Plan FinES II - Violencia de Género - La Violencia de Género y Las Representaciones Sociales

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Representaciones Sociales y Violencia de Género. 1. 1. 1. La violencia de género. ¿Pertenencia solo de familias desestructuradas, con bajo nivel económico? Blanco García (2006), señala que Las teorías de la anomia toman como punto de partida el hecho de que la proporción de familias violentas es mayor entre las clases más bajas, lo que les conduciría a mayores niveles de frustración y provocaría mayor número de conductas violentas hacia las víctimas más fáciles (mujeres y menores). Esto unido a que su acceso a recursos sociales alternativos es menor, daría como resultado una tasa mayor de violencia de género. La anomia se refiere a la ausencia de un cuerpo de normas que gobiernen las relaciones entre las diversas funciones sociales que cada vez se tornan más variadas debido a la división del trabajo y la especialización, características de la modernidad. Entendiendo modernidad como el conjunto de instituciones y modos de comportamiento que surgieron en Europa a partir del S. XVI que transformaron la realidad de la época y cuyos principios rectores son la fe en el progreso y el empleo de la razón humana como promotora de la libertad. ( Durkheim, 1998) En su etimología, subcultura alude a lo que está en posición inferior a la cultura. Si bien muchas veces es usado el término en este sentido, en otros casos se utiliza para diferenciar los usos y costumbres de ciertos grupos, del de los grupos dominantes, sin que esto signifique que su valor Las teorías subculturales8 también se centran en las familias de clase baja, pues para ellas la violencia sería una norma dentro de la cual han sido sea menor, por ejemplo las llamadas “tribus urbanas”. Sin embargo por ser minorías, es frecuente que sufran discriminación. En sentido peyorativo, el concepto de subcultura surgió de los estudios de la Escuela de Chicago sobre grupos marginales, de jóvenes delincuentes, pandilleros y vagabundos (Merton, 1964) socializados. Algunos autores combinan las anteriores explicaciones de la anomia y las subculturales para explicar por qué el fenómeno se produce con mayor frecuencia entre las clases más desfavorecidas. Las teorías del aprendizaje social y las de la asociación diferencial, también insisten en la existencia de un exceso de definiciones favorables hacia el uso de la violencia en determinados contextos, lo que conllevaría un aprendizaje de cómo y cuándo utilizarla como algo perfectamente normal. La autora también refiere que “aunque no podamos decir que el fenómeno quede reducido a las clases sociales bajas, lo cierto también es que estadísticamente se golpea más a las mujeres de clase baja que a las de las clases acomodadas (la probabilidad de ser golpeadas es seis veces mayor para las primeras).

La explicación parece estar asociada a los sentimientos de frustración y falta de poder que tienen los varones de clase baja y en último extremo por tanto, está relacionado con la desigual distribución de la riqueza” (Blanco García


,2005, p.11) Los datos sobre casos de violencia están muy por debajo de los números reales en todos los estratos sociales y es más probable que sean las mujeres con un nivel socioeconómico alto las que más oculten el problema a la policía y a otros servicios, y es posible también que los hombres que abusan de ellas tengan más cuidado en causarles daños físicos que no sean visibles o que recurran sobre todo al maltrato psicológico (Pagelow, 1981). En las entrevistas realizadas a personas de la población general, las diferencias por clase prácticamente desaparecen. Los datos numéricos recogidos en las estadísticas, aunque son fiables, no pueden hacerse eco de todas las particularidades de los casos de violencia de género y esto lo explica Mullender cuando dice: “Frecuentemente, las investigaciones muestran resultados contradictorios: familias desestructuradas pueden dar hijos que aborrecen la violencia, y chicos con estudios en países del primer mundo pueden tener similares actitudes y prácticas violentas que otros de países con menos recursos”. (Mullender, 2000, p.64) Este dato nos da pié a reforzarnos en la idea de que más que un problema de características individuales, estamos ante un problema de transmisión de valores que va muy ligado a la socialización de las personas. Parece claro que todos los tipos de violencia se dan en todas las clases sociales. En las clases bajas se evidencia más fácilmente la violencia física, pero parece que no hay un rasgo típico, ni perfil del maltratador. Lo que tienen en común todos los maltratadores es el tener o haber mantenido una relación afectiva con la víctima. De ahí que Barea (2004, p.74) preste especial atención al maltratador señalando que “Múltiples trabajos de investigación en muchos países coinciden en concluir que cualquier mujer, independientemente de su nivel cultural, económico, edad o raza, puede llegar a desarrollar las secuelas propias del maltrato si se la somete a un trato degradante continuado. No es ella quien crea el problema, sino el agresor. Es en él en quien hay que poner el énfasis”.

Existen trabajos recogidos por Cárdenas y Ortiz que ponen de manifiesto datos referentes al maltrato en la sociedad finlandesa que echan por tierra la falsa creencia que defiende la escasez de violencia de género en los países más desarrollados, o en las clases sociales más acomodadas. “Podríamos creer que las sociedades más adelantadas en la igualdad de la mujer sufrirían menos maltrato doméstico, pero para nuestra sorpresa, no es así: las estadísticas nos dicen que en Europa el mayor número de muertes por violencia doméstica se da en los países nórdicos. Recientemente nos sorprendía la noticia de que Finlandia está a la cabeza de mujeres asesinadas por sus compañeros sentimentales. Un país con un alto nivel de vida, donde la mujer ha alcanzado cotas muy altas de puestos de responsabilidad y de poder.


No podemos, entonces, poner todo el peso en la cultura, y menos de una forma simple o reduccionista”. (Cárdenas y Ortiz, 2005, p.42) Aunque la violencia de género está presente en todos los estratos sociales, estas autoras ofrecen una explicación que arroja luz al mito de la violencia de género asociada a las clases más bajas de la sociedad. “La pobreza, la marginación y la precariedad son tierra de cultivo para el maltrato. Pero la violencia es sólo un síntoma más de la miseria, no su atributo principal. Sabemos que el maltrato está presente en todos los sectores de la población, pero son los más deprimidos los que suelen llamar la atención de los servicios sociales, que intervienen en ellos con frecuencia. Escandalosas peleas, que provocan que los vecinos acaben llamando a la policía, o niños que muestran conductas preocupantes en la escuela, son señales de alarma que movilizan a los profesionales. Las clases sociales más altas tienen mecanismos para ocultar sus diferencias, guardan más las apariencias y se pueden permitir adquirir ayudas que disminuyan la tensión, por lo que es menos usual que generen intervenciones externas”. (Cárdenas y Ortiz, 2005, p.44) Necesariamente hay que hacer alusión una vez más a Cárdenas y Ortiz con respecto al bagaje sociocultural que arrastra cada persona, bagaje que cobra gran relevancia cuando se forma una pareja nueva, pues lo aprendido en las respectivas familias de origen ha de conjugarse para llevar una convivencia armónica. La situación ideal se produce cuando la familia de cada miembro de la pareja funciona como fuente de apoyo y elemento de freno ante situaciones complicadas de resolución de conflictos, esto ayuda a que el maltrato no se instale en la casa. No cabe duda, una mujer respaldada por los suyos, tiene mayor capacidad de poner límite a su pareja y se siente capaz de afrontar situaciones nuevas.

El deber de la familia es educar a sus miembros conforme a las reglas de la comunidad y en el caso de que estas no sean asumidas ejercer presión, así se evitaría la intervención, a otros niveles, de otras instituciones “El grupo social por excelencia, donde se transmiten los patrones culturales, es la familia. Cómo se deben comportar una mujer, un hombre o una pareja, lo aprendemos mayoritariamente en el seno de nuestra familia, con la educación que nos dan nuestros padres, con el ejemplo de su relación conyugal y sus roles femeninos y masculinos. Cuando se forma una pareja, lo hace a partir de dos universos distintos, de dos culturas familiares que se encuentran y que incluyen distintas expectativas de lo que ha de ser la pareja. La complejidad, está servida”. (Cárdenas y Ortiz, 2005, p.45) Es sabido que la pobreza en el mundo tiene rostro de mujer, y esto tiene mucho que ver con la violencia ejercida hacia ella por parte de sus parejas. Las mujeres pueden ser pobres o ricas, pero eso no necesariamente indica que tengan algún control del dinero. En muchas ocasiones, aunque los maridos sean ricos las mujeres siguen siendo pobres. Torres Falcón (2001, p.146) se refiere a la violencia económica en los


siguientes términos: “Al igual que en la violencia física y la violencia sexual, en la económica se advierte con claridad que la dirección del maltrato doméstico es del hombre hacia la mujer. La desigualdad entre los géneros se expresa de manera indudable en la economía y se nota en todos los espacios sociales. Las estadísticas de Naciones Unidas no pueden ser más elocuentes: obtener 10% del ingreso mundial y poseer el 1% de la propiedad coloca a las mujeres en posición subordinada. Esta desigualdad económica se reproduce en el interior de los hogares con desagradables consecuencias”. Sin prestar atención a la clase social, muchas mujeres dedican su tiempo a atender al marido, educar a los hijos e hijas y cuidar de que todo el engranaje de la casa funcione bien. Esta es una tarea que requiere gran dedicación, es un trabajo a tiempo completo, carente de vacaciones, ni festivos, por el que no se recibe ninguna compensación económica, ni pensión de jubilación. Es el trabajo invisible por excelencia, puesto que sólo se nota si no se lleva a cabo. Es significativo que aunque las mujeres incursionen en el mercado laboral y generen recursos, la carga doméstica no disminuye, y por lo regular no se comparte con los maridos. Esto también es violencia, porque nace de la desigualdad entre las personas.

La violencia dentro de la pareja existe independientemente de la clase social a la que se pertenezca o el lugar del mundo del que se trate. Y así lo refleja esta autora en la siguiente cita: “Hay creencias que apuntan que la violencia es privativa de una determinada clase social o de personas de bajo nivel educativo o cultural. Es cierto que en algunas condiciones la violencia es más visible; a las mujeres ricas puede costarles más trabajo formular una denuncia o intentar salir de la relación, precisamente por el entorno, la crítica y el temor a desclasarse. Cuando lo hacen quizá recurren a profesionales privados y no a centros gubernamentales u organizaciones sociales.” (Torres Falcón, 2001, p.177) Existe una explicación a la continuidad en la pareja, a pesar del maltrato, basada en la precariedad económica a la que se ven abocadas, un gran número de mujeres, cuando deciden poner fin a su relación. Mañas Viejo (2005, p.38) recoge esta reflexión al respecto: “Las mujeres maltratadas sufren un empobrecimiento material tanto durante la relación en la que apenas son dueñas de nada, como después. El empobrecimiento se agrava con la ruptura, ya que entonces la mujer prácticamente ha de empezar desde cero: cambio de residencia, asunción de las cargas familiares, mal estado de salud, paro, etc. Esta situación de desamparo ha llevado a muchas mujeres a sobrellevar en silencio el peso del maltrato”.

1.1.2.- Los maltratadores están sometidos a estrés laboral. Es improbable que el estrés sea la causa de los malos tratos, la violencia de género, como ya


hemos señalado en apartados anteriores, no tiene en cuenta la clase socioeconómica y tampoco se puede achacar a problemas de salud mental. Un hecho evidente de esta afirmación es que si el estrés fuera causa de violencia de género, los maltratadores agredirían a sus jefes y compañeros o compañeras de trabajo, además de a sus parejas. La violencia de género se instala en las relaciones de pareja porque la sociedad minimiza el abuso y porque el agresor sabe que puede conseguir lo que quiere mediante el uso de la fuerza, sin necesidad de hacer frente a consecuencias serias para él. Bien es cierto, que encontramos un mayor número de mujeres maltratadas en familias que sufren situaciones de tensión o problemas económicos.

Por el contrario, cuanto más democrática sea la familia con respecto a los principios de poder y autoridad, encontramos una menor incidencia de casos de mujeres maltratadas. En la literatura encontramos autores/as que ponen de relieve la falta de consistencia del argumento que explica la violencia contra las mujeres a causa de la pérdida de control del maltratador. Dichas explicaciones no encajan con aquellos hombres que maltratan a pesar de su vida exitosa o fácil. Recogemos citas al respecto de Bograd (1988), Ptacek (1988) y Gelles (1979) Los abusadores caen en contradicciones: mientras dicen que su violencia está más allá del control racional, al mismo tiempo admiten que esa violencia es deliberada y justificada. Otra contradicción consiste en restar importancia a las lesiones causadas a las mujeres y al temor infundido en ellas. Pensamos que los abusos tienen que ver con el control, pero no con su pérdida, sino con la utilización que de él se hace para dominar la voluntad de la mujer a la que se maltrata. “Este tipo de hombre quiere maltratar y aterrorizar a su pareja, quien, según él, le ha provocado, y se siente con derecho a castigarla si no la considera una buena esposa. Habitualmente es capaz de parar antes de matarla, a diferencia de otros que se dejan llevar por la ira” (Bograd, 1988, p.17) “La pérdida de control, como excusa para justificar acciones que requieren tiempo para llevarlas a cabo, como por ejemplo escribir una serie de cartas amenazadoras o acechar a la mujer y su nueva pareja (Ptacek, 1988, p. 145) “Los hombres se vuelven individualmente abusivos como respuesta a las presiones sociales y del entorno, como por ejemplo la pobreza, la precariedad del alojamiento, la mala calidad de vida, el desempleo o la explotación laboral, el racismo, el fracaso en los estudios, los deseos materiales insatisfechos en una sociedad comunista y/o la falta de esperanza en el futuro” (Gelles 1979, p. 25) Si se considera que las presiones conducen a la frustración y al estrés y que esto a su vez desemboca en violencia contra las mujeres, aquellos hombres con más éxito y más dinero, al verse liberados de la presión por conseguir tales objetivos, no maltratarían; sin embargo, no sucede así y lo habitual es que cuando las violencia empieza sigue una pauta en escalada.


No se puede negar que la precariedad económica o la falta de recursos, favorece la aparición de la violencia de género, lo cual no se convierte de forma automática en la justificación que libera de la responsabilidad de la agresión al maltratador.

“Con esto no se pretende decir que los problemas materiales no tengan importancia, ni que el desempleo, la pobreza y la falta o precariedad de a lojamiento no sean factores que influyan en los abusos (quizá porque representan, por ejemplo, una amenaza al papel dominante del hombre en el hogar, sino que no excusan a los maltratadores de la responsabilidad que tienen acerca de sus actos, ni explican por qué muchos hombres que tienen que hacer frente al desempleo y a la pobreza no maltratan por ello a las mujeres. Uno de los problemas metodológicos de ciertas investigaciones es que algunas de ellas han utilizado para el estudio muestras de mujeres acogidas en refugios y éstas provienen en muchos casos de entornos pobres” (Pahl 1985, p.43) No es sorprendente que a menudo las mujeres de entornos más desfavorecidos, hagan hincapié en que los problemas relacionados con el dinero y la vivienda han tenido mucho que ver con el estrés y las peleas, mientras que las que disponen de ahorros, ingresos propios o ayuda económica de su familia, aunque también sufren malos tratos, generalmente no acuden a los refugios, sino que suelen escapar de su situación de otra forma. (Smith, White y Holland, 2003) La pérdida de control puntual, asociada a un episodio de estrés concreto, que lleva a una agresión contra la mujer, no explica el abuso a todos los niveles (psicológico, físico y/o sexual) que padecen las mujeres maltratadas. “Las teorías psicosociales no han podido explicar por qué el estrés tiene que desembocar necesariamente en la violencia y, en concreto, en la violencia masculina, por qué son prácticamente siempre los hombres los que pegan a las mujeres, cuando estas son sus iguales a nivel social y no sus enemigas de clase ” (Ericksson, Nenola, Muhonen Nilsen & Nordisk, 2002, p. 134) Las desigualdades sociales en función del género se plasman en la violencia de género. Esta es, además, la única explicación que puede abarcar de manera satisfactoria la naturaleza de los abusos, tanto en cuanto a su persistencia como a su pauta de escalada y la combinación de control físico, sexual y emocional que representan. Una pauta que no se corresponde simplemente con la pérdida de control en un momento determinado a causa del estrés. “Las mujeres son, en un número desproporcionadamente mayor, el objetivo de los abusos físicos y de la coerción por parte de los hombres” (Bograd, 1988, p.19)

No está permitido justificar la agresión hacia la mujer a causa de una pérdida


de control del varón, sino por todo lo contrario, por deseo de mantenimiento de ese control y poder hacia ella. Las llamadas pérdidas de control son controladas. El hombre violento agrede cuando la mujer es más vulnerable, en situaciones de mayor aislamiento. En otros contextos y con otras personas no se descontrolan o lo hacen mucho menos. “Es habitual imputar la violencia a estados episódicos de pérdida de control. Claro está que lo extraño es que la pérdida de control y la tensión interior no se descarguen más que contra las mujeres o contra los hijos e hijas y no, por ejemplo, contra la empresa, sobre todo si pensamos que la escasez económica o las dificultades en el trabajo pueden –y sin duda lo hacen – estresar a los hombres (pero también a las mujeres). Además, los ataques de ira y de violencia contra las mujeres son normalmente controlados. No es, en definitiva, una cuestión de pérdida de control sino de mantenimiento del control y del poder sobre la mujer”. (Mullender, 2000, p.66) Algunas profesiones presentan mayor propensión a utilizar la violencia como método de resolución de conflictos. Para estas personas el bloqueo de la pérdida de control sería más complicado. Las armas que utilizan pueden ser los puños, un arma blanca o de fuego, las palabras, la imposición del silencio, la seguridad material de las hijas e hijos, hacer algo que la humille, obligarla a realizar algo que no desea, ignorarla cuando ella le presta atención, menospreciarla, desautorizarla delante de las hijas e hijos y cualquier cosa que le sirva a su objetivo, que es la utilización y el dominio. “Las personas que trabajan en profesiones donde el uso de la violencia es frecuente (policía, guarda de seguridad, militares, etc.), tienen un problema añadido. Se observa que los hombres que maltratan, si además tienen una profesión de este tipo, experimentan más dificultad en identificar como problema la familiaridad con que recurren a la violencia en casa y, por lo mismo, son más resistentes a cambiar.”(Cárdenas y Ortiz, 2005, p.77) Hay que tener en cuenta las falsas creencias que se extienden en el sistema de valores ligado a la violencia y se basan tanto en el componente genético del maltratador, como en las clases sociales o culturales, o en el amor romántico que impregna toda la relación en perfecta armonía con la dominación y la posesión masculina.

La frustración, como explicación y no como justificación, a la violencia de género, asocia el maltrato a factores deficitarios en el plano social, económico, familiar que pueden ocasionar frustración, la cual lleva al maltratador a una incapacidad para mantener el estereotipo de virilidad impuesto por la cultura machista hegemónica. “El mito de que los hombres son violentos por naturaleza, hace alusión a la información genética de cada individuo. En realidad se trata de una conducta aprendida que la sociedad puede estimular o inhibir. En este sentido, se


debería revisar cómo se construye en cada cultura la idea de lo que debe ser un hombre; podría comprobarse que en muchos lugares el prototipo de masculinidad está directamente asociado a diversas formas de violencia”. (Torres Falcón, 2001, p.178) Las circunstancias que pueden conjugarse para ocasionar frustración son múltiples. Quienes se aferran a esta explicación han insistido en factores económicos tales como el desempleo, el hacinamiento, la pobreza. También se mencionan aspectos sociales, como el aislamiento, la falta de amigos, los conflictos con la familia de origen, las dificultades en el trabajo, el estrés. Los hombres se sienten abrumados con una serie de problemas y ante la incapacidad de manejarlos desahogan la tensión ejerciendo maltrato hacia su esposa y sus hijos e hijas. “Muy cerca de la idea de inadaptación social se ha mencionado como causa de la violencia la incapacidad de manejar la frustración. Según esta idea, el hombre que actúa violentamente lo hace porque no soporta ciertas condiciones de su vida y entonces estalla. Cuando no es capaz de mantener cierto autocontrol se vuelve iracundo: grita, ofende, destruye objetos, golpea”. (Torres Falcón, 2001, p. 220) En la cultura patriarcal, algo que puede ocasionar frustración es la imposibilidad de mantener el estereotipo de virilidad. El hombre desempleado, que vive en condiciones de precariedad económica, no puede cumplir con el papel de proveedor y principal sostén de la familia. La violencia actúa entonces como un recurso para mantener el dominio, el control y el poder.

1.1.3.- Los maltratadores abusan de sus parejas a causa del alcohol u otras sustancias. Con frecuencia se ha utilizado la excusa del abuso de sustancias, para justificar la conducta agresiva del maltratador. Sin embargo diferentes autores y autoras, demuestran que los maltratadores no necesitan el consumo de alcohol o drogas para abusar de sus parejas. Es cierto que las drogas y el alcohol disminuyen las inhibiciones y producen un comportamiento más impredecible, de manera que el abuso de estas sustancias puede aumentar la frecuencia o la severidad de los episodios de violencia en algunos casos. Con respecto al consumo de alcohol, se piensa que es un factor presente en al menos el 50% de los episodios de violencia conyugal. (Gelles y Strauss, 1988) Torres Falcón (2001), lleva a cabo un exhaustivo análisis al respecto haciendo interesantes reflexiones desde novedosos enfoques, como por ejemplo el hecho de focalizar la atención en el agresor y sus características o


circunstancias, más que en la víctima de la violencia de género, como viene siendo habitual. Se analizan sus actitudes, formas de vida, comportamientos y, en particular, las circunstancias en que se desencadenó la violencia. El consumo de alcohol y drogas es una de las razones más citadas al abordar la violencia familiar. La señalan por igual los agresores y sus víctimas, las personas cercanas a la familia, los estudiosos/as del tema y también, desde luego, algunos especialistas. El borracho que golpea es una figura común en el imaginario social. El binomio alcohol y malos tratos, se encuentra arraigado en nuestra cultura. Están contrastados los síntomas físicos que provoca ingerir alcohol: lentitud de reflejos, dificultad para hablar de manera articulada, para caminar y, en casos extremos, para mantener el equilibrio. Sin embargo perdura la pregunta de si el alcohol provoca o no comportamientos violentos, es decir, si efectivamente hay una relación de causa y efecto entre el alcohol y la conducta violenta. Muchos hombres únicamente maltratan o golpean a sus parejas cuando están ebrios, estando sobrios son amables y sociables. Así se demuestra que el alcohol es, sin duda, un factor a tener en cuenta al estudiar las causas del fenómeno de la violencia familiar, sin llegar a la justificación de la misma por este motivo.

Por otra parte, en multitud de casos no se hace patente esa conexión entre alcohol y violencia. En la literatura encontramos numerosos testimonios sobre hombres abstemios que se muestran violentos con sus mujeres9. Las actitudes de acoso permanente, de control de los Torres Falcón, M. (2001). La violencia en casa. Buenos Aires: Paidós Cárdenas y Ortiz (2005). Entre el amor y el odio. Madrid: Síntesis Kirkwood, C. (1999). Cómo separarse de su pareja abusadora. Buenos Aires: Granica de la mujer, de usar a los hijos/as para manipular, de chantaje y de amenazas, no tienen ninguna relación con el consumo de alcohol. ¿Qué es entonces lo que sucede? ¿Algunos hombres se vuelven violentos y otros no, cuando se encuentran bajo los efectos del alcohol? El consumo de alcohol, debe tomarse en cuenta y en efecto es uno de los factores que intervienen en la dinámica de la violencia, pero no es determinante. Hay suficiente investigación empírica para sostener con seguridad que hay alcohol en familias no violentas y violencia en familias que viven libres del influjo de la bebida. Algunos hombres se vuelven violentos sólo cuando ingieren alcohol, pero este comportamiento no se debe propiamente al consumo de la bebida sino a otras razones. El alcohol desinhibe, baja las defensas y permite que el individuo realice determinadas conductas que en otras circunstancias habría reprimido. El alcohol no produce la violencia: no es que no hubiera existido antes, sino que estaba reprimida. Además de desinhibir, el alcohol proporciona una excusa para comportamientos inadmisibles. Por ello es frecuente escuchar, de


boca de un agresor, expresiones como “Estaba muy borracho”, “No lo recuerdo”, “No supe lo que hacía”, “El alcohol me vuelve loco”. Las víctimas emiten frases similares: “Bebe y se transforma”, “No lo reconozco”, “Actúa como poseído”. (Torres Falcón, 2001) Otra de las cuestiones novedosas a tener en cuenta, planteada por Torres Falcón, es la imagen que proyecta la mujer cuando bebe, pues nada tiene que ver con la del hombre en las mismas circunstancias. Ella dice que en realidad, el nexo entre alcohol y violencia sólo se aplica a los hombres violentos. Las mujeres que consumen alcohol rara vez golpean al marido o a los hijos/as cuando están bajo su efecto; es más, si ellas lo consumen ésta es una justificación más para maltratarlas.

No conocemos casos de mujeres que por el alcohol se involucren en una riña callejera con otras mujeres y que cada una saque del bolso una navaja; no conocemos mujeres que por estar alcoholizadas persigan a los hombres o les tiendan trampas para violarlos o asesinarlos. Ni siquiera sabemos de mujeres que regresen a sus casas a altas horas de la noche, azoten la puerta y exijan a gritos ser atendidas con una cena caliente y después esperen del marido disponibilidad sexual. Pero si los conociéramos, ¿cómo reaccionaríamos? Este conjunto de reflexiones y ejemplos muestra que hay normas sociales para el consumo del alcohol diferenciadas por sexo. La valoración de los mismos hechos y actitudes cambia radicalmente según se trate de hombres o de mujeres”. (Torres Falcón, 2001, p. 216) Hay que señalar el hecho del control que manifiestan los hombres que han bebido fuera del hogar, absteniéndose de golpear a las personas con las que se relaciona hasta llegar a su casa, que es donde descarga su ira y de especial modo contra su mujer. Si algunos hombres se comportan de manera violenta en el hogar sólo cuando están bajo los efectos del alcohol, conviene recordar que esos mismos hombres no tienen las mismas actitudes en otras circunstancias sociales, siendo capaces de ejercer control sobre sus impulsos violentos, aunque también se encuentren bajo los efectos del alcohol. Straus, M., Gelles, R. and Steinmetz, S. (1980) por su parte concluyen que la proporción de violencia de los varones hacia las mujeres es tres veces mayor en los bebedores que en los abstemios. No obstante conviene tener prudencia a la hora de afirmar taxativamente que el alcohol es la causa de la violencia familiar pues la gran mayoría de los varones que beben no golpean a sus mujeres. El consumo de alcohol u otras sustancias, proporciona a los agresores la excusa adecuada ante las mujeres que esperan el milagro de la rehabilitación, pretendiendo encontrar un hombre diferente si éste abandonase el consumo. Ellas desconocen la intencionalidad: él no agrede porque consume, sino que consume para agredir con mayor facilidad. “Lo más probable es que la bebida sea, en el caso de algunos hombres, una


variable que influya en su comportamiento: los hombres beben para conseguir el valor o el permiso para ser violentos, o para tener una excusa a la que recurrir después de producido el suceso. A veces hay mujeres que creen en esta excusa y albergan la esperanza de que el hombre cambie si deja de beber. Pero los hombres se valen de la bebida para desinhibirse del freno que ya han decidido pasarse por alto con antelación” (Gelles, 1974, p. 117)

Algunos autores defienden la idea de la violencia, previamente existente, en los hombres que agreden, incluso sin haber bebido. El hombre que es violento estando ebrio también lo puede ser estando sobrio, demostrando que el alcohol sólo alimenta una violencia ya existente. (Kaufman, 1989) En cuanto al alcohol y a las drogas, en el Eurobarómetro y en otras investigaciones son consideradas causas fundamentales de los malos tratos. Un factor decisivo en la violencia contra las mujeres. Sucede, sin embargo, algo parecido a las influencias familiares: ni explica todos los casos, ni muestra las razones por las cuales muchos hombres que beben no agreden a sus mujeres. De hecho, diversos estudios muestran que muchos hombres no están borrachos en el momento específico de la violencia (Hagemann-White y Gardlo, 1997). En todo caso, el alcohol hace salir una violencia que ya existe. Aunque el alcohol y otros tóxicos producen desinhibición y la violencia se agrava, no son la causa. El alcohol no hace violento a un hombre que no lo es aunque sí hace que la violencia sea más extrema. De todos los hombres juzgados por violencia hacia la mujer, sólo un porcentaje bajo (5% según la Asociación de Juristas Themis) se han asociado al diagnóstico síndrome de dependencia al alcohol. Además son violentos también cuando no beben. Ya decía Séneca: “La embriaguez no crea los vicios; no hace más que ponerlos en evidencia”. Esta creencia, como la de estar sometido a gran tensión psíquica, y la mayoría de las atribuidas a los hombres violentos, sirven para justificar su conducta y restarle responsabilidad. “Las personas que recurren a la violencia suelen tener poca conciencia de sus estados afectivos y experimentan dificultades para tender puentes entre su parte emocional y su parte racional. Ello puede conducirles a pasar de la emoción a la actuación de forma impulsiva, sin ser conscientes de qué es lo que les ha llevado a actuar de determinada manera. Una palabra, un gesto o una actitud de su compañera la interpretan como una amenaza o como un daño, lo que desencadena toda una gama de emociones que les llevan a actuar impulsivamente. Evidentemente, si alguien piensa que el otro le pertenece, es más que probable que, ante determinadas conductas, se sienta ofendido o maltratado, lo que puede alimentar algunas emociones concretas como rabia, tristeza o miedo a ser abandonado.


Cuando estas emociones aumentan de intensidad, resultan desbordantes y difícilmente controlables”. (Cárdenas y Ortiz, 2005, p.74) Parece claro que el abuso de estas sustancias no es la causa de la violencia de género, el seguimiento de un programa de desintoxicación por parte del maltratador, no elimina eficazmente la violencia doméstica. Estos programas pueden ser útiles en combinación con otros programas de intervención sobre el maltratador. “Cuando se utiliza cualquier sustancia, el objetivo es sentir nuevas sensaciones para salirse de sí mismo o para escapar de la realidad. Cuando se empieza a trabajar con parejas y personas con problemas de violencia, el primer paso es obtener un compromiso de autocontrol y, si hay utilización de sustancias, este compromiso no es firme ni fiable. Se pueden tener muy buenas intenciones, pero si se han consumido drogas, se da más fácilmente rienda suelta a las pasiones y a las sensaciones, que hay que domesticar en el proceso de cambio. El control de la violencia, por tanto, no puede estar disociado del control de la drogodependencia o del alcoholismo”. (Cárdenas y Ortiz, 2005, p.127) 1.1.4.- Lo que ocurre en una familia es un asunto privado, mejor no denunciar. Ninguna situación que dañe de este modo a un ser humano puede considerarse privada. Es un delito y está tipificado en el Código Penal. A pesar del compromiso personal que implica y la dificultad diagnóstica que en muchos casos supone, lo cierto es que hay obligación legal y, por supuesto, moral de indagar y manifestar, siempre respetando la decisión de las mujeres. Decir que es un asunto privado implica también desestimar el miedo de la mujer, colocándola de igual a igual con su agresor, en su casa, lugar donde ella es más vulnerable y tiene más riesgo. Considerar la violencia contra las mujeres como un fenómeno privado fomenta que esta sea entendida como un derecho del varón, legitimado por la herencia patriarcal. En la actualidad, la violencia de género se contempla como una cuestión incómoda, admitiéndose que forma parte de la cotidianeidad y la intimidad de algunas familias, lo que justifica la no intervención. Como consecuencia, las víctimas no denuncian el 100% de las agresiones, tanto por miedo, como por vergüenza, así como por desconfianza en las ayudas a las que se tiene acceso. Como consecuencia podemos pensar que las cifras oficiales posiblemente sólo son la punta del iceberg.

Se puede responsabilizar, de parte del silencio que envuelve a los malos tratos, a la sociedad que facilita que se viva como normal la dominación y el maltrato. También el aislamiento propicia que se normalicen actitudes, como el control sobre la pareja o la justificación de episodios violentos. “Cuando el maltrato entra por la puerta, existe la tendencia a guardar el secreto, porque los trapos sucios se lavan dentro. Todos los participantes en el juego saben, aunque no se haya explicitado, que hay cosas de las que fuera no se puede hablar. Y claro, van pasando los años


con la sensación de que es inevitable y que la vida es así”. (Cárdenas y Ortiz , 2005, p.123) Blanco García, pone de manifiesto que hay quien culpa a la evolución de la institución familiar de ese supuesto incremento de maltrato. Para estas personas algo está fallando ahora en las familias y sería la causa de que los malos tratos sean cada vez más frecuentes. Lo cierto es que potenciar la imagen bucólica de la familia tradicional, conduce directamente a distorsionar la realidad de la convivencia. La familia presenta dos vertientes, una positiva que implica cuidados y protección de sus miembros; y otra negativa que va unida a la forma de resolución de conflictos y tensiones que inevitablemente se producen en todas las familias. No podemos obviar el sistema que rige la familia, cuyo poder se encuentra distribuido de forma desigual en una clara jerarquía y va unido al principio de autoridad que alguien ostenta. (Blanco García, 2006) Pues bien, aunque sea difícil de reconocer, puesto que tendemos a idealizar la familia como el lugar del cariño, de los cuidados y de la seguridad de sus miembros frente al duro mundo exterior, lo cierto es que tal como los expertos en violencia familiar afirman, la familia es la institución social más violenta con excepción de la policía y el ejército. (Gelles y Strauss, 1988) En esta misma dirección, se pronuncia Rojas Marcos diciendo que “a diferencia de la mayor parte de las organizaciones en las que los intereses y actividades son reducidos, la familia como grupo primario que es, comprende prácticamente todo. Esto significa que hay muchas más cuestiones sobre las que discutir, y además mucho más tiempo en el cual se puede producir la interacción. Una exposición más extensiva incrementa la probabilidad de que surjan desacuerdos, irritaciones, violaciones de la privacidad, etc., y que con ello, se incremente el riesgo de que aparezcan conductas violentas”. (Rojas Marcos, 1995, p.29) Este autor señala en la misma cita otra característica relacionada con esa cara negativa de la familia, es su privacidad.

“En nuestra sociedad lo que ocurre en el hogar son asuntos privados y esto tiene dos consecuencias negativas: aísla a sus miembros de la protección que la sociedad puede prestarles e impide a las víctimas de abusos buscar ayuda externa a sus problemas”. (Rojas Marcos, 1995, p.29) y continúa exponiendo: “La agresión sádica, repetida y prolongada, se produce sobre todo en situaciones de cautiverio. Sucede especialmente cuando la víctima es prisionera o incapaz de escapar de la tiranía de su verdugo y es subyugada por la fuerza física o por imposiciones económicas, legales, sociales o psicológicas. Estas condiciones se dan en las cárceles, en los campos de concentración, en ciertos cultos religiosos, en burdeles y, con mucha frecuencia, en la intimidad familiar, porque en ella las cadenas y los muros no se ven con claridad, son casi siempre invisibles, aunque no menos reales o insuperables”. Esta descripción de la cara oscura de la institución familiar ha de servirnos como marco para intentar entender o explicar lo que en principio puede


parecer inexplicable, un sinsentido que muchas veces tendemos a atribuir a situaciones patológicas desde el punto de vista psicológico y que en algunos casos serán efectivamente su producto, pero que en la mayor parte de ellos tienen que ver con nuestra organización sociocultural. Al tratar de desmontar el mito de la privacidad de los asuntos de familia, como excusa para ocultar el maltrato, solemos hacer alusión al aprendizaje de los niños y niñas que presencian o sufren violencia en sus hogares, diciendo que ellos y ellas probablemente estén aprendiendo un modelo que posteriormente podrán reproducir, con facilidad, cuando formen parejas en su vida adulta. En palabras de Mullender (2000, p.71) “Uno de los factores que muchas investigaciones subrayan como predictor de violencia es haberla experimentado en la infancia. Así, hogares violentos generarían nuevos hogares con hombres violentos, en un ciclo imposible de cortar. No se puede negar la influencia de las familias en la socialización de los hijos e hijas. Lo que sí puede discutirse es que ser testigo o víctima de la violencia en el hogar durante la infancia cause inevitablemente violencia futura: no sólo buena parte de los hombres que la han sufrido no son violentos – en realidad, la mayoría en casi todas las investigaciones- sino que la mayor parte de quienes agreden y de las mujeres que son víctimas provienen de hogares no violentos”.

Con respecto a la denuncia cuando se produce el maltrato, sabemos que las víctimas de la violencia de género son las mujeres, y que este tipo de violencia se alimenta de unas creencias que tienen que ver con la institución del patriarcado. ¿Deben las mujeres denunciar a sus agresores? ¿Tiene esto algún efecto positivo en la conducta de sus parejas? ¿Decrece el número de agresiones tras la denuncia? Según un estudio realizado en Minneapolis en 1981 por su departamento de policía, parece claro que cuando se produce el arresto del agresor, se reduce la incidencia de posteriores ataques.10 10 El Proyecto de Indulto de Illinois se centra en garantizar clemencia a las mujeres maltratadas en prisión por herir o matar a sus cónyuges abusivos. Margaret Byme, directora del Proyecto, fundó el grupo en la década de 1990. Desde su concepción, abogados, profesores, estudiantes de derecho y simpatizantes, han luchado para conseguir el indulto de decenas de mujeres maltratadas en el sistema penitenciario de Illinois. A pesar de las denuncias, las mujeres no tienen una protección real, son escasas las órdenes de alejamiento y se quebrantan con frecuencia, la mayor parte de los asesinatos se producen después de la denuncia. No se trata de desaconsejar la denuncia, aunque se hace necesario planificar una estrategia acerca de dónde irá después, con qué recursos cuenta, cuáles son las medidas de protección a su alcance, cómo podrá seguir recuperándose. Las mujeres precisan atención jurídica, apoyo psicológico, formación laboral y en la mayor parte de los casos, apoyo económico. Se cree que el simple hecho de llamar a la policía (aunque no haya arresto) ya tiene un efecto disuasorio. (Sherman y Berk, 1984)


Otros estudios (Langan e Innes, 1986) llegan a la misma conclusión. Estudios posteriores Dunford, Huiznga y Elliot (1990), Sherman (1981), Sherman y Smith (1992), Pate y Hamilton (1992) matizan estos resultados, que de tomarlos como concluyentes, nos llevarían casi automáticamente a generalizar el arresto como medida. Concretamente lo que se ha obtenido es que los agresores desempleados que habían sido arrestados, incrementaron sus agresiones, mientras que los ocupados las disminuyeron, lo que parece estar relacionado con los efectos que la etiqueta negativa tiene en ellos. La aportación fundamental del feminismo a la violencia doméstica ha sido, además de la denuncia, provocar el paso desde la privacidad a la agenda política y a la agenda pública, llevar a la calle y a los medios de comunicación lo que sucede en la intimidad de la casa y exigir soluciones.

“El camino no ha sido fácil, no sólo por las dificultades que el feminismo ha tenido para presentar sus temas como claves para la sociedad, sino también porque la violencia ha sido y es uno de los asuntos en los que con cierta facilidad las instituciones políticas han asumido los aspectos externos del problema, sin cuestionar a fondo sus raíces”. (Posada kubissa 2001, p.31) Lo cierto es que la mujer maltratada que decide denunciar a su pareja, precisa de apoyos que mantengan su decisión. “Cuando la mujer se da cuenta por primera vez de que su pareja la maltrata suele hablar con alguien. No es verdad que las mujeres maltratadas no lo digan o no pidan ayuda; lo que ocurre es que la respuesta que reciben de los conocidos y de la sociedad en general es fría, tópica, y las disuade de continuar en su denuncia de la violencia de género”. (Barea, 2004, p.184) Resulta imprescindible la necesidad de sacar a la luz los casos de violencia de género, para así ceder la responsabilidad de resolución del asunto a otras personas o instituciones situadas fuera del ámbito familiar. “Existe la idea de que la violencia conyugal es un asunto privado y que, por lo tanto debe resolverse en el mismo lugar donde se produce, o sea en el hogar y a puerta cerrada. Con estas afirmaciones se desestima la intervención de terceros –sea a título individual o institucional- y se acentúa el aislamiento en que viven las víctimas. Expresiones como la ropa sucia se lava en casa, tienen también el efecto de perpetuar una obligación femenina de aguantar silenciosa y resignadamente cualquier agresión y de hacer sacrificios en aras de conservar un matrimonio o una familia que, lejos de ser la pequeña comunidad de amor y armonía que se presenta como ideal, representa el encierro de un malestar que se vive y retroalimenta entre las cuatro paredes que delimitan la escenografía". (Torres Falcón, 2001, p.177)


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