La lealtad

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Colegio Las Américas

Los valores La lealtad Eison Salazar

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La lealtad La lealtad es una fidelidad o devoción de un sujeto o ciudadano con un estado, gobernante, comunidad, persona, causa o a sí mismo. No existe acuerdo entre los filósofos sobre a que cosas o ideas es que se puede ser leal. Algunos sostienen que se puede ser leal a un espectro muy amplio de cosas, mientras que otros argumentan que solo se puede ser leal a otra persona y que ello es una relación estrictamente interpersonal. La lealtad es un valor que básicamente consiste en nunca darle la espalda a determinada persona, grupo social y que están unidos por lazos de amistad o por alguna relación social, es decir, el cumplimiento de honor y gratitud, la lealtad está más apegada a la relación en grupo.

Vivimos en un mundo donde el [dejar de ser egoísta] es el plato del día, y el beneficio personal es el objeto de la mayoría de relaciones y esfuerzos. Una de las cualidades más honorables que una persona puede desarrollar es la habilidad de ser leal. La lealtad es la habilidad de poner a los demás antes que a ti, de permanecer con ellos en las buenas y en las malas, y de cuidarlos. Ya sea que luches por ser leal con alguien especial para ti o que sólo sientas curiosidad por saber exactamente qué significa ser leal, continúa leyendo para informarte.


• POEMA DE • LEALTAD

• Un amigo leal,que dificil es encontrar,un enemigo fatal que siempre te va a esperar.Escucho el viento soplar,veo recuerdos que se van, miro un amigo pasar espero que sea leal,como aquel amigo que siempre voy a recordar.


La historia de Canelo es la historia de un perro cualquiera y su amo. Es una historia de amor, de cariño, de lealtad, de respeto. Es otra de tantas historias que la Vida, la Naturaleza, Dios, o como quieran llamarlo, nos dá tan a menudo. Una historia de la que nosotros, inmersos en este mundo donde predomina el egocentrismo, la competitividad y la inmediatez, tenemos que aprender. En definitiva, una de esas historias sencillas, sin héroes ni hecho épicos pero que nos enseña lo humildes e insignificantes que somos como especie y como individuos. Canelo era el mejor amigo de un hombre de Cádiz. Un chucho que acompañaba a su dueño a todas partes y en todo momento y que hacía mucho más llevadera su soledad. Ambos eran fieles amigos y podía vérseles pasear a menudo por las calles gaditanas. Una vez a la semana, uno de esos paseos llevaba al perro y a su dueño al hospital, pues el señor padecía de problemas renales y tenía que someterse a tratamiento de diálisis. Canelo esperaba en la puerta del hospital -pues lógicamente los perros no pueden entrar- tumbado hasta que su dueño salía y volvían juntos a casa. Un día, el hombre sufrió una complicación en su enfermedad que no pudo superar y falleció en el hospital. Canelo, como siempre, seguía esperando la salida de su dueño tumbado junto a la puerta del hospital. Pero su dueño nunca salió.

El perro permaneció allí sentado, esperando. Ni el hambre ni la sed lo apartaron de la puerta. Día trás día, con frío, lluvia, viento, calor… permanecía junto a la entrada del hospital esperando a su amigo. La gente de la zona se percató del hecho y empezaron a cuidar del animal. Le llevaban comida, agua y casi lo cuidaban como si fuera uno más. Incluso en una ocasión la perrera se lo llevó para sacrificarlo y la presión popular hizo que indultaran al perro. 12 años. Eso fue el tiempo que estuvo Canelo en la puerta del hospital esperando, y no se marchó aburrido, ni en busca de comida o adoptado por una nueva familia. Murió en las puertas del hospital, atropellado. Un final muy trágico, al menos así lo vemos nosotros, pero quizá no lo fue tanto para él que, de algún modo, se reencontró por fin con su querido dueño. La historia de Canelo se conoció en toda la ciudad de Cádiz e incluso llegó a sobrepasar las fronteras. El pueblo gaditano, en reconocimiento al cariño, dedicación y lealtad de Canelo, de ese chucho que renunció a abandonar a la persona querida hasta su último aliento, dió nombre a una calle e hizo una estatua en su honor.


LA PROMESA DE LA FLOR: En un hermoso bosque de cedros había un árbol a cuyos pies vivía una linda flor. Sus gruesas raíces la mantenían a salvo y su follaje la protegía del sol de verano. Pero la flor estaba triste; era la única flor hasta donde se podía ver en aquel lugar. Un día, acertó a pasar por ahí una abejita, zumbando de alegría. Al ver a nuestra flor se asombró de su belleza y con mucho respeto, se acercó.

-Flor de gran hermosura, que haces aquí sola en la espesura? La flor, halagada, le contó a la atenta abejita de su tristeza. Conversaron por mucho tiempo, hasta que la abeja sintió que era hora de regresar a su panal. -Me esperan en casa. Debo marcharme. La flor se asustó mucho pues pensó que perdería para siempre a su nueva amiga. Pero grande fue su alegría cuando la abeja le dijo que volvería al día siguiente. -Aquí te esperaré. Y como agradecimiento por fijarte en mi te prometo que guardaré lo mejor de mi polen para cuando regreses. La abejita se despidió zumbando con renovada alegría. A partir de entonces volvía todos los días a conversar con la florecilla. Le contaba todo lo que pasaba al otro lado del bosque y mucho más allá, de las maravillas que existían pasando sus linderos y de los tantos campos de flores como ella, que se mecían al son del viento al atardecer.


Pero un día la abejita no regresó. -No tardará – se repetía la flor a sí misma. -Debe haberse perdido. Mientras tanto, en el árbol que daba sombra a la flor vivía un malvado abejorro, ansioso de llevarse el delicioso polen tan cuidadosamente reservado. Viendo que la abeja no regresaba, bajó con zumbido atronador de su hoyo y con gran altanería le dijo a nuestra flor: -Esa abeja no regresará nunca más, querida florcita. Dame ese polen a mi; alíviate de tu carga y olvídate de la abeja. -Ella volverá – le respondió la flor, indignada – y sólo a ella le entregaré el polen, tal como se lo prometí. El abejorro, ofuscado, se elevó a gran velocidad hasta su hoyo, en lo más alto del tronco. Pero la abeja tampoco regresó al día siguiente, ni al otro. Una gran tristeza embargaba a la flor, que sin embargo resistía a la insistencia del insolente abejorro que todos los días exigía su cargamento de dulce polen. Un día, un zumbido muy familiar sorprendió a la florecilla, haciendo vibrar sus pétalos de alegría. Era su amiga la abeja que por fin regresaba. -Uf!, uf! – bufaba la abeja, que a duras penas pudo posarse sobre un pétalo de su amiga – Amiga flor, lamento haber tardado tanto tiempo en volver. Seguramente no me habrás extrañado mucho… La flor estaba a punto de preguntarle qué le había sucedido, cuando distinguió que una de sus alitas estaba rasgada. Con una mirada de profunda admiración y gratitud le dijo: -¡Cómo no extrañarte, abejita! A pesar de todo volviste y por eso te viviré eternamente agradecida. Y mostrándole el delicioso polen que le había guardado, añadió: -Este polen lo reservé sólo para ti. Tómalo, descansa y alíviate aquí por esta noche. No puedes volar así, estando próximo a anochecer. Así lo hizo la abejita y al amanecer del día siguiente, totalmente curada, volvió a su panal. A partir de entonces nunca más volvió a faltar a una cita con su gran amiga. ¿Y el abejorro? Pues les contaremos que cogió sus maletas y huyó zumbando apenas se enteró de que un vistoso pájaro carpintero había decidido hospedarse en su árbol. Y así, zumbando zumbando, este cuento va terminando. FIN.


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