfacción que yo me haya licenciado en Cambridge y, a pesar de ello, tenga que limpiar el barro de sus botas. Hablo el inglés de la realeza mejor que él, y sé más que él, pero, sin embargo, tengo que prepararle el baño y coser sus calcetines y sus camisas.

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—Oh, Robert. El esbozó una débil sonrisa. —Una vez me golpeó con un látigo delante de sus amigos por haberle corregido en algo relativo a una obra de Shakespeare. —¡Dios mío, Robert! ¿Y no has intentado nunca escapar? Encogió sus anchos hombros, moviendo el tejido de su camisa de manga larga. —Steigler es un hombre poderoso en este país. Ha dejado bien claro que me perseguiría hasta encontrarme. Y mi deuda con él es real; hice un trato con el diablo y ahora tendré que aceptarlo cuatro años más. Robert parecía bastante resignado a su destino, pero Caroline a duras penas podía sobrellevarlo. En el poco tiempo que había transcurrido desde que se habían conocido, Caroline se había enamorado de Robert McKay.

Al oír voces en el pasillo, Danielle levantó los ojos del libro que estaba leyendo, Robinson Crusoe de Daniel Defoe, una novela que se había traído desde Inglaterra. De pie en la entrada, se hallaba Caroline acompañada de un hombre moreno y guapo que Danielle dedujo que debía de ser Robert McKay. Desde su regreso de la campiña, Caroline lo había mencionado una docena de veces. Era innegable que se había enamorado de McKay, aunque Robert era un criado ligado a su amo por un contrato de servidumbre. A Danielle le preocupaba que el hombre intentara aprovecharse de una joven dulce e ingenua como su doncella. Al ver lo atractivo que era, su preocupación aumentó más incluso. [ 119 ]


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Pese a que Caroline le llevaba un año, tenía muy poca experiencia con los hombres; Danielle confiaba en que el sentido común y su innata habilidad para juzgar el carácter de las personas fueran suficientes para guiarla en los asuntos amorosos. —Siento molestarla, Danielle, pero Robert ha venido un momento y me gustaría presentárselo si tiene tiempo. —Por supuesto que lo tengo. Danielle había deseado conocerlo desde la primera vez que Caroline lo había mencionado. Dejó el libro encima del sofá, cerca de ella, y se puso de pie. —Haced el favor de pasar. Entraron juntos al salón, Robert con una mano ligeramente apoyada en la delgada cintura de Caroline. En realidad no se conocían tanto como para que se comportara así, pero de alguna manera, mirándoles, el gesto parecía completamente natural. —Danielle, quiero presentarle a mi amigo, Robert McKay, el hombre del que le he hablado. Danielle sonrió. —Señor McKay, es un placer conocerlo. —El placer es mío, señorita Duval. —Se inclinó sobre su mano con una reverencia como si fuera un miembro de la nobleza en lugar de un criado con un contrato de servidumbre. Danielle lo examinó con curiosidad. —Ha impresionado a mi amiga Caroline —dijo. La sonrisa de Robert se acentuó. —Tanto como ella me ha impresionado a mí, señorita Duval. —Había algo tan afectuoso en la mirada que Robert lanzó a Caroline, que parte de las dudas de Danielle se disiparon. Hablaron un rato del tiempo, de la ciudad, hasta que [ 120 ]


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Robert preguntó a Danielle si le gustaba la novela que estaba leyendo. Ella arqueó una de sus pulidas cejas. —¿La ha leído? —Pues sí. Hace ya algún tiempo y me gustó mucho. En ese momento entró tía Flora, lista para iniciar la planeada salida para ir de compras, apenas sorprendida de encontrar a un hombre guapo de pie en el salón. Hubo más presentaciones. Tía Flora no pareció inmutarse por el hecho de que a ella, una condesa, le presentaran a un criado. Pero, claro, estaban en Norteamérica; aquí no existían la realeza ni los títulos; todos se iban acostumbrando a la idea de que allí las personas, en su mayoría, eran tratadas como iguales. No obstante, era más que evidente que Robert McKay era algo más que un simple criado. —Milady —dijo en su perfecto inglés de clase alta, cogiendo la mano de la condesa y haciendo una sofisticada reverencia. —Así que éste es el hombre que nos ha estado privando de la compañía de nuestra amiga —dijo Flora, examinando a McKay de pies a cabeza. —Señora, me declaro culpable de los cargos. Y os aseguro que la señorita Loon es una compañía extremadamente deliciosa, Siguió una conversación cortés, en la que McKay no dio muestras de sentirse intimidado lo más mínimo por el hecho de que Flora Chamberlain ocupara un puesto elevado en la sociedad inglesa. La condesa miró con perspicacia a Caroline, y luego a su invitado. —Tal vez disponga de tiempo para tomar el té con nosotras, señor McKay.

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Robert parecía sinceramente apenado. —Lamento tener que declinar la invitación. Tengo deberes que cumplir y mi visita ya se ha hecho más larga de lo que previsto. Quizás en otra ocasión, milady. Tía Flora sonrió, complacida por la tierna mirada que él lanzó en dirección a Caroline. Robert se despidió amablemente y Caroline lo acompañó a la puerta. —Tienes suerte de contar con semejantes amigas por señoras —dijo a una distancia en que Danielle todavía podía oírlo. —Soy muy afortunada —repuso Caroline. Se oyó el roce de tejidos cuando él se acercó y tal vez la besó en la mejilla. —Me alegro de haberte conocido, Caroline Loon. Danielle oyó cerrarse la puerta detrás de él, y entonces Caroline regresó al salón, con una mirada de expectación en el rostro. —Bien... ¿Qué os ha parecido? —Es endemoniadamente guapo —contestó tía Flora—. Bien educado y absolutamente encantador. —Sacudió la cabeza y su doble barbilla se echó a temblar—: ¿Cómo es posible que un hombre así trabaje como criado? —Es una larga historia, lady Wycombe. La interrumpió con un gesto. —Sí..., y no es asunto mío. De todas maneras..., me preocupa. —Bueno, a mí me ha gustado mucho —dijo Danielle alegremente—. Y creo que le gustas tanto como él a ti. Un ligero rubor cubrió las mejillas de Caroline. —Robert ha canjeado uno de sus caballitos de madera [ 122 ]


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tallados por dos entradas para el teatro. Se trata de una comedia que se llama Vida, y me ha pedido que lo acompañe. Dice que el señor Steigler tiene una reunión de negocios y no volverá a casa hasta tarde. Por las murmuraciones que Danielle había oído, probablemente ésa era la manera amable de decir que Steigler iba a pasar la noche con su amante. Caroline miró por la ventana y contempló a Robert alejándose a pie por la calle. Cuando dobló una esquina y desapareció de su vista, la sonrisa se borró de su rostro. Caroline había creído que se quedaría en Norteamérica, pero dado que Danielle regresaba a Inglaterra con Rafael, y su tía los acompañaba, Caroline se veía obligada a marcharse también. No conocía a nadie en Norteamérica, y aunque las intenciones de Robert fueran serias, no podía pedirle que se casara con ella hasta que transcurrieran, como mínimo, cuatro años. Danielle observó cómo su querida Caroline abandonaba la sala y sintió pena por ella. Si Rafael se hubiera quedado en Londres, la relación de Caroline y Robert podría haber tenido futuro. Danielle ya no lo veía probable. Otra desgracia de la que culpar a Rafael.

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Rafael caminaba de un lado a otro de su suite del hotel William Penn, pensando en Danielle y en su próxima boda. Ésta iba por fin a celebrarse, iba a contraer matrimonio con Danielle Duval. Todavía casi no podía creerlo. Se detuvo un momento delante de la ventana. Miraba la linterna que ardía cerca del letrero situado delante del hotel, cuando oyó que llamaban a la puerta, un golpe firme. Rafael caminó hasta la puerta, y al abrirla no le sorprendió demasiado ver a Max Bradley de pie en el pasillo, en lugar de presentarse en la suite sin previo aviso, tal y como acostumbraba. —¡Max! Adelante. Empezaba a pensar que tal vez había vuelto a Inglaterra. —Todavía no. Aunque si todo sucede tal y como lo he planeado, retornaré muy pronto. Mientras entraban en el salón y cerraban la puerta, Rafael se fijó en las finas arrugas, de preocupación, que surcaban la frente de Max. Llevaba el cabello despeinado, como si hubiera pasado los dedos por él. —¿Qué sucede Max? ¿Qué ha averiguado? —No todo lo que me hubiera gustado. Vengo a pedirle ayuda. —Por supuesto. Cuente con ella —afirmó Rafael. Había prometido al coronel Pendleton su ayuda y tenía intención de mantener la palabra. Max asintió. —Sé que va a casarse. Creo que podríamos resolver este pequeño asunto y regresar con suficiente antelación para la boda. [ 124 ]


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—¿Cómo se ha enterado...? No importa. Debería montar algún tipo de servicio de información. Ganaría una fortuna. Max casi sonrió. —Necesito que me acompañe a Baltimore. Si nos damos prisa, podemos hacer el viaje en dos días, máximo tres, lo cual nos dará tiempo para asistir a la cita que he concertado y aún tendría tiempo de volver para su boda. Rafael deseó que Max no se equivocara. Aunque era probable que Danielle prefiriese que no apareciera, llegar tarde a su propia boda no sería, desde luego, la mejor manera de empezar el futuro. —¿Cuándo nos vamos? —preguntó Rafael, pensando en la nota que tendría que enviarle a Danielle explicándole su desaparición y que volvería muy pronto. —A primera hora de la mañana. Cuanto lleguemos, antes emprenderemos el regreso.

antes

Y Rafael tenía muchas cosas que hacer, una vez que hubieran vuelto. Estaba a punto de convertirse en un hombre casado, no entendía por qué ese pensamiento no le preocupaba lo más mínimo.

Baltimore era una ciudad de poco más de veinte mil habitantes, según descubrió Rafael, un bullicioso puerto de mar que comerciaba con Inglaterra, el Caribe y Suramérica, una ciudad que parecía crecer a pasos agigantados. Como de costumbre, Max Bradley había cumplido con su trabajo. Había organizado una entrevista con un rico constructor de barcos que se llamaba Phineas Brand. La historia inventada por Max era que el duque de Sheffield estudiaba la posibilidad de emprender una aventura mercantil con el marqués de Belford, propietario de la flota mercante Belford Enterprises, y con otros acaudalados caballeros británicos. El duque había oído hablar del nuevo

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y fabuloso barco de vela ligero, el clíper Baltimore, que los astilleros de Brand estaban construyendo y había pensado que el barco podría ser apropiado para transportar mercancías a puertos más pequeños y menos accesibles. O, al menos, ésa era la historia. Se acordó que la entrevista tendría lugar en uno de los despachos de la Compañía de Construcción Naval Maryland, situado en la planta baja de un vasto almacén de ladrillo próximo al puerto. En el transcurso de la reunión, Phineas Brand abandonó su silla. Era un hombre de baja estatura, de cabello gris y rizado que había desaparecido de algunas zonas, y lanosas patillas grises. —El Windlass ya está acabado —dijo Brand, con una orgullosa sonrisa mientras abandonaban el edificio y se dirigían al muelle donde el barco estaba amarrado—. Espere a verlo. No tiene rival en cuanto a velocidad y maniobrabilidad, es el barco más rápido que se ha construido nunca. Rafael no hizo ningún comentario pero estaba ansioso por verlo por sí mismo, y descubrir si un barco de esas características suponía alguna amenaza para Inglaterra. —Por supuesto, si está realmente interesado — prosiguió Brand—, tendrá que actuar rápidamente. —Lanzó una mirada a Rafael—. Como ya le he explicado a su emisario, Bradley, hay otras partes interesadas. El primero en llegar, será el primero en ser atendido. Así son las cosas aquí. —Si no me equivoco, estamos hablando de unos veinte barcos. Brand asintió. —Dado que la construcción de cada barco lleva bastante tiempo, el pedido no estará listo hasta dentro de cinco años. ¿Ha comprendido que el mejor postor cerrará el trato?

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Rafael dijo que sí. —El señor Bradley me ha informado. —Por supuesto, siempre puede esperar a que se construya la primera flota —dijo Brand. —Esa opción está descartada. Llegaron al muelle donde el Windlass se dejaba mecer suavemente por la brisa que arrancaba crujidos de su armazón. Rafael se detuvo para estudiar las bordas poco elevadas, las gráciles y elegantes líneas del casco, los mástiles gemelos que se inclinaban ligeramente hacia la popa. Era la primera vez que veía un navío con un diseño semejante, pero se podía imaginar lo mucho que aumentaría la velocidad del clíper. El casco en sí era único, y pensó, sin dudarlo, que el constructor había creado una embarcación que sería imposible de reproducir sin los planos. Brand lo invitó a subir a bordo para una demostración y Rafael aceptó. El día era soleado y la temperatura alta, y soplaba el viento preciso para llenar las originales velas triangulares, que tampoco se parecían a nada que Rafael hubiera visto antes. Aunque el barco no estaba diseñado para transportar mucha carga, era rápido, asombrosamente rápido e increíblemente fácil de maniobrar. Un barco así, equipado con soldados y cañones, supondría una fuerza a tener en cuenta contra los navíos de guerra británicos, más lentos, más grandes y menos maniobrables, que podrían ser presa fácil para él. Mientras el viento hinchaba el velamen y el elegante navío surcaba las aguas, Rafael juzgó que los rumores que circulaban podían muy bien ser ciertos y que Napoleón estaba interesado en comprar una flota de esos clípers para utilizarla contra los barcos de guerra británicos, que lo habían derrotado aparatosamente en Trafalgar un año antes.

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—Voy a celebrar una pequeña reunión esta noche, duque —dijo Brand cuando regresaron al muelle—, y nos encantaría que nos acompañase. La sonrisa de Rafael pareció lobuna. Necesitaba reunir toda la información que pudiese, en particular, sobre un comerciante llamado Bartel Schrader de quien Max sospechaba que podía ser el hombre que actuaba en nombre de los franceses. Phineas Brand le acaba de proporcionar la oportunidad perfecta de conocerlo. —Será un placer, señor Brand.

Era tarde, bien entrada la noche, cuando Rafael llegó a la mansión de piedra de tres pisos de Phineas Brand en la calle Front. Llegaba tarde a propósito, pues no quería que Brand sospechase lo ansioso que estaba por evitar que la flota de clípers Baltimore se vendiese a los franceses. No estaba seguro de que Inglaterra estuviese dispuesta a pujar más alto por los barcos, pero no dudaba de que si éstos llegaban a manos de Napoleón, muchos marineros británicos perderían la vida. Las luces resplandecían por las ventanas de la casa, mientras subía los amplios escalones del porche. Uno de los dos criados de librea, que flanqueaban la puerta de madera labrada y daban la bienvenida a los invitados, lo condujo inmediatamente al interior. Dos horas después, volvieron a acompañarlo hasta la misma puerta. La velada había sido más fructífera de lo que había esperado y estaba ansioso por marcharse. Había conseguido la información que había ido a buscar, y entonces sólo le quedaba transmitírsela a Bradley. —¿Cómo ha ido? Max se levantó del sillón cercano a la chimenea apagada de la habitación de Rafael, una de las dos que él y [ 128 ]


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Bradley habían alquilado en la Posada del Navegante, en el centro de la ciudad, cerca del puerto. No se habían visto desde primeras horas de la mañana. —Pendleton tenía motivos para estar preocupado —dijo Rafael, quitándose la chaqueta y arrojándola sobre el respaldo de un sillón. —Sí..., lo he seguido esta mañana hasta el puerto. He visto... el Windlass. —Max se acercó al aparador y sirvió dos copas de coñac de una botella posada encima—. Una extraordinaria muestra del oficio —dijo, pasando una copa a Rafael. —Equipado con armamento, podría ser letal. —Lo mismo he pensado yo —observó Bradley—. ¿Ha ido Schrader a la reunión? —Allí estaba. Max le había informado sobre el comerciante internacional, conocido como el Holandés. Schrader amasaba grandes sumas de dinero buscando compradores y reuniéndolos con los vendedores. La mercancía podía variar, pero si se cerraba un trato, Schrader se llevaba un porcentaje por sus esfuerzos. Según Max, había muchas probabilidades de que estuviera trabajando para los franceses. —¿Cabello rubio rojizo? —confirmó Max— ¿Ojos azul grisáceo? ¿Quizá de unos treinta y tantos años? —Es él. Rafael bebió un trago de su bebida, y agradeció la sensación de relajación que le daba en los hombros, mientras recordaba el breve diálogo que había mantenido con el hombre que Phineas Brand le había presentado durante la reunión que celebraba en su casa. —Excelencia —había dicho Schrader con un acento casi imperceptible. Después de todo, era holandés y un hombre de mundo sin duda. [ 129 ]


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—Encantado, señor Schrader. —Nuestro anfitrión me ha dicho que ha disfrutado con el pequeño paseo que ha dado hoy a bordo del Windlass — dijo el Holandés—. Excelente navío, ¿verdad? —Desde luego que sí. —He oído que su interés va más allá de la mera curiosidad. —¿En serio? Yo he oído lo mismo acerca de usted —dijo Rafael. El comentario pareció sorprenderlo. —Ah, ¿sí? En ese caso asumiré que mi información es correcta. —El barco resulta intrigante en varios aspectos, pero no ha sido precisamente diseñado para transportar carga, lo cual limita sus usos. —Es cierto. —¿Y usted, señor Schrader? ¿Qué uso haría su cliente de semejante flota? El Holandés sonrió. —Realmente no tengo permiso para decirlo. Mi trabajo se limita a hacer de intermediario en la venta, una vez que mi cliente decide que está listo para comprar la mercancía. Phineas Brand había regresado en ese momento, poniendo punto final a la conversación. Pero Rafael ya había descubierto lo que quería saber y era el momento de reunirse con Max. O, para ser más precisos, esperar a que Max se reuniera con él. —Schrader es un hombre de gustos elegantes — prosiguió Rafael—. Viste prendas caras, y lleva zapatos españoles de piel de excelente calidad. [ 130 ]


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El duque recordaba que Schrader llevaba su pañuelo negro perfectamente anudado, y el cabello rubio rojizo, inmaculadamente peinado. —No hay duda de que es él. El Holandés gana mucho dinero y lo gasta casi todo en sí mismo. Rafael le repitió toda la conversación, seguro de que a Max le gustaría oír palabra por palabra. Bradley removió el coñac en su copa y luego bebió un trago. —Supongo que le habrá dejado claro al señor Brand que tiene un gran interés en comprar su flota. —Se frota las manos ante la perspectiva de recibir una oferta más elevada —afirmó Rafael. —Entonces, nuestro trabajo aquí ha terminado. Podemos marcharnos a Filadelfia a primera hora de la mañana. Rafael sintió un gran alivio. Regresaban, y con la suficiente antelación para la boda. —Una vez que lleguemos allí —prosiguió Bradley—, me embarcaré en el primer buque que zarpe para Inglaterra. Necesito informar a las partes interesadas de lo que hemos averiguado. —Max sonrió, cosa no habitual en él—. Y, mientras tanto, usted, amigo mío, puede dejar que le pongan los grilletes. Rafael simplemente asintió. Mientras miraba cómo Max abandonaba la habitación, la imagen de Danielle apareció en su mente, la cabellera color rojo fuego recogida en un moño, la piel suave que brillaba como el nácar a la luz parpadeante de las velas. Su verga se puso dura. Rara vez se permitía sentir el deseo que ella le despertaba con sólo mirarla. En el pasado, una cascada de risas podía causarle una erección completa, lo mismo que una simple y suave sonrisa. Ahora, después de haberse aflojado el pañuelo y haberse quitado el [ 131 ]


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chaleco, el simple recuerdo de su rostro se la ponía dura. Recordaba la forma exacta de sus pechos, la turgencia de su tacto al acariciarlos en sus manos aquel día en el manzanar detrás de Sheffield Hall, los pequeños pezones que se endurecían convirtiéndose en delicados tallos apretados bajo la presión de sus manos. Se arrepentía de haberse tomado semejantes libertades, pero faltaba tan poco para la boda, para que ella se convirtiese en su esposa... Recordaba cuánto la había deseado entonces, y era consciente de que ahora la deseaba incluso más. La erección aumentó hasta el punto de causarle dolor. Quería hacerla suya y pronto sería así. Mientras se quitaba la camisa y se preparaba para meterse en la cama, Rafael se sintió de repente intranquilo pensando en las ansias que sentía porque llegara ese momento.

Era jueves, el día antes de la boda. Estaba previsto que el Nimble zarpara el sábado a primera hora de la mañana y emprendiera su larga travesía de regreso a Inglaterra. En la habitación de la casa adosada que había alquilado su tía, sentada en un taburete tapizado delante de su tocador, Danielle maldecía a Rafael e intentaba pensar en algún medio para librarse de la horrible trampa a la que el duque la había arrastrado en contra de su voluntad. Estaba medio desnuda, sentada allí con una fina camisola de batista que apenas le llegaba a la mitad de los muslos, con el cabello aún sin peinar, cuando tía Flora llamó a la puerta y entró precipitadamente en su habitación. —Oh, querida, aún no te has vestido. El duque está aquí, hija mía. Está abajo, acaba de llegar. —¿El duque? ¿Qué quiere? [ 132 ]


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—Discutir los detalles de la boda, me imagino. Su excelencia dice que todo está listo para mañana. Debes darte prisa. Te está esperando en el salón. —Pues que espere —respondió Danielle con testarudez —. Por lo que a mí se refiere, puede esperar hasta que al diablo le crezcan alas. Su tía se alisó nerviosamente la falda del vestido de talle alto gris perla con tiras de encaje negro debajo de su abundante pecho. —Ya sé que esto no era lo que habías planeado, pero el duque ha recorrido el Atlántico para aclarar las cosas entre vosotros. Es posible que casarse con él sea lo mejor. Danielle se levantó del taburete, fue hasta la ventana, dio media vuelta y tumbándose en un lado de la cama con dosel, hundió la cabeza en la colcha alborotando los volantes blancos de encaje. —¿Cómo puedo casarme con un hombre en quien no confío, tía Flora? Arruinó mi vida una vez. Y lo habría vuelto a hacer si no hubiera roto mi compromiso con Richard. Rafael es capaz de cualquier cosa para conseguir lo que desea, sin importarle a quién hace daño. —Tal vez sólo quiere lo mejor para ti. Si te casas con él, vivirás en Inglaterra, y no a miles de kilómetros de distancia. Puede que sea egoísta, pero eso no lo lamento. Danielle miró a su tía, y al ver el brillo de las lágrimas en los ojos de la anciana, se levantó de la cama y se acercó a ella. Las dos mujeres se abrazaron. —Tienes razón —dijo Danielle—, ya es algo. Al menos podremos estar juntas. Suspiró. Mientras se tranquilizaba un poco, su mirada volvió a la ventana y al jardín, donde Caroline había instalado el caballete y pintaba a la acuarela una luminosa hilera de lirios color violeta. Era una muchacha tan dulce... Había algo en Caroline Loon, una sutil elegancia que era

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inadvertida por la mayoría de la gente. Danielle apartó la vista de la ventana. —Con Richard habría tenido niños —dijo con nostalgia. —Esos dos no habrían sido nunca tuyos por mucho que lo intentaras. Richard y su madre no te lo habrían permitido. Danielle se apartó de la ventana para mirar a su tía. —Siempre existirá la posibilidad de que Rafael averigüe lo del accidente. ¿Qué ocurrirá entonces? Tía Flora se limitó a resoplar. —Sheffield obró mal contigo y te debe su nombre. Tenías que haber sido duquesa, ahora lo serás. Ella no le había mencionado la caída del caballo que había sufrido en los años que había vivido recluida en Wycombe Park. Su tía estaba convencida de que no importaba, de que Rafael le debía la protección de su nombre. Danielle paseó por la habitación, alcanzando a verse reflejada en el espejo de su tocador. Su cabello seguía algo alborotado y sólo llevaba encima una camisola, medias y ligas. —Vine aquí para casarme con Richard. —Era un matrimonio de conveniencia. Sé lo bastante sincera contigo misma para admitirlo. —Al menos era mi decisión, no la de Rafael. Su tía se le acercó y le cogió una mano. —Dale tiempo, hijita. Las cosas siempre acaban por solucionarse. —La anciana giro en dirección a la puerta —. Le diré al duque que bajarás en cuanto estés lista. Danielle cruzó los brazos y, con expresión testaruda, se [ 134 ]


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volvió a sentar en el taburete delante del tocador. En lo que a ella se refería, Rafael podía esperar una eternidad. En el salón, Rafael se levantó del sofá y empezó a caminar de un lado a otro de la alfombra. En un rincón, un reloj de pie dio la hora, señalando el paso del tiempo que parecía haberse detenido. Veinte minutos después, extrajo su reloj de oro del bolsillo de su chaleco de piqué blanco, levantó la tapa y miró la hora para comprobar si el reloj de pie funcionaba bien. Refunfuñando, la volvió a cerrar con gesto firme y volvió a guardar el reloj en su sitio. Media hora después, empezó a acalorarse. Sabía que estaba allí ¡lo evitaba a propósito! Cuarenta y cinco minutos después de su llegada, decidió marcharse. Al cruzar el vestíbulo de madera, vio a la doncella y amiga de Danielle, Caroline Loon, salir de uno de los dormitorios de la planta superior y dirigirse a la escalera. Había bajado la mitad de los escalones cuando la joven dio un chillido al ver al duque subiendo la escalera. —Danielle no está todavía vestida, excelencia. —Ése es su problema. Le he dado tiempo suficiente para hacerlo. Subió unos cuantos peldaños más. —¡Espere! ¡No..., no puede entrar ahí! Rafael esbozó una sonrisa astuta. —¿No puedo? Pasando por delante de ella, casi rozándola, subió el resto de la escalera con los espantados ojos azules de la señorita Loon clavados en cada uno de sus pasos. Al llegar al rellano, recorrió a grandes zancadas el pasillo y se detuvo delante de la puerta por la que había visto salir a la señorita Loon. Con brusquedad, llamó a la puerta, la abrió y entró en la habitación. [ 135 ]


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—¡Rafael! Danielle dio un respingo. Estaba sentada en un taburete tapizado delante de su tocador. El libro que estaba leyendo cayó a sus pies. «Unos pies adorables», pensó el duque, enfundados en un par de medias blancas transparentes; pies femeninos, delgados y graciosamente arqueados. También lo eran sus tobillos, finos y elegantes. Las medias, sujetas por unas ligas de encaje, realzaban las bien contorneadas piernas. —¡Cómo te atreves a irrumpir de esta manera en mi habitación! Sus ojos se posaron en sus pechos, que siempre habían sido redondos y turgentes en su mano, como bien recordaba. El deseo le golpeó como un rayo y su verga se puso dura. —Te has negado a bajar —dijo razonablemente—, y no me ha quedado otro remedio que subir a buscarte. Ella cogió un batín de seda verde que estaba apoyado en un banco mullido al pie de la cama, se lo puso encima de su camisola, apartó a un lado los largos y sedosos rizos de su cabellera rojiza y se lo ciñó con el cinturón a la cintura. —¿Qué es lo que quieres? —He venido a asegurarme de que no has echado a correr como un conejo asustado o que te has casado, en secreto, con ese idiota de Richard Clemens. —¡Cómo te atreves! —Me parece que eso ya lo has dicho. Ten por seguro, querida, que mi osadía no tendrá límites si no cumples con nuestro pacto. De su boca se escapó algo parecido a un gruñido animal.

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—Eres... insoportable, obstinado..., y..., y... —¿Decidido? morenas cejas.

—añadió

eres... él,

dominante

arqueando

una

y... de

y sus

—Sí..., hasta la exasperación. —Y tú, mi querida Danielle, eres muy atractiva, incluso cuando te enfadas. Había olvidado lo irritante que puedes llegar a ser cuando estás de mal humor. —Sonrió—. Al menos, estar casado contigo no será aburrido. Danielle cruzó los brazos por delante del pecho, pero eso no le ayudó a borrar el recuerdo de sus pezones, menudos y respingones, presionando contra su fina camisola ni tampoco a aliviar el dolor punzante de su miembro erecto. Desde que sabía que era inocente de los hechos ocurridos aquella noche, y que pronto sería suya como debería haberlo sido mucho antes, la deseaba con una necesidad que bordeaba lo doloroso. —He venido a decirte que todo está listo para mañana. He dispuesto que un pastor celebre la ceremonia, que tendrá lugar mañana a la una en punto. Tan pronto como nos casemos, recogeremos el equipaje y embarcaremos. El Nimble zarpará el domingo por la mañana, con la primera marea. Max ya había zarpado. Le había enviado una nota, comunicándole su pesar por no poder asistir a la ceremonia, y a continuación había embarcado en el primer navío que zarpaba rumbo a Inglaterra. Rafael confiaba en que Max pudiera convencer al primer ministro de que el clíper Baltimore representaba una amenaza a tener en cuenta. Danielle seguía quieta en el mismo sitio, con los brazos cruzados sobre sus adorables senos, mirándolo fijamente desde debajo de una espesa hilera de pestañas. —Creo que no recuerdo que fueras tan autoritario.

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Hubo un amago de sonrisa en su boca. —Tal vez no había necesidad —dijo él. —O tal vez acostumbrado a determinada.

eras más hacer las

joven, no estabas tan cosas de una manera

—Sin duda. Dio un paso hacia ella, sólo para ver si se apartaba. Pensó en Mary Rose y se la imaginó temblando. Danielle no se movió de su sitio, pero le lanzó una mirada fulminante con sus hermosos ojos verdes. —¿Puedo recordarle, señor, que todavía no estamos casados? —Y aunque lo estuviéramos, mi promesa me impediría hacer aquello en lo que pienso ahora mismo. Estaban el uno frente al otro, tan cerca que podía oler su perfume, el mismo que llevaba aquella noche en la glorieta, cuando la había besado, una fragancia de flores, que le evocó el recuerdo de los manzanos en flor. Grueso y duro a causa de la erección, su miembro presionaba contra el calzón causándole incomodidad. —Me diste tu palabra. —Y tengo intención de mantenerla. Pero hay cosas que sí me están permitidas. Y levantando un rizo rojo fuego que caía sobre el hombro de Danielle, se inclinó y depositó un beso en el mismo punto donde la abundante espiral de pelo había descansado. Rafael escuchó cómo se le cortaba la respiración y pudo ver, a través del batín de seda, que se le habían endurecido los pezones. —Creo que podemos abrigar esperanzas —dijo suavemente, convencido de que ella nunca había respondido a las caricias de Richard Clemens como [ 138 ]


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respondía a las suyas. Danielle se apartó de él. —No necesitas preocuparte. Mantendré mi parte del trato, no huiré. —Supongo que en el fondo sabía que no lo harías; aunque una vez dudara de tu palabra, nunca he dudado de tu coraje. Introdujo la mano en un bolsillo y sacó una bolsa roja de raso. —Te he traído algo. Es un regalo de bodas. Todavía le costaba creer que se hubiera llevado el collar hasta América, cosa que no habría hecho si Grace no hubiera insistido. Tal vez ella había sabido antes que él que le daría el collar de perlas y diamantes a Danielle. Sacó el collar de la bolsa y se situó detrás de ella, con las perlas frías y suaves en la mano, y colocando el antiguo collar alrededor del esbelto cuello, abrochó el cierre de diamantes. —Me complacería que lo llevases mañana. Los dedos de Danielle acariciaron el collar, comprobando el peso y la forma de cada perla perfecta, entre las cuales un único diamante brillaba con los oblicuos rayos de sol que se colaban por la ventana. Ella se miró fijamente en el espejo. —Son hermosas. Las perlas más hermosas que he visto nunca. —Se le conoce como el Collar de la Novia, es una joya muy antigua, del siglo XIII, un regalo de lord Fallon a su prometida, lady Ariana de Merrick. Tiene una leyenda que ya te contaré algún día. Pero hoy no había tiempo. Al levantar la vista se encontró a lady Wycombe, de pie y muy firme en la entrada [ 139 ]


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de la habitación. —Lo que habéis hecho es realmente inapropiado, excelencia. Aún no sois el marido de Danielle. Rafael hizo una exagerada reverencia. —Os pido disculpas, milady. Ya me iba. Se apartó de Danielle, pasó por delante de su tía y abandonó la habitación. —Aguardo el momento de volver a vernos mañana por la tarde. Sus ojos se encontraron con los de Danielle por última vez. Parecía preocupada, como no lo estaba cuando había irrumpido en su habitación. La sonrisa se borró de los labios de Rafael. Se dijo a sí mismo que resolvería las diferencias que los separaban, que si no se ganaba su amor, al menos se granjearía su afecto. Pero algo en el fondo de sí mismo le advertía que no sería fácil.

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Era el día de su boda. Después del terrible escándalo ocurrido cinco años antes, Danielle no había vuelto a pensar en casarse; sin embargo, en las dos últimas semanas, había estado prometida dos veces. Hoy, Rafael Saunders se convertiría en su marido, el último hombre en la Tierra con el que deseaba contraer matrimonio. Danielle suspiró mientras caminaba inquieta de un lado a otro de su habitación. Sobre la cama se hallaba el traje de novia, un vestido de seda color amarillo pálido ribeteado con cintas de raso verde musgo. Caroline había entrecruzado cintas del mismo tono, verde oscuro, entre los ensortijados rizos escarlatas con que había recogido en alto la cabellera de Danielle. Las zapatillas a juego, de piel de cabritilla, aguardaban al lado de la cama, listas para calzar las medias de seda color crema. Danielle se dijo a sí misma que era hora de acabar de vestirse, de armarse de valor y aceptar el futuro que el destino le había deparado. En cambio, se quedó mirando el jardín por la ventana, observando el revoloteo de los pájaros entre las hojas del platanero, sintiéndose aletargada y terriblemente deprimida. Apenas oyó el ruido de la puerta que se abría detrás de ella, ni los pasos ligeros que indicaban que Caroline había entrado en la habitación. Durante un momento Caroline no dijo nada. Luego lanzó un suspiro. —Sabía que no debería haberla dejado sola. ¡Dios mío! Todavía no ha acabado de vestirse. Pero Danielle necesitaba tiempo a solas, tiempo para aceptar el futuro siendo la esposa de Rafael.

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—Todo el mundo está esperando —dijo Caroline—. Ya sabe lo que hizo el duque la última vez que se negó a bajar. Danielle levantó la cabeza. Rafael la arrastraría hasta el salón en camisola, si se negaba a obedecer sus órdenes. ¿Cuándo se había vuelto tan exigente? ¿Hasta qué punto sería difícil vivir con un hombre así? Y ¿por qué la idea de convertirse en su esposa le causaba una sensación extraña en el corazón? —Está bien. Has ganado. Ayúdame a ponerme esto. Estaba lista, sólo le faltaba ponerse el vestido y las zapatillas. No llevó mucho tiempo abrochar los botoncitos ambarinos que cerraban el traje por la espalda ni en introducir los pies descalzos en las zapatillas. Después de un último vistazo en el espejo e intentar alisar las arrugas de preocupación que se dibujaban entre las cejas perfiladas de rojo, se dirigió finalmente a la puerta. —¡Espera! ¡El collar! —Caroline salió disparada hacia el joyero que adornaba el escritorio y sacó el precioso collar de perlas y diamantes que Rafael había regalado a su prometida como presente de bodas. Sostuvo el collar en alto para examinarlo a la luz del sol. —Es realmente precioso..., nunca había visto nada igual. —Rafael dice que es muy antiguo. Dice que hay una leyenda sobre él. —¿Una leyenda? Me pregunto qué será. Caroline le rogó con insistencia que se sentara en el taburete, delante del espejo, y Danielle obedeció mientras Caroline le ponía el collar de perlas alrededor del cuello y abrochaba el cierre de diamantes. —¿Ha visto cómo brilla la luz en los diamantes? —dijo Caroline—. Casi se diría que llevan una luz dentro. Los

dedos

de

Danielle [ 142 ]

recorrieron

las

piedras


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variopintas. —Sé lo que quieres decir. Tienen algo muy especial..., algo..., aunque no puedo decir exactamente de qué se trata. Me gustaría saber de dónde lo ha sacado. —Por qué no se lo pregunta... ¡después de la boda! Caroline la arrancó del taburete y la arrastró hacia la puerta. —Tengo que bajar al salón y ocupar mi lugar. —La miró a los ojos—. Recuerde, si no baja... —No te preocupes. Me he resignado, finalmente, a mi destino. Aunque le molestaba que Rafael se hubiera salido con la suya. Le habría gustado elegir su propia vida, su propio futuro, no que se lo impusieran. Caroline se inclinó sobre ella y le dio un abrazo de apoyo y comprensión. —Una vez lo amó. Es posible que aprenda a quererlo otra vez. Lágrimas inesperadas inundaron los ojos de Danielle. —No permitiré que eso ocurra, nunca. Si no lo quiero, no podrá volver a herirme. Los ojos de Caroline se empañaron. Su rostro reflejó un rastro de pena. —Todo irá bien. Lo sé. Caroline se llevó la mano al corazón; entonces, dio media vuelta y salió a toda prisa de la habitación. Con una respiración lenta y acompasada, Danielle volvió la cabeza hacia la puerta y al futuro incierto. Deseaba de todo corazón que las palabras de Caroline resultaran ciertas.

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Sin embargo, al pensar en el hombre en que Rafael se había convertido, un hombre duro dispuesto a conseguir lo que quería al precio que fuese, no podía creérselo. Confiando en que no se notara su nerviosismo, Rafael esperaba al pie de la escalera, con las piernas ligeramente separadas y las manos cruzadas por delante.

Eran pocos los invitados a la fiesta, sólo lady Wycombe y Caroline Loon; el pastor, reverendo Dobbs, y su esposa Mary Ann. Danielle se merecía mucho más que la sencilla ceremonia que los convertiría en marido y mujer. Rafael se prometió que cuando llegaran a Londres se encargaría de celebrar la boda más magnífica que se pudiera pagar con dinero. Al mirar hacia lo alto de la escalera, vio a Caroline Loon que bajaba la escalera entre un revuelo de faldas en tonos azul pálido; era la doncella de Danielle pero también, como había tenido ocasión de averiguar, era mucho más que eso. Lady Wycombe le había explicado sus circunstancias personales, que era la hija de un vicario y de su esposa, que la habían criado con ternura hasta que murieron dejándola huérfana y sin un centavo. Lady Wycombe la había contratado para trabajar como doncella de Danielle, pero, enseguida, se habían hecho muy amigas; Caroline había ayudado a Danielle en la prueba más dura y difícil de su vida: el escándalo en que Rafael la había envuelto sin ser consciente de ello. Y por su constante lealtad a Danielle, se había ganado la eterna gratitud de Rafael. —Señorita Loon —le dijo, haciendo una reverencia cuando ella bajó el último peldaño de la escalera. Caroline miró ansiosamente al piso de arriba. —No hay necesidad de que suba, excelencia. Danielle bajará enseguida.

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El duque estuvo a punto de sonreír. De eso no tenía la menor duda; ella sabía muy bien que la bajaría a cuestas si se resistía. Levantando la vista hacia el rellano, vio que la puerta de la habitación se abría por segunda vez y que Danielle salía al pasillo. El pulso de Rafael se aceleró. Vestía un traje de seda color topacio, ribeteado con cintas de raso verde oscuro, la cabellera roja fuego entretejida con cintas del mismo tono verde oscuro. Pálida, y con aspecto frágil, le pareció más adorable que nunca. Ella descendió los escalones con la cabeza bien alta, con el porte de la duquesa que muy pronto sería. Sus miradas se cruzaron, y al leer en la de ella, inquietud y agitación, sintió pánico. Pronto sería suya, tal y como el destino parecía haber decidido, sin embargo, se preguntaba si algún día llegaría de verdad a serlo, si algún día volvería a confiar en él, si algún día volvería a amarlo. La observó avanzando hacia él y dudó sobre el futuro que le había impuesto, dudó si sería capaz de encontrar el camino a través de la maraña de acontecimientos que los había abocado a aquel momento y lugar. La recibió al pie de la escalera, tomó su mano enguantada y se la llevó a los labios. —Estás muy hermosa —dijo, pensando en la limitación de las palabras; su belleza y su encanto eran cautivadores, absolutamente divinos. —Gracias, excelencia. —Rafael —la corrigió con suavidad, deseando que hubiera pronunciado su nombre, que hubiera dicho algo que mitigase su intranquilidad. No podía ignorar la preocupación que reflejaban sus ojos, las tenues marcas de la incertidumbre que seguramente la había mantenido despierta hasta bien entrada la noche. Lamentaba no haber tenido más tiempo, la oportunidad de cortejarla en lugar de obligarla a casarse [ 145 ]


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con él. Aun así, estaba convencido de que Danielle saldría ganando si se casaba con él y no con Richard Clemens. Cogió su mano, la colocó sobre la manga de su casaca azul marino, y la sintió temblar. Ojalá hubiera sabido cómo tranquilizarla, pero sólo el tiempo le enseñaría. Le debía su apellido y se había apresurado a dárselo, pero anhelaba algo más que reparar el daño hecho: quería hacerla feliz. «Tiempo», se dijo. «Paciencia», le susurró su mente, y rogó para que con tiempo y paciencia tuviera éxito. —Llevas el collar —dijo, curiosamente, sintiéndose contento—. Te favorece. —Me pediste que lo llevara —comentó Danielle. Esbozó una ligerísima sonrisa. —Te dije que había una leyenda. Una pizca de curiosidad animó su rostro. —Sí... —Según la leyenda —explicó Rafael—, el propietario del collar conocerá una gran felicidad o una gran tragedia, dependiendo de si su corazón es puro o no. Ella alzó la mirada hacia él, sus ojos más verdes por efecto de las cintas entrelazadas en sus cabellos. —¿Y tú crees que mi corazón es puro? —Lo dudé una vez. No volverá a ocurrir, Danielle. Ella apartó la mirada. Hubo un silencio que lady Wycombe acercarse apresuradamente hacia ellos.

rompió

—El pastor está esperando. ¿Está todo en orden? Rafael miró a Danielle y rogó porque así fuera. [ 146 ]

al


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—Todo está bien. —Entonces, vamos —repuso lady Wycombe—. Es hora de que empiece la ceremonia. Danielle no tenía un padre que la escoltase hasta el altar ni un amigo varón que hiciese los honores. En su lugar, salió al jardín caminando al lado de Rafael, con la mano temblorosa ligeramente apoyada sobre la manga de su casaca. Se detuvieron debajo de un arco pintado de blanco y cubierto de rosas de alabastro, que había sido colocado en un rincón de la terraza. El reverendo Dobbs les esperaba, de pie, detrás de un pedestal cubierto por una tela de raso blanco, encima del cual descansaba una Biblia abierta. A unos pasos de distancia, se hallaba su menuda esposa, al lado de lady Wycombe y Caroline Loon, ambas con un pequeño ramillete de flores en las manos. —Si están listos —dijo el pastor, un hombrecito robusto que tenía una mata de pelo gris y llevaba lentes—, podemos empezar. Rafael miró a Danielle y confió en que ella pudiera leer el afecto en los suyos, la determinación de hacer que su matrimonio funcionase. —¿Estás lista, querida? Sus ojos se humedecieron. No estaba lista en absoluto, pensó el duque, pero eso no alteró su decisión. Danielle respiró hondo y asintió, decidida a afrontar todo lo que la vida le deparase. Caroline Loon corrió hacia ella, depositó en sus manos un ramillete de rosas blancas decorado con un lazo verde, y retrocedió a su sitio, al lado de lady Wycombe. —Puede empezar, reverendo Dobbs —dijo Rafael deseando, por el bien de Danielle, que la ceremonia ya hubiese acabado. El pastor examinó al pequeño grupo reunido en el

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jardín. —Queridos hermanos..., nos hemos reunido hoy aquí para unir en sagrado matrimonio a este hombre, Rafael Saunders, y a esta mujer, Danielle Duval. Si alguno de los presentes conoce alguna razón por la este hombre y esta mujer no deberían casarse, que hable ahora o que calle para siempre. Por un instante, Rafael experimentó la dolorosa sensación de que su corazón casi dejaba de palpitar. Cuando nadie habló, cuando ningún otro hombre se atrevió a reclamarla, Rafael empezó a creer, por primera vez, que Danielle finalmente se convertiría en su esposa. La ceremonia continuó, aunque Danielle apenas prestaba atención a lo que se decía. Pensaba que respondía en los momentos oportunos y rogaba porque la ceremonia concluyera lo antes posible. Su mente se obstinaba en vagar; se obligó a concentrarse. El pastor se dirigió al novio: —Rafael, ¿quieres a esta mujer, Danielle, como tu legítima esposa, para amarla y respetarla en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en la felicidad y en el infortunio, todos los días de vuestra vida? —Sí, quiero —respondió Rafael con fuerza. El reverendo Dobbs hizo la pregunta a Danielle. —Sí..., quiero —contestó ella, suavemente. —¿Tiene el anillo? —preguntó el ministro a Rafael y por un instante descabellado, Danielle pensó que seguramente no había tenido tiempo de comprar uno y sin anillo, quizá, no podría continuar la ceremonia. Pero Rafael rebuscó en el bolsillo de su chaleco y sacó una brillante alianza de oro engarzada con diamantes. El pastor pronunció los votos y Rafael repitió las palabras: [ 148 ]


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—Con este anillo, te acepto como esposa. Y extendiendo el brazo, cogió la mano temblorosa de Danielle y deslizó el anillo en su dedo. Rafael entrelazó sus dedos con los de ella y le dio un suave apretón. Una vez que la ceremonia hubo concluido, el reverendo Dobbs se relajó y una amable sonrisa iluminó su rostro. —Por la autoridad que me ha conferido el estado de Pensilvania, os declaro marido y mujer. Puede besar a la novia —dijo Dobbs a Rafael. Danielle cerró los ojos cuando Rafael la rodeó por la cintura y la atrajo hacia él. Si había esperado un beso dulce y caballeresco, debió de sorprenderse al ver que el duque la abrazaba contra su pecho y, es más, la besaba apasionadamente. Los labios de Rafael tomaron firme posesión de los suyos, de una manera que no dejaba lugar a dudas de que ella le pertenecía. Su corazón empezó a latir con más fuerza y, por un instante, ella respondió al beso. Sintió su ansia, el control apenas contenido, y el deseo se despertó en su interior. En el transcurso de varios latidos, le devolvió el beso, separando los labios bajo la presión de los de él, empezando a temblar al recibir su aliento. Rafael interrumpió el beso y dejaron de abrazarse. La miró, sus ojos azules brillando con especial intensidad, y ella vio en ellos la pasión, el deseo candente y abrasador. Entonces, su mirada se volvió opaca y se apartó de ella, dejándola aturdida, luchando con un deseo irrefrenable de huir a su habitación, mientras la mano de él permanecía posesiva sobre su talle dándole un apoyo que, por una vez, ella agradeció. ¡Dios mío! Cómo había podido olvidar el magnetismo de Rafael. La embriagadora marea de deseo que podía despertar con sólo una mirada ¿De verdad había creído que la antipatía que sentía hacia él la protegería de la atracción [ 149 ]


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magnética que siempre había sentido cuando lo tenía cerca? Temblando de nuevo, se dejó conducir hasta una mesa, cubierta por un mantel de lino, donde varias botellas de champán se enfriaban en cubiletes de plata. Algunos criados se apresuraban a llenar las copas y servirlas en bandejas de plata, mientras llegaban otros con bandejas llenas de apetitosos manjares: ganso asado, carne, guisantes en salsa y zanahorias con mantequilla, fiambres y empanadas, confitados y tartas, que depositaban en la mesa. Al parecer Rafael y tía Flora se habían puesto de acuerdo para ofrecer un pequeño banquete al reducido grupo de invitados a la boda. Danielle se obligó a sonreír y aceptar las felicitaciones, y se preparó para probar, al menos, algunos platos aunque temía que la comida le sentara mal. En el pasado había ansiado con todo su ser convertirse en la esposa de Rafael. En aquel momento, caer una vez más bajo su hechizo era la última cosa en el mundo que deseaba. Era una mujer diferente de la que había sido antes, una mujer independiente que conocía los riesgos de amar a un hombre como Rafael, un hombre que podía destruir su vida en un instante. Se prometió que nunca más dejaría que eso pasase. Rafael se inclinó y le susurró al oído: —Pronto será hora de marcharnos. Le he pedido a la señorita Loon que te ayude a acabar de hacer el equipaje. Tal vez deberías subir a tu habitación y ponerte algo más cómodo para el viaje. Asintió, deseosa de aprovechar la oportunidad de escapar. —Sí, creo que es una buena idea.

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Cruzando el jardín para regresar a la casa, se dirigió a las escaleras que había en el vestíbulo y subió corriendo a su habitación. El entrar halló a Caroline esperándola. —Vamos, déjeme que la ayude. Danielle se giró para que su amiga le desabrochara los botones del vestido de novia, saltó por encima de la prenda una vez que ésta hubo caído en el suelo y se quitó las zapatillas de unos puntapiés al aire. Sentada en el taburete, dejó que Caroline le quitara las cintas que adornaban su cabellera. —¿Y si lo trenzamos? —sugirió Caroline. —Sí, creo que sería lo mejor. De una en una le quitó todas las horquillas. En unos minutos los largos rizos rojizos estuvieron trenzados y recogidos en un moño alto. —¿Te importa desabrocharme el collar? —dijo Danielle. En el espejo, Danielle reparó en el rígido gesto de cabeza de Caroline. Había algo en su rostro, una expresión sombría y preocupada que Danielle no había notado hasta entonces. Cuando se abrió el broche y las perlas fueron a parar a la mano de Caroline, su amiga se giró y se quedó mirándola. —¿Qué ocurre, querida? Sé que te pasa algo. Dime de qué se trata —preguntó Danielle. Caroline sacudió la cabeza, haciendo bailar los apretados rizos rubios que tapaban sus orejas. Apretó las perlas contra la palma de Danielle con una expresión incluso más desolada de la que había tenido antes. —Dios mío, Caroline, cuéntame lo que ha pasado. Los ojos de su doncella y amiga se llenaron de lágrimas. [ 151 ]


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—Se trata de Robert —admitió Caroline. —¿Robert? ¿Le ha pasado algo? Los ojos se llenaron de tantas lágrimas, que empezaron a rodar por sus mejillas. —Anoche vino a verme. Robert me ha confesado su amor, Danielle. Dice que nunca ha conocido una mujer como yo. Una mujer como yo, Danielle; como si fuera alguien especial, alguien que mereciera su amor. Pero Robert no puede hablar de matrimonio, no hasta que sea libre. Danielle cogió las manos temblorosas de Caroline entre las suyas. Conocía la historia del contrato de servidumbre de Robert, que lo habían acusado de un delito que no había cometido y que se había visto obligado a abandonar su país. —Escúchame, querida mía, no hay necesidad de que llores. Hablaré con Rafael y lo convenceré para que pague la deuda de Robert. Caroline retiró las manos mientras le caían más lágrimas por las mejillas. Afirmó: —Edmund Steigler no lo aceptaría y, aunque así fuera, no queda tiempo. —Encontraremos el tiempo. Pospondremos el viaje hasta que Rafael hable con el señor Steigler. Podemos regresar a casa en otro barco. Caroline se secó los ojos. —No lo entiende. —Entonces, hazme entender, explícamelo todo —dijo Danielle. Caroline arrastró la voz, temblorosa. —Justo antes de la boda, Robert ha venido a verme. Le había escrito su primo desde Inglaterra, un hombre que se [ 152 ]


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llama Stephen Lawrence. En su carta, Stephen dice que ha descubierto la identidad del hombre que asesinó a Nigel Truman..., que es el hombre de cuyo asesinato acusaban falsamente a Robert. —Continúa. —Nunca había visto a Robert así. —Caroline parecía desolada. Se quedó mirando fijamente por la ventana al jardín como si volviera a estar allí con Robert McKay—. Creo que se había resignado a no poder demostrar nunca su inocencia. Ahora, sin embargo, está desesperado por volver a Inglaterra y limpiar su honor. Está hablando de escapar, Danielle. —¡Dios mío! —Dice que una vez que demuestre su inocencia, encontrará la manera de enviar a Steigler el dinero que le debe. Quiero ayudarlo, pero no hay nada que yo pueda hacer. —Caroline posó la mirada en el collar que Danielle sostenía en sus manos—. Incluso he llegado a pensar en robarlo. —Las lágrimas volvieron a sus ojos—. Había pensando en entregarle el collar a Robert y que no lo descubriera hasta después de que hubiéramos zarpado. — Miró a Danielle y se echó a llorar—. No he podido hacerlo. Jamás podría robarle nada, ni siquiera por Robert, no después de todo lo que ha hecho por mí. —El llanto se convirtió en sollozos que hacían temblar su esbelto cuerpo —. Lo siento Danielle. Yo... lo amo tanto... Danielle abrazó a su amiga con delicadeza. —No te preocupes, querida. Ya verás encontramos una solución. Todo saldrá bien.

cómo

Danielle repasó mentalmente todo lo que Caroline le había dicho y su mente se puso inmediatamente a trabajar. Confiaba en la intuición de su mejor amiga y en su propia opinión sobre Robert McKay, creía que Robert había dicho la verdad y que era inocente de cualquier fechoría. Sabía muy bien lo que era ser acusado de un delito que no has cometido y sintió una gran lástima por ellos. [ 153 ]


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Caroline se separó de Danielle y caminó hasta la ventana. Se quedó mirando el jardín, entre mudos sollozos que sacudían sus estrechos hombros, mientras Danielle buscaba desesperadamente una solución. Podía hablar con Rafael, pero no estaba segura de que la ayudara. Ignoraba la clase de hombre en la que se había convertido y no confiaba en él. ¿Y si acudía a Steigler y le revelaba las intenciones de Robert? Rafael podía ser despiadado. Ella bien lo sabía. Bajó la vista hacia el collar que aún sostenía en la mano. Apenas tenía dinero. Sus padres habían muerto y sólo percibía una pequeña asignación mensual que le había dejado su padre, y que era insuficiente para ayudar a Robert a encontrar la manera de limpiar su nombre. Hasta su boda, había dependido básicamente de su tía y no tenía la menor intención de involucrarla en lo que sin duda constituiría un delito. En su mano, el collar parecía cálido, extrañamente reconfortante, como si intentara tranquilizarla, quizá prestarle su fuerza; caminando hasta donde se hallaba su amiga, Danielle cogió su mano, y depositó el collar de perlas sobre la palma. —Cógelo y entrégaselo a Robert. Dile que lo utilice para salvarse, regresar a Inglaterra y limpiar su honor. Caroline se incredulidad.

la quedó

mirando

con

un

gesto

de

—¿Haría eso por Robert? Danielle sintió un nudo en la garganta. —Lo hago por ti, Caroline. Para mí eres como una hermana, la mejor amiga que he tenido nunca. —Dobló los delgados dedos de Caroline, cerrando la mano que sostenía las perlas—. Lleva el collar a Robert. Hazlo ahora mismo. Rafael no tardará en preguntarse dónde estamos. No disponemos de mucho tiempo. Y, por favor, trátame como

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a una igual. Caroline luchó por contener la emoción mientras las lágrimas caían por sus mejillas. —Encontraré la manera de pagarte por lo que has hecho. Lo juro. No sé cómo pero... —Ya me has pagado mil veces con tu amistad. Danielle la abrazó. Girándose, fue hasta la cómoda, abrió su joyero y sacó de él la bolsa roja de raso. A continuación cogió las perlas, las guardó en la bolsa y se las entregó a su amiga. —Y ahora márchate —concluyó Danielle. Caroline la abrazó por última vez, se guardó la bolsa en el bolsillo de su vestido y salió corriendo por la puerta. Mientras la oía alejarse por el pasillo, Danielle respiró hondo para tranquilizarse. Tarde o temprano, Rafael descubriría lo que había hecho y se enfadaría; se pondría furioso, lo sabía. Tembló al recordar la furia que teñía su rostro la noche en que entró en su dormitorio y encontró a Oliver Randall en su cama, al pensar en que le había destruido su vida. Danielle se armó de valor. Se las vería con Rafael cuando llegara el momento, pero hasta entonces, rezó para que Robert lograra escapar indemne.

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Rafael acompañó a las señoras por la pasarela hasta la cubierta del Nimble, un gran navío de pasajeros y mercancías, con tres mástiles y con aparejo de cruz, que transportaba un total de ciento setenta pasajeros entre primera, segunda y tercera clase; tres mil quinientos barriles de carga y una tripulación de treinta y seis hombres. Aunque el número de viajeros desde Filadelfia a Inglaterra era inferior al número de inmigrantes que viajaban a Norteamérica en busca de un nuevo hogar, el barco bullía de actividad. El capitán, Hugo Burns, un inglés barbudo y grande como un oso, de cabellos y ojos negros, les saludó al bajar de la escalerilla y pisar el muelle. —Bienvenidos a bordo del Nimble —dijo—, uno de los mejores barcos que han navegado nunca por el Atlántico. Pesa cuatrocientas toneladas, tiene ciento dieciocho metros de eslora, veintiocho de manga y les llevará sanos y salvos de vuelta a Inglaterra. Rafael había tenido la suerte de encontrar un buque británico con una tripulación lista para volver a casa. El Nimble no era uno de los barcos de Ethan pero, por lo que Rafael había averiguado, el capitán Burns era uno de los marinos más respetados de los alrededores. Lady Wycombe sonrió al fornido lobo de mar. —Estoy segura de que estaremos a salvo en sus competentes manos, capitán Burns. —Sí, lo estarán, lady Wycombe. El primer oficial, un desgarbado marinero llamado Pike, de tez ajada y bronceada, que vestía una chaqueta de uniforme azul marino, les acompañó hasta sus camarotes, [ 156 ]


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los mejores alojamientos que Rafael había podido reservar en el barco. Pike les guió hasta una escalera, a medio camino entre la proa y la popa, que conducía a los camarotes de primera clase, situados en la cubierta superior. Lady Wycombe y Caroline Loon ocuparon el camarote 6A. Pike aseguró a las mujeres que un marinero les traería el equipaje, y luego esperó hasta que las señoras entraron en el camarote y comenzaron a instalarse. El primer oficial guió, entonces, a Rafael y a Danielle por el pasillo hasta su dormitorio situado en la popa, el camarote de primera clase más grande del Nimble. Mientras Pike abría la puerta y se apartaba para dejar paso, Danielle se detuvo nerviosamente afuera, escudriñando el interior con el ceño fruncido. —Gracias, marcharse.

señor

Pike

—dijo

Rafael—.

Ya

puede

Danielle esperó a que el primer oficial desapareciera de la vista por el pasillo, y entonces miró a su marido. —Pero ¿no esperarás que compartamos el mismo camarote? La miró con expresión inflexible. —Eso es exactamente lo que pretendo. —Os recuerdo, señor, que hicimos un trato. Dijisteis... —Sé lo que dije. Dije que no haríamos el amor hasta que llegáramos a Inglaterra. Eso no cambia el hecho de que estamos casados. —Abrió la puerta del todo—. No sólo compartiremos camarote, sino también esta cama. El color desapareció de las mejillas de Danielle. Él no estaba seguro si era de rabia, de pudor o de ambas cosas. Con la barbilla levantada, Danielle entró en el camarote pasando por delante de él, con la mirada clavada en la amplia cama de matrimonio como si fuera a engullirla. [ 157 ]


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—Tía Flora y Caroline duermen en literas, una encima de la otra. Rafael mantuvo una expresión cuidadosamente mansa. —Estamos casados, Danielle. No necesitamos camas separadas. En los días que siguieron a su promesa de renunciar a sus derechos conyugales durante la travesía, había tomado una decisión: habían acordado que él no le haría el amor, una promesa que tenía intención de mantener, y que le brindaba un sinfín de oportunidades. Su miembro se endureció cuando le vinieron a la cabeza algunas de las intrigantes posibilidades. Fuera lo que fuese lo que Danielle sentía por él, físicamente no era inmune a su persona. El beso que le había reclamado en el altar había sido una prueba de ello. Todavía recordaba la sensación de esos labios separándose bajo los suyos, la manera en que había temblado. Danielle siempre había sido una mujer apasionada. Era obvio que eso no había cambiado. Su erección aumentó. Estaban casados y, sin embargo, ella no sería completamente suya hasta que el matrimonio no se hubiera consumado. Pero Rafael se proponía seducirla. Dejó en el suelo la cartera de piel que traía, cerró la puerta del camarote y se acercó hasta Danielle, que seguía con la mirada fija en la cama situada debajo del ojo de buey, preguntándose qué clase de fantasías pasaban por su cabeza. Posando las manos suavemente sobre sus hombros, la giró muy despacio hasta que la tuvo de frente. —Tenemos tiempo de sobra, amor mío, no voy a apremiarte; pero estamos casados, Danielle, debes acostumbrarte a la idea. Ella se limitó a mirarlo, con ojos llenos de preocupación y de duda. Rafael levantó su barbilla y la besó suavemente. El tenue y dulce aroma de su perfume le llenó los sentidos [ 158 ]


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y sus labios le parecieron tan suaves como pétalos bajo los suyos. Notó que su cuerpo se tensaba, obligando a su miembro erecto a rozarse de manera incómoda contra el calzón. Quería besarla con la lengua, explorar los suaves valles de su boca; quería acostarla en el lecho y desnudarla, quería acariciar esos adorables senos turgentes como manzanas, que lo habían obsesionado en sus sueños durante los últimos cinco años. Quería hacerle el amor durante horas y horas. En cambio, interrumpió el beso. —Intentémoslo, Danielle. Es lo único que te pido. Danielle no contestó. Se limitó a alejarse de él. Al verla refugiarse en un rincón del camarote, Rafael redobló su determinación. Antes de conocer a Danielle, se había acostado con muy pocas mujeres. En su decimoctavo cumpleaños, su amigo, Cord Easton, le había regalado una noche en la casa de placer de madame Fontaneau. Unos meses después, tenía una amante, y después había mantenido relaciones con una condesa cuyo marido tenía problemas de memoria. Después de haber conocido a Danielle, no había tenido necesidad de otras mujeres; sabía que, una vez casados, estaría contento. Sus sueños se habían venido abajo aquella terrible noche, cinco años atrás. Empeñado en olvidarla, se había acostado con innumerables mujeres. Desde cantantes de ópera hasta las cortesanas más buscadas, Rafael conocía el poder de la seducción. En esos cinco años lo había empleado bien y a menudo. Ahora lo utilizaría para corregir el daño que le había causado a Danielle, con la esperanza de asegurar un futuro que incluyera placer para ambos. Danielle examinó el espacioso camarote mientras intentaba decidir qué era lo mejor que podía hacer. Podía

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negarse a compartir el camarote, y exigir que Rafael le proporcionara uno para su uso exclusivo, pero por la ferocidad de su mirada, por el brillo de sus ojos, sabía que en esto sería inflexible. Echó un vistazo en su dirección y lo vio de pie junto a la puerta, despreocupado, un hombro apoyado en la pared y los brazos cruzados delante del pecho, observando todos sus movimientos. En apariencia, su aspecto era inofensivo, pero bajo esa fachada insulsa acechaba un hombre fuerte y viril que, tarde o temprano, pensaba reclamar sus derechos conyugales. Su corazón se aceleró. Rafael no ocultaba el deseo que sentía por ella, sin embargo le había dado su palabra; y aunque estaba convencida de que la mantendría, tan pronto como llegaran a Inglaterra no perdería un instante en tomar posesión de su cuerpo. Danielle suspiró para sus adentros. A los veinticinco años sabía más de lo que ocurría entre un hombre y una mujer que cinco años atrás, pero su conocimiento del tema seguía siendo profundamente limitado. Tal vez, compartir un espacio tan íntimo con Rafael sería una buena manera de ampliar la educación que, sin duda, tanto necesitaba. Danielle no podía evitar sentir cierto interés. ¿Cómo sería acostarse con un hombre tan varonil como Rafael? ¿Dormir a su lado? ¿Despertarse por la mañana junto a él? Inquieta por pensamientos no deseados, desplazó su atención hacia el camarote. Con sus elegantes suelos de madera de teca, un aparador empotrado y un escritorio, también de madera, el camarote era mucho más cómodo que el que había compartido con su tía y con Caroline en la travesía anterior; había incluso una pequeña chimenea en un rincón para las noches frías del Atlántico. Y el hecho era que, tarde o temprano, tendría que compartir el lecho con el hombre que era su marido. El que se hubiera visto obligada a casarse, no cambiaba la evidencia de que ella le pertenecía, total y absolutamente.

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Al menos, de momento, estaría a salvo de sus insinuaciones. Transcurrió la tarde y llegó la noche. Al amanecer, zarparían rumbo a Inglaterra y a casa. El temor de Danielle a lo que pudiera suceder esa noche fue en aumento. Aunque Rafael se había mostrado encantador con tía Flora y Caroline durante la cena que habían disfrutado en la mesa del capitán, Danielle había reconocido el deseo en su mirada, la expectación. Pensaba que lo disimularía, que mantendría la conducta amable pero distante que había asumido indefectiblemente en presencia de su tía y de su amiga, pero no hacía el mínimo intento. «Eres mi esposa y quiero que seas mía», decían sus ojos azules mirándola apasionadamente y poniéndola nerviosa cada vez que se posaban en ella. Tensa como estaba, su preocupación fue en aumento. Habían cenado en el elegante salón de primera clase, una habitación de techos bajos y suelo de madera, a la que daba color un empapelado con relieves de terciopelo rojo. Lámparas doradas adornadas con cristales triangulares que reflejaban y descomponían la luz, colgaban encima de la alargada mesa de caoba, y los apliques dorados se las ingeniaban para balancearse cuando el barco navegaba a toda vela y embestía las olas. El capitán parecía un hombre competente, a quien le preocupaba más el barco y la tripulación que conversar con el pequeño grupo de pasajeros de primera clase reunidos en el comedor. Los abandonó tan pronto como se acabó la cena, ansioso por ocuparse de los preparativos finales para la partida a primera hora de la mañana. Hacia el final de la velada, el grupo ya se conocía; un virginiano de nombre Willard Longbow, dueño de una plantación, y Sarah, su menuda esposa; lord y lady Pettigrew, a quienes Rafael había conocido en Inglaterra; una pareja de Filadelfia, los Mahler, y sus dos hijos mayores, que los acompañaban en un largo viaje por el [ 161 ]


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extranjero; un norteamericano de dudosa posición social llamado Carlton Baker. Había algo en el señor Baker, un hombre alto y atractivo de unos cuarenta años, que inquietaba a Danielle. Por lo que pudo oír, parecía estar libre y sin compromiso, iba de ciudad en ciudad a su antojo, no se ganaba la vida de ninguna manera precisa y clara, aunque por la ropa que llevaba, era un caballero de cierta posición. Baker era bastante amable, pero tenía una manera de mirarla que resultaba un poco descarada, con demasiada familiaridad. Ella no sabía si Rafael había notado el interés del señor Baker, y recordaba lo salvajemente celoso que había sido cinco años atrás. Pero ahora era un hombre diferente, que mantenía sus emociones bajo control. Aunque lo más probable era que ya no sintiera por ella el cariño que había sentido en aquella época. De cualquier manera, aun siendo amable con Baker, se propuso mantener las distancias. La sobremesa fue larga. Los otros charlaban amigablemente, pero Danielle se sentía demasiado consciente de Rafael para esforzarse en charlar; lo tenía demasiado cerca, le hablaba demasiado bajo, le sonreía demasiado a menudo. Seguía pensando en el camarote que compartirían pronto y en la cama donde se vería obligada a dormir con él. Agotada como estaba por los acontecimientos del día, muy inquieta y con los nervios crispados, la mitad de ella anhelaba dormir, mientras la otra mitad deseaba que la velada no se acabase nunca. Un escalofrío de alerta recorrió su cuerpo al sentir la mano de Rafael en su hombro. —Vamos, amor mío, ha sido un día largo y cansado. Es hora de que demos las buenas noches a nuestros nuevos amigos. Danielle se limitó a asentir. Quedarse levantada hasta [ 162 ]


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el amanecer no cambiaría lo que le esperaba. Rafael le concedió un momento para las despedidas, y luego la acompañó por la cubierta hasta la escalera, a medio camino de la proa y la popa, que conducía a su camarote. El pasillo era estrecho y poco iluminado. Aunque era alta para ser mujer, Rafael era mucho más alto y ella sentía su magnetismo, su absoluta virilidad. Sintió un ligero escalofrío. No sabía en qué clase de hombre se había convertido Rafael, un hombre que la había obligado a contraer un matrimonio que ella no quería; y tampoco dejaba de preguntarse si un hombre así mantendría su palabra. Rafael le abrió la puerta y ella entró en el camarote. Al otro lado de la portilla, las parpadeantes antorchas del muelle se reflejaban en la superficie del agua, proyectando una luz tenue y amarillenta dentro de la habitación. Aunque el interior le había parecido espacioso, ahora, cuando Rafael entró en el camarote siguiendo sus pasos y su figura corpulenta llenó el espacio que había entre ella y la puerta, el camarote le pareció pequeño y agobiante. Encendió la linterna de aceite y en el destello de luz mientras se prendía la mecha, vislumbró su rostro de perfil, la mandíbula oscurecida por la ligera sombra de su barba, el hoyuelo de su barbilla. Su corazón se aceleró. ¡Dios mío, qué guapo era ese hombre! Sólo mirarlo aceleraba su pulso, la hacía sentirse aturdida. —Vamos, desvestirte.

amor

mío,

déjame

que

te

ayude

a

Las palabras retumbaron dentro de ella y se le secó la boca. Quería decirle que no necesitaba su ayuda ni entonces ni nunca, pero no podía desabrocharse los botones del vestido sola y se sentía tan cansada... Como en un sueño, se quitó los zapatos y, cuando llegó donde se encontraba él, se dio la vuelta y le dio la espalda. Con gran pericia, los largos dedos morenos de Rafael desabrocharon los botones del vestido de seda color [ 163 ]


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aguamarina que había llevado en la cena, mientras ella se preguntaba cuántas veces habría llevado a cabo esa tarea. —Soy consciente de que no estás acostumbrada a desnudarte delante de un hombre —dijo con suavidad—, pero con el tiempo te acostumbrarás. Hasta es posible que un día llegues a disfrutar. «¿Disfrutar desnudándome delante de Rafael?» Le parecía absolutamente imposible... y, sin embargo, en el fondo la idea la intrigaba. La mano de él acarició su nuca y pasó rozando sus hombros, poniéndole la carne de gallina. Cerró los ojos para no sentir vergüenza mientras Rafael deslizaba el vestido por sus hombros, lo empujaba más abajo de sus caderas y lo dejaba caer al suelo. Danielle se quedó con una fina camisola de batista, medias y ligas, y se acordó de que él ya la había visto así una vez. Sintió la presión de su boca contra su hombro desnudo, y en lugar de vergüenza, algo caliente y líquido se derritió dentro de su estómago. Por debajo de la camisola, sus pezones se endurecieron convirtiéndose en dos firmes y pequeños capullos que se frotaban contra el tejido de algodón. «¡Dios mío!» Rezando para que Rafael no se hubiera dado cuenta, saltó por encima del vestido caído en el suelo, se agachó para recogerlo, procurando darle la espalda, y lo colgó en una percha. —Gracias. El resto puedo hacerlo yo sola. —¿Estás segura? —Su voz sonaba un poco ronca, había cierta provocación en el tono. Incapaz de resistir, intentando olvidarse de que estaba medio desnuda, se dio la vuelta para mirarlo de frente con la cabeza bien alta, decidida a no mostrase sumisa ante él, por muy escasamente vestida que estuviera. Sabía que

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Rafael la miraba, que su mirada la recorría de arriba abajo sopesando cada curva apenas escondida, la longitud de sus piernas, la estrecha circunferencia de su cintura y la plenitud de sus senos. —¿Por qué no te sientas...? —dijo con la misma voz ronca—. Y te quitaré las horquillas. Su estómago se contrajo. ¡Cielo santo! —Puedo... puedo hacerlo sola. No... no necesito tu ayuda. Rafael sonrió y ella sintió como si algo se le derritiera en el bajo vientre. —No irás a negarme un placer tan pequeño. Llevo toda la noche imaginando lo sedoso que debe de ser al tacto tu cabello. Danielle tragó saliva. Dado que no tenía idea de cómo responder a semejante petición, se dejó caer en el taburete y se limitó a darle la espalda. Rafael se situó detrás de ella, su figura alta reflejada en el espejo. Una horquilla tras otra, Rafael fue soltando los gruesos rizos y peinándolos con los dedos. —El color del fuego... —Repartió la espesa cabellera por los hombros—. Muchas veces me he imaginado lo agradable que sería sentirlos sobre mi pecho cuando estuviéramos haciendo el amor. El temblor se apoderó de ella. Un día de verano, cuando todavía estaban prometidos, lo había visto sin camisa mientras tomaba el sol sentado en el tocón de un árbol a la orilla del estanque. Tenía un torso magnífico, lo recordaba muy bien, ancho y ostensiblemente musculoso. Rafael era un entusiasta de la vida al aire libre, que disfrutaba de la caza y de la equitación, un atleta que cuando estaba en la ciudad boxeaba en el gimnasio del Caballero Jackson. Se mantenía en excelente estado físico y se notaba.

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En el espejo, ella observó con fascinación cómo inclinaba su morena cabeza y le hundía los labios en el lado derecho del cuello, mordía suavemente el lóbulo de su oreja con los dientes, jugaba a tirar de él y lo soltaba muy despacio. Tardó un instante en darse cuenta de que no estaba respirando. Cogió aire débilmente y se fijó que le temblaban las manos. Rezando para que no se notara, se afanó en trenzar la cabellera que él había soltado. Aunque Rafael había retrocedido unos pasos, podía verlo a través del espejo con los ojos todavía fijos en su rostro. —¿Necesitas que te ayude a desnudarte? —preguntó. Danielle casi saltó del taburete. —¡No! Quiero decir..., no, gracias. No hace falta. Iré detrás del biombo para ponerme el camisón. Rafael negó con la cabeza. —Te quedarás donde estás. Eres mi esposa, Danielle. He accedido a algunas de tus peticiones pero a ésta no cederé. Danielle tragó saliva. —¿Pre... pretendes que acabe de desvestirme delante de ti? ¿Quieres verme desnuda? Rafael frunció la boca. —Eso es exactamente lo que quiero. No habrá secretos entre nosotros, Danielle. —Pero... —Todo esto es para que nos vayamos acostumbrando el uno al otro, amor mío; nada más. El corazón le empezó a palpitar, golpeando contra su pecho como si fuera un ariete. Rafael quería verla desnuda y lo reclamaba como quien reclama algo a lo que tiene derecho. Peor aún, dado que era su marido, puede que lo [ 166 ]


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tuviese. —¿Y si me niego? Rafael se encogió de hombros. —Puedes dormir con tu camisola si lo prefieres. Ahora que lo sugieres, creo que me gustaría mucho. —¡Eres odioso! Un destello iluminó los ojos de Rafael. —¿Lo dices en serio? ¿Qué crees que te habría pedido Richard Clemens en su noche de bodas? El estómago se le contrajo. Si se hubiera casado con Richard, le habría arrebatado su virginidad sin dudarlo ni un instante. Por razones que no atinaba a explicar, pensó que no le habrían preocupado en lo más mínimo sus sentimientos al respecto. No obstante, no se había casado con Rafael por su voluntad, y la arrogancia de sus exigencias no le sentaba nada bien. Apartándose de él, apoyó los pies, uno después del otro, en el taburete, se quitó primero las ligas y después las medias. Dándole la espalda, arrancó de la percha el camisón de algodón blanco colgado al lado de la puerta, se sacó la camisola por encima de la cabeza, y la lanzó encima del biombo. Durante varios segundos, en los que sus nalgas quedaron expuestas a la vista, trató torpemente de ponerse el camisón, y maldijo en silencio a Rafael por lo ladino que había sido. Al cabo de unos instantes, con el camisón de algodón puesto en su sitio, respiró tranquila. Tratando de ignorar el rubor que encendía su rostro, alzó la barbilla y se volvió a Rafael, que seguía apoyado en la pared con los brazos cruzados. Sus ojos azules brillaban con una tonalidad especial y tenía la expresión tensa. Estaba luchando para no perder el control, adivinó ella, visiblemente alterado por el espectáculo que acababa de [ 167 ]


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ver. La invadió una sensación de poder, desconocida hasta entonces, y un diablillo que había dado por muerto hacía mucho tiempo asomó su traviesa cabeza. —Estoy lista para irme a la cama. ¿Y tú?

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Danielle contempló al hombre alto que estaba cruzado de brazos en la otra punta del camarote. En reacción a su desafío, todo el cuerpo de Rafael se puso tenso. Se apartó de la pared como una pantera que merodea en busca de presa y Danielle tuvo que hacer un esfuerzo para no echar a correr y abandonar la cabina. —Había pensado en no herir tu casta y pudorosa sensibilidad y desnudarme detrás del biombo al menos las primeras noches —dijo Rafael. Le estaba ofreciendo la oportunidad de retractarse; debería aceptarla, sabía que debería. —Has dicho que no habría secretos entre nosotros — dijo ella. Él frunció la boca. El deseo reflejado en sus ojos se volvió más intenso. —Como gustes. Danielle se humedeció los labios. Una parte de ella temía haber puesto en libertad a una bestia muy peligrosa, mientras la otra parte miraba fascinada. Aparte de atender a un niño enfermo en el orfanato y de haber visto fugazmente el delgado trasero de Oliver Randall cuando saltó apresuradamente de su cama cinco años atrás, nunca había visto el cuerpo desnudo de un hombre, y menos el de un hombre tan viril como Rafael. Lo observó mientras se desvestía, cómo se quitaba la casaca, el chaleco y el ancho pañuelo blanco, y luego, cómo se desembarazaba de la camisa dejando al descubierto el ancho y poderoso torso que ella recordaba, donde una mata de vello oscuro y rizado daba paso a un estómago firme y sólido como el resto de su cuerpo. Se quitó los zapatos y las medias. Con los ojos muy [ 169 ]


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abiertos, Danielle observó cómo se empezó a desabrochar los botones delanteros del ajustado calzón. Los empujó por sus largas y musculosas piernas y se los quitó, quedándose sólo con la ropa interior que se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel y que le cubría desde la mitad inferior de su cuerpo hasta las rodillas. —No sé cuánto sabes de la anatomía masculina, amor mío, pero en caso de que no lo hayas notado, verte desnuda me ha excitado muchísimo. Al reparar en el poderoso bulto que agrandaba su fina prenda interior de algodón, Danielle soltó un grito de alarma. Su bravuconería desapareció al instante. Dando media vuelta para alejarse de él, corrió a la cama, levantó las mantas, se metió entre las sábanas y se acostó en su lado, lo más alejada posible de él. Oyó la risita de Rafael, pero no le prestó atención. Una cosa era ver a un hombre desnudo y otra verlo con una enorme erección. Conocía lo suficiente de la anatomía masculina para saber que el bulto era el órgano reproductivo masculino y que era por donde se unía a su cuerpo; pero cuando se había hecho una idea de su tamaño, no se imaginaba que nunca llegara a ser posible. Por detrás de ella, Rafael se acercó más a la cama y Danielle contuvo el aliento cuando el colchón se hundió bajo su peso. —De momento, supongo que tendré que renunciar a dormir desnudo, pero te prometo, amor mío, que no será por mucho tiempo. No se pudo contener. Asombrada al oír sus palabras, se dio media vuelta para mirarlo. Todavía llevaba su prenda intima, pero su pecho, ancho y velludo, estaba completamente desnudo. —¿No duermes con una camisa? —Como he dicho, prefiero dormir desnudo. Es mucho más cómodo, tal y como descubrirás cuando pierdas los [ 170 ]


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pudores propios de la virginidad. ¡Dormía sin nada de ropa y esperaba que ella hiciera lo mismo! ¡Por Dios! ¿Qué otros actos depravados era capaz de cometer ese hombre? ¿Y por qué ella encontraba la idea tan excitante? Con la cara ardiendo, se giró dándole la espalda. No podía imaginarse durmiendo con un hombre desnudo. Siempre se había imaginado que un hombre levantaba el camisón de una mujer cuando le hacía el amor, y que lo bajaba una vez que había terminado. Al parecer, ése no era el caso. ¿Por qué nadie se lo había dicho? Sintió el peso de Rafael en la cama mientras se movía por el colchón hacia su lado. Necesitaba utilizar el orinal que había en un rincón, detrás del biombo pero esperaría a que él se durmiera. Acercándose con cuidado, le pasó el brazo por encima de la cintura y la atrajo hacia sí. A pesar del camisón, sintió el cosquilleo del abundante vello rizado de su pecho y el vello rasposo de sus pantorrillas. Danielle cerró con fuerza los ojos al notar la presión del endurecido miembro varonil contra sus nalgas, pero cuando intentó separarse, Rafael apretó su abrazo. —Es algo natural cuando un hombre desea a una mujer tanto como yo te deseo a ti. En este viaje, me temo que estaré en este estado la mayor parte del tiempo..., a menos, por supuesto, que me libres de mi promesa. Con vehemencia, ella dijo que no con la cabeza. Rafael la besó suavemente en el cuello. —Entonces, duerme, amor mío, mañana zarpamos rumbo a casa.

Transcurrió una semana y luego otra. Era mediados de septiembre e incluso en la mar se notaba el otoño en el [ 171 ]


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aire. Los días eran cada vez más cortos y las noches más frías. Una bruma más densa envolvía el aire salado del océano. Como recién casados, se esperaba que Danielle pasara la mayor parte de su tiempo con su marido, y Rafael le dispensaba toda clase de atenciones. Durante el día jugaban a las cartas o leían, conversaban con otros pasajeros o paseaban por el barco. Todas las noches, después de cenar, él la llevaba hasta un lugar apartado que había descubierto, donde podían disfrutar de intimidad. Al principio, se había sentido incómoda con la idea, pero Rafael se comportaba de manera diferente cuando estaban allí. En el camarote, cierta tensión se interponía entre ellos. Danielle se mostraba cautelosa; Rafael, cuidadosamente reservado, temeroso, se imaginaba ella, de perder el control si bajaba la guardia en un lugar tan íntimo como el camarote. Aparte del ritual nocturno de desnudarse el uno delante del otro, y del íntimo contacto de sus cuerpos durante la noche, Rafael mantenía las distancias. Danielle estaba agradecida. Necesitaba tiempo, necesitaba esas semanas para resignarse a un futuro como la esposa de Rafael. Rafael era reservado en el camarote pero fuera, a la luz del día, con las olas del mar rompiendo contra el casco del barco y salpicándolo de espuma, se permitía ciertas libertades que Danielle, como esposa, apenas podía rechazar. Y a decir verdad, empezaba a esperar esos avances, los besos apasionados, suaves y delicados las primeras noches, y que iban volviéndose más profundos y más apasionados. Afuera, se sentía segura de una manera que no sentía cuando estaba en el camarote, donde la proximidad de su cuerpo, alto y muy musculoso, abrazándola en la cama, la mantenía despierta hasta entrada la noche. Una noche ella se lo quedó mirando mientras ambos [ 172 ]


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compartían la oscuridad de su mundo privado, bañado por la luz de la luna y las estrellas. El brillo del deseo seguía estando en sus ojos y también en la tensión del rostro, señal de los esfuerzos que Rafael hacía para controlarse. La mano de Rafael le acarició la mejilla. —Aún falta tanto para llegar a Londres... —dijo. Sabía que se refería al momento en que la tomaría, la reclamaría como esposa y consumaría su matrimonio, y un deseo casi imperceptible se apoderó de ella. Rodeando su rostro con las dos manos, él inclinó la cabeza para besarla, y una sensación, dulce y cálida, la inundó en el bajo vientre. Sin darse cuenta, se apoyó contra él. Era su marido, al fin y al cabo, y aunque sentía miedo de adonde pudiera conducirla aquel beso, la llama del deseo también había empezado a arder en ella. Rafael intensificó el beso, convenciéndola para que separara los labios, poseyéndola con la lengua. La besó una y otra vez, besos suaves y delicados, besos muy sensuales que despertaron la misma ardiente necesidad que había sentido mucho tiempo atrás, una necesidad que jamás pensó que volvería a sentir. Eso la asustaba. Sabía la locura que era confiar en él, necesitarlo, y, sin embargo, según pasaban los instantes, dejó de preocuparse. En cambio, le rodeó el cuello con los brazos y le devolvió los besos con la misma feroz pasión que podía sentir vibrando a través de él. Su pulso se aceleró cuando las manos del hombre se deslizaron por su espalda, rodearon sus nalgas y la empujaron contra su pelvis. La tenía dura cuando la apretó contra él, increíblemente dura, y un deseo irresistible se apoderó por completo de ella. —¿Lo sientes, Danielle? ¿Sientes lo mucho que te deseo? [ 173 ]


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En otro momento habría sentido miedo. Aquella noche, sentía más curiosidad que miedo, un pensamiento peligroso, se dijo, pero sin embargo era verdad. Rafael la besó en el cuello, y comenzó a acariciarle los senos, tocándola como no se había permitido hacerlo hasta entonces, moldeándolos con las manos, masajeándolos a través del tejido de su vestido de cintura alta. Recordó cómo la había acariciado aquel día en el manzanar y una ola de apetito estalló en su interior. Sus senos se hincharon y le dolían. Rafael los abarcó con sus manos, rozando los pezones hasta que se volvieron duros y punzantes; mientras tanto la besaba, besos tan apasionados y embriagadores que la dejaban agitada e impaciente, besos ardientes y sensuales que volvían dolorosa su avidez. Sabía que debería detenerlo. Faltaban semanas para que llegaran a casa, pero sus pezones estaban hinchados y duros, sensibles como no lo habían estado nunca, y sentía fuego líquido entre las piernas. La mano de Rafael, grande, seguía acariciándole el pecho. —Esta noche pondré mi boca aquí —prometió con voz ronca—. Es hora de que duermas sin camisón. Sintió un latigazo de pasión dentro de sí, hacia abajo, tan fuerte que se asustó. Temblando, se liberó del abrazo. Su cuerpo ardía de ganas de caricias, y, sin embargo, había reconocido el peligro. Necesitaba más tiempo, necesitaba entender lo que él quería de ella, necesitaba confiar en Rafael al menos un poco, aunque sólo fuera con su cuerpo. Danielle apretó la mano contra el pecho de Rafael, como si quisiera apartarlo. —No estoy..., no estoy preparada para eso, Rafael. Los ojos de Rafael rastrearon su rostro, azules y oscuros a la luz de la luna, sin embargo tan llenos de

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pasión que parecían brillar. —Yo creo que sí. Creo que tu cuerpo está más que preparado. Y como para demostrarlo, tomó un seno en su mano y lo apretó suavemente, creando una ola de ansiedad erótica que la barrió de pies a cabeza. —Por favor, Rafael. Sólo han pasado dos semanas. Dos semanas de dormir con él, dos semanas de sentir el deseo y la fuerza de su cuerpo, la rotundidad de su erección nocturna. Rafael selló sus labios con un beso lento y completo. —Está bien. Haremos lo que tú quieras. Te daré un poco más de tiempo. Apenas hemos empezado nuestro viaje. Tenía razón. Apenas había comenzado y ella ya lo anhelaba, anhelaba sus besos voluptuosos y apasionados, el contacto de sus manos sobre su cuerpo. Y ansiaba devolverle las caricias. La verdad la pilló desprevenida. Quería acariciarlo de la misma manera que él la acariciaba a ella, quería conocer la textura de su piel, hundir los labios en su pecho desnudo, examinar el pesado bulto que sentía cada noche cuando estaban en la cama. Danielle se apartó de Rafael y salió del íntimo y retirado espacio a la cubierta bañada por la luz de la luna. En silencio, se acercó a la barandilla y se quedó mirando las olas que iban chocando contra el casco. Sobre su cabeza, el viento tensaba yardas de velas blancas, y arrancaba chillidos y crujidos a las jarcias. Giró su rostro hacia la fresca brisa del océano y dejó que el viento refrescara la destemplanza de su rostro, el pulso desbocado de su sangre. Al girarse un poco, vio la sombra de un hombre que se acercaba por detrás y, [ 175 ]


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durante un momento, pensó que Rafael la había seguido. En cambio, era Carlton Baker quien salió de la oscuridad y se puso a su lado, a la luz de la luna. —Una noche agradable para dar un paseo —dijo. Los pálidos ojos azules se posaron en ella, reparando en el color intenso de sus mejillas. —Sí..., sí, lo es. Era alto, podía tener unos cuarenta años, con canas en las sienes, un hombre fornido y atractivo; y, sin embargo, había algo en él... —No veo a su marido. Tal vez tiene otro acompañante esta noche. Se ruborizó. No podía ser que insinuara que tenía una cita secreta con otro hombre. —No tengo otro acompañante —dijo mirando a su alrededor con la esperanza de que apareciera Rafael, cuando unos momentos antes había deseado escapar de su perturbadora presencia. La mirada de Baker se avivó. —Entonces está sola. —¡No! Quiero decir, no yo... —Aquí estás, amor mío, te he perdido de vista un instante. —Rafael salió del rincón privado del que ella había huido unos momentos antes, tranquilizándola—. No volveré a cometer ese error. —Con una esposa tan adorable como la suya, estoy seguro de que no lo hará —dijo Baker. —¿Está disfrutando de la velada, señor Baker? El tono de Rafael era amable, pero su mirada hostil. Tal vez, igual que ella, también había notado algo no del todo correcto en la conducta del norteamericano. [ 176 ]


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—Pues sí —repuso, con sus ojos recorriendo a Danielle —. Como usted seguro que también. —La verdad es que hay humedad aquí fuera y el aire se ha vuelto frío. —Con ademán posesivo, Rafael rodeó la cintura de Danielle—. Creo que es hora de volver adentro. Danielle asintió con la cabeza, deseosa de escapar, aunque no podía decir exactamente por qué. Mientras se alejaban por la cubierta, Danielle lanzó una mirada por encima del hombro a Carlton Baker. Aunque le horrorizaba pensar en otra noche de dormir inquieta al lado de Rafael, estaba ansiosa por regresar al camarote. A la mañana siguiente, Danielle desayunó con Caroline. No había dormido bien y pensaba que Rafael tampoco. Tantas noches de dormir a su lado mientras intentaba conservar su virginidad, empezaban a hacerse sentir. Vestida con un traje de día de color rojo adornado con terciopelo marrón oscuro, Danielle divisó a su amiga sentada en una mesa al fondo del salón y se dirigió hacia ella; mientras se acercaba, se le ocurrió pensar que el delgado rostro de Caroline mostraba los mismos signos de fatiga que el suyo. Caroline la recibió con una sonrisa. —Es posible que necesitemos una mesa más grande si el duque desayuna con nosotras. —Supongo que ya habrá comido. No estaba en el camarote cuando me he despertado. —Lady Wycombe sigue durmiendo; no he querido despertarla. Caroline no dijo nada más mientras Danielle tomaba asiento frente a ella en la mesa. Se acercó un camarero que, tras tomar nota de lo que querían, chocolate y pastas, las dejó solas. —Pareces cansada —dijo Caroline después de haberla observado—. Apuesto a que no estás durmiendo muy bien. [ 177 ]


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—Yo apuesto a que tu tampoco. Caroline lanzó un suspiro mientras sacudía la cabeza. —No dejo de pensar en Robert. Estoy tan preocupada, Danielle. ¿Crees que ya habrá intentado escapar? No cumplir un contrato de servidumbre es un delito, Danielle. ¿Qué pasará si lo captura el señor Steigler? Danielle cogió la mano de su amiga entre las suyas. —No te hagas más daño, Caroline. Intenta no pensar en lo peor, sólo en lo mejor. Decida lo que decida, estoy segura de que Robert lo planeará cuidadosamente. Tal vez haya escapado satisfactoriamente y se encuentre en un barco rumbo a casa. Tal vez regrese a Inglaterra un poco más tarde que nosotras. Caroline desvió la mirada, tenía los ojos llenos de lágrimas. —No lo sé, Danielle. A lo mejor nunca tuvo intenciones de regresar. ¿Y si sólo me estaba utilizando? ¿Y si yo no le importaba nada en absoluto y sólo me utilizó para encontrar la manera de escapar? Soy poco agraciada, Danielle, y Robert es tan guapo... ¿Y si simplemente se ha burlado de mí? —No lo creo ni por un instante. Y no eres poco agraciada; eres una mujer muy atractiva. Tienes una clase de belleza elegante que es diferente de la de otras mujeres. Robert lo vio, vio tu belleza interior, también; y creo que decía la verdad en todo lo que dijo. Justo en ese momento llegó el camarero con las tazas de chocolate caliente y un plato de pastas, que depositó en la mesita redonda que había delante de ellas. Caroline aprovechó la interrupción para recobrar la compostura. —Lo siento —dijo—. Quiero creer en él de la manera en que creía antes; pero si me engañó y, en mi ignorancia, me he aprovechado de tu carácter generoso, no me lo perdonaré jamás.

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Danielle apretó la mano de Caroline y le dijo: —Ocurra lo que ocurra, no es tu culpa. Quería ayudar, creí en su inocencia igual que tú, y sigo creyendo en ella. Caroline respiró débilmente. —Agradeció tanto tu ayuda. Dijo que siempre estaría en deuda contigo y que ponía su vida a tu disposición. —Lo sé, querida mía, y debemos seguir creyendo en él e incluirlo en nuestras oraciones. Caroline asintió. —Y ahora, disfrutemos de nuestro chocolate en paz y dejemos de pensar en los hombres. Caroline sonrió y lo mismo hizo su amiga, aunque la sonrisa de Danielle desapareció cuando pensó en Rafael, en el futuro, y en las noches que pasaría en su perturbadora compañía.

A esa mañana le siguió otra, y luego otra. Dos semanas se convirtieron en tres, casi cuatro. A medida que pasaban los días, Rafael exigía más y más de ella. Más besos, más caricias, más contacto íntimo, y el cuerpo de Danielle, traidor a su voluntad, respondía. Por las noches soñaba con que él le acariciaba los senos, los mordía, le acariciaba las caderas, el vientre, soñaba que finalmente le calmaba el deseo que le despertaba en sus partes más íntimas. Cada vez dormía peor, daba vueltas en la cama, su cuerpo la atormentaba con una necesidad que no entendía. Recordó que era miércoles, aunque había empezado a perder la noción del tiempo. A medida que pasaban las horas y se acercaba la noche, aumentó su agitación y su nerviosismo. En la cena, saltó ante un descuido imaginario de Caroline y habló con brusquedad a su tía.

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Manifestando un dolor de cabeza que en realidad no tenía, declinó la invitación de Rafael para dar el paseo habitual por cubierta, desesperada por estar lejos de él, al menos durante un rato. —Me parece que me acostaré pronto —le dijo, mientras se levantaban de la mesa—. Quizá podrías proponer una partida de cartas al señor Baker o al señor Longbow. Rafael la miró con sus ojos azules y ella no supo si había adivinado la verdad sobre la pobre excusa que había inventado para escapar de él. Frunció la boca. —Creo que te acompañaré. Es posible que encuentre la manera de aliviar..., tu dolor de cabeza..., cuando estemos en la habitación. Ante el tono ronco de la voz de Rafael, su cuerpo se tensó. Una extraña sensación le invadió la boca del estómago y se extendió por brazos y piernas. Demasiado cansada para discutir, se resignó a lo que él tuviese en mente y se dejó conducir fuera del comedor. No dijo nada mientras recorrían el pasillo, nada cuando él abrió la puerta y se apartó para que ella entrara primero en el camarote; la siguió, cerró la puerta y ella vio que los ojos de Rafael habían adquirido una tonalidad azul grisácea. —Te ayudaré a desabrocharte el vestido —dijo. Aunque se había acostumbrado a aceptar su ayuda y ya no le intimidaba su presencia en el camarote, había algo en su aspecto aquella noche, algo ardiente y seductor que la impulsó a sentirse prevenida. En cambio, su traicionero cuerpo respondió a la intensa mirada viril, los pezones se endurecieron, el estómago se contrajo y el cansancio empezó a desaparecer. Sin decir palabra, se acercó al tocador para quitarse las horquillas, luego se puso de pie para despojarse de los zapatos y las medias, y Rafael le desabotonó el vestido. Danielle se sacó

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la camisola por encima de la cabeza, quedándose momentáneamente desnuda, aunque con mucho cuidado para darle la espalda, pero cuando alargó el brazo para coger el camisón, él se lo arrancó de la mano. —Esta noche no. Ella le miró por encima del hombro, leyó su deseo en las profundas líneas que le surcaban el rostro, y la determinación en su actitud. Se echó a temblar. —Dijiste que me darías tiempo. —Y eso he hecho —adujo Rafael. —Me diste tu palabra. Arrojó el camisón encima del respaldo de la silla. —En ningún momento he estado cerca de romper mi promesa, ni lo estaré esta noche. Danielle se armó de valor. Los maridos exigencias que las esposas deben cumplir. Pero semanas transcurridas desde que habían subido a ella había aprendido que una mujer también tenía poderes.

tienen en las bordo, ciertos

Desnuda, Danielle se dio la vuelta, y se expuso completamente a la vista de Rafael. Casi tan sorprendido como ella, su rostro se tensó y sus ojos ardieron en deseo. —Has estado jugando conmigo ¿verdad? —le preguntó ella—. Empiezo a entender que una mujer también puede jugar ese juego. Rafael paseó la mirada por su cuerpo, con tanto deseo reprimido que sus pezones se endurecieron aún más, hasta casi causarle dolor, y de repente, anheló más que nada en el mundo que la tocara. —¿Te complace lo que ves? —se burló ella, girándose para que él pudiera ver mejor su figura desnuda, [ 181 ]


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sorprendentemente desinhibida, en un tono arrogante que le asombraba sentir. —Me cautiva lo que veo, Danielle. La envolvió el sonido sordo y grave de su voz y, como si se encontrara en trance, se acercó más, deteniéndose justo delante de él. Rafael no ocultó nada, haciéndole saber por la magnitud de su erección lo mucho que la deseaba y lo complacido que se sentía con lo que ella le mostraba. —Ven aquí... Tuvo que hacer un esfuerzo para mover las piernas. No sabía cómo acabaría el juego, pero estaba decidida a opinar sobre las reglas. Rafael la arrastró a sus brazos y empezó a besarla, al principio con suavidad, y ella pudo sentir la tensión en su cuerpo, el control que ejercía. La besó con más pasión, introduciéndole la lengua más adentro, y un ansia salvaje se apoderó de ella. De repente, ella le devolvió el beso, besándolo con arrebato, introduciendo la lengua en su boca mientras deslizaba la casaca por sus hombros dejándola caer al suelo, y empezaba a desabrocharle los botones del chaleco. Rafael emitió una especie de gruñido grave, se descalzó a puntapiés, y empezó a tirar del pañuelo anudado al cuello. La ayudó a que le quitara la camisa, dejándole con el pecho desnudo, y luego la cogió en brazos y la llevó hasta la cama. —Libérame de mi promesa —le urgió, pero ella se negó. Rafael no lo dudó, y reanudó los besos, una lluvia besos en la garganta y los hombros, introduciendo senos en su boca y mordisqueando los pezones. Presa una fugaz descarga de placer y dolor, Danielle gritó nombre.

de los de su

—Libérame de mi promesa —exigió con suavidad, pero

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ella volvió a negarse. Necesitaba esas semanas, necesitaba protegerse tanto tiempo como fuera posible. Sus miradas se encontraron, la de ella plena de todos sus miedos, de todas sus ansias; en aquel momento, ella le reveló todas sus dudas e incertidumbres con una expresión suplicante, que le imploraba que la entendiera. —Me deseas —dijo Rafael con brusquedad—. Al menos, admítelo. Ella tragó saliva, antes de responder con la verdad. —Te deseo... Las palabras lo inflamaron de pasión. Ella pensó que la poseería, que la forzaría si era necesario, sin embargo, comenzó a besarla otra vez, gozando de su boca con vehemencia, atormentando sus senos desnudos, acariciándolos, mordiendo los pezones, chupándolos hasta que su cuerpo comenzó a temblar. De su interior brotó un fuego abrasador tan imperioso, que pensó que iba a enloquecer. Se revolvió en la cama, apenas sin reparar en la mano que se deslizaba sobre su vientre, ajena a todo hasta que los dedos de Rafael resbalaron entre sus piernas. Siguiendo sus propios designios, su cuerpo se arqueó hacia arriba, presionando contra la palma de su mano, buscando desesperadamente algo que ella desconocía. —Por favor... —murmuró—. Rafael, ayúdame... Un sonido gutural brotó de la garganta de Rafael y sus dedos separaron la ardiente carne, se introdujeron dentro de ella y la acariciaron primero suavemente, y después con creciente determinación. Una ola de placer la sacudió, una necesidad increíblemente imperiosa; y cada movimiento, cada caricia la elevaba más alto, más cerca de un horizonte fuera del alcance. La necesidad entró en pugna con el miedo.

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—¿Rafael...? —Déjame darte placer, Danielle. —Sus hábiles manos se movían fuera y dentro de ella—. Déjame darte placer. Su vientre se tensó más y más hasta que pareció romperse. Algo intenso y voluptuoso alcanzó la plenitud dentro de ella, algo que no parecía tener fin. Danielle gritó el nombre de Rafael mientras salvajes espasmos sacudían su cuerpo, grandes temblores, uno tras otro, que la sumieron en una agradable penumbra, y durante segundos que le parecieron horas, disfrutó de la dicha que inundaba su cuerpo. Transcurrió el tiempo y la espiral de placer que la había elevado empezó a decrecer. Al abrir los ojos, vio a Rafael sentado a su lado en el borde de la cama, su mano cogida de la suya, sus ojos azules de un tono tan oscuro que parecían negros, fijos en su rostro. Danielle parpadeó al mirarlo. —¿Qué... qué has hecho? Rafael frunció ligeramente la boca. —Te he dado placer. Estoy en mi derecho como marido. —¿Eso era... hacer el amor? Él movió la cabeza apartando un mechón oscuro de cabello que le caía sobre la frente. —Sólo era un pequeño placer comparado con el que sentirás cuando hagamos el amor. ¿Un pequeño placer? Cansada y saciada, todavía un poco confusa, intentó imaginarse cómo podría sentir más placer todavía; parecía inimaginable. Al mirarlo, reparó por primera vez en la determinación de su mandíbula, la rigidez de los hombros, la expresión casi de dolor que reflejaba su rostro. Una mirada al abultamiento en su calzón le confirmó [ 184 ]


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que Rafael seguía teniendo una erección. —No comprendo. Él le acarició la mejilla. —Esta noche era para ti, amor mío. Habrá otras noches, una vida entera de placer para los dos. Danielle no dijo nada más. Era la primera vez en días que se sentía tranquila y soñolienta, los músculos relajados y completamente saciada. Sin embargo, no habían hecho el amor, y era obvio que Rafael no se sentía tan saciado como ella. Se le ocurrió que había mantenido su promesa, según parecía, con un gran sacrificio por su parte. Danielle se aferró al pensamiento mientras se fue quedando dormida.

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El día en Londres era fresco. Soplaba un viento frío procedente del Támesis cuando un carruaje se detuvo delante del palacio de Whitehall, y Ethan Sharpe abrió la puerta y descendió del vehículo al pavimento empedrado, para acudir a su encuentro con el coronel Howard Pendleton del Departamento de Guerra. Empezaba a caminar y vio que Max Bradley aparecía de detrás de las sombras de un gran edificio gris de piedra, y avanzaba hacia él. —Me alegro de verte, Ethan. Max era alto, delgado y varios años mayor, un amigo en quien Ethan confiaba sin reservas. —Lo mismo digo, Max. Hacía mucho tiempo que su relación había progresado más allá del tratamiento formal. Cuando un hombre salva la vida a otro, se crea un vínculo que borra todas las barreras sociales. —La nota de Pendleton era bastante vaga —dijo Ethan —. Sólo que habías regresado a Londres. Al parecer quiere mi opinión sobre algo relacionado con la información que has traído —dijo Ethan. Entraron en el edificio, al resguardo del viento. —Tú has sido uno de los corsarios con más éxito de este país —repuso Max—. Tu opinión puede ser muy valiosa para el coronel. Ethan asintió. —¿Alguna noticia de Rafael? Max esbozó una sonrisa.

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—Las últimas noticias que tuve de él son que estaba a punto de casarse. Si así fue, no tardará mucho en regresar. —De modo que la encontró —concluyó Ethan. —Sí, así fue. —Según deduzco, no le pareció que Clemens fuera el hombre adecuado para ella. —Imagino que no le impresionó lo más mínimo. Ethan no podía imaginarse un hombre que impresionara a Rafael lo bastante para hacerle desistir y permitir que se casara con una mujer que debería haber sido suya. No le sorprendía que Rafael no hubiera permitido que eso pasara. Ethan sonrió mientras avanzaban por la sala, sus botas resonando en los suelos de mármol. Comentó: —Tengo la corazonada de que Rafael tenía intención de casarse con ella el día que abandonó Londres, aunque dudo que lo supiera entonces. Ethan llamó, antes de abrir la puerta que daba entrada al despacho del coronel. Max lo siguió a la habitación que estaba escasamente amueblada con la desgastada mesa de escritorio del coronel, dos sillones colocados delante de éste, una librería y dos mesas llenas de mapas y cartas de navegación. Pendleton se puso de pie al entrar Ethan. —Gracias por venir, milord. —¿En qué puedo ayudarlo? —dijo Ethan. Pendleton era otro hombre al que Ethan consideraba un buen amigo, otro hombre que había ayudado a salvar su vida. El coronel sonrió. Tenía los cabellos grises, era muy circunspecto, uno de los hombres más honrados y más trabajadores del servicio. [ 187 ]


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—Creo que sería mejor que Max le explicara lo que ha descubierto. Luego, tal vez, podría darme su opinión de adónde deberíamos ir desde aquí. En los siguientes minutos, Bradley explicó todo lo que sabía acerca de los clípers de Baltimore que estaban construyendo los norteamericanos, acerca del Holandés, Bartel Schrader, y del trato que parecía estar gestándose entre Napoleón y los franceses. —Esos barcos no se parecen a ninguno que haya visto —dijo Max—: ligeros, rápidos y extremadamente maniobrables. Completamente armados podrían ser devastadores para la flota inglesa. Sentado delante de la mesa del coronel, Ethan estiró sus largas piernas delante de él; padecía una ligera cojera, a causa de una vieja herida de guerra, y ocasionalmente padecía un dolor punzante si estaba sentado demasiado tiempo en la misma posición. —Si lo he entendido bien —dijo Ethan—, estás pensando en que el gobierno debería adelantarse a la compra y hacer una oferta para que los franceses no pudieran hacerse con ellos. Max asintió: —Así es. Sheffield escribió una carta que he traído conmigo. El coronel ya la ha leído, y en opinión del duque, y estoy de acuerdo, la amenaza que representan esos barcos es, ciertamente, muy grave. El coronel colocó un pergamino encima de su gastada mesa de escritorio y lo desplegó para que Ethan pudiera verlo. —Éste es un bosquejo que hizo Max de una goleta que se llama Windlass. —Los planos están extremadamente bien guardados — dijo Max—. No soy un artista, pero esto te dará una idea del porqué esas malditas naves son tan rápidas y tan

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fáciles de manejar. Ethan estudió el dibujo, fijándose en la original inclinación de los mástiles dobles, las líneas bajas y elegantes del casco. Parecía que ni siquiera su mismo barco, el Sea Devil, igualaría a esos barcos una vez que navegaran a toda vela surcando los mares. Sentimientos olvidados volvieron a aparecer. Contento como estaba de su nuevo papel como padre y esposo, sintió el gusanillo de hallarse delante del timón de semejante nave. Sus ojos se encontraron con los del coronel. —Ni Max ni Rafael estarían preocupados sin causa justificada. Si el dibujo de Max guarda algún parecido con la realidad, y estoy convencido de que así es, yo no perdería tiempo en llevar esto a la máxima autoridad. Pendleton enrolló el pergamino. —Temía que dijera eso. —Rodeó la mesa para acercarse a ellos—. Lo pondré en marcha con la mayor rapidez, aunque no hay garantías de lo que ocurrirá. —Tal y como va avanzando la guerra y con Napoleón presionando para conseguir una victoria de cualquier tipo, espero que escuchen —opinó Ethan. Pero, por supuesto, como el coronel había dicho, no había manera de saber lo que haría el gobierno. Ethan se despidió de los dos caballeros y regresó al carruaje, reflexionando sobre la reunión que acababa de tener y la información que Max le había transmitido acerca de Rafael. Ethan no podía evitar preguntarse si Rafael se hallaba en aquel momento a bordo de un barco, de regreso a Londres. Y si Rafael era ya un hombre casado.

Estalló una tormenta. Era octubre, los fuertes vientos [ 189 ]


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barrían las cubiertas, y las olas engullían la proa. Faltaban menos de dos semanas para llegar a Londres, menos de dos semanas para que Rafael regresara a casa con su esposa. A pesar del tiempo que llevaban navegando, su unión todavía no se había consumado. Sentado en el salón, Rafael suspiró mientras intentaba concentrarse en la ∗ partida de whist con Carlton Baker. Debido a la mala mar, no se había encendido la chimenea y la mayoría de los pasajeros se habían recluido en sus camarotes. —Su turno, excelencia. Rafael estudió su mano. No le caía bien Baker, pero Danielle estaba abajo, en el camarote, bordando con su tía y Caroline Loon, protegiéndose del frío y de la humedad de semejante clima. Lady Wycombe padecía el mal de mer por culpa del terrible embate de las olas, y él esperaba que Danielle no sucumbiera también. Pensó en Danielle y sintió el impulso habitual del deseo. Desde la noche que había saciado el deseo de ella, se había mantenido sobre todo alejado, su gran plan de seducción completamente destruido. Había leído el miedo, la duda, la desconfianza en él que todavía sentía Danielle. Rafael recordaba las tentadoras curvas y la manera en que ella había respondido, y sintió la entrepierna tensa. La deseaba con una fuerza angustiosa; sin embargo, no alteraría su decisión. Puso sus cartas boca arriba y recogió el pequeño montón de monedas del centro de la mesa. Las partidas a bordo del barco eran caballerosas y, rara vez, de muchos jugadores. —La suerte parece acompañarlo, excelencia —exclamó Baker—, pero, claro, teniendo en cuenta la encantadora esposa que ha conseguido, ya demuestra que es así.

Rafael lo miró un instante. Un juego de naipes parecido al bridge, del que es su precursor.

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—Soy un hombre extremadamente afortunado. Si no hubiera estado tan aburrido, habría rechazado la invitación de Baker para jugar. Desde el comienzo había mostrado un interés excesivo en Danielle, aunque dado lo hermosa que era, Rafael apenas podía reprochárselo. Su pensamiento volvió a Danielle y a la decisión que había tomado. Había traicionado su confianza cinco años atrás. Al obligarla a contraer un matrimonio que no quería, la había vuelto a traicionar. Se negaba a hacerlo por tercera vez. Rafael había prometido a Danielle darle el tiempo que necesitaba. Después de la noche en que había estado a punto de vencer su resistencia, se había esforzado para que así fuera. En los días siguientes, todas las mañanas había abandonado el camarote antes de que ella se despertara, y aunque pasaba tiempo con Danielle durante el día y la acompañaba a cenar cada noche, no la había vuelto a llevar a su rincón privado; es más, por la noche, no había entrado en el camarote hasta que ella ya se había dormido. Apenas consciente del juramento que había soltado Baker después de haber perdido otra partida, Rafael se reclinó en su silla. En menos de dos semanas volverían a pisar suelo inglés y podría poner fin a su atormentado celibato. Danielle habría dispuesto del tiempo que le había prometido y él, lo deseaba fervientemente, habría ganado algo de su confianza.

Danielle comprobó su aspecto en el espejo situado encima del tocador. La tormenta del día anterior había pasado, el mar estaba en relativa calma y el mal de mer de tía Flora había desaparecido. Danielle se había trenzado el cabello, se lo había recogido y se había puesto un vestido

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de lana, azul claro, para acudir al salón principal donde ella y su tía iban a reunirse para tomar una taza de té, tal y como habían adoptado la costumbre de hacer todas las tardes. Danielle sacudió la cabeza, todavía con la mirada fija en la imagen que reflejaba el espejo. Las sombras habían vuelto a sus ojos y su rostro reflejaba cansancio. Sabía que en parte podía culpar de ello a Rafael y a su incierto futuro, pero le resultaban igualmente perturbadores los pensamientos de su regreso a Londres. Una vez que llegaran, su vida sufriría un cambio drástico. Ella sería la duquesa de Sheffield, en lugar de una paria en la sociedad. Y, sin embargo, cuando mirara a los ojos a las personas que la habían rechazado, a los amigos que le habían dado la espalda cuando más los necesitaba ¿cómo sería capaz de olvidar? Junto con los recelos que le causaba su regreso a la sociedad, estaba Rafael. Desde la noche que la había acariciado tan íntimamente, se había vuelto inexplicablemente distante. Sabía que había estado intentando seducirla para que hiciera el amor con él, y esa noche casi lo había conseguido. Danielle creía que había leído la muda desesperación en sus ojos, aquella noche, la terrible y desesperada necesidad de mantenerse apartada de él hasta que pudiera hacerse a la idea del matrimonio que le había impuesto contra su voluntad. Aunque seguían compartiendo el lecho, no había vuelto a tocarla, ni la había besado como lo había hecho todas las noches anteriores. Danielle admitió que estaba agradecida, que eso era lo que quería; pero, en lo más profundo de su ser no estaba tan segura. Es posible que su corazón no confiara en Rafael, pero su traicionero cuerpo ardía en deseos de él. Por la noche, permanecía despierta en la cama, anhelando tocarlo, hundir la boca en su pecho, justo encima del corazón.

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Con un suspiro de frustración, Danielle salió del camarote que Rafael había abandonado al amanecer y se encaminó al salón principal, corriendo por el pasillo en un esfuerzo por recuperar el tiempo perdido. Al bajar por la escalera y entrar en el salón de suelos de madera, vio a su tía, que agitó su mano regordeta y con un gesto invitó a Danielle a reunirse con ella. Tía Flora la contempló con una ligera preocupación en los ojos. —Rara vez llegas tarde, hija mía. Espero que no haya pasado nada. —Estoy bien. Supongo que estaba pensando en las musarañas..., y me he olvidado del tiempo. Su tía frunció sus cejas plateadas. —Tengo la sensación de que hay algo más. Danielle suspiró mientras tomaba asiento delante de su tía. —No lo sé, tía. Me preocupa lo que ocurrirá cuando regresemos, y últimamente me siento tan... inquieta. Tía Flora le cogió la mano. —Soy consciente de que ahora eres una mujer casada y que no es mi cometido darte consejos, pero... —Siempre he apreciado tus consejos, tía. —Muy bien, entonces, diré lo que pienso. Antes, déjame decir que yo también he estado casada, lo cual me da cierta autoridad en el tema. —Por supuesto. —Unos días antes de casarte, me dijiste que el duque había accedido a no reclamar sus derechos conyugales hasta que los dos hubierais regresado a Inglaterra — recordó tía Flora.

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—Sí, me dio su palabra. —Puede que no sepa mucho del sexo opuesto, pero de una cosa estoy segura. Un hombre fuerte y viril como tu marido no se limita a dormir durante semanas al lado de una mujer que desea sin pagar un precio terrible por ello. Y ahora, viéndote, empiezo a pensar que tú también lo estás pagando. —Necesito tiempo para conocerlo —admitió Danielle—. Seguramente podrás entenderlo. Su tía se recostó en su asiento, su voluminosa figura llenándolo por completo, y estudió a Danielle mientras llegaba el camarero con las tazas y la tetera. Les sirvió té a las dos, dejando la crema y el azúcar, que se sirvieron ellas mismas cuando el joven se alejó de la mesa. Tía Flora tomó, delicadamente, un sorbo de té mientras miraba a Danielle por encima de la taza. —Si te hubieras casado con Richard Clemens, no habría aceptado nunca un compromiso semejante y, ahora, ya serías su esposa en todos los sentidos de la palabra. Danielle desvió la mirada, ruborizada, aunque sabía que su tía tenía razón. —Tú y yo hemos pasado juntas más de cinco años, Danielle, y en ese tiempo he llegado a conocerte casi mejor de lo que tú misma te conoces. —¿Qué estás diciendo, tía? —El duque de Sheffield es un hombre guapo, lleno de magnetismo y es obvio que sientes una gran atracción por él. Está presente en tus ojos siempre que lo miras. Es igualmente evidente que el duque siente una atracción, más fuerte si cabe, por ti. Danielle no se molestó en negarlo. Aunque Rafael había vuelto a tratarla con la cortesía y la distancia que había mantenido antes, el deseo seguía vivo en sus ojos.

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—¿Qué estás sugiriendo, tía? —Libera a tu marido de su promesa. Permite que te haga el amor. Danielle se puso roja como un tomate. No era un tema que quisiera discutir con su tía..., no obstante le rondaba la idea por la cabeza desde hacía días. —Casi hemos llegado a casa. Una vez que estemos en Londres... —Una vez que hayamos llegado —dijo tía Flora—, te sentirás aún más insegura de lo que te sientes en este momento. Al compartir un camarote, como estáis haciendo, tú y tu marido habéis alcanzado cierto grado de intimidad el uno con el otro. Eso es importante en los asuntos entre marido y mujer. Si esperas, todo volverá a parecerte nuevo y desconocido, y olvidaréis la intimidad que habéis compartido en este viaje. Flora dejó la taza de té en el plato y cogió la mano de Danielle: —Sigue tus instintos, hija mía. Sé una esposa para tu marido. Danielle no dijo nada pero le asaltaron los recuerdos: la velada en la que se habían conocido, la manera en que la había buscado a ella entre el resto de las mujeres, la manera en la que la había mirado como si no hubiera nadie más en la habitación. A diferencia de las jóvenes que revoloteaban a su alrededor, turbadas por su elevada posición social y derritiéndose ante cada una de sus palabras, Danielle siempre se había sentido igual a él. Era sólo un hombre, al fin y al cabo, no la criatura divina que las mujeres parecían creer que era. Disfrutó de su compañía desde el principio, charlando fácilmente, descubriendo cuánto tenían en común. Recordaba los momentos robados en la terraza cuando Rafael la había cogido de la mano por primera vez y había sentido una emoción tan fuerte en el corazón que se había [ 195 ]


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mareado. Lentamente fue asimilando las palabras de su tía. Fueran cuales fuesen sus sentimientos por Rafael, lo deseaba. Al menos lo había admitido. —Gracias, tía Flora. Pensaré en lo que me has dicho. El rostro redondo y empolvado de su tía se arrugó con una sonrisa. —Estoy segura de que tomarás la acertada, hija mía.

decisión

más

Pero, muy en el fondo, Danielle ya había tomado la decisión. A partir de ese momento, era sólo cuestión de tiempo que liberase a Rafael de su promesa.

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Danielle necesitaba encontrar a su marido. Era tarde, bien pasada la medianoche, y aún no había regresado al camarote. Después de la cena, la había acompañado a su habitación, y entonces, de repente, se había ido. Danielle no lo había visto desde entonces. La duquesa caminaba intranquila por el camarote. El dobladillo del vestido de terciopelo burdeos que se había puesto para Rafael rozaba sus tobillos cada vez que se giraba. Lamentaba no haberle impedido que se marchara del camarote, no haberle hablado sinceramente, no haberle dicho las palabras que habrían puesto fin a la tortura que les atenazaba en las largas horas de la noche. Podía esperar hasta que llegara, pero cada noche regresaba más tarde que la anterior; el celibato que ella le había impuesto estaba atormentando su cuerpo, volviéndole más y más distante. Durante la cena había estado distraído y pensativo. Danielle creía que si lo libraba de su promesa, cambiaría de actitud. No estaba segura de adonde conduciría la intimidad o qué esperaba exactamente; sería doloroso, lo sabía, pero todas las mujeres lo soportaban, y estaba segura de que sólo lo sería la primera vez. Miró el reloj del barco que marcaba las horas encima de la diminuta chimenea, donde una pequeña lumbre ardía para combatir el frío. Había casi luna nueva, pero la mar estaba en calma y ella se negó a esperar más tiempo. Se había soltado el cabello en anticipación de lo que ocurriría esa noche, y una cascada de suaves rizos le caía por la espalda. Descolgó la capa de lana del perchero situado junto a la puerta, se la colocó alrededor de los hombros y se puso la capucha para cubrir sus brillantes rizos. El pestillo de la puerta se levantó fácilmente y Danielle salió al pasillo. [ 197 ]


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Era indecoroso salir a cubierta sin ir acompañada, pero era tarde y, aparte de un grupo de marineros que cantaban salomas cerca de la proa, no parecía haber nadie más. Se dirigió al salón, pero una vez allí, una rápida mirada le bastó para comprobar que Rafael no estaba. Era un hombre que siempre había necesitado actividad física y se imaginó que podía estar paseando por la cubierta. Se apretó la capa un poco más contra la brisa que inflaba las velas y se le ocurrió una idea extraña. Dando media vuelta, rodeó la cabina de cubierta en dirección a la popa y, desapareciendo entre las sombras, se encaminó hacia el rincón privado al que la había llevado las primeras semanas del viaje. Casi había llegado a su destino cuando una figura alta apareció delante de ella, bloqueando los tenues rayos de luna. Ella sonrió pensando que había encontrado a Rafael. —Vaya, ¡que coincidencia! —La voz de Carlton Baker llegó hasta ella, inmovilizándola en el sitio—. Parece que a los dos nos gusta esta parte del barco. Danielle tragó saliva. Últimamente el norteamericano le desagradaba más incluso que al principio de conocerlo. —Estoy buscando a mi marido. He pensado que podía estar aquí. A la luz de una linterna colgada de una jarcia a cierta distancia, reparó en el extraño brillo de los pálidos ojos de Baker. —Ya veo. En ese caso ¿qué le parece si la acompaño en su búsqueda? La compañía de Baker era la última cosa que deseaba. —Gracias, pero no hace falta. Si me disculpa, seguiré mi camino. Al pasar rozándolo, Baker la cogió del brazo.

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—¿Por qué no se queda y me hace compañía un rato? Ella lo miró, era un hombre grande y casi tan alto como su marido. —No me parece que sea lo adecuado. Y, ahora, por favor, déjeme pasar. Pero Baker no tenía intención de hacerlo. La había estado observando durante semanas, o al menos, eso pensaba ella. Últimamente se había vuelto más y más cautelosa. Acercándose a ella, la agarró fuertemente del brazo, la arrastró hacia él y, a la fuerza, la empujó contra la pared de la cabina cubierta. La capucha resbaló hacia atrás cuando Baker bajó la cabeza e intentó besarla, pero Danielle se resistió. —¡Suélteme! Baker se aplastó contra ella, acariciándole una mejilla. —Vamos ¿de verdad es eso lo que quieres? He visto cómo me mirabas. Sé lo que estás pensando, todas las mujeres sois iguales. Presa del asco, Danielle se defendió, comenzando a sentir realmente miedo. —¡He dicho que me suelte! Intentó besarla de nuevo y cuando ella volvió la cara, cuando intentó gritar, él le tapó la boca con la mano. Danielle sintió cómo se inclinaba para coger el borde de su falda, y empujar hacia arriba la tela que le cubría las piernas. Era fuerte y utilizaba su fuerza para mantenerla inmóvil contra la pared. —Serás mía —dijo—, y te gustará. Habría dicho algo más, si un instante después, su cuerpo no se hubiera despegado violentamente de ella como si fuera una marioneta tirada de unos hilos. Rafael lo obligó a girarse, y lo golpeó una vez, y luego [ 199 ]


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otra, derribándolo de espaldas y arrojándolo sobre la barandilla. Baker se recuperó, cargó contra él y le asestó un puñetazo en la mandíbula que lo hirió ligeramente. Rafael contraatacó y golpeó, primero un puñetazo, luego otro, hasta que le propinó un golpe lo bastante fuerte para estrellar a Baker contra la cubierta. Le llovió otro golpe, y otro más. Baker empezó a sangrar por la nariz y una mancha carmesí apareció en la pechera de su camisa. Rafael agarró al hombre por las solapas de su casaca, y le golpeó tan fuerte que se dio con la cabeza en la pared. Baker se derrumbó sobre la cubierta y, esta vez, no se levantó. Dado que Rafael había ganado la batalla, Danielle se acercó temblando y al volverse para mirarla, vio que le centelleaban los ojos. —¿Te encuentras bien? —masculló, casi murmurando la pregunta. Ella se limitó a asentir, absolutamente incapaz de hablar. Dejando a Baker desplomado en el suelo, Rafael la rodeó por la cintura y la instó a andar, y Danielle se dejó guiar por la cubierta hasta el camarote. Le latía el corazón de manera irregular, y un nuevo miedo le atenazaba la garganta. Sabía lo que Rafael estaba pensando, reconocía la mirada que había visto en sus ojos cinco años atrás, sabía que la creía responsable de haber alentado las insinuaciones de Carlton Baker, y aunque era inocente y no había obrado mal, sabía que su marido no la creería. Un suave sollozo le atenazó la garganta mientras descendían por la escalera que les conducía al camarote. Cuando Rafael abrió la puerta para dejarla entrar, los ojos de Danielle se llenaron de lágrimas. —Yo... yo no lo alenté —dijo ella—. Sé que no me crees, pero te juro que no lo hice. —Las lágrimas resbalaron por sus mejillas.

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La expresión de dureza, marcada por la tensión de la mandíbula, reflejada en el rostro de Rafael se transformó en horror. —¿Eso es lo que piensas? ¿Que creo que has tenido alguna culpa en lo ocurrido? Ella se echó a llorar entonces, y Rafael la arrastró a sus brazos; temblaba, ella se dio cuenta, aunque no podía imaginarse el motivo. Sosteniendo su nuca en la mano, Rafael presionó su mejilla contra la de ella y la mantuvo firme contra la suya. —Escúchame, Danielle, Carlton Baker es un granuja de la peor calaña. Cuando lo vi acosándote, quería matarlo. Quería acabar con su vida con mis propias manos. Lo habría desafiado, pero un barco no es el lugar más apropiado. He pensado que no querrías eso, y he preferido no empeorar las cosas. Se apartó un poco para mirarla. —Nunca he creído que hayas tenido nada que ver en lo que ha pasado, Danielle, ni por un instante. Las lágrimas se convirtieron en sollozos y él volvió a cogerla en sus brazos. Cinco años antes no la había creído. Nunca se hubiera imaginado que algo cambiaría. —No llores —dijo suavemente—, no por él. Ella trató de no llorar, y Rafael le secó las lágrimas de la mejilla con un dedo. —He salido a buscarte —dijo ella—. Necesitaba hablar contigo. —Ahora estoy aquí. Dime qué era tan importante como para sentir que tenías que ir en mi busca a medianoche. Danielle desvió la mirada. Había ensayado lo que le iba a decir, pero después de lo ocurrido, los nudillos de Rafael todavía inflamados y doloridos por la pelea que había [ 201 ]


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tenido, el momento ya no parecía oportuno. —No importa. Ahora no. Ella intentó zafarse pero Rafael la cogió del brazo, negándose a dejarla escapar. —Habla. Deja que sea yo quien juzgue si es importante o no —la obligó Rafael. Como de costumbre, no le dejó elección. Danielle se armó de valor: —Quería decirte que..., quiero liberarte de tu promesa. Sus ojos se oscurecieron durante un instante. Después, su mirada se volvió apasionada y feroz. —¿Eso te parece poco importante? Son las palabras más importantes que he oído en los últimos cinco años. Y entonces la besó. Danielle se inclinó hacia él. Rafael la llenó de besos, con las grandes manos enroscadas en sus cabellos, manteniéndola en el sitio mientras iniciaba su tierno asalto, tratándola con mimo y calmando sus miedos. —Nos lo tomaremos con calma —dijo—. No te presionaré para que des más de lo que estás dispuesta a dar. Pero mientras su boca le recorría la garganta, mordisqueaba el lóbulo de su oreja, y reclamaba sus labios en un beso más largo y profundo, pensó que estaba lista para cualquier cosa que él le tuviera reservada. La había creído, había confiado en que ella le decía la verdad. Su corazón se esponjó y la invadió un sentimiento de dulzura. Rafael había comenzado a desnudarla, sin mucho miramiento, despojándola de la ropa de forma rápida y eficiente hasta que los dos estuvieron desnudos. Aunque se había acostumbrado a desnudarse en su presencia, era la [ 202 ]


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primera vez que veía a Rafael completamente desnudo, y la vista de su miembro erecto le causó una honda fascinación. —No tengas miedo —dijo él, consciente de su mirada. —No lo tengo —respondió ella, mintiendo un poco. Danielle tembló cuando él reanudó los besos, besos largos y profundos que le producían vértigo. Sus labios recorrieron la garganta, se pasearon por los hombros y fueron a parar a los senos, donde capturaron un pezón erecto, y luego el otro, chupándolos y mordisqueándolos, alimentando el ardor que sentía entre las piernas. Se acercaron a la cama, Rafael provocándola y acariciándola, mordisqueando y saboreando su cuerpo hasta que las piernas se negaron a sostenerla; como si lo hubiera adivinado, él la levantó en brazos, la depositó en el centro de la cama y se acostó a su lado. Subiéndose encima de ella, se inclinó para besarla, el peso de su cuerpo hundiéndola en el colchón. Al sentir el roce del vello rizado y oscuro de su pecho contra sus sensibles pezones, su deseo se inflamó como una antorcha. Su torso se arqueó debajo de él, cada vez más inquieto. Buscaba el contacto con el cuerpo del hombre, alargado y musculoso. Sentía la fuerza de su erección. El miembro, erecto y duro, palpitaba al ritmo de los latidos de Rafael y aceleró los suyos. ¡Oh, cuánto lo deseaba! Danielle lo besó con fiereza, introduciendo la lengua en su boca, arqueándose bajo su cuerpo y urgiéndole para que la poseyera. Rafael gimió. —No quiero presionarte —dijo con brusquedad—, pero no sé cuánto tiempo más podré aguantar. —No quiero que esperes más, Rafael, por favor...

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Rafael emitió un sonido gutural con la garganta, entonces se colocó encima de ella y le separó las piernas con la rodilla. —Intentaré no hacerte daño. Ella no respondió, simplemente se removió inquieta, desesperada por estar más cerca de él. Por sentir esa parte de él que la reclamaba como su esposa. El miembro de Rafael tanteó la entrada a su cuerpo, luego la besó, larga y profundamente, y se hundió en su interior. El tiempo pareció detenerse. Por un instante, su cuerpo se tensó y apagó un grito de dolor. El cuerpo de Rafael se tensó. —He intentado no hacerte daño. ¿Estás bien? Se las arregló para asentir mientras era consciente del esfuerzo que él tenía que hacer para no dejarse ir. Los músculos de Danielle estaban tan tensos que temblaban cuando él le ofreció la oportunidad de ajustarse a su tamaño y longitud. —Lo peor ya ha pasado, amor mío. Ahora, relájate. Era un hombre grande y la llenó completamente, una sensación diferente a todo lo que ella se había imaginado. Y que, sin embargo, no era desagradable. De hecho..., reparó en que el dolor había desaparecido y lo había reemplazado una creciente urgencia que parecía aumentar a cada momento. —Me gusta sentirte dentro de mí... Se arqueó ligeramente hacia arriba, posición, acentuando la penetración.

probando

la

Rafael resopló. Su musculatura se tensó mientras se esforzaba por mantener el control, hasta que la tensión alcanzó su límite y, entonces, pareció aflojarse. Inclinándose sobre ella, la tomó con fuerza y rapidez, golpeándose contra ella como si no existiera otra [ 204 ]


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alternativa. Durante un instante su absoluto poder la asustó, y entonces el placer que había sentido antes comenzó a crecer en espiral dentro de ella, más y más, hasta que se olvidó del tiempo y del lugar. Su cuerpo, preso en una fina malla de deseo, echó a volar, enviándola a un lugar lleno de dulzura y dicha en el que nunca antes había estado. Gritando el nombre de Rafael, le echó los brazos al cuello y se abrazó a él. Al cabo de un momento interminable, volvió a ver la habitación y el éxtasis empezó a remitir. Rafael dejó de poseerla y se tumbó a su lado. La apoyó en el hueco de su brazo y Danielle se acurrucó contra él. Rafael la besó en la frente. —Que descanses, amor mío. Agotada dormida.

y

extrañamente

feliz,

se

fue

quedando

En plena noche, se despertó agitada. Sintiendo el cuerpo de Rafael próximo al suyo, fue a acariciarlo y se dio cuenta de que estaba excitado otra vez. Al levantar los ojos hasta su rostro, vio que estaba despierto y que la miraba. Danielle se inclinó hacia él, su cuerpo cobrando vida al recordar el placer que él le había procurado. Apretó los labios contra el pecho desnudo de Rafael. Sus brazos la rodearon. Como un león reclamando a su hembra, la montó, penetrándola con mucha menos resistencia que antes. Hicieron el amor despacio, dejando que el placer fuera en aumento, y al acabar él la recostó en su regazo y se quedó dormido. Danielle observó su respiración regular, el ascenso y el descenso de su pecho. Era su marido y sentía ansias de él. Pero lo había amado una vez, y ese amor había estado a punto de destruirla. [ 205 ]


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Durante minutos que parecieron horas, Danielle mirĂł al techo, decidida a que, por mucho placer que le proporcionara el cuerpo de Rafael, no volverĂ­a a enamorarse de ĂŠl.

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Era su última noche a bordo. Al día siguiente divisarían tierra, navegarían por el Támesis hasta los muelles de Londres y abandonarían el barco. Al día siguiente, el Nimble sólo sería un recuerdo. Ante la inminente partida de los pasajeros, el capitán había planeado una cena especial de despedida. Abajo, en su camarote, Rafael observaba cómo Danielle acababa de ponerse un vestido de terciopelo verde oscuro, de cintura alta, adornado con perlas diminutas e irregulares. De escote ligeramente bajo, era uno de sus atuendos favoritos; realzaba el tono verde de sus ojos y los reflejos rojizos de sus cabellos. Al principio, no quería ponérselo porque era el tipo de vestido que despertaba la admiración de un hombre, y estaría presente Carlton Baker, mirando a Danielle con resentimiento y a Rafael con abierta hostilidad, pero Rafael se negaba a permitir que Baker le estropeara la noche y pensaba que Danielle, en secreto, tenía muchos deseos de ponerse el adorable vestido. La estudió a unos pasos de distancia, admirando sus delicadas curvas, sintiendo una ola de deseo en el bajo vientre que se obligó a ignorar. Desde la noche que se había consumado su matrimonio, su relación había cambiado, y al mismo tiempo, seguía igual. Aunque Danielle confiaba en él lo suficiente como para entregarle su cuerpo, seguía mostrándose precavida y cuidosa en proteger su corazón. De alguna manera, Rafael lo agradecía. En los años que habían estado separados, había construido una muralla de protección a su alrededor. Recordaba demasiado bien el dolor de amar a alguien, conocía demasiado bien su fuerza viciosa y destructiva. No deseaba volver a experimentar esa clase de dolor nunca más.

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Era mejor no bajar la guardia, vigilar sus emociones y mantenerlas bajo control; lo que conseguía hacer la mayor parte del tiempo, excepto cuando estaban en la cama. En otras circunstancias, Rafael habría sonreído. Cuando hacían el amor, el deseo que sentía por Danielle era tan fuerte y tan febril como cinco años antes, volviéndolo loco de lujuria y destruyendo su valiosísimo control de sí mismo. Sin embargo, durante el día, él protegía sus emociones tan cuidadosamente como ella, y pensaba que eso era lo mejor, lo más seguro, si continuaban en esa vena. Rafael miró el reloj del barco situado encima de la chimenea del camarote. Estaba vestido y listo para la velada, elegante con una casaca gris oscura a juego con un chaleco de brocado color burdeos y un pañuelo blanco cuidadosamente anudado. Danielle también parecía lista, a excepción de los pequeños pendientes de perlas, que se estaba poniendo sentada delante del tocador de teca. Se le ocurrió lo perfecto que quedaría su regalo, el Collar de la Novia, con el elegante vestido que llevaba esa noche. Situándose detrás de ella, delante del espejo, la cogió de los hombros: —No te has puesto el collar que te regalé desde que salimos de Filadelfia. Supongo que lo habrás guardado en un lugar seguro durante la travesía. En el espejo, mientras acababa de ponerse el segundo pendiente, notó que a Danielle le temblaba un poco la mano. Le pareció que palidecía y Rafael se puso en guardia. —Si se lo has dado al capitán para que lo guarde en la caja fuerte, iré encantado a buscártelo. Él vio asomarse la cautela en los adorables ojos verdes de Danielle, además de otra cosa que no supo reconocer. Ella se apartó del espejo y, despacio, se puso en pie. Había un tono casi imperceptible de desafío en su voz:

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—El collar no está en la caja fuerte del capitán Burns. La verdad es que no está a bordo de este barco. Rafael hizo un esfuerzo por comprender. —¿Qué estás diciendo? —Lo siento, Rafael, pero robaron el collar el día que embarcamos. Debió de ocurrir justo después de la boda. No descubrí que lo habían robado hasta que ya estábamos en alta mar. —¿Por qué no me lo dijiste? —Quería hacerlo. —Por un instante, ella desvió la mirada—. Tenía miedo, miedo de lo que dirías. Ella no quiso mirarlo a los ojos, y eso le molestó. Había llegado a confiar en ella, y sin embargo... —¿Tienes idea de quién pudo haber robado el collar? — preguntó, procurando no cambiar el tono de voz. —No puedo imaginarme quién pudo hacer una cosa así. Lo único que se me ocurre es que fuera alguno de los sirvientes de la casa. Lo siento, Rafael, lo siento de verdad. Era una joya muy bella, y significaba mucho para mí. Pero no lo suficiente para ser sincera e informarle del robo. Aunque, por otro lado, habían estado años separados y ella no había hecho más que empezar a conocerlo de nuevo; era posible, tal y como había dicho, que tuviera miedo de su reacción. —Cuando lleguemos a casa, lo notificaré a las autoridades norteamericanas, ofreceré una cuantiosa recompensa. Es posible que aparezca y lo recuperemos — dijo Rafael. Ella entrelazó los dedos en su regazo: —Sí..., es posible. Como he dicho, era un collar sumamente hermoso. Qué cosa tan increíble. Rafael no podía dejar de pensar [ 209 ]


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en la leyenda que acompañaba al antiguo collar de perlas. No sabía si tenía algo de cierta, y en caso de serlo, qué consecuencias sufriría la persona responsable del hurto de una joya tan valiosa. Estudió la postura nerviosa de su esposa, su expresión preocupada, pero se dijo que debía ignorarlas. —En cualquier caso no hay nada que podamos hacer ahora mismo. No dejaremos que nos arruine la noche. Danielle no dijo nada, pero él pensó que le habían sorprendido un poco sus palabras. ¿De verdad creía que la culparía por la pérdida? —Supongo que esperabas que me enfadara. —Yo..., sí, pensaba que perderías los estribos. Esperaba que te enfureciera la desaparición del collar. Los labios de Rafael se curvaron en una ligera sonrisa: —Rara vez pierdo los estribos últimamente. Hago todo lo posible para asegurarme de que eso no pase..., aparte de mis encuentros con Baker, por supuesto. Sus miradas se encontraron y supo que ella estaba pensando en la paliza que le había dado al norteamericano y que no lamentaba en lo más mínimo. —Sí..., aparte del señor Baker. Danielle se apartó de la cómoda. Rafael le ofreció el brazo y ella lo aceptó apoyando los dedos en la manga de su casaca. Con el suntuoso vestido de terciopelo verde, Danielle estaba más bella de lo que él la había visto nunca. Sin embargo, mientras abandonaban el camarote, sintió la pérdida de las perlas y el sospechoso comportamiento de Danielle como un inquietante espectro que se hubiera instalado entre ellos.

Gregory Latimer, el capitán del Laurel, un barco que [ 210 ]


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hacía la travesía de Baltimore a Liverpool, se hallaba de pie, delante de la chimenea de su camarote. En su mano descansaba la joya más extraordinaria que había visto nunca. Sostenía el collar a la luz parpadeante del fuego, un hilo de perlas intercaladas con diamantes. Había aceptado el collar como garantía a cambio de la suma, el doble del dinero normal, que el pasajero había prometido abonarle una vez que hubieran llegado a Inglaterra. Era un trato al que no había podido resistirse. El capitán estudió las perlas, examinando su redondez perfecta, el increíble tono cremoso, experimentando la atracción casi irresistible que emanaba el collar. Deseaba que fuera de él, como nunca había deseado nada en su vida. Pero no podía comprarlo. La joya tenía que costar una pequeña fortuna, e incluso en el caso de que hubiera tenido tanto dinero, no creía que el dueño la vendiera. Tendría que robarla, y entonces prescindir de su propietario, un pensamiento tan impío que no podía creer que se le hubiese cruzado por la mente. Y, sin embargo, el collar lo tentaba, lo atraía, lo arrastraba poderosamente al lado oscuro de su alma. Gregory sonrió sacudiendo la cabeza. Puede que no fuera un santo, pero no era ni un ladrón ni un asesino. Devolvió el collar a su bolsa de raso y lo guardó en la caja fuerte de su camarote. Pertenecía a un hombre que se llamaba Robert McCabe, aunque Greg no creía ni por un instante que ése fuera su verdadero nombre. Es posible que McCabe no fuera capaz de reunir el dinero que necesitaba en los tres días siguientes a su llegada según lo acordado. De ser así, perdería el collar y él podría reclamar la posesión del fabuloso hilo de perlas y diamantes. Suspiró en medio del silencio que reinaba en su camarote. No iba a ocurrir. No existía ningún prestamista que se negara a conceder un préstamo sobre una joya tan exquisita como aquélla, y él tendría que conformarse con el [ 211 ]


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dinero extra que le pagaría McCabe por el pago atrasado de su pasaje. Latimer cerró la caja fuerte, con el collar dentro a buen recaudo, e intentó ignorar la extraña sensación de pérdida que experimentó una vez que el collar desapareció de su vista.

Danielle había regresado a Londres dos días antes, apenas el tiempo suficiente para deshacer el equipaje, con ayuda de Caroline, en la suite de la duquesa contigua a la del duque. Sólo habían transcurrido dos días y la seguridad de su mundo ya había comenzado a desmoronarse. Primero había aparecido la madre de Rafael, irrumpiendo en la casa desde los aposentos que ocupaba desde su viudez en un edificio separado en el lado este de Sheffield House con una mirada furibunda en el rostro. Encontró a su hijo y a su nuera en la biblioteca de dos plantas que su hijo utilizaba como despacho y se dirigió resueltamente en dirección a Rafael, plantándose delante de él con las manos apoyadas en las caderas. —¡No puedo creer que no me avisaras! —le espetó, señalando la cara de Rafael con un dedo acusador, sin inmutarse en absoluto ante el ligero endurecimiento de los hombros, considerablemente anchos, de su hijo—. ¡Podías haber dicho algo antes de marcharte precipitadamente a Norteamérica, dejando nada más que una breve nota! ¡De no ser por tus amigos, lord y lady Belford, me habría cogido completamente desprevenida el hecho de que volverías con la novia que abandonaste cinco años atrás! Rafael tuvo la gracia de sonrojarse, e hizo una reverencia exagerada a su madre. —Os pido disculpas, madre. En aquellos momentos, las circunstancias tomaron un rápido giro fuera de mi control. Me alegro de que Ethan y Grace vinieran a veros. [ 212 ]


Kat Martin —Yo también. No que estaba. Entonces, de cómo ese hombre ocurrido aquella noche

El collar de la doncella te puedes imaginar lo preocupada Ethan me habló de Jonas McPhee y había descubierto la verdad de lo con Oliver Randall.

El rostro de Rafael se esforzaba por ocultar su enojo. —Ya me he ocupado de Randall —afirmó Rafael. —Lo sé, de nuevo gracias a Cord y Victoria. —Entonces ya sabes todo lo que hay que saber del asunto. Danielle no fue culpable de ningún acto de mala conducta aquella noche. La duquesa hizo un gesto desdeñoso. Dijo: —Apenas sé nada, y espero un resumen detallado de todo lo ocurrido desde tu llegada a Filadelfia. Dado que se sabía que Danielle iba a contraer matrimonio con otro hombre, imagino que la historia será bastante entretenida. Aunque parecía incómodo, Rafael no contestó. Y Danielle pensó que seguramente le contaría a su madre muy poco de lo que había ocurrido. —En cualquier caso —añadió la viuda—, supongo que conocer la verdad sobre la inocencia de Danielle es lo único que importa. Con aire protector, Rafael rodeó a Danielle por la cintura: —Exactamente. Y lo que es aún más importante, he vuelto con una esposa. Pronto la casa estará llena de niños, tal y como ha sido tu mayor deseo. La viuda sonrió, radiante, pero las inesperadas palabras cayeron sobre Danielle como un golpe. Durante semanas se había negado a pensar en el engaño al que había inducido a Rafael, el secreto que debería haberle revelado pero que no lo hizo. En aquel momento le pareció el castigo adecuado por el dolor que Rafael le había causado.

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Cinco años atrás, ese hombre la había desechado como si fuera un mueble usado, la había obligado a vivir en el exilio con el corazón destrozado por una herida que le costó años curar y no había tenido nunca dudas. Cuando la había obligado a contraer un matrimonio que ella no deseaba, había sentido que él se había buscado lo que le esperaba. Una vez que había vuelto a Inglaterra, le asaltaron las dudas. Rafael era un duque, y como su esposa, ella tenía la responsabilidad de darle un heredero. Eso no iba a ocurrir y, ¡ay, Señor! Cuánto la aterrorizaba pensar lo que haría si algún día descubría el engaño. ¡Dios mío! La caída que había sufrido en Wycombe Park la había dejado incapaz de darle un hijo. Tarde o temprano, su esterilidad saldría a la luz. Ella había confiado en que, después de años de no quedar embarazada, Rafael creyera simplemente que algo no funcionaba entre ellos y aceptara lo que no podía ser. El nudo del estómago seguía allí incluso después de que la duquesa viuda hubiese concluido la reprimenda que había dirigido a su hijo. —Tienes toda la razón, por supuesto —concedió—. Estás casado y eso es lo único que importa. —Y, con una sonrisa cariñosa dirigida a Danielle, añadió—: Bienvenida a nuestra familia, hija. Después de lo ocurrido, nunca me imaginé que diría esto, pero me siento infinitamente contenta de que se hayan subsanado los errores del pasado y las cosas hayan acabado de esta manera. Danielle recibió un ligero abrazo que ella devolvió. —Gracias, excelencia. Su suegra sonrió aún más. —Ahora que los dos habéis vuelto finalmente a casa, tan pronto como estéis instalados celebraremos un baile, un espléndido baile para celebrar vuestro matrimonio. Rafael había preguntado a Danielle si deseaba que

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volviesen a casarse una vez que llegaran a Inglaterra y realizar una boda grande y apropiada para anunciar al mundo que ella era su duquesa, pero Danielle se había negado rotundamente. No se sentía muy segura de su regreso a la sociedad, e ir adaptándose poco a poco al curso de los acontecimientos le parecía un enfoque mucho más acertado. Tampoco le atraía mucho un baile, pero adivinaba por la expresión que había en el rostro de su suegra que su decisión era inquebrantable y, tal vez, necesaria, una manera de poner las cosas en su sitio de una vez por todas. —Creo que es una gran idea, madre —repuso Rafael—. Dejaré que os ocupéis de los detalles..., si mi esposa está de acuerdo. —Por supuesto. —No habiéndose sentido nunca muy atraída por la vida de sociedad, incluso antes del escándalo, Danielle se sintió aliviada—. He estado tanto tiempo fuera que no sabría por dónde empezar. —Entonces está decidido —dijo la duquesa viuda—. Déjamelo todo a mí. Danielle resistió el primer día en su nuevo y palaciego hogar, pero estaba agotada cuando subió a la primera planta y se acostó en la cama con dosel en la suite de la duquesa. Rafael no la visitó y se sorprendió al descubrir que añoraba su presencia a su lado, que echaba de menos su manera apasionada de hacerle el amor a la que se había acostumbrado todas las noches. Al día siguiente llegaron más visitas a la casa, tres mujeres en un aluvión de vestidos de invierno y capas forradas de piel. Era principios de noviembre, los días eran cada vez más cortos y fríos, la neblina de una húmeda mañana empañaba el aire. Danielle había conocido durante su noviazgo a los amigos del duque: Cord Easton, conde de Brant, y al capitán Ethan Sharpe, futuro marqués de Belford. Las mujeres que habían ido a visitarla eran las respectivas [ 215 ]


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esposas de Cord y Ethan, Victoria Easton y Grace Sharpe, junto con Claire Chezwick, hermana de Victoria. Grace era una joven delgada, de cabellos castañorojizos, llena de vida y con una sonrisa sincera y afectuosa. Victoria era más baja, tenía el cabello más oscuro y una figura ligeramente más voluptuosa. Claire era..., Claire no se parecía a nadie que Danielle hubiera conocido. Con el cabello largo y de un rubio muy claro y los ojos de un color azul lavanda, era increíblemente hermosa, y, sin embargo, no parecía ser consciente de ello. —¡Estamos tan contentas de conocerte finalmente...! — dijo Grace, saliendo a su paso y dándole un abrazo que no esperaba—. Desde el momento en que te vi, supe que eras la mujer perfecta para Rafael. Danielle enarcó sus rojizas cejas. —¿Cómo es posible que lo supieras? Grace se limitó a sonreír. —Porque nunca había visto al duque mirar a una mujer de la forma en que te miraba a ti. Por un instante pensé que se iba a convertir en un montoncillo de cenizas. Danielle no pudo evitar lanzar una carcajada. Aunque tuvieran otros problemas, en el lecho marital se consumían. —Creo que nos vamos a entender, Grace Sharpe. —Vamos a ser grandes amigas: todas nosotras; espera y verás. Danielle así lo esperaba. Le gustaba Victoria Easton — Tory como le gustaba que la llamaran—, y con su adorable ingenuidad, no existía nadie en el mundo capaz de resistir el encanto de Claire. Tomaron el té con pastas en el salón chino, una cámara de techos altos y grandes columnas de mármol negro y amarillo. Las gruesas alfombras persas, los jarrones bermellones y los muebles dorados y laqueados de estilo [ 216 ]


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oriental, la convertían en la sala más elegante de la casa. Victoria dio un sorbo de té de la taza de porcelana con el borde dorado y la depositó en el plato. —La madre de Rafael dice que va a organizar un baile, un baile espléndido, para celebrar vuestra boda, y nos ha pedido nuestra ayuda para organizarlo. Quiere que nos aseguremos de que no excluye a ninguno de tus amigos. La sonrisa desapareció del rostro de Danielle. —Me temo que no tengo muchos amigos..., no después del escándalo. Incluso si se declararan como tales, ahora que estoy casada con el duque, mi interés en ellos se ha desvanecido. —No te culpo —replicó Victoria sentándose un poco más derecha en el sofá—. Hay una diferencia entre los amigos de verdad y los conocidos. Incluiremos a tus conocidos y les haremos desear que hubieran sido lo bastante sabios para apreciar la amistad que descartaron tan fácilmente. Claire abrió desmesuradamente sus increíbles ojos. —¡Oh, no! ¿Qué me decís de vuestros maridos? Ellos tampoco creyeron a Danielle. Grace y Victoria se miraron, y Tory reprimió una sonrisa. —Nadie como mi hermana para decir la verdad sin rodeos. —Los dos lo lamentan muchísimo, Danielle —dijo Grace —. Se sentían tan mal por Rafael... No sabes lo mucho que sufrió. Según Ethan, cambió completamente. Era diferente. Pero Danielle no creía ni por un momento que ella hubiera tenido nada que ver. —Es más viejo, eso es todo, y un poco más reservado. No creía que Rafael hubiera sufrido. Si la hubiera [ 217 ]


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querido lo más mínimo, habría leído sus cartas, habría escuchado lo que ella intentaba explicarle. —Si el conde y el marqués lo lamentan —prosiguió Claire, siguiendo el curso de sus pensamientos— es posible que otros amigos tuyos sientan lo mismo. —Claire tiene razón —dijo Grace—. Tal vez deberías pensar en perdonarlos, igual que hiciste con Rafael. Pero no había perdonado realmente a Rafael. No del todo. Entonces había dicho que la quería. Si hubiera sido cierto, habría creído en su inocencia, la habría defendido ante sus acusadores. Sin embargo, no dijo nada de eso a sus nuevas amigas. —No hay necesidad de pensar en eso ahora —dijo Victoria amablemente—. En este momento, Danielle necesita una oportunidad para acostumbrarse a ser la esposa de Rafael. —Es bastante sobrecogedor —admitió Danielle—. Ahora que hemos vuelto a Londres, se espera de mí que desempeñe el papel de duquesa, y aunque hubo un tiempo en que estaba preparada para ello, ahora no es el caso. —Todo saldrá bien —le aseguró Claire—. Es cuestión de tiempo. —Y estoy segura de que tienes muchas cosas que hacer —dijo Victoria, depositando la taza y el plato en la mesita negra laqueada que tenía delante—. Que es, señoras, nuestro pie para salir de escena. Grace y Claire se levantaron de sus asientos. —Sólo una cosa más... —dijo Grace. —¿Sí? —Nos preguntábamos..., verás, una vez a la semana, las tres nos reunimos en mi casa para observar los astros. Nos gustaría que nos acompañaras. Tengo el telescopio [ 218 ]


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más maravilloso para explorar los cielos, un regalo reciente de Ethan, y otro más pequeño, pero también muy bueno. Estudiar las estrellas es una de mis aficiones desde hace tiempo. —Grace nos ha estado enseñando los nombres de las constelaciones —dijo Claire, alegremente—, y los antiguos mitos griegos que las acompañan. No te imaginas lo hermoso que es el cielo a través de los maravillosos objetivos de Grace. —No tienes que sentirte obligada —Grace se apresuró a añadir—, sólo hemos pensado...., bueno, esperábamos que lo encontraras interesante. Danielle sintió una ola de afecto en su interior. Tal y como había dicho, desde el escándalo, tenía muy pocos amigos. —Será un placer asistir. Muchas gracias por invitarme. —Nos reuniremos el próximo jueves —dijo Grace—. A menudo los hombres también vienen, aunque ellos acostumbran a esfumarse en el despacho de Ethan para tomar un coñac o dos. Estaremos encantadas si Rafael te acompaña. —Gracias. Se lo diré —contestó Danielle. Las mujeres abandonaron la casa, y Danielle se quedó, por fin, a solas. Parecía que su vida iba ganando visos de normalidad. Es posible que con el tiempo, las cosas funcionaran. Al menos eso pensó hasta que, tres semanas después, Cord Easton se presentó en la casa llevando su regalo de bodas en una de sus grandes manos. El increíble hilo de diamantes y perlas conocido como el Collar de la Novia.

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La leña ardía en la chimenea de mármol verde oscuro situada en el rincón de la biblioteca de dos plantas que también hacía de despacho de Rafael. Rafael se hallaba de pie, de espaldas al fuego, cuando Wooster, su mayordomo de cabellos plateados, anunció una visita y Cord había entrado en la habitación. Su amigo se había unido a él delante del fuego y ahora los dos hombres se hallaban de pie, combatiendo el frío reinante, mientras Rafael contemplaba el increíble collar de perlas intercaladas con diamantes que Cord le había depositado en la mano. —No esperaba volver a verlo —dijo Rafael, admirando la perfección de la exquisita joya. —Asombroso ¿verdad? —Increíble. Dime otra vez cómo lo has encontrado. —No lo he encontrado. Me encontró él a mí. Recibí un mensaje de un prestamista de Liverpool. Como sabes, a veces colecciono piezas excepcionales, en su mayoría arte y escultura, pero ocasionalmente alguna joya que creo que a Victoria podría gustarle. He comprado cosas a ese comerciante antes. Tiene muy buena reputación en el comercio de antigüedades. Rafael mantuvo un férreo control de las emociones que sentía, de las dudas que lo asaltaban. Concluyó: —Y te mandó una carta describiendo el collar. Cord asintió: —De hecho, no estaba en venta. El hombre que lo empeñó disponía, por supuesto, de treinta días para pagar la mercancía, pero el comerciante no creyó realmente que volvería. Al decirme que os habían robado la joya, se despertó mi interés, y dado que tenía algunos negocios en [ 220 ]


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esa parte del país, viajé allí la semana pasada. —¿Y el comerciante accedió a venderla? —Una vez que lo convencí de que el collar era propiedad robada, se alegró de aceptar la cuantiosa suma que le ofrecí. Sabía que lo querrías, al precio que fuese. —Le diré a mi abogado que te mande una orden de pago. —Que aceptaré encantado dado que es la segunda vez que compro el dichoso collar. Rafael casi sonrió recordando el viaje en el que el collar había guiado a su amigo, y a la esposa que Cord había tomado por su causa. Sin embargo siguió mirando el collar, observando el extraño brillo que despedía a la luz de las llamas. —Danielle piensa que lo robaron el día que partimos de Filadelfia, y que el ladrón fue uno de los criados de la casa donde se alojaban su tía y ella. Pero si lo has encontrado en Liverpool, tiene que haber desaparecido después de que subieran a bordo. —Es posible que alguno de la tripulación lo robara del equipaje de Danielle antes de que éste llegara a vuestro camarote. Sus dedos acariciaron las perlas. —De ser así ¿cómo es que acabó en Liverpool cuando el barco atracó en Londres? —Rafael lo miró a los ojos—. ¿Te facilitó el comerciante en antigüedades una descripción del hombre? Cord sacó una hoja doblada de un bolsillo de su chaleco. —Me imaginaba que lo preguntarías. Escribí lo que dijo. Rafael desdobló el papel y leyó la descripción en voz alta: [ 221 ]


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—Cabello castaño, ojos oscuros, algo más alto que la media. —Levantó la vista hacía él—. Dice aquí que por su manera de vestir y de hablar el comerciante pensó que se trataba de alguien de clase alta. Eso fue lo que dijo. —Entonces, no era un marinero —dedujo Rafael. —Según parece no —dijo Cord, con aire incómodo. —Ahora cuéntame el resto. Cord murmuró algo entre dientes. Hacía demasiado tiempo que se conocían para intentar guardar secretos. —El comprador dice que sus empleadas femeninas se habían puesto muy nerviosas al verlo. Según parece era un hombre extraordinariamente bien parecido. Rafael se esforzó por dominar un conato de duda y un inoportuno brote de celos. Sus largos dedos se cerraron alrededor de las perlas. —Quiero que se encuentre a ese hombre. Quiero saber cómo se apoderó del collar y quiero que lo castiguen por robarlo. —En ese caso, supongo que contratarás a McPhee. Asintió. —Si alguien puede encontrarlo, es Jonas. Rafael se alejó de la chimenea y se sentó delante de su mesa. Volviendo a colocar las perlas en su bolsita de raso, las depositó suavemente en la pulida superficie, y cogió un pliego. Cogiendo una pluma blanca, la mojó en un tintero de cristal y garabateó una nota para Jonas, lo secó con la ayuda de un secante, y lo selló con una gota de cera. —Se la daré a uno de los lacayos para que la entregue —dijo, sosteniendo la nota en alto mientras volvía a reunirse con Cord, delante del fuego—. Quiero que McPhee comience la búsqueda lo antes posible. [ 222 ]


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—¿Qué dirá Danielle? —preguntó Cord. Rafael sintió una ligera opresión en el pecho. —No le contaré nada de momento. No hasta que sepa qué ocurrió exactamente. Habiendo tenido sus propios problemas maritales en el pasado, Cord no dijo nada. Rafael rezó para que su intuición lo engañara y Danielle le hubiera dicho la verdad. Pero la incertidumbre lo corroía por dentro mientras abandonaba el estudio con la nota, y su preocupación iba en aumento.

Un viento frío de diciembre azotaba las ramas desnudas de los árboles y arrastraba hojas secas contra las paredes encaladas de la pequeña casa de labranza. Debajo de la pesada techumbre, un fuego crepitaba en la chimenea, caldeando el acogedor interior de techos bajos. Sentado en un cómodo sillón no lejos del fuego, Robert McKay saboreaba un vaso de whisky. Enfrente, sentado en el sofá, su primo Stephen Lawrence acabó su bebida y se levantó para servirse otra. —¿Quieres otro, también? Robert denegó con un gesto y removió el líquido ámbar que había en su vaso. —Sigo sin poder creerlo. Es absolutamente increíble. Stephen volvió a llenar su vaso, cerró la botella y regresó a su asiento. Era cinco años más mayor que Robert, de la misma estatura y con un cuerpo fuerte y musculoso. Su pelo tenía el mismo tono castaño, pero los ojos de color avellana eran un legado de su madre, la tía de Robert. —Increíble pero cierto —repuso Stephen—. Mi madre esperó un año después de tu partida para contar todo lo [ 223 ]


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que sabía. Una vez que lo hizo, todo se fue esclareciendo. —En tu carta decías que un tal Clifford Nash había asesinado al conde de Leighton, el hombre al que supuestamente yo había asesinado. —Así es. —Y tú crees que el conde era mi padre... —No sólo tu padre, amigo mío; tu padre legítimo. Nigel Traman se casó con tu madre en la vieja iglesia de Santa Margarita en el pueblo de Fenwick-on-Hand, seis meses antes de tu nacimiento. Mi madre fue testigo de la boda. Según ella, Nigel y Joan se habían visto durante muchos años, cada vez que él visitaba la casa campestre de sus padres. Se habían enamorado, y cuando la dejó embarazada, se casó con ella. Por supuesto, su padre seguía vivo, de modo que no era conde todavía. —Mi madre fue siempre tan reservada en cuanto a mi padre... Me dijo que se llamaba Robert McKay y que había muerto en la guerra. Decía que su familia enviaba el dinero del que vivíamos, que pagaban mi educación. Nunca llegué a conocerlos. Mi madre decía que no habían aprobado su matrimonio. —Robert McKay, el hombre cuyo nombre llevas, era un antiguo pretendiente de tu madre con quien mantuvo amistad incluso después de haberse casado con el conde, un matrimonio que apenas se reconoció. El conde y la condesa se mostraron muy descontentos con la elección de su hijo, al ser tu madre una plebeya, por lo que le pagaron para que mantuviera el secreto. —Nunca pensé en mi madre como una persona a quien el dinero le interesase particularmente —dijo Robert. —Según lo que me contó mi madre —detalló su primo —, no se trató sólo de dinero. Recibió numerosas amenazas, incluida, según tengo entendido, la de tu posible desaparición. El conde de Leighton era un hombre extremadamente poderoso, obligó a su hijo a regresar a [ 224 ]


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Londres y, finalmente, lo casó con una mujer de una familia aceptable. —Pero según tía Charlotte, nunca tuvieron hijos. —Correcto. Lo que situaba a Clifford Nash, un primo lejano, como heredero al título, siempre y cuando tú te mantuvieras fuera de la escena. —Lo que explica, claramente, sus motivos para el crimen y la razón por la que quería que yo apareciera como el autor del asesinato del conde. —Exactamente —repuso Stephen—. Tal y como lo recuerdo, recibiste una nota que procedía supuestamente de Molly Jameson, la viuda que habías estado viendo. —Así es. —No sé qué papel jugó Molly en el asunto, pero ahora está claro que Clifford Nash se hallaba detrás de la nota. Robert recordaba muy bien el intencionado encuentro. Había recibido un mensaje de la joven viuda con la que mantenía relaciones desde hacía casi un año, en el que lo invitaba a reunirse con ella en una posada de posta que se llamaba Boar and Hen, en la carretera de Londres. Era más lejos que los lugares habituales que ella elegía para sus encuentros, pero se le ocurrió que tal vez había estado en la ciudad y pernoctaba allí de vuelta a casa. Incluso después de haber abierto la puerta de la habitación, situada encima de la taberna, que debería haber cogido ella y haber oído un tiro de pistola, no se le ocurrió que pudieran acusarle de asesinato. La víctima, que resultó ser el conde de Leighton, había recibido un balazo en el pecho y se había derrumbado a los pies de Robert. —¿Qué diablos...? Robert se quedó estupefacto, el agrio olor a pólvora quemándole la nariz. Al levantar la vista vio a un hombre [ 225 ]


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que salía de las sombras, y sintió la culata de la pistola humeante contra su mano. El hombre dio media vuelta, y huyó saltando por la ventana al tejado, y una docena de personas se arremolinó fuera de la habitación, en las escaleras. Aturdido, Robert se quedó inmóvil mientras la puerta se abría de un portazo y entraba corriendo un hombre grande y barbudo. —¡Mirad! ¡El bastardo ha asesinado al conde! Robert soltó la pistola. —¡Cogedlo! —gritó un hombre más pequeño que empuñaba un cuchillo. Había avidez de sangre en su mirada y Robert hizo la única cosa que se le ocurrió: correr hacia la ventana y desaparecer por el tejado, igual que había hecho el asesino. En el caos que se desató, consiguió recuperar su caballo, saltar a lomos del animal y cabalgar como un loco hasta perderse en la oscuridad. Sus únicas posesiones eran unos cuantos chelines en el bolsillo y el caballo que montaba. Si lo capturaban, era seguro que lo ahorcarían. Robert se dirigió a Londres, desesperado por encontrar una vía de escape. Ahora, sentado delante del fuego, se removió en su asiento y los recuerdos se desvanecieron, mientras bebía un trago de whisky. —De manera que Nash asesinó al conde para conseguir su título y su fortuna. ¿Cómo crees que se enteró de mi existencia? —dijo Robert. —No estoy muy seguro. El párroco y su esposa habían fallecido. Mi madre sabía la verdad, por supuesto, pero también había recibido dinero de lord Leighton y amenazas si se atrevía a hablar. Debió de ser tu padre quien se lo dijo a Nash.

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Robert se enderezó un poco en el sillón. —¿Por qué haría una cosa así? —Supongo que Nash debía de pensar que era su heredero. Es posible que Leighton se creyera en la obligación de decirle la verdad. —Una decisión poco afortunada, según parece. —Desde luego. Creo que existen muchas posibilidades de que el conde fuera camino de encontrarte cuando lo asesinaron. Robert soltó una risotada. Exclamó: —¡Después de veintisiete años!

haber

esperado

nada

menos

que

—Estaba casado con la hija de un lord, un matrimonio ilegal sin duda, pero que aparentemente se sintió obligado a conservar. Por lo que he podido descubrir, Elizabeth Truman falleció hace cuatro años, razón por la cual, creo yo, el conde decidió buscarte. Robert meditó las palabras de su primo. De jóvenes, Stephen había sido amigo suyo. Con el paso de los años, la amistad se había enfriado, pero después del asesinato, una vez que Robert había llegado a salvo a Norteamérica, había escrito a su primo explicándole lo ocurrido, expresando su inocencia y pidiéndole ayuda. Stephen se había puesto inmediatamente a trabajar. Una vez que su madre le contó toda la verdad, comenzó a reunir otras informaciones que finalmente lo condujeron a la verdad sobre el nacimiento de Robert y la razón por la que Clifford Nash había intentado que lo colgaran. —Habría sido una jugada perfecta —dijo Stephen—, si no hubieras escapado de la posada aquella noche. Seguro que te habrían colgado y no habría habido ninguna posibilidad de que saliera a la luz que tú eras el heredero legítimo del conde.

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«Soy un conde. Y no un conde cualquiera, sino el poderoso conde de Leighton.» —Si me encuentran, todavía podrían colgarme. —Debes tener cuidado, Robert. —¿Estás seguro de que hay pruebas de que soy el hijo legítimo del conde? —Mi madre sigue viva y, según parece, todavía existen los registros de Santa Margarita. No creo que Nash sepa dónde se celebró el matrimonio, de lo contrario, es más que probable que hubieran desaparecido. Robert estiró sus largas piernas hacia delante. Era un conde, no un simple abogado que trabajaba para ricos hacendados, que tenían propiedades cerca de Guilford, donde él había vivido. Como conde de Leighton, tendría dinero de sobra, más que suficiente para cancelar el contrato de servidumbre y pagar la deuda que tenía con el collar. Incluso si no podía rescatar las valiosas perlas del prestamista en el período de gracia, podría comprárselas a quien las adquiriera. Y podría devolver el collar a la duquesa con la cabeza bien alta. Y volvería a ver a Caroline. El pensamiento lo llenó de una dolorosa añoranza. Robert había conocido un sinfín de mujeres. Le gustaban y se sentía cómodo con ellas. Pero nunca había conocido a una mujer de carácter tan dulce y tierno como Caroline Loon. Desde el principio, lo había forzado a confiar en ella, y luego había creído sinceramente en su inocencia. Caroline tenía el don de ver dentro de un hombre, de descubrir la persona que era realmente. Derramaba su bondad sobre las personas que la rodeaban, y les llegaba al alma como le había llegado a él. La había echado de menos más de lo que nunca hubiera imaginado y deseaba con todas sus fuerzas volver a verla.

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Miró a su primo, cuyos ojos color avellana reflejaban el fulgor de la lumbre. —Bien ¿y cómo hacemos para probar que Clifford Nash es el hombre que asesinó al conde? Stephen lo inspeccionó mirándolo por encima de su vaso de whisky. Dijo: —Nash o un asesino a sueldo. Encontrar pruebas no será fácil. —Has dicho que Nash vive en Londres. Tal vez debería ir allí. —Debes alejarte de la ciudad a toda costa, Robert. Has estado ausente tres años. Nash debe seguir creyendo que has muerto o que has abandonado el país. Si tiene la más ligera sospecha de que estás en Inglaterra, de que, incluso, tienes el presentimiento de lo que ha hecho, puedes considerarte hombre muerto. El rostro de Robert reflejó pesadumbre. No era idiota. No quería morir, pero Caroline estaba en Londres. Si pudiera volver a verla otra vez..., tal vez descubriría que se había equivocado, que no era diferente del resto de las mujeres, que sus sentimientos hacia ella habían cambiado. Incluso si lo intentaba, Robert no conseguía creérselo. —¿Me estás escuchando, Robert? Tienes que hacerme caso. Déjame seguir investigando, a ver qué más puedo averiguar. Quédate aquí, Robert, donde estás a salvo. Asintió, sabiendo que su primo tenía razón. Pero era difícil quedarse cruzado de brazos, y no estaba seguro de que aguantase mucho tiempo más.

Danielle estaba sentada delante del tocador de su dormitorio, intentando reunir el coraje para soportar otra cena aburrida en compañía de Rafael, quien, amablemente, se retiraría a su estudio en el momento en que acabaran de [ 229 ]


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cenar. Las dos últimas semanas había estado tan distante, tan extrañamente remoto, que era como si el tiempo que habían pasado juntos a bordo del barco nunca hubiera existido. Danielle suspiró. Le molestaba, aunque parte de ella se alegraba. Mientras Rafael guardara las distancias, su corazón no corría peligro. Que era exactamente lo que ella quería ¿verdad? Levantó la vista al escuchar un ligero golpe en la puerta. Caroline entró apresuradamente, como siempre hacía, llenando la habitación con su alegre presencia. —Se hace tarde, ya deberías estar arreglada para la cena. ¿Has pensado ya en lo que vas a ponerte? —¿Qué tal algo negro? Es lo que mejor iría con mi estado de ánimo. Aunque ella y Rafael eran ya marido y mujer, últimamente ella apenas lo veía. Había visitado su lecho muy pocas veces, e incluso cuando hacían el amor, parecía extrañamente retraído. —Se trata del duque ¿verdad? —La voz de Caroline se abrió camino entre sus pensamientos—. Está muy distante estos días. —Por decirlo de una manera amable. Se comporta como la noche que lo vi por primera vez en el baile de Viudas y Huérfanos. Recuerdo haber pensado que se había convertido en la clase de hombre estirado y cortésmente aburrido que no me atraía en absoluto. —Desde luego se comporta de un modo bastante peculiar —observó Caroline—. Cuando me lo encuentro, me parece que paso junto a un tigre enjaulado. Por fuera parece calmado, pero por dentro es como un felino agazapado, listo para saltar. Era cierto, y Danielle tenía las ganas más ridículas de pincharlo para que perdiera el estricto dominio que ejercía [ 230 ]


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sobre sí mismo. Miró por encima del hombro al armario que había en un rincón. —Estoy pensando que quizá debería ponerme el vestido de raso color esmeralda, el que tiene el escote muy bajo. Cuando regresó a Londres, a instancias de la duquesa viuda, se había hecho con un nuevo guardarropa. —Eres la duquesa de Sheffield —le había dicho su suegra—. Es hora de que te vistas como tal. Salvo por las tediosas pruebas de los vestidos, no era ningún sacrificio lucir los nuevos vestidos de mañana, tarde y noche que había comprado. Caroline sacó el vestido del armario ropero, y lo depositó encima de la colcha color ámbar que cubría la cama con dosel. Los marfiles y dorados de los muebles y las alfombras, a juego con las cortinas, daban un toque femenino adorable a la habitación que la madre de Rafael había redecorado para la mujer que algún día se convertiría en su esposa. Caroline examinó el vestido, calculó el atrevido escote, y arqueando una de sus cejas dijo: —Si te pones esto, espero que la duquesa viuda no os acompañe en la cena. Danielle se acercó para examinar el vestido. El corpiño de raso estaba diseñado para realzar los senos, dejándolos casi prácticamente expuestos a la vista, mientras la falda, estrecha y del mismo tejido, se abría casi hasta la rodilla con una abertura ribeteada por bordados dorados de diseño griego. —La duquesa viuda tiene planes para esta noche —dijo Danielle, sus dedos recorriendo la textura lisa y uniforme del raso—. Veremos si Rafael puede mantener su enojosa distancia mientras llevo esto. Caroline se rió y se puso a buscar el resto de las prendas que necesitaba Danielle, la camisola, las medias y [ 231 ]


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las ligas, un par de sandalias de piel de cabritilla de color esmeralda y abiertas por detrás. A medida que pasaban los minutos cambió la expresión de su cara. Danielle había visto esa últimamente, muy a menudo.

mirada

de

infelicidad,

—¿Qué ocurre, querida? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta. Caroline se dejó caer sobre la cama con dosel, con los hombros caídos. —Se trata de Robert. No puedo dejar de pensar en él, Danielle. Primero, me preocupa que esté a salvo, luego pienso que, quizá, todo era una mentira y que nunca se preocupó ni un ápice por mí, que sólo hizo ver que me quería para que lo ayudara a conseguir el dinero que necesitaba. Miró a Danielle con expresión de angustia y las lágrimas le llenaron los ojos. —Le di tu maravilloso collar. Si lo que buscaba era dinero, salió mucho más beneficiado de lo que nunca se hubiera imaginado. Danielle se compadeció de su amiga. No había manera de conocer la verdad, y Danielle se preguntaba si Caroline volvería a ver nunca al hombre al que amaba. —No debes perder la esperanza. En su día confiaste en él y no eres ninguna necia. Caroline se secó las lágrimas, en medio de una respiración temblorosa. —Por supuesto, tienes razón. —Y como si apartara los pensamientos dolorosos, sacudió la cabeza, alborotando los rizos, pálidos y rubios—. Lo siento, ya sé que es una tontería, pero es que lo echo tanto de menos... Danielle estrechó la delicada mano de su amiga.

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—No debes preocuparte, querida. Con el tiempo todo funcionará. Caroline asintió. Volvió a mirar el vestido de raso y sonrió. —Mientras tanto, quizás mejorar su mal humor.

una

de

nosotras

pueda

Acercándose a la cama, Danielle cogió el atrevido y escotado vestido que había comprado por un capricho cuando elegía su nuevo vestuario. —Creo que me dejaré el cabello suelto —dijo, levantando una mano para quitarse una de las horquillas que lo mantenía sujeto. Caroline puso los ojos en blanco. —Ojalá pudiera volverme invisible y asistir a la cena. Danielle se quedó mirando fijamente el vestido, observando cómo la luz de la lámpara bailaba sobre el brillante raso, reluciendo en los diseños griegos cosidos con delicados hilos dorados. —Tal vez esta noche acabe siendo un poco más interesante de lo que fue la semana pasada. Caroline miró a Danielle y ambas sonrieron.

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Vestido con una casaca burdeos y un calzón gris perla, Rafael esperó hasta el último momento antes de bajar por la amplia escalera de mármol y dirigirse al comedor para cenar. A petición suya, la cena se serviría en el gran salón comedor, donde Danielle y él se sentarían a una larga mesa de palisandro con incrustaciones y veinticuatro sillas. El techo estaba decorado con molduras doradas, talladas de manera ornamentada. Tres candelabros de cristal colgaban sobre la mesa, y un fuego ardía en una enorme chimenea de mármol con adornos dorados instalada en una de las paredes. Aunque Rafael prefería generalmente la atmósfera más íntima del salón amarillo, donde podían comer más informalmente, después de la visita de Cord había ordenado que les sirvieran las comidas allí. Aunque no había llegado tan lejos como para sentar a Danielle en el extremo opuesto de la mesa, la sala en sí tenía un aire más formal, menos personal, y hasta que descubriera la verdad de lo ocurrido con el collar, se negaba a intimar con ella más de lo que ya lo había hecho. Al pie de la escalera, Rafael aguardaba que apareciera Danielle para acompañarla al salón, intentando no pensar en el collar ni en el posible significado de su desaparición. Aunque no culpaba a su esposa de la pérdida, le hubiera gustado que se lo comunicara en su momento, que hubiera confiado en él lo bastante para decírselo. Y, en el fondo, estaba bastante convencido de que la historia que ella le había contado no era totalmente cierta. Mientras comprobaba la hora en el reloj de pie situado en la entrada, Rafael lanzó un suspiro. Danielle no era la joven ingenua de la que él se había enamorado cinco años atrás. Era una persona diferente, una a la que apenas

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conocía, y no estaba dispuesto a bajar la guardia y arriesgarse hasta que averiguara la verdad sobre el collar. El suave sonido de unas pisadas en la alfombra desvió su atención hacia el rellano superior de la escalera. Al levantar la vista vio que Danielle comenzaba a descender por la escalinata de mármol. Durante un instante se quedó mirándola fijamente. Con su elegante vestido de raso color esmeralda, parecía una aparición, una diosa que hubiera descendido a la Tierra. Le golpeó el deseo, y sintió una tensión casi dolorosa en la entrepierna. Su miembro se puso duro y, aunque frenó el ansia que le crecía dentro a medida que ella se acercaba, eso fue lo único que pudo hacer para no subir la escalera, cogerla en brazos y llevarla hasta la cama. En cambio permaneció inmóvil como una estatua, mirándola fijamente como haría un joven imberbe. Esa noche llevaba su espesa cabellera rojiza suelta, cosa que rara vez hacía, recogida encima de las orejas por unas peinetas con incrustaciones de perlas, dejando que el resto se derramase por la espalda. Rafael recordaba el tacto sedoso de los rizos contra su piel cuando hacían el amor, y su lujuria aumentó. Danielle llegó a su lado y le sonrió: —Esta noche tengo un apetito voraz. ¿Y tú? La boca se le secó. Rafael la escudriñó hasta que sus ojos se detuvieron en los turgentes senos que el escote del vestido dejaba casi desnudos. —De repente yo también siento un apetito increíble. El suave tejido de raso moldeaba los redondos promontorios y el oscuro valle que los separaba, y Rafael quiso rasgar el vestido por los hombros, para dejar libres los seductores senos e introducirlos en su boca. —¿Vamos a cenar? —preguntó suavemente. —Oh, sí. Por favor —replicó ella, cogiéndose de su [ 235 ]


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brazo y aprovechando para rozarlo con uno de sus exquisitos senos, lo que provocó tal espasmo en el estómago de Rafael que apenas pudo contener un gemido. En el salón-comedor, Rafael la sentó a su derecha, y luego ocupó su lugar a la cabecera. Aunque había elegido esa habitación para que pudieran mantener la distancia, ahora le pareció que ella estaba demasiado lejos. —He hablado antes con el cocinero —dijo Danielle—. Esta noche cenaremos ganso asado. Rafael la miró, sintió una fuerte sacudida de deseo, y pensó que su ganso ya estaba bien asado. Danielle siempre había sido una tentación irresistible, y de ninguna manera conseguiría resistirse a ella esta noche. La verdad era que de no haber sido por los lacayos estacionados junto a la pared para servir la cena, habría barrido la mesa de obstáculos de un manotazo y la habría tomado allí mismo. Danielle retiró un mechón rojo como el fuego que le caía por encima de su hombro y se inclinó hacia delante para sentarse más cómodamente en la silla de respaldo alto. Durante un instante, el vestido se ahuecó y creyó haber visto fugazmente el rosado botón de uno de sus pezones. Lo más seguro es que no, se dijo, pero realmente no importaba. La imagen había aparecido en su cerebro y se quedó allí como si se la hubieran marcado a fuego. —Creo que bebería un vaso de vino —dijo ella, y uno de los lacayos se apresuró a llenar su pesada copa de cristal. Mientras el joven le servía el vino, Danielle sacó su servilleta del servilletero dorado y se la colocó encima de su regazo. El lacayo lanzó una mirada furtiva a los adorables senos, y Rafael estuvo a punto de saltar de su silla. Quería coger al joven lacayo por la solapa de su traje de librea, arrastrarlo fuera del salón y propinarle un puñetazo en la cara. Rafael se obligó a respirar hondo y soltar el aire [ 236 ]


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despacio. ¡Por el amor de Dios, el muchacho era un ser humano! Y Rafael no era idiota. Recordaba muy bien adónde lo habían llevado sus celos irracionales. Si no hubiera estado tan apasionadamente enamorado de Danielle, tan salvajemente celoso, la habría escuchado aquella noche, en lugar de destruir cinco años de sus vidas. Era un error que no volvería a cometer y la razón por la que se esforzaba tanto para controlar sus emociones, una tarea casi imposible cuando se trataba de Danielle. La cena continuó, cada plato más exquisito que el anterior, aunque todos resultaban igual de insípidos a Rafael, que no podía apartar su pensamiento de Danielle y de las maneras en que le haría el amor una vez que hubiera acabado la larga y condenada cena. —¿Cómo van los preparativos del baile? —preguntó de manera insulsa, procurando que no lo traicionara el tono de voz. —Tu madre ha fijado la fecha para este viernes no, al otro. El Parlamento no habrá reanudado las sesiones, por lo que no habrá tanta gente en la ciudad como habría después de principios de año, pero está impaciente porque reiniciemos nuestra vida social. —A mi madre le gustas mucho. Siempre le has gustado —admitió Rafael. —Me odió durante más de cinco años. Rafael se encogió de hombros. —Es una madre, protectora de su único hijo. —Ella creía que te había herido. ¿Lo hice? —preguntó Danielle. Sintió una punzada en el corazón al pensar en los dolorosos recuerdos. —Gravemente.

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Danielle apartó la mirada y él pensó que tal vez no le había creído. Tal vez era mejor así. Desplazaron la conversación hacia temas más seguros, hablaron del frío glacial típico del mes de diciembre, comentaron cierto artículo descabellado del periódico de la mañana, mantuvieron una conversación insípida y aburrida cuando lo que él quería era arrastrarla de la silla y llevársela a la cama. Cada vez que se movía en la silla, la erección presionaba intensamente contra el calzón, y lo hacía maldecir en silencio. Justo entonces llegó un lacayo y prestaron su atención a las tartitas de cerezas que el joven depositó en la mesa delante de ellos. Una cereza con tallo coronaba el rulo de crema que decoraba el centro de cada tartita. Danielle cogió el tallo delicadamente con los dedos, levantó la cereza de su nido y echando la cabeza hacia atrás, lamió la crema que había quedado en ella. Rafael se quedó inmóvil con la cucharilla en el aire. Danielle volvió a lamer la cereza con la lengua y, a continuación, muy despacio, deslizó la fruta entre sus carnosos labios de color rojo intenso. La cucharilla de Rafael chocó ruidosamente con el plato, y él echó su silla hacia atrás de un empellón. —Creo, señora, que hemos acabado con el postre. Danielle lo miró con ojos asombrados. —¿De qué estás hablando? Rafael la cogió de la mano y la obligó a ponerse en pie. —Quieres postre, creo que tengo uno que te gustará. — Y pasando un brazo por las corvas, la levantó en el aire hasta su pecho y empezó a caminar hacia la puerta del salón, dejando atrás a los estupefactos lacayos. Danielle le rodeó el cuello con sus brazos para [ 238 ]


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agarrarse mejor. —¿Qué...? ¿Se puede saber qué estás haciendo? —Creo que lo sabes. Y en caso de que no sea así, estaré encantado de enseñártelo en cuanto lleguemos a mi dormitorio. Ella se abrazó más a su cuello, pero él no pensó que tuviera miedo. Un latigazo de lujuria recorrió su miembro, y se le ocurrió que tal vez debería tenerlo. Danielle se aferró con más fuerza al cuello de Rafael. Reprimió un chillido de alarma cuando abrió la puerta de su dormitorio, entró con ella en brazos y cerró la puerta de una patada. Una vez dentro, la depositó en el suelo, inclinó la cabeza y aplastó sus labios contra los de ella. Durante un instante, le dio vueltas la cabeza. «¡Dios mío! He desatado a la fiera —pensó—, ahora ¿qué debo hacer?» Pero ella no parecía capaz de pensar con Rafael besándola apasionadamente, con la lengua dentro de su boca y el musculoso cuerpo estrechando el suyo. Una ola de deseo recorría su cuerpo, arrojando por la ventana todo pensamiento racional. Empujándola suavemente contra la puerta, le desabrochó hábilmente algunos de los botones posteriores del vestido, que se abrió dándole acceso a sus senos. Hundió la cabeza en ellos, y ella sintió su boca allí, el arañazo de sus dientes contra el pezón. Un espasmo de deseo le contrajo el estómago, y de forma inconsciente ella se arqueó contra él. Rafael cogió el bajo del vestido de raso color esmeralda y empezó a subirle la falda. Al sentir el tejido frío y resbaladizo contra su piel, ella empezó a temblar. —Quiero poseerte —dijo, casi murmurándole al oído—, aquí y ahora. [ 239 ]


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Durante un instante, las miradas de ambos se entrecruzaron con intensidad y la de él había dejado de ser fría y distante. El brillo del deseo iluminaba sus ojos azules y su expresión mostraba una feroz determinación. Danielle jadeó cuando Rafael tomó su boca en un intenso y apasionado beso que le produjo escalofríos de placer. Le subió el vestido hasta la cintura, y levantando la camisola de encaje con los dedos, buscó su punto más sensible y empezó a acariciarlo. Danielle estaba caliente, húmeda y temblorosa. Eso era lo que había buscado, comprendió entonces, la razón por la que había comprado un vestido casi indecente. No le interesaba la fría indiferencia de Rafael. Lo quería sexualmente excitado, ávido de deseo por ella. Como ella se sentía ávida de deseo por él. Rafael la montó sobre una de sus largas piernas y la elevó un poco. Por un momento ella cabalgó sobre su cadera, el áspero material de su calzón friccionando voluptuosamente su carne femenina. El deseó la desgarró y se concentró en su centro. Se inclinó sobre él, empezó a desabrochar los botones de su calzón, y lo oyó gemir. Él acabó el trabajo que ella había empezado, liberó su trofeo y ella lo rodeó con sus dedos. Lo tenía grande, grueso y duro, y estaba febrilmente excitado. Danielle gimoteó cuando él le separó las piernas, la levantó en el aire y se hundió dentro de ella. Una sensación de placer la sacudió de arriba abajo, la invadió y se filtró a través de sus miembros. Las grandes manos de Rafael le rodearon las nalgas, manteniéndola en el sitio mientras recibía sus penetrantes embestidas, y un deseo abrasador le quemaba las entrañas. Rafael hundió una de sus manos en la espesa cabellera y la besó apasionadamente en la boca mientras seguía poseyéndola y procurando placer a los dos. —Abandónate —le ordenó con su voz ronca, y el cuerpo [ 240 ]


Kat Martin de Danielle obedeció volando, volando...

El collar de la doncella vibrando

libremente

de

placer,

Algunos minutos después, Rafael la siguió hasta correrse, y eyaculó, con los músculos tensos, lanzando un gruñido desde lo más hondo de la garganta. Pasaron unos segundos en los que ambos permanecieron en la misma posición, el miembro erecto de Rafael aún dentro de ella, Danielle abrazada a su cuello. Entonces, él interrumpió la unión, salió de ella y dando un paso atrás, tiró de la falda de raso caderas abajo. —No te he hecho daño, ¿verdad? Ella sacudió la cabeza: —No, no me has hecho daño. —Todo su cuerpo vibraba aún de placer. Rafael desvió la mirada. Había perdido el control y era obvio que eso no le gustaba. Se abrochó los botones del calzón, uno por uno. —Todavía es pronto —dijo tranquilamente—. Creo que haré una visita al club. Eso no era precisamente lo que ella esperaba después de un asalto amoroso tan feroz. Reprimiendo el deseo de pedirle que se quedara, Danielle se obligó a contestarle en el mismo tono: —Estoy disfrutando con un libro muy bueno. Creo que leeré un rato antes de irme a la cama. Sonaban tan urbanos, tan civilizados, cuando sólo momentos antes ambos se habían dejado llevar por la pasión más ardiente. Rafael asintió amablemente con la cabeza. —Buenas noches, entonces. —Buenas noches. [ 241 ]


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Ella lo vio abandonar la habitación. Quería chillar, deseaba arrojarle algo, gritarle, recriminarle, aunque no entendía el porqué. En lugar de hacerlo, respiró hondo, dio media vuelta y regresó a su dormitorio a través de la puerta que comunicaba las dos habitaciones. Allí tiró de la campanilla para que le prepararan un baño, con la esperanza de que el agua caliente relajara sus nervios tal y como habían hecho, durante un rato, las artes amatorias de su marido. Y deseó que Rafael no hubiera decidido marcharse. Los últimos preparativos para el baile estaban en marcha. Todo el mundo ayudaba, incluso lady Wycombe, que había decidido quedarse unas semanas en Londres en lugar de regresar a su residencia campestre. —Aunque Caroline viajara conmigo —le había dicho su tía—, me sentiría sola sin ti, querida hija. Y si me quedo, puedo proseguir con mi trabajo en el orfanato. —Sería maravilloso si te quedaras, tía Flora. Y me encantaría ayudarte con los niños. —Una causa que Danielle también había hecho suya. Ella y tía Flora visitaban el orfanato al menos dos veces a la semana, y en Navidad planeaban hacer un regalo a todos los niños. A diferencia de otras instituciones de la ciudad, los niños de la sociedad de Viudas y Huérfanos iban vestidos correctamente y siempre tenían suficiente de comer. Maida Ann y el pequeño Terry eran especialmente queridos por Danielle, aunque cada vez que los abrazaba sentía una punzada de pesar por el hecho de que nunca sería capaz de tener un hijo propio. Le hubiera gustado poder hablar con Rafael de ellos, convencerlo de que la dejase traerlos a casa para siempre, pero Rafael esperaba tener hijos propios y el miedo de que él pudiera descubrir su oscuro secreto le impedía mencionar el tema. Finalmente, llegó la noche del baile. [ 242 ]


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Sheffield House, uno de los hogares más grandes y más palaciegos de Londres, contaba con un magnífico salón de baile que ocupaba toda la tercera planta del ala este de la casa. Las paredes, tapizadas de espejos de arriba abajo, reflejaban el brillo de cientos de velas que ardían en los candelabros de plata, y de las enormes arañas de cristal que iluminaban los techos. Los invitados estaban a punto de llegar y el nerviosismo de Danielle iba en aumento. Los chismes sobre el matrimonio del duque de Sheffield con la mujer que había dejado plantada habían desatado las lenguas en Londres, pero afortunadamente, dado lo reciente de su regreso, apenas habían tenido tiempo de hacer vida social. Después del baile, todo eso cambiaría. Danielle se paseaba por la habitación, mirando el reloj de similor que había encima de la chimenea de mármol blanca y dorada, deseando íntimamente no tener que abandonar la protección de su habitación. Cuando llamaron a la puerta, pensó que debía de ser Caroline que venía por última vez a comprobar si necesitaba algo. Sin embargo, al abrir vio que era la duquesa viuda quien se hallaba en el umbral. —¿Puedo entrar? —Por supuesto que sí, excelencia. Danielle se apartó a un lado mientras la dama de cabellos oscuros, su suegra, entraba en su cámara. Miriam Saunders llevaba un vestido de seda color vino burdeos, salpicado de brillantes. Más piedras preciosas se habían engarzado en la elegante diadema de trenzas que lucía en la cabeza y que refulgían entre las finas mechas de su cabello. De un vistazo, examinó el aspecto de Danielle. —Estás adorable, querida hija, como la duquesa que eres. Era un gran cumplido viniendo de la madre de Rafael. [ 243 ]


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—Gracias. —Rafael nos está esperando. Sólo quería que supieras lo feliz que soy de tenerte en la familia. Sabía que debería haber contestado que se sentía muy feliz de haberse casado con Rafael, pero las palabras se le atragantaron en la boca. Desde la noche en que se había puesto el atrevido vestido de raso color esmeralda y habían hecho el amor apasionadamente, Rafael no había vuelto a su habitación. La mayoría de las noches se iba al club y no regresaba hasta la madrugada. —Gracias —respondió sin convicción, poniendo una sonrisa falsa. —Hay otra razón por la que he venido a verte —dijo la duquesa viuda. —¿Sí? —Ya lleváis algunos meses casados. He pensando que quizá..., confiaba en que, tal vez, estuvieras embarazada. Un nudo atenazó el pecho de Danielle. Se quedó parada, mirando fijamente a su suegra, incapaz de creer que la duquesa hubiese mencionado un tema tan delicado. —Supongo que no debería haber preguntado. De ser así, habrías dicho algo. Es tan importante que Rafael tenga un hijo... Danielle desvió la mirada hacia la ventana. Tener un hijo había sido su mayor sueño, pero no iba a ocurrir. Sintió el repentino escozor de las lágrimas, pero rápidamente las disipó antes de que la condesa viuda las pudiera ver. —La respuesta es no. Llevamos varios meses casados pero... la mayor parte del tiempo lo hemos empleado en... volver a conocernos. —Danielle confiaba en que la mujer no reparara en el rubor que le invadía las mejillas. La intimidad que compartía con Rafael era un tema que no deseaba discutir con su suegra.

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La duquesa se limitó a asentir: —Entiendo..., bien, espero que nada de esto llegue a oídos de Rafael. No le gustaría mi interferencia en sus asuntos. A Danielle tampoco le parecía oportuno. Al menos en eso estaban de acuerdo. —Nunca repetiré lo que hablemos en confianza entre nosotras, excelencia. La duquesa viuda asintió, en apariencia, satisfecha. —Creo que será mejor que bajemos —dijo, lanzando una mirada a Danielle—. No te preocupes, hija mía. Estoy segura de que con el tiempo, todo saldrá bien. Pero, por supuesto, nunca saldría todo bien. Ella nunca le daría un hijo a Rafael, y su madre jamás la perdonaría. Danielle ignoró un sentimiento de desesperación y siguió a la dama de cabellos oscuros hasta la puerta. Recorrieron el pasillo bajo la luz parpadeante de media docena de lámparas, y se dirigieron hacia el rellano de la escalinata. Rafael caminaba impaciente de arriba para abajo al pie de la escalera. Los invitados habían empezado a llegar, y en lo que a él se refería, cuanto antes empezara el baile, antes acabaría. Al levantar la vista, vio que su madre y su esposa habían empezado a bajar la escalinata de mármol. Esa noche, Danielle llevaba un elegante vestido de terciopelo azul zafiro, que se ajustaba maravillosamente a su figura alta y delgada. Una pluma ondulaba entre sus llameantes bucles de color fuego, recogidos en lo alto de su cabeza, y llevaba los brazos cubiertos por unos largos guantes blancos. Aunque no vestía en un modo tan provocativo como la noche que habían hecho el amor, el corazón de Rafael se aceleró al verla. Esa mujer lo volvía loco de deseo. Por [ 245 ]


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mucho que lo combatiese, el deseo que sentía por ella no parecía desvanecerse nunca. Sólo la nota de Jonas McPhee, que había recibido la tarde anterior, lo había mantenido alejado del lecho de ella la noche pasada, como volvería a ocurrir esa noche, por mucho que la deseara. Según el mensaje, McPhee había encontrado al hombre que había robado el Collar de la Novia. Éste había viajado desde Norteamérica en un barco que se llamaba el Laurel, que había atracado en Liverpool, donde habían aparecido las perlas. Según la nota, habían detenido al hombre. McPhee regresaría a Londres al día siguiente, tarde. Había solicitado audiencia con Rafael por la noche, y Rafael estaba impaciente por oír lo que aquel hombre tenía que decir. Aunque la nota contenía muy poca información, el tono no auguraba nada bueno según Rafael. No podría relajarse hasta que averiguara lo que había ocurrido en esos últimos días antes de que zarparan de América rumbo a casa. Al levantar la vista y ver que Danielle caminaba hacia él, Rafael desterró las preocupaciones. —Estás bellísima esta noche, Danielle —dijo, mientras cogía su mano enguantada y hacía una reverencia formal. —Y vos, extraordinariamente guapo, excelencia. Sus miradas se encontraron y Rafael deseó que no hubiera más secretos entre ellos, que los siempre crecientes sentimientos hacia ella no le causaran más dolor. —Los invitados han empezado a llegar —dijo él—. Debemos cumplir con nuestro deber y recibirlos. Danielle asintió con un gesto y sonrió, aunque a él le pareció que su sonrisa era forzada. Imaginándose lo difícil que le debía de resultar enfrentarse con las personas que la habían tratado tan mal cinco años atrás, gracias a él, se impuso su instinto de protección.

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Después de besarla ligeramente en los labios, musitó algo en su oído: —No te preocupes, amor mío. Eres la duquesa de Sheffield, un título que debería haber sido tuyo hace cinco años. Todo Londres aceptará ese hecho a partir de esta noche. Ella tragó saliva y lo miró fugazmente, instante en el cual él creyó ver un brillo de lágrimas en sus ojos. Su firme propósito se intensificó: —Estoy aquí, amor mío, y no pienso abandonarte. «Nunca más» añadió mentalmente, y en ese momento fue consciente de lo profundamente enamorado que estaba. Se asustó y, sin embargo, no veía manera de escapar. Rafael respiró hondo, preparándose para la larga velada que le aguardaba.

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Danielle apoyó la mano sobre la manga de la casaca azul marino con cuello de terciopelo de su marido, y él puso la suya encima. Qué guapo estaba Rafael aquella noche, el pelo cuidadosamente peinado, los ojos de un azul tan intenso... Tenía un aspecto fuerte, poderoso, decidido. Pero, acaso ¿no era siempre así? En actitud expectante, ignorando un estremecimiento mientras ocupaba su puesto en el reducido comité de recepción junto a su marido y al lado de la duquesa viuda, Danielle echó los hombros hacia atrás y se preparó para recibir a los asistentes que, en fila, aguardaban para entrar. A cierta distancia, sobre la alfombrilla de terciopelo que llegaba hasta la escalinata, Danielle reconoció a los dos mejores amigos de Rafael y a sus esposas. Unos minutos después, las parejas llegaron al amplio y suntuoso vestíbulo con suelos de mármol y una enorme cúpula de cristal de bellos colores en lo alto. Victoria pasó revista a los invitados desde su posición junto a la fila de bustos romanos colgados de la pared. Victoria saludó a Danielle, cogiendo su mano: —Estoy tan contenta por los dos... —Gracias —repuso Danielle. A continuación entraron Ethan y Grace, quienes repitieron las felicitaciones que ya les habían expresado cuando habían conocido la noticia de su boda. —Estás guapísima, Danielle —dijo Grace—. Después de esta noche serás la envidia de todas las mujeres de Londres. —Eres muy amable —repuso Danielle, aunque pensaba que su reaparición como la esposa de Rafael solamente desataría más murmuraciones. [ 248 ]


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Grace se limitó a sonreír. Y luego agregó: —Ya veo que no me crees, pero es cierto. No quería que la envidiaran, sólo quería ser feliz. Al mirar a Rafael, reconoció la blanda sonrisa con la que disimulaba sus pensamientos, y reprimió una maldición impropia de una dama. —Nos volveremos a reunir el jueves por la noche para mirar las estrellas —dijo Grace—. Espero contar con vosotros. —Lo pasé estupendamente la semana pasada. Haré todo cuanto pueda para asistir —respondió Danielle. Había sido una deliciosa experiencia, y se había sentido bien al sentirse incluida entre los amigos de Rafael, al sentir que también empezaban a ser los suyos. —Tu madre se ha superado a sí misma —dijo el marqués, examinando con sus fríos ojos azules el seto podado en forma de corazón que daba la bienvenida a los invitados en la entrada —. Este estilo causará mucho revuelo. La decoración de las antesalas y del salón de baile imitaba a un gigantesco jardín de invierno con limoneros en miniatura, geranios, y alguna rama ocasional de orquídeas exóticas de un blanco violáceo. Enormes tiestos con camelias rosas daban un toque de color, y el salón de baile contaba con un pequeño y diáfano estanque salpicado de lirios de agua con peces de colores. Danielle habló un momento más con Grace y Victoria, y aunque Rafael no parecía darle importancia, a ella le reconfortó su amistad y apoyo continuado. Mientras los dos matrimonios se dirigían al salón de baile, llegó otra atractiva pareja, la mujer rubia y de piel muy blanca, el hombre moreno y guapo, y Rafael le presentó a Sarah, la hermana de Ethan, y a su marido, Jonathan Randall, vizconde de Aimes.

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Continuó el torrente de invitados, entre los cuales Danielle reconoció a lord y lady Percy Chezwick, la hermana de Victoria y su marido, quienes les saludaron efusivamente antes de dirigirse al piso de arriba. Los minutos habían empezado a hacerse pesados cuando llegó su tía Flora. —Temía que hubieras decidido no venir —dijo Danielle, más animada al verla llegar—. Ya sé que no te has encontrado muy bien. —Tonterías. Difícilmente me impedirían unas cuantas molestias y dolores asistir a la celebración de la boda de mi sobrina. —Lady Wycombe lanzó una mirada a Rafael—. En particular, cuando se ha demorado tanto. El color desapareció de las mejillas de Rafael. —En exceso, sin duda —admitió el duque, mientras tomaba la mano enguantada de la tía y hacía una reverencia. Era una reunión elegante a la habían asistido personas distinguidas que habían viajado a la ciudad expresamente para la ocasión. Arriba, en el salón de baile, se oyeron los primeros compases de la orquesta, compuesta por ocho músicos ataviados con la librea azul marino de Sheffield y con pelucas empolvadas, y los invitados empezaron a moverse en esa dirección. Algunos caballeros optaban por jugar al whist, los dados o las cartas, mientras otros acudían al suntuoso salón chino, de donde provenían aromas de carnes y aves asadas, junto con una espléndida selección de platos exóticos expuestos sobre mesas cubiertas con manteles de lino. Danielle tenía que admitir que la madre de Rafael había hecho un trabajo extraordinario. Ella y Rafael se unieron a los invitados en el salón de baile y, poco a poco, Danielle empezó a relajarse. Bailando primero con Rafael, también bailó con Ethan y Cord, y después empezó a aceptar las [ 250 ]


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invitaciones de otros hombres. Fiel a su promesa, Rafael se mantuvo cerca de ella, y su presencia la ayudó a ignorar los cuchicheos ocasionales o el repaso ligeramente desdeñoso de una matrona que la miró fugazmente al pasar. Bailaba con lord Percy cuando vio que Rafael desaparecía del salón de baile con un hombre vestido con el uniforme escarlata de oficial del ejército británico. —Buenas noches, excelencia. El coronel Howard Pendleton, uno de los últimos en llegar, había divisado a Rafael junto a la pista de baile y se había acercado a él. —Me alegra que haya venido, Howard. El coronel suspiró: —Necesitaba un descanso. Ha sido un día muy largo. Rafael lo miró con curiosidad. Preguntó: —¿Algo que ver con el clíper Baltimore? —Todo que ver con esos malditos barcos —contestó el coronel, y dado que no maldecía casi nunca, Rafael supuso que las noticias eran malas. —Me gustaría oírlo. ¿Le apetece bajar a mi despacho y beber un coñac? —Sin duda me vendría bien. —Me gustaría que Ethan escuchara lo que tiene que decir—agregó Rafael. —Buena idea. Creo que a lord Brant también podría interesarle. Los tres hombres habían trabajado antes con Pendleton. Rafael sabía que Ethan tenía conocimiento de las impresionantes goletas fabricadas por los norteamericanos y de lo que podría ocurrir si los franceses llegasen a adquirir una flota. Rafael y Cord también habían [ 251 ]


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hablado del asunto. Después de lanzar una fugaz mirada hacia donde Danielle bailaba con Percival Chezwick, sabiendo que estaba a salvo en manos del joven, inició la retirada del salón de baile, deteniéndose sólo el tiempo suficiente para recoger a sus dos amigos. Una vez en el piso de abajo, en su despacho-biblioteca, Rafael fue derecho al aparador para servirle una copa al coronel. —¿Alguien quiere que le sirva más? Los dos hombres denegaron la invitación, satisfechos con la copa que cada uno sostenía en la mano. Rafael añadió un chorrito de coñac a su copa y, acercándose al grupo, se sentó delante del fuego dispuesto a escuchar. —Muy bien, coronel. Oigamos lo que tenga que decir. Pendleton bebió un trago de su bebida. Habló con voz clara: —Dicho simplemente, el Departamento de Guerra ha rechazado la propuesta. Dicen que no existe ningún barco que represente semejante amenaza para la flota de Su Majestad. Rafael lanzó una maldición por lo bajo. Ethan se puso en pie y se acercó a la chimenea, la ligera cojera de sus días como corsario era apenas visible. —Cometen un gran error; y sé muy bien lo que digo. Cuando capitaneé el Sea Witch, éramos capaces de aventajar a nuestros enemigos una y otra vez, y hundimos un buen número de ellos. El Sea Witch era rápido e increíblemente maniobrable, lo que nos daba una clara ventaja. Por los dibujos que he visto, el diseño del clíper Baltimore mejorará su velocidad y movilidad. —Entonces, ¿qué podemos hacer para convencerlos? — preguntó Cord, mientras se reclinaba en la silla de piel color [ 252 ]


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verde oscuro. —Ojalá lo supiera —repuso Pendleton—. Los constructores norteamericanos no esperarán mucho más para cerrar el trato. Aguardarán su respuesta, excelencia, y cuando no la reciban, aceptarán la oferta de los franceses y llenarán los ya abultados bolsillos del Holandés con más dinero aún. —¿Y si las compramos nosotros? —sugirió Cord—. Por separado, ninguno de nosotros podría permitirse semejante gasto, pero si reuniéramos un grupo de inversores, podríamos reunir el dinero que necesitamos. —Desgraciadamente, esos barcos sólo resultan ventajosos para fines militares —repuso Ethan—. No pueden transportar el cargamento suficiente para que resulten rentables en empresas comerciales. —Comprarlos no parece realmente factible —dijo Rafael —, pero tal vez podríamos entretenerlos un poco más, el tiempo suficiente para convencer a nuestro gobierno de lo importantes que son esos barcos. —Los necesitamos —dijo Ethan—, aunque sólo sea para quitárselos de las manos a los franceses. El coronel apuró su copa de coñac. —Se necesitan dos meses para que un mensaje llegue a Baltimore —opinó el coronel—. Sigamos tentándolos con nuestra oferta. Increméntela y dígales que estamos intentando reunir el capital. —Como usted dice, podríamos ganar un poco de tiempo. —Cord estuvo de acuerdo. —Ayer hablé con Max Bradley —continuó el coronel—. Bradley dice que el Holandés debió de zarpar no mucho después que usted, Rafael, y recientemente han visto a Schrader en Francia adonde, sin duda, ha ido a intentar cerrar la transacción. Rafael se levantó del sillón. [ 253 ]


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—Escribiré una carta a Phineas Brand esta misma noche. Cord y el coronel también se pusieron en pie, y Ethan se apartó de la chimenea y se unió a ellos. —Belford Enterprises tiene un barco que zarpa hacia Norteamérica esta semana —dijo Ethan—. Le pediré al capitán que transporte tu mensaje directamente a Baltimore y se ocupe personalmente de entregarlo a Phineas Brand. Por primera vez, Pendleton sonrió. —Muy bien. Realmente, si una cosa he aprendido es que una batalla sólo se acaba si nos damos por vencidos. —¡Brindemos! —propuso Cord. Y todos levantaron la copa y bebieron.

—Aquí llega Rafael. La mirada de la duquesa se desvió hacia la puerta del salón de baile, y la de Danielle la siguió. Aunque Rafael sólo había estado ausente unos minutos, sin embargo al ver que había regresado, Danielle sintió una pizca de alivio. —Lo siento —se excusó Rafael—. Espero que nadie haya echado de menos mi presencia. Sin embargo ella lo había echado de menos, allí de pie al lado de la pista de baile, observándola con aire protector, y le asustó pensar lo fácilmente que podría volver a caer bajo su hechizo. —¿Negocios? —preguntó Danielle con un tono suave. —Negocios de la Corona —dijo él estudiando su cara—. ¿Capeando bien la tormenta? —Mejor de lo que pensaba.

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—Ha estado maravillosa —comentó la duquesa viuda—. Se ha comportado como toda una veterana. Y veros a los dos juntos, una pareja tan bien parecida... Mañana los chismosos se habrán convencido de que ha sido un matrimonio de amor. «Un matrimonio de amor. En el pasado lo habría sido», pensó Danielle. —Y crucificarán a Oliver Randall —concluyó su suegra —, por el daño que os causó a ambos. Danielle sintió una punzada en el estómago. Sólo la mención de ese nombre despertó un aluvión de recuerdos dolorosos que había intentado borrar durante años. —Se merece todo lo que puedan llegar a decir de él — añadió Rafael. —Deberían haberlo ahogado y descuartizado — prosiguió la duquesa viuda, que no tenía pelos en la lengua. Sonrió a Rafael y, seguidamente, su mirada se posó en un hombre rubio, que caminaba hacia ellos con paso algo inseguro, balanceando la copa que llevaba en la mano. La sonrisa de la duquesa viuda se borró. —No mires ahora, pero tu primo Arthur viene hacia aquí. —Me sorprende que lo hayas invitado —dijo Rafael. —No lo hice —contestó su madre. —No recuerdo haberte oído hablar de ningún primo que se llame Arthur —dijo Danielle. La expresión de Rafael se endureció. —Se llama Arthur Bartholomew y hablo de él lo menos posible. La madre de Rafael sonrió forzadamente y se giró para saludar al hombre:

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—Hola, Arthur, qué sorpresa. —No lo dudo. Era, tal vez, algunos años más joven que Rafael, extraordinariamente guapo, con el hoyuelo de los Sheffield y los ojos azules de la familia, aunque la palidez de su piel y el rubio pajizo de su cabello no eran tan extraordinarios como los de Rafael. Arthur hizo una reverencia bastante descuidada a la duquesa, derramando algunas gotas más de su bebida, y Danielle se dio cuenta de que no estaba ligeramente bebido, sino totalmente ebrio. —Hola, Arthur —dijo Rafael, y Danielle notó una nota áspera en su voz. —¡Ah... Rafael! Ya has vuelto de tu viaje a las salvajes ex colonias americanas. Y ésta debe de ser tu encantadora esposa —dijo, haciendo una reverencia tan exagerada que Danielle contuvo el aliento preguntándose si se caería de bruces al suelo o no. Pero Arthur parecía acostumbrado a su precario estado de equilibrio y se mantuvo en pie, vacilante, pero derecho. —Es un placer conoceros, duquesa. —Lo mismo digo, señor Bartholomew. —Por favor, llámame Arthur. Ahora somos familia. — Aunque mantuvo la sonrisa, había una insolencia en sus ojos que a Danielle no le gustó. La miró de arriba abajo como si fuera un pedazo de carne, y luego frunció la boca —. Excelente elección, primo —le dijo a Rafael—. Unas robustas caderas aptas para el alumbramiento y, sin duda, lo bastante placenteras a la vista como para mantener a un hombre interesado por mucho tiempo después de la concepción. Bien hecho, amigo mío. Una de las grandes manos de Rafael agarró a Arthur por la solapa y le hizo perder el equilibrio. —Nadie te ha invitado, Arthur. Y con tu vulgaridad has [ 256 ]


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vuelto a demostrar el motivo. Será mejor que te largues, si no quieres que te coja de la oreja y te eche de aquí. Rafael soltó a su primo tan violentamente que éste se tambaleó y estuvo a punto de caerse. Rafael hizo una señal a uno de los lacayos que custodiaban las puertas, y éste se abrió paso hasta donde se encontraba el grupo. —Señor Conney, muestre al señor Bartholomew el camino de salida. —Por supuesto, excelencia. —El lacayo era alto y fuerte, y miró a Arthur Bartholomew de una manera que dejaba bien claro lo que ocurriría si no abandonaba la sala de baile. Arthur se estiró la casaca y se apartó los cabellos de la cara. —Buenas noches a todos. —Girándose, se dirigió zigzagueando a la puerta con el lacayo siguiéndolo de cerca. —Te pido disculpas por el comportamiento de mi primo. Puede ser un fastidio cuando está borracho, que es su estado normal la mayoría del tiempo. La madre de Rafael lanzó un suspiro mientras sacudía la cabeza. Manifestó: —No soporto a ese hombre. No sólo es un alcohólico, sino que en dos años ha dilapidado toda su fortuna. Apuesta en exceso y derrocha el generoso estipendio que recibe mensualmente. Incluso la remota posibilidad de que ese estúpido llegue a ser duque de Sheffield es superior a mis fuerzas. Danielle parpadeó antes de mirar a la madre de Rafael. —No estaréis diciendo que Arthur Bartholomew podría heredar el ducado de Sheffield. La duquesa viuda dejó escapar un suspiro.

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—Con todo mi pesar la respuesta es sí —admitió la duquesa viuda—. Hasta que Rafael tenga un hijo que lleve el apellido familiar, nuestras fortunas no están a salvo. Danielle sintió una opresión en el pecho y, de repente, la cabeza empezó a darle vueltas. Tenía la cara blanca como la tiza, y era consciente de ello. Oyó la voz de Rafael en su oído: —No tienes que preocuparte tanto. Sé que he descuidado mis deberes últimamente, pero puedes estar segura de que eso cambiará. Es mi intención procuraros mucho placer, señora, y, a cambio, es muy probable que me deis un montón de hijos e hijas. Danielle se quedó muda. Por primera vez comprendía la gravedad de lo que había hecho. Mientras Rafael estuviese casado con ella, no tendría un heredero legítimo. Si le sobrevenía un accidente o si caía repentinamente enfermo y moría —¡que Dios no lo permitiera!—, Arthur Bartholomew heredaría el ducado. —¿Te encuentras bien, amor mío? Estás muy pálida. —Estoy..., estoy bien —repuso ella, intentando sonreír —. Ha sido una velada larga. Creo que empiezo a estar cansada. —Yo también —contestó Rafael, aunque no parecía cansado en absoluto—. Madre, me temo que tendrás que disculparnos. Danielle no se encuentra bien. La duquesa miró a Danielle con perspicacia. —Sí, ya lo veo —dijo, sonriendo a Rafael—. Debes acostar a tu esposa inmediatamente. —«Y, por supuesto, debes hacerle compañía» era el mensaje implícito «cuanto antes le hagas un hijo, antes nuestra familia estará segura». —Vamos, amor mío. —La mano de Rafael rodeó la cintura de Danielle.

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—Buenas noches, excelencia —dijo Danielle a su madre cuando se marchaban. Sin embargo, al llegar a su habitación, Rafael no la acompañó, en su lugar llamó a Caroline para que la ayudara a desvestirse y se retiró a su habitación a dormir. A la mañana siguiente, Rafael recibió una nota de Jonas McPhee. En ella confirmaba su regreso a Londres y solicitaba que Rafael lo recibiera esa misma noche en Sheffield House. Habiendo rehusado cenar con Danielle, preocupado por las noticias que pudiera traerle Jonas, Rafael estaba trabajando en su despacho cuando apareció el mayordomo y le anunció la visita del investigador de la calle Bow. —Hazlo pasar —ordenó Rafael. Unos minutos después el calvo y corpulento McPhee entró en el despacho con una de sus nudosas manos metida dentro del bolsillo de su gastado gabán de lana. —Siento no haber podido venir antes, excelencia. El tiempo ha empeorado y era casi imposible viajar por las malditas carreteras cubiertas de barro. —Tu nota dice que has encontrado al ladrón que robó el collar de mi esposa. Jonas pareció elegir cuidadosamente sus palabras: —He encontrado al hombre que buscaba. Según parece utilizó el collar como garantía de un préstamo con el que se pagó un pasaje desde Norteamérica. Vivía en una pequeña casa propiedad de un tal Stephen Lawrence. Tal y como usted quería, se notificó a las autoridades y lo detuvieron. En esos momentos, el señor Lawrence se hallaba fuera de la ciudad. —¿Cómo se llama ese hombre? —Dice llamarse Robert McCabe, pero no estoy seguro de que ésa sea su verdadera identidad. —¿Dónde se encuentra McCabe ahora? [ 259 ]


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—Lo transportan en una carreta a la cárcel de Newgate. Imagino que llegará mañana. —¿Cómo lo encontraste? —En realidad fue más fácil de lo que imaginaba. Resulta que el tal McCabe es un tipo bastante guapo, un hombre educado de los que gustan a las mujeres. La esposa de un tendero lo recordaba muy bien. Según parece le preguntó cómo podía llegar a Evesham. Fui al pueblo y, una vez allí, la camarera de una taberna recordaba haberlo visto. Dijo que le parecía que se hospedaba en alguna parte, no muy lejos. Empecé a preguntar y lo encontré en la casa. —Ya veo —observó Rafael. La cara del investigador traicionaba su nerviosismo. Rafael, doblaba y estiraba los dedos mientras se reclinaba en la mullida silla de piel que había delante de su escritorio. —Siempre has sido algo diplomático, Jonas. ¿Qué es eso que preferirías no tener que decirme? Jonas se pasó la mano por su calva cabeza y suspiró: —McCabe no negó en ningún momento que era el hombre que había llevado el collar al prestamista de Liverpool, pero sí que negó vehementemente que fuera un ladrón. Dijo que no había vendido la joya directamente porque confiaba en recuperarla. Dijo que el collar era un regalo, y que esperaba devolvérselo un día a su verdadero dueño. —Continúa, Jonas. —McCabe dijo que la duquesa de Sheffield le dio el collar para que consiguiera dinero para regresar a Inglaterra. Hubo un largo silencio. Rafael sintió un nudo en el estómago.

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—Entiendo que creíste la historia de ese hombre. —Me temo que sí. Por supuesto podría equivocarme, pero... —Jonas estaba incómodo. —Tu intuición nunca te ha fallado, Jonas. No veo por qué iba a hacerlo ahora. —Rafael se levantó de la silla, luchando por controlar los celos que le asaltaban, la furia que sentía crecer con cada respiración—. Seguiré adelante a partir de la información que me has proporcionado. Como siempre, gracias por hacer un buen trabajo. Jonas se puso de pie. —¿Tiene intención de hablar con McCabe? —En cuanto llegue a la cárcel. —No dijo que mientras tanto planeaba tener una larga conversación con su esposa. —Buenas noches, excelencia. —Buenas noches, Jonas. Cuando el investigador abandonó el despacho y desapareció de su vista en el pasillo, Rafael se dirigió al mueble donde tenía las bebidas y se sirvió una copa. El coñac le quemó la garganta, pero no le ayudó a calmar la furia que le abrasaba por dentro. Apuró la bebida, se sirvió otra copa y dio un buen trago. Mientras tanto, su mente seguía dándole vueltas al hecho de que su esposa le hubiera entregado su regalo de bodas a otro hombre, un hombre guapo, seductor y educado que ejercía una gran atracción entre las mujeres. Por supuesto, como había dicho McPhee, podía no ser cierto. El hombre podía haberse inventado la historia en un esfuerzo por salvar el pellejo. Pero fuera lo que fuese lo que hubiera pasado, el hombre no la había seducido. Al fin y al cabo, Danielle era virgen cuando Rafael la poseyó por primera vez. Recordó cómo la había acusado injustamente en el pasado, la equivocación que había cometido y el precio que [ 261 ]


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ambos habían pagado por ello. Era un error que no pensaba volver a cometer. Y, sin embargo, desde el principio había tenido la sensación de que Danielle no le había dicho la verdad sobre el collar. Rafael apuró su bebida, dejó la copa de coñac encima de la mesa y caminó hasta la caja fuerte empotrada en una de las paredes del estudio. Una vez abierta, sacó una bolsa de raso rojo de su interior y cerró la pesada puerta de hierro. Con la bolsa en el bolsillo, el duque salió a grandes zancadas del despacho.

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—Ojalá supiera qué hacer, Caroline. Me digo que es mejor que se muestre distante, que es más seguro para mí de esa manera, pero Rafael es mi marido y una parte de mí desea que las cosas sean diferentes, que al menos pudiéramos ser amigos. Caroline le lanzó una rápida sonrojó donde estaba sentada, en espejo. Es posible que Rafael y ella eran amantes apasionados, o al durante algún tiempo.

mirada y Danielle se el taburete delante del no fueran amigos, pero menos lo habían sido

—El duque no ha sido el mismo de siempre desde bastante antes del baile —dijo Caroline, mientras cepillaba el cabello de Danielle—. Tal vez, si descubrieses lo que ocurre, las cosas mejorarían entre vosotros. Lista para irse a la cama con un camisón blanco de algodón, el pelo aún sin trenzar, Danielle se disponía a contestar cuando repentinamente un golpe seco en la puerta puso fin a la conversación con su amiga. —Iré yo —contestó Caroline, dirigiéndose hacia el lugar de donde había venido el golpe, dando por hecho que sería una de las camareras; sin embargo, antes de llegar a la puerta, ésta se abrió de golpe y Rafael entró en la habitación con paso resuelto. Sus ojos azules brillaban con una tonalidad oscura y sus facciones parecían de acero. —Si nos disculpa, señorita Loon. El pulso de Danielle se aceleró. Caroline la miró con preocupación y, prácticamente, corrió hacia la puerta. —Buenas noches, excelencia —dijo antes de cerrar la puerta con firmeza.

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La mirada de Rafael recorrió a su esposa. Tenía el gesto crispado, un músculo sobresalía en su mejilla. —Estás lista para irte a la cama —dijo, como si no fuera algo que sucediera todas las noches. —Pues sí..., no esperaba compañía. Quiero, quiero decir que hace días que no vienes, y pensaba... —Sabía que lo que estaba diciendo no tenía mucho sentido, pero no parecía capaz de parar. —¿Qué? Aunque los ojos de Rafael seguían llenos de rabia, distinguió algo más, el deseo que siempre parecía brillar en ellos. —Nada, lo que he dicho, que ha pasado algún tiempo. —Demasiado tiempo. —Se acercó a ella, y la arrastró del taburete derecho a sus brazos. Los labios de Rafael se apretaron contra los suyos y, durante un instante, se quedó demasiado atónita para hablar. Sabía que estaba enfadado, que no había ido a su habitación para hacer el amor. Sin embargo, en ese instante, mientras la besaba, estaba claro que sus intenciones habían cambiado. Con el largo cuerpo apretado contra el suyo, podía sentir la rigidez de su erección. Sabía a coñac y a esa virilidad propia de Rafael. Cuando la besó más apasionadamente, cuando le deslizó la lengua por el interior de la boca, la pasión que ardía entre ellos volvió a reavivarse y la razón que lo había traído, dejó de tener importancia. Danielle le rodeó el cuello con los brazos y le devolvió el beso, introduciéndole la lengua en la boca, arrancándole un gruñido de placer. Las manos de Rafael encontraron sus pechos y empezaron a acariciarlos, amasándolos a través del suave tejido de algodón, tirando de los pezones hasta endurecerlos. Sin darse cuenta, Danielle arqueó su cuerpo, presionando sus redondos senos contra las manos de él, restregando los duros pezones contra sus palmas como si [ 264 ]


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fuera una gata en busca de caricias. —Esto te gusta —dijo Rafael. Un suave gemido escapó de su garganta mientras un escalofrío de deseo la recorría por dentro. —Recuerdo la primera vez que te acaricié de esta manera —dijo él—, aquel día en el huerto de manzanas. Si cierro los ojos, aún puedo sentir cómo temblabas, exactamente igual que como tiemblas ahora. Rafael volvió a besarla y una necesidad acuciante se apoderó de ella. Sintió que las manos de Rafael descendían hasta sus nalgas y las abarcaban, golpeándola contra el bulto duro que le abombaba el calzón. Rafael estaba febrilmente excitado, y ella también. No importaba lo que pasara, ella deseaba eso, lo deseaba a él. Las manos que le sujetaban las caderas la volvieron de cara al espejo y contemplar la imagen de los dos juntos, saber que pronto serían uno, volvió más vehemente el deseo. Con una mano desató el lazo que cerraba el cuello del camisón, y lo deslizó por sus hombros, dejándolo resbalar por encima de las caderas hasta el suelo, donde se arremolinó alrededor de sus pies. —Pon las manos encima del taburete —le ordenó él, mientras sus dedos le rodeaban las muñecas, ayudándola a inclinarse. El espejo reflejó la imagen de ambos, él de pie detrás de ella, alto, moreno, los ojos de un azul intenso. Y había algo absolutamente erótico en el hecho de que ella estuviese completamente desnuda mientras él permanecía vestido. —Nunca te he tomado de esta manera —dijo él—, pero quería hacerlo. Él sostuvo su mirada cuando ambas se encontraron en el espejo, hipnotizándola mientras le acariciaba las nalgas. —Ábrete de piernas para mí. [ 265 ]


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Su cuerpo reaccionó tensándose. La mirada de Rafael prometía placer y ella sabía que podía confiar en que él se lo daría. No obstante, la rigidez de su rostro traicionaba la ira que sentía debajo de su aparente calma. —No creo... —Obedece. Su corazón latió más deprisa al oír el tono de autoridad, grave y masculino. Sentía fuego entre las piernas y el apetito recorría sus venas. Hizo lo que él le había ordenado y sintió que sus manos recorrían sus nalgas y se deslizaban entre sus piernas, hasta que empezó a acariciarla. La avidez se fundió en su estómago y se derramó sobre sus miembros, haciendo temblar sus nalgas. Cuando sintió toda su envergadura tanteando la entrada, cuando le introdujo el miembro hasta el fondo, ella arqueó la espalda y sus miradas se fundieron en el espejo. Rafael la agarró por las caderas, sujetándola para recibir sus embestidas y la tomó con violencia, ensartándola una y otra vez sin misericordia. El deseo de ella se inflamó y su cuerpo se adaptó al ritmo. Sus párpados se cerraron cuando alcanzó el clímax, pero Rafael no se detuvo, no hasta que ella terminó por segunda vez, y entonces él se abandonó y alcanzó su orgasmo mientras salía un gruñido de su garganta. Los dos juntos volvieron a la realidad. Rafael continuó de pie en la misma posición. Ella sintió cómo se retiraba y, a través del espejo, vio que regresaba a su rostro la expresión de enojo. Rafael cogió el batín azul que descansaba encima del banco situado a los pies de la cama y se lo entregó a su esposa mientras él se abotonaba la parte delantera del calzón y se estiraba la ropa. Danielle se lo puso y se ató bien el cinturón. Rafael desvió la vista hacia la ventana.

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—No era mi intención que ocurriera esto. Su expresión traslucía pesar. Había perdido el control, y Rafael odiaba que ocurriera eso. Danielle, sin embargo, no lo lamentaba, ella despreciaba su oh-tan-precioso control. —Si no era para hacer el amor ¿por qué has venido? Rafael introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta color burdeos, y sacó una bolsa de raso rojo. —Creo que esto te pertenece. Danielle reconoció la bolsa. ¡Dios mío, eran las perlas! Echándose a temblar, abrió la boca para hablar pero la tenía tan seca que apenas pudo articular palabra. —El collar. —Pareces sorprendida de verlo. Rafael sacó las perlas de la bolsa y las sostuvo entre sus dedos, largos y finos. —Por... por supuesto que estoy sorprendida. —¿Porque las habían robado? —Pues, sí... —O tal vez hay otro motivo, tal vez nadie robó las perlas y estas sorprendida porque el hombre a quien se las diste debe de haber regresado a Inglaterra y, sin embargo, no se ha puesto en contacto contigo. Su mente se negó a funcionar. ¿Qué estaba diciendo? ¿De qué le estaba hablando? —Yo no..., no sé lo que quieres decir. —Entonces sí se ha puesto en contacto contigo. —¡No! —Estaba hablando de Robert. ¡Dios mío! De alguna manera había llegado a descubrir su papel en la huida de Robert y ahora le venía con una historia ridícula

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que no era cierta en lo más mínimo. Su pulso se aceleró más incluso—. Yo..., yo sólo puedo imaginar lo que debes de estar pensado, pero no es lo que parece. —¿No lo es? —Admito que le entregué el collar a Robert, pero sólo porque no había nadie más que pudiera ayudarlo. —¿Robert? ¿Así es como le llamas? —El tono de Rafael era desagradable—. Eso significa que tú y él debéis de ser muy amigos. —¡No! Oh, Dios... —Se dio la vuelta para escapar de su mirada inquisitiva, luchando para no echarse a llorar, intentando desesperadamente pensar en algo que decir—. ¿Cuánto..., cuánto hace que lo sabes? —Cord me trajo las perlas hace varias semanas. — Volvió a guardar la perlas en la bolsa y las dejó encima del tocador—. Tu amigo Robert las había empeñado en Liverpool, y el prestamista pensó que tal vez Cord estaría interesado en comprarlas. Danielle sacudió la cabeza. Dijo: —Te comportabas de una manera tan extraña, sabía que algo ocurría, pero... Rafael golpeó con el puño en la mesa. —¿Qué diablos hay entre tú y ese tal Robert McCabe? —¡Nada en absoluto! Robert..., Robert es amigo de Caroline, no mío. Está locamente enamorada de él. Robert tenía problemas y necesitaba dinero desesperadamente. Caroline no tenía ahorros y ese día zarpábamos rumbo a Inglaterra. Yo no..., no se me ocurrió ningún otro medio de ayudarlo, por eso le di el collar. Durante varios segundos, Rafael se limitó a mirarla. La tensión de su mandíbula revelaba el esfuerzo que estaba haciendo para controlarse.

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—Si necesitabas ayuda ¿por qué no recurriste a mí? —Quería hacerlo, pero sólo llevábamos unas horas casados. Tenía miedo de lo que dirías, de lo que podría sucederle a Robert. Lo miró, mientras un horrible pensamiento le cruzaba por la mente. Finalmente se animó a preguntar: —¿Qué es lo que le has hecho? —Tu amigo McCabe va camino de la prisión de Newgate —dijo, con un ligero gesto de desprecio. La noticia le causó tanta impresión que a Danielle le flojearon las rodillas. —¡Dios mío...! Rafael se apresuró a cogerla y la ayudó a sentarse en la silla más próxima. «¡Maldición!», pensó mientras iba en busca de la jarra de agua, servía un vaso y lo depositaba en la mano de su esposa. Obediente, bebió un trago y luego depositó el vaso en la mesa con mano temblorosa. —Ya sé que no tienes ninguna razón para creerme, pero estoy diciendo la verdad. —Como debiste de haber hecho antes —repuso Rafael simplemente. Ella pestañeó. —¿Me... me crees? —Lo estoy intentando. Y ahora, comienza desde el principio. Esta vez espero oír toda la verdad, sin engaños y sin que omitas nada. El corazón de Danielle brincó. Rafael la estaba escuchando, cuando ella había estado tan segura de que no lo haría. Tomó aire y rezó para que pudiera encontrar las palabras adecuadas: —Todo empezó en Filadelfia... [ 269 ]


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Asustada por Robert y preocupada por Caroline, le contó a Rafael cómo su amiga le había presentado a Robert en casa de su tía, describió la clase de hombre que Caroline creía que era, cómo había llegado a esa conclusión y cómo se había enamorado Caroline de él. —¿McCabe es su verdadero nombre? Ella dudó por un instante demasiado largo. —¡Maldita sea, Danielle! ¿Cuándo vas a darte cuenta de que soy tu amigo, no tu enemigo? Danielle tomó aire. —Lo siento. Se llama McKay, no McCabe. Pero si las autoridades descubren la verdadera identidad de Robert, lo colgarán. Perderlo partiría el corazón a Caroline. —Maldita sea. ¿Se puede saber qué ha hecho ese hombre? —dijo Rafael con tono alterado. —Ese es el quid de la cuestión. Está acusado de asesinato, pero es inocente. Dado que sé lo que significa ser acusado de un delito que no has cometido, no podía negarme a ayudarlo. Rafael la estudió durante varios segundos, sorprendió acercándose a ella y abrazándola.

y

la

—Sois de armas tomar, duquesa. —A Danielle se le hizo un nudo en la garganta. Acurrucada contra él, sintió una mezcla de alivio y preocupación—. Hablaré con tu amigo Robert, haré lo que pueda por ayudarlo. El nudo se hizo más grande, hasta casi causarle dolor. Rafael la ayudaría, ayudaría a Robert. —Gracias. —A cambio, quiero que me prometas que, de hoy en adelante, no volverás a mentirme. Ella asintió. Para empezar no había querido mentirle y entonces, cada día, confiaba un poco más en él. [ 270 ]


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—Dilo. Quiero que me des tu palabra. —Lo prometo. Pero con la promesa le asaltó un omitir la verdad sobre su oscuro mintiendo de nuevo. Si algún día él cómo lo había engañado ¡Dios mío!, sería capaz de soportarlo.

conato de llanto. Al secreto, le estaba llegaba a averiguar Danielle no sabía si

Rafael recorría los fríos, húmedos y mohosos pasillos de la cárcel de Newgate. El agua goteaba a través de las toscas tablas de madera suspendidas encima de su cabeza y un musgo resbaladizo cubría los gruesos muros de piedra. El olor de cuerpos sin lavar y desechos humanos perturbaban el olfato, uno de los prisioneros gimoteaba lastimosamente en algún rincón del pasillo largo y poco iluminado. —Por aquí, su excelencia. —Un carcelero gordo y maloliente lo guió hasta una celda situada al fondo de la prisión. El hombre introdujo una llave de hierro en la cerradura. Rechinó el mecanismo oxidado, se abrió la pesada puerta de madera, y el carcelero se apartó a un lado para dejar pasar a Rafael. —Avise cuando quiera marcharse. —Gracias. —Esperaba no tardar mucho. Con el eco de los pasos del carcelero alejándose por el pasillo, Rafael centró su atención en el hombre que estaba sentado en el suelo sobre la paja húmeda, apoyado en la pared. A la débil luz de la linterna que iluminaba el pasillo, Rafael no podía decir qué aspecto tenía realmente, salvo que su chaqueta y su camisa estaban hechas jirones y cubiertas de porquería y sangre seca. —¿Quién es usted? —preguntó el prisionero, enderezándose pero sin llegar a ponerse de pie. —Sheffield. Creo que conoce el nombre. [ 271 ]


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Entonces el hombre trató con dificultad de levantarse y Rafael le puso una mano en el hombro, instándolo para que no se moviera de donde estaba. —Relájese. No tiene muy buen aspecto. ¿Está mal herido? —Esos mal nacidos me han dado una paliza. —El carcelero dice que se resistió al arresto. McKay no contestó. —He hablado con mi esposa de usted. La duquesa dice que no es un ladrón y que ella le dio el collar. —Rafael adivinó la sorpresa del hombre por una ligera crispación de sus hombros—. Parece sorprendido. —No estaba seguro de lo que diría la dama. —Sí, pero desafortunadamente para usted, no es lo que dijo el día que partimos rumbo a casa —expuso Rafael. —Espero que entienda que sólo intentaba ayudarme. Es una mujer increíble su esposa. —Sí, lo es. ¿Qué hay de Caroline Loon? El prisionero recostó la cabeza en el muro. —No la mencioné porque no quería causarle problemas. Acercándose a donde se hallaba el hombre, Rafael se puso en cuclillas a su lado, lo bastante cerca como para ver la cara de McKay de cerca, el ojo hinchado y los golpes. —Cuénteme el resto. Hábleme del asesinato del que se le acusa y del porqué debería creer, lo mismo que mi esposa y su amiga, la señorita Loon, que es usted inocente de ese crimen. McKay dudó sólo unos instantes, entonces, despacio, empezó a contar su historia. Había pasado media hora cuando Rafael llamó al carcelero para que le abriera la puerta. [ 272 ]


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—Descanse, McKay. Me ocuparé de que lo dejen en libertad lo antes posible. Recomiendo que seamos discretos. Hasta ahora nadie sabe quién es realmente usted, y es preferible que las cosas sigan así. Es probable que pasen unos días. Entregaré algún dinero a los carceleros por si necesita algo y enviaré un coche a recogerlo. —Gracias, excelencia. —Confío en su palabra, Robert, como hicieron ellas, y doy por hecho que ha dicho la verdad. Si es así, haré todo lo que esté en mi mano para ayudarlo. Si ha mentido, es más que probable que acabe colgando de una cuerda. Ahogando un gemido de dolor, McKay se puso de pie tambaleándose, y se apoyó contra la pared para no caerse. —Todo lo que he dicho es verdad. Estoy en deuda con usted, excelencia. Nunca olvidaré lo que usted y su señora esposa han hecho por mí. —Es posible que quiera retirar lo dicho cuando sepa que soy el hombre que ordenó su arresto, el cual acabó en la paliza que ha recibido. En la penumbra, a Rafael le pareció distinguir un esbozo de sonrisa. —No lo decepcionaré, excelencia. —Hasta la vista, Robert. Rafael abandonó la prisión intentando decidir si el hombre se había burlado de todos ellos o si decía la verdad. De ser cierto, Robert McKay era el genuino conde de Leighton. Demostrarlo, no obstante, era un asunto totalmente diferente. En cualquier caso, Rafael se preguntaba lo que sería de Caroline Loon si ese hombre, por algún milagro del destino, llegara a convertirse en un poderoso conde, un elevado miembro de la nobleza.

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Danielle se hallaba sentada delante de su tocador mientras Caroline ocupaba el banquillo de terciopelo dorado situado al pie de la cama con dosel. En la última media hora, no habían dejado de hablar de Robert McKay. —Pero ¿el duque está seguro de que Robert saldrá pronto de la prisión? —preguntó Caroline, y no por primera vez. —Piensa que tardará uno o dos días, pero, sí, Rafael ha prometido que se ocupará de que así sea. No ha querido presionar demasiado a las autoridades para no levantar sospechas. —Pero, has dicho que Robert está herido. Si es así, necesita alguien que lo cuide, que se asegure de cuidar las heridas. Danielle se estiró en el taburete donde había estado sentada mientras Caroline daba los últimos toques a su cabellera roja, recogida en alto. Esa noche, ella y Rafael iban a asistir a una ópera cómica, Virginia, que daban en Drury Lane, y después asistirían a una velada organizada en honor del cumpleaños del alcalde. Por fin había empezado su vida social como esposa del duque, y Danielle estaba decidida a cumplir con sus obligaciones. —Escúchame, Caroline, ya sé que estás preocupada pero debemos proceder con cautela. Rafael dice que las heridas de Robert no ponen en peligro su vida, y saldrá pronto de la prisión. Lo cierto es que Robert había contado la increíble historia de que era el verdadero conde de Leighton, la única parte del relato que Danielle no había revelado a su amiga. Había dejado esa noticia para que se la diera Robert, insegura, en el caso de que resultara cierta, del efecto que tendría en su relación.

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En aquellos momentos, el mayor problema de Robert consistía en demostrar su inocencia y, hasta que eso ocurriera, corría un grave peligro. Por supuesto, ella no le había contado nada de esto a Caroline. Al oír una llamada familiar en la puerta, y saber que sólo podía tratarse de su Rafael, Danielle se apresuró a comprobar su aspecto en el espejo. —¡Oh, no, he olvidado las perlas! —Y, girándose, fue corriendo hasta el joyero que había encima de su tocador, abrió la bolsa de raso rojo y vació su contenido sobre su mano. Mientras se apresuraba a abrir la puerta, se volvió para mirar a su amiga. —Deja de preocuparte, querida. Dentro de un par de días volverás a ver a Robert. Caroline asintió y Danielle reconoció el brillo de las lágrimas en sus ojos. —El duque y tú habéis sido tan generosos con nosotros... —Tonterías —dijo una voz desde la puerta—. Eres una amiga muy querida, Caroline. Rafael entró en la cámara y Danielle le besó en la mejilla, viendo, como sucedía a menudo últimamente, indicios del antiguo Rafael, que siempre había sido tan amable con los demás. Caroline desapareció silenciosamente de la cámara, y Danielle le dio las perlas a Rafael. —¿Te importaría ponérmelas? Rafael sonrió mientras cogía las perlas, se las colocaba alrededor del cuello y abrochaba el cierre de diamantes. Retrocedió para ver el resultado. —Las perlas lucen espléndidas, lo mismo que tú.

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Ella sonrió. —Gracias. —Nunca te he hablado de ellas. ¿Te gustaría escuchar su historia? —preguntó Rafael. —Oh, sí. —Podía sentir el peso reconfortante de las perlas, la manera en que parecían ajustarse perfectamente alrededor de su cuello, igual que lo hicieron la última vez que las había llevado hacía de eso ya tantas semanas—. Me encantaría escucharla. —Te advierto que no es apta para aprensivos. Ella arqueó una ceja. —Ahora has picado mi curiosidad —dijo Danielle con algo de picardía. Rafael acarició las perlas un instante con los dedos. —Como te dije, el collar se hizo en la época medieval, por encargo del poderoso lord Fallon. El conde había elegido personalmente todas las perlas y los diamantes y se los entregó como regalo de bodas a su prometida, lady Ariana de Merrick. El día en cuestión, ella llevaba el collar mientras esperaba la llegada del novio al castillo de Merrick. Según cuenta la historia, era un matrimonio de amor sin parangón entre ningún otro de su tiempo. Desdichadamente, una pandilla de forajidos asaltó al conde y a sus hombres cuando se dirigían al castillo, y lo asesinaron. —¡Oh, Dios mío! —Al enterarse de la noticia, lady Ariana, deshecha, subió a la torre más alta del castillo y se despeñó, llevando todavía las perlas. Más tarde se descubrió que llevaba en sus entrañas el hijo de lord Fallon. Con un nudo en la garganta, Danielle tocó el collar que pareció volverse más cálido bajo sus dedos. Lo llamaban el Collar de la Novia, y por fin entendía el porqué. [ 276 ]


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Pensó en la joven madre que había perdido a su gran amor y al hijo que habría tenido de él. Intentó no pensar en el hijo que ella y Rafael nunca tendrían, pero el pensamiento rondó su corazón. No se dio cuenta de que estaba llorando hasta que Rafael apartó una lágrima de su mejilla. —Si llego a saber que te afectaría tanto, no te lo habría contado. Ella trató de sonreír. —Es tan triste... —Sucedió hace mucho tiempo, amor mío —la consoló Rafael. Ella paseó los dedos por las perlas, percibiendo su suavidad, la forma de cada diamante perfectamente tallado. —Sabía que tenía algo de especial pero yo... —Levantó la vista para mirarlo—. No permitiré que le vuelva a ocurrir nada. Lo mantendré a salvo por ella. Él inclinó la cabeza y la besó ligeramente en los labios. —Sé que lo harás. Respirando hondo, ella miró hacia la puerta. —Supongo que deberíamos irnos. —Pero, realmente, no quería irse. Era la esposa de Rafael, pero aún había quienes no creían en su inocencia, al contrario, creían que había conseguido engañarlo para casarse con él. Rafael la tomó por la mano. —No queremos hacer esperar a Cord y a los demás — dijo él. —No, por supuesto que no. —Pero, mientras abandonaba la cámara, del brazo de Rafael, no podía dejar de pensar en las perlas y en la trágica historia de Ariana y [ 277 ]


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de su amado, y del hijo que había muerto con ellos. Y el recuerdo la acompañó hasta bien entrada la noche.

Una lluvia persistente golpeaba las ventanas con cuarterones de los muros de piedra amarilla Cotswold de Leighton Hall. Los ondulantes campos de la finca campestre de dos mil acres estaban cubiertos de barro y un fuerte viento soplaba sobre los pequeños muros que cercaban la casa. En su estudio forrado de madera, Clifford Nash, quinto conde de Leighton, se apoltronaba delante de la chimenea en un lujoso sillón de piel. Era un hombre de cuarenta y dos años, de cabello y ojos oscuros. Guapo, había pensando de sí mismo siempre, aunque con los años había echado barriga. Y ahora que era muy rico, no había nada que Clifford desease que no pudiese tener. Sentado frente a él, Burton Webster, su gestor de propiedades, permanecía erguido, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante. —Entonces Webster.

¿qué

deberíamos

hacer?

—preguntó

Webster había llegado a la casa media hora antes, y había entrado sin esperar a ser anunciado, obviamente preocupado. Clifford hizo girar el coñac que había en su copa. —¿Cómo puedes estar seguro de que se trata de McKay? —Le digo que es él. Estaba en Evesham con su primo, Stephen Lawrence. Seguro que lo recuerda. Lawrence era el tipo que empezó a husmear en busca de información un año o más después de la muerte del viejo conde. Estaba absolutamente decidido a demostrar que McKay era inocente del crimen. [ 278 ]


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—Sí, sí, lo recuerdo. Y que no llegó a ninguna parte, también lo recuerdo. Dado que todo eso ocurrió hace un año, no pensaba que volveríamos a tener noticias de él. Bebían el mejor coñac de Clifford y fumaban puros, pero Webster estaba demasiado nervioso para disfrutar de nada: una manera deplorable de malgastar el dinero. —No estoy seguro de qué ha sido de Lawrence — prosiguió Webster—. Sólo sé que esa muchacha, Molly Jameson, me ha enviado una nota diciendo que McKay ha vuelto a Inglaterra. Según parece le había llegado una nota de McKay, en la que decía que quería hablar con ella de la cita que supuestamente tenían que haber tenido aquella noche en la posada. —¿Llegaron a verse? —preguntó Clifford —No. Él no se presentó. Pero ella cree lo mismo que nosotros, que McKay abandonó el país después del asesinato. Dice que ha vuelto a Inglaterra y que es probable que haya ido a Evesham. Fue ella quien mencionó al primo, Stephen Lawrence. —¿Y qué esperas para ir a Evesham y ocuparte de McKay? Webster lanzó un suspiro. Era un hombre grande, de físico musculoso, de dedos gruesos y una nariz que se había roto más de una vez. Llevaba cinco años trabajando para Clifford, y por su inquebrantable lealtad durante esos años, se había vuelto prácticamente indispensable para su patrón. —Me temo que ahí está el problema. Fui a Evesham y McKay ya no estaba ahí. —¿Hablaste con su primo? —Lawrence tampoco estaba —afirmó Webster—. Según los vecinos, su madre había enfermado y se había marchado al norte para cuidar de ella. Clifford dio una calada a su puro y expulsó el humo, [ 279 ]


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tomándose tiempo para pensar. —Empieza con Lawrence. Averigua adónde ha ido y ve tras él, oblígalo a que te diga la verdad sobre McKay y descubre su paradero. —Si lo encuentro ¿qué debo hacer? —Al principio, que lo hubieran colgado por el asesinato de Leighton habría zanjado el asunto de manera muy conveniente. Pero ahora no quiero que todo el asunto vuelva a airearse innecesariamente. Simplemente, hazlo desaparecer. —¿Matarlo? Webster era valioso en muchos sentidos, pero, a veces, Clifford se preguntaba sobre el tamaño de su cerebro. —Sí, matarlo, o si lo prefieres, contrata a alguien como hiciste antes. Sólo quiero que desaparezca para siempre. —Sí, milord. Al menos el idiota se había acordado de utilizar el título de Clifford, aunque acostumbrarse a él le había costado más tiempo del que debía. Clifford se levantó del sillón y Webster hizo lo mismo. —Mantenme informado de tus progresos. —Sí, milord. Cuando el hombre, alto y robusto, abandonó el estudio, Clifford volvió a sentarse para saborear lo que le quedaba del puro. No estaba preocupado. McKay era un hombre perseguido por la justicia. Si Webster no acababa con él, avisaría a las autoridades. Eso ocasionaría más problemas, pero el resultado sería el mismo. De una manera o de otra, McKay era hombre muerto.

Tan pronto como acabó la representación de Virginia, [ 280 ]


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Danielle y Rafael se encaminaron a la fiesta del alcalde. Grace y Ethan les acompañaban en el impresionante coche negro tirado por cuatro caballos con el elegante blasón ducal grabado en oro en las puertas. Cord y Victoria seguían al duque en un elegante carruaje tirado por dos briosos corceles. La velada estaba bien avanzada cuando llegaron las tres parejas. La fiesta se celebraba en la residencia palaciega del duque de Tarrington, a quien Cord y Victoria parecían tener mucho afecto. —¡Menuda casa tiene nuestro querido muchacho! —dijo Cord arrastrando las palabras, lanzando una mirada que sólo podría calificarse de lasciva a su esposa—. Me trae recuerdos muy gratos. Victoria se sonrojó, pero su marido se limitó a sonreír. —Luego, tal vez —le dijo con voz suave—, podríamos revivir algunos de esos momentos. Su esposa se ruborizó aún más, pero no pudo evitar sonreír. —Me parece que os tomaré la palabra, milord —dijo Victoria. Cord se echó a reír, aunque había un brillo perverso inusual en sus ojos de color caramelo. —Prefiero no saber en lo que está pensando. —Rafael susurró al oído de Danielle—. Dios sabe que, en lo que se refiere a su esposa, ese hombre es insaciable. Danielle sonrió. —¿Y vos, excelencia? El la miró y sus ojos cobraron esa tonalidad de azul, que indicaba adónde habían volado sus pensamientos. —Touché —dijo, y añadió—: aunque espero tener la suficiente fuerza de voluntad para esperar hasta que [ 281 ]


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lleguemos a casa. Danielle pensó en el férreo autocontrol que él tanto valoraba y ella tanto odiaba y se prometió que algún día, en un futuro cercano, lo afrontaría como un reto. Sin embargo, esa noche no. Había iniciado su reaparición en sociedad como la duquesa de Sheffield y se negaba a hacer nada que pudiera suscitar el más mínimo cotilleo. En su lugar, dejó que Rafael la guiara entre los invitados, y los saludara amablemente uno tras otro, el marqués de tal, el conde de cual, la baronesa de tal o cual. Había varios caballeros acompañados de sus esposas y tantos vizcondes y vizcondesas que perdió la cuenta. Los acordes de la música llegaron hasta ellos. Había baile en uno de los salones más grandes y Rafael persuadió a su esposa para que fueran en esa dirección. La orquesta interpretaba una danza folclórica y Rafael bailó con ella, pero cuando la pieza terminó, la sacó fuera de la pista. —Supongo que tendré que dejar que bailes con otros hombres —dijo refunfuñando. —Si no lo haces, podrían pensar que tienes celos de que prodigue mis atenciones. Y no querrás que eso ocurra. —Tengo celos de que prodigues tus atenciones, pero en ese sentido, he aprendido la lección. —Rafael inspeccionó la abarrotada sala, la multitud de personas ataviadas de raso y seda, y Danielle le vio fruncir el ceño. —¿Qué ocurre? —preguntó Danielle. —Carlton Baker está aquí. Danielle sintió un nudo en el estómago al recordar la terrible experiencia en el barco. —¿Baker? Me imaginaba que a estas alturas ya habría vuelto hace mucho a Filadelfia. Pero el aludido se acercó a ellos, alto y atractivo, con el cabello, ligeramente canoso en las sienes, corto y peinado [ 282 ]


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hacia delante con el popular estilo Bruto. —¡Vaya!, duque, volvemos a encontrarnos. —Baker sonreía, pero no había la más mínima cordialidad en su mirada—. Imaginaba que con el tiempo volveríamos a encontrarnos. —Sí, es una lástima. Baker apretó los labios. —Así sabrá..., que no he olvidado la paliza que me propinó sin motivo, y que no tengo intención de hacerlo. —Tenía motivos de sobra —dijo Rafael—, y usted lo sabe. Además, si vuelve a molestar a mi esposa otra vez, pensará que la paliza que le di aquella noche era un juego de niños. Baker se puso rígido. —¿Se atreve a amenazarme? Rafael se encogió de hombros. —Es una mera advertencia. —En ese caso, yo tengo una advertencia para usted: quien siembra vientos, recoge tempestades, duque. Tuvo su oportunidad. Tarde o temprano, yo tendré la mía. Mientras Baker se alejaba, Rafael apretó los puños sin darse cuenta. —Olvídalo. Lo pusiste en ridículo —dijo Danielle—, y ahora intenta salvar el orgullo herido. La tensión de Rafael pareció disminuir. —Tienes razón. Ese hombre es un necio, pero no está completamente loco. —¿Qué significa eso? —Significa que si Baker se sobrepasa, reanudaré

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encantado lo que empecé aquella noche, y creo que él lo sabe. Danielle no habló más. Rafael tenía una actitud protectora para con ella que ningún hombre había tenido antes. Bastaría que Carlton Baker se atreviese a mirarla mal... Tembló pensando en lo que le había ocurrido a Oliver Randall, y deseó que Carlton Baker volviera pronto a Norteamérica. La velada avanzaba. Las tres parejas visitaron la sala de juegos de azar y Cord se sentó en una de las mesas para jugar una partida de whist. Rafael y Ethan no tardaron en apuntarse a la partida y las mujeres aprovecharon para hacer una visita al tocador de señoras. Iban a reunirse con los hombres cuando la voz de una mujer resonó a sus espaldas: —¡Vaya! ¿No es ésa la putita que engañó al duque para que se casara con ella? Un escalofrío recorrió la espalda de Danielle. Girándose, se encontró cara a cara con una mujer a la que hacía años que no veía, pero que desde luego no había olvidado: la marquesa de Caverly, madre de Oliver Randall. Mientras le zumbaban los oídos, oyó la voz de Grace que se hallaba junto a ella. —¡Vaya! ¿No es ésa la madre de ese canalla, inútil y detestable, cuyas abominables maquinaciones casi destruyeron dos vidas inocentes? —¡Grace! —musitó Danielle. —¡Sí, es verdad! —reaccionó Victoria, descargando su ira contra lady Caverly—. La envidia ha llevado a su hijo a donde está. No puede culpar a nadie salvo a sí mismo, y usted tampoco. Danielle se quedó inmóvil, apenas capaz de creer lo que sus dos amigas acababan de hacer. Sin embargo, su coraje espoleó el suyo. Levantando la cabeza, se dirigió a la

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marquesa. —Lamento los sufrimientos de su familia, lady Caverly, pero han sido obra de Oliver, no mía. —¡Cómo te atreves! ¡Después de las mentiras que has contado, no tienes derecho a pronunciar el nombre de mi hijo! —Yo dije la verdad. Tal vez su hijo tenga algún día el valor de hacer lo mismo —firmó Danielle. —Todo es culpa tuya. Oliver nunca... —Ya basta, Margaret. —El marqués de Caverly se puso al lado de su esposa—. Hay formas mejores de tratar estos asuntos que en público y delante de la mitad de la alta sociedad. —Alto y con los cabellos grises, el aire arrogante del marqués delataba su posición como alto miembro de la nobleza—. Vamos, querida. Creo que ya es hora de que volvamos a casa. Danielle no dijo nada más y el marqués acompañó a su esposa fuera del salón. La joven duquesa echó a andar, rezando para que las rodillas no le flaquearan y la mantuvieran en pie. Victoria se adelantó y se apresuró a decirle algo a Rafael mientras éste caminaba hacia ellas. —Victoria me ha explicado lo que ha pasado —dijo, tomando las manos de Danielle entre las suyas, mirándola con preocupación—. Lo siento, amor mío. No esperaba que vinieran. Creía que seguían en su residencia campestre. —Me los habría encontrado tarde o temprano. Tal vez es mejor que haya sido ahora —dijo Danielle. —¿Estás segura de que te encuentras bien? —Estoy bien. —Y pensando en Grace y Victoria, que habían salido en su defensa como un par de jóvenes tigresas, descubrió que realmente lo estaba.

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—Creo que es hora de que nos vayamos a casa —dijo Rafael, pero su esposa dijo que no con un gesto. —Hemos capeado el temporal. Me niego a arriar velas ahora. —Danielle echó una mirada a las mesas de juego—. ¿A alguien le apetece jugar una partida de cartas? Rafael sonrió, viendo el orgullo reflejado en los ojos de su esposa. —Me parece una excelente idea..., excelencia. Había algo en su manera de decirlo, algo que la reconfortó por dentro. Apoyando la mano en su brazo, Danielle se dejó conducir por la alfombra persa hacia las mesas recubiertas de fieltro verde.

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Pasaron dos días. Cuando Robert McKay salió de la cárcel, y tal y como Rafael había prometido, un coche lo esperaba en la puerta para conducirlo a Sheffield House. Robert no apareció. Cuando el cochero se interesó por su paradero, descubrió que McKay se había marchado de Newgate una hora antes. Sin saber muy bien qué hacer, el cochero, un hombre corpulento que se llamaba Michael Mullens, regresó con el carruaje a Sheffield House. —Lo siento, excelencia —dijo Mullens—. Ese hombre no ha aparecido. Aunque lo han soltado. Pregunté a los guardias para estar seguro. —Gracias, señor Mullens. —Ahogando un brote de rabia, Rafael se volvió a las dos mujeres que aguardaban ansiosas, detrás de él, en la entrada. »Ya habéis oído al cochero. McKay ha salido de la cárcel, pero no ha venido aquí, tal y como planeamos. No puedo decir mucho más. Caroline se echó a llorar, dio media vuelta y corrió hacia las escaleras. Danielle no se movió del sitio. Dijo con desconsuelo: —No puedo creer que Robert nos haya mentido a todos, incluso a ti. —O bien ese hombre es el mejor actor de Londres o hay algo más que no sabemos. Creo que deberíamos esperar antes de sacar conclusiones —dictó Rafael. —Sí..., por supuesto, tienes razón. Pero Rafael podía ver que estaba desilusionada, y en ese momento, si hubiera sabido dónde encontrar a Robert [ 287 ]


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McKay, lo habría cogido por las solapas de su raída chaqueta y le habría dado una paliza mucho más fuerte que la que le habían propinado los guardias. En cambio, levantó la vista y vio a Caroline corriendo por el descansillo. —Tal vez deberías ir a hablar con ella. Danielle siguió la mirada de Rafael y suspiró. —Ojalá supiera qué decir. —Dile que tengo intención de esperar otro día, y dar a McKay una última oportunidad de demostrar su inocencia antes de acudir a las autoridades. —Se lo diré. —Y recogiéndose la falda, Danielle subió las escaleras. Rafael la vio desaparecer de su vista en el pasillo de la primera planta, y pensó en el dolor que había visto en los ojos de Caroline cuando McKay no llegó tal y como ella había esperado. Lo cierto era que el hombre no se había comprometido a hacerlo, se había limitado a jurar categóricamente su inocencia en el asesinato del conde. Al recordar su conversación con McKay, y lo convincente que había sonado, Rafael se sorprendió sólo a medias cuando una hora después, un lacayo, el señor Cooney, llamó a la puerta de su estudio y le entregó dos cartas, una dirigida al duque de Sheffield y otra a la señorita Caroline Loon. —Gracias —dijo Rafael, cogiendo las cartas de los toscos dedos del lacayo—. ¿Has visto a la persona que las ha traído? —Sí, señor. Llamó a la puerta del servicio. Un tipo guapo a pesar de tener un ojo hinchado y la cara con moratones.

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—¿Cabello castaño y ojos marrones? —El mismo, señor. Rafael rompió el sello de cera, y leyó por encima el mensaje: Excelencia: No podía permitir que usted, su esposa o la señorita Loon se vieran involucrados, más aún, en mis asuntos. Por favor, crea que le he contado la verdad y que estoy decidido a demostrar mi inocencia. Le agradezco el dinero que me dejó en la cárcel. Espero, con el tiempo, ser capaz de corresponder a su amabilidad y generosidad. Su humilde servidor, ROBERT MCKAY

Después de leer la carta por segunda vez, y por razones que no podía explicar, Rafael creyó, como había hecho antes, que McKay decía la verdad. No obstante, era igual de posible que el hombre fuera un fraude total y absoluto. Con un suspiro, depositó la carta junto a la otra que estaba dirigida a Caroline Loon. —Dígales a la señorita Loon y a la duquesa que bajen a mi despacho, Cooney. —Sí, su excelencia. Las mujeres bajaron al cabo de unos minutos y él pudo ver rastros de lágrimas en las mejillas de Caroline. —¿Qué ha ocurrido? —preguntó ésta, incapaz de mantener su actitud reservada habitual—. ¿Hay noticias de Robert? —Sí, las hay. Tu amigo nos ha enviado un mensaje. [ 289 ]


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Entregó a Caroline la carta dirigida a ella, y a su esposa la que había recibido él. Caroline cerró los ojos unos instantes cuando acabó de leer la carta, que estrechó ferozmente contra su pecho. —No ha huido. Está intentando demostrar su inocencia. —Ya sé que la carta va dirigida a ti, pero me gustaría leerla, si no te importa. Un poco a regañadientes, Caroline entregó la nota mientras el color desaparecía de sus mejillas. Mi queridísima Caroline: No ha pasado un solo día desde que nos separamos en que no haya pensado en ti, y rezo para que tú también hayas pensado en mí. Sin embargo, no me atreveré a ir a tu encuentro, por más que lo deseo, hasta que resuelva este asunto. Debo demostrar mi inocencia, y para hacer eso hay preguntas que debo hacer y respuestas que necesito encontrar. Hasta que todo eso pase, guardaré en mi corazón el recuerdo de tu maravillosa sonrisa. Atentamente, ROBERT

Rafael acabó de leer el mensaje y lo devolvió a Caroline, intentando ignorar sus ojos llorosos. —Enviaré una nota a Jonas McPhee. Si hay alguien capaz de descubrir la verdad de un asesinato, ése es Jonas. Caroline dio un paso hacia delante y le cogió la mano. —Muchas gracias, excelencia. Nunca olvidaré lo que ha hecho. —Te advierto una cosa, querida. Si McPhee descubre que tu amigo es culpable de asesinato, no tendré más remedio que informar a las autoridades. [ 290 ]


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—Lo sé. —Es inocente, Caroline —dijo Danielle, con firmeza—. No habría enviado las cartas si fuera culpable. Simplemente habría huido. Pero, por supuesto, también lo podía haber hecho para ganar tiempo, y todos lo sabían. —¿Hay Caroline.

alguna

cosa

más,

excelencia?

—preguntó

—Pues sí, hay una. Llevo bastante tiempo pensando que deberías salir de tu aislamiento. Eres una joven bien criada, que ha vivido momentos duros, pero también eres amiga de Danielle, y por su lealtad hacia ella, también te has convertido en amiga mía. Hay un buen número de acontecimientos sociales de los que podrías haber disfrutado desde hace tiempo y considero que ya es hora de que lo hagas. Caroline lo miró con asombro, y Danielle le sonrió tan alegremente que el corazón le dio un vuelco. —Necesitará renovar su guardarropa —dijo Danielle. —Sin lugar a dudas —dijo Rafael, esbozando una ligera sonrisa—. Imagino que las dos os sentís capaces de llevar a cabo la tarea. Caroline se quedó inmóvil, demasiado sorprendida para hablar. Entonces, sacudió la cabeza. —Lo siento, excelencia. Ya sé que sólo le guían las mejores intenciones pero, sencillamente, no puedo aceptar su generosa oferta. Siempre me he costeado mis gastos. Es una promesa que le hice a mi madre antes de morir, y así es como debe continuar. Si no puede aceptarme como soy, entonces será mejor que abandone su casa. A Danielle se le nubló la expresión. —Rafael no pretendía insultarte, mi querida Caroline. Como ha dicho, eres nuestra amiga. [ 291 ]


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Caroline se esforzó por sonreír: —Soy feliz así, pero quiero decir que, por encima de todas las cosas, aprecio la amistad que ambos me han brindado. Rafael echó una ojeada a Danielle. Era obvio que Caroline no cambiaría de opinión. Por supuesto, una proposición matrimonial de Robert McKay cambiaría la situación pero, de momento, McKay no había expresado sus intenciones, que por el bien de Caroline, Rafael esperaba que fueran honorables. Por otro lado, si de verdad el hombre era un conde y Caroline sólo la doncella de una dama... —La oferta queda en pie —dijo Rafael—, por si cambias de opinión. —No lo haré. Rafael se limitó a asentir. No podía evitar sentir admiración por la joven, y pensó que cualquier hombre sería afortunado de tener a Caroline Loon por esposa. Incluso un conde. Sin embargo, todavía existía la posibilidad de que McKay no fuera otra cosa que el asesino que estaba acusado de ser. El tiempo lo diría. El tiempo y Jonas McPhee.

Las fiestas de Navidad llegaron a su fin. La madre de Rafael abandonó sus aposentos y se trasladó al campo para pasar las siguientes semanas en Sheffield Hall, la propiedad familiar en Buckinghamshire. Danielle y su marido dedicaron buena parte del tiempo a frecuentar la alta sociedad que, poco a poco, había empezado a recibirla en su valiosa compañía.

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Los días iban pasando pero seguían sin llegar noticias de Robert McKay. Danielle sabía que Jonas McPhee, el investigador, estaba esforzándose por descubrir la verdad sobre el asesinato pero, hasta ahora, había tenido poco éxito. Los que habían conocido a McKay, lo apreciaban. Antes del asesinato, había sido abogado en la localidad de Guilford, era un miembro respetable de la comunidad, y se mostraban reacios a revelar información que pudiera perjudicarle. Era el nueve de enero. Había hecho muy mal tiempo, frío y viento con fuertes heladas, que cubrían las calles de una escarcha que no empezaba a derretirse hasta el mediodía. Sin embargo, el día antes había salido el sol, había caldeado el aire, y Danielle se había sentido más animada. Ella y tía Flora habían decidido visitar el orfanato, cosa que hicieron lo antes posible, y llevar a los niños juguetes o un pequeño obsequio de caramelos. En particular, Danielle tenía mucho deseos de ver a Maida Ann y a Terry, que se habían convertido en sus favoritos. Había transcurrido demasiado tiempo desde su última visita, que había sido antes del día de Reyes. Cuando su carruaje, más pequeño que el coche de caballos del duque, pero con el blasón de los Sheffield, rodó hasta el edificio de ladrillos rojos que albergaba el orfanato, Danielle divisó dos cabecitas que le eran muy familiares entre el grupo de niños: la de la pequeña Maida, rubia y sonriente, y la cabellera de Terry, pelirroja y revuelta, con mechones en punta. Al verlos, Danielle sintió una punzada en el corazón. Arrodillada en el camino que conducía a la entrada, los tomó en sus brazos. —¡Qué feliz que soy! —Maida Ann se abrazó al cuello de Danielle—. ¡Por fin has venido! Rezo todos los días y ahora estás aquí.

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Danielle la abrazó otra vez. —Te prometo que la próxima vez no tardaré tanto en volver. Un ligero tirón de falda le hizo bajar la vista y ver al pequeño Terrance mirándola fijamente con sus grandes e ilusionados ojos castaños. —¿Nos has traído caramelos? —preguntó el niño. Danielle se echó a reír. —Por supuesto que sí. —Y le dio unos cuantos, y luego, la misma cantidad a Maida Ann. —Hay suficientes para todos —dijo tía Flora desde detrás, dándole a Terry una pequeña bolsa de tela—. Coge la bolsa y repártelos entre los otros niños. —Gracias, milady, muchas gracias. —Terry sonrió y Danielle vio que le faltaba un diente. Sosteniendo sus caramelos como si fueran monedas de oro, corrió a repartir los preciosos regalos entre sus amigos. Maida Ann no le soltaba la mano. —Eres tan guapa... —Tú también, cielo —dijo Danielle, de verdad, y la pequeña Maida, con su burdo vestido de lana, se sonrojó y sonrió tímidamente. Danielle le dio el último fuerte abrazo y se puso de pie, sosteniendo la mano de Maida. ¡Dios! ¡Cuánto deseaba llevarse a los niños con ella a casa! Suspiraba con gran dolor de corazón por el hijo que nunca tendría, pero era demasiado pronto para hablar de adopción. Rafael podría sospechar, y si lo hacía, si de alguna manera descubría que era estéril y que lo había sabido desde antes de casarse... Tragó saliva, incapaz de continuar el pensamiento. Las mujeres se quedaron un rato con los niños; Danielle prometió a la señora Gibbons, la directora, que [ 294 ]


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hablaría con el duque sobre el dinero para comprar a los niños ropa nueva para la primavera, y luego ella y tía Flora abandonaron el orfanato. Mientras el carruaje rodaba por las calles abarrotadas, tía Flora, cuya pequeña y voluminosa figura ocupaba el asiento de enfrente, no paró de quejarse, cosa que raramente hacía. —Gracias a Dios que por fin ha salido el sol. —Flora tiró de la pesada manta de piel para cubrir mejor sus gruesas rodillas—. Pensaba que no volvería a verlo nunca más. —Sí, es increíble lo que puede subirte el ánimo un día de sol —opinó Danielle. —Me temo que me hace añorar mi casa, querida. Danielle miró a su tía a los ojos. Preguntó: —¿No estarás pensando en marcharte? —He decidido irme, y hacerlo pronto. Londres es horrible en esta época del año. No soporto la idea de pasar aquí otra semana. —¿Estás segura de que las carreteras están lo bastante secas para viajar? —Están lo bastante secas para que pueda llegar. Parece que tú y el duque os lleváis bastante bien, con lo cual mi presencia aquí ya no es necesaria. Y, en cualquier caso, ya hace tiempo que debería haber vuelto. Danielle estudió la bondadosa cara de su tía y recordó que Rafael y ella ya eran marido y mujer, tal y como su tía había creído en su día que deberían ser. No pudo evitar pensar hasta qué punto todo lo que había ocurrido no había sido urdido por la anciana. Tía Flora lanzó un suspiro: —Será tan agradable volver a casa... Fuera cual fuese la verdad, Danielle no quería que tía [ 295 ]


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Flora se marchase, pero la anciana echaba de menos los espacios abiertos y el aire puro del campo, y Danielle no podía culparla de querer escapar de los cielos encapotados, la niebla cubierta de hollín y las calles mugrientas de la ciudad en invierno. Esa noche, durante la cena, Danielle comunicó la decisión de su tía a Rafael, y éste la sorprendió con la sugerencia de que la acompañaran a su casa. —No está tan lejos y podríamos disfrutar de unos días de descanso —dijo Rafael—. McPhee ha ido al norte a hablar con Stephen Lawrence, el primo de Robert, y mientras esperamos noticias, tal vez unas pequeñas vacaciones en al campo distraerían a Caroline de pensar en Robert McKay. Era una idea tan maravillosa que Danielle no pudo evitar una sonrisa de ternura al pensar en el detalle de Rafael. Últimamente había tenido muchos, lo que hacía que le resultase cada vez más difícil guardar las distancias y mantenerse fiel a su decisión de no depositar su confianza en él tal como había hecho años antes. Lo que hacía cada vez más difícil no quererlo. Esa idea le causó gran preocupación. ¿Qué pasaría cuando se diese cuenta de que no sería capaz de darle un hijo? ¿Cuándo descubriese que no tendrían nunca un heredero? No podía evitar pensar en Arthur Bartholomew, el primo gandul de Rafael, y en lo muy necesitada que estaba su familia de un heredero. El divorcio era un fenómeno aislado y poco frecuente, del que apenas se oía hablar, aunque ocurría de vez en cuando, y el escándalo duraba años y años. Pero Rafael necesitaba un hijo que llevara su apellido, y el divorcio sería su única elección. Danielle tembló al pensar en las terribles murmuraciones y en el ostracismo que ya había sufrido en el pasado.

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Y perder a Rafael por segunda vez..., pensaba que no podría sobrevivir. Un dolor profundo laceró su corazón al imaginarse a Rafael compartiendo la vida con otra mujer, y en ese momento supo la terrible verdad. «¡Estoy enamorada de él!» Era demasiado tarde para salvarse, para proteger su corazón. Se había enamorado de él, lo mismo que había ocurrido en el pasado. Le asaltó el miedo. Por delante le aguardaba un camino lleno de peligros, un paisaje de dolor que podría destrozarla. ¿Cómo había dejado que eso pasase? Empezaron los preparativos para el viaje. Caroline ayudó a Danielle a hacer las maletas para la semana de vacaciones pero, en lugar de sentirse excitada, la preocupación de Danielle no dejó de crecer. Quería a Rafael, ahora lo sabía, como también sabía que cuanto más tiempo pasara con él, más crecería su amor. Y la terrible verdad era que existían muchísimas probabilidades de que lo perdiera. No había pensado en eso en el momento de la boda. Tía Flora había opinado que Rafael le debía el casarse con ella, pero ni ella ni su tía tenían idea de lo desesperadamente que su familia necesitaba un heredero, como a ninguna de ellas se le había ocurrido nunca que Rafael pudiera plantearse el divorcio. Estaba pensando en esa triste posibilidad cuando Rafael la invitó a su despacho el día antes de su partida. Aunque la recibió con una sonrisa y se levantó de su silla al verla, la incertidumbre le atenazaba el corazón. —¿Querías verme?

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—Lo siento, amor mío —dijo Rafael—, ha surgido un imprevisto y parece que tendré que cambiar mis planes. —¿Qué ha ocurrido? —Acabo de recibir una nota del coronel Pendlenton. Desea que nos reunamos y, dado que se trata de un asunto de cierta importancia, estoy obligado a asistir. ¡Rafael no las acompañaría! Danielle sintió una mezcla de vértigo y alivio. Podría viajar al campo en compañía de Caroline y de su tía, escapar de la poderosa presencia de su marido al menos durante unos días, los suficientes para ordenar sus dispersos pensamientos. —Lo entiendo quedarte.

perfectamente.

Por

supuesto

debes

—A menos que haya algo más que deba hacer, puedo partir al día siguiente de la reunión y reunirme con vosotras. Era un viaje largo, pero nada más. Si Rafael salía por la mañana, llegaría a Wycombe antes del anochecer. Danielle se mordió el labio. Necesitaba pasar algún tiempo lejos de él, por breve que fuera. —Sólo estaremos fuera una semana, y en caso de que lo hayas olvidado, también tienes una cita con tu abogado el viernes. Parece demasiada molestia para que puedas estar tan poco tiempo. Rafael frunció el ceño: —¿Estás segura? Estaba deseando perder de vista esta maldita niebla. Danielle apartó la mirada. Le oprimía el pecho. Ya lo echaba de menos y ni siquiera se había ido. Dado lo incierto de su futuro, era aterrador. —La verdad es que me gustaría pasar un poco de tiempo a solas con mi tía... Quiero decir, ahora que se [ 298 ]


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presenta la oportunidad. Rafael no parecía contento, y ella sintió un peso en el corazón. Él la había amado una vez. Tal vez, al igual que le pasaba a ella, ese amor había empezado a renacer. Incluso si ocurría un milagro y volvía a sentir lo mismo que antes por ella, estaba la cuestión del hijo y del deber que Rafael tenía con su familia. La culpa la atormentó. ¡Dios mío! ¡Qué había hecho! Danielle sonrió algo exageradamente. —Sólo me quedaré hasta mediados de semana. Volveré el jueves, tal y como estaba previsto. Él asintió con un breve gesto de cabeza. —Si eso es lo que deseas, puedes viajar con tu tía y te enviaré mi coche para que te traiga a casa. Danielle se limitó a asentir. Pestañeando para evitar un repentino brote de lágrimas, rodeó el escritorio y lo besó en la mejilla. Y, girándose, cruzó el despacho y desapareció por la puerta sin volverse para mirarlo. De regreso a su habitación, Danielle pensó en Rafael y en los días que pasaría sin él. Y cuando abrió la puerta de su suite, ya había empezado a lamentar su decisión.

Su esposa se había ido. Era una tarde tranquila y Rafael se encontró merodeando por su casa sin rumbo. En el pasado se había sentido a gusto en las grandes salas vacías y los largos pasillos de mármol. Ahora, echaba de menos el sonido femenino de la risa de Danielle, echaba de menos compartir la cena con ella mientras comentaban los acontecimientos del día, echaba de menos pasar las noches en su cama y el placer que le proporcionaba su cuerpo. Era

increíble

lo

rápidamente [ 299 ]

que

se

había


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acostumbrado a estar casado. Para llenar los días, se mantuvo ocupado examinando los libros de contabilidad de los bienes y propiedades de los Sheffield, inspeccionando los informes de los administradores de las propiedades, buscando nuevas inversiones. Según pasaba el tiempo, se halló con ganas de reunirse con Howard Pendleton, un cambio refrescante en la aburrida rutina de esperar el regreso de su esposa. Era ridículo, se dijo. Se comportaba como un adolescente recién salido de la escuela, tan enamorado de Danielle como lo había estado la primera vez. La idea le despejó la mente. Sí, la quería. Disfrutaba de su compañía, su inteligencia, tal vez tanto como de la pasión que compartían, pero no estaba enamorado de ella. No se permitiría a sí mismo volverse a enamorar de ella otra vez. Esa noche se fue al club de caballeros, como hizo las noches siguientes. Danielle ocupaba un espacio en su vida, pero no estaba dispuesto a dejarla entrar en su corazón. En su lugar, se acorazó contra las emociones que ella despertaba en él y se hundió, más si cabe, en su legendaria reserva. Y cuando llegó el día de su cita con el coronel Pendleton, Rafael se subió a su coche de caballos con un único pensamiento en la mente: ¿Habría sido el coronel capaz de convencer al primer ministro y a su gabinete de la importancia de comprar los clípers Baltimore? Sopesaba la respuesta mientras ascendía los escalones del Whitehall, camino del Departamento de Guerra, y vio que Ethan y Cord salían a su encuentro. —Esperaba veros a los dos aquí —dijo. —¿Alguna idea de si se lleva a cabo o no la compra de la flota? —preguntó Ethan.

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Rafael hizo un gesto negativo con la cabeza. Cord abrió de un tirón la maciza puerta de entrada. —Imagino que estamos a punto de averiguarlo. El eco de tres pares de botas resonó en el pasillo que conducía al despacho del coronel. Los tres hombres entraron en la espartana sala y el coronel, que se hallaba sentado delante de su mesa, se puso en pie. Como de costumbre, la casaca escarlata de su uniforme lucía impecable, y llevaba el cabello plateado muy corto y bien peinado. —Tomen asiento, caballeros. Los hombres se sentaron en las sillas de respaldo alto, al otro lado del escritorio. —No me andaré con rodeos. Los he convocado para comunicarles que Bartel Schrader, el hombre al que llaman el Holandés, ha sido visto aquí en Londres. No estoy seguro de cuáles son sus planes, pero está aquí. —Interesante —dijo Rafael, recordando al hombre de cabellos rubio rojizos que había conocido brevemente en Filadelfia. —Dado que Schrader tiene la impresión de que su excelencia es su principal competidor en la compra de los clípers Baltimore, he creído importante que usted lo sepa. —Sí —añadió Cord—, y es posible que crea que Ethan también está interesado dado que es sabido que sois amigos y que Ethan está muy involucrado en el comercio de mercancías. —Opino lo mismo —replicó el coronel—. Y eso, también, se aplica a usted, lord Brant, dado que los tres han realizado varias operaciones comerciales juntos. —Supongo que tiene sentido —estuvo de acuerdo Cord. —Ese hombre tiene muy mala reputación —prosiguió el [ 301 ]


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coronel—, y hay mucho dinero en juego. Es posible que se crucen con él. De ser así, necesito que me informen. Y hasta que averigüemos qué se trae entre manos, les recomiendo que tengan cuidado. Rafael se limitó a asentir. —Le informaremos de cualquier cosa que oigamos — aseguró Cord. —Hablaré con algunos amigos míos que se dedican al comercio marítimo —se ofreció Ethan—, a ver qué consiguen averiguar. Finalizada la reunión, los tres amigos abandonaron el despacho de Pendleton, y sus pensamientos se alejaron del asunto que acababan de discutir para tomar un nuevo rumbo. —¿Tu esposa sigue fuera de la ciudad? —preguntó Ethan, desreocupadamente. —Por desgracia —respondió Rafael con tono sombrío. Cord sonrió. —Me complace poder decir que mi esposa está en casa esperando mi vuelta y que eso me alegra enormemente porque tengo planes para ella esta tarde que espero que sean del agrado de ambos. Cierto brillo en los ojos color miel de Cord no dejaba dudas de lo que había querido decir, y Ethan se echó a reír. —Ahora que lo sugieres, no es una mala idea. Rafael maldijo por lo bajo. —Creo que los dos habéis perdido la cabeza. —El amor es así, amigo mío —repuso Ethan, con una sonrisa. —Razón por la cual me niego a caer en ese estado.

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Cord y Ethan cruzaron una mirada. —No estoy seguro de que tengamos ni voz ni voto en el asunto —dijo Cord. Rafael ignoró el comentario. No estaba dispuesto a que le sucediera a él. Otra vez no. No obstante, se sentiría contentísimo cuando regresara Danielle. Su boca se frunció ligeramente. Era posible que sus dos amigos no anduviesen tan desencaminados. El también tenía planes para Danielle. El jueves, cuando regresase, tenía intención de hacerle el amor con mucho tiempo y dedicación. Después, Danielle se sorprendería al descubrir que, a partir de esa noche, dejaría de dormir en su cama y compartiría la de ella. Su miembro se puso duro al pensarlo. ¡Diantre! Se alegraría cuando ella volviese a casa.

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El gran carruaje negro de Rafael, tirado por cuatro caballos grises, avanzaba hacia Londres haciendo un ruido sordo. El cochero, Mullens, manejaba con destreza las riendas y, a insistencia de Rafael, dos lacayos viajaban en el pescante posterior del vehículo como protección en caso de que surgieran problemas en el camino. La temperatura había vuelto a bajar, pero como todavía no había llovido, las carreteras estaban llenas de surcos pero libres de barro. Dentro del coche, Danielle y Caroline, ambas tapadas con un grueso cobertor de piel, iban sentadas una frente a la otra. —He disfrutado de nuestra estancia en el campo —dijo Danielle con un suspiro—, pero tengo ganas de volver a casa. —Yo también. —Con la mirada fija en la ventana, Caroline se recogió un cabello que se le había soltado del moño—. Quizás habrá noticias de Robert. —Sí, quizá las haya. Eso esperaba Danielle, aunque estaba preocupada. No habían tenido noticias de McKay excepto las cartas que había enviado después de salir de la cárcel. Jonas McPhee había estado investigando por alguna parte pero, que Danielle supiese, los resultados habían sido escasos hasta ese momento. —Es posible que el señor McPhee haya descubierto algo —añadió Caroline. —Rafael dice que es muy bueno en su trabajo. —No me cabe la menor duda. Tengo grandes esperanzas de que descubra la prueba que Robert necesita. Apenas hablaron mientras el coche en el que hacían el [ 304 ]


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agotador regreso a casa las zarandeaba entre una pequeña algarabía de ruidos sordos y chirridos, y ambas pensaban en los hombres que habían dejado atrás. Danielle había echado de menos a Rafael más de lo que le hubiera gustado, y sabía que Caroline anhelaba ver a Robert McKay. Agotadas por el frío y el viaje, dormitaron un rato. El repiqueteo de los cascos sobre uno de los puentes de madera, que anunciaba la proximidad de los alrededores de Londres, despertó a Danielle, que se quedó contemplando el árido paisaje invernal por la ventana. Enero era un mes frío, de grandes heladas en los campos y árboles yermos desprovistos de hojas. Las ruedas del carruaje retumbaban sobre el puente y las blancas y espumosas aguas de la corriente bañaban veloces las rocas que había debajo. Habían cruzado la mitad del puente. El cochero espoleaba a la caballería para que fuese un poco más rápida ahora que veía acercarse el final del viaje, cuando Danielle oyó un golpe seco similar al de un trueno, seguido de un chirrido de maderas. Caroline gritó cuando el eje frontal se partió ruidosamente, chirriando hasta romperse del todo por la mitad. —¡Agárrate! —gritó Danielle, intentando con desesperación asirse de algo, mientras el carruaje se inclinaba peligrosamente, volcaba de lado y daba una vuelta de campana. Durante un instante pareció como si estuviese suspendido en el aire, la plataforma suelta y separada de los caballos, rodando sin control por el puente. Tras una fuerte sacudida y más ruido de maderas que se resquebrajaban, con el corazón palpitando con violencia, Danielle vio que tenía el suelo del carruaje encima de la cabeza y el techo debajo de los pies, y después que el suelo se encontraba de nuevo bajo sus pies. Algo que se había desprendido del interior del coche, la golpeó con fuerza en el estómago y le causó un dolor

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agudo. Un pedazo de madera se estrelló contra su cabeza y sintió otro brutal latigazo de dolor. La última cosa que recordaría fue la fría sensación que le produjo el contacto de las aguas heladas que se filtraban a través del suelo destrozado del carruaje, empapando sus faldas y hundiéndola. Después se le cerraron los ojos y se sumió en la oscuridad.

Hacia las seis de la tarde, Rafael empezó a caminar de un lado a otro de su despacho. Para entonces, el coche ya debería haber estado de vuelta. Sin embargo, era posible que hubieran salido tarde o que se hubiese roto una rueda. Seguramente regresarían pronto a casa. A las ocho de la tarde estaba preocupadísimo. Tal vez unos bandoleros habían asaltado el coche. Tal vez habían tenido algún tipo de accidente. Pensó en ensillar su caballo y cabalgar hasta la carretera por la que estaba seguro que habían viajado, pero temía que el coche ya hubiera entrado en la ciudad y no las encontrara en el laberinto de calles. A las diez de la noche estaba desesperado. Había enviado a dos hombres a caballo en busca del coche, pero no habían regresado. Si no volvían a casa en los próximos treinta minutos, iría él mismo en busca del vehículo. A las diez y cuarto, un alboroto en la entrada lo hizo salir precipitadamente del despacho. Reconoció al cochero, el señor Mullens, que tras dirigir unas palabras al mayordomo, se quedó allí esperando, retorciéndose las manos, con el guardapolvo roto y cubierto de barro, y la cara ensangrentada y magullada. A Rafael se le heló la sangre. —¿Qué sucede, Mullens? ¿Qué ha ocurrido? El hombre lo miró con los ojos rojos e hinchados. —Ha habido un accidente, excelencia. El eje frontal se ha roto cuando cruzábamos un puente.

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—¿Dónde está la duquesa? —Su excelencia la duquesa y su doncella han resultado heridas, señor, y también uno de los lacayos. El coche ha volcado y se ha caído al arroyo. Las hemos sacado del agua, ha llegado gente y nos han ayudado a llevarlas a una posada, la Oxbow, y el propietario ha llamado a un médico. Las he dejado allí y he venido corriendo a buscar a su excelencia. Rafael luchó para controlar el miedo. —¿En qué estado se encuentran las mujeres? —La doncella sólo tiene arañazos. La duquesa..., no sabría decir. Estaba inconsciente cuando me fui. El nudo que Rafael sentía en el estómago se apretó aún más. Danielle estaba herida y él no sabía si era grave. Debía llegar junto a ella lo antes posible. —¡Vámonos! Rafael echó a andar. Su caballo, un gran semental negro llamado Thor, ya estaba ensillado. Había dado la orden media hora antes, y si no había abandonado ya la casa, había sido por un férreo acto de voluntad. Ahora se alegraba de haber actuado de forma sensata y haber esperado a que llegaran noticias. —¿A qué distancia está la posada? —preguntó al salir de la casa a grandes zancadas en dirección al establo, que se hallaba en la parte trasera del edificio, y Michael Mullens se apresuraba para seguirle el paso. El hombre parecía agotado, pero a Rafael no le importaba. Si averiguaba que el cochero había sido el responsable del accidente, acabaría con mucho peor aspecto. —No muy lejos, excelencia. Casi habíamos llegado a la periferia de la ciudad. Ignorando el miedo que le atenazaba por dentro, Rafael ordenó que ensillaran un segundo caballo y, tan pronto como estuvo listo, los dos hombres los montaron. [ 307 ]


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Rafael se dirigió al mozo de cuadra principal: —Hay una posada que se llama Oxbow en la carretera de Wycombe. Necesitaremos un carruaje para transportar a las señoras a casa. Y dile a Wooster que vaya a buscar a Neil McCauley para que se reúna con nosotros en la posada. McCauley, antiguo cirujano de la armada, era uno de los mejores amigos de Rafael. Había abandonado el servicio, pero no la práctica de la medicina. Ya no era cirujano, sino uno de los médicos más respetados de Londres. El hombre había asistido a Grace y a Victoria en el nacimiento de sus hijos, y Rafael confiaba en él sin reservas. El mozo de cuadra se apresuró a asentir con la cabeza. —Me ocuparé de todo yo mismo, excelencia. —Y dándose la vuelta, empezó a dar órdenes al resto de los mozos. En cuestión de minutos, los dos hombres cabalgaban por las calles adoquinadas rumbo a la posada, a una velocidad vertiginosa, mientras Rafael hacía todo lo posible para no dejarse abrumar por la preocupación. «Se pondrá bien —se decía—, tiene que recuperarse.» Y rezó en silencio para que fuera verdad.

Danielle se despertó aturdida por el dolor. De pie junto a su cama, había un hombre al que no conocía. —Tranquilizaos duquesa, estáis bastante malherida. Me llamo Neil McCauley, soy amigo de vuestro marido y también soy médico. Danielle se humedeció los labios, secos e hinchados. —¿Es... está Rafael aquí? Rafael dio un paso hacia delante, y ella se dio cuenta [ 308 ]


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de que había estado de pie, en las sombras. Estaba despeinado, tenía ojeras y parecía que no se hubiera afeitado. —Estoy aquí, amor mío —dijo, cogiéndola de la mano e inclinándose para depositar un beso en su frente. —El duque ha venido tan pronto como se ha enterado —explicó el doctor—. Lleva media hora caminando de un lado a otro de la habitación, preocupadísimo por vos. —¿Qué ha ocurrido? Rafael apretó su mano: —Ha sido un accidente. Un eje del coche se ha roto y el carruaje ha caído al río. Intentó recordar los hechos, pero su mente se negaba a activarse. —¿Qué... qué le ha pasado a Caroline y... y a los otros? —Vuestra doncella ha recibido muchos golpes —dijo el doctor—, pero ninguna herida grave. Y uno de los lacayos se ha roto un brazo, pero ya ha sido atendido y se curará con el tiempo. Gracias a Dios ninguno de ellos estaba gravemente herido. Danielle miró a Rafael y leyó la preocupación en sus ojos. Durante la semana que habían estado separados, lo había echado tanto de menos..., y Dios santo, lo quería. Se le cerraron los ojos. Estaba tan cansada... —Os he dado láudano para que os ayude a descansar —dijo el médico—. Por la mañana os encontraréis mejor, y cuando os sintáis con fuerzas, vuestro marido podrá llevaros a casa. Se obligó a mantener los ojos abiertos y miró a los dos hombres que estaban de pie junto a la cama, Rafael alto y guapo incluso con la ropa arrugada y manchada de barro, y el médico, algo más bajo y con los cabellos castaños, pero [ 309 ]


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atractivo a su manera, mientras sentía la reconfortante sensación de la mano de Rafael sosteniendo la suya. —Todo saldrá bien —dijo amablemente. Danielle intentó sonreír, pero se le cerraron los párpados suavemente. Se sentía magullada y le dolía todo el cuerpo. Además, tenía un tormento sordo y punzante debajo del estómago. El láudano ayudaba, pero le provocaba un sueño irresistible. —Descansa un poco, amor mío. Los labios de Rafael rozaron ligeramente los suyos. Le soltó la mano y se giró para marcharse, sus pisadas amortiguadas en la alfombra. Danielle luchó por mantenerse despierta un rato más, pero su cuerpo se negó a cooperar y cayó en un sueño profundo. Soñó con Rafael y su hogar, aunque después no se acordara.

Tan pronto como cerró la puerta, Rafael interrogó a McCauley. —¿Se pondrá bien? Quiero la verdad, Neil. Ambos se hallaban en un pasillo del piso superior de la posada de Oxbow. Neil no quería mover a Danielle hasta que hubiera recuperado un poco más de fuerzas. El doctor depositó su maletín en la silla que había junto a la puerta. —Como he dicho, ha recibido una auténtica paliza cuando el coche cayó del puente, pero no parece que tenga ningún hueso roto. —Entonces, estás diciendo que se recuperará. —En líneas generales, sí. [ 310 ]


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Rafael se enderezó. —¿Qué significa eso? —Significa que hay algunas complicaciones —dijo el médico. El pulso de Rafael se aceleró. —¿Qué clase de complicaciones? El rostro de McCauley se puso serio. —La primera vez que la he visitado, sangraba por el útero. La he examinado y he descubierto que se le había vuelto a abrir una vieja herida que había sufrido antes. Rafael frunció el ceño. Preguntó con tono de urgencia: —¿De qué tipo de herida me hablas? —No estoy seguro de cómo sucedió. Es probable que se tratase de una caída. En cualquier caso, sus órganos femeninos resultaron dañados. El accidente del coche ha vuelto a causarle otro desgarro interno. —Dime que se pondrá bien —dijo Rafael, mientras reprimía un conato de náusea. —Hay muchas probabilidades de que se cure sin problemas tal y como hizo antes. Pero hay algo que debo decirte, Rafael. Rafael miró a la cara a Neil McCauley, leyó la pena reflejada en ella y se armó de valor para oír lo que el hombre tuviese que decir. —Adelante. —Lo lamento, pero tu esposa no podrá tener hijos nunca. Su útero quedó gravemente dañado la primera vez. Esto no ha hecho más que empeorar las cosas. Rafael desvió la mirada, intentando entender las palabras de Neil. ¿No tendrían hijos cuando en el pasado [ 311 ]


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habían planeado tener media docena? Danielle quedaría deshecha. —No sé qué decir. ¿Cómo voy a explicárselo? —Estoy seguro de que ella ya lo sabe —afirmó McCauley—. La herida inicial ocurrió hace, por lo menos, unos años. Habrá padecido cambios en el ciclo menstrual y, en ese momento, los médicos le tienen que haber explicado la situación. Rafael sacudió la cabeza. —No es posible. Habría dicho algo. No debe de saberlo. —Tal vez no lo sepa —repuso McCauley, desviando la mirada, pero era obvio que no lo creía. La mente de Rafael empezó a dar vueltas. Danielle no podía haber sabido que era estéril. De haberlo sabido, le habría dicho algo antes de la boda. Ella sabía que necesitaba un heredero, sabía lo crucial que era que ella le diera un hijo. Sus pensamientos retrocedieron al viaje que ella había hecho a Norteamérica. Había planeado casarse con un viudo, con un hombre que ya tenía dos hijos propios. «Habría tenido una familia», había dicho en una ocasión. ¡Dios mío! ¡Había sabido desde el principio que era estéril! El estómago de Rafael se contrajo hasta causarle dolor. Miró a Neil McCauley. —¿Estás seguro de que se pondrá bien? —Tan seguro como puedo estar dadas las circunstancias. Es una mujer sana. Sobre todo, lo que necesita es descanso y recuperar fuerzas. Rafael se limitó a asentir. Sentía un nudo en la garganta que casi le impedía hablar. [ 312 ]


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—Gracias por haber venido, Neil. McCauley asió a Rafael del hombro. —Lo siento, Rafael. Rafael no respondió, pero en lugar de volver a la habitación de Danielle tal y como había planeado, dio media vuelta y se alejó por el pasillo.

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Danielle se recuperaba rápidamente. Había transcurrido una semana desde el accidente y estaba en casa, levantada de la cama, y recuperaba deprisa su fuerte constitución habitual. Por las mañanas, pese al frío propio de enero, ella y Caroline salían a dar un paseo por el jardín. —Estoy empeñada en reanudar mi vida normal lo antes posible —dijo Danielle—. Una semana en la cama es demasiado tiempo. —Necesitas descansar —le refutó Caroline—. Lo ha dicho el doctor McCauley. —También ha dicho que un poco de ejercicio me iría bien. Y se sentía mejor después de un rápido y enérgico paseo matinal Su cuerpo se iba recuperando bien. Era su corazón el que se hallaba en apuros. Desde su casamiento, siempre que había habido un problema, Rafael se había vuelto distante y remoto. Desde el accidente, se había alejado de nuevo, parapetándose una vez más detrás de su exasperante reserva. Danielle ansiaba hablar con él, intentar descubrir lo que pasaba. Pero cada vez que reunía el coraje, pensaba en lo que él podría decirle y la abandonaba su determinación. En su lugar, hizo lo mismo que él, no dijo nada a nadie y esperó a que se curara su cuerpo mientras el dolor que sentía en el corazón iba creciendo más y más. Por lo menos Caroline se había recuperado, aunque no estaba mucho mejor de ánimos que Danielle. Durante el día, la delgada y rubia joven caminaba inquieta de un lado a otro de la casa con la mente atormentada pensando en Robert McKay. De noche, Danielle la oía yendo de una habitación a otra, incapaz de dormir, incluso a altas horas de la noche. [ 314 ]


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En ese momento, Caroline se encontraba en el piso de abajo, en el salón Wedgwood, trabajando en su bordado y progresando muy poco, sospechaba Danielle. A la joven duquesa le preocupaba su amiga, y deseaba que llegaran noticias de Robert McKay. Sentada en uno de los salones más pequeños situados en la parte posterior de la mansión, Caroline intentaba concentrarse con poco éxito en su bordado cuando apareció Wooster en el umbral de la puerta y la joven levantó la vista de su labor. —Siento interrumpirla, señorita, pero su excelencia solicita su presencia en la biblioteca. Caroline sintió que el corazón se le aceleraba. ¡A lo mejor, Robert había llegado por fin! —Gracias, señor Wooster. Iré inmediatamente. Temblándole las rodillas, dejó el bordado a un lado y se levantó apresuradamente del sofá. Caroline respiró hondo, se serenó mientras se estiraba el vestido de lana azul pálido y abandonó el salón siguiendo al mayordomo. Con las manos temblándole, esperó a que Wooster hiciera girar el pomo plateado de la puerta, y una vez abierta ésta, se hiciera a un lado para dejarla entrar en el estudio. Sin embargo, cuando echó un vistazo a la sala, no era Robert sino Jonas McPhee, el investigador de la calle Bow, a quien vio de pie delante de la maciza mesa del duque, de madera de palisandro. —Adelante, querida —dijo Sheffield—. Creo que me has oído hablar del señor McPhee. —Pues sí..., buenas tardes, señor McPhee. —Es un placer conocerla, señorita Loon. Era un hombre pequeño y corpulento, que llevaba unos lentes minúsculos y se estaba quedando calvo, aunque [ 315 ]


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había algo en la rotundidad de sus hombros, en las arrugas de su cara que delataban a un hombre que sabía defenderse. El duque le hizo una señal para que tomara asiento junto al investigador, y ella se sentó en el borde del sillón de piel color verde oscuro, tan nerviosa que tenía que concentrarse para respirar. —Te he pedido que vengas porque el señor McPhee ha traído noticias de Robert McKay, y he pensado que te gustaría oírlas. —Oh, sí, muchísimo. Gracias, excelencia. —Jonas, ¿por qué no le cuentas a la señorita Loon lo que acabas de decirme? McPhee asintió con su calva cabeza y se volvió hacia la joven: —Para empezar, señorita Loon, buena parte de lo que su amigo ha dicho, ha resultado cierto. Sintió su cuerpo tan desmadejado que pensó que iba a caerse del sillón. —¿Te encuentras bien, Caroline? —preguntó el duque, preocupado. —Estoy bien —dijo ella, armándose de valor mientras volvía a poner las manos encima del regazo—. Por favor, prosiga señor McPhee. —Recientemente viajé al norte, a un pequeño pueblo próximo a York, donde hablé con un hombre llamado Stephen Lawrence, que es el primo del señor McKay. Aunque fue preciso un poco de persuasión, cuando descubrió que deseaba ayudar al señor McKay, el señor Lawrence me prestó toda su colaboración, que resultó ser muy útil. Verá, su madre es la tía de Robert. Según parece ella actuó como testigo cuando Nigel Truman, el hijo mayor del conde de Leighton, se casó con la madre de Robert en la iglesia de Santa Margarita. [ 316 ]


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Caroline frunció el ceño. —Me temo que no entiendo. Sentado detrás de su mesa escritorio, el duque se inclinó hacia ellos. Explicó: —Aunque sabes mucho de la historia de Robert, Caroline, el relato no se acaba ahí. Verás, el primo de Robert descubrió que éste era el hijo legítimo de Truman, lo que lo convertía en heredero del condado de Leighton. Al parecer, ésa fue la razón por la que lo hicieron parecer sospechoso del asesinato. Con el padre fallecido y Robert colgado por el crimen, Clifford Nash, el primo lejano del finado conde, heredaría legalmente el título y las tierras de los Leighton. La cabeza de Caroline empezó a dar vueltas. —¿Está... está diciendo que fue ese hombre, Clifford Nash, quien asesinó al conde? —Nash o alguien contratado por él —respondió McPhee —. Todavía no estamos seguros de cómo Nash descubrió la existencia de Robert. Stephen Lawrence cree posible que el difunto conde se lo dijera personalmente. —Una decisión poco acertada, según parece —intervino el duque. El investigador dejó escapar un suspiro. —En cualquier caso, el problema estriba en encontrar pruebas. —Pero, si está seguro de que Robert es... es el legítimo conde —Caroline se detuvo un instante, no del todo capaz de captar la idea—, entonces ya existe el motivo para el asesinato. —Correcto, pero como ya he dicho, el problema está en probarlo. —¿Qué pasos piensa seguir? [ 317 ]


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—Me temo que eso tendrá que dejármelo a mí —apuntó McPhee. Caroline paseó la mirada del investigador al duque. —¿Sabe dónde se encuentra Robert ahora? Sheffield sacudió la cabeza. —No en estos momentos, pero con tiempo el señor McPhee está seguro de que lo encontrará. —Entiendo. —¿Hay alguna cosa más que desearías saber, Caroline? —preguntó el duque, amablemente. Sí, quizá quisiera, sin embargo se había quedado con la mente en blanco. —En este momento no. —En ese caso, ya puedes retirarte —concluyó el duque. Caroline se puso en pie vacilante, y se dirigió hacia la puerta del estudio. Le daba vueltas la cabeza y le dolía el corazón. La única cosa en la que podía pensar era que Robert era un conde y ella nada más que la doncella de una dama. ¿Por qué era la vida tan injusta? Antes de que pudiera refugiarse en la soledad de su cuarto, Caroline se echó a llorar.

Se acercaban los últimos días de enero. Danielle y Caroline se hallaban sentadas en el salón Wedgwood, Caroline reanudando una vez más sus labores de bordado mientras Danielle escuchaba el repicar de la lluvia contra la ventana y leía detenidamente un poema de Elizabeth Bentley. Echando una ojeada al sillón próximo al sofá, Danielle [ 318 ]


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vio la delicada mano de Caroline dignamente colocada sobre el bordado mientras su mirada se perdía en las llamas de la chimenea. Desde que su amiga se había enterado de la verdad sobre el nacimiento de Robert, se mostraba prácticamente inconsolable. Los ojos de Caroline se encontraron con los de Danielle. —Aunque se demuestre la inocencia de Robert, lo nuestro se ha acabado. —Y clavó, con más fuerza de la necesaria, la aguja en el tejido tensado por el bastidor de bordar—. No soy más que la hija de un párroco, una plebeya, mientras que Robert..., Robert es el hijo de un conde. —Tal vez eso no importe —replicó Danielle, rezando para que fuera cierto. Pero Robert no había hablado nunca de matrimonio y, según pasaban los días sin dar señales, parecía claro que ésa no era su intención. —Ojalá me hubiera quedado en Norteamérica. Ojalá Robert se hubiera quedado. Habría esperado a que pagara su deuda de trabajo. Lo habría esperado toda la vida, si me lo hubiera pedido. —No hay nada resuelto. Ni siquiera sabemos dónde está Robert. Es posible que con el tiempo todo se arregle. Pero Caroline no lo creía, y Danielle tampoco, por lo que no dijo nada más, depositó el libro a un lado y abandonó el salón, de un humor igualmente pésimo. Danielle estaba totalmente restablecida, volvía a sentirse la misma de siempre y, sin embargo, Rafael no había acudido todavía a su cama. Durante la cena, la observaba con los ojos semicerrados y los párpados caídos, haciendo los más mínimos intentos de conversación. Danielle sentía el impulso de gritarle, de exigirle que hablara de una vez y le dijese lo que pasaba. No podía dejar de pensar en la noche que se había puesto el vestido de satén color esmeralda con un escote indecente y se estaba planteando volver a [ 319 ]


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llevarlo. En cambio, después de otra aburrida noche que acabó cuando Rafael abandonó el comedor inmediatamente después de la cena y se retiró a su estudio-biblioteca, ella se retiró a su habitación, contigua a la de él, y empezó a caminar de un lado a otro, más enfadada a cada minuto que pasaba. Pero con la rabia vino la incertidumbre. Dios mío, hasta el apetito sexual que sentía hacia ella había disminuido. Desde el accidente, no había vuelto a ver rastro del apasionado deseo que siempre había brillado en sus ojos cuando la miraba ni de la pasión apenas controlada que siempre había bullido entre ambos. No la deseaba. Saberlo era devastador. Noche tras noche pasaba las veladas en su club, del que sólo volvía a altas horas de la madrugada. Danielle creía que a menos que ella rompiese la barrera que él había levantado entre ellos, era sólo cuestión de tiempo antes de que buscase la compañía de otras mujeres. Todavía estaba bien despierta cuando le oyó entrar en su cámara. Podía oírlo yendo de un lado a otro y se lo imaginó desnudándose, vio en su mente su figura alta y delgada, la marca de los músculos sobre las costillas, el pecho ancho y vigoroso. Un ligero escalofrío de deseo recorrió su cuerpo. ¡Válgame Dios! Ese hombre era su marido y ya era hora de que lo recordase. Tomada su decisión, corrió a su tocador y sacó de él un camisón de seda blanco. Sintió la suave caricia del paño mientras se lo introducía por la cabeza y dejaba que se deslizara sobre sus caderas. Era un camisón de talle alto, el pecho apenas cubierto con un encaje blanco transparente. Al mirarse en el espejo, pudo verse los pezones, dos círculos rosa oscuro que le recordaron el tacto de las manos de Rafael sobre ellos, la manera en que los hacía crecer y [ 320 ]


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endurecerse. Se tocó entre las piernas, sintió la llama del deseo en su cuerpo y fue consciente de lo mucho que deseaba que él le hiciera el amor. Le parecía que hacía una eternidad desde la última vez que se había acostado con él, antes de marcharse con su tía al campo. Después de cepillarse los largos rizos rojos y colocarlos alrededor de los hombros, Danielle respiró hondo y se dirigió hacia la puerta.

Era tarde, bien entrada la medianoche. Habiendo decidido no llamar a su ayuda de cámara, Rafael deshizo el nudo de su pañuelo y tiró del largo trozo de tela, arrastrándolo alrededor de su cuello. Dejó su chaqueta y su chaleco sobre una silla y quitándose la camisa de batista por encima de la cabeza, se quedó desnudo de cintura para arriba. Se disponía a quitarse los zapatos cuando oyó un ligero golpe en la puerta que comunicaba con la suite de la duquesa. Sorprendido, empezó a caminar en esa dirección, pero antes de llegar allí, el pomo de plata giró y Danielle entró en la habitación. —Buenas noches, excelencia —pronunció las palabras de una manera suave, casi entrecortada, que aceleró el pulso de Rafael. Llevaba un camisón de seda, blanco y ajustado, que insinuaba todas sus exquisitas curvas, y tuvo una erección. Sus ojos se posaron en el encaje transparente que apenas ocultaba los redondeles rosados y gemelos que coronaban sus senos, cuyos pezones, mientras tenía la vista clavada en ellos, comenzaron a ponerse duros y tentadores. Su verga respondió a tantos estímulos poniéndose gruesa y dura. —¿Quieres alguna cosa? —se obligó a preguntar.

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Los ojos de ella se encontraron con los de él, verdes brillantes con azules. —Sí..., y creo que sabes lo que es. El cuerpo de Rafael se tensó y aumentó su erección. Ella estaba tan hermosa como siempre, alta y regia, increíblemente femenina y no la había hecho suya desde antes del accidente. La palabra le golpeó como una piedra, recordándole su traición y renovando su decisión de mantenerse alejado de ella. Le había mentido, lo había traicionado de una manera mucho más atroz de lo que la había traicionado él a ella con sus falsas acusaciones. Se había prometido a sí mismo que se buscaría otra mujer, que ya no importaba serle fiel ahora que sabía que nunca nacerían hijos de su unión. Sin embargo, todas las noches mientras yacía en la cama, era por Danielle por quien suspiraba, Danielle a quien quería. Ahora ella estaba allí, de pie en su cámara, a sólo unos pasos de distancia. A la luz parpadeante de la lámpara, podía ver la suavidad de su piel de seda, el tono de fuego de su larga cabellera bermeja. Y olía la suave y ligera fragancia de su perfume, que le recordaba los manzanos en flor. Su miembro palpitó, pero él no se movió. —Has estado enferma —dijo de manera insulsa, aunque le costó pronunciar las palabras—. Deberías descansar y recuperar las fuerzas. —Ya no estoy enferma, Rafael..., salvo de deseo por ti. Dando un bufido, Rafael dio un paso hacia ella sin darse cuenta, pero entonces se detuvo y se quedó inmóvil donde estaba. —Quizás otra noche —dijo apretando la mandíbula.

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Ella echó a andar hacia él, con tanta elegancia de movimientos que su camisón flotaba alrededor de su ágil figura como si caminara entre nubes. Se detuvo delante de Rafael, depositó una mano sobre su pecho desnudo, y él pudo sentir el calor de sus dedos delgados, el calor de su aliento al llegar a su piel. —Ya ha pasado demasiado tiempo —susurró Danielle. Sus dedos se deslizaron entre la maraña de pelo que cubría su pecho, descendieron hasta su cintura y se detuvieron sobre el duro bulto que abombaba sus pantalones. El corazón de Rafael palpitó con estruendo. Su erección creció hacia su mano. —Me deseas —dijo ella con tono de alivio, mientras lo pellizcaba un poquito a través del pantalón. Rafael apretó la barbilla para combatir el arrollador deseo que invadía su cuerpo, pero cuando Danielle levantó los ojos y lo miró, cuando humedeció sus carnosos y rojos labios, el control que tan cuidadosamente había ejercido empezó a aflojarse hasta que saltó violentamente. Emitiendo algo parecido a un gruñido, se abalanzó sobre ella, la rodeó por la cintura, la arrastró hacia él y, enloquecido, aplastó su boca contra la de ella. La besó furiosamente, hundiendo su lengua en la boca de Danielle, aceptando lo que ella le ofrecía, incapaz de resistir un momento más. Danielle le rodeó el cuello con sus brazos y le devolvió el beso, con los labios derritiéndose bajo los suyos, sus senos presionando contra el pecho masculino, haciéndolo gemir. La besó más aún, inhalando su familiar perfume, saboreando la dulce feminidad que era sólo de ella, sufriendo de puro deseo. Danielle se aferró a él, devolviéndole los besos, utilizando todos los trucos eróticos que él le había enseñado, endureciendo su verga hasta causarle dolor. [ 323 ]


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Acariciándole los senos, él trató de bajarle los tirantes del camisón de seda blanco, pero Danielle se apartó. —Todavía no. Primero te ayudaré a desnudarte. Rafael observó fascinado cómo ella se arrodillaba delante de él para quitarle los zapatos y las medias, y cómo empezaba a desabrocharle los botones de sus pantalones. Cada roce de sus dedos desataba una agonía de deseo, una lujuria que le urgía a cogerla en brazos, arrancarle el camisón, separarle las piernas y hundirse dentro de ella. Y, sin embargo, no hizo nada de eso. Dejó, en cambio, que fuera ella quien llevara la iniciativa, negándose a meterle prisa, absorbiendo cada caricia como si su cuerpo estuviera muerto de sed y ella fuera como las primeras gotas de lluvia. Incluso cuando ella lo hubo despojado de la ropa, dejándolo desnudo, no se movió, se quedó quieto, delante de ella, empapándose de su presencia mientras acariciaba su sedoso cabello con una mano. —Te he echado de menos —dijo él suavemente, una confesión surgida en contra de su voluntad. Ella levantó la vista para mirarlo y él se dijo que el brillo de sus ojos no podía ser de lágrimas. Danielle le besó en el pecho justo encima del corazón, y luego volvió a arrodillarse delante de él. Y cogiendo entre sus manos el poderoso miembro, se lo introdujo en la boca. Durante un instante, paralizado de estupor, Rafael se convenció de estar soñando, a la vez que rogaba para no despertar del sueño mientras Danielle lo besaba y acariciaba, empleaba su lengua y sus labios para darle la clase de placer que una esposa no suele darle a su marido. Pero Danielle no era una esposa convencional, y eso era algo que Rafael había sabido desde el principio. Cuando el placer le empezó a resultar insoportable, cuando la exquisita tortura empezó a abrumarlo, hundió su mano en la poblada cabellera roja y la obligó a ponerse de pie. [ 324 ]


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Cogiendo su barbilla entre los dedos, acerco la boca de ella a la suya, saboreando su propia esencia, absorbiendo en sus pulmones la respiración de ella. Sus miradas se encontraron mientras él, tomándola en sus brazos, la transportó hasta la cama con dosel, la depositó encima de las sábanas blancas y deslizó el camisón de seda por encima de su cabeza, desnudándola ante su lasciva mirada. Ella esperó a que él le hiciese compañía sobre el mullido colchón de plumas, y se tumbase a su lado. Sus ojos se abrieron de asombro cuando él la levantó y la sentó encima de él a horcajadas. El cuerpo de ella era delgado y ágil. Su cabellera, desperdigada por los hombros, rozaba las puntas de sus pechos, y cuando se inclinaba hacia delante, barría su pecho desnudo creándole la sensación de ser acariciado por un manto de seda color rojo fuego. —Tan hermoso... —dijo él—, nada que ver con el de otras mujeres. Danielle le acarició la mejilla y él tomó la suave redondez de uno de sus senos en la boca y mientras lo succionaba, deslizó su mano entre sus piernas. Ella estaba húmeda y abierta, lista para recibirlo, y él la tomó lentamente, poseyendo el hermoso y delgado cuerpo que se acoplaba tan perfectamente al suyo. Se dijo que había ocurrido porque él era un hombre y ella una mujer, y él llevaba demasiado tiempo sin estar con una mujer. Pero sabía que era una mentira, y mientras ella alcanzaba su orgasmo y él se corría dentro de ella, su corazón lloraba por otra mentira, otra mentira más dolorosa incluso. Una que Danielle le había dicho sin pronunciar una sola palabra.

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El collar de la doncella 26

Danielle se despertó en la gran cama de su marido. Se sentía agradablemente maltratada y completamente saciada. La noche anterior habían hecho el amor espléndidamente. Una sonrisa adormilada iluminó su rostro al recordar el placer que habían compartido, la unión de sus cuerpos que había pasado más de una vez. Entonces, echó un vistazo al espacio vacío de la cama donde había descansado el musculoso cuerpo de Rafael, y la sonrisa desapareció de sus labios. Se había ido como si nunca hubiera estado allí, como si nunca hubieran hecho el amor. Danielle se desplomó contra la almohada de plumas, de repente cansada de nuevo. Casi había transcurrido una hora cuando se levantó pesadamente de la cama y regresó a sus habitaciones, donde llamó con la campanilla para que le prepararan un baño, con la esperanza de que el agua le disipara el malhumor. Cuando acabó de asearse, Caroline ya había llegado para ayudarla a vestirse para el día, y para trenzar y recoger su cabello. Durante un rato, paseó por las habitaciones vacías de la casa preguntándose adónde habría ido su marido, ansiando verlo. Bien entrada la mañana, ella y Caroline pasearon por los caminos de gravilla del jardín de invierno, bonito aunque agreste, con los setos y arbustos podados en formas de animales, y los primeros retoños de los incipientes bulbos de primavera empezando a brotar en la tierra. A última hora de la tarde, empezó a preocuparse. ¿Estaba enfadado por su descarado comportamiento de la noche anterior? En el momento parecía complacido, pero después de pensarlo tal vez encontraba sus actos demasiado atrevidos. Ella no había planeado que hicieran el [ 326 ]


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amor tal y como lo habían hecho. Pero Rafael era tan increíblemente guapo, tan absolutamente varonil, y ella lo había deseado tanto... Ahora, le preocupaba que tal vez lo había molestado en algo. Danielle suspiró. Era difícil saber qué terreno pisaba uno con un hombre como Rafael, tan reservado. Iba pensando en él mientras regresaba a la suite de la duquesa, y se preguntaba si esa noche volverían a hacer el amor o si él se volvería a retirar a su concha, cuando recibió una nota en la que Rafael la invitaba a cenar con él en el salón de banquetes. La mano de Danielle temblaba mientras doblaba la nota y la depositaba encima de su tocador. La invitación sonaba demasiado formal para no tratarse de malas noticias. Recorrió la habitación de un lado a otro, aguardando con inquietud que pasaran las horas, y después se sentó en silencio hasta que llegó Caroline para ayudarla a vestirse y volver a peinarla. —Bien, será mejor que empecemos —dijo su amiga, haciéndose cargo de la situación, yendo de aquí para allá, como siempre hacia—. ¿Qué te apetece ponerte? Y no me digas que algo negro, aunque ya sé por tus hombros caídos que no estás de humor. Danielle sintió ganas de sonreír. —De acuerdo, nada de negro. —Danielle suspiró. Le había enseñado la nota a Caroline en cuanto había llegado —. No me imagino lo que pueda querer. Se ha comportado de una forma tan extraña últimamente. Estoy tan preocupada... —Tal vez no tendrías que preocuparte. A lo mejor tiene alguna buena noticia que desea compartir contigo. Danielle se animó. —¿De verdad lo crees? —Es posible ¿no? —dijo Caroline. [ 327 ]


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—Supongo. Pero se había marchado por la mañana sin decirle una palabra y había estado fuera de la casa todo el día. Tratando de frenar un repentino ataque de miedo, se unió a Caroline delante del armario adornado con marfil y oro, concentrando su atención en la tarea que tenían entre manos. —Es una invitación formal, por lo tanto elijamos algo formal. —Revolviendo entre diferentes vestidos, uno de seda color vino burdeos, uno de terciopelo verde oscuro, otro en color crema con encaje, eligió un elegante vestido de seda en un tono violeta, con el canesú en un tornasolado de dorados y violetas más fuertes—. Creo que éste iría bien. —Es un vestido precioso. El duque no podrá apartar los ojos de ti. Caroline extendió el vestido sobre la cama y Danielle se sentó en el taburete situado delante del tocador. Mientras Danielle se removía inquieta, Caroline se dispuso a arreglar su pelo, primero a cepillarlo y recogerlo en lo alto, después a intercalar cintas doradas entre los pesados rizos. Cuando el peinado estuvo listo, Danielle se calzó unas delicadas sandalias doradas. —Sólo falta un último detalle. —Caroline se dirigió a la cómoda para coger la bolsita de raso rojo del tallado y barroco joyero de Danielle. A su vuelta, puso el Collar de la Novia alrededor del cuello de su amiga y lo abrochó—. Es precioso y va perfecto con el vestido —añadió. Danielle acarició con la mano el elegante collar de perlas, acariciando con los dedos las deslumbrantes piedras intercaladas entre las perfectas esferitas. —No sé por qué, pero siempre que las llevo me siento mejor. Caroline retrocedió para estudiar su obra, inclinando la cabeza de un lado a otro para estudiar cada ángulo. [ 328 ]


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Concluyó: —Bien, parece que estás lista para enfrentarte con el dragón en su guarida. Danielle suspiró mientras se levantaba del taburete. —Supongo que lo estoy. Pero, por dentro, temblaba. Era innegable que Rafael tenía algo que decirle y, dado cómo se había comportado, no pensaba que fuera a ser nada bueno. «Ojalá llegara el día en que no hubiera más secretos entre nosotros», pensó, cuando ella pudiera mirarlo sin sentir culpa, sin sentir ningún ápice de miedo. No sería esa noche, de eso estaba segura. —Deséame suerte —dijo. Recogiéndose la falda, cruzó la alfombra camino de la puerta y, sin darse cuenta, elevó la barbilla al salir al pasillo. Al llegar al descansillo de la escalinata de mármol, se detuvo para mirar abajo. Con su casaca azul marino, su calzón gris claro y su lazo perfectamente anudado, Rafael estaba tan guapo que le dio un vuelco el corazón. Con la cabeza bien alta, descendió despacio por la escalinata, la mirada de él fija en ella en cada peldaño del recorrido. Sus ojos parecían más azules de lo habitual o, tal vez, era su sombría expresión la que hacía que aparecieran de esa manera. Por la razón que fuera, se encontró escudriñándolo mientras la conducía al salón de banquetes y la sentaba a su lado en un extremo de la mesa. —Le he pedido al cocinero que prepare una comida especial para celebrar la ocasión —dijo él. Danielle levantó una ceja.

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—¿Y de qué ocasión se trata? —En agradecimiento por el placer que me diste anoche, Danielle. Danielle le lanzó una mirada fugaz. No estaba segura de que le gustase la idea de que le pagara por hacerle el amor, aunque fuera de una manera tan refinada. Hacía que se sintiera como una mujer de la vida. Rafael, no obstante, parecía despreocupado. En cambio conversó de manera casual durante la cena, sus ojos desviándose a menudo hacia los senos de Danielle, bellamente resaltados por el vestido violeta, con esa mirada de deseo que ella había echado en falta durante tanto tiempo. Tal vez la noche pasada no había sido en vano. Tal vez había conseguido acercarse a él, tal y como había deseado con desesperación que ocurriera. Se sirvió la cena, cuatro platos. Ostras con salsa de anchoas, sopa de tortuga, salmón escabechado, cerdo lechal asado. Danielle estaba tan nerviosa que apenas comió nada, y se fijó en que Rafael comió menos de lo habitual en él. Cuando habían acabado con el postre, una tarta de crema con rodajitas de almendra, uno de los lacayos les sirvió un último vaso de vino y Rafael despidió a los criados. En el momento en que la puerta se cerró tras ellos, levantó su copa de cristal para hacer un brindis. —¡Por el futuro! —dijo, sin apartar los ojos de ella. —¡Por el futuro! —replicó ella sin entusiasmo, con una sensación de preocupación recorriéndola. Rafael bebió un trago de vino y Danielle también, quizá más cantidad de la que hubiera debido. Rafael volvió a dejar su copa sobra la mesa, sus ojos, fijos en ella, con una mirada intensa, los largos dedos rodeando la base de la copa mientras hacía girar el líquido [ 330 ]


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de color rubí en el cáliz de cristal tallado. —¿Recuerdas la promesa que me hiciste no hace mucho? Ella tragó saliva. —¿ Qué promesa ? —Fue la noche que te pregunté sobre el collar, la noche que me confesaste que se lo habías dado a Robert McKay. Ella se humedeció los labios que, de repente, se le habían secado. —Lo... lo recuerdo. —Esa noche me volverías a mentir.

prometiste

que

nunca

más

me

—Sí... —balbuceó Danielle. —Pero has mentido ¿verdad, Danielle? Ella tembló, deseó haber bebido más vino. —¿Qué... qué quieres decir? —¿Cuándo pensabas decirme que no puedes darme hijos? El corazón de Danielle dejó de latir. Se quedó inmóvil en su pecho, agonizando como si estuviera muriendo, como si la sangre hubiera dejado de correr por sus arterias. Él insistió, implacable: —¿Cuándo Danielle? —Ella hizo ademán de coger su copa, pero Rafael le agarró la mano—. ¿Cuándo ibas a decírmelo, Danielle? Ella lo miró y las lágrimas llenaron sus ojos. —Nunca... —musitó, y entonces se echó a llorar. Su pecho se contrajo con el aluvión de lágrimas, no el suave llanto de una mujer que ha sido cogida diciendo una [ 331 ]


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mentira, sino con los profundos sollozos de una mujer estéril que nunca podría darle un hijo al hombre al que amaba. Lloró como llora alguien a quien se le ha partido el corazón, sin poder parar, sin darse cuenta siquiera de que Rafael la levantaba de su silla y la consolaba en sus brazos. —No pasa nada..., todo irá bien. —Nunca irá todo bien —repuso ella, dejándose abrazar —. Nunca. Y lloró sobre su hombro, mientras sentía el roce de sus labios en sus cabellos. —Tranquilízate. —Debería..., debería habértelo dicho antes de casarnos. ¡Dios mío! Sé que debería haberlo hecho, pero yo... —¿Tú qué...? —preguntó suavemente. Su respiración se volvió irregular. —Al principio quería castigarte. Me obligabas a casarme contigo. Pensé que te merecías lo que te pasaría. —¿Y luego? —Cuando..., cuando regresamos a Londres, tu madre me explicó lo urgente que era que tuvieras un heredero que llevara el apellido Sheffield. Y luego conocí a Arthur Bartholomew y comprendí lo realmente importante que era. —Danielle lo miró a los ojos, las lágrimas le rodaban por las mejillas—. Lo siento tanto, Rafael, no sabes lo muchísimo que lo siento. Se echó a llorar otra vez y Rafael la abrazó aún más fuerte. —No llores, amor mío. Pero parecía que ella no podía parar. —¿Cómo..., cómo te has enterado? [ 332 ]


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—Me lo dijo Neil McCauley. Añadió que habías tenido un accidente. ¿Qué sucedió? Con la respiración entrecortada, arrastrando las palabras, Danielle intentó olvidar el dolor que le atenazaba la garganta. —Estaba cabalgando en Wycombe Park. Después de que tú..., cancelaste nuestro compromiso y yo abandoné Londres, me aficioné a montar a caballo a menudo. Me producía una tranquilidad que no encontraba en ninguna otra parte. —Continúa. —La noche anterior había llovido y los campos..., los campos estaban húmedos y llenos de barro. Tía Flora intentó convencerme para que no fuera. Pensó que sería demasiado peligroso, pero yo..., no le hice caso. Mi caballo, se llamaba Canela, resbaló cuando nos aproximábamos a un seto de piedra y me lanzó por encima de su cabeza. Debí de golpearme con algo cuando aterricé o..., no sé, algo fue mal. Cuando no volví a casa y Canela regresó al establo cojeando, tía Flora mandó a los mozos de cuadra en mi búsqueda. —Ella se obligó a mirarlo—. Tardé un tiempo pero al final me recuperé. Desgraciadamente, el médico dijo que nunca podría tener hijos. —Danielle se secó las lágrimas de las mejillas. Sentía un dolor lacerante en el corazón—. Si te lo hubiera dicho, nunca te habrías casado conmigo. Podrías haberte casado con una mujer que pudiera darte un hijo. Rafael la tomó suavemente por la barbilla, obligándola a mirarle a la cara. —Escúchame, Danielle. He tenido mucho tiempo para pensar en esto y he llegado a una conclusión. He llegado a darme cuenta de que no importa. Eres mi esposa, como tenías que haberlo sido hace cinco años. Lo cierto es que si te hubiera creído entonces, como debería haber hecho, habrías vivido conmigo y no con tu tía. No habrías salido a cabalgar ese día y no habrías sufrido aquel accidente. Al

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final, la culpa es mía, no tuya. Danielle contempló el amado rostro. Era difícil hablar con aquel nudo en la garganta. —Rafael... Su boca temblaba cuando él inclinó su oscura cabellera para besarla. «Te amo», quería decirle, «te amo tanto...». Pero al final ella guardó silencio. Ignoraba lo que Rafael sentía por ella, todavía no estaba segura del futuro. —¿Podrás perdonarme algún día? —preguntó. —Tendremos que perdonarnos mutuamente. —Rafael rozó con su boca la de ella—. No más secretos —añadió. —No. Lo juro por mi vida. Rafael la besó con tanta ternura que ella pensó que iba a volver a echarse a llorar. —Hay una cosa más —dijo Rafael. Volvió a invadirla la preocupación. —¿Sí? —A partir de esta noche dormirás en mi cama, no en la tuya. Danielle se quedó muda. Asintió con un gesto pero, dentro de su pecho, su corazón dio saltos de alegría.

Caroline se detuvo delante de la puerta abierta del estudio-biblioteca del duque. Pasaba por delante cuando oyó un murmullo de voces y alcanzó a ver fugazmente a Michael Mullens, el cochero, de pie, sombrero en mano, delante de la gran mesa escritorio de palisandro del duque. No era su intención husmear, hasta que se dio cuenta de que Mullens hablaba del accidente del coche y que

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parecía más afectado de lo normal. —Le digo, señor, que no fue un accidente. Caroline se aplastó contra la pared contigua a la puerta y aguzó el oído para escuchar lo que decía el cochero. —Mientras reparaba el eje, me fijé por casualidad que el lugar donde se había roto la madera tenía un aspecto extraño. Lo he mirado bien y he visto que estaba, prácticamente, serrado por la mitad. El duque se levantó de su silla. —¿Qué estás diciendo? ¿Insinúas que alguien quería que el carruaje volcara? —Peor que eso, señor. Querían que pasara justo donde pasó. Mientras examinaba las piezas del eje, me llamó la atención algo que estaba incrustado en la madera —afirmó Mullens. Caroline atisbó en la habitación el tiempo suficiente para ver cómo el cochero introducía la mano en un bolsillo de su gastada casaca marrón, y le entregaba algo al duque que ella no alcanzó a ver. —Alguien nos estaba esperando ese día en el puente, señor. Justo antes del accidente oí un ruido que sonaba como un disparo, pero no se me ocurrió pensar que nos había disparado hasta que encontré esa bala de plomo. Caroline tuvo un escalofrío cuando el duque sostuvo en alto el pedazo de plomo para examinarlo. —Apuntaron al eje. Sólo se necesitaba un poco más de presión en el punto exacto para hacerlo saltar —dijo el duque. —Sí, señor, así es como lo veo yo —admitió Mullens. La mano del duque se cerró alrededor de la pieza de plomo. —Si no le importa, señor Mullens, me quedaré con esto. [ 335 ]


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Y gracias por acudir a mí con esta información. El cochero hizo una reverencia y se despidió. Antes de que llegara a la puerta, Caroline se había recogido las faldas y había echado a correr por el pasillo. Tenía que encontrar a Danielle. ¡Por Dios! ¡Alguien había intentado matarlas!

—No sé qué decir. —Danielle caminaba de un lado a otro del salón Wedgwood, que era más pequeño que el resto de los salones de la casa, daba a un jardín, y se había convertido en su favorito—. ¿Por qué iba a querer nadie matarnos? Sin embargo, un feo pensamiento le rondaba la cabeza. Para heredar el ducado de Sheffield, las reglas de la primogenitura exigían que hubiera un hijo nacido del matrimonio, un hijo legítimo que llevara la sangre de Rafael. Para que así fuese, la única opción de Rafael sería el divorcio. A menos, por supuesto, que ella muriese y él pudiese volver a casarse. Miró a Caroline y vio que su amiga le había leído los pensamientos. —No, ni se te ocurra pensar en eso. No creo, ni por un instante, que el duque hiciera algo así. El duque está enamorado de ti. Puede que tú no lo veas, pero yo sí. Te ama, y no te haría daño. Danielle no tenía ni idea de cuáles eran los sentimientos de Rafael hacia ella, pero incluso si Caroline tenía razón y Rafael volviera a estar enamorado de ella, a veces, el amor no era suficiente. Rafael tenía un deber con su familia, un deber que no podría cumplir mientras ella fuera su esposa. —Tenemos que considerar todas las posibilidades — repuso Danielle—, por dolorosas que sean.

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—Pero hasta después del accidente el duque no supo que no podrías darle un hijo. —Tal vez lo sabía. Hay otras personas que lo saben..., el doctor que me atendió en el campo después de mi caída, los criados de la casa de mi tía. Es posible que se enterara antes de que Neil McCauley se lo dijese. —No lo creo. —Yo tampoco quiero creerlo, pero sea cual sea la verdad, debemos descubrir quién es el responsable y por qué. —Te doy totalmente la razón. Danielle se giró al oír la voz de Rafael en la puerta que conducía a su estudio. Al entrar su marido en su espacio íntimo, éste le pareció más reducido que antes. —Os estaba buscando a las dos. —Su mirada fue de una a la otra—. Según parece ya habéis oído lo que le pasó al carruaje. El alargado rostro de Caroline enrojeció: —No era mi intención husmear, excelencia, pero he pasado casualmente por delante del salón, he oído que hablaban del accidente y... —No importa. En este caso, me alegro de que lo hayas escuchado. Dado que Jonas McPhee se halla, en estos momentos, en busca de información sobre el asesino del conde Leighton, he contratado a uno de sus socios, un hombre llamado Samuel Yarmouth, para que investigue el asunto del accidente del coche. Danielle se limitó a asentir. —¿Qué ocurre? Empiezo a reconocer esa mirada de preocupación en tu cara —preguntó Rafael. —No es nada, excelencia —repuso Caroline por ella—. Le ha afectado pensar que alguien podría haber intentado [ 337 ]


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matarla. —Sí, y precisamente de eso es de lo que quiero hablar con las dos. Quiero que penséis en los posibles enemigos que podéis tener cada una de vosotras. Danielle levantó la cabeza al oír las palabras de Rafael. —¿Enemigos? No se me ocurre nadie que quiera hacerme daño. No puedo pensar en nadie. Rafael clavó sus ojos en ella. —Nadie excepto yo. Eso es lo que estás pensando. —No, yo... No, por supuesto que no. —Pero el rubor de sus mejillas delataba sus pensamientos anteriores. —Supongo que manifestar mi inocencia no serviría de nada, pero me gustaría señalar que, uno, no sabía nada de tu estado antes del accidente, y dos, se suponía que yo también iba a viajar en ese carruaje. Mis planes cambiaron de manera inesperada y sólo el día antes de la fecha prevista de nuestra partida. Si el granuja no hubiera estado al tanto de dicha circunstancia, habría seguido adelante exactamente como lo había planeado. La explicación era bastante razonable. Y la idea de que Rafael hubiera deseado hacerle daño era tan repugnante que se aferró al razonamiento como alguien a punto de ahogarse se aferraría a una cuerda de salvamento. —Sí, supongo que es cierto. —Y si el blanco hubiera sido yo en lugar de tú, hay un número alto de posibilidades de saber quién querría verme muerto. Danielle lo miró con perspicacia: —Estás pensando en Oliver Randall. —Así es. Randall no volverá a andar y el hombre responsable de ello soy yo. En la lista de mis enemigos, lord Oliver ocuparía la primera posición. [ 338 ]


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Danielle se recostó en su sillón. Opinó: —Después de lo ocurrido, no estoy segura de que Oliver tuviera el coraje de enfrentarse a ti. —Tal vez no. Sin embargo, merecería la pena estudiarlo. —Rafael caminó hasta la ventana y se quedó mirando el jardín, con las manos cruzadas en la espalda—. También está Carlton Baker, el norteamericano que lanzó amenazas contra mí. —Seguramente el señor Baker no llegaría tan lejos como para cometer un asesinato. —Cuando se hiere el orgullo de un hombre, es difícil saber de qué podría ser capaz —dijo, antes de volverse hacia ella. —Y, por supuesto, está mi primo, Arthur Bartholomew. Está completamente endeudado y necesita dinero desesperadamente. Para convertirse en el siguiente duque de Sheffield bien podría valer la pena cometer un asesinato. Danielle no había pensado en eso. Era una amenaza que persistiría hasta que Rafael tuviera un hijo. Sintió un escalofrío por dentro. —Aparte de esas tres, hay otra posibilidad, un tal Bartel Schrader. Lo conocí en América. Lo llaman el Holandés. —¿Por qué desearía ese tal Schrader matarte? —Schrader está involucrado en una operación mercantil de la que saldrían muy beneficiados los franceses, y yo he hecho todo lo que estaba en mi poder para sabotear sus esfuerzos. —¿Era eso lo que tú y el coronel Pendleton os traíais entre manos? —preguntó Danielle. Rafael asintió: —El Holandés cree que soy su principal competidor en la compra de una flota de barcos muy poco comunes. Si yo [ 339 ]


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desaparezco, existe la posibilidad de que pudiera realizar la venta y ganar una cuantiosa suma de dinero. —Ya veo. —Danielle se mordió el labio, preocupada por la implicación de Rafael en asuntos del gobierno que podrían causarle la muerte—. ¿Crees que el señor Yarmouth será capaz de descubrir al hombre responsable de lo ocurrido al carruaje? —Eso queda por ver. Mientras tanto, todos debemos permanecer vigilantes. Tengo intención de hablar con los sirvientes, conseguir su apoyo para que se mantengan alerta, aunque, a decir verdad, es posible que uno o más de ellos trabajen para el hombre o los hombres responsables del intento. —Lo dudo. La mayoría llevan años trabajando para tu familia —opinó Danielle. —Es cierto, pero es una posibilidad que no podemos descartar. Justo entonces, el mayordomo apareció en la puerta. —Siento molestarlo, excelencia, pero lord Brant y lord Belford desean verlo. Rafael asintió. —Bien, hazles pasar. —Volvió su atención a Danielle—. He pedido a nuestros amigos que vengan. Ambos son hombres poderosos y frecuentan a menudo los círculos sociales. Confío en que se les ocurra algo útil. Caroline se levantó del sillón. —En ese caso, me voy. —Quédate —dijo Rafael—. Estabas en el coche junto a mi esposa. Este asunto también te concierne a ti. Caroline se limitó a asentir ligeramente y regresó a su sillón, pero Danielle sabía que se alegraba de haber sido incluida. [ 340 ]


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Wooster regresó al cabo de unos minutos, acompañando al conde de Brant y al marqués de Belford hasta el salón. —Hemos venido lo más rápido que hemos podido —dijo el conde con sencillez. —Tu nota decía que se trataba de algo importante — añadió el marqués. —Y así es. —Y durante la siguiente media hora, informó a sus amigos del descubrimiento que había hecho el señor Mullens, el cochero. —Así que no fue un accidente después de todo —dijo Ethan, con voz grave. —Desgraciadamente, no. —Empezaremos a husmear —ofreció Cord—, a ver qué averiguamos. Con tu permiso, me gustaría decírselo a Victoria. Tiene una habilidad increíble para ganarse el apoyo del servicio. Parece que tienen un sistema de comunicación secreto que puede ser extremadamente útil. —Me gustaría decírselo a Grace, también —dijo Ethan —. Querrá ayudar. —Pensaba dejar la decisión de involucrar a las mujeres a vosotros, dado que un intento de asesinato es un asunto bastante desagradable. Pero, sin duda, agradecemos toda la ayuda que podáis prestarnos. —¿Hay alguna cosa más que deberíamos saber? — preguntó el marqués. Danielle pensó que aunque había sido extrañamente conveniente que Rafael se encontrara en Londres cuando ocurrió el accidente, en el fondo de su corazón no creía que su marido hiciera nunca nada para causarle mal. Y aunque la duquesa viuda se habría sentido muy consternada de haber sabido que Danielle no podía dar un heredero a Rafael, ella rezaba para que su suegra no fuera capaz de cometer un asesinato. [ 341 ]


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Los hombres abandonaron la casa, y en la tranquilidad que siguió a su partida, Rafael volvió al lado de Danielle. —Hay que hacer una serie de cosas relacionadas con este asunto. Preferiría que tú y Caroline os quedarais en casa los próximos días hasta que resolvamos este embrollo. Aunque a Danielle le repugnaba la idea de estar prisionera en su propia casa, no discutió. Afuera, hacía frío y llovía. Tal vez, permanecer en casa, a salvo, era realmente la opción más sabia. —Como desees..., de momento. —Y su respuesta provocó una dura mirada de Rafael. —Escúchame Danielle, no voy a permitir que arriesgues tu vida. En esta ocasión, harás exactamente lo que te diga. —¿Y tú qué? Si tienes razón y eres el blanco, eres tú quien debería quedarse en casa. Rafael frunció la boca. —Me alegra que estés preocupada, pero te aseguro que tengo intención de ser extremadamente cuidadoso. El duque abandonó el salón. Siguiéndole los pasos, Caroline regresó al piso de arriba unos minutos después. Seguro que los jardines se podían considerar parte de la casa, pensó Danielle, que ahora se sentía inquieta y necesitaba respirar un poco de aire fresco. De todos modos, como planeaba hacer Rafael, tendría mucho cuidado. En lo que a Danielle se refería, un intento de acabar con su vida era más que suficiente.

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La penumbra envolvía la ciudad. La luna, con una ínfima parte iluminada, se hallaba suspendida sobre la gran mansión de piedra del duque en la plaza Hanover. En su habitación de la segunda planta, acostada en su cama, Caroline estudiaba el techo, las molduras blancas ornamentadas, y contaba las hojas de roble de escayola, mientras trataba en vano de dormir. Habían sucedido tantas cosas en los meses desde que ella y Danielle habían abandonado Wycombe Park y habían regresado a la ciudad... Tantas cosas habían cambiado... Habían viajado a Norteamérica y habían vuelto. Danielle se había casado y Caroline era ahora la doncella de una duquesa..., y su amiga íntima. Robert McKay había entrado en su vida. Lo había conocido y se habían enamorado. Los ojos de Caroline se llenaron de lágrimas que ella trató de contener. Ya había llorado bastante por Robert McKay. Aunque se habían encontrado pruebas de que Robert había dicho la verdad y era inocente del asesinato, no había dicho ni una palabra sobre sus sentimientos hacia ella, y en los meses que habían transcurrido desde que ella regresara a Londres, no había ido a verla ni una sola vez. La razón estaba clara. Robert era un conde y ella una doncella. Por supuesto que no aparecería. Incluso si había estado enamorado de ella, sus sentimientos habrían cambiado al enterarse de que era miembro de la aristocracia. Había perdido a Robert y lo mejor que podía hacer era [ 343 ]


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aceptar el hecho y contentarse con la vida sencilla y libre de trabas que había llevado hasta que lo había conocido. Sin embargo, incluso mientras se decía estas palabras, el corazón de Caroline se agitaba. Dios mío, si hubiera conocido el dolor de amar a alguien, nunca habría ido con Robert al establo aquella noche. Nunca lo habría besado ni habría permitido que él la besara. Caroline reprimió un sollozo, decidida a no pensar más en Robert McKay. Sin embargo no podía dormir. En su lugar, se quedó escuchando el murmullo del viento al agitar las ramas del árbol que había delante de su ventana, el lejano chacoloteo de los cascos sobre el adoquinado de la calle, el sordo traqueteo de los carruajes que pasaban por delante de la mansión. Mientras las horas avanzaban con lentitud, Caroline se sumió en un duermevela hasta que se volvió a despertar. Era la luz que se reflejaba en la ventana y que se movía con un extraño y persistente ritmo la que llamó su atención, lo que la hizo levantarse de la cama, cruzar la mullida alfombra que la separaba de la ventana, y mirar en la oscuridad. Caroline dio un grito ahogado al ver la figura de un hombre encaramando en la pequeña reja de hierro forjado que adornaba el exterior de las ventanas de la segunda planta. El hombre se inclinó un poco más cerca, y al acercar la luz a su rostro, el corazón de la joven saltó de alegría. ¡Robert! Le temblaban las manos mientras levantaba el pestillo y abría las dos hojas de la ventana de par en par. En silencio, Robert trepó por el alféizar, saltó con suavidad sobre la alfombra y cerró la ventana para que no entrara frío. Se volvió hacia ella y se quedó de pie mirándola, mientras a Caroline se le ocurrió que debía de parecer un adefesio. ¡Dios bendito! ¡Ni siquiera se había trenzado el cabello! [ 344 ]


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Lo había dejado suelto, una mata de rizos que le caía por la espalda y ahora un rebelde y pálido mechón caía alborotado sobre su frente. Vestía un camisón blanco de algodón, los pies le asomaban descalzos por debajo del dobladillo y, a causa del frío, los pezones se marcaban por debajo del tejido. Caroline se sonrojó. —No..., no estoy vestida —dijo de manera poco convincente—. Sé que estoy hecha un adefesio y... Una avalancha de besos apasionados impidió que las palabras continuaran saliendo de su boca. Robert la besó como no la había besado nunca, con una fiereza y una pasión que le dijo todo lo que ella había ansiado oír y más. —Lo siento —dijo él apartándose—. intención... Espero no haberte asustado.

No

era

mi

—No me has asustado. —Ella se acarició los labios, temblorosos e hinchados a causa de los besos—. Estoy tan contenta de verte, Robert. —Tenía que venir —dijo, acariciándole la mejilla—. No podía estar lejos de ti ni un momento más. —Robert... —Caroline se refugió en sus brazos y sintió una felicidad que no había experimentado nunca antes—. Te he echado tanto de menos... Ella sintió que sus dedos se deslizaban entre su pelo, y le sostenían suavemente la cabeza, mientras él se inclinaba para volver a besarla. Una vez satisfecho su deseo, se separó un poco para mirarla a la tenue luz de la luna que se filtraba a través de la ventana. —Había olvidado lo hermosa que eres. El rubor subió a las mejillas de Caroline. —No soy hermosa en absoluto. —Lo eres. Eres como una flor de primavera. Tus rasgos [ 345 ]


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son tan delicados y tu piel tan blanca... Tienes el cabello delicadamente dorado y tan suave como el terciopelo. Puede que tú no lo veas, pero yo sí. Era la primera vez que alguien le hablaba así, y por dentro tembló de amor hacia él. —Robert... —Ella estrechó su abrazo—. Han ocurrido tantas cosas... Robert sacudió la cabeza, dejando escapar un suspiro de frustración. —Tantas cosas y, por otro lado, no las suficientes. Sigo siendo un hombre buscado. «Y también un conde», pensó ella, pero no lo dijo. No quería pronunciar las palabras que hubieran podido poner fin a ese momento entre ellos. Esa noche era suya y sólo suya, y valoraba muchísimo cada momento que pudiera pasar con él. —Cuéntame tus noticias y yo te diré las mías —dijo Caroline con suavidad. —¿Mis noticias? He recorrido media Inglaterra y todavía no he encontrado lo que estoy buscando. Pero te explicaré lo que he encontrado. Durante la media hora siguiente, hablaron de todo lo que había ocurrido, y lo hicieron con la misma facilidad que habían compartido desde el día en que se conocieron. Caroline le habló del duque y de su investigador, Jonas McPhee, y de cómo éste había comprobado la veracidad de la historia de Robert. —Está buscando pruebas de tu inocencia —le dijo—. El duque cree que las encontrará. Robert desvió la mirada. —Esas mismas esperanzas tenía yo. Hablé con la mujer con la que tenía que reunirme aquella noche en la posada, pero no sirvió de nada. Se echó a llorar y dijo que un [ 346 ]


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hombre le había dado dinero para que me enviara una nota sugiriendo una cita en el Boar and Hen, pero que no tenía ni idea de lo que iba a suceder cuando yo llegara allí. Dijo que nunca llegó a ver al hombre que le había pagado, aunque no estoy muy seguro de creerla. Siguieron hablando durante un rato más. Cuando estuvo dicho todo lo referente al asesinato, Robert la besó de nuevo. —He venido porque quería verte —dijo—, no cargarte más con mis problemas. —Tus problemas se han convertido ahora en los míos, Robert. Ya deberías saberlo. Caroline atrajo la boca de Robert a la suya para otro beso interminable. Al principio, él se lo devolvió, su lengua recorriéndola por dentro como había hecho antes, pero a medida que aumentaba la pasión y la respiración de ambos se volvía más superficial, Robert se separó de ella. —Es hora de que me vaya. Te deseo terriblemente, amor mío, y no estoy seguro de hasta cuándo podré controlarme. El corazón de Caroline se aceleró. ¡La deseaba! Casi era un sueño que estuviera allí, a su lado, mirándola con sus afables ojos castaños llenos de anhelo. Y mientras pensaba en los obstáculos que les separaban, y en los solitarios años que pasaría sin él, ella se dio cuenta de que también lo deseaba. —No te vayas, Robert —dijo, acariciándole la mejilla—. Quédate conmigo esta noche. El la recorrió con la mirada y ella vio su ardiente deseo. —Eres virgen, Caroline. No te haré perder la inocencia. No, tal y como están las cosas. —No importa. Quiero que seas tú. Tú quien me haga mujer. Di que te quedarás.

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Él empezó a sacudir la cabeza, pero Caroline se apretó contra él y lo besó. Y cuando tomó su mano y la colocó sobre su seno, sintió el deseo de sus dedos mientras se adaptaban a la redondez de los pechos. —Dime que te quedarás. —No conocemos el futuro —afirmó Robert—. Aún es posible que acabe en la horca, amor mío. ¿Y si tienes un hijo? Ella lo miró con todo el amor en sus ojos. —Ése sería el regalo más maravilloso que podrías darme, Robert. Un sonido grave salió de su garganta mientras la arrastraba a sus brazos. —No hay otra mujer como tú —dijo, y la besó con suavidad, y luego con más ferocidad, la besó hasta que ninguno de los dos fue capaz de pensar racionalmente. Caroline no se dio cuenta de que le había arrancado el camisón hasta que sintió el aire frío en su piel, la cogió entre sus brazos y la llevó hasta la cama. Robert se acostó a su lado, desnudo, su cuerpo fuerte y hermosamente musculoso brillando a la luz de los tenues rayos de luz que iluminaban la estancia. —Sé que esto está mal, pero pierdo la voluntad cuando se trata de ti, cuando la visión de tu dulce cuerpo altera tanto mi sangre. —Esta noche será nuestra y sólo nuestra —dijo Caroline —, y ocurra lo que ocurra nunca nos arrepentiremos de ella. —¿Me lo prometes? —preguntó Robert. —Te doy mi palabra. Lo juro. —Entonces, te amaré esta noche y siempre, Caroline Loon. —Y cuando la besó, cuando acarició su cuerpo con [ 348 ]


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tanta ternura, Caroline casi le creyó.

Clifford Nash, conde de Leighton, se reclinó en su hondo sillón de piel, delante de la chimenea de su despacho en Leighton Hall. Fuera, un frío viento de febrero barría la tierra. ¡Vaya si se alegraría cuando llegara la primavera! Llamaron a la puerta con suavidad y el conde hizo señas a Burton Webster, un hombre alto y grandote, un bruto que pese a su tosco aspecto tenía la suficiente inteligencia como para entrar en el estudio. —¿Y bien? ¿Ya está hecho? ¿McKay está muerto y ya me lo he quitado de encima? Webster sacudió su greñuda cabeza. —Todavía no, pero falta poco. Por fin lo he encontrado, aunque me ha llevado más tiempo del que me figuraba. —¿Dónde está? —preguntó el conde. —En Londres. Posiblemente, el último lugar donde me hubiera imaginado encontrarlo. —¿ Qué hace en Londres ? —No estoy seguro, pero según mis fuentes, se aloja en ∗ la buhardilla de una taberna del East End , llamada The Dove. He hablado con Sweeney... —¿Sweeney? —Albert Sweeney, el hombre que contraté en la ocasión anterior. Sweeney ya ha salido para Londres. Le he pagado bien para que se ocupe de McKay. Creo que ésta será la última vez que vuelva a oír hablar de él —dijo Webster.

—Bien. Ya sería hora de que este asunto quedara zanjado de una vez por todas.

Barrio del este de Londres, de tradición obrera.

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Webster se levantó del sillón. —¿Alguna cosa más, milord? —Sólo que esta vez te asegures que así sea. —Lo haré. Voy a ir personalmente Londres. Una vez que me asegure de que el asunto se ha resuelto de una manera satisfactoria, se lo haré saber. Al ver el gesto de aprobación de Clifford, Webster se dio media vuelta y salió del estudio. Pronto acabaría todo. Como Clifford había dicho, ya sería hora.

Caroline llamó tímidamente a la puerta del estudiobiblioteca del duque. Le había enviado una nota solicitando verlo y unos minutos después, él la había llamado a su despacho. El duque le rogó que entrara y ella abrió la puerta y se acercó a él, esperando que no pudiera oír el estruendo con que le palpitaba el corazón. —¿Querías verme? —Sí, excelencia. Traigo noticias de Robert McKay. Él dejó la hoja de papel que había estado estudiando encima de la mesa escritorio. —Siéntate Caroline. Sea lo que sea lo que tengas que decir, no tienes que temer. Ella se hundió en la silla, y al levantar la vista vio que el duque rodeaba su mesa, se acercaba a ella y tomaba asiento en la silla de piel próxima a la suya. —Y ahora, cuéntame esas noticias que me traes de McKay. Caroline jugueteó con un pliegue de su falda, atenta para no distraerse con las intimidades que Robert y ella [ 350 ]


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habían compartido. —Anoche Robert vino a verme. El duque frunció el ceño. Preguntó: —¿Vino a esta casa? —Sí, excelencia. Se encaramó al árbol que llega hasta mi habitación y lo dejé entrar por la ventana. Las oscuras cejas del duque se juntaron aún más. —¿Cómo sabía cuál era tu habitación? —No lo sé, pero Robert es extremadamente inteligente —afirmó Caroline. —Estoy seguro de eso —dijo el duque. —Le hablé del hombre que ha contratado, el señor McPhee, y de su confianza en que ese hombre encuentre pruebas para limpiar su nombre, aunque Robert no lo cree posible. Dijo que había probado todas las vías posibles y que no había encontrado nada. Está muy desanimado. —¿Dónde está Robert ahora? Ella desvió la mirada. —Me ha pedido que no se lo diga. —Pero lo quieres y deseas que lo ayude por lo que me vas a decir dónde, exactamente, puedo encontrarlo. Ella parpadeó antes de mirarlo. —Por favor, no me pregunte. —No soy enemigo de Robert ni tuyo, Caroline. Tienes que decírmelo para que pueda proporcionarle la ayuda que tanto necesita. Caroline se lo había prometido a Robert y, sin embargo, sabía que a menos que el duque encontrara la manera de demostrar su inocencia, al final lo colgarían. [ 351 ]


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—Se aloja en una habitación de una posada, The Dove, que se halla en el East End. —Gracias, Caroline. No traicionaré tu confianza ni la de Robert. —Lo sé, excelencia. —¿Ha descubierto algo nuevo? ¿Algo que podría serle de ayuda? —Mencionó a una mujer, una tal Molly Jameson. Tenía que haberse reunido con ella en la posada la noche del asesinato. Robert fue a verla y ella le dijo que le habían ofrecido dinero a cambio de que lo convenciera de acudir a la posada esa noche, pero aseguraba que no sabía quién había sido, aunque Robert no está seguro de creerla. Caroline le contó todo lo que le había dicho Robert, con la esperanza de que eso lo ayudara en algún sentido. —Gracias por confiar en mí —repuso el duque, cogiéndola de la mano y dándole un ligero apretón —. Es obvio que significas mucho para Robert. Ocurra lo que ocurra, siempre debes recordarlo. Ella sabía lo que le intentaba decir, sabía que un conde no se casa con una doncella, aunque la ame. Y porque lo sabía se limitó a asentir. El duque se puso de pie, dando por terminada la entrevista, y Caroline abandonó el estudio. Rezaba para que el duque encontrara la manera de ayudar a Robert antes de que fuera demasiado tarde.

Danielle se arrimó a Rafael en su enorme cama de cuatro columnas. La habitación que había sido ocupada por seis generaciones de duques de Sheffield era típicamente masculina, tal vez un poco demasiado oscura, con muebles ricamente labrados y suntuosos cortinajes de terciopelo azul. Colgaduras del mismo color adornaban la madera labrada de los postes de la cama, protegiéndola del frío invernal.

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Era la habitación de un hombre, y Rafael la había hecho suya, y ésa era la razón por la que a Danielle le gustaba tanto. Sus botas descansaban junto al armario pegado a la pared, y había varias botellas de sus colonias favoritas sobre el tocador próximas a su peine de plata. Le gustaba leer, y media docena de libros se amontonaban sobre la mesita de noche próxima a su cama. A Danielle le gustaba que él quisiese compartir con ella la gran cama, que la tomase en mitad de la noche y, de nuevo, antes de que se levantaran por la mañana. El deseo que sentían el uno por el otro no parecía desvanecerse nunca, y, sin embargo, negros nubarrones se levantaban entre ellos. Alguien había intentado matarla. O tal vez el blanco fuera Rafael, tal y como él parecía creer, y ella y Caroline habían sido meras víctimas secundarias del deliberado crimen. Mientras se hallaba acostada en la cama, Rafael dormido a su lado, las preguntas rondaban su cabeza sin que le llegara ninguna respuesta. Se alegraría cuando Jonas McPhee regresase a la ciudad. Rafael tenía mucha fe en el investigador y Danielle pensaba que podría serles de gran ayuda. A medida que transcurrían los minutos y la temperatura del cuerpo de Rafael la hacía entrar en calor, se quedó finalmente dormida, aunque fue un sueño intermitente e inquieto. Cuando un extraño olor invadió sus fosas nasales y comenzó a penetrar su conciencia, cuando le empezaron a escocer los ojos, se despertó sobresaltada. Durante un instante, se imaginó que seguía soñando, que no era real la parpadeante luz amarilla que corría por el extremo de la alfombra, ni las llamas naranjas y amarillas que engullían los cortinajes. Entonces, cogió una bocanada de aire, empezó a toser y se irguió de repente en la cama. —¡Despierta, Rafael! ¡Hay fuego en la habitación! — gritó, zarandeándolo frenéticamente por los hombros—. [ 353 ]


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¡Rafael, despierta! ¡Tenemos que salir de aquí! Rafael se removió aletargado y ella se dio cuenta de lo profundamente dormido que estaba. Si ella no hubiera dormido mal, era probable que el humo los hubiese ahogado antes de que se hubieran despertado. —¿Qué ocurre? —dijo finalmente mirando a su alrededor—. ¡Dios mío! —Entonces, medio dormido, saltó de la cama, le lanzó a ella su batín y él se puso el suyo, color burdeos—. ¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo! Cogiéndola de la mano, se dirigió delante de ella hacia la puerta. La mitad de la alfombra estaba en llamas y las paredes ardían cada vez con mayor intensidad. Esperando encontrar el resto de la casa en llamas, se quedó asombrada cuando abrieron la puerta y vieron que el fuego sólo se propagaba en su habitación. —¡Fuego! —gritó Rafael en el pasillo—. ¡Hay fuego en la casa! Las puertas del tercer piso se abrieron de golpe y los criados empezaron a correr de un lado a otro, gritando y dando órdenes, bajando apresuradamente la escalera que conducía al segundo piso. Dos puertas más allá de la suite que ocupaba el duque, en la habitación contigua a la de Danielle, Caroline salió corriendo al pasillo en batín y zapatillas. Se le habían soltado varios mechones de su trenza, que se arremolinaban alrededor de su cara y tenía sus ojos azules redondos como platos. —¿Qué ocurre? —Lanzó una mirada a través de la puerta abierta, vio las llamaradas rojizas justo antes de que Rafael cerrara la puerta de un portazo—. ¡Oh, Dios mío! —¡Vamos! —ordenó Rafael, instando a las dos mujeres a que se dirigieran a la escalinata y apremiándolas a que bajaran y luego a que salieran al jardín por las puerta ventanas—. Aquí estaréis a salvo. No os mováis de aquí hasta que acabe todo. —¡Espera! —le gritó Danielle, pero Rafael ya había [ 354 ]


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vuelto corriendo a la casa, mientras gritaba órdenes a los lacayos para redoblar los esfuerzos de la brigada que apagaba el fuego con cubos, y entraba y salía de la casa, desapareciendo de su vista. —Tenemos que ayudar —dijo Danielle, con voz más alta de lo normal a causa del miedo. —Yo puedo levantar un cubo tan bien como el que más —añadió Caroline, y ambas echaron a correr. Una fila de sirvientes, que desaparecía dentro de la casa, iba pasando de mano en mano cubos de madera llenos de agua. Desde su puesto en la cadena humana que iba pasando los pesados cubos desde el jardín, Danielle podía ver los pisos superiores de la casa, las llamas que salían de los alféizares de las ventanas de la suite del amo. Dio un grito ahogado cuando varias de las hojas de cristal ondulado se hicieron añicos a causa del calor. Un instante después, reconoció la esbelta figura de Rafael, de pie en la habitación, apagando el fuego con agua, con la ayuda del señor Cooney, el lacayo, y el señor Mullens, el cochero, y haciendo muchos progresos, según parecía. Le dolía la espalda y tenía el batín, la única prenda que llevaba encima de su cuerpo desnudo, empapado y pegado al cuerpo, cuando Rafael regresó al jardín, cubierto de hollín, con la cara ennegrecida, el cabello despeinado y varios mechones cayéndole por la frente. —Lo hemos apagado —informó al grupo que trabajaba sacando agua de la fuente—. Hemos conseguido controlar el fuego antes de que se extendiese por el resto de la casa. Gracias a todos por vuestra ayuda. Aliviada, Danielle se relajó. —Gracias a Dios. Los ojos azules de Rafael se clavaron en su ropa empapada de agua. —Creía que te había dicho que te mantuvieras alejada, [ 355 ]


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en un lugar seguro. —No corría peligro aquí fuera. No estoy inválida, excelencia, y estoy en mi derecho de ayudar a salvar mi propio hogar. Algo trastocó los rasgos de Rafael, suavizando su dura mirada. —Te pido disculpas. Como bien dices, tienes todo el derecho de ayudar a salvar tu hogar. Sus miradas se cruzaron durante unos instantes. A pesar de la suciedad y del hollín, Danielle pensó que el duque de Sheffield era el hombre más guapo de Inglaterra. Ella apartó pensamientos.

la

mirada,

avergonzada

de

sus

—¿Qué ha ocurrido exactamente? ¿Tienes idea de cómo ha empezado el fuego? La mandíbula de Rafael se tensó, acentuando el hoyuelo de su mejilla. —Había resina en la alfombra. Y también la habían arrojado en las cortinas. Ella abrió los ojos con asombro. —¿Ha sido un incendio provocado? —Lamento tener que decir que sí —dijo Rafael. —¡Oh, Dios mío! Caroline hizo un extraño ruido con la garganta. Dijo, casi a gritos: —¡Intentan mataros a los dos! —Vamos, será mejor que entremos —dijo Rafael—. No hay necesidad de alterar a los sirvientes. Pero éstos ya estaban preocupadísimos, y Danielle se

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sentía revuelta por dentro. Era la segunda vez que habían intentado matarla. Lanzó una mirada a su esposo. Esa noche, Rafael había estado incluso más cerca que ella de la muerte. Al menos, una cosa estaba clara, y su corazón se expandió de júbilo. Quienquiera que intentase matarla, ahora estaba segura de que no se trataba de su marido.

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Rafael escoltó a las mujeres de regreso a la casa. Con su cámara destrozada, las alfombras del pasillo húmedas y llenas de barro, y el penetrante olor a quemado, era imposible dormir en el ala oeste de la residencia. Había ordenado que se cerrase todo el ala y las doncellas ya habían empezado a preparar las habitaciones del ala este para su uso y el de Danielle, así como una habitación para Caroline. Finalmente la casa recuperó la tranquilidad cuando todo el mundo se retiró por segunda vez a descansar. Era tarde, apenas faltaban unas horas para que amaneciera. Rafael se acostó al lado de Danielle, y repasó mentalmente una y otra vez la lista de personas que podrían desear su muerte. O tal vez, tal y como Caroline había dicho, que quisieran verlos muertos a los dos. —¿Cómo crees que el hombre que ha iniciado el fuego ha podido entrar en la casa? —Danielle se dio media vuelta para mirarlo. —Pensaba que estabas durmiendo —afirmó Rafael. —Y bien ¿cómo crees que ha entrado? —No estoy seguro. Es posible que haya entrado por la ventana, como hizo Robert la noche que vino a ver a Caroline. Lo más probable es que alguien lo dejara entrar. —Eso es lo que yo estaba pensando —admitió Danielle —. Hace unas semanas, el ama de llaves contrató a una nueva doncella. De hecho, hay varias empleadas nuevas que se han añadido, últimamente, al personal de servicio. Tal vez haya sido una de ellas. —¿Por qué no hablas con la señora Whitley, a ver qué sabe de ellas? —Es muy buena idea. [ 358 ]


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—Mientras tanto, faltan algunas horas para que amanezca y a los dos nos vendría bien dormir un rato. Creo que sé una manera de que eso ocurra —dijo Rafael. Se inclinó sobre Danielle y la besó. No había labios más suaves y dulces que los de ella, y a él le encantaba cómo parecían hundirse en los suyos. En unos minutos, él estaba dentro de ella, los dos moviéndose a un ritmo perfecto. Llegaron al orgasmo juntos, una intensa culminación que tensó todos los músculos de sus cuerpos. Mientras Rafael se dejaba caer de espaldas en el mullido colchón de plumas, saciado y contento, acurrucó el cuerpo de Danielle contra el suyo y escuchó cómo su respiración se volvía más pesada a medida que iba cayendo en un profundo sueño. Rafael deseó poder descansar también, pero a pesar de lo fatigado que estaba, se sentía demasiado preocupado para dormir. A la mañana siguiente, Danielle se despertó temprano. Le dolían los músculos de haber levantado los pesados cubos de agua la noche anterior, y con todo el alboroto, sólo había podido disfrutar de unas pocas horas de sueño antes de levantarse y afrontar el día. Se vistió sola, con la esperanza de dar a Caroline unas horas más de merecido descanso, recogió su cabellera a los lados con peinetas de concha y se dirigió al vestíbulo, donde le llamó la atención la algarabía de la entrada. En el rellano de la escalera vio a la duquesa viuda de Sheffield, alta, de cabello oscuro salpicado de vetas plateadas y, todavía, extremadamente atractiva. Se dirigía a su hijo en un tono bastante alto: —¿Cómo no me has dicho nada? Tu esposa casi se mata en un accidente de coche ¿y no se te ocurre informarme?

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—No quería preocuparte. —¿Y se supone que tampoco debo preocuparme cuando llego a tu casa y descubro que alguien ha prendido fuego a tus habitaciones? Rafael frunció el ceño. —¿Cómo te has enterado? —Para empezar, toda la casa huele a quemado, y en el caso de que no fuera así, pocas cosas ocurren en esta casa de las que yo no esté informada. ¿Dónde está Danielle? —Estoy aquí, excelencia. La duquesa viuda se giró, y la examinó con sus sagaces ojos azules. —¿Cómo estás? Y no me digas que estás bien. Supongo que no habrás descansado mucho la noche pasada. En lugar de estar aquí hablando deberías estar en la cama, recuperando parte del sueño que obviamente necesitas. Danielle no estaba segura si su suegra estaba preocupada por su salud o sólo por los posibles efectos de la falta de sueño en su capacidad de producir un heredero. —Prometo hacer la siesta esta tarde. Aparte de estar un poco dormida, me encuentro perfectamente. La duquesa viuda volvió su atención a Rafael: —¡Y tú! Deberías contratar a unos hombres para que os protegieran a ti y a tu esposa. Alguien está atentando contra vuestras vidas y no estás dando ningún paso para protegeros. —La realidad es que ya lo he hecho, madre. He contratado a un hombre que se llama Samuel Yarmouth para que investigue el asunto. Hoy le pediré a Yarmouth que contrate algunos hombres de su confianza para hacer guardia delante de la casa, y que trabajen día y noche. Y bien, ¿ya te sientes mejor? [ 360 ]


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La duquesa viuda se aclaró la voz de una manera pedante: —Seguramente ha sido ese inútil de tu primo, Artie Bartholomew. Sin duda tendría mucho que ganar con tu fallecimiento. Rafael frunció el entrecejo. Miró a un lado y otro del vestíbulo para ver quién podría estar oyendo la conversación. —No creo que la entrada sea el mejor lugar para ventilar los trapos sucios, madre. ¿Por qué no vamos todos al salón donde gozaremos de más intimidad? Con la cabeza bien alta, la duquesa fue la primera en encaminarse al salón más próximo, donde esperó a que Rafael cerrara las pesadas puertas correderas. Su hijo se acomodó a su lado en el sofá de brocado mientras Danielle se sentaba en un sillón cercano. —Si tienes algo más que decir, madre, éste es el momento adecuado. Una vez que hayamos acabado, necesito ver a Yarmouth y poner ciertos planes en marcha, y Danielle tiene que interrogar al ama de llaves, la señora Whitley, sobre el servicio contratado recientemente. —Muy bien —replicó la mujer de cabellos oscuros, lanzando una mirada furtiva a Danielle y luego volviendo a mirar a su hijo—. Tal vez sea mejor que te vayas. Danielle y yo podemos discutir este asunto más en profundidad y ponernos al día mientras tú estás fuera. Rafael se limitó a asentir. —Muy bien. Os dejo, pues. Volveré lo antes posible. —Ten cuidado, Rafael —dijo Danielle, y recibió una tierna sonrisa por su preocupación. —Tú también —dijo Rafael. Y entonces se marchó y ella se quedó a solas con su suegra. Danielle sabía exactamente el tema que la mujer [ 361 ]


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deseaba discutir y la invadió el horror. Todavía no estaba embarazada ni nunca lo estaría. Con la mejor de sus sonrisas, Danielle volvió la cara a la mujer que, si descubría la verdad, seguramente estaría entre quienes también podrían desear su muerte.

Era medianoche. Rafael había estado durmiendo, aunque de manera irregular, cuando lo despertó el familiar golpe seco del mayordomo en la puerta. Preocupado por lo que hubiera podido ocurrir, apartó de un manotazo las sábanas, se puso el batín y se apresuró a ir hacia la puerta. —¿Qué ocurre, Wooster? —Lamento molestarlo, excelencia, pero acaba de llegar el señor McPhee acompañado de dos hombres, uno de ellos de aspecto bastante desagradable. El señor McPhee dice que es urgente que hable con usted lo antes posible. Detrás de él, oyó los pasos de Danielle. —¿Qué ocurre, Rafael? —Jonas está aquí. Creo que puede haber descubierto algo importante. —Rafael corrió a ponerse un calzón y una camisa blanca limpia—. Quédate aquí. Volveré dentro de un instante. Dejó a Danielle en el umbral de la puerta de sus habitaciones, pero antes de llegar a su estudio, la vio corriendo detrás de él por las escaleras. Susurrando una maldición en silencio, y sabiendo que tendría que haberse imaginado que ella desobedecería sus órdenes, se detuvo para que ella pudiera alcanzarlo. —No digas nada, Rafael. Este asunto me incumbe tanto como a ti. El duque frenó su mal humor ya que estaba más que seguro de que era cierto. [ 362 ]


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—Muy bien, pues —dijo, y la cogió del brazo, conduciéndola por el vestíbulo, vestida con una sencilla falda de color gris perla y una blusa de algodón blanco. Su cabellera, recogida en una trenza, golpeaba contra su espalda a cada paso y alcanzó a ver fugazmente, al levantarse la falda, que iba descalza. Casi sonrió al ver lo joven que parecía, y cuánto se parecía a la jovencita pelirroja de la que se había enamorado hacía mucho tiempo. Sintió una opresión en el pecho. La había amado una vez. Sería un idiota si volvía a arriesgar su corazón. Entraron juntos en el estudio y vieron a McPhee de pie junto a un hombre con las manos atadas a la espalda. El otro hombre era ni más ni menos que Robert McKay. —Buenas noches, excelencias —dijo Jonas—. Lamento molestarlos pero se trata de un asunto que no puede esperar. —Gracias por haber venido. —Buenas noches, Robert —dijo Danielle. —Un placer, como siempre, duquesa. Y según parece, una vez más vuelvo a estar en deuda con usted y su marido. Rafael clavó en él sus ojos. Dijo: —Y, exactamente ¿cómo es eso? Robert lanzó una mirada al investigador: —De no haber sido por la oportuna llegada de su amigo, seguramente ahora mismo estaría muerto. Robert prosiguió explicando que Jonas McKay había acudido a su buhardilla situada encima de la posada The Dove y había estado observando sus movimientos. —Para suerte del señor McKay —añadió Jonas, e inclinó la cabeza hacia el hombre que tenía las manos atadas—. [ 363 ]


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Este hombre se llama Albert Sweeney. Cuando oí que le preguntaba al tabernero por McKay, y que le pagaba una suma a cambio de que le dijera qué habitación ocupaba, lo seguí. Abrió con una ganzúa, entró y cuando lo seguí dentro, era obvio que tenía la intención de asesinarlo. —Y no habría sido el primero —dijo Robert. —Eso es cierto —confirmó Jonas—. Después detenerlo, McKay y yo mantuvimos una charla con él.

de

La clase de charla era algo más que aparente. Sweeney tenía un ojo prácticamente cerrado de la hinchazón, el labio partido y sangrante, y la ropa manchada de sangre. —¿Qué clase preguntó Rafael.

de

información

has

descubierto?

—A Albert Sweeney le pagaron para matar al conde de Leighton —contestó Jonas sin rodeos. Danielle abrió los ojos con sorpresa. —¿Ha dicho eso? ¿Ha admitido que iba a asesinarlo? —Con la ayuda de un poco de persuasión —prosiguió Jonas—, y la promesa de que el duque de Sheffield intercederá a su favor si nos ayuda a pescar a los hombres que lo habían contratado. Rafael asintió dando su conformidad. Preguntó: —¿Quién ha sido? —Un tipo llamado Burton Webster —dijo Jonas—. Espero poder demostrar que Webster trabaja para Clifford Nash. Rafael sintió el entusiasmo de Danielle mientras le rodeaba su brazo con los dedos. —Es una noticia estupenda. Sweeney lanzó un juramento, y McPhee lo lanzó contra la pared. [ 364 ]


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—Vigila esa lengua y sé cortés. Estás en presencia de una dama —dijo el investigador. —Hablaré con Webster —dijo Robert—. Tal vez colaborará si piensa que eso le facilitará las cosas con las autoridades. —Déjeme eso a mí—repuso McPhee—. Webster es también el hombre que contrató a Sweeney para matarlo, lo que significa que Nash debe saber que se encuentra en Inglaterra. Mientras usted siga vivo, es una amenaza para él. Su vida corre peligro. —Jonas tiene razón —dijo Rafael—. Es mejor que se ocupe él de eso. —Y girándose hacia el investigador, añadió —: ¿Hay alguna cosa que necesites que haga? —No de momento, excelencia. —Dímelo si hay algo. —Gracias, excelencia. Si eso es todo, con su permiso me retiro. Tengo que entregar, aquí a nuestro amigo, a las autoridades. Jonas abandonó la casa llevándose con él a su prisionero, y Rafael volvió su atención a Robert McKay. —Robert, puede quedarse aquí hasta que este asunto esté completamente resuelto. Robert pareció desconcertado: —Es posible que lleve algún tiempo. Aunque Sweeney confiese, puede que no le crean. Mi nombre no quedará limpio de toda mancha hasta que lleve a Webster y a Nash ante la justicia. —Seguramente lleva razón. De todas maneras, ya está más cerca de alcanzar la libertad de lo que estaba antes, y aquí es bien recibido. Robert asintió solemnemente: —Entonces acepto. Les debo tanto que nunca seré [ 365 ]


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capaz de pagarles lo que han hecho. —No nos debe nada —dijo Rafael—, pero hay un asunto que me gustaría discutir. Robert alzó la cabeza. —¿Está usted hablando de Caroline Loon? —Así es. Parece que la señorita Loon alberga ciertos sentimientos hacia usted. No está claro qué sentimientos tiene usted hacia ella. —La amo —dijo Robert, con sencillez y naturalidad. —Todo eso está muy bien pero cuando alcance la libertad, también heredará un condado. La señorita Loon es sólo la doncella de una dama. —Me daría igual que fuera deshollinador. La quiero. Quiero casarme con ella. Rafael casi podía sentir los latidos del corazón de Danielle. La joven dio un paso hacia delante, tomó la mano de Robert y le dijo: —No me equivoqué con usted, Robert McKay. Supe, cuando los observé juntos, que veía en Caroline la misma belleza que veía yo. —Ella es lo mejor que me ha pasado nunca —admitió Robert. Danielle sonrió y le soltó la mano, más feliz de lo que Rafael recordaba haberla visto nunca. Robert miró hacia la puerta. Dijo: —Ya sé que es medianoche, pero si hay alguna posibilidad de que pueda... Justo entonces, giró el pomo de la puerta y ésta se abrió de par en par. —¡Robert! [ 366 ]


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—¡Que Dios nos libre de las mujeres que escuchan las conversaciones ajenas! —refunfuñó Rafael, aunque no pudo reprimir una sonrisa cuando Robert se abalanzó hacia la joven alta y rubia, y la tomó en sus brazos. Durante unos largos segundos simplemente la abrazó. Rafael hizo un gesto a Danielle para que abandonasen el estudio en silencio, pero antes de que hubiesen llegado a la puerta, Robert se arrodilló ante Caroline: —Ya sé que éste no es el lugar ni el momento adecuado, pero me da igual. Te quiero con todo mi corazón, Caroline Loon. ¿Te casarás conmigo? Caroline abrió de par en par sus ojos azules. —¿Qué dices? No puedes casarte conmigo. ¡Eres un conde! —Puede que sea conde, pero sigo siendo un hombre y te amo. Di que sí, Caroline. Hazme el honor de convertirte en mi esposa. Caroline volvió sus grandes y desconcertados ojos azules hacia Danielle: —No puedo casarme con él. No sería justo ¿verdad? —No sería justo destrozarle el corazón —dijo Danielle, sonriendo—. Y creo que serías una condesa perfecta. Piensa que ya sabes exactamente la ropa que tienes que llevar. Caroline se echó a reír mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas y se volvió hacia el hombre que seguía arrodillado ante ella: —Yo también te quiero, Robert McKay, y si de verdad lo deseas, me sentiré muy honrada de casarme contigo. Caroline emitió un sonido de profunda alegría. Robert se levantó y la tomó en sus brazos. Rafael acompañó a Danielle fuera del estudio y fingió no darse cuenta de que ella también lloraba. [ 367 ]


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—Soy tan feliz por ellos... —dijo Danielle. —Esto no ha acabado todavía ¿sabes? Todavía quedan algunos escollos por eludir y la posibilidad de que las cosas salgan mal. —Lo sé, y rezo para que no sea así. Caroline merece ser feliz y con Robert lo será. —Mientras subían la escalera para ir a sus habitaciones, a Danielle se le ocurrió un extraño pensamiento—. Es curioso, durante un breve período de tiempo, Robert tuvo en su poder el collar. Se lo di yo misma ¿recuerdas? Rafael se rió entre dientes. —¿No creerás que están juntos por el collar? —Bueno, yo creo que tiene un corazón muy puro, ¿tú no? —Sí, amor mío, yo también. Y soy feliz por ellos. Pero él no creía en leyendas, maldiciones ni poderes extraños o inexplicables. De creer, no estaría preocupado por el hombre que estaba intentando matarlos. Ni estaría preocupado por Danielle, o intranquilo porque el canalla tuviera éxito.

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Al día siguiente era casi la hora de cenar cuando Danielle salió en busca de su esposo, mirando en todos los salones de la planta baja y en su estudio-biblioteca sin que Rafael apareciera por ninguna parte. —Buenas noches, Wooster —dijo al mayordomo de pelo canoso—. ¿Sabes dónde puedo encontrar al duque? —Desde luego, excelencia. Está en sus habitaciones preparándose para salir. La idea la sorprendió. Rafael no había mencionado que pensara salir y ella, ridículamente, había creído que se quedaría en casa mientras continuara la amenaza contra su vida. Debería haber imaginado que no sería tan sensato. —Gracias, Wooster. Levantándose un poco la falda para que no la estorbara, subió la escalera y corrió por el pasillo del ala este hacia las habitaciones contiguas en las que se alojaban hasta que se volvieran a reamueblar las suyas. Danielle no se molestó en llamar, simplemente abrió la puerta y entró, interrumpiendo a Rafael en el acto de anudarse el ancho pañuelo blanco. —Buenas noches, amor mío —dijo Rafael. Ella ignoró el tono afectuoso que acompañaba la expresión de cariño e intentó no fijarse en lo guapo que estaba con el traje que había elegido para esa noche. No se había puesto todavía la casaca. La camisa blanca se ajustaba perfectamente a sus anchos y musculosos hombros y los pantalones se ceñían tan bien a su cuerpo que marcaban ligeramente sus atributos masculinos. Un delicioso escalofrío le recorrió el cuerpo y Danielle tuvo que recordarse por qué estaba allí. [ 369 ]


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—¿Qué haces, Rafael ? No me habías dicho que esta noche pensabas salir. Rafael siguió haciéndose el nudo. Rara vez llamaba a su ayuda de cámara y aún menos ahora, desde que se habían trasladado al ala este de la casa. —El conde de Louden celebra una velada en su casa de la ciudad. Corren rumores de que Bartel Schrader asistirá, y, si es así, quiero hablar unas palabras con él. «El Holandés, el comerciante internacional que podría beneficiarse de la muerte de Rafael.» Un escalofrío recorrió el cuerpo de Danielle. —Si vas, entonces iré contigo. El dejó de tirar de uno de los extremos del pañuelo. —Esta noche no. Te quedarás en casa donde estarás a salvo. Danielle se le acercó y lo ayudó a hacerse el nudo. —¿Estás seguro de que estaré más segura sola aquí de lo que estaría si estuviera contigo ? Rafael juntó las cejas, casi negras. —No estarás sola ni mucho menos. La casa está llena de criados y hay media docena de guardias custodiándola. —También había lacayos en el carruaje, en caso de que lo hayas olvidado, por no hablar de la posibilidad de que uno de los criados forme parte del complot. De hecho, había bastantes posibilidades, pese a que ella había entrevistado a la señora Whitley, el ama de llaves, sobre las dos camareras contratadas recientemente, había hablado personalmente con las dos jóvenes y estaba convencida de que no tenían nada que ver con el incendio intencionado que había destruido una parte de la casa. Rafael frunció el ceño. Reanudó el trabajo que había dejado a medias y se colocó el nudo del pañuelo en su sitio. [ 370 ]


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—Lo que ocurre es que te sientes harta de estar recluida. Danielle le dedicó una sonrisa melosa. Dijo: —Entonces, estás seguro de que estaré más segura aquí. Rafael le lanzó una mirada que habría hecho encogerse de miedo a cualquier hombre. En silenció musitó una maldición: —Eres una brujita muy astuta. Vístete. Y ni se te ocurra apartarte de mi lado en toda la velada. Danielle ocultó una sonrisa de triunfo. —Por supuesto que no, querido. Alejándose apresuradamente de él antes de que pudiera cambiar de opinión, se marchó a toda prisa por la puerta que separaba sus habitaciones y corrió a tirar de la campanilla. No había llegado, cuando Caroline entró apresuradamente en la habitación. Danielle levantó una ceja. —¿Cómo haces para saber lo que necesito incluso antes de que lo sepa yo? Caroline se echó a reír. —La verdad es que te he visto buscando a tu marido, y al oír que Wooster te decía que el duque pensaba salir esta noche, me he imaginado que querrías acompañarlo. Danielle abrió el armario para decidir lo que quería llevar. —Contrataré otra doncella tan pronto como encuentre una. Vas a ser condesa y no es apropiado que desempeñes estas tareas. —Somos amigas y me gusta ayudarte. —Los labios de Caroline se curvaron en una sonrisa soñadora—. Sigo sin [ 371 ]


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poder creerlo. Robert me quiere. Es conde y, aun así, desea casarse conmigo. —Tiene suerte de tenerte y lo sabe —dijo Danielle. Caroline la miró y dijo: —Tengo miedo por Robert. Hasta que todo esté solucionado, aún podrían arrestarlo. —Robert está utilizando otro apellido. No hay razón para que nadie lo relacione con un crimen ocurrido hace tres años. —Espero que tengas razón. —Caroline empezó a revolver el armario, repasando un vestido tras otro, hasta escoger un traje rosa con cenefas de grueso terciopelo negro—. ¿Qué te parece éste? ¿O quizás el verde bosque con la sobrefalda de encaje dorado te quedaría mejor? —Este irá muy bien —dijo Danielle. Y esperó a que su amiga le desabrochara los botones de su vestido, se lo quitó apresuradamente y se enfundó el traje de noche, introduciéndoselo por la cabeza. Caroline estiró el vestido colocándolo en su sitio y empezó a abrochar los botones. —Robert está ansioso porque nos casemos. —Miró a Danielle y dos círculos rosas colorearon sus mejillas—. Dice que no soporta vivir bajo el mismo techo que yo y no poder compartir mi cama. Danielle sonrió. —Te quiere. Caroline suspiró. —Ahora que parece que existe la posibilidad de que limpie su nombre, Robert está decidido a actuar como un caballero. Dice que hasta que no seamos marido y mujer, no hará nada que pueda manchar mi reputación. —Creo que deberías sentirte halagada —opinó Danielle. [ 372 ]


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—Supongo que sí, pero yo... —Se detuvo y miró hacia otro lado. —¿Tú qué, queridísima? —Quiero que me haga el amor, Danielle. Como me lo hizo la noche que entró en mi habitación. Danielle guardó silencio, sorprendida. Caroline estaba enamorada. Cuando ella se había enamorado por primera vez de Rafael, le habría entregado felizmente su inocencia. Tomó la pálida mano de su amiga entre las suyas. —El deseo es la cosa más natural cuando amas a una persona. —Se quedó pensativa y frunció la boca—. Supongo que ésa era la razón por la que Rafael estaba tan decidido a descubrir las intenciones de Robert. Supongo que debe de habérselo imaginado. Caroline se puso roja como la grana. —¡No puede ser! Danielle se limitó a sonreír. —Poco importa ya. Pronto estaréis casados y podréis hacer el amor tanto como os antojéis. Caroline enrojeció aún más, pero no agregó nada más sobre el tema, y Danielle tampoco. Entre ellas no había prácticamente secretos. Tal vez, si Danielle no hubiera estado tan obsesionada con sus propios problemas, se habría imaginado la intensidad de la relación entre Robert y Caroline. Danielle acabó de vestirse y, mientras se marchaba a reunirse con Rafael, no pudo evitar una punzada de envidia. Robert amaba a Caroline. Danielle no tenía ni idea de lo que Rafael sentía realmente por ella. El corazón le dio un brinco cuando se dirigió a la escalinata y lo vio esperándola en el rellano. Intentó leer su expresión pero, como siempre, él la mantuvo [ 373 ]


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cuidadosamente oculta. Rafael la condujo hasta el coche y la ayudó a instalarse, entonces se sentó frente a ella. Danielle no dijo nada mientras el coche se deslizaba por el empedrado, rumbo a la velada del conde. Era bien entrada la noche, más de las diez, cuando Rafael y Danielle llegaron a la mansión, un edificio de ladrillo con tres plantas, de la calle Cavendish. Las luces brillaban a través de las ventanas de la casa de la ciudad del conde de Louden mientras Rafael y Danielle descendían los escalones de hierro del nuevo carruaje ducal de Rafael, comprado después de que el viejo quedara destruido. Un par de lacayos armados viajaban en el pescante posterior y Michael Mullens, el cochero, también llevaba una pistola. Aunque no había comunicado a nadie su intención de abandonar la casa, no quería correr riesgos. Alerta por si surgían problemas, acompañó a Danielle por el sendero y la escalera que conducía al amplio porche situado a la entrada del edificio, flanqueada por dos lacayos de librea, uno de los cuales les condujo al interior. La fiesta ya estaba muy avanzada. Abriéndose paso a empujones a través del gentío que se arremolinaba en la entrada, Rafael condujo a Danielle a uno de los salones, deteniéndose sólo el tiempo suficiente para coger una copa de champán de una de las bandejas de plata que paseaban los camareros, junto con una copa de coñac para él. Inspeccionó la muchedumbre, comprobando de nuevo cualquier posible problema, pero no vio nada fuera de lo común. —¡Mira! —Danielle señaló a una atractiva pareja que se hallaba de pie a su derecha—. ¡Ahí están Cord y Victoria! —Así es. —La conducía en esa dirección, agradecido de ver caras amigas, y a continuación reconoció a Ethan y Grace un poco más allá—. Y hay otro par de caras conocidas.

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Al ver a Rafael acercándose a ellos, Cord le lanzó una mirada de reproche. —Pensaba que no saldrías de casa. —Difícilmente podré averiguar quién quiere matarme si me encierro en mi casa. —¿Y Danielle? —preguntó Ethan—. Los dos deberíais estar a salvo. Danielle sonrió. —Os agradezco vuestra preocupación, milord, pero seguramente coincidiréis conmigo en que estoy más segura aquí con Rafael, que sola en casa. —Por supuesto que sí —intervino Grace antes de que Ethan pudiera contestar—. Con Rafael para protegerla, está mucho más a salvo. Cord puso los ojos en blanco. —Ahora mismo íbamos a buscar algo de comer. ¿Por qué no nos acompañáis? Rafael asintió, aprovechando la excusa para inspeccionar a los invitados que llenaban el salón. Se abrieron paso entre una multitud bien vestida hasta llegar a una larga galería donde se servían los refrescos. Una ponchera de cristal estaba apoyada junto a varias bandejas de plata, llenas hasta el borde de una selección de delicias: aves asadas, redondo de ternera, salmón escabechado, quesos de todas las clases, panes recién sacados del horno y un amplio surtido de frutas y dulces. La cola era larga y Rafael hizo compañía a sus amigos, aunque no tenía intención de quedarse el tiempo suficiente para disfrutar de la comida. —¿Alguien sabe cuál es el motivo de la celebración? — preguntó Cord, paseando la vista por la galería y el salón situado más allá.

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La mirada de Rafael siguió la suya. —Corren rumores de que el Holandés vendrá aquí esta noche. —¿Schrader? Rafael asintió. —Si está aquí, quiero hablar con él. Apenas habían transcurrido unos minutos cuando Rafael vio al hombre, cabello rubio rojizo, treinta y tantos años, charlando con el mismísimo conde. Schrader se movía en las esferas más altas con la facilidad de un aristócrata, y Rafael se preguntaba si su familia pertenecería a la nobleza holandesa. —¿Cuidaréis de Danielle un momento? —preguntó a Ethan y Cord. Los dos hombres asintieron. —No la perdáis de vista. —No exageres, seguro que no corro ningún peligro aquí —dijo Danielle. —No lo haremos —prometió Cord, y los dos hombres se acercaron un poco más a las mujeres, formando un escudo alrededor de Danielle. Rafael caminó a grandes zancadas hacia el Holandés, interceptando al hombre cuando ya había finalizado su conversación y se abría paso hacia la puerta. —Disculpe, señor Schrader —dijo Rafael—. Tal vez no me recuerde, pero nos conocimos en Filadelfia. Me llamo Rafael Saunders y me gustaría hablar un momento con usted, si no le importa. Schrader era delgado y de complexión atlética, los ojos de un gris azulado poco usual e increíblemente sagaces. —Excelencia —dijo, haciendo una ligera inclinación de [ 376 ]


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cabeza—. Me alegro de volver a verlo. —¿De veras? Schrader se limitó a sonreír. —Claro problemas.

que

sí.

Me

han

llegado

noticias

de

sus

—¡No me diga! —Rafael señaló con un gesto la puerta, instándolo a abandonar el salón y salir al pasillo donde podrían hablar con más intimidad. Los dos hombres se detuvieron debajo de un par de apliqués dorados y el Holandés lo miró con cautela. —Confío en que no pensará competidores, deseo matarlo...

que

porque

somos

Rafael sólo estaba ligeramente sorprendido de que el hombre estuviera al tanto de los atentados contra su vida. Al fin y al cabo, sus negocios requerían información. —Es posible. Tal vez crea que mi fallecimiento despejaría el camino para cerrar el trato en el que lleva tanto tiempo trabajando. —Tal vez. Pero aunque me deshiciera de usted, siempre existiría la posibilidad de que sus dos amigos procedieran a la adquisición en su lugar. —Me asombra, Schrader. Parece saber más de mis negocios que yo mismo. El Holandés se encogió de hombros. —Ese es mi trabajo —admitió. —Dado que está en Inglaterra, deduzco que no ha realizado todavía la venta de la flota a los franceses. —Me temo que no estoy en libertad de discutir los asuntos de mis clientes —advirtió el Holandés. Rafael pensó en Danielle y en el accidente del carruaje, [ 377 ]


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recordó el incendio y en que ambos habrían podido morir. —Me traen sin cuidado sus clientes, Schrader, pero permítame que deje claro una cosa. Matarme a mí no resolverá sus problemas, y si algo le ocurriera a mi esposa y descubriera que usted es el responsable, no habrá lugar en la Tierra donde pueda esconderse de mí. Schrader simplemente rió. —Soy un hombre de negocios y nada más. Busque a su villano en otra parte, amigo mío. Rafael estudió al hombre durante un momento más, luego se dio media vuelta y empezó a caminar. Bartel Schrader era inteligente y extremadamente astuto. Ahora Rafael no estaba más seguro de la culpabilidad o la inocencia del hombre de lo que había estado antes de hablar con él. Deseando que la conversación hubiera sido más provechosa, volvió dando grandes zancadas al salón en busca de su esposa y sus amigos y divisó al grupo cerca de un rincón. Anthony Cushing, vizconde de Kemble, se les había unido. Era un vividor de gran reputación, guapo y rico, y lanzaba miradas libidinosas a Danielle. Ella se rió de cierto comentario que hizo Kemble, y un escalofrío de irritación recorrió la espalda de Rafael. Caminó hasta donde sus amigos custodiaban a Danielle, la rodeó por la cintura con gesto posesivo y miró fijamente al vizconde. —Encantado de veros, Kemble. —Lo mismo digo, excelencia. —El hombre de cabello oscuro sonrió, «bastante astutamente», pensó Rafael—. Acabo de tener el placer de conocer a vuestra adorable esposa. He descubierto que es realmente encantadora. —Ciertamente lo es —dijo Rafael con los dientes apretados. [ 378 ]


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El vizconde se giró hacia los demás, y sus ojos se volvieron a iluminar al mirar a Danielle. —Si me disculpáis, me temo que tengo que irme inmediatamente. Ha sido un placer, excelencia. —Tomó la mano de Danielle e hizo una gran reverencia, que tensó la mandíbula de Rafael—. Que paséis una agradable velada. Rafael no dijo ni una palabra. Sí, estaba un poco celoso, pero eso era normal cuando un hombre tenía una esposa tan bella como Danielle. No tenía nada que ver con la profundidad de sus sentimientos hacia ella. —¿Y bien...? —preguntó Cord, arrastrando las palabras y haciendo que los pensamientos de Rafael volvieran a su primera conversación. —Schrader ha negado cualquier relación con los incidentes. Mi instinto me dice que no miente, pero no hay manera de saberlo seguro. Rafael alcanzó a ver por última vez al comerciante internacional cuando cruzaba la entrada en dirección a la puerta. —Mantendremos los ojos y los oídos bien abiertos en lo que a Schrader se refiere —prometió Cord. —Lo que me recuerda —dijo Ethan— que tenía planeado haceros una visita mañana. Carlton Baker ha zarpado rumbo a Nueva York. Su nombre aparecía en la lista de pasajeros del Mariner. —¿Le has estado siguiendo la pista? Ethan se encogió de hombros. —Soy el propietario de una naviera. No ha sido tan difícil hacerlo. —¿Cuándo se ha marchado? —El Mariner zarpó ayer por la mañana. Si él es el hombre que estás buscando, ya no es una amenaza. [ 379 ]


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—Seguramente tienes razón. Baker es el tipo de hombre que sólo disfrutaría con mi muerte si la presenciara. —Rafael se las arregló para sonreír—. Gracias. Cord le dio una palmada en el hombro. —Andamos todos a la caza de noticias. Si averiguamos algo que pueda serte útil, te lo comunicaremos. Rafael simplemente asintió. Contaba con dos de los mejores amigos que un hombre puede tener. Sin embargo, incluso con su ayuda, no se hallaba más cerca que antes de averiguar quién intentaba matarlos. Rafael rodeó con más fuerza la cintura de Danielle. —Hora de irnos, amor mío..., antes de que reaparezca tu admirador y tenga que llamarlo al orden. Los grandes ojos verdes de Danielle se abrieron por la sorpresa y él sonrió. —Bromeo, amor mío, aunque no me importaría reservar algunos asaltos para ese granuja la próxima vez que boxeemos en el club. Danielle sonrió. Había estado callada toda la noche, distraída como nunca la había visto. Estaba preocupada, de eso estaba seguro, y no la culpó por ello. Sin separarse de ella, la condujo de vuelta a su carruaje, y en cuestión de minutos, emprendieron el camino de regreso a casa. El resplandor amarillo de varias lámparas extra iluminaba las ventanas de la mansión cuando llegaron a su casa en la plaza Hanover. Con todos los sentidos alerta, Rafael ayudó a Danielle a bajar del carruaje y la acompañó por el camino hasta la puerta. Algunos guardias permanecían apostados en varios lugares alrededor de la mansión y Rafael se tranquilizó un poco al verlos. No obstante, algo ocurría, y a aquellas horas de la noche, valía la pena ser cauteloso. [ 380 ]


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Wooster abrió la puerta de la mansión y Rafael escoltó a Danielle hasta la entrada decorada con cristales de colores. —Sé lo tarde que es —dijo el mayordomo—, pero tiene una visita, excelencia. El señor McPhee está aquí. Le he dicho que su excelencia había salido y que no estaba seguro de a qué hora volvería, pero ha dicho que deseaba esperar. Le he llevado a su estudio. El señor McCabe y la señorita Loon también están allí. —Gracias, Wooster. —Dios mío, espero que no haya ocurrido nada malo — dijo Danielle. Aceleró el paso adelantándole en el pasillo y él sostuvo la puerta para que entrara en el estudio. Sentados cerca del fuego, Robert, Caroline y McPhee se levantaron de sus asientos cuando ellos entraron. Jonas fue el primero en hablar: —Buenas noticias, excelencia. Creo que el asunto del asesinato del conde de Leighton está a punto de solucionarse. —Es una buena noticia, realmente. —Sí, y una vez que eso ocurra, Clifford Nash pagará por su delito y el título y la fortuna de los Leighton podrá ser devuelta a su legítimo heredero. Robert tenía una sonrisa tan amplia que parecía un niño. De pie, a su lado, casi tan alta como él, Caroline sonreía. —Deduzco que has hablado con Burton Webster —dijo Rafael a McPhee, guiando a Danielle hasta el sofá y sentándose a su lado mientras los demás volvían a sentarse. —No ha sido tan difícil como me había imaginado —dijo Jonas—. Al parecer, Webster temía que el plan de Nash acabara mal y el hombre, sabiamente, había dado algunos [ 381 ]


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pasos para protegerse. —De modo que ha sido fácil persuadirlo para que delatara a su jefe —comentó Danielle. Jonas encogió sus gruesos hombros. —Llevó un poco de persuasión pero, según parece, Clifford Nash ha tratado a Webster con cierta prepotencia desde que asumió el papel de conde, y Webster se sentía bastante descontento al respecto. —Entonces, Sweeney decía la verdad —añadió Rafael—. Webster era el hombre que le pagó para asesinar al conde, pero lo hizo siguiendo las instrucciones de Clifford Nash. —Correcto, excelencia. Para demostrarlo, Webster guardó todas las notas que Nash le escribió, incluidas varias cartas con detalles de los movimientos de lord Leighton. Por lo visto, Nash había pagado a uno de los empleados del conde para que lo mantuviera informado. Así fue como Sweeney se enteró de que Leighton se detendría aquella noche en Boar and Hen y fue capaz de llevar a cabo el asesinato. —Webster está dispuesto a testificar a cambio de benevolencia —añadió Robert, sonriendo suavemente a Caroline—. Confío en que su testimonio, combinado con las notas escritas por Nash y la confesión de Sweeney, sean suficientes para demostrar mi inocencia. —Creo que no habrá ninguna duda —repuso Rafael. —Y el certificado de matrimonio de la iglesia de Santa Margarita dará fe del derecho del señor McKay al título — añadió McPhee. Rafael se reclinó en su silla. —Bien, Robert, parece que ya falta muy poco para que sea un hombre libre. Robert apretó la mano de Caroline.

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—Lo que significa que pronto seré también un hombre casado. Caroline se sonrojó. —Felicidades —dijo Rafael. —Estamos tan contentos por los dos... —Los ojos de Danielle brillaban con lágrimas. —Voy a dejar los detalles a mi socio, el señor Yarmouth —dijo Jonas—, para así poder concentrar mi atención en el asunto de su seguridad, excelencia, y por supuesto, la de la duquesa. Rafael se limitó a asentir pero, a decir verdad, estaba contentísimo de que McPhee se ocupara del asunto. Concluyó: —Creo que deberíamos dejar la discusión de los detalles relacionados con la investigación para mañana. —Lo mismo pensaba yo. Cuento con ver a su excelencia mañana. El investigador abandonó el estudio, seguido de Caroline y Robert, quienes no tenían ojos más que el uno para el otro. Rafael ignoró una punzada de envidia. Antes él y Danielle se habían querido abierta y libremente como se querían Caroline y Robert. Ahora los dos guardaban sus emociones, temerosos del dolor que podrían sufrir si se atrevían a amar de nuevo. Últimamente, Rafael había empezado a preguntarse si vivir de esa manera era realmente lo que quería. Sacudió la cabeza. En ese momento, su mayor preocupación era encontrar al hombre que intentaba matarles. Ahora no era el momento de pensar en enamorarse.

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Danielle paseaba por su habitación, contigua a la que compartía con Rafael. Era temprano y, sin embargo, el sol estaba alto y parecía como si el frío día de febrero pudiera llegar a ser medianamente templado. Al acercarse a la ventana con cuarterones divisó un nido vacío colgado sobre un árbol desprovisto de hojas, que crecía delante de la casa. ¡Dios mío! Cuánto ansiaba la llegada de la primavera. Danielle se dio la vuelta al oír un suave golpe en la puerta. Un momento después, Caroline entró en la habitación. —Ya estás levantada y vestida —dijo. —He hablado con una de las camareras. Le he pedido que sea mi doncella hasta que encontremos a alguien que te pueda reemplazar de forma permanente. Pero hasta ese momento, dada la calidad del trabajo que desempeñaba Caroline, no había encontrado a nadie adecuado. Caroline lanzó un suspiro. —Trato de imaginarme siendo una condesa, pero no es fácil hacerlo. Deseo tanto complacer a Robert, pero tengo miedo de desilusionarlo. —No seas tonta. No vas a desilusionarlo. Fuiste bien criada y recibiste una buena educación. Has sido mi doncella los últimos cinco años. Sabes mucho sobre lo que supone ser una dama. Caroline se apartó de ella. —Rezo para que tengas razón. —Además —dijo Danielle—, tú lo amas y él a ti. Eso es lo único que importa.

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Lo único que importa, ahora Danielle lo sabía. Quería a Rafael desde lo más profundo de su ser. Lo que más deseaba en el mundo era que Rafael también la quisiese de igual manera. Caroline se acercó a la ventana y se colocó al lado de Danielle. Por primera vez, Danielle leyó la preocupación en su cara. —¿Qué ocurre, querida? ¿Qué sucede? —Hay algo que debo decirte..., algo que Robert me dijo anoche. He estado pensando en ello toda la mañana y creo que deberías saberlo. Tiene que ver con el norteamericano, Richard Clemens. —¿Robert te ha contando algo de Richard? —preguntó Danielle. Caroline respiró hondo. —Robert me dijo que Richard tenía una pésima reputación, que tenía fama de ser un terrible calavera. Dijo que todo el mundo sabía que tenía una amante, de hecho, más de una. Al parecer, Richard le dijo a Edmund Steigler, el hombre con quien Robert estaba en deuda, que incluso después de casado tenía intención de proseguir su relación con Madeleine Harris, la mujer a la que mantenía en el campo, cerca de su fábrica de Easton. Robert los oyó hablando del asunto. Danielle se puso pálida. —¿Richard tenía intención de ser infiel incluso después de habernos casado? —Eso es lo que Robert cree. Piensa que el duque descubrió las intenciones de Richard y por ese motivo te obligó a casarte con él. Danielle se quedó mirando fijamente por la ventana, mientras la cabeza le daba vueltas. —Rafael dijo que no creía que casarme con Richard me [ 385 ]


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hiciera feliz. —Te conocía, Danielle. Debía de saber que nunca serías feliz con un hombre que te sería infiel. Por un momento, Danielle se quedó sin habla. Rafael se había casado con ella para librarla de una vida desgraciada con Richard. Había hecho lo mejor que podía hacer para protegerla. La invadió una dolorosa oleada de emoción. Desde el día en que Rafael había reaparecido en su vida, no había demostrado más que interés hacia ella. A cambio, ella había destrozado su oportunidad de tener un día un hijo propio. No habría heredero, y si algo le ocurría a Rafael, su familia quedaría a merced de Artie Bartholomew y todo sería culpa suya. —Gracias por decírmelo —dijo Danielle suavemente. —Sé que amas al duque. No lo has dicho, pero lo leo en tus ojos siempre que lo miras. He pensado que te gustaría saberlo. Danielle simplemente asintió. Le dolía la garganta y sentía una punzada en el corazón. Caroline amaba a Robert y nunca haría nada que le hiciera daño. Danielle amaba a Rafael, más de lo que nunca había soñado, pero al privarlo de tener hijos le causaba un enorme daño. Caroline abandonó en silencio la habitación, cerrando la puerta sin hacer ruido, y Danielle se quedó mirando por la ventana. Incluso en ese momento había una alta probabilidad de que su primo, Arthur Bartholomew, estuviera conspirando para asesinarlo y conseguir la fortuna de los Sheffield. Su familia corría peligro y la culpa era enteramente suya. Las lágrimas nublaron su visión. Amaba a Rafael, de hecho, nunca había dejado de amarlo, ni siquiera en los años que habían estado separados. Una vez casados, ella había intentado convencerse de que su esterilidad no tenía importancia. Tía Flora así lo creía. [ 386 ]


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Hasta Rafael lo había dicho. Pero, en el fondo de su corazón, Danielle no conseguía convencerse. Se sentía como si sólo fuera mujer a medias, esposa a medias. Se había casado con Rafael de manera fraudulenta. Si le hubiera contado la verdad desde el principio, Rafael nunca se habría casado con ella. Danielle respiró entrecortadamente. Le dolía el corazón, que latía débilmente en su pecho. Se había mentido a sí misma demasiado tiempo. Por muy doloroso que fuera, por mucho que le costase, Danielle sabía lo que tenía que hacer.

Danielle se había retirado a dormir, pero Rafael no estaba listo para seguirla. En su lugar, como había estado haciendo últimamente, recorrió el pasillo y se fue a su estudio. Allí las chimeneas estaban encendidas, una en cada lado de la habitación, y calentaban el interior del frío de febrero. Distraídamente, avanzó hacia la repisa de mármol de la chimenea, con la mente en el accidente del coche, el incendio de su habitación y el hombre responsable de ambos. Mientras pasaba por delante de las sillas de piel de respaldo alto, vislumbró el débil contorno de un hombre, y sus músculos se tensaron. Entonces reconoció la oscura y alta figura de su amigo Max Bradley. —¡Maldita sea! Tiene una habilidad especial para aparecer de repente ante uno. —Rafael se dejó caer cansinamente en la silla opuesta a la que ocupaba Max—. Hay guardias alrededor de la casa. ¿Cómo diablos ha logrado entrar? Max se encogió de hombros. —Una de las puertas-ventanas estaba abierta. No es una buena idea, considerando que alguien quiere verlo

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muerto. No le sorprendió que Max estuviese enterado. Eran pocas las cosas que ocurrían sin el conocimiento de Bradley. Rafael suspiró. —Ojalá supiese quién ha sido. —Puedo decirle quién no ha sido. Rafael se inclinó hacia delante en su silla. —¿Quién? —Bartel Schrader —dijo Max. —Está aquí en Londres. Hablé con él anoche. ¿Cómo puede estar seguro de que no se trata de él? —Porque los franceses han decidido no comprar el clíper Baltimore. Eso ocurrió hace casi dos semanas, bastante antes de que prendieran fuego a sus habitaciones. Acabamos de saberlo. Schrader ha venido a Londres por un asunto totalmente diferente y planea marcharse al final de la semana. Rafael se pasó la mano por los cabellos. —¡Dios santo! —Por lo menos puede borrar un nombre de la lista. —Dos —afirmó Rafael—. Carlton Baker ha zarpado rumbo a Filadelfia, aunque para ser sincero, nunca llegué a creer que fuera él. Desdichadamente, eso significa que aún quedan dos sospechosos principales. —Artie Bradley.

Bartholomew

y

Oliver

Randall

—concluyó

—Exactamente. Jonas McPhee tiene vigilado a Randall, mientras su socio, Yarmouth, vigila a mi querido primo Artie. [ 388 ]


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—Correré la voz de que busco información. Si averiguo algo, se lo haré saber. —Se lo agradecería —dijo Rafael. Max se levantó de la silla. —Manténgase alerta, amigo mío. Rafael también se levantó. —Lo acompañaré fuera. No sea que lo mate uno de mis hombres. Max sonrió. Había pocas probabilidades de que los guardias llegaran a verlo. No obstante, Rafael lo acompañó hasta la puerta que abrió, dejando claro a los hombres que hacían guardia afuera de que se trataba de una persona conocida. Max se deslizó silenciosamente en la oscuridad y desapareció. Con un suspiro, Rafael cerró la puerta y se dirigió a la escalera que conducía a su habitación, aunque dudaba de que consiguiera dormir. De todas maneras, con Danielle a su lado, descansaría y hasta que todo hubiera acabado y estuviera seguro de que ella estaba a salvo, se conformaría con eso.

La oscuridad envolvía la casa. Alegando dolor de cabeza, Danielle se había retirado a las habitaciones que compartía con Rafael en la planta de arriba. Necesitaba tiempo para ella, tiempo para asimilar la decisión que había tomado. Sabía que era la correcta, que su conciencia no le permitiría nunca interponerse en el futuro de Rafael. Necesitaba hijos, necesitaba una esposa que pudiera dárselos. Durante semanas, había estado segura de que, una vez que conociera la verdad sobre su imposibilidad de tener hijos, se divorciaría de ella. En cambio, se había [ 389 ]


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culpabilizado del accidente y había dicho que no le importaba su esterilidad. No era cierto y ambos lo sabían. Después de escuchar a Caroline, todas las dudas que había disipado, habían vuelto a emerger de lo más profundo de su ser. Ella había sabido la verdad desde el principio, había sabido que tarde o temprano, tendría que renunciar a él. La puerta se abrió y Rafael entró silenciosamente en la habitación. Danielle escuchó el ruido de sus pisadas mientras se movía por la estancia preparándose para irse a la cama. Incluso en esta ala de la casa, ella dormía junto a él, y ella se deleitaba con la proximidad. Dormía desnudo y ella había aprendido a hacer lo mismo, compartían el calor de sus cuerpos, lo que les mantenía calientes durante la noche. Durante todo el día había pensado en él, en la conversación que había tenido con Caroline y en cómo Rafael se había esforzado para que las cosas funcionaran entre ellos. Se había empeñado en hacerla feliz, y lo había conseguido, más de lo que nunca hubiera podido imaginar. Mientras observaba sus silenciosos movimientos, su corazón se hinchó de amor hacia Rafael. Él pensaba que ella dormía, en cambio, ella lo observó mientras se desnudaba, con una gracia de la que carecían la mayoría de los hombres. Se quitó el pañuelo, la casaca y el chaleco, y entonces se quitó la camisa, quedando desnudo de cintura para arriba. Era todo músculo y una suave piel morena, con haces de tendones que cruzaban sus costillas contrayéndose cuando se inclinaba para quitarse los zapatos y las medias. Se despojó del calzón y de la ropa interior, dejando al desnudo sus anchas, redondeadas y musculosas nalgas, y ella pensó lo mucho que le gustaba tocarlo, sentir el movimiento de sus músculos debajo de sus manos. Desnudo, caminó por la alfombra sin hacer ruido hacia el

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lado opuesto de la cama, un hombre viril cuya masculina anatomía resultaba impresionante incluso cuando no tenía el miembro erecto. Danielle le observó y su corazón se contrajo de dolor. Había tomado una decisión. Lo abandonaba. Lo dejaba libre, solucionando los problemas, tal y como debería haber hecho mucho tiempo antes. Danielle sintió el peso de su cuerpo en el lado de la cama próximo a ella y le dolió pensar que ésta sería la última noche que pasarían juntos. Rafael debió de sentir que ella estaba despierta porque se acercó a ella hasta tocarla y la rodeó con sus brazos. —¿Problemas para dormir? —Te estaba esperando —dijo Danielle. Rafael se inclinó sobre ella y la besó suavemente. —Me alegro. Danielle le pasó los brazos por el cuello y sintió una oleada de amor hacia él, seguida rápidamente de deseo. Esa noche lo deseaba como no lo había deseado nunca. Quería pasar esa última noche con él, necesitaba esas últimas horas, esos últimos y preciosos recuerdos para reunir el coraje para marcharse. Danielle bloqueó la tristeza que la invadía y se concentró en hacer el amor, decidida a disfrutar juntos esos momentos de despedida. Rafael volvió a besarla, un beso largo e intenso que despertó sus sentidos y la derritió por dentro. Ella arqueó su cuerpo hacia él, presionando sus senos contra el pecho musculoso del hombre, sintiendo el cosquilleo de su vello rizado y oscuro contra su piel. Rafael bajó la cabeza hasta su pezón, y un sollozo de placer invadió su garganta. Le siguió otro sollozo, éste un grito de despecho, aunque ella no dejó que él lo oyera. Cada vez que la tocaba, cada vez que su cuerpo se unía al de ella, se sentía más profundamente enamorada, y porque

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lo amaba tanto, quería que él tuviese la vida que deseaba. Quería que Rafael fuese capaz de proteger a su familia, de cumplir con su deber con ellos, un deber que tanto significaba para él. Sólo había una manera de que eso ocurriese y se disponía a hacerlo al día siguiente. Sólo tenían esa noche, ese último y breve momento en el tiempo, que la acompañaría el resto de su vida. Arqueándose hacia fuera para facilitarle el acceso, sintió un profundo tirón en la parte baja de su vientre mientras él tomaba la plenitud de su seno en su boca. Le separó las piernas con la rodilla y la montó, sin dejar de besarla, tomándola profundamente con la lengua mientras se introducía dentro de su cuerpo. «Rafael..., mi queridísimo amor», le dijo sin palabras. Nunca pronunciaría esas palabras. Gozaría de esa noche de amor, se fundiría con él por última vez. Por la mañana se marcharía. Danielle colocó los brazos alrededor del cuello de Rafael y se colgó de él mientras la penetraba profundamente. Acompasó su ritmo al de él, arqueando el cuerpo para recibir mejor sus embates, el rostro hundido en su cuello mientras alcanzaban el clímax juntos. Con cada vaivén, su cuerpo se llenaba de placer y de un deseo, dulce y triste, por lo que nunca podría ser. Danielle cerró los ojos contra el dolor desgarrador que sentía en el corazón cada vez que sus cuerpos se juntaban y se concentró, en cambio, en la pasión y el increíble amor que sentía por Rafael. Llegaron al orgasmo juntos, los músculos de Rafael se tensaron mientras derramaba su semilla dentro de ella. Pero no nacería un hijo de ella, no de ellos, ni esa noche ni nunca. Danielle reprimió un grito con tanta desesperación que sus ojos se llenaron de lágrimas. Se volvió para que Rafael [ 392 ]


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no las viera y dejó que él la acomodara en el colchón a su lado. —Que duermas bien, amor mío —dijo, y le besó la frente antes de tumbarse y hundir la cabeza en la almohada. Pero Danielle no durmió. No esa noche, ni dormiría la mayoría de las noches en soledad que la aguardaban. Las lágrimas se escaparon por debajo de sus pestañas mientras permanecía tumbada en la oscuridad escuchando la profunda respiración de Rafael. Memorizaba su sonido para los solitarios años que tenía por delante.

Eran las primeras horas de la tarde. Rafael no había visto a Danielle desde esa misma mañana cuando la había dejado en la cama; apenas había dormido la noche anterior y estaba preocupado por ella. Más incluso desde que había recibido una nota suya pidiéndole que se reuniese con ella a las tres de la tarde en la salón Chino. Con sus columnas de mármol negras y doradas, los muebles lacados en negro y con brocados dorados, la sala se utilizaba principalmente para recibir invitados en ocasiones especiales, un escenario extremadamente formal que le hacía preguntarse por qué su mujer lo había citado allí. Entró con la nota en la mano y se sorprendió al encontrar a su madre sentada en uno de los sofás de brocado, con un vestido de seda azul marino, el cabello salpicado de canas perfectamente peinado, y tan desconcertada como él. —He recibido un mensaje de Danielle —explicó la duquesa viuda, mostrándole una nota que se parecía mucho a la que él había recibido—. Me ha pedido que me reuniera aquí con ella a las tres.

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—He recibido el mismo mensaje. —¿Tienes viniéramos?

idea

de

por

qué

nos

ha

pedido

que

—Ninguna en absoluto. —Y por alguna extraña razón, había empezado a sentirse inquieto. —Tal vez deberíamos pedir que nos trajeran un té — sugirió su madre, mirando hacia la puerta abierta mientras Rafael se sentaba frente a ella. Pero justo en ese momento apareció Wooster, que anunció la llegada de la duquesa y Rafael se puso de pie. —Lamento haber interrumpido Danielle, entrando con brío en el salón.

vuestro

día—dijo

—En absoluto —repuso Rafael. Detrás de ellos, Wooster se apresuró a cerrar las puertas correderas, dejándolos a solas. Rafael aprovechó el momento para estudiar los rasgos demacrados de su esposa. La palidez de su piel y las ojeras aumentaron su preocupación. —¿Quieres que pida que nos traigan el té? —preguntó la madre, pero Danielle negó con un gesto de cabeza. —Seré breve. Tengo algo importante que decir y quiero que ambos lo oigáis. Rafael lanzó una mirada a su madre, que empezaba a estar tan preocupada como él. —Te escuchamos —dijo él, y volvió a sentarse. La mirada de Danielle se paseó de la mujer sentada en el sofá a Rafael. —Le he pedido a tu madre que nos acompañe porque he pensado que si no consigo hacerte entender lo que voy a decir, tal vez ella será capaz de convencerte. Algo se removió dentro de él, algo que le gritó una [ 394 ]


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señal de alarma. Sus latidos se aceleraron, y sintió un martilleo sordo en el pecho. Danielle fijó su atención en la duquesa. —Hay una cosa que debéis saber, excelencia, algo que no le dije a Rafael hasta que fue demasiado tarde. Y, de repente, lo supo. —¡No! —dijo la duquesa viuda, poniéndose en pie—. ¡No! Danielle la ignoró. —Sufrí un accidente en los años que Rafael y yo estuvimos separados. Un accidente a caballo. A causa de las heridas, padecí una lesión interna a consecuencia de la cual nunca podré tener hijos. Soy estéril, excelencia. —¡Basta! —El corazón de Rafael palpitaba ahora con tanta fuerza que le parecía que iba a salirse de su pecho. Abalanzándose hacia su esposa, la tomó por los hombros—. Esto es asunto nuestro. ¡Nuestro! ¡Nuestro y de nadie más! Ella no lo miró, simplemente siguió hablando. Bajo sus manos, él podía sentir que temblaba. —Me aproveché de él, excelencia. Debería haberle dicho la verdad, pero no lo hice. En aquel momento, supongo que no pensaba con claridad o yo..., yo no me di cuenta de lo necesitada de un heredero que estaba su familia. Rafael la sacudió. No podía dejar que continuara, no podía dejar que se humillara más. —Te prohíbo que continúes con esto, Danielle. Eres mi esposa. Mi madre no tiene nada que decir en este asunto. Danielle se volvió y él pudo ver el brillo de las lágrimas. Podía ver cuánto le costaba esto, ver el dolor en sus ojos, y sintió una emoción tan fuerte, tan poderosa que por un momento fue incapaz de hablar. [ 395 ]


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—Tu madre tiene derecho a saber la verdad —dijo Danielle suavemente—, el derecho a saber que mientras esté casada contigo, su futuro corre peligro. —Se volvió hacia la duquesa—: Sólo existe una manera de resolver este problema. Rafael debe casarse con una mujer que pueda darle un hijo. Y para hacer eso, debe divorciarse de mí. Una sensación de terror aprisionó el corazón de Rafael a la vez que desataba su furia. —¡Esto es una locura! ¡No habrá ningún divorcio en esta familia! Estamos casados ante los ojos de Dios todopoderoso y ante la ley. Y eso no cambiará. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. —Tienes que hacerlo, Rafael. Tienes un deber... —¡No! Mi primer deber es hacia ti, Danielle, y hacia nadie más. —La tomó en sus brazos y ella tembló aún más. —Te perdí una vez —dijo él, con la cara hundida en sus cabellos—. No volveré a perderte. El suave llanto de Danielle desgarró el alma de Rafael. Sentía un dolor indescriptible en el corazón. Ella se apartó y se volvió a mirar a su madre. Seguía sentada en el sofá, más pálida de lo que Rafael la había visto nunca, mientras los ojos de un azul claro se iban llenando, poco a poco, de lágrimas. —Hacedle entender... —suplicó entender que no existe otra vía.

Danielle—.

Hacedle

La madre de Rafael no dijo nada, se quedó sentada mirando a Rafael como si fuera una criatura que ella no hubiera visto nunca. Rafael la cogió por los hombros. —Mi madre no tiene voz ni voto. Soy tu marido y no me divorciaré de ti ¡ni ahora ni nunca!

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Danielle lo miró a los ojos. Parpadeó y las lágrimas siguieron rodando por sus mejillas. —Entonces, seré yo quien me divorcie de ti, Rafael. Y soltándose, echó a correr, atravesando a gran velocidad la amplia puerta doble y alejándose por el pasillo. —¡Danielle! —Rafael salió corriendo tras ella. —¡Rafael! —La brusquedad de la voz de su madre le hizo detenerse en seco. Rafael se volvió para mirarla. —No pierdas el tiempo, madre. Nada de lo que ha pasado es culpa de Danielle, sino mía. —Pero... —Lamento que las cosas no hayan salido tal y como las planeaste. Pero la amo y no pienso dejar que se vaya. Las palabras brotaron de lo más profundo de su ser y, en el momento de decirlas, supo que eran verdad. Había intentado no amar a Danielle, había hecho todo lo que estaba en su poder para controlar sus emociones en lo que a ella se refería, pero en los últimos meses, ella había llegado a convertirse en todo para él. Absolutamente todo. Girándose, se dirigió de nuevo a la puerta, caminando a grandes zancadas por el pasillo hasta las escaleras que conducían a las habitaciones que compartían en la segunda planta. Wooster lo detuvo al pie de la escalera. —No está arriba, excelencia. —¿Dónde está? —Me temo que la duquesa ha abandonado la casa.

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—¿Qué? —Antes de ir al salón, había pedido que le prepararan el carruaje. Al salir, ha recogido su capa y ha corrido hacia la puerta principal. Esa ha sido la última vez que la he visto, señor. Rafael tuvo que hacer un esfuerzo para no coger al viejo por la solapa y zarandearlo por haberla dejado marchar. Fuera había un asesino suelto. La vida de Danielle podría correr peligro. Pero la culpa no era del mayordomo, sino suya. Si le hubiera dicho que la amaba, si hubiera dejado claro que ella era lo más importante de su vida, de su mundo, Danielle habría entendido que no tener un hijo suyo ya no importaba. Lo único que realmente le importaba era ella. El coche había desaparecido de la vista cuando alcanzó la puerta. Rafael dio media vuelta y corrió hacia los establos. La encontraría, la traería a casa y le diría lo que sentía por ella. Sólo rezaba para que no fuese demasiado tarde. Rafael casi había llegado a los portalones de los establos cuando Robert McKay y Caroline Loon lo alcanzaron. —¿Qué diablos ocurre? —preguntó Robert. —¿Dónde está Danielle? —interrogó Caroline—. Uno de los lacayos ha dicho que se ha ido en su carruaje. Ha dicho que estaba llorando. ¿Por qué lloraba, excelencia? Rafael sintió un dolor en el pecho. —Ha habido un malentendido. Tengo que encontrarla y hacerle comprender... —Miró a McKay—. Ahí fuera anda suelto un asesino. Es posible que corra un grave peligro. —Iré con usted. —Robert le dio un golpecito en el hombro—. ¡Vamos, démonos prisa! [ 398 ]


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Corrieron hacia el establo, con Caroline pisándoles los talones. Los dos hombres echaron una mano para poner las monturas a los caballos y que estuvieran listos lo más rápidamente posible. Mientras un par de mozos apretaban las cinchas, Rafael se dirigió a Caroline: —¿Alguna idea de adónde puede haber ido Danielle? —El único sitio que se me ocurre es Wycombe Park. Allí siempre se ha sentido a salvo, y lady Wycombe está en su casa. Pero, estos últimos días se ha comportado de una manera extraña y no estoy segura de lo que podría hacer. —Nos dirigiremos a Wycombe —dijo Rafael—. Nos detendremos en el camino y averiguaremos si alguien ha visto el carruaje de la duquesa de Sheffield. Lleva el escudo. Si viaja rumbo a Wycombe, alguien habrá visto el coche. Los hombres montaron en sus sillas planas de piel. Rafael cabalgaba a Thor, su semental negro, y Robert a un elegante caballo castrado, de color castaño. Los dos animales estaban inquietos, deseosos de emprender la marcha. Caroline agarró la pierna de Robert. —Ten cuidado. —Y mirando a Rafael, añadió—: Los dos. Robert se inclinó en su montura y la besó fugazmente. —Habla con los criados. A ver si puedes averiguar adónde ha podido ir la duquesa. Caroline asintió, haciendo bailar los gruesos rizos rubios que le enmarcaban el rostro. —Averiguaré lo que pueda. Los hombres clavaron las espuelas en sus monturas y salieron disparados. En cuestión de segundos, en medio de una algarabía de cascos que golpeaban los adoquines, se [ 399 ]


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dirigieron a la carretera que conducía al pueblo de Wycombe. Las horas transcurrían lentamente. Los caballos acusaban el cansancio y un frío punzante paralizaba los huesos. Se detuvieron en cada posada y granja del camino, hablaron con una docena de viajeros y media docena de carreteros, pero nadie había visto el carruaje con el escudo de Sheffield. Era de noche cuando detuvieron sus cabalgaduras por decimoquinta vez en una carretera llena de surcos. —No se ha dirigido a Wycombe —dijo Rafael, con voz cansada—. De eso podemos estar seguros. —Tenemos que regresar a la ciudad —propuso Robert —. Es posible que Caroline ya haya descubierto los planes de la duquesa. Los dos hombres hicieron dar la vuelta a los caballos y entonces galoparon de cara al viento. Bajo cero, y con la temperatura bajando aún más, sus chaquetas no eran protección suficiente contra el viento helado. Rafael espoleó al caballo. Dijo: —Estaba tan seguro de que se había ido a casa de su tía... —Es posible que quisiera estar unas horas a solas y que haya decidido volver a casa —coligió Robert. Rafael sacudió la cabeza. —Está convencida de que deberíamos divorciarnos. No habría tomado una decisión tan seria sin haberla meditado bien. Se ha hecho el firme propósito de que así debe ser y, a menos que pueda convencerla de lo contrario, eso es lo que hará. —Ella lo ama, Rafael. ¿Por qué querría el divorcio? Rafael suspiró. [ 400 ]


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—Es una larga historia. Basta decir que si hubiera sido tan sincero sobre mis sentimientos como usted lo fue con Caroline, es probable que esto no hubiera ocurrido. Robert sonrió. —Entonces, no debemos preocuparnos. Tal pronto como la encuentre, dígale lo que siente por ella, y todo acabará bien. Rafael rezó para que Robert no se equivocara. Sin embargo, su preocupación iba en aumento. Una vez tomada una decisión, Danielle podía ser tan testaruda como él, y ella estaba sinceramente convencida de que hacía lo que era mejor para él. ¡Dios, qué enredo! Sólo rezaba para que estuviese a salvo, allí donde se encontrase.

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La nota del rescate estaba esperándolo cuando Rafael regresó a casa, absolutamente agotado, con la ropa húmeda y cubierto de barro. Con aire grave, Wooster le entregó una carta sellada, intuyendo de alguna manera que se trataba de una mala señal. De pie, junto a Robert, Rafael rompió el sello y leyó por encima la nota, seguro incluso antes de leerla de lo que decía: Tenemos a su esposa. Si quiere que continúe con vida, siga estas instrucciones. Acuda a Green Park a medianoche, tome el camino que conduce a la colina y espere junto al roble. Acuda solo y no hable con nadie o su esposa morirá. Green Park era un lugar que conocía bien, el escenario de su duelo con Oliver Randall. —¿Qué dice? —preguntó McKay, mientras Caroline se cogía temerosa de su brazo. —Han secuestrado a Danielle. —¿Quién? —Oliver Randall. La nota dice que acuda a la colina de Green Park a medianoche. Ése es el lugar donde nos batimos en duelo, y Randall resultó gravemente herido. Según parece, él es el hombre al que hemos estado buscando. —Y dando golpecitos en la nota, añadió—: McPhee debía vigilarlo mientras Yarmouth no perdía de vista a mi primo. Algo ha debido de ir mal. Robert miró al reloj de péndulo que decoraba la entrada. —Tiene menos de una hora para llegar al parque. Tenemos que preparar algún tipo de plan. [ 402 ]


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Robert echó a andar hacia el estudio, pero Rafael lo cogió del brazo. —No habrá ningún plan porque no vendrá conmigo. La nota dice que acuda solo y eso es lo que tengo intención de hacer —dijo Rafael. —No sea insensato. Ese individuo ha intentado matarlo dos veces y casi lo consiguió. Es probable que haya contratado a hombres para que le ayuden y que esta vez no falle. Si acude solo al parque, es usted hombre muerto. —No tengo elección. No arriesgaré la vida de Danielle. Le agradezco su ofrecimiento, pero no puedo correr riesgos. —¡Maldita sea! —se permitió gritar Robert. Rafael gruñó órdenes a un lacayo para que le preparase su calesa y la trajese delante de la mansión, un vehículo para transportarles de vuelta a casa. —No iré desarmado —le dijo a Robert—, y tengo una excelente puntería. No obstante, no había garantías. Rafael se volvió a Caroline: —Si algo va mal, Danielle te necesitará aquí cuando vuelva a casa. —Aquí estaré —dijo Caroline con sencillez. —Y dile, por favor, que la amo. Dile que ojalá le hubiera dicho lo mucho que la amo. ¿Harás eso por mí? Los ojos azules de Caroline estaban llenos de lágrimas. —Se lo diré, excelencia. Rafael se volvió a McKay. —Usted es un buen hombre. Si algo me ocurre, confío en que cuidará de las dos.

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—¡Maldita sea, déjeme ir con usted! Me quedaré a una distancia prudente, oculto en la oscuridad. Puedo cubrirle sin que sepan que estoy allí. Rafael echó a andar. Recorrió el pasillo, entró en su estudio y abrió el cajón inferior de la mesa-escritorio. En el fondo había una pequeña pistola. Sacó el arma, la guardó en el bolsillo de la chaqueta y se dirigió a la puerta que conducía a los establos. Lo que le pasara a él no tenía importancia. De un modo u otro, la mujer que amaba regresaría a salvo a casa.

Danielle se sentaba rígidamente en el carruaje junto a un hombre barbudo y maloliente que sostenía una pistola en una de sus manos sucias y peludas. Su propio carruaje se encontraba abandonado en una calle oscura a unas cuantas manzanas de Sheffield House y en su interior, atado y amordazado, Michael Mullens, el cochero, yacía inconsciente en el suelo del vehículo. ¡Dios mío! ¡Qué estúpida había sido al abandonar la casa! En ese momento, sólo había pensando en escapar y alejarse de Rafael. Temía que si se quedaba, él lograría convencerla de abandonar sus planes y, de esa manera, ella lo traicionaría. Se contempló las manos atadas sobre su regazo. Ella no había creído realmente que corriera peligro. Era Rafael quien tenía enemigos, no ella. Nunca se le había ocurrido que el hombre que quería verlo muerto la podría utilizar a ella como arma en su contra. Los había oído hablar, sabía que le habían enviado una nota exigiendo un encuentro. Danielle temblaba mientras el carruaje avanzaba con estruendo. Lo amaba tanto... Había deseado darle la única cosa que él realmente quería: un hijo que llevase su nombre. En cambio, por su culpa ahora corría un enorme

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peligro. Cogiendo aire con dificultad, se esforzó para que su voz sonara tranquila: —¿Adónde vamos? Miró por la ventanilla de vidrio grueso, pero la noche era demasiado oscura para reconocer nada familiar. —Green Park —respondió su captor. Otro hombre, al que le faltaban dos de los dientes de abajo y tenía una nariz bulbosa que ocupaba buena parte de su feo rostro, se sentaba frente a él. —¿Ése es el punto de encuentro? —No vamos allí precisamente de excursión, encanto. Green Park. Era el lugar donde Rafael se había batido con Oliver Randall. Se lo dijo un día y ella había visto la cicatriz en su brazo. De modo que Randall era el hombre que quería matarlo, tal y como Rafael había sospechado. Echó un vistazo al carruaje, examinando las cortinillas de terciopelo rojo oscuro, las lamparillas de latón pulido próximas a las ventanas, un vehículo demasiado elegante para el gusto de dos individuos de aspecto dudoso sentados en los lujosos asientos de terciopelo. Se imaginó que el coche pertenecía a Oliver y se preguntó si planeaba matarla lo mismo que a Rafael. No dijo nada más mientras el par de briosos corceles que tiraban del carruaje trotaban por las calles oscuras, pero en su cabeza daba vueltas a planes, maneras de ayudar a Rafael. Descartó uno tras otro, y decidió que tenía que esperar y ver cómo se desarrollaban los hechos. Pasara lo que pasase, no se quedaría de brazos cruzados ni dejaría que esos hombres asesinasen a su esposo. Danielle encontraría una manera de salvarlo, al precio que fuese. [ 405 ]


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Apenas habían pasado unos minutos cuando el carruaje aminoró la velocidad hasta detenerse, y el conductor, un hombre fornido, de cabello canoso y fino y mandíbula prominente, echó el freno y saltó del vehículo. Danielle se envolvió aún más en su capa cuando abrió la puerta y uno de sus captores la empujó con el cañón de su arma. —Fuera. Y no te muevas demasiado deprisa o apretaré el gatillo. Inclinando la cabeza para salir del vehículo, pisó el estribo, seguida de cerca por el hombre barbado. Con la pistola hundida en las costillas, recorrió el camino que conducía a la colina, con la cabeza dándole vueltas y buscando maneras de eludirlos, maneras de escapar y avisar a Rafael. Pero ella no tenía ni idea de dónde se encontraba su esposo ni de por dónde podría entrar en el parque. No tenía la menor duda de que Rafael aparecería. Era un hombre de honor y acudiría en defensa de su mujer, no importaba lo que hubiese pasado entre ellos. Tenía que esperar hasta que él apareciera y estar lista para ayudarlo de la manera en que ella pudiese. —Hacia allá. La pistola se hundió en sus costillas y siguió avanzando por la cuesta que conducía a la cima de la colina. Un viejo platanero extendía sus ramas sobre el aletargado césped marrón, mientras un viento helado barría el sombrío paisaje. Al pasar junto al árbol, hizo una pausa, su mirada escrutando la oscuridad, en busca del hombre que había sido amigo suyo en una época, Oliver Randall. En su lugar, otro hombre surgió de la oscuridad, una figura bien vestida con un gran abrigo y un sombrero alto de castor. Quizá tendría unos treinta años, un hombre guapo al que nunca había visto. Una segunda figura hizo su aparición y Danielle se quedó paralizada ante la inesperada presencia de una mujer. [ 406 ]


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—Bien..., por fin estamos aquí. Iba vestida de pies a cabeza de negro, con un sombrero del que colgaba un delgado velo negro, que no le cubría la cara del todo. Era algo más baja que Danielle, de físico más recio y desprendía el mismo halo de autoridad que cualquier hombre. Danielle reconoció a la mujer como la marquesa de Caverly, la madre de Oliver Randall. —De modo que habéis sido vos, y no vuestro hijo. —Gracias a vuestro marido —dijo la marquesa—, mi hijo ya no es el hombre que era. En su lugar, me veo obligada a hacer lo que ahora es incapaz de llevar a cabo. —¿Pensáis matar a Rafael? Frunció los labios en una expresión de disgusto. —Antes de que acabe la noche, os veré muertos a los dos. Un escalofrío le recorrió la espalda. El odio de la mujer era casi palpable. Estaba claro que la marquesa no descansaría mientras uno de los dos estuviera vivo. Echó un vistazo por la colina, buscando algo que pudiera utilizar como arma, cualquier cosa que pudiera ayudarlos, mientras rezaba para que Rafael no llegase. Sabiendo con una certeza que nacía de lo más hondo de su ser que no tardaría en aparecer. Su corazón se retorció de dolor. Sólo había querido evitarle el padecimiento de una vida sin hijos, casado con una mujer estéril que no podía darle el heredero que tan desesperadamente necesitaba. En cambio, lo había puesto en el más grave de los peligros. Oyó unos pasos en el camino, las familiares zancadas que pertenecían a Rafael. Su pulso se disparó. Miró desesperadamente a su [ 407 ]


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alrededor, pero la colina era tan estéril como ella y no vio manera de escapar. —¡Huye, Rafael! ¡Es una trampa! Un puñetazo en la cara la envió, tambaleándose, contra el tronco del árbol. —¡Cállate, maldita puta, si no quieres sangrar más por esa boca! —dijo una voz tosca. Temblando en el suelo, respiró hondo para tranquilizarse y, a duras penas, logró ponerse de pie. Los pasos continuaron, aunque sabía que Rafael había oído su advertencia y, un momento después, lo vio en la colina. Durante un instante, un rayo de luna que se coló entre las nubes iluminó su alta figura, antes de que el cielo volviera a cerrarse y su corazón temblase del amor que sentía por él. Se hallaba de pie a poco más de quinientos metros, pero podía haber estado a cinco kilómetros. Deseaba estirar el brazo y tocarlo, sentir los latidos de su corazón, el aumento de su pecho cuando llenaba los pulmones de aire. —He venido tal y como me habéis pedido. —Los ojos de Rafael abandonaron al hombre bien vestido y la localizaron a ella en la oscuridad—: ¿Estás bien, amor mío? Los ojos de ella se llenaron de lágrimas. —Todo esto es culpa mía. Lo lamento tantísimo... La voz de Rafael era firme: —Esto no es culpa tuya. Nada de lo que ha ocurrido nunca ha sido culpa tuya. —Y volviendo su atención al hombre bien vestido, añadió—: Creo que no nos han presentado. —Se llama Phillip Goddard —tronó la voz de la marquesa en la oscuridad, mientras salía de detrás del árbol. Rafael se volvió hacia ella con sorpresa.

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—Vaya, lady Caverly. Debo admitir que nunca se me ocurrió que pudierais estar involucrada en este asunto. Se me cruzó por la cabeza la posibilidad de que vuestro Oliver buscase venganza, pero no vos. —Lástima que los hombres subestimen, a menudo, a las mujeres. La mirada de Rafael se cruzó con la de Danielle, y ella leyó en sus ojos algo que no había visto nunca, algo que se parecía tanto al amor que sintió deseos de llorar. —Sí, es una lástima. —El señor Goddard trabaja para mí. Es inestimable, como ya ha podido comprobar. Los intensos ojos azules de Rafael se volvieron a Phillip Goddard. Le dijo: —Usted provocó el incendio. —Me ocupé de que así fuera —admitió Goddard. —¿Y el accidente del coche? Goddard se encogió de hombros. —Un trabajo limpio, pensaba. Me sorprende que no funcionara tal y como estaba planeado. —Y ¿cuáles son los planes ahora? —preguntó Rafael. La figura de la marquesa avanzó ligeramente hacia delante. —Ahora que habéis comprendido la razón por la que estáis aquí, moriréis. Después, transportarán vuestros cadáveres a un lugar remoto y, simplemente, se os dará por desaparecidos. —¿Creéis que podéis asesinar al duque y a la duquesa de Sheffield y que nadie averiguará que sois la responsable? —dijo Rafael.

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—Vos no lo hicisteis. Soy mayor, nadie sospechará de una anciana. Nadie será nunca tan listo. Y Danielle pensó que tal vez tenía razón. —Acabe con esto —ordenó lady Caverly a Phillip Goddard. Goddard hizo un gesto con la cabeza al hombre de la barba y apuntó con su pistola a Rafael. Opuesto a ellos, apareció una pistola en las manos del secuaz sin dientes y apuntó con ella a Danielle. Y todo ocurrió a la vez. Danielle se arrojó sobre el hombre que apuntaba a Rafael, haciéndoles perder el equilibrio a ambos. El arma se disparó y la bala zumbó el aire. En el mismo instante, Rafael disparó un tiro de una pistola que llevaba escondida en un bolsillo de la chaqueta y el hombre a su derecha se derrumbó, disparando un tiro al caer al suelo. Danielle lanzó un grito al sentir un dolor desgarrador en el costado. —¡Danielle! De repente aparecieron varios hombres. Mientras ella se revolvía de dolor, reconoció la musculosa figura del conde de Brant corriendo hacia ellos, y a su lado al marqués de Belford, Ethan Sharpe. Robert McKay apareció en el lado apuesto de la colina, apuntando con su pistola a Phillip Goddard. A la sazón Rafael estaba allí, arrodillado a su lado, tomando su mano y murmurando su nombre: —¡Danielle! ¡Dios mío, Danielle! A Danielle, el olor a pólvora le quemaba los ojos y el dolor del costado aumentó hasta casi no permitirle respirar. Sintió los párpados muy pesados y, como si de una capa se tratase, se vio envuelta por la oscuridad. Se esforzó por mantener los ojos abiertos. —Lo siento mucho —se animó a decir. —Soy yo quien lo siente. Te amo, Danielle. Te amo [ 410 ]


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tanto... Danielle contempló el amado rostro y vio las lágrimas que recorrían sus mejillas. —Yo también... te amo, Rafael. En realidad nunca... he dejado de amarte. Entonces, un dolor punzante le cerró los ojos y la oscuridad la engulló. Su último pensamiento fue para Rafael. Por fin, ella le haría el regalo de su libertad, la oportunidad de tener con otra mujer ese hijo que tanto se merecía.

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Neil McCauley se hallaba junto a Rafael en el dormitorio del duque en Sheffield House. La inmóvil figura, inerte y pálida, yacía debajo de las sábanas, su cabellera roja desparramada sobre la almohada. Desde la noche del tiroteo, Danielle no se había despertado, y aunque Rafael rezaba para que mejorase su estado, no era así. Al recordar la noche, sentía una profunda opresión en el pecho. Según la confusa historia que le habían contado sus amigos, Cord y Ethan le habían hecho una visita, preocupados por él y por Danielle, justo unos minutos después de su partida. Robert estaba a punto de partir, decidido a seguir a Rafael hasta Green Park. Los tres hombres fueron juntos, lo que resultó ser una buena decisión. Cuando finalizaron los tiros de pistola y se disipó la nube de pólvora, uno de los secuaces de Phillip Goddard estaba muerto, junto con la marquesa de Caverly, a quien había alcanzado una bala perdida durante la refriega, aunque nadie podía estar seguro de dónde había provenido el tiro. Cord y Ethan habían derribado a Goddard, y Robert se había ocupado de los otros dos secuaces. Con un poco de persuasión, habían conseguido saber la localización del carruaje abandonado y habían rescatado al señor Mullens. Tanto Oliver Randall como el marqués de Caverly estaban de luto. El propio marqués había acudido a Sheffield House para hablar con Rafael. —Se acabó —prometió—. La venganza me ha costado un hijo y una esposa. Oliver ha confesado la verdad de lo ocurrido aquella noche hace cinco años. No tenéis nada que temer de nadie de mi familia. —Lamento vuestra pérdida —había dicho Rafael. [ 412 ]


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—Le deseo una rápida recuperación a vuestra esposa — había replicado el marqués. Pero hasta ahora eso no había sucedido. La vida de Danielle seguía corriendo peligro y parecía que nadie podía hacer nada para remediarlo. Rafael se quedó mirando a la mujer que amaba y apenas oyó las palabras del médico. —Necesito hablar con usted afuera —dijo McCauley. Rafael asintió sin ánimos. Había pasado los últimos cinco días sentado junto a Danielle, sosteniendo su mano, diciéndole lo mucho que la amaba, que no podía vivir sin ella, diciéndole las cosas que había tenido miedo de decirle antes. Sin embargo, Danielle no había dado señales de mejoría, ni había respondido en ningún sentido. Simplemente yacía allí moribunda, mientras él sentía que le arrancaban el corazón. Siguió a Neil hasta la puerta y la cerró, suavemente, detrás de él. —Lo siento, Rafael. Ojalá pudiera decir que está mejorando, pero no es así. Rafael sintió una opresión en el pecho que casi le impedía respirar. —Dijiste que es joven y fuerte, y que había muchas probabilidades de que se recuperara. Conseguiste extraerle la bala. Dijiste que se recuperaría con el tiempo. —Sí, dije todas esas cosas. He tenido casos más graves que se han recuperado. Pero esta vez, falta algo. —¿Qué? ¿Qué es lo que falta? —El deseo de vivir. Poco a poco, la duquesa se va alejando. Parece contenta de morir. Es raro en alguien tan joven. Realmente no lo entiendo. [ 413 ]


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Sus palabras le quemaron por dentro como si tuviera un carbón ardiendo en el estómago. Es posible que Neil no lo entendiera, pero él sí. Recordaba la tarde que Danielle les había reunido en el salón y le había dicho que quería que se divorciase de ella. Quería dejarlo libre para que volviese a casarse y pudiera tener el heredero que tanto necesitaba. No habría divorcio, le había contestado él. Ahora, la muerte se había convertido en la solución de Danielle. Se pasó una mano temblorosa por la cabeza, apartándose el cabello de la frente. Hacía días que no dormía ni comía, no tenía el más mínimo apetito. —No sé cómo ayudarla. He hablado con ella, le he dicho cuánto la quiero, cuánto la necesito. Pero no parece que me escuche. —Se le quebró la voz al final—. No sé qué hacer. —Tal vez no haya nada que hacer. El ruido de faldas anunció la llegada de su madre por el pasillo. Parecía tan agotada como él. —No creo, ni por un instante, que eso sea verdad —dijo la duquesa viuda. Rafael se restregó los cansados ojos, borrando el rastro de lágrimas. —¿Qué quieres decir? —Has hecho todo lo posible, Rafael. Has hecho todo lo que has podido. Ahora es mi turno. Deseo hablar con Danielle. Él la miró con cautela. —¿Por qué? —Porque soy una mujer y, tal vez, sea la única que pueda hacerla comprender. He tenido mucho tiempo para pensarlo y creo que si alguien puede llegar hasta ella, esa [ 414 ]


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persona soy yo —dijo, y pasando entre ellos, abrió la puerta y entró. Rafael la observó desde la puerta mientras se sentaba en la silla próxima a la cama de Danielle, y cogía su mano inerte y pálida, y la sostenía cuidadosamente entre las suyas. —Quiero que me escuches, Danielle. Soy la madre de Rafael..., y ahora, tu madre también. Rafael no se movió. La duquesa cogió aire y lo expulsó lentamente. —He venido a pedirte un favor, Danielle, un favor para mi hijo y para mí. Estoy aquí para pedirte que regreses con nosotros, que vuelvas a llenar nuestras vidas. Rafael tragó saliva y desvió la mirada. —Ahora ya sabes que Rafael te ama —siguió su madre —, te lo ha dicho mil veces desde que te hirieron tan gravemente. —Sacó un pañuelo del bolsillo de su falda y se secó los ojos—. Pero, quizá, lo que no sabes es que sin ti, él también morirá. Quizá no entiendes que si lo abandonas, nunca se recuperará. Sé que eso es cierto, porque vi lo que le pasó la primera vez que te perdió. Cuando te recuperó, le devolviste la vida. Contigo, Danielle, él es uno, de una manera que no lo era cuando estaba sin ti. —Aspiró fuerte, apretando su pañuelo debajo de la nariz—. Sé que crees que si te vas, Rafael se volverá a casar, que será capaz de tener el hijo que necesita para que lleve su nombre. Pero estoy aquí para decirte que eso no es lo más importante. En los meses que han transcurrido desde que te casaste con mi hijo, he aprendido varias cosas. He aprendido que hay cosas más importantes que los títulos y el patrimonio. Cosas como la felicidad. Cosas como amar a alguien con todo tu corazón y ser amado a cambio. Todos nosotros somos Sheffield, y hemos sobrevivido. Siempre ha sido así. Mi hermana y yo, los primos de Rafael, si algo ocurre y el título pasa a Artie o a otra persona, es posible que no disfrutemos de todo lo que disfrutamos ahora, pero no nos [ 415 ]


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moriremos de hambre. —Se llevó a los labios la fría mano de Danielle y la besó—. Cuando te casaste con Rafael, me devolviste a mi hijo. Le diste la oportunidad de ser el hombre que tenía que haber sido. Te necesita, Danielle. No será ese hombre sin ti. Te quiere mucho, mucho. Rafael ignoró el nudo que sentía en la garganta cuando su madre se levantó de la silla y se apartó de la cama de Danielle. Cuando salió por la puerta, Rafael la detuvo, y se inclinó para darle un beso en la mejilla. —Gracias, madre. Ella movió la cabeza. —Me ha llevado algún tiempo comprender, pero ahora lo veo todo muy claro. —Se secó una lágrima rebelde—. Sólo rezo para que me haya oído y que vuelva con nosotros. Rafael asintió. Regresó al dormitorio, volvió a su puesto junto a la cama de Danielle y cogió su mano. —Regresa a mí, amor mío —dijo suavemente—. No quiero vivir sin ti. No fue hasta el día siguiente, cuando Rafael se sentía completamente agotado y había perdido toda esperanza, que Danielle abrió los ojos y le miró. —¿Rafael...? —¡Danielle...! Dios mío, te amo tanto, por favor, no me abandones. —¡Estás... seguro? —Muy, muy seguro. Un levísimo color coloreó la palidez de sus mejillas. —Entonces, me quedaré contigo..., siempre. —Y cuando ella le sonrió, Rafael la creyó y su corazón saltó de alegría.

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El collar de la doncella Epílogo

Seis meses después Danielle se hallaba de pie delante de la ventana de su habitación, mirando hacia el jardín. Era un cálido día de agosto y el sol empezaba a desaparecer en el horizonte. Había niños en el jardín. Danielle sonrió mientras veía a los pequeños Maida Ann y Terry, jugando al escondite en los senderos cubiertos de gravilla, riendo mientras corrían como flechas de un lado a otro entre las flores y la frondosa vegetación. La niñera, la señora Higgins, los vigilaba desde su sitio en un banco de hierro forjado cerca de la fuente. Maida Ann sostenía fuertemente contra su pecho uno de los caballos de madera de Robert, un tesoro que apreciaba más que todas las maravillas que había recibido desde que se había convertido en la hija adoptiva de un duque. El corazón de Danielle rebosaba de alegría viendo a los niños que habían convertido su casa en un hogar. Rafael los había llevado ante ella en los días siguientes al tiroteo, cuando guardaba cama, recuperándose, con la excusa de que recordaba que le había hablado de ellos, y que Caroline le había explicado que su mayor deseo era adoptarlos. —Maida Ann y Terry serán nuestros primeros hijos, pero no los últimos. Tendremos tantos como quieras, amor mío, la casa llena de niños si eso es lo que quieres. Danielle había llorado cuando él se lo dijo y, en silencio, prometió recuperarse incluso más deprisa. Ahora, totalmente restablecida y en pie, sólo tenía una cicatriz en el costado que le recordara los oscuros días pasados. Después de todo lo ocurrido, apenas pensaba en los momentos amargos que precedieron a la noche de Green Park, un tiempo en el que había creído que su marido estaría mucho mejor sin ella.

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Aunque Danielle no podía recordar las palabras que la madre de Rafael le había dicho mientras no había recuperado la conciencia, de alguna manera habían llegado hasta ella y la habían hecho volver al mundo del que quería marcharse. La necesitaban, como había dejado muy claro la duquesa viuda. Y

la querían.

Y así, en los últimos seis meses, había sido feliz, exultantemente feliz, y estaba locamente enamorada de su marido, que parecía igualmente enamorado de ella. Daban largos paseos juntos, planeaban excursiones de domingo al campo, llevaban a los niños a Wycombe Park para visitar a tía Flora y pasar una semana en su compañía. A menudo pasaban tiempo con Caroline y Robert, que había saldado su contrato de servidumbre con Edmund Steigler y había devuelto a Rafael el dinero que se había gastado en rescatar el collar. En aquellos momentos, el conde y la condesa se hallaban en Leighton Hall, la casa campestre de Robert, disfrutando de unas vacaciones en el campo, pero no tardarían en regresar a la ciudad. La vida de Danielle se había llenado de una felicidad infinita y, sin embargo, mientras llamaba a su doncella, una joven tímida llamada Mary Summers, que había estado con ella desde la boda de Caroline, Danielle apenas podía contener su excitación. Había sucedido algo. Algo maravilloso que había descubierto ese mismo día, un gran milagro que no podía suceder y, sin embargo... Sin embargo ella sabía en el fondo, desde lo más profundo de su ser, que el milagro era cierto. Corrió a la puerta al oír el ligero golpe, distinto del tímido golpe con el que siempre llamaba Mary Summers. En lugar de su doncella, Rafael entró en la opulenta y [ 418 ]


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recién reamueblada suite de la duquesa, adyacente a la habitación del señor de la casa, donde dormía cada noche con el duque. —Me he cruzado con Mary. Venía ayudarte a terminar de vestirte, pero he pensado en hacerlo yo en su lugar. Ella se sonrojó ante los encendidos ojos azules que recorrían su cuerpo. Ese día había elegido un vestido de seda color esmeralda para asistir al teatro y luego cenar con sus mejores amigos, Ethan, Grace, Cord y Victoria. —Ya veo que estás casi lista, para gran desilusión mía. Hubiera preferido encontrarte desnuda, pero tal vez más tarde podremos solucionarlo. Entre tanto ¿qué puedo hacer para ayudarte? Ella se echó a reír mientras le daba la espalda, pensando que los planes de Rafael coincidían exactamente con los suyos. —Sólo necesito que me abotones el vestido y me ayudes a ponerme el collar. Esperó a que le abrochara los botones, y entonces depositó las perlas en la palma de su mano. Rafael puso el elegante collar alrededor de su cuello y cerró el broche. En el espejo, los brillantes diamantes engarzados entre las perlas refulgieron a la luz de la lámpara. Rafael la besó en la nuca y luego la giró para verla cara a cara. Ella sonreía con tanta alegría que el duque enarcó las cejas. —Pareces extremadamente contenta. ¿Qué ocurre? Danielle acarició el collar, sintiendo sensación de consuelo, y aspiró hondo.

esa

familiar

—Tengo una noticia, excelencia. Una noticia muy excitante.

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Parpadeó pero no pudo evitar que las lágrimas de felicidad colmaran sus ojos y se derramaran por sus mejillas. —Estás llorando. Ella asintió. —Hoy he ido a ver al doctor McCauley. La preocupación alteró el rostro de Rafael. —¿No estarás enferma? Hay algo que... —No, no es nada de eso. —Su sonrisa se volvió incluso más intensa—. Ha ocurrido un milagro, Rafael. No sé cómo ni por qué, sé que era imposible pero ha ocurrido igualmente. Voy a darte un hijo, amor mío. Vamos a tener un hijo. Durante unos momentos que parecieron muy largos, Rafael se la quedó mirando. Entonces la cogió entre sus brazos y la apretó contra él. —¿Estás segura? ¿Está seguro el doctor? —Absolutamente. Estoy embarazada cuatro meses. Dice que no comprende ocurrir, pero ha ocurrido. Y yo sé que puedo sentir a tu hijo creciendo dentro de

de algo más de cómo ha podido es cierto porque mí.

Rafael se limitó a abrazarla mientras sentía unos ligeros temblores que recorrían su alta y esbelta figura. —Nunca pensé..., había dejado de ser importante, pero yo..., me haces el hombre más feliz del mundo. Entre risas y sollozos, ella se abrazó a él, sin palabras para describir la pura alegría que bullía en su interior. Apartándose un poco, acarició las perlas que le rodeaban el cuello. —Ha sido el collar. Lo sé —dijo, pensando que él se burlaría de ella, le diría que estaba siendo tonta, y que habría otra explicación. [ 420 ]


Kat Martin En cambio, suavemente.

El collar de la doncella Rafael

inclinó

su

cabeza

y

la

besó

—Es posible. Supongo que nunca lo sabremos. Pero Danielle lo sabía. Había recibido el regalo que prometía el collar, una gran felicidad. Caroline y Robert habían recibido el mismo regalo, lo mismo que Victoria y Cord, y Grace y Ethan. Danielle pensó en lady Ariana de Merrick y en el gran amor que había compartido con lord Fallon. Aunque nunca se llegara a demostrar y la mayoría de la gente no lo creyera, en el fondo de su corazón, Danielle sabía que la leyenda del Collar de la Novia era cierta.

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Nota de la autora

No era infundada la preocupación de Rafael sobre la posible compra de una flota de clípers Baltimore por parte de Napoleón. Los finos y ligeros barcos eran únicos, rápidos y extremadamente maniobrables, mucho más que los barcos más pesados y torpes de la poderosa armada inglesa. De hecho, unos años después, durante la guerra de 1812, corsarios norteamericanos, muchos de los cuales navegaban en aquellos extraordinarios barcos, utilizados tal y como Rafael y sus amigos habían temido, capturaron o hundieron más de mil setecientos barcos mercantes ingleses. Afortunadamente, las fuerzas navales de Napoleón nunca capitanearon dicha flota. Espero que haya disfrutado de la historia de Danielle y Rafael, el último libro de la TRILOGÍA DEL COLLAR. Si no ha leído EL COLLAR DE LA NOVIA Y EL COLLAR DEL DIABLO, espero que los lea pronto. Hasta la próxima, ¡feliz lectura! Con mis mejores deseos, Kat.

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El collar de la doncella

Cinco años atrás, Rafael, duque de Sheffield, creyó que la mujer que amaba lo había traicionado, y pese al tiempo transcurrido el dolor sigue obsesionándolo. Cuando descubre que ha sido víctima de un cruel engaño y que Danielle Duval nunca le fue infiel, trata por todos los medios de recuperarla. Pero Danielle ya ha zarpado rumbo a América para casarse con otro hombre. Obedeciendo a un impulso irrefrenable, Rafael sigue sus pasos...

Un soberbio collar, que según se rumorea tiene grandes poderes, será el otro protagonista de esta historia en la que Kat Martin vuelve con el romance, el misterio y la aventura con mano maestra.

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