Diáspora

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DI ÁS POR A D O SS I E R N °0

#NarramosLasHistorias




DIRECTORIO DIRECCIÓN EDITORIAL: Efecto Antabus

COEDICIÓN: Francisco Puch Mis Jesús Koyoc Kú

DISEÑO: Elisa Ruiz Zetina Josué Tello Torres

Ilustración de portada: Galia Gálvez Álvarez (Tuxtla Gutiérrez, 1994) estudió Artes Visuales en la Universidad Autónoma de Yucatán, y el diplomado Psicoterapia y Arte en el centro Serendipity. Actualmente trabaja en ilustración y diseño gráfico.

CONSEJO EDITORIAL: Carlos Hurtado (†) Mario Levrero (†) Ezequiel Carlos Campos Franciso Puch Mis Mateo Peraza Villamil Jesús Koyoc Kú Josué Tello Torres

CONTACTO @efectoantabus @antabusrevista efecto_antabus eantabus@gmail.com

EANTABUS.COM Cancún, Quintana Roo. Febero, 2019

ÍNDICE CE

Iván Farías ROBO DE LIBROS LIBROS CON PLÁSTICO

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Mateo Peraza Villamil TODOS PODEMOS CREAR UN LENGUAJE: HUBERT MARTÍNEZ

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Memo Bautista UN BANQUETE PARA EL DOLOR. LOS FUNERALES DE LA SIERRA SUR DE OAXACA

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Carla Gloria Colomé TATÁ BOTÁNICO: MANUAL DE YERBAS MEDICINALES

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Rafael Aragón Dueñas LA EXPERIENCIA DE ESTAR EN EL PATIO DE CUADRILLAS

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Carlos Hurtado TRES CRÓNICAS

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Jesús Koyoc Ku

Efecto Antabus es un plataforma digital de difusión artística que busca, a través de la narrativa y poesía, ser un espacio para que lectores conozcan lo que se escribe en de México, Latinoamérica y España.

ESTAMPAS GUADALUPANAS

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Ezequiel Carlos Campos TRES COLUMNAS

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AUTORES

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R O BO DE LI B R OS IVÁN FARÍAS Fotogr afía co rt

esía: Ed itorial Par

aíso Pe rd

Roberto Bolaño aceptaba que un tiempo fue un ladrón de libros. Así que cuando llegaban muchachos en grupos grandes con pinta de poetas infrarrealistas nos poníamos en guardia y los cuidábamos. Entre nosotros les decíamos los bolañitos. Eran grupos de entre cuatro o seis chavos que entraban a ver las novedades y que muchas veces acababan metiéndose un libro entre las mochilas o en las chamarras. Lo hacían por diversión, por sentir el vértigo del robo. Yo también robé libros en mi juventud, en los supermercados y en la Gandhi vieja de Miguel Ángel de Quevedo. Uno es tan idiota a esa edad que cree que está boicoteando al sistema o perpetrando una osada aventura. Tenía una chamarra larga de cazador con varias bolsas por dentro y por fuera que me servían para meter todo tipo de libros ahí. Nunca robé para vender, sino para leerlos. Era un tipo bastante solitario al cual se le habían acabado muy pronto los títulos que estaban en la biblioteca paterna y en la del municipio. Así que, cuando viajaba a Ciudad de México, iba a Coyoacán y en las aglomeraciones que había sacaba todos los libros de Anagrama que quería leer, cuando esa editorial presentaba autores transgresores. En la librería en la que trabajo los robos son muy espaciados, principalmente porque no hay aglomeraciones de gente como en otras cadenas. Así que como empleado puedes estar más atento a lo que sucede. Alguna vez captaron en cámara a un chavito de no más de 16 años robando libros en otra sucursal. Ese mismo sujeto fue a la nuestra, lo supimos porque el encargado de las cámaras nos avisó, así que nos pidieron que lo invitáramos a irse. La gente de seguridad no había llegado a esa hora, así que la responsabilidad recaía en los libreros. Democráticamente decidimos EFECTO ANTABUS

ido


por un disparejo quién lo haría. Ganó/perdió el que era nuestro jefe y este, temeroso de enfrentarse a un adolescente de no más de 1.70 metros de alto, cuando él era un toro de 1.80, lo pospuso lo más posible. El ladrón enrojeció de pena cuando oyó que lo teníamos identificado y que la patrulla venía en camino, lo cual era falso. El chico pegó un brinco y salió corriendo. Los ladrones de libros jóvenes sufren de una enfermedad mental que se cura con el tiempo, un mal que se va cuando comienzan a ganar dinero para pagarlos. Por lo regular tienen la idea de que es algo heroico; como si robar libros fuera algo romántico, algo deseable. Robo- cultura, aunque sea un robo igual que meterte al Oxxo y sacar cervezas. Alguna vez una afamada escritora llegó a una librería y se llevó un par ejemplares de los suyos diciéndonos que se los cobráramos a su editorial. Con mucha pena, su casa editora nos reintegró el dinero de lo sustraído. Pero esos robos son menores comparados con los que hacen los criminales profesionales. ¿Nunca te has preguntado cómo se surten algunos los libreros callejeros que venden libros nuevos o ciertos grupos de reventa de libros en internet? Pues del robo a librerías. En alguna ocasión llegó un tipo de más de cincuenta años y comenzó a pedir títulos muy específicos, cosas de Atalanta, Siruela, Anagrama y luego, personalmente, comenzó a hurgar en los libreros revolviéndolo todo. A los pocos días esos libros que había pedido ya no estaban. Por casualidades, des6

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cubrimos que los estaba vendiendo en un grupo de Facebook especializado. Regresó al poco tiempo, pero esta vez decidimos seguirlo. Incluso se indignó y nos dijo que lo tratábamos

como un ladrón. Su forma de operar era llegar, preguntar por los libros, revolver los estantes para que no nos diéramos cuenta que un cómplice lo seguía, robando mientras nosotros nos centrábamos en él. Al final, se les prohibió la entrada a él y a su cómplice. Otros son más bruscos. Un par de sujetos mal encarados, vestidos como señores, es decir camisa a rayas, mocasines y pantalones planchados, entraban a la librería mientras uno de ellos preguntaba por algunos títulos, su cómplice iba a las mesas a meterse bajo la chamarra los libros que podía, sin distinción de autores o temas. Cuando los sorprendimos, uno de ellos me empujó y me dijo que «No la hiciera de pedo», el otro blandió una navaja. Se fueron caminando, ante la sorpresa de todos nosotros. No pasaban de las diez de la mañana. Pero bueno, sin duda, el robo más increíble que pude atestiguar fue el de una señora que entró con una carriola, una de esas mujeres que puedes considerar adineradas y con la vida resuelta. De alguna forma, entre la ropa de embarazada y la carriola se robó doce piezas de más de dos kilos de peso cada una de Toda Mafalda. Lo hizo en nuestras narices, es decir, frente a nosotros se llevó más de 26 kilos de papel sin que nos diéramos cuenta. Hasta le aplaudí. ~


LI B R OS CO N P L Á S T I CO

Una de las cosas que más sorprenden a los clientes del extranjero es que los libros en México están cubiertos de plástico. Todos coinciden, alemanes, norteamericanos, brasileños, argentinos, chilenos, que es lo más absurdo que hay. No pueden interactuar con el libro, no pueden saber qué es lo que contiene, no pueden enamorarse de él. Yo estoy totalmente de acuerdo con eso. Pero la regla en cualquier librería mexicana es que los libros deben de ir cerrados. Kilos de plásticos se desperdician por esta razón. La gente llega, observa el título y se acerca a ti para pedirte permiso para abrirlo. Uno como librero accede. El posible lector lo revisa y al poco tiempo lo compra o lo deja en alguna mesa. La relación entre un mexicano y el libro es muy diferente a la del resto del mundo. Nosotros los vemos como un lujo, no como un bien. Para nosotros significa un estatus, así que cuando se compra uno se siguen las mismas reglas que se aplican para un refrigerador o un televisor: ven si está cerrado, que tenga buen empaque, si va a tener una utilidad. La mayoría de los lectores desprecian los libros abiertos porque creen que están usados. Esta conducta llega al grado de que un cliente toma un libro, te pide que lo abras, lo revisa y te dice: me da otro que esté cerrado. Lo cual es una estupidez porque él mismo fue quien lo abrió. En realidad no están comprando una historia, un ensayo, lo que compran es un bien mueble, de la misma forma que lo haEFECTO ANTABUS


rían con tostador o un extractor de jugos. El lector mexicano no desea conocimiento, sino estatus. Alguna vez llegó un gringo, exsoldado, que vivía de su jubilación en una playa del sur de nuestro país. El tipo compraba novelas policiacas en las ediciones más baratas que encontraba porque quería que le alcanzara para más. Donde vivía no existían librerías, era necesario prevenirse. Por el contrario, varios políticos y abogados, compran la colección de Gredos porque los coloca en otro nivel. Un día vino una pareja que compró todos los tomos de Grandes Pensadores de dicha editorial. La chica se oponía a la compra porque las portadas eran en color azul. —Mire —me dijo—, mi marido lee, pero yo soy decoradora, así que los necesito en verde. Una maestra del Estado de México mandaba a sus alumnos a la librería con la intención, supongo, de que se acercaran a la lectura. Su deseo era bueno, pero no funcionaba. De esas decenas de estudiantes que llegaban, eso sí, muy limpios y bañados, como si fueran a una fiesta, ninguno compró un libro. Es más, ni siquiera de intentar leer uno. Pero eso sí, los autorretratos y las fotos posadas junto a los libreros o simulando leer menudeaban. Llegó un momento en que me 8

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negué a sacar más fotos, porque te pedían de favor que lo hicieras, para que posaran como esos comerciales de «Lee 20 minutos al día». Alguna vez hicimos el experimento de dejar los libros abiertos. Fue un completo fracaso. Aparecían rotos, deshojados, con marcas de tinta en las hojas, llenos de comida. Era como darle libertad a un alcohólico y que acabara en un charco de whisky. La gente en México compra libros no por el gusto de leer, sino porque tienen una utilidad. No es extraño que la sección que más se mueve es la de superación personal, porque son libros cuya finalidad es ayudarte a lograr algo. Alguna vez una señora me dijo que ella no leía novelas «Porque no enseñaban nada». En otra ocasión, un hombre me inquirió por un libro firmado por su autor: —Este libro, además de la firma, ¿tiene algún mensaje positivo? —No sé —le dije con sinceridad—. No sé si tenga o no un mensaje positivo. Lo tendrá que leer y usted decidir. —No, no voy a gastar dinero en algo que no me va a servir —reviró. Por eso en México los libros seguirán teniendo plástico. ~



TOD OS PO DE M OS C R E AR UN LEN G UA JE : HU BE R T M AR T Í N E Z MATEO PERAZA VILLAMIL

1 Antes de consagrarse como poeta de la lengua mè´phàà, Hubert Martínez Calleja, Premio de Literaturas Indígenas de América 2017, era metalero. Bajo la luz fluorescente del bar en el que nos encontramos un 11 de septiembre al filo de las siete de la noche, me enseña con orgullo las improntas de ese pasado: tres perforaciones y un rostro aguerrido que raya entre la lúcida locura, la sensibilidad y la violencia. Nació en Guerrero hace 32 años. Llegó a Mérida, Yucatán, a impartir un seminario sobre filosofía del pensamiento originario. Cualquiera creería que su filiación por la lengua indígena se gestó en él antes de su nacimiento, como una herencia inoculada por sus padres desde el segundo previo a la concepción, pero no: —Todo fue por mi compa Lenin, con quien estudié en Guerrero. Él escribió un ensayo sobre la lengua mè´phàà y un maestro de nuestra universidad le dijo: “De eso no hables, que es de changos”. Yo lo agarré el hombro y le dije: “Lenin, no te agüites cabrón: yo soy indígena como tú y nos vamos a fundamentar hasta partirle su madre a ese güey”. Leímos día y noche. Leímos como enfermos. Se lo refutamos y fue nuestra victoria. Ahí me reconocí. A Hubert lo motiva lo mismo que motivó a Lucio Cabañas y Genaro Vázquez: encauzar la rabia hacia un acto que cambie la vida, en especial la vida de su pueblo, el cual, siguiendo lo que dice en la mesa al compás de sus puños, ha sido reprimido por casi 700 años. Primero por los españoles y ahora por los narcos. Su poemario, Las sombrereras de Tsísídiin, acreedor del Premio de Literaturas Indígenas de América 2017—un galardón de 300 10

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mil pesos que le entregaron en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara—, habla sobre la trata de mujeres en Guerrero porque para Hubert la literatura también puede ser una crítica social y política; algo que en algún momento de la plática definirá como “crear una consigna que por tan hermosa es imposible franquear o permitir que se la lleve el aire”; algo que ejemplificará con Roque Dalton y los poetas de Nicaragua, país en el que vivió durante el año 2015. —Yo no sé si me consideran panfletario. Eso, al chile, me tiene sin cuidado. Y son, quizá, muchos los asuntos que le importan poco a Hubert. No busca el reconocimiento ni la ovación ni que su nombre aparezca como letrero luminoso en las revistas de prestigio. Hoy llega solo al bar, huyendo, como acostumbra, de los juegos de máscaras, de los rituales cortesanos que impone un modelo literario muy propio de las provincias. Me dice que ha negado viajes a Estados Unidos y Canadá para leer y seguir

escribiendo. Lo hace—recalca— porque le importan cosas elementales: la preservación de su lengua y su cultura y no los oropeles que embotan a la mayoría de los escritores. —Tan ocupado como me quieren tener, ¿a qué hora voy a tener chance de leer y escribir?—dice—¿A qué hora voy a vivir? Hace una semana publicó un mensaje en Facebook avisando que no participará físicamente en más eventos hasta el 2020. Sin embargo aceptó ser jurado de un concurso, publicar poemas en Tierra Adentro y mantener una columna en un periódico nacional. Viéndolo desde este punto de la mesa, envueltos en música norteña, Hubert resulta un escritor completo. Pero, cinco años atrás, se encontraba a la deriva. Alejado de los grupos literarios de Guerrero y Ciudad de México (de lecturas donde un escritor connotado le dijo: “Qué bueno que viniste, pero tu poesía es una mierda”) trabajando solo, escribiendo sus poemas en mè´phàà y luego traduciéndolos al español, Hubert siempre

Fotografía: Salvador Cisneros

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creyó en sí mismo. El poeta que lo criticó hoy ruega que las puertas de la trascendencia se abran frente a él, esas puertas que Hubert cruzó sin notarlo y no lo cambiaron un ápice. Se acomoda los lentes, seca el sudor que le escurre por la mejilla, bebe un trago de cerveza y dice: —A mí me gusta la violencia. La violencia como un acto estético. Se escriben, así, poemas bien vergas. 2 —¿Es difícil traducir tus poemas al español? —Por supuesto, porque durante muchos años la lengua indígena no se escribió. Era una situación que obedecía a un pensamiento hegemónico, que sentenciaba que sólo se debe escribir lo que tiene historia, y los pueblos originarios o indígenas fueron desplazados; se les negó su historia. Eso ha sido complicado porque apenas en los años sesentas salen lingüistas de las comunidades y ellos comienzan a sistematizar una gramática. De cualquier modo la gente de las comunidades no sabe leer mè´phàà ni escribirlo. Para empezar ni siquiera saben hablar español. —¿Qué tan atrás se fueron los lingüistas para generar esa gramática?¿Códices? —Tienen un patrón derivado de los tomos universales. Ahí toman grafías, escuchan como suena y lo van armando. Podríamos crear un idioma si quisiéramos. La palabra está viva, pues. Y todos podemos crear un lenguaje. Lo complejo en este caso es escribirlo. Pero a la gente de mi pueblo particularmente no le interesa escribir. Sobre eso hay un punto que me gusta: yo soy el primer poeta en escribir un libro de poemas en mè´phàà, pero no soy el primero en hacer poesía. Tenemos una tradición de narradores orales súper chingones. —Es archisabido cómo son los escritores en lengua castellana, pero me pregunto: 12

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¿cuáles son las condiciones que definen al escritor en lengua indígena? —Estamos entre dos mundos: el mundo de la oralidad y el mundo de la escritura. En el primero eres un narrador, alguien que sabe una historia y es bueno contándola. En el otro tienes que ponerte disciplinado, ajustarte a la lógica de la escritura, lo que es una ventaja y una desventaja porque las lenguas minoritarias, los llamados indígenas, casi no tienen lenguas escritas; la ventaja es que cuando se logra escribir aumenta el conocimiento de los pueblos; y la desventaja es que, como son de tradición oral, a la hora de escribir una historia cambia porque la forma de narrar en el pueblo es distinta. Si yo te contara ahora una historia en el pueblo tendría que partir de los elementos con los que estamos conviviendo para meterlos en la narración, actualizarla de acuerdo al lugar y a quien la escucha. En cambio en un libro tienes que elegir una de esas cosas. En un libro no partes de esos elemento y tú eliges el ambiente de tu narración, un ambiente que se petrifica en una página. En el pueblo, en cambio, cada quien reproduce la historia a su manera. Las narraciones en los pueblos son dinámicas, vivas; tienen otro sentido de ser. Te digo: nunca les interesó escribir pero son excelentes narradores orales. Con mirar el ambiente van agregando elementos nuevos a su narración. —¿Qué poetas mexicanos te gustan, Hubert? —Me gustan un chingo Mario Santiago Papasquiaro y Max Rojas. 3 Hubert conduce una motocicleta y arriba hacia la montaña de Guerrero con el viento estrellándose en su rostro, ese viento entre húmedo y cálido que impera en el estado más violento del país. La moto es un escarabajo metálico que, me dice, está bien


vergas, y le sirve para contemplar el abismo cuando atraviesa las curvas cerradas. En lo alto, donde los campesinos subsisten del cultivo de Amapola, Hubert vuelve a casa luego de meses respirando smog: charlas, presentaciones, clases, el espectro total de la vida urbana. —Yo soy el primer güey que sale de la comunidad y se enfrenta al mundo de la academia, de la literatura, los premios, los festivales. El hecho de que haya estado fuera franqueó un estatus de poder. La banda de mi pueblo ahora dice: verga, a huevo, yo también puedo estar en ese festival. Y eso me hace feliz. El escarabajo se abre brecha haciendo estruendo y espanta a las señoras recargadas en en los muros; a los niños que juegan maquinitas en la penumbra de los tendejones, que de súbito voltean y abren los ojos como cerillos encendidos en la oscuridad. Hubert atraviesa la tarde como pretende atravesar el olvido y reivindicar la lengua con la que los hombres y mujeres que ahora salen de la milpa hablan de la lluvia, del brocal roto; la lengua con la que fusionan la risa de los animales nocturnos con su propia risa o con sus vidas y movimientos. —Los pueblos más cabrones desaparecieron. Los inteligentes, los que supieron dialogar, jugar sus piezas ajedrez, hoy perduran. Nosotros tenemos 700 años de resistencia y de no ceder. Nunca fuimos diplomáticos. Por eso estamos aislados en la montaña. Simultáneamente, la ciudad y sus demonios comienzan a devorarlos. Y el mè´phàà, una lengua en proceso de extinción como casi todas, se abre paso en la motocicleta de Hubert. 4 —Escribo en mè´phàà porque, más allá del romanticismo, me parece un pedo político.

Escribo por la rabia. Escribo en mè´phàà porque me lleva a emociones distintas y mundos mucho más extraños dentro mi memoria. Porque la lengua se mete y explora. Me atraviesa. En cambio mi español es limitado: el español (incluso el que usamos ahora) es básico, un idioma que usamos sólo para comunicarnos. Por eso no me alcanza el español para traducir el mè´phàà.

“Pienso que cada cultura va a entender la poesía de distinta manera, en respuesta a una necesidad de su existencia. En mi lengua, en mi pueblo, siempre se tiene que escribir para dejar constancia de un tiempo. Si no, ¿quién contaría la historia del pueblo? Sin historia no habría rituales, no sabrías por qué el conejo se unió a la rama de un chile, por qué el tlacuache tuvo fuego en la cola, por qué las serpientes formaron los serros y trazaron los caminos hacia la montaña. Las historias marcan un tiempo de la existencia. Y en este caso, el tiempo que a nosotros nos tocó vivir como pueblos originarios ha EFECTO ANTABUS


sido un tiempo en el que nuestro pueblo ha sido excluido y ha sido sistemáticamente violentado. Ante esto, podríamos hablar de las estrellas, pero a mí me parece una responsabilidad hablar de la violencia que estamos viviendo: de que llegan los narcos y nos desaparecen; de que las mineras se llevan nuestros recursos y acaban con el agua. Creo que ese es el tiempo que hay que marcar en la memoria; el tiempo que nos tocó vivir, que es un tiempo culero”. 5 Luego de impartir un taller de escritura en mè´phàà, Hubert notó que la gente de su comunidad comenzó a escribir sobre los problemas de los que él escribe: narco, violencia, represión política y pobreza. Comprendieron que esa realidad les pertenecía, que había que reflejarla. —El pedo es que ahora solo hablan de eso— sonríe—. Abandonaron la idea de los poetas tradicionales y naturalistas. Yo les digo: Oigan, muy bien, pero tienen que seguir explorando los temas. Incluso, si quieren, escriban sobre el amor, jajajá. Como dijo antes, considera que su caso abrió una puerta a los jóvenes escritores de Guerrero, quienes repararon en que ellos también puede vivir de la escritura, viajar a los festivales, reproducir su realidad a través de la poesía y la prosa. —En mi caso, y perdón por la palabra, escribo de puras cosas culeras. Mi primer libro habla sobre Ayotzinapa, en los siguientes he hablado sobre narcotráfico y los asesinatos. En mi tercer libro, el que ganó el premio, hablé sobre la trata de niñas. He tratado de abandonar la idea romántica del indígena que ama la tierra, que sólo escribe sobre ella. ¿Cómo voy a hablar de la tierra y el sol si vienen unos pinches sicarios y ejecutan niños en la montaña? Argumenta que el gobierno todavía no respeta sus costumbres. Dice que espera el 14

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momento en que puedan ser ellos mismos, con todo lo que implica culturalmente. No obstante, es realista, y duda que suceda pronto. —¿Cuánta banda armada perdió la vida en la lucha? Hemos luchado por años. Lo que nos falta es establecer alianzas. Las fronteras no sirven. A fin de cuentas lo que todos buscamos es que los pueblos tengan autonomía en sus decisiones. Lo primero: su propio gobierno. La segundo: una economía propia. Ambas cosas imposibles desde la visión occidental. A Hubert lo divierte que sus libros se estudien actualmente en las primarias de Guerrero. De hecho, saca uno de esos libros y pregunta, en broma, si con eso podemos pagar la cuenta. Le digo que sí, pero que lo más probable es que no los lean. Luego habla sobre Nicaragua, donde vivió durante un año. —Cuando estuve en Nicaragua aprendí algo sobre los poetas: ellos hicieron la revolución sandinista. ¿Sabes quién mató a Somoza? Un poeta. Todos los poetas participaron en la revolución. Ahí quieren a los poetas, la gente sabe que dicen cosas que son ciertas, que van contra el poder, que hablan de las causas sociales. No son poetas acomodaticios y agachados, así como se entiende la poesía en algunas partes de México. Aquí el poder los institucionalizó. Los poetas se vendieron. ¿Qué pasó con Octavio Paz? Es una mafia que se ha perpetuado y que te dice desde sus castillos “mejor no escriban sobre las condiciones sociales”. Sobre esto te digo: si vas a hablar de condiciones sociales, hazlo con estética, con reglas, con técnica, se trata, pues, de crear una consigna que por tan hermosa es imposible franquear o permitir que se la lleve el aire. Como los poetas de Nicaragua, como lo hizo el salvadoreño Roque Dalton. ~



U N B AN Q UE T E PAR A E L D OLO R . LO S F U N ER A LE S DE L A S I E R R A S UR DE OA X AC A MEMO BAUTISTA

Don José Barriga tenía espíritu protector, por eso apadrinó a buena parte de los habitantes de San Pedro Mártir Quiechapa, su pueblo. A algunos los llevó a la iglesia para que el sacerdote rociara sus cabezas con agua y los bautizara. A las mujeres las acompañó del brazo al altar para que se casaran. Hoy sus ahijados, hijos, familiares, vecinos, medio pueblo se da cita en su casa a un año de su asesinato. Es costumbre en esta comunidad enclavada en la Sierra Sur de Oaxaca recordar al difunto con la velación y el levantamiento de la cruz. Se trata de un ritual que reconoce en la muerte el encuentro del difunto con la divinidad, pero en lugar de un féretro hay una cruz hecha de polvo de carbón, cal y diamantina. La tradición dicta que se debe dar de comer y beber a todo el que llegue a la velación. En los funerales de los pueblos oaxaqueños el dolor y el gozo se abrazan gracias a la muerte. Por eso la comida, la banda de música y el mezcal son parte de la pena. Son las once de la mañana. Faltan muchas horas para que anochezca, sin embargo, ya hay personas por todos los rincones de la casa: unas rezan en la recámara donde estuvo tendido el cuerpo del difunto y que hoy alberga un altar con la cruz de cal, flores y su retrato; mujeres arman tamales en el patio o hacen las tortillas, tan grandes como un disco de 33 rpm; unas más preparan caldo de res, chocolate y frijoles en el palenque —la rústica fábrica de mezcal—, que hoy se convirtió en cocina. 16

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Los hombres encienden las fogatas que servirán de parrillas; también pican la carne cocida. Otros fríen frijoles y sazonan tripa de res con jitomate, cebolla y chile para botanear mientras trabajan. El resto platica sobre don José y el suceso donde encontró la muerte, el cual marcó al pueblo. La vivienda está abierta, cualquiera puede pasar. “Buenos días, tía”, “buenos días, madrina”, “buenos días, Angélica”. Doña Angélica, la viuda, una mujer de rostro amable que rebasa los 60 años, recibe a la gente que llega constantemente. Nadie trae las manos vacías: cargan un paquete de refrescos, una sandía de la cosecha, un poco de pan, una veladora. Desde las cinco de la mañana la mujer está despierta; llevó el maíz nixtamalizado al molino y preparó el café para los hombres que tasajean la res y el cerdo que se ofrecerá en los guisos. No para: cocina, reza el rosario, recibe a otros dolientes, pregunta a todo el que ve si quiere un plato de comida y lo sirve. “José era muy amable —me cuenta doña Angélica—. Me siento mejor después de un año pero el dolor sigue igual. Nada más que trata uno de ir pasándola”. Estamos en la recámara donde montó desde hace un año el altar para su esposo. La cruz de cal en el piso y la foto donde el mezcalero aparece de sombrero negro y hacha en mano cortando las piñas de maguey, encabezan esta ofrenda mortuoria. El día que terminaron de construir la alcoba, don José hizo una petición a su esposa: —Si yo muero primero, aquí quiero que me tiendan. —¿Por qué me dices así? —preguntó su mujer consternada. —Es que no tenemos la vida comprada. —¡No me digas así! —exclamó con voz suplicante. —Aquí quiero a la gente. —Quedito, te digo. Vamos a hablar de otras cosas porque ya no voy a comer.

¿Por qué me dices así? Cuando les entregaron el cadáver, el hijo mayor del matrimonio preguntó a su madre si lo llevarían a la antigua casa donde vivieron por muchos años. “No. Tu papá me dijo que aquí abajo”, mencionó la mujer. Don José fue velado por dos noches. A doña Angélica le sorprendió que el cuerpo no haya mostrado señas de descomposición durante ese tiempo. El 22 de abril de 2017, habitantes de Quiechapa fueron atacados en la montaña por un grupo provisto con armas de alto calibre del poblado vecino, Santiago Lachivía, quienes invadieron sus terrenos. Un añejo conflicto agrario entre estas dos poblaciones enclavadas en la empobrecida Sierra Sur de Oaxaca desató el fuego aquel día. Además de José Barriga Ramírez, otros cuatro residentes fueron asesinados: Camilo Dasa Durán, Natanael Barriga Osorio y los menores de edad Adalberto Montes Aquino y Alexander Montes Aguilar. Ocho personas más resultaron lesionadas. De las dos personas detenidas por las autoridades de Oaxaca, solo una está presa. El otro quedó libre por falta de pruebas, a pesar de ser señalado e identificado por los testigos de aquella masacre. II La señora Rufa, la rezandera, ha dedicado 40 de sus 79 años a orar en los funerales de Quiechapa y de los pueblos cercanos. Ella continúa el oficio que le enseñó su mamá. Durante nueve días ha rezado el rosario para el aniversario luctuoso de don José. Pero hoy no solo va a dirigir las oraciones: ella elaborará la cruz de carbón y cal para la velación. Un hombre y una mujer la auxilian. Primero hacen una oración frente al altar. Pareciera que así piden permiso para recoger la blanca cruz de cal. En un cajón de madera revuelven con arena el polvo blanco. EFECTO ANTABUS


En seguida ciernen el carbón en una coladera de cocina para que solo pase la ceniza. Días antes la señora Rufa visitó los hornos donde se elabora el pan para obtener el material. La cama negra queda plana, sin protuberancias, lista para el verdadero trabajo. Una mujer se acerca a la señora Rufa, le pide autorización para rezar. La anciana accede y continúa con su labor. Los ayudantes de la señora Rufa cuelan cal en la coladera de plástico. Necesitan el polvo más fino. Un madero sirve como guía para trazar las líneas que formaran la cruz. Hay que centrarlo, medir con un flexómetro para que no quede chueca. La anciana utiliza la hoja de un árbol como cucharilla, con ella toma un poco de cal y la deposita poco a poco en el lienzo negro, siguiendo la línea que le marca el leño. Es un trabajo delicado. La cruz queda delineada tras varios minutos. La otra asistente saca de una revista, que sirve como carpeta, algunas platillas con diseños recortados: flores, líneas, ángeles, velas en candelabros, grecas y más donde aplican la técnica de esténcil con polvo brillante. La señora Rufa coloca con cuidado el modelo perforado a un lado de las líneas de la cruz y rellena el hueco con diamantina verde. Luego vierte un poco de rojo y al final un punto plata. Quita con cuidado la plantilla y mira la flor que ha plasmado. Es la primera. Hay que llenar todo el cuadro. Dos horas después la obra está terminada. El rostro de la anciana brilla por la satisfacción y por la diamantina que embarró en él cada vez que pasaba la mano para secar diminutas gotas de sudor. La cruz está lista para ser velada. Doña Rufa vuelve a su oficio. “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Comienza a rezar el rosario. III Mientras Rufa y sus ayudantes hacen la cruz, tres mujeres adornan con flores, las velas 18

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que iluminarán el altar. Perforan flores de gladiola con largas espinas de pitaya y luego las colocan en las candelas de 80 centímetros de cera virgen hasta formar una especie de raqueta. Irma, ahijada de don José, me cuenta que solo las mujeres de Quiechapa hacen este tipo de decorados. La razón es simple: en su pueblo abunda este tipo de flor, cualquiera que camine un poco por las calles de terracería la encontrará por todos lados. Ellas aprenden desde niñas, sin instrucción, solo observando a sus mamás. La encomienda es hacer cuatro, que irán a cada extremo del altar una vez que esté lista la cruz de carbón. En otro espacio tres hombres adornan también una cruz de madera con hojas blancas que han tomado de un árbol que en la sierra conocen como “de cuchilla”. Son de color blanco, con el borde dentado como si tuviera pequeños cuchillos, de ahí su nombre. Debido a que son gruesas y largas, las tejen, como si se tratara de palma, para formar flores. Los adornos se colocan en la cruz junto a crisantemos blancos y rojos. El madero solo sirve como base para el decorado. Al final queda un gran arreglo del tamaño de una persona. También va a parar al altar. IV A partir de las siete de la noche no solo se velará la cruz de don José, también la de las otras cuatro personas asesinadas hace un año. Los pobladores pasaran a cada una de las casas a visitar a las familia y permanecer un rato como muestra de respeto al difunto. Los anfitriones, por su parte, ofrecerán como agradecimiento la comida que prepararon por la tarde y mezcal, mucho mezcal, hasta que la cruz sea llevada al panteón al siguiente día. “El mezcal ayuda. Saca lo que uno trae dentro”, me dice uno de los hijos de don José mientras vemos a un sujeto que llora desconsolado frente al altar. Me ofrece


un caballito y me sirve el destilado de una botella. Voy despacio con el licor. En la ciudad se dice que el mezcal se bebe a besos, pues es un aguardiente fuerte. Por un momento siento la mirada del hombre, se pregunta por qué bebo así. En cuanto termino se va para ofrecer el brebaje a otro doliente. Hasta entonces me doy cuenta que todos compartimos el mismo vasito y que el mezcal en este funeral no se bebe a traguitos: se toma en dos sorbos.

No es para que la plática fluya; es para tragar el dolor y que la pena, de por sí etérea, adquiera mayor emoción a través de la borrachera. Llega la banda de música. Tocan de pie por un rato y después se sientan a la mesa. Desde ahí arrojan ese sonido nostálgico que comparten con las bandas de los Balcanes, aunque la influencia de la música sinaloense también está presente. Se ve en sus instrumentos —tuba, saxofón alto, clarinete, tarola, platillos— y en su repertorio: “Atotonilco”, “Juan Charrasqueado” y otros corridos. Tocan. Hacen pausa por cinco o diez minutos y después vuelven a tocar canciones para el amigo José Barriga, como lo anuncia el cantante del grupo. Son resistentes,

por momentos el cansancio los vence. Aún dormidos tocan y no pierden el ritmo. Así toda la noche y parte de la mañana, hasta que la cruz de carbón y la de flores son llevadas a la iglesia para que sean bendecidas. A las ocho de la mañana las cruces de don José son llevadas a la iglesia del pueblo junto a las de las otras cuatro víctimas. Cohetes anuncian el suceso a las demás comunidades. La banda toca durante la procesión y la misa. Luego, todos parten hacia el panteón a revivir el entierro de hace un año, que todavía duele. El suceso detiene las actividades de Quiechapa. Hasta los niños de la primaria, así como los de secundaria y bachillerato, todos con sus uniformes muy limpios de lunes, están presentes y se paran en cada tumba, siguiendo al sacerdote de la comunidad, para rezar una oración. Aunque la banda toca para todos, ocupa un espacio cerca de la tumba de don José. Los cohetes no paran tampoco. Después de una hora los deudos salen del terreno donde descansan los muertos. Cada familia va hacia su casa. Hay que dar de almorzar y beber los últimos caballitos de mezcal a las personas que acompañaron durante todo el ritual. Tras nueve días de rosarios que desembocaron en la velación de la cruz y su entierro, por fin los deudos descansaran un poco. No pueden decir lo mismo de sus muertos, a quienes la autoridad oaxaqueña no les ha hecho justicia. ~

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T A TÁ BOT ÁN I C O : M AN U A L DE Y E R BA S ME D IC I N AL E S CARLA COLOMÈ SANTIAGO

Hay tres detalles en la vida de Tatá que podrían hablar mucho de su persona, pero que a la larga nada dicen. Uno: Tatá acostumbra pasar horas mascando un tabaco, y todo indica que Tatá es un experto catador, fumador viejo de tabacos que le llegan de regalo. Sin embargo, Tatá odia fumar, lo detesta. Todo lo que hace es mascar, volver a mascar, ensalivar, mascar otra vez, mantener el constante amargor de los puros que se vuelven viejos en la boca y que jamás enciende. No recuerda si realmente se ha fumado alguno alguna vez. Dos: Tatá es un convencido amante de las plantas, tiene una chiva y un perro guapo al que ha llamado, ya hace un tiempo, Negrito. Y como es amante de las plantas, y como tiene una chiva y un perro, todo indica que Tatá sea también amante de los animales. Sin embargo, Tatá no los entiende. “No me gustan. Sé los secretos de las plantas pero no de los animales”. Y echa abajo cualquier suposición. Tres: Como Tatá es amante de las plantas, y se la pasa localizándolas en el monte, y luego recomendándolas, es de suponer que Tatá también disfrute sembrarlas. Pero tiene, lo que se dice, mala mano. Su relación con las plantas es otra, más de cortarlas. Más de entenderlas. Tatá es una persona compleja. Ya lo tenía yo avisado. Esperanza, su compañera de hace unos veinte años, jorobada hasta más no poder y envidiablemente ágil en su vejez, ha dicho, 20

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como advirtiendo: “Él es una buena persona pero es muy bruto, tiene un genio… Lo que más le molesta es que le preguntes una cosa dos o tres veces seguidas”. No obstante, Tatá ha sido especialmente bondadoso conmigo. Me lo hace saber. Quiere decirme un par de cosas que no ha dicho antes, cuando han pasado otros periodistas, con otras cámaras y micrófonos. Eso sí, me cuesta entenderlo en ciertos momentos. En ciertos. Más adelante, cuando le pregunte por qué no ha llevado a un laboratorio el palo Ramón, con el que según él ha curado cuatro casos de SIDA y algunos otros de cáncer, me dará una respuesta que podría echar por tierra esta entrevista. Eso es más adelante. *** Tatá y Esperanza viven solos, en una casa a los pies del Río Baracoa. Techo de tejas y barro, par de alambrones de soporte. El piso tan barrido, tan pulido, que ahora se camina sobre roca y no sobre la tierra donde Tatá hace ya tiempo levantó la casa. Se ven las

paredes tiznadas. Depende de cómo se miren podría decirse que un humo negro las invadió, o que un humo negro quedó atrapado en aquel espacio. Todo porque a Tatá no le gusta que Esperanza cocine con fogones muy sofisticados. Fogones de gas, según él. Entonces cocina con carbón, enciende un papel y lo tira sobre los trozos y vierte también la luz brillante. “Él dice que me quemo si cocino con esos fogones de gas, no sé, puede ser que le guste más la comida al carbón”. Esperanza, además, me brinda un par de datos útiles, que se adquieren en la convivencia, por lo que más nadie podría dármelos con tal exactitud: Tatá se levanta, toma café, al rato ella le prepara el desayuno, luego se va a cortar leña, o se pone a trabajar en otros asuntos. Le encanta el potaje de frijoles. Lo que más le gusta es consultar. Se enferma muy poco. No tiene achaques, y cuando los ha tenido, no toma pastillas, se cura con yerbas. Juegan dominó, el uno contra el otro, casi todas las noches desde que se conocen. Esperanza no sabe si es de toda

Fotografía: El Estornudo

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la vida, pero Tatá tiene un ojo por el que no ve. Por último dice: “Tatá ayuda a la gente, tiene buenos sentimientos. Si él cobrara, nosotros viviéramos encantados de la vida”. Hoy, Tatá tiene 85 años, uno menos que Esperanza. El tiempo le ha labrado, de manera áspera, unos surcos en la piel. Tiene algo cocodrilesco cuando mira. Clava la vista en un punto, con cautela, con la atención y la calma de un reptil que pareciera atacar en cualquier momento. Pero no ataca. Más bien espera a que le cuentes por qué has venido a verlo. *** Marta es la primera persona que llega en el día. Es julio, mitad de mes. Marta, de más de cincuenta años, pelo rojizo, se alza la blusa y le muestra la panza a Tatá. Marta tiene una culebrilla. Tatá me mira y explica: “Es un parásito entre la piel, que camina, principalmente sale de la cintura hacia arriba y es por falta de vitamina A”. No demoran mucho. Veo que Tatá parte un gajo de una planta que desconozco y lo frota en la panza de Marta. También veo que le da unas indicaciones y otros gajos de la misma planta, para que Marta lleve. No se puede calcular ya el número de personas que ha desfilado por la casa de Tatá. Los problemas más frecuentes, sin dudas, son los padecimientos de riñones. Me dice entonces: —Ahora tú vienes, por ejemplo, y me cuentas que tienes un dolor muy fuerte en la parte izquierda y que tienes deficiencia para orinar, por ahí sé que es cálculo de riñón. —¿No puede ser otra cosa? —También puede ser la vesícula, la apendicitis. Me dicen los síntomas y les hago otras preguntas. Si hay retención de orina, si tienen dolor en los pies. Puede ser también una cesura o un parásito en el riñón. Ahí pregunto: ¿estás orinando con sangre? Eso puede ser por dos razones: la primera, una cesura en el riñón, y la segunda, 22

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un cálculo que haya pasado a mayor y se haya quedado trabado entre la uretra y la vejiga.—¿Cómo sabe en este caso qué es lo que tienen? —En este caso mando para los dos. Busco lo que rompe y calcina el cálculo en el riñón, y recomiendo una yerba fresca para que descongestione y desinflame. —¿Y no se confunde? —Hasta ahora todo el que ha venido aquí ha salido bien. Aquí llegaron una señora y su marido un día, ella tenía que operarse del pie derecho en el Frank País, llevaba tres años con dolores, padeciendo, y en el mismo hospital le dijeron: ¿usted no ha ido a ver a un viejito allá, en la loma de Baracoa? Vaya allá, que tal vez no tiene ni que operarse. Estábamos Esperanza y yo aquí por la tarde y se baja una señora de una máquina con un bastón. Me pregunta: "Usted es Tatá"; le digo: "Lo que queda de él". La llevo a mi cuartico y le digo señora pero usted no tiene nada, no tiene problema, usted viene caminando y mueve los dedos, no tiene que usar muletas. ¿Tú sabes con que se curó? Con la semilla de Altea, le di semilla de Altea, hice la espuma y se la eché en los tejidos –señala detrás de la pierna–. Cuando llevaba media hora empezó a sentir un frescor, y le dije usted lo que tiene es una tendinitis, cuando le toqué los tejidos estaban pegados, eso no necesitaba operación, le dije, dentro de siete días quiero que vengan usted y su esposo y me cuenten cómo le fue. Un día se bajó de la máquina y le dijo a la vieja: “Vieja,


ya puedo bailar Mozambique”. Pregúntale a Esperanza”. —¿La gente vuelve? —La gente vuelve, y manda más gente. —¿Eres, no sé, un yerbero? —No, no vendo yerba. Yerbero es el que vende la yerba, aquí no se le cobra nada a nadie por eso. —¿Y te ves como una especie de médico? —No, ojalá, hubiese querido, pero en mi época no era fácil. Yo soy un botánico. No soy biólogo, tendría que conocer la botánica además de los animales a la perfección.

Tatá estudió Botánica y Anatomía Humana en un curso dirigido en la Universidad de La Habana. “Por eso yo mando la yerba según lo que tú me cuentes”. Conoce todos los movimientos y circulaciones del cuerpo y tiene aún, muy nítidas, las enseñanzas de los libros de Tomás Roig. “Y eso me basta”, dice. —¿Has descubierto alguna planta? Quiero decir, si has descubierto las propiedades de alguna planta. —No, para eso hay que llevarla a laboratorio. Yo trabajo con lo que ya está experimentado. Ven, vamos a hablar de esta. *** “Esta es la Malva Roja. Si una mujer tiene un trastorno interior, con la menstruación, o se le está creando un fibroma, esto la limpia enseguida”. Caminamos los alrededores de su casa. Tatá con sombrero, pantalón, camisa y botas de trabajo. En esta galería de plantas que se empeña en mostrar, Tatá ha hecho la curaduría perfecta. Tiene, rústicamente parceladas, la Malva Blanca, sedosa y muy fresca; la Malva Cochinera, que no posee propiedades curativas, pero sirve como alimento a los cerdos. La Malva China, la Malva Riza, la Malva Tea. Me da a oler de esta última y dice: “Si la flora intestinal de una persona se le agota por una diarrea violenta, y pasa trabajo para defecar, que se tome un cocimiento de Malva Tea para que las heces puedan salir bien por el recto. Hay veintitrés variedades diferentes de la Malva, y veintidós tienen propiedades curativas”. Noto que disfruta exhibirse, caminar y señalar un gajo que a mí me podría parecer igual al anterior pero que nada tienen que ver. Quiere que reconozca las plantas por sus olores, y las corta y hace que las huela. Jamás corta una planta a ras de suelo, ni de raíz. Marca una medida propia que definen sus dedos, una cuarta sobre la tierra, y arranca la planta, para que luego retoñe, dice. Pregunto si cuando va al monte reconoce EFECTO ANTABUS


las plantas con facilidad, si un tallo no se confunde con otro tallo, una rama con otra rama, o las hojas entre ellas. A esto ha respondido: “No hay una mata que sea igual a la otra, como las personas”. —¿Conoces esta? —me dice—. La Yerba Mora. —¿Para qué sirve? —Para muchas cosas. Si hay una úlcera en la superficie de la piel, una linfangitis, esto se muele, se le saca el zumo, por cada taza se agregan tres gotas de aceite vegetal y con algodón se va untando. —¿Y aquí cerca tienes todas las plantas que necesitas? —Aquí tengo algunas, y cuando no las tengo salgo a montearlas. Más de una vez Tatá ha salido de la cama, casi amaneciendo, y se ha ido al monte antes de que las personas empiecen a desfilar con sus listas de achaques. Tiene, previendo cualquier inmediatez, unos montoncitos de palos a un lado de la casa que reparte durante el día. El Xabú, para las hemorroides y como alimento para los niños. El Malambo, para los dolores musculares. El Palo Caja, para la diabetes. El Bejuco Jaboncillo, que cura todos los padecimientos de la cervical, complicaciones de hernia discal y próstata. —Para el dolor de oídos, sopla el palo de Bejuco Viajero, y el líquido que sale lo hechas en una cuchara, lo calientas, a los quince minutos tú no tienes dolor, el oído va a estar entre ocho y nueve días dormido, porque tiene anestésico. Si un día estás en el monte y tienes sed, absorbes ese mismo líquido y te mitiga la sed por 24 horas. Si tienes una herida, como me la hice yo en el manglar cortando leña, un día que lloviznaba y se resbaló el machete y me corté, usa el Bejuco Viajero. Yo me apreté un pañuelo y seguía la sangre, porque me caía agua con salitre de las hojas del mangle, se alteró la herida, cuando vine a la casa a las cinco de la tarde soplé el tallo del Bejuco Viajero en una cuchara, lo calenté, y a la media hora no había dolor ninguno ni ardentía, la herida 24

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empezó a recogerse y a los cuatro o cinco días estaba sana. Tatá nombra otra retahíla de plantas que se suceden cercanas a la casa. Quiero saber algo: —¿Existe alguna para el estornudo? —Ahí lo tienes. También se usa el Malambo, se hace inhalaciones con la hoja de Malambo y se descongestiona la nariz. Pasamos cerca de un horno de carbón de unos tres metros de alto. No hay maestría

como la que muestra un horno de carbón a punto de ser quemado. Los trozos de palo dispuestos milimétricamente, cortados con precisión, los más anchos debajo, los más finos formando una boca que pareciera que en cualquier momento va a escupir el humo contenido. “La única técnica que tengo para que el horno queme bien, es poner alrededor piedras pegadas una a la otra, y cuando le doy candela no le abro hueco encima, le doy


candela en el medio, el horno no es llama, es vapor”, dice. Para hacer carbón, no usa otra madera que no sea la siguiente: Marabú, y palos fuertes de monte como el Guairaje o la Cigua. En unos cinco días que dura el proceso de quemado, el horno estará listo para dar cien sacos de carbón, que a su vez le alcanzará a Esperanza para cocinar todo el año. “No sé, puede ser que le guste más la comida al carbón”, había dicho ella.

Fotografía: El Estornudo

Tatá bordea el horno de carbón y me conduce, por un camino de piedra, a los pies del Río Baracoa. Tiene un pequeño bote que él mismo se agenció y me invita a subir. Me da la mano, galante. Coloco un pie dentro, luego el otro y nos embarcamos. Todo esto es su vida: la casa, las plantas, los hornos de carbón, el río, el cuartico al que me llevará luego. Rema en dirección a unas islillas de

mangle. No quiere que se le quede nada por mostrar. “El Mangle Rojo para la úlcera, para cuando sangran los riñones por una piedra. Como es resecante sana mucho, sirve para cicatrizar”. Veo cómo arranca semillas del mismo mangle y las lanza al río, y me dice que es para que salga más, para que brote. Empuja los remos. Pasamos, en este trayecto, una media hora. Me ayuda a bajar y me lleva al cuartico. “Yo creo que lo que más le gusta es consultar”, me había dicho Esperanza un rato antes. *** El cuartico es un sitio rústico, con techo de hojas secas de palma y asientos superpuestos, uno para el visitante y otro para Tatá. En el cuartico se distinguen algunas jícaras, efigies, las esculpidas figuras de Oshún, Shangó y Algayú, padre de Shangó. Hay otros santos católicos, que Tatá heredó de su madre y que ha querido conservar. “Porque yo siempre he trabajado algo que no es la Botánica”, dice, y me manda a sentar y me da ron, para que pruebe. Pregunta si está bueno y le digo que está bueno. —Yo, con 22 años, empecé esto. No tengo padrino ni madrina ni ahijado, yo atiendo a la humanidad. Yo estaba cortando palos, a principios de 1952, en el mes de marzo, y de pronto comencé a ver una mata de Jagüey muy coposa y a sentir un fresco. Creí que se me perdía el mundo, y cuando volví en mí otra vez, estaba más sudado que un chino sentado a pleno sol. Un amigo que fue conmigo me dijo que estaba hablando extraño y que estaba diciendo que tenía que ir a Pinar del Río y buscar la loma Marcha Atrás, y luego una cueva, y que allí iba a encontrar algo para mí. Me demoré un mes y pico en ir, estuve pensándolo, y el 19 de abril le dije a mi papá que me llevaba su máquina, era mi cumpleaños, cumplía 22. Preparé el carro temprano y salí rumbo a Pinar del Río, iba preguntando quién conocía la loma Marcha EFECTO ANTABUS


vida, estaba sentenciado a muerte e iba a ver a quien fuera”, dice. “Me diagnosticaron cáncer en fase terminal. Me mandaron a la casa y le dijeron a la familia que de tres a seis meses me iba a morir. Yo me enteré de casualidad”. Luis estuvo ingresado por más de veinte días en la sala dos del Hospital Militar de Marianao, donde le practicaron una colostomía. “Los dolores eran demasiado fuertes, no lograba hacer las necesidades fisiológicas, no ingería alimentos. Me dio un paro durante la operación y decidieron que me iban a vaciar”. Luis no recuerda con precisión el remedio que Tatá le facilitó: “Me dio a tomar un brebaje que preparaba, me decía que tomara tres tazas de café por día, y me lo tomé con mucha fe. Nunca me cobró un medio. A los dos meses yo estaba recuperado, se lo agradezco inmensamente, tomé unos cuantos pepinos del brebaje, de la noche a la mañana comencé a engordar, a recuperarme. Yo no sé qué fue, la verdad, solo sé que me curé”. *** Tatá tiene entre manos el Palo Ramón, con el que según él cura a sus pacientes de cáncer. —Para hacer la infusión hay que rayar el palo. Mira, ¿qué le hemos quitado al palo? ¿Le hemos quitado algo bueno o malo? Tanto el palo como el cuerpo humano, como todo lo que sea vivo en la Tierra, vive del cuerpo y del anticuerpo, es lo que lo guarda de la humedad, del sol, le da vida, pero mantiene parásitos y hay que quitárselo. El cáncer se cura con el Palo Ramón, es un antibiótico fuerte. Está en el monte. Si el cáncer está en cuarta fase eso nadie lo cura, después que el cuarto ganglio se inflama el cáncer se disemina por todo el cuerpo, si está en la tercera fase, se cura. *** —¿Cómo sabe en qué fase está? Luis Caballero, de 51 años, fue a atenderse —Por los ganglios que mantenemos en con Tatá hace un tiempo. “Me habían hablado de él. Me pronosticaron tres meses de el cuerpo, tanto debajo de los brazos como Atrás y nadie la conocía, hasta que me dijeron que lo que existía era un camino que se llamaba camino Marcha Atrás. Me indicaron que había una cueva con un Jagüey a la entrada, y que para llegar allí había que ir marcha atrás, porque era una loma inclinada. Cuando llegué a la cueva sentí el fresco que había sentido el día aquel. Revolví todas las hojas que había dentro de la cueva, encontré una cazuela de hierro, que se me desbarató con los años, la piedra esa que está allí —me acerca la piedra y pide que le tome el peso—, aquel palito también. El caldero con palos dentro y la piedra los eché en el saco y con eso he trabajado siempre. La acción del caldero, con el palo y la piedra, me indica lo que tengo que hacer. Hace 63 años de eso. ¿Tú ves la efigie ese que está allí? Es como yo veo al negro, un negro esclavo que veo, dondequiera que estoy lo veo y me habla y me dice lo que hay que hacer, es el que dejó eso en la cueva, es la acción del negro esclavo. Nunca me he metido a averiguar por qué se me dio esto a mí. Yo no consulto, si hay un problema y creo que te puedo ayudar, te ayudo. Nunca le cobré ni le pedí nada a nadie. No soy brujero, yo me dedico a hacer la obra de caridad. Estamos un rato aquí, buscamos los caminos. Yo me considero de la naturaleza. La primera que entra aquí eres tú, no le hablo a nadie de esto. Una entrevistadora española me preguntó cuál era mi religión y le dije mi religión es la naturaleza. A mí nadie me dice padrino. Yo ayudo a que la gente encuentre sus caminos. —¿Y cuando usted muera, que pasará con esto? —El día que me pongan el chaleco de madera y me lleven al reparto bocarriba será como yo lo recibí. Habrá otro nacido o por nacer que se hará cargo.

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en la ingle, se tocan y se ve la inflamación. La persona más difícil de curar es la que se ve normal y se descubre que el cáncer la está invadiendo. Ahora, si un hombre se siente mal, y va al urólogo y le dicen lo que tiene, viene aquí y le doy Palo Ramón. —¿Esa es la enfermedad más difícil que ha ayudado a curar? —El SIDA. —¿El SIDA? —El SIDA. También se cura con el Palo Ramón, tengo cuatro casos de SIDA que se han curado con palo. Se toma como infusión, tres tazas de café, porque la botánica no es de cantidad, una taza por la mañana, otra por la tarde y otra en la noche, dependiendo de la fortaleza física de las personas es la cantidad. —Y si el SIDA se cura con el Palo Ramón, ¿por qué no lo ha dicho públicamente? ¿Por qué no lo informa? —Había un profesor del Hospital Calixto García que quería reconocer el palo, llevar el palo a legalizar. —¿Y entonces? —Le dije que no estaba en eso, porque si yo sé que es un antibiótico fuerte que sirve para cualquier bacteria, ¿por qué tengo que llevarlo a legalizar? —Para que se conozca, ¿o no?

—El que quiera curarse que venga aquí. No hay más respuesta, y no la habrá. Es la que me da todas las veces que quiero saber por qué. “Él es una buena persona pero es muy bruto, tiene un genio… Lo que más le molesta es que le preguntes una cosa dos o tres veces seguidas”, advirtió Esperanza muy al inicio. *** Hay solo una planta, entre todas las que lo rodean, que Tatá desconoce. No la había visto antes. Ni en el monte, ni en la gran parcela que ha sido su vida. La trajeron una vez y creció cerca de la casa. Nadie ha podido decirle cómo se llama. —¿Y si pudieras ponerle un nombre?— le digo. —No lo haría. No me arriesgo, no le puedo poner un nombre a algo que no sé de dónde viene. Quizás ya tiene un nombre, porque no es de Cuba, y qué hago yo poniéndole otro. Pero la adoro, siempre tiene flores. Siempre tiene flores. Siempre tiene flores. Cuento una, dos, tres flores. Pienso un nombre. ~

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L A E XP ER I EN C I A DE E S TA R E N E L PAT I O DE C U A DR I LL A S RAFAEL ARAGÓN DUEÑAS

Los nervios y la angustia siempre se perciben en el semblante de los toreros cuando están en el patio de cuadrillas de la plaza de toros a momentos previos de hacer el paseíllo. Ellos nunca saben lo que podría ocurrir en el ruedo, al igual en el futbol cuando los jugadores se encuentran en el túnel del estadio antes de salir a la cancha; en ambos es vivir el momento porque nadie tiene asegurado el futuro. Ocurrió lo mismo conmigo cuando estuve en el patio de cuadrillas de la Plaza de Toros Monumental Zacatecas. El sábado 22 de septiembre del 2018 dentro del marco de la Feria Nacional Zacatecas (FENAZA), el cartel estuvo conformado por los mexicanos Fermín Rivera, Sergio Flores y los españoles José Garrido y Ginés Marín, con ocho toros de la ganadería hidalguense Torreón de Cañas, fue uno de los carteles que causó más expectativas por el encierro bien presentado. Inclusive se llegó a hablar de lo mejor de la temporada de feria. A la 1:00 pm algunos aficionados presenciamos en conjunto con los apoderados, empresa y ganaderos, el sorteo y entorilamiento de los bureles, ocasionando una gran satisfacción entre nosotros por el gran trapío de los astados. La corrida estuvo programada a las 5:00 pm, yo arribé una hora antes para ingresar por la puerta donde sólo tienen acceso los toreros y su cuadrilla, la prensa especializada, médicos, veterinarios, ganaderos y la empresa. Esperé media hora conversando con el portero y conforme avanzaban los minutos pude ver a los 28

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distintos medios que empezaban a llegar, también a aficionados que esperaban ansiosamente la llegada de los matadores para tomarse fotos con ellos. Una vez tomada la foto los aficionados fueron a sus respectivos lugares de sol y sombra de barrera, tendido numerado y general, los toreros y su cuadrilla y la gente asignada ingresaron por la puerta autorizada, opté por entrar. Era la primera vez que estuve en el patio de cua- drillas donde se respiraba un ambiente tenso, sobre todo se notaba esa preocupación y miedo en el semblante de los diestros. Los distintos medios de comunicación entrevistaban a los espadas, ellos accedían a contestar las preguntas pero se les notaba el miedo. Un coctel de emociones y nervios invadieron mi ser, el olor a tabaco, a arena se hacía cada vez más presente en el lugar mientras percibíamos las barreras, el tendido y el área general que se iba poblando ligeramente. Tuve oportunidad de que los cartelados me dejaran grabarlos con mi teléfono celular pidiéndoles que dieran

un mensaje de apoyo a toda la afición taurina, también aproveché en tomarme una foto con ellos. Todos los que iban a partir plaza se prepararon: alguacilillos, toreros y subalternos se liaron el capote de paseo, los picadores y los monosabios se acomodaron. Se llegó la hora y todos hicieron un colorido paseíllo aunque se vio un poco opacado por la presencia escasa del público; media entrada. El público tenía grandes expectativas por los astados pero se desilusionaron por lo descastados que estaban, (me imagino por la altura del traslado, desde Hidalgo hasta Zacatecas o no sé qué haya pasado) a excepción del tercero y sexto toro que le correspondió a José Garrido que logró sacarle buenas tandas pero perdió los trofeos por haber pinchado con la espada. El cuarto toro que le tocó a Ginés Marín salió un poco soso y parado, el diestro lo citaba con la muleta y no terminaba el recorrido. Pinchazo y estocada caída. El octavo y último toro tuvo que ser devuelto porque el público lo protestó y para rematar se fracturó

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ligeramente un pitón; fue devuelto a los corrales. En su lugar sacaron un toro de la ganadería de San Isidro, que también fue protestado por el público, Ginés le sacó pocas tandas y de pronto fue empalado entre los pitones sin consecuencia grave. Estocada caída y hubo división de opiniones. En cambio en los mexicanos a Fermín Rivera se topó con el peor lote, los toros no dieron para más, y para acabarla de amolar pinchó en el primero de la tarde e introdujo media estocada en el quinto habiendo silencio en el público. En el segundo de la tarde que le correspondió a Sergio Flores un poco soso que logró pisarle los terrenos al toro para sacarle unos muletazos, pinchó y mató a media estocada que fue ovacionado por el público. En el sexto toro fue un poco mejor que el anterior de su lote, cuajó una buena faena que le fue concedida una oreja. Debido a la media entrada que registró el coso de cantera me imagino que el público optó más por la última corrida de feria que sería mañana domingo 23 de septiembre. De hecho sí que lo fue, mejoró la entrada en la barrera, tendido y área general de sombra pero en sol el público escaseaba. El cartel estuvo conformado por un mano a mano: Antonio Ferrera (España) y Joselito Adame (México) con 6 toros de la ganadería zacatecana Santa Fe del Campo. Hubo también mucha expectación en este cartel por la presencia de Ferrera, debido a que está viviendo su mejor etapa como matador, pero no fue así. El diestro español tuvo una tarde muy gris, para empezar mal llegó con quince minutos de retraso a la plaza y tuvo el peor lote con toros descastados y no se le vio ánimos a Ferrera por sacarle por lo menos una tanda de buenos muletazos. Pinchó dos veces y en el tercer intento la espada estuvo

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muy atravesada, honda y desprendida, recibió un aviso y silencio en el público. El segundo hizo casi lo mismo, no se le vio sin ganas y a la hora de matar pinchó tres veces y dio tres golpes de descabello escuchando la molestia del público más un aviso por parte de la autoridad del juez de plaza. En el tercero trató de mejorar pero no fue así. Al final se retiró entre abucheos del público. En cambio Joselito Adame fue el triunfador de la tarde, una oreja en el primero de su lote, aplausos en el segundo y dos orejas en el tercero, al final salió a hombros. Hubo mucha expectación en este mano a mano que resultó una decepción, cada diestro se fue cada quien de su lado, no hubo un enfrentamiento y también estuvo como sobresaliente el torero zacatecano Ángel Espinosa “Platerito” que sólo hizo el paseíllo y los diestros no lo dejaron que pusiera banderillas o darle de capotazos a los toros. Antes de que empezara la corrida “Platerito” fue puntual a su llegada a la plaza y la gente se tomaba fotos con él, luego arribó Joselito a lo que las personas emularon la acción anterior. Durante el patio de cuadrillas también se respiraba aquel ambiente tenso en toda la cuadrilla antes de salir al ruedo, mientras nosotros preocupados echábamos una ojeada hacia el fondo porque Ferrera aún no llegaba. Es una grata experiencia única estar en el patio de cuadrillas porque nosotros nos conmovemos lo que los matadores sienten antes de salir a jugarse la vida para deleitarnos con una obra maestra. Al igual con el futbol los jugadores están nerviosos porque no saben lo que pueda ocurrir en la cancha, más si es una final. ~



TRES CRÓNICAS CARLOS HURTADO

CHEMITO DESDE CHIQUITO El Pichi, le apodan a Lalito los chemos que acostumbran reunirse en una esquina de la región 94. El chavo, a sus nueve años, atraído por la triste celebridad de los drogos, acostumbra ir a rondar la esquina. —A ver, ese Pichi, dése un jalón de la achicalada pa’ que agarre la onda ¿no? –dice uno de los droguis pandilleros al chavito, que se atemoriza al tener cerca el toque encendido. No obstante, hace un esfuerzo por no demostrar debilidad, así que toma el churro entre sus dedos y fuma. —Eso mi buen… me cai que esté sí va a ser bien machín. El Pichi, después de su iniciación a la mota, con más felicidad va llegándole al cemento inhalando y otros apendejadores de moda, hasta que, sin darse cuenta, se convierte en un integrante más de la banda de drogos. Doña Griselda, es una madre soltera que nunca está en casa, pues acostumbra parrandear con taxistas y policías, que, eventualmente, le ayudan a mal llevar los gastos de su casa. —¿Qué horas son estas de llegar? —reclama la madre del Pichi al sorprenderlo llegando bien cruzado después de la media noche—. ¿Y ora tú qué trais?... mira nomás cómo tienes los ojos… El chavo no puede ni responder y, evadiendo a la mamá, se cuelga sobre su hamaca. El olor a solvente se penetra en la habitación única. 32

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—Ay, amá, a poco no se había usté dado cuenta —dice Esther, la quinceañera hermana mayor del Pichi—, si todos los días llega hastalgorro… —Ah chigado chamaco, pero me las vas a pagar —se enfurece doña Griselda, y de un jalón tira al Pichi de la hamaca, para dejarle caer una madrina a palazos, que dejan sangrando en el suelo a su atolondrado hijo. —Ya no le pegue amá, lo que bia de hacer es cuidarlo, en vez de andar de loca con los viejos borrachos esos… el pobre chavo ai anda como perrito a media noche y ni quien lo extrañe, pus así cómo quiere usté que sea buen hijo… ni a la escuela va… —A mí no me digas eso, yo me mato trabajando todo el día pa’ que tengan qué tragar… y así me pagan —dice dramatizando doña Griselda— no es justo… Tú queres la mayor, debías de vigilarlo. —Pero si a mi ni caso me hace amá, cómo quiere que lo cuide… —Pero toda la culpa la tiene el sinvergüenza de tu padre… desgraciado infeliz… pocombre… La hermana nada más mueve la cabeza mientras ayuda al Pichi a regresar a la hamaca. Duérmete manito, ya mañana hablamos. —Ya ni la chingan —reclama Esther a sus cuates de la esquina— por qué le andan dando sus cochinadas a mi carnal… mi jefa ya se dio cuenta de que llega bien pasado todos los días… —Oh, ps que agarre la onda ¿no? —eructa uno de los chemísimos esquineros— ps él anda de cábula, nosotros qué… —Simón, además yasta grandecito ¿no?... ni modo que nosotros le metamos el chemo a juergaz… Los días pasan, y ni la hermana ni la madre prestan verdadera atención a los pasos del Pichi, que avanza rápidamente en su carrera de drogo. —Ay, Santiago, ya no sé qué hacer con mijo Lalo… a cada rato me vienen a decir

que está chemeando con los de la esquina, y hasta con que anda de ratero —se queja doña Griselada con su nuevo amante— yo no sé por qué Dios me castigó con un hijo así… —Pus lo bias de correr de la casa pa’ que aprenda… y también a la vaquetona de la Esther, si ya está grandecita pastar de mantenida ¿no? —aconseja el infame Santiago. Muy cerca del crucero, el Pichi camina tambaleante. Sentadas en una mesa afuera de una fonda, varias pujaronas bromean. —Qué onda Esther, presta una feria ¿no? —dice el Pichi a su hermana. —Chale hijo, ya ponte a trabajar ¿no? —responde la muchacha cruzando la pierna con estilacho arrabalero. —Ohh, nomás un ventilador y ya —insiste el enchemado chavo. —Pus tas sentada en ella hija —cotorrea una de las colegas de Esther, provocando las risotadas de todos. —Órale manita, nomás que venda el autoestéreo te pago ¿no? —suplica el Pichi convenciendo a Esther que de una bolsita de plástico saca un billete de veinte.

LA CASTA ÓSEA Como siempre, cuando se dan los cambios de cada trienio, desde temprano las oficinas de gobierno se encuentran pobladas de un buen número de los funcionarios y burrócratas en general, que ya son, aunque sea por el momento, y claro, no faltan los amigos del amigo del compadre o del hermano. Parecen regodearse abriendo y cerrando puertas de las diferentes oficinas, subiendo y bajando escaleras; descifrando, traduciendo señales que sólo ellos ven, entienden o inventan; parlando por los pasillos y llamando por su nombre de pila a directores EFECTO ANTABUS


y amarrados. Cuántos amigos se tienen de repente. —Te juro que no le perdonaría nunca que me llamara —dice una mujer rechoncha con excesivo maquillaje ocultador de un mostachín casi masculino— Tú sabes cuántos favores le hizo mi difunto, nomás falta que ahora que él está bien, me salga con una babosada… —Ay, tú no te preocupes, ya te dijo el otro día que en cuanto se halle bien instalado o vayas a ver —tranquiliza la amiga, que por seguir el paso apurado de la bigotona, se han zafado los tacones— No comas ansias —dice recargándose en el hombro para calzarse de nuevo— ya ni yo que tengo menos esperanzas. —Pues sí oye, pero da coraje que no te reciban, no que fuera una cualquier cosa —rezonga la mujer, secándose el sudor con un clinex que se pinta al contacto con el estuco agrietado de su rostro. Algunos interrumpen la guardia para ir a tomarse un chesco. El trayecto al minisúper cercano, es un pasillo más, inundado de saludos y preguntas sobre probables o aseguradas reinstalaciones; de esperanzas ya

muertas para excompañeros y conocidos. —No pus ya lo hizo ¿no? —dice un güero mulix refiriéndose a algún cercano— me cai que ni él mismo se la ha de creer. —Lo que pasa es que su hermana le pone con el bueno —asegura su cuate chaparro, derritiéndose de la envidia— pos así hasta yo… —agrega, mientras recorre su melena con su peine casposo. Los chismes, las envidias, la esperanza, la frustración; el rencor, la mentira, la ilusión y la impotencia, se mezclan elevándose como un vapor invisible que enrarece el ambiente. Mientras unos estrenan postura de suficiencia, otros asumen su nueva condición con humildad mal disimulada, evitando las miradas de los conocidos y familiares lejanos que quieren hueso pero no hay, evadiendo el tener que decir que no va a haber. —Dame chance unos días Javiercito — dice diplomáticamente un tipo bien arreglado y con cara de yoyachingué —ya vez que quieren adelgazar la nómina… Pero yo te estoy tomando en cuentan, eh… —Tú sabes que yo respondo —suplica el busca hueso sin creer para nada el


argumento del cuate ya instalado— yo no te quedaría mal… tú me conoces… —Aguántame —se zafa, forzando la despedida— estamos en contacto ¿oquey? —alcanza a decir mientras se aleja apresurado, alcanzando al grupo con el que venía antes de ser interceptado por el inoportuno amigo de la infancia. Presidente Nacional del afamado organismo periodístico Prensa Unida Internacional,

EL CUARTO PODER El periodismo de vanguardia, donde la ortografía, la gramática, la sintaxis e incluso la información y el medio no tienen la mayor importancia. Éste es el que ejerce el ilustre Juan Mugricio Farsantuche Altarro,

orgullo del gremio. Una personalidad impactante y su estilo macuarroide en el vestir, logra apantallar a doña Cruz, propietaria del tendejón Mi Lupita en la región 95. Ella, dada su ignorancia inspectores de las diferentes dependencias gubernamentales. y sus pretensiones de vender cerveza a todas horas, no ha logrado conseguir la documentación requerida

por las autoridades. Juan, con el olfato perruno para detectar chuecuras y causas oscuramente caprichosas, se ofrece amablemente a auxi- liar a la pobre señora que ya no ve la suya de tanta mordida que tiene que aflojar a los inspectores de las diferentes dependencias gubernamentales. —Pues sí, doña Cruz —dice don MugriEFECTO ANTABUS


cio frotándose el pescuezo para quitarse los bolillos de la mugre— yo le aseguro que moviendo mis múltiples influencias, no sólo en el Estado sino a nivel nacional e incluso internacional, con la mano en la cintura, lograremos que le autoricen el changarro. —Ay, señor Farsantuche, deveras que usté es un santo —dice la mujer destapándole la cuarta chela de la mañana a don Mugricio, su protector y amigo, como el mismo se hace llamar. El tipo sin mayor recato, descuelga una bolsita de charritos y mientras botanea, con aire de importancia, gorronea también cigarros y los cerillos, que la mujer considera como una inversión para lograr sus fines. —Es más, señora, nomás porque me cai usté rebien, la boy a nombrar representante del CEN de PIU que se encuentra afiliada al APIRM con sede en el Distrito Federal, y ante la cual, autoridades municipales, estatales y federales

esfuerzos, logré escalar peldaños y peldaños, hasta llegar a ser lo que soy. Así que con un poco de esfuerzo de su parte, llegará usté a ser una digna representante de la importante organización periodística que orgullosamente presido. —bueno, pero pus cómo le hago… usté dígame. —Es muy fácil —dice don Mugricio empinando la quinta cheve de gorra— el PIU me ha facultado para que yo expida credenciales a los diferentes personajes que coadyuvan con nuestra fantasmagórica unión, con el objeto de que la verdad y la justicia llegue a todos los niveles y jerarquías sociales, sin discriminación racial, mental o educativa. Por lo tanto —agrega Farsantuche removiéndose la cerilla con el meñique— usté contará con nuestro apoyo incondicional en cualquier asunto, además de la asesoría jurídica que usté pueda necesitar, es decir, con su cha-

le andan pelando los dientes, ¿qué le parece, eh? —propone el encumbrado periodista internacional. —Ay oiga —duda la tendera clandestina— pero cómo le hago, si ni siqueira sé leer y cuantimenos escribir. —Qué se preocupa doña Cruz, ai donde usté me ve, yo provengo de humilde cuna; allá en mi pueblo, yo le ayudaba a mi padrastro a arrear borregos, por lo cual me fue imposible cursar la educación primaria —comenta Farsantuche, antes de darle cran a la chela— pero luego, después de grandes

rola, usté podrá ahuyentar a todo aquel funcionario público que la quiera perjudicar. ¿Qué le parece, doña Cruz? —Híjole don Mugricio, usté deveras que sí la hace —reconoce apantallada la ruca de la tienda— ¿y de cómo va a ser la cosa? Farsantuche se agarra con el último chorrito de la superior y cerrando un ojo, pide la sexta del día para acallar los reclamos corporales de la cruda. —es una bicoca señito, mire: para poderle expedir su charola, sólo es necesario que usté pague una cuota de inscripción de

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cien varos, que en realidad no son nada si tomamos en cuenta las ventajas que usté disfrutará con sólo mostrarla. Ya después la cuota mensual será de veinte pesitos, por los cuales yo le daré recibo pa’ que no vaya usté a pensar que es pura farsa. —¿Nompas eso?, pus ta a todo dar —se emociona la doña—. Bueno, y para lo de mi permiso, ¿qué vamos a hacer? —Mire, para eso pienso que yo personalmente debo encargarme. Nomás es cosa de ir a ver al mero mero; es mi cuate y no creo que haya problema, sólo que para llegar a él, se necesita realizar varios trámites que como usté sabe, llevan tiempo y dinero… cualquier cosa, ai nomás para los chescos de la secrete y el ayudante. Con un docientón yo me empiezo a mover. La señora hace cuentas y decide aflojar. De un paliacate surgido de entre su abundante pechuga, la tendera saca la lana que Farsantuche se embolsa con pereza. De un raído portafolios, extrae una credencial enorme en cuya esquina superior izquierda se puede observar una franja con el verdeblancoyrojo de la bandera, sobre la cual se puede leer con letra gótica: 4º Poder. La señora termina de apantallarse y se emociona más cuando el encumbrado Farsantuche le recita la leyenda: SE SUPLICA A LAS AUTORIDADES CIVILES, MILITARES Y TERCEROS, LAS FACILIDADES PARA EL DESEMPEÑO DE SU LABOR PERIODÍSTICA EN BENEFICIO DE… —¿Cómo lo ve ai mi ñora? —dice Mugricio en medio de un eructo— nomás preste la foto y luego luego se la sellamos. La señora de volada saca una foto borrosa de la trastienda y Farsantuche se dispone a firmar con estilacho la charola. ~

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E S TA M PA S G UA DA LU PA N A S JESÚS KOYOC KU

—¡Qué bonito día! —¡Qué bonito día! —¡Nos tocó para correr! —¡Nos tocó para correr! —¡No hace frío ni calor! —¡No hace frío ni calor! —¡Bajo la mirada del Señor! —¡Bajo la mirada del Señor! Los ciclistas hacen un breve silencio y el presbítero les avienta agua bendita, algunos rezan, seguramente dando las gracias o reafirmando la promesa que hicieron antes de salir de sus lugares de origen. Siguen cantando y dan rienda suelta a la emoción de haber llegado al Santuario de la Virgen de Guadalupe más importante en el sureste de este pedazo de tierra, en el barrio de San Cristóbal en la ciudad de Mérida, Yucatán. El coro de ciclistas se aleja poco a poco del ligar donde han sido bendecidos, mientras la voz cantante parece irlos arreando de a poco. Con ellos se aleja también el canto que ha sido su amuleto durante las últimas horas para internarse en un bosque de peregrinos y peregrinas que están desperdigados por el suelo del barrio de San Cristóbal. —Imagínate qué cansados deben estar —dice G— para dormir en el suelo y con este frío. Y además del frío, la música que suena por todas partes: 38

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de adentro de la iglesia, los coros propios de la misa que se canta este 11 de diciembre, cada hora, desde las 3 de la tarde y hasta la una de la mañana; más allá, una banda toca cumbia que, milagrosamente, quizá gracias a la virgen morena, no se confunde con la música sacra; más allá, una banda dominguera toca las mañanitas a la virgen, una de muchas. ¿Lo común? Las bicicletas como cadáveres cansados, las imágenes de la virgen y los peregrinos y peregrinas que se encuentran en todos los rincones del barrio. Recuerdo momentos específicos de aquellas noches: recuerdo la segunda o tercera vez, cuando todo se hizo de manera más improvisada. Recuerdo en la cama de la camioneta del vecino de la esquina, a las nueve de la noche, enchamarrados por el aire frío que cortaba el camino que los vehículos andaban para llevarnos a Leona Vicario. Recuerdo la llegada al pueblo, tarde. La iglesia y los adultos entrando hasta el altar, haciendo una oración y una promesa frente a la Virgen. El silencio de los murmullos que solo Dios escucha —o no. Recuerdo el altar —¿Qué no estoy yo aquí que

soy tu madre?—, listo para la misa de las doce, la misa que no íbamos a escuchar porque quizá estaríamos aún en camino a Cancún. Vamos a ir con una camioneta adelante y otra atrás: ahorita vamos a ir hasta la salida del pueblo y ahí vamos a empezar a correr: vamos a calentar un poco, dice mi papá en ese momento, y nos enseña un poco cómo hacerlo. Cuando se cansen, levantan la mano para que hagamos el relevo. Lo siguiente que recuerdo es a uno de mis vecinos levantando la mano en la profundidad de la noche, en algún kilómetro de la carretera libre que une Cancún con Leona Vicario, pidiendo un relevo, mientras con la otra sostiene la antorcha: el vecino de enfrente, que en ese momento tiene 16 o 17 años, baja de la cama de la camioneta y se pone unos patines: así ha de llevar el fuego de la Virgen por un buen rato. Con tanta pinche vuelta ya no sé ni en dónde quedamos, dice G cuando estaciona el coche a varias cuadras de la iglesia de San Cristóbal, en la ciudad maya de Jo’, también conocida como Mérida, Yucatán. Caminamos sobre la calle 67 en dirección hacia

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la 50 y le digo que estamos cerca de la central de abastos, muy cerca del hospital al que llaman Centro Materno, que es prácticamente la antesala al Santuario de la Virgen de Guadalupe. Hace bastante fresco y tanto G como yo traemos puestos nuestros abrigos para combatir este particular frío tropical. En el camino hacia la iglesia encontramos muchos altares a la Virgen afuera de las casas, algunas aún con los rastros del último rosario a la Reina de México, otras más aún con gente rezando o comiendo después del rezo. También vemos a personas que caminan a sus coches con sus playeras o sudaderas con motivos guadalupanos, otras más cargando imágenes que han comprado y bendecido unos momentos antes: migran, migran poco a poco llevando el peso de la madre sobre los hombros. Pero lo que más abunda es aquello que hemos ido a ver: los hombres y las mujeres que permanecen junto a sus bicicletas que han andado cientos de kilómetros, quizá miles, y que tienen como parada obligatoria la iglesia de San Cristóbal. La central de abastos es un punto de encuentro para estas personas, que apiñan sus bicicletas en enjambres estáticos que cuidan unos de otros, y luego tienden sábanas o colchas sobre el piso afuera de los locales cobijados por la calle 67. Estos hombres y estas mujeres llevan sobre los ojos el calor de varios días y las promesas a cuestas y no pueden más que descansar como ángeles del Señor: platican fuman escuchan música comen toman agua hablan por teléfono miran mil yardas a la distancia simplemente duermen. Un operativo grande de policía ha sido desplegado: en cada esquina hay un elemento estatal o municipal y a lo largo del camino hay varios más —dicen— agilizando el tráfico. O haciendo algo. —Dale la mano, dale la mano! ¡Así, tiene que ser así! Mi papá le grita desde la camioneta al vecino que trae nuestra antorcha vieja y pesada. Estamos en 2002 o 2003, en Cancún, muy cerca del 43º Batallón de infantería, sobre la avenida José López Portillo. El vecino corre al otro lado de la calle y se encuentra con la otra caravana de peregrinos: le da la mano como le grita mi papá, quizá cruzan algunas palabras (Dios y la Virgen te bendigan, o bien que la Morenita te cuide, o bien, Buen camino hermano, o bien, cualquier otra cosa para desearse lo mejor: es el saludo del corredor) y finalmente intercambian la antorcha: nos dan una más pequeña, mucho más ligera. El vecino cruza la avenida de vuelta y se para delante de las dos camionetas que han salido de la región 94 para peregrinar hasta Leona Vicario y hacer la vuelta: no se puede ir muy lejos: no sé si decir que unos diez o doce niños van con unos nueve o diez adultos o si los adultos vienen con nosotros: todos somos vecinos y el viaje ha sido medianamente improvisado —como el del año anterior, 40

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Fotografía tomada de @Flickr Marysol (Creative Commons)

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y, uno nunca sabe, como el del año siguiente. Ya son pasadas las once y aun nos faltan unos kilómetros para llegar a la cuadra, al final de la última novena a la Emperatriz de América. El vecino reemprende la marcha y las camionetas se vuelven a encender. El encuentro, el saludo del corredor, no ha durado más que unos pocos segundos pero a nosotros, estoy casi seguro, nos ha parecido una eternidad: es quizá, esa misma eternidad del rito. Y así, con esa misma rapidez, el camino se reemprende: en ese momento no lo sabemos, pero ya nos espera un plato caliente de pozole. El camino se vuelve más espeso conforme G y yo avanzamos hacia el centro del mundo guadalupano. Se escuchan sirenas y se ven luces de todos colores —y también gente de todos los estados del sureste. ¿Cómo sabes a dónde van o de donde vienen?, me pregunta G. Mira sus playeras, le digo, y señalo con la cabeza las espaldas de las personas: Ciudad del Carmen-Chetumal 2018. Promesa a la Virgen Tizimín-Cancún. Temax-Playa del Carmen. Huhí-Mérida. Todas ellas con motivos guadalupanos: ya se la imagen del ayate o una antorcha —todos ellos y todas ellas tienen el encargo de cuidar el fuego —de llevar el fuego de la palabra. Es como la décima vez que salgo yo, dice William Miguel, hemos ido a muchas partes, pero siempre que regresamos tenemos que pasar a esta iglesia, me dice, reforzando la idea de la parada obligada, nos quedamos a dormir aquí y mañana nos vamos de vuelta a Temax: el trayecto de este año refuerza la idea: William y su grupo salieron de Chetumal cuatro días antes para dirigirse al Santuario de la Virgen de Guadalupe en San Cristóbal, antes de volver a su lugar de origen. Wilberth Manuel, compañero de William, dice que ir de Mérida a Temax les tomará aproximadamente tres o cuatro horas más que han de recorrer el 12 de diciembre al amanecer. Le pregunto cuántas personas son y me dice que son diecisiete. No hace más cuentas. No va más allá. A Dios gracias y en compañía de la Virgen este año salió todo bien, dice Wilberth, pudimos cumplir la promesa que teníamos prevista, la de ir a Chetumal; estamos de vuelta y esperamos llegar de vuelta y con bien mañana en el pueblo. Junto a él, su caballo de hierro. ¿Llevan alguna medida de seguridad? Sí, un vehículo va con nosotros. Entre William y Wilberth sumán más de diez recorridos: William ha salido en siete ocasiones a diferentes lugares de la península: Playa del Carmen, Felipe Carrillo Puerto, Ciudad del Carmen. Wilberth se sumó al grupo apenas hace cuatro años, aunque siempre han hecho trayectos largos. ¿Siempre en bicicleta? No, hemos ido corriendo también, dice William, con la experiencia atorada en la garganta. Yo no tomo ninguna preparación física, dice William al inicio, bueno, sí, o bueno, no: es que estoy acostumbrado a jugar fútbol y no se me hace taaaaan pesado, EFECTO ANTABUS


pero sí vamos a la iglesia, hacemos oración. Estamos parados detrás de la iglesia de San Cristóbal, entre un olor a meados y gente regada como gotas después de la lluvia. Alcanzamos a escuchar la cumbia que suena por un lado de la calle, y también los murmullos que salen por una de las puertas laterales de la iglesia. Una porra comienza a escucharse detrás de nosotros: otro grupo más de gente ha llegado a San Cristóbal. G toma unas fotos más allá y al final le doy las gracias a los dos y me reencuentro con G para seguir nuestro camino. Dice Leonardo Da Jandra en La mexicanidad: fiesta y rito, que sin “rito no hay verdadera fiesta, y sin cuaresma no puede haber verdadero carnaval. Cuando el carnaval se desprende de su raigambre sagrada, la bestia humana emerge a plenitud y no solo perturba el ordenamiento cósmico que es el resultado del abrazo entre lo divino y lo natural, sino que, al pretender potenciar sin límite las transgresiones, quebranta la relación armoniosa entre el tiempo festivo y el tiempo productivo”. El barrio de San Cristóbal —el barrio entero— es una muestra de este orden de mundo y cómo la fiesta mantiene el orden natural: Se pasan de verga, me dice G mientras estamos parados en el atrio, viendo las flores como luces en el altar, separados de él tan solo por una marabunta de personas y unos cuarenta metros, no deberían estar tocando esta música ahora, dice para referirse al conjunto musical que toca cumbias de Junior Klan en un escenario a unos quince o veinte metros de la puerta principal de la iglesia. Frente a nosotros, se escucha al coro comenzar a cantar el Gloria y al padre secundando con su rasposa voz: la gente de afuera presta o no presta atención dependiendo de dónde se encuentren: algunos están más al pendiente de sus teléfonos y lo que puedan ver a través de ellos, otros más hablan entre ellos, otros más miran hacia el altar, otros 42

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más cantan el Gloria, otros más nos fijamos en lo que hace el resto de la gente, y otros más, como G, miran el color del altar y las flores que abundan por todos lados. Levanto un poco el cuello y miro hacia delante para encontrarme con gente que carga imágenes más grandes o más pequeñas de Guadalupe, camino a ser bendecidas. Nos quedamos unos minutos parados por ahí hasta que le pregunto a G si quiere que nos vayamos. Si quieres. Le digo que quiero ver más. Y así, sin más, nos salimos de la fila para adentrarnos en el mar de la cumbia que hace unos minutos nos llamaba. —Pásele, pásele, a ver, mire. G y yo nadamos entre el mar de gente, braceando y boqueando el frío de la noche. Se adelanta un poco y cuando escucho al hombre que nos habla me volteo y le pido a ella que se detenga. El hombre que nos habla está detrás de un triciclo en el que exhibe varias vírgenes de Guadalupe de diferentes tamaños, talladas en piedra: —Mire, mira, ráyele con la uña, aquí tiene una llave. El hombre toma una de las imágenes y le pasa una llave varias veces sobre la cara de la virgen: —No se raspa jefe, es pura calidad, llévese una. —¿Cómo se llama usted?—le pregunto, en vez de averiguar el precio. —Yo me llamo Jorge—me dice el hombre desde su trinchera—y siempre he hecho esto, pero también hago más cosas: tallo madera, tallo piedra, hago tejidos de hilo, infinidades de cosas de madera. Las piezas dependen del tamaño: las pequeñas se hacen como en 20 minutos pero las más grandes me llevan como una hora. Y es que la noche del 11 de diciembre también es una para comerciar de manera bastante amplia: en los alrededores de la iglesia, las imágenes de la Virgen van desde los 15 hasta los 400 pesos, dependiendo del


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material. —Hoy, que representa el trabajo de dos semanas—me dice Jorge—es una buena noche, puedo llegar a ganar entre cinco y diez mil pesos. Ahorita traigo 130 piezas más las otras que no he contado en el otro triciclo. Es una chinga porque estoy aquí desde las siete de la noche y me quedo hasta el amanecer. —¡Elotesquites!—grita un hombre junto a nosotros. Le pregunto algunas cosas más a don Jorge, que me dice que su producción está parada por la falta de recursos, entre otras cosas. Decimos unas cuantas cosas más y finalmente le doy las gracias. Don Jorge es un ejemplo del negocio que implica el 12 de diciembre: por todos lados hay gente que vende tamales o botellas de agua; el parque frente a la iglesia parece más bien una feria con puestos de comida y papas fritas y marquesitas y otras cosas más. G me pide que le agarre la mano mientras nos alejamos de la plaza. Es un poco difícil porque hace bastante frío. Platicamos sobre lo que hemos visto. Me dice que su papá también fue guadalupano cuando era joven.

Me dice que más bien era por salir de Bellavista, en Chiapas, de donde es originario. Yo recuerdo de nuevo las dos o tres veces que corrimos hace más de quince años. El frío sobre la carretera. La oscuridad que duele, como dice Cormac McCarty, alumbrada por una antorcha pesada que nunca pude cargar más que allá de unos metros. La vez que un vecino avanzó casi dos kilómetros andando en patines, cambiando la antorcha de una mano a otra varias veces. Las indicaciones para correr —levanta la mano cuando te canses. El pozole de doña Julia a la vuelta, después de la novena frente a la casa. Mira, dice G, ahí parece que hubo otra novena, mientras señala una casa frente a nosotros. La gente que se aleja. La llave que abre la puerta del coche y enciende el motor. La vuelta a casa. ~

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T R E S CO LUM N A S EZEQUIEL CARLOS CAMPOS

SERENDIPIA Hace mucho que dejé de ir a las librerías. Poco a poco los hallazgos sorpresivos ahí habían menguado sobremanera, ya casi nada me impresionaba, sabía lo que iba a encontrar y su precio. No digo que ya de manera definitiva dejé el espacio ventalibresco del todo, sino que poco a poco mi lugar de compra de libros había cambiado de lugar: internet. Me entenderán. He comprado libros en internet como obsesivo, lo que va de este año, no les mentiré, he comprado quizá más de cien volúmenes. Los espacios ahí abundan, los grupos de venta de libros, de intercambio, de subastas, hacen la compra más amena; conoces a gente con tus mismos gustos, vendedores que desean que el libro se vaya al mejor precio o al mejor postor. Se ve al libro como objeto de unión entre los lectores, hasta de juego. Eso es algo genial. Algo que las librerías no tienen: ahí muy casualmente —o sea nunca— conoces a alguien. Yo creo que nuestro sueño es encontrar al amor de nuestras vidas viendo los títulos de una sección de la librería. Iba a comprar más libros: de entre todas las imágenes que subía mi ahora nuevo dealer literario en un grupo famoso de venta de libros muy baratos, escogí, me parece, once. Todos baratísimos. Uno me llamó más la atención: porque era de poesía, editorial española (Huerga & Fierro), de un autor que nunca había escuchado, menos leído. Era Catalista, los poemas 44

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escogidos de Roald Hoffmann. Pues lo pedí. No había investigado quién era ni nada. Los quince días que tardó la caja pasaron como siempre: en nada. Llegó. El primero que abrí fue el del susodicho. Lo abro y veo una firma en pluma roja: “For Grecia With Best [aquí una palabra que no logro descifrar por la caligrafía en cursiva]. Roald Hoffmann”. Uno se encuentra libros dedicados por otras personas, eso suele pasar mucho cuando compras en librerías de viejo. Que alguien halle alguno firmado por el autor al precio que a mí me lo dieron —30 pesos, quiero recordar— pocas veces —algo así me pasó recientemente, viajé a Morelia y compré una antología de Antonio Cisneros y estaba firmado también—. Cuando se tiene suerte puede pasar: quizá encuentras un libro firmado por su autor pero no una primera edición, ni de lujo y, claro, a un precio exagerado. Esas cosas nos pasan a los lectores. Llegó el momento de investigar sobre ese autor. Y lo primero que veo es que, en 1981, ganó, junto a Kenichi Fukui, el Premio Nobel de Química. Roald Hoffmann es de esos autores que se interesan por la poesía mientras estudian su carrera base, así dice en la solapa del libro: “En la Universidad de Columbia se interesó por la Química y por la Poesía, e inicialmente optó la primera como profesión, por parecerle más fácil abrirse camino en ella”. Nada tonto el señor Hoffmann. Ya que hablamos de un químico poeta encontramos en su poesía algunos conceptos científicos nunca antes vistos en la poesía. Prácticamente la mayoría de sus poemas son así: hablan de la ciencia, utiliza términos y cosas de la química que hace tomar un diccionario o el celular para buscar de qué demonios nos habla; también encontramos poemas —los mejores, creo— que hablan sobre la guerra. Sinceramente la mayoría de los poemas no me gustaron: el ritmo no logra mantenerse, los términos científicos hasta feos se ven…

nada sorprendente. Quiero pensar que soy la Grecia al que se lo dedicó. Sea como sea, encontré un libro firmado por un premio Nobel y ahora es de los ejemplares más importantes en mi biblioteca. Eso no sucede en las librerías. ¿Quién compra un libro por internet y está dedicado por alguien de su talla? La emoción que sentí al saberlo fue tanta que hasta ganas me dieron de dejar la escuela y dedicarme a buscar las firmas de los autores de los Nobel. Al fin y al cabo si yo encontré un ejemplar entre millones, otro debe andar por ahí.

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EL INFIERNO BIBLIOTECARIO Nunca me ha gustado entrar a las bibliotecas. Ni quedarme a leer en los sillones, aunque cómodos, porque hay algo muy adentro de mí que me impide pasar las hojas tranquilamente. Tampoco me gusta ver los estantes llenos de libros, la infinitud me da pavor. Los estantes, enormes, pesadísimos, hacen que, cada vez que pase, me vayan recorriendo escalofríos por todo mi cuerpo. Las formas de las bibliotecas me han parecido desde siempre el infierno de Dante. Y es que cualquiera tiene un parecido con el mal. Me

explico: hay grandes puertas a la entrada, que se abren con tan sólo estar cerca, como si los pecados fueran tan grandes para pasar así de simple y rápido. Hay que dejar lo que uno carga en la paquetería porque, lamentablemente, no se puede llevar nada para la salvación. Si alguien se para en el centro de todo el espacio, largos y altos pisos van a elevarse. Si camino de manera circular por entre los pisos me recuerdo como un Dante sin Virgilio, sin otro guía más que los señalamientos de las materias, géneros, que cada estante guarda en sus huecos. Y cuando alguien camina por la librería el silencio aturde, las miradas de la gente que te observa subir las escaleras como si no hubiera otra manera de castigo, que acercarse, poco a poco, al espacio de los condenados y de los muertos. Ir a una biblioteca, como ir al museo, pienso, es visitar las tierras inhóspitas donde radica la muerte. No sólo se escucha el silencio de los visitantes, los cuchicheos al hablar bajito por las reglas, sino las voces de tantos muertos como si fueran los propios autores los que estuvieran leyendo sus obras, y nosotros, como intermediarios de infernal acción, releemos de las cosas pasadas y por venir. No se dejen atrás a los autores que están por morir: yo, tú, él… todos los que alguna vez habitamos esta vida y se nos 46

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ocurrió dejar para la posteridad algún ejemplar guardado en biblioteca, y llame a los habitantes de este infierno para ayudar a inmortalizar unas palabras ajenas pero que siempre nos las apropiamos. Entre el silencio, las voces de todos los autores piden lectura. ¿A quién de tantos escuchar? No se diga de la gente que anda aquí y allá por toda la biblioteca, como aquellos condenados en busca de un ejemplar sin encontrarlo,

un mito de Sísifo completamente moderno: hallar y volver a poner, llevarlo y entregar. Y aquellos semi guías que trabajan en la biblioteca, los que llevan ahí más tiempo, estatuas, trabajadores del infierno que lo único que quieren es llevarte al lugar equivocado para que las penas sean más grandes y, una de dos, o te quedes más tiempo vagando o mejor pienses en el plan B que será dejar la biblioteca y tener que ir al otro infiernillo libresco, la librería.

Quizá sea mi imaginación. Quizá fue


culpa de mis maestras que me mantenían encerrado ahí minutos enteros como castigo; pero cómo no relacionar un espacio con el otro, pareciera que los muros llenos de libros se estrecharan hasta hacerte papilla; la condena del conocimiento impalpable o infinito; cuando hay más libros que gente y uno sin poder leerlos porque el tiempo es corto; y, algo aún más grave, los libros estáticos como pinturas tenebrosas de miradas

Fotografía cortesía: Ezequiel Carlos Campos

acusadoras, porque, citando a Rodrigo Fresán, [ojalá –agrego para darle otro sentido] que “los libros no estén todo el tiempo ahí, a la vista, recordando con su atronador silencio todo lo que no se ha leído ni se leerá”. Libros que pesan más que la tierra misma y los estantes, los suelos, las paredes, están a punto de soltar el peso de tantas hojas porque al fin y al cabo el infierno en algún momento será apagado.

Y si no me creen es porque son una más de las almas que vagan por los pasillos, o aquellas que ya ni se dieron cuenta que murieron y están más asfixiados que los condenados en la historia de Dante.

EL MUNDO AL REVÉS Imaginemos un mundo donde las grandes obras de la literatura nunca existieron; los autores, por razones indistintas, flaquearon a tan gran hazaña que es la escritura —a veces durante décadas— de una obra maestra. Imaginemos que el trabajo del escritor es un poco menos exigente: los resultados son obras menores; pero como imaginamos un mundo distinto esas serían las mejores. Imaginemos la labor del escritor: entre menos importante la obra en nuestro mundo, mayor importancia en el otro. Al fin y al cabo ¿quién diría lo contrario cuando nuestra realidad sería aquella? Imaginemos un mundo sin Hamlet, En busca del tiempo perdido, Guerra y Paz, El Quijote, La divina comedia. Que no existiera el personaje femenino en Madame Bovary o Ana Karenina y fueran hombres los protagonistas. Imaginemos ahora aquellos manuscritos que todos los escritores, por razones conocidas y otras no tanto, quemaron, destruyeron o prohibieron publicar después de su muerte. Y esos libros son los que tendríamos que leer todos porque nos harían entender nuestra realidad, desdoblarían el mundo para llevarnos a otro plano, su lenguaje nos haría explotar hasta parecer pedazos de globo en el suelo. Las grandes obras de Salinger serían aquellos relatos sobre la familia Glass que nunca se publicaron, nuestro El guardián entre el centeno el libro que habla sobre el hermano de Holden que existe bajo llave, o aquellos testimonios de la II Guerra Mundial que escribió durante más EFECTO ANTABUS


de cuarenta años. Las obras de Shakespeare mundialmente conocidas serían las que, según cuentan, están enterradas junto con él, inéditas. Quizá el universo de Stephen King conocido sería aquel que pensó en su infancia y nunca logró plasmarlo en papel, el de Lovecraft una mitología llena de ponis y unicornios. Nuestra A sangre fría sería Plegarias aprendidas, la mejor obra de Hemingway, El jardín del Edén, uno de los libros más vendidos en la historia En agosto nos vemos de García Márquez, o El forastero misterioso como el Tom Sawyer de Twain, todas ellas publicadas póstumamente. Imaginemos que Kafka, en vez de pedir que quemaran sus libros después de morir, hubiera dicho que los publicaran en las mejores editoriales y Max Brod, de ideas contrarias, nunca hubiera recuperado libros como El castillo y El proceso. O que James Joyce no hubiera tardado casi cuarenta años en escribir dos de sus grandes obras porque encontró un boleto de lotería premiado y viajó por el mundo en vez de escribir; un joven Vargas Llosa que ganó un premio con Los jefes a una corta edad y, ya en París, haya encontrado trabajo de modelo y olvidado la escritura. Las mil y una noches el libro sagrado más importante. Imaginemos un mundo donde el lector no es tan exigente, lee lo más simple, porque ¿para qué leer libros complejos, extensos, con nombres rimbombantes si al fin y al cabo sólo tenemos una vida y hay que buscar la manera más simple de pasar el rato? Imaginemos un mundo donde la mejor literatura es escrita en los periódicos; las mujeres forman el canon y, por lo tanto, estarían en el top; las librerías como tiendas de abarrotes con millones de ofertas porque el consumidor escasea. O imaginemos nuestro mundo sin lenguas, libros, personas y naturaleza. Un mundo sin mundo, galaxias sin galaxias, e imaginemos la oscuridad absoluta siendo leída por dios y él como el mejor creador de historias que nadie más va a conocer. ~ 48

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Fotografía cortesía: Ezequiel Carlos Campos

Fotografía cortesía: Ezequiel Carlos Campos

Fotografía cortesía: Ezequiel Carlos Campos


AU TO R E S IVÁN FARÍAS: Ciudad de México, 1976. Narrador y crítico de cine. Ha publicado dos libros de cuentos y dos de ensayo. Con Entropía se hizo acreedor al Premio Beatriz Espejo de Cuento en el 2003 y fue considerado por el periódico Reforma como uno de los mejores de ese año. Ha sido antologado en El cuerpo remendado, Lados B y Bella y Brutal Urbe. Ha publicado cuentos y artículos en diferentes revistas y periódicos de circulación nacional como Reforma, La Jornada, Complot, Replicante, Gótica, Generación y Playboy. Es articulista de La Jornada de Oriente y crítico de cine para Playboy.com.mx. Su libro más reciente es «Crónicas desde el piso de ventas». MATEO PERAZA VILLAMIL: (Mérida, Yucatán, 1995). Ha publicado narrativa y textos periodísticos en medios impresos y digitales, como en Memorias de Nómada, Efecto Antabus y Revista Marabunta. Becario del Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico (PECDA) de Yucatán en la categoría de Jóvenes Creadores para el periodo 2017-2018. MEMO BAUTISTA: Periodista, coordinador editorial del sitio cronicasdeasfalto.com y productor de radio. Escribe para diversos medios, entre ellos Chilango y Más por Más. Sus crónicas han sido traducidas al inglés, italiano y neerlandés y está incluido en el libro “La crónica como antídoto: narraciones desde Tlatelolco” (UNAM, 2015). CARLA GLORIA COLOMÉ: No escribe para ningún medio, no ha sido merecedora del premio X, no ha pactado con la editorial Y, sus poemas y cuentos no han aparecido en la prestigiosa revista tal. Esto es todo lo que no es. Se piensa que, desde el inicio, pudo haberse llamado Gloria. Y nada más. RAFAEL ARAGÓN DUEÑAS: Estudiante de la licenciatura en Letras de la UAZ, es aficionado al cine y al cómic. Ha publicado cuentos en las revistas Abrapalabra y Barca de palabras, así como también reflexiones, ensayos, crítica, en medios electrónicos como Efecto Antabús, Aeroletras.org y El guardatextos. Perteneció al Taller Literario Alicia, al Taller de Crítica y Creación Literaria de la Universidad Autónoma de Zacatecas y fue becario del Festival INTERFAZ-ISSSTE en su edición 2017 llevado a cabo en la ciudad de Monterrey, N.L. CARLOS HURTADO: (Guadalajara, Jalisco, 1955 - Cancún, Quintana Roo, 2015) Hizo estudios de arquitectura en el Distrito Federal. Partició en cursos de literatura impartidos por la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM). En 1989 recibió mención honorífica en el certamen internacional de cuento Juan Rulfo. En 1996 publicó su Crónicas urbanas, una selección de los textos de su columna del mismo nombre que aparecieron en el periódico Por Esto! de Quintana Roo. Con Cancún todo incluido, su primera novela, se colocó entre los creadores más destacados de la primera generación de escritores de Cancún. En 2009 publicó su segunda novela, Otra vez las margaritas, en la que aborda el tema del amor y el sexo en la era de internet. JESÚS KOYOC KU: 1992. Becario del Pecda Yucatán 2018. Segundo lugar del Concurso 48 de Punto de Partida en el área de crónica. Ganador del Premio al Periodismo Heineken 2018 en el mismo ámbito. Cofundador de la revista digital Efecto Antabus. EZEQUIEL CARLOS CAMPOS: (Fresnillo, Zacatecas, 1994). Es poeta, editor y columnista. Ha publicado en Círculo de Poesía, Punto de partida, Liberoamérica, entre otras. Escribe la columna “El pequeño guardatextos” en Crítica de El diario NTR. Es autor de Aquello que no se cuenta (2017), Quizá por miedo a la noche (2018), El beso aquel de la memoria (2018) y El Infierno no tiene demonios (en prensa). EFECTO ANTABUS


I lu str ac ione s d e Gal ia Gá lve z Álv ar e z. D i ásp ora f ue im p r e sa e n Ca ncú n, Q ui n tan a R oo e n ma rzo d e 2 0 1 9. En su comp o si c i ó n s e us aron las f ue ntes U bu n tu y Sp arta n .




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