El papel social del intelectual

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Sección de obras de Sociología dirigida por José Medina Echavarría

I MANUALES

EL PAPEL SOCIAL DEL INTELECTUAL


Primera edición en inglés, 194c Primera edición en español, 1944

Queda hecho el depósito que marca la ley Copyright by Fondo de Cultura Económica Impreso y hecho en México Printed and made in México


I'L O R IA N

Z N A N IE C K I

EL PAPEL SOCIAL DEL

INTELECTUAL

Versión española por

Ernestina de C/iampourcin

FONDO DE CULTURA ECONOMICA Pánuco, 63 - México


I

A la Universidad de Columbio, la mun­ dialmente famosa asociación de dirigentes presentes y futuros en todas las ramas y campos del conocimiento, dedico humilde­ mente esta obra.



IN D IC E I S<><iología y teoría del conocimiento ............................ II

/'ét nicos y sa b io s...............................................................

n 33

i. I‘.I conocimiento: prerrequisito para todos los pa­ peles sociales ......................................................

33

• l .spccialistas activos y conocimiento técnico.....................35 ; l .l consejero técnico y los comienzos del conoci­ miento técn ico ...........................................................

41

/). Líderes técn ico s.............................................................

48

Expertos técn icos.............................................................

57

(>. Inventores independientes ..........................................

65

7. Qmocim iento de sentido común ............................

73

H. La incipiente diferenciación entre los papeles en el dominio del conocimiento cultural ..............

92

III I <is escuelas y los hombres de estudio como deposita­ rios de la verdad a bsolu ta .........................................

99

I. La escuela sagrada .....................................................

99

1. Eruditos religiosos

.....................................................

106

4. Secularización de escuelas y hombres de estudio .

121

/]. K1 descubridor de la verdad .....................................

125

*j. 1¿1 sistematizador .................................................

131

9


io

Si

Ha

ín d ic e

6. El colaborador .............................................................

*35

7. El combatiente por la verdad .................................

144

8. El ecléctico y el historiador del conocimiento

r 57

9. El difusor del conocimiento ......................................

158

IV . E l explorador como creador del nuevo conocimiento .

l 73

1. Surge una nueva pauta ...........................................

m

2. El descubridor de hechos .........................................

178

3. El descubridor de problemas (teórico inductivo)

187

4. Diferenciación entre teóricos inductivos ................

199

,


CAPITULO I SO C IO L O G IA Y T E O R IA D E L C O N O C IM IE N T O I ,\

s o c io l o g ía

es aún joven y tiende a ser imperialista. Sus

antepasados pretendieron para ella todo el dominio de la cultura y muchos de sus fieles devotos están intentando hacer efectivas estas pretensiones extendiendo su imperio .1 los campos del derecho, la economía, la técnica, el len­ guaje, la literatura, el arte, la religión, el saber. Estos intentos se hallan en conflicto, no sólo con los reconocidos derechos de las ciencias que desde hace tiempo han domi­ na» lo estos campos, sino también con las pretensiones con11.11 ias de la psicología — rival, igualmente agresiva, de la m» iología— y que a su vez se está entremetiendo en los i' trenos sociológicos. Las luchas resultantes no han sido < a. i iles. Se han definido nuevos problemas, se han ideado nuevos métodos para su solución. Sin embargo, por otra parte, muchos problemas estrictamente sociológicos están aún abandonados o tratados de un modo inadecuado. Está muy bien cultivar las fronteras entre las ciencias especiales, pero cada ciencia debiera de cultivar primero debidamente •ai propio campo mediante métodos propios. Aquí nos preocupa esa serie particular de problemas lionterizos recientemente denominada “ sociología del cono(amiento”, término paralelo a los de “ sociología de la i< li 'ión” , “ sociología del arte” , “ sociología del lenguaje” . H interés hacia estos problemas remóntase a los comien• mismos del pensamiento sociológico moderno. La u


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idea central de la famosa “ ley de los tres estoicos” , de Comte, era que entre ciertos tipos de filosofía o — más gene­ ralmente— de conocimiento (teológico, metafísico, positivo) y ciertas formas de estructura social existe una 'réIaciÓn~~He mutua dependencia. Medio siglo más tarde, el grupo sociológico francés reunido en torno de Durkheim intentó, en una serie de estudios muy importantes, demostrar el origen social de las formas fundamentales de la experiencia y el pensamiento^humanos.1 Más recientemente, los sociólogos alemanes, en particular Max Scheler y Karl Mannheim, han realizado esfuerzos sis­ temáticos para descubrir la dependencia del conocimien­ to respecto a las condiciones sociales.2 1 Véase Emile D u r k h e i m , Les Formes elémentaires de la vie religietise (París, Alean, 1912), para un esquema general del estudio sociológico del conocimiento. E. D u r k h e i m y Marcel M a u s s , en “Des quelques formes primitives de la classification” , Année sociologiqtie, vi, presentan casos en que las clases lógicas están determinadas por la subdivisión de grupos sociales. Lucien L é v y - B r u h l , en su famosa serie de obras acerca del pensamiento primitivo, Les Fonctions Men­ tales dans les sociétes injérienres (Alean, 1910, La mentalite primiti­ ve (1922), L ’Am e primitive (1931), Le Surnatnrel et la nature dans la mentalite primitive (1931), L ’Expérience Mystique et les symboles chez les primitijs (1930), tiende a demostrar que los pueblos “primiti­ vos” — o más bien “preletrados” (Farís)— empjea?PpnTreiptP7''TÓgi^ v categorías d i s t i n t o s nuestros; la sugestión evidente es que lo mismo los suyos que los nuestros" están socialmente condicionados. Maurice H a l b w a c h s , en Les Cadres sociaux de la mémoire (París, Alean, 1924), demuestra que nuestra memoria y, por lo tanto, también nuestra experiencia del tiempo, está organizada por un armazón social­ mente establecido y reglamentado de sucesión y simultaneidad, dentro del cual encajan los hechos de la vida colectiva. S. C z a r n o w s k i aplicó el estudio sociológico al espacio, particularmente en su monografía “Le Morcellement de l’étendue” , Revue de l'histoire des religions, 1927. 2 Cf. M. S c h e l e r , ed., Versuche zti einer Soziologie des Wissens (1924) y Die Wissens formen und die Gesellschaft (1926); K. M a n n h e i m , Ideología y Utopía [Trad. de S . Echeverría, México, Fondo de Cultura Económica, 1941 ]; el artículo de M a n n h e i m , “Wissenssoziologie”, en Handw'órterbuch der Soziologie de Vierkandt.


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El termino “ sociología del conocimiento” nos parece bastante desafortunado, pues sugiere que ese conoci­ miento es un objeto que es materia de investigación socio­ lógica. Ahora bien, cada ciencia se ocupa de una clase específica de sistemas y procesos. La sociología se inte­ resa en primer lugar por esa clase de sistemas llamada "socTaP7~(po7 ejemplo, un “ grupo social”, una “ relación social” ) y por procesos que se dan en o entre esos sisteiuüS. La característica distintiva de los sistemas sociales reside en que sus principales componentes son hombres que actúan de modo recíproco, mientras que los sistemas de conocimiento o teorías (empleando este término en el sentido más general), no son evidentemente sistemas sociales. N i son tampoco “sociales” los sistemas lingiiístu-n ^ hay poca similitud entre una frase compuesta, un poema, una pintura, un sacrifi­ cio, un automóvil, por una parte, y un partido político, un club, una relación conyugal o de parentesco, por otra, inás allá del hecho de que cada uno de ellos posee un orden interior que mantiene juntos sus componentes. Claro es que entre sistemas sociales, por un lado, y otras clases de sistemas culturales, por otro, hay muchas relaciones dinámicas de dependencia unilateral o mutua, algunas de las cuales vamos ahora a investigar. Pero existen del mismo modo relaciones de dependencia entre otras clases de sistemas. Si la existencia de esas relaciones nos autoriza a usar los términos “ sociología del conoci­ miento” y “ sociología del arte”, por la misma razón de­ beríamos poder hablar de “ lingüísticas de la religión” , “ religiones del arte”, “ economías del conocimiento”, y así sucesivamente. Sin embargo, no es necesario disputar por palabras.


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Puesto que la expresión “ sociología del conocimiento” ha conseguido ya ser ampliamente reconocida en la litera­ tura sociológica, bien podemos adoptarla subrayando la reserva de que no significa una “ teoría sociológica del conocimiento” .3 De otro modo, la propia sociología se hallaría en una extraña posición. Como teoría descono ­ cimiento, como una “ cienpa-dej^sj^ienm

que

determinar su propio carácter como sociología; mientras que como sociología determinaría su propio carácter como “ ciencia de las ciencias”.1 Muchos errores podrían ser evitados si poseyéramos una “ciencia del conocimiento” plenamente constituida, un estudio comparativo, inductivo de los diversos sistemas de conocimiento que la investigación empírica descu­ briría en el pasado y en el presente. Desde la antigüedad ha existido realmente una f¿c>sa£ía del conocimiento — ppi<;r^mrilo^jn1 lógica y^ e to d o lo g ía ^ m ^ ^ e s t a ­ blecer los principios y normas generales de los que depende la validez de todo conocimiento, lo mismo que ha existido una filosofía política y ética de la vida social. Sin embargo, una ciencia del conocimiento para­ lela a la sociología o las lingüísticas modernas no inten­ taría estandarizar de modo normativo los sistemas que estudia, sino que los consideraría simplemente como rea­ lidades empíricas, tratando de llegar mediante su análisis comparativo a generalizaciones teóricas acerca de ellos. Esa ciencia ha empezado apenas a surgir de los estudios históricos y etnológicos. Aparentemente su desarrollo 3 Tomo esta distinción de un artículo inédito de Mr. Edwin Anderson sobre el estudio de Durkheim acerca del conocimiento. 4 Cf. la crítica de Alexander von S c h e l t in g sobre Mannheim, American Sociological Review, agosto, 1936.


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• " ir iiiiiy r una tarca lenta y difícil y el sociólogo carece ■ I *•nii|icit iic ia para participar en ella .5 P in»

una

in v e stig a ció n

o b je tiv a

de

los

sistem as de

Miiioi im ie u to en su c o m p o s ic ió n , estru c tu ra y relacio n es •Mu

tom ai

p le n a m e n te en c o n s id e ra c ió n lo q u e es u n a

1 jitH i» 1 ¡silia e se n c ial d e to d o sistem a d e c o n o c im ie n to :

11 iu d c nsión de ser verdadero, es decir, objetivamente válido Sin embargo, el sociólogo no está autorizado a 1 mil 11 ningún juicio respecto a la validez de ningún sisli mi de conocimiento, excepto los sociológicos. Sólo en• 111 nii.1 sistemas de conocimiento en el curso de su 111vi itigac ión cuando descubre que ciertas personas o gru..... que estudia se hallan activamente interesados en 1 llic., que construyen, mejoran, suplementan, reprodu11, defienden o popularizan sistemas que consideran mino verdaderos, o bien rechazan, se oponen, critican o intervienen en la propaganda de sistemas que consideran l il .os. Kn cada uno de esos casos el sociólogo está oblij' i.lo .1 considerar las normas de validez que esos indivi­ duos o grupos aplican al conocimiento en el cual toman (• ule activa. Pues, como observador de la vida_cnltnralT h

fiólo puede comprender los datos que observa si los toma imito con el “ coeficiente humano”, y si no limita su obiivaeión a su propia experiencia directa de los datos, mío (jue reconstruye la experiencia de los hombres que • .1.111 t ratando con ellos activamente.0 Lo mismo que una l'( laeión conyugal que observa es para él, real y objeti.miente, lo que es para la propia pareja conyugal, o una n Uno de los esfuerzos colectivos más interesantes para construir • •ni «inicia mediante aportaciones monográficas está representado por |n. veinte volúmenes de la revista Naul^a Polsf^a (Ciencia polaca), S Miclialski, ed., Varsovia, 1920-39. " lf. Z n a n i e c k i , The Mctfiod of Sociology (Nueva York, 1934).


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asociación lo que significa para sus miembros, un deter­ minado sistema de conocimiento debe también ser para él lo que es para la gente que participa en su construcción, reproducción, aplicación y desarrollo. Cuando estudia sus vidas sociales debe estar de acuerdo en que, respecto al conocimiento que ellos reconocen como válido, son la única autoridad que él necesita tener en cuenta. N o tiene derecho, como sociólogo, a oponer su autoridad a la de ellos; se halla comprometido por la regla metódica de_la modestia incondicional. Debe renunciar a su propio criterio de validez teórica cuando se ocupa de sistemas de conocimiento que ellos aceptan y aplican. No importa que el tipo de conocimiento que esas gentes cultivan sea técnico, normativo o teórico, teológico, metafísico o em­ pírico, deductivo o inductivo, físico o humano, ni si ese particular sistema que consideran como verdadero es el de la física de Tales, de Demócrito, de Santo Tomás, de Newton o de Einstein, la biología de Aristóteles o de Darwin, la psicología de Platón o de los objetivistas: es su juicio, y no el del sociólogo, lo que condiciona la influen­ cia, sea cual fuere, que ejerce su conocimiento sobre su vida social, y viceversa. Pero ¿cómo debe conducirse el sociólogo cuando des­ cubre que algunas personas niegan la validez de un sistema que otros consideran verdadero? ¿Este conflicto de autoridades no le obliga acaso a tomar una decisión? N o lo creemos así. Si aplicamos lógicamente el coefi­ ciente humano, concluiremos que cuando un hombre asume una actitud negativa respecto a un sistema de conocimiento que otros reconocen, esto constituye sólo un hecho más o menos interesante de su vida personal, que no afecta en ningún modo la composición objetiva,


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11 t iinu luí.1 o la validez del sistema que rechaza. De la un in.1 m.mera, el hecho de que a una persona no le guste I I li lla lla in g lesa , e l im p r e sio n ism o en p in tu r a o el c a lv im nio

com o

r e lig ió n , n o

tien e

nada

que

ver

con

el

iiumIi lo in trín seco y la im p o r ta n c ia d e esos sistem as cu lluí.1I11

tal c o m o

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sus p ro sé lito s.

S in

1111I1.irgo, esa v a lo ra c ió n n e g a tiv a p u e d e ser in s tru c tiv a

• n otros aspectos. Por ejemplo, si un hombre rechaza la I>ii<ología voluntarista porque aplica las normas de la psitolof'í.i behaviorista, la cual reconoce como verdadera, «•.i< hecho (aunque no ejerce influencia sobre el volunUiismo) arroja luz sobre la composición, la estructura y I II pretensiones de validez del behaviorismo. Del mis­ mo modo, aprendemos algo importante acerca de la lengua francesa por el hecho de que a algunas per­ donas 110 les gusta el inglés porque lo juzgan de acuerdo • 011 n o rm a s fran ce sa s, o a ce rca d e l m o d e lo estético d el c u b ism o o y e n d o a u n

cu b ista

que

c ritic a el im p re sio ­

nism o.

Aceptemos como una “ verdad” cualquier elemento •Ir cualquier sistema de conocimiento tomado con su

«oelicicnte humano, es decir, desde el punto de vista de los hombres que creen comprender ese sistema, que se hallan activamente interesados en él y que consideran que contiene un conocimiento objetivamente válido acerca de la materia a que se refiere. ¿Cóm o deberían definirse esos elementos? El sociólogo es incapaz de contestar a esta pregunta, pues las personas activamente interesadas en sistemas de conocimiento conciben de diversos modos l.i naturaleza de una “verdad” . Las “ verdades” han sido identificadas con nombres, frases, proposiciones, símbo­ los artificiales y sus relaciones, ideas, representaciones,


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observaciones, conceptos, juicios, intuiciones, hábitos, res­ puestas a estímulos y así sucesivamente; y cada una de estas clases puede definirse de distintos modos; así una “ idea” de Platón difiere mucho de una “ idea” de Locke. Sin embargo, al observar el auténtico funcionamiento de estas “verdades” multiformes en la esfera de la experiencia activa de estas personas que las consideran como válidas, al observar la influencia que el reconocimiento de ciertas

verdades ejerce sobre las vidas conscientes de las personas como sujetos activos y experimentadores, podemos decir generalmente que todo lo que se considera como una e- verdad funciona^con^o norma de pensamiento, se impone al agente consciente que la reconoce como una selección y organización distintiva de algunos datos de su expe­ riencia. Los datos adquieren entonces el carácter de objeto materia de conocimiento. La “ verdad” misma, y más aún, todo el sistema del cual es un elemento, posee en la experiencia activa de todos los que la reconocen un significado “ objetivo” que hace que su validez parezca independiente de sus emociones “ subjetivas”, sus deseos y representaciones. Participan en un sistema de conoci­ miento, lo mismo que un líder o un miembro participan en un grupo social, y un gerente o un obrero en ese sistema técnico llamado una “ fábrica” o un “ taller” . Ahora bien, la investigación sociológica descubre que hay dos clases de relación entre conocimiento y vida social. Por un lado, de la participación de los hombres en cFerto sistema de conocimiento dependen a menudo su participación en algún sistema social y su conducta dentro de los límites de este último. Una persona “ ins­ truida” o “ versada” en ciertas teorías está admitida a


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<l< mpcñar determinados papeles y a pertenecer a • i<nos grupos en los cuales el “ignorante” no participa. I Ni hombre que acepta el tradicionalismo del saber sagra­ do, icligioso, se conduce de distinto modo como miembro oluncionario de grupos particulares que un hombre que l a o n o c e el racionalismo teleológico del conocimiento mui lar aplicado. El desarrollo y la popularización de las • n in ias físicas v biológicas modernas han afectado mar<.idamente la composición y estructura de muchos grupos ■ ik 1:1les, bien directamente cambiando las creencias tra<lu ionales o indirectamente mediante la aplicación técnica de esas ciencias. Por otro lado, la participación de hombres en ciertos 1-teínas sociales determina con frecuencia (aunque qui­ zas 110 enteramente, ni exclusivamente) en qué sistemas de conocimiento participarán y cómo. Muchos grupos sociales requieren que todos sus miembros conozcan cier­ tas doctrinas sagradas o los rudimentos de algunas ciencias laicas, mientras otros grupos prohíben a sus miembros que se entremetan en ciertas teorías. Los hombres des­ tinados a ocupaciones profesionales deben adquirir el conocimiento que se juzga necesario para ejercer esas ocupaciones de acuerdo con las normas y reglamentos sociales. Y hay diversos modos socialmente prescritos de participar en sistemas de conocimiento. Algunas veces se enseña sólo a los hombres y se espera de ellos que reten­ gan en la memoria fórmulas en las que se expresa el conocimiento, mientras que otras se requiere la compren­ sión de todo lo que un sistema impone. Puede insistirse de modo exclusivo sobre la aplicación práctica de las "verdades” incluidas en un sistema o, al contrario, sobre ai significado puramente teórico. En muchos casos no se


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permite ninguna modificación del sistema; en otros se considera no sólo admisible sino meritorio mejorar, modificar, complementar un sistema, y, en casos raros, incluso construir un sistema nuevo. La conformidad individual con las diversas demandas sociales respecto al conocimiento se obtiene mediante métodos específicos de educación, estímulo y control. El éxito o el fracaso de estos métodos en casos particulares se halla condicionado, naturalmente, por las capacidades y disposiciones psicológicas de los individuos a quienes se aplican. Pero la pregunta de por qué los individuos manifiestan las capacidades y disposiciones psicológicas que poseen participando de un modo determinado en ciertos sistemas de conocimiento y no en otros, sólo puede contestarse mediante el estudio de la sociedad en la que viven esos individuos. Así, no obstante que estos sistemas de conocimiento —vistos en su composición, estructura y validez— son generalmente admitidos y no pueden ser reducidos a hechos sociales, sin embargo, su existencia histórica en el mundo empírico de la cultura, en la medida en que depende de los hombres, por cuanto a su creación, trans­ misión y aplicación, desarrollo o negligencia, debe ser ex­ plicada, en gran parte, mediante un sistema sociológico. Y esto es lo que la “ sociología del conocimiento” ha hecho en realidad, siempre que no intentaba en vano convertir­ se en epistemología. Incluso con esta limitación, la tarea es suficientemente vasta y difícil para ocupar a muchos sociólogos durante las generaciones venideras, en especial porque el armazón conceptual empleado hasta ahora para tratar estos problemas parece bastante inadecuado. En nuestro presente esbozo intentamos examinar una


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jjarte determinada del campo que la “ sociología del conocimiento” tiende a abarcar. De la experiencia y la observación, directa e indirecta, suponemos que el conodmiento, así como se ha formado históricamente, es la suma ^le actividades culturales específicas de un sinnú­ mero de individuos humanos. Además, nos es familiar el hecho de que algunos individuos, durante períodos más largos o más cortos de su vida, se especializan en el cultivo del conocimiento, distinguiéndose de otros indi­ viduos que se especializan en desarrollar otras clases de actividades culturales, técnicas, económicas, artísticas, etc. Los llamamos “hombres de ciencia” , empleando la palabra en su sentido etimológico como derivada de scire, “ cono­ cer”, y equivalente a “hombres de conocimiento” (como el termino francés “savants” ). Este es evidentemente un significado distinto y mucho más extenso que aquél con que usan esta palabra los epistemologistas y lógicos, que definen a un hombre de ciencia conforme a realizaciones objetivas en el campo del conocimiento. De acuerdo con un concepto predominante en la literatura moderna acerca de este asunto, para ser un hombre de ciencia un in­ dividuo debe producir alguna obra que sea calificada positivamente al ser juzgada por normas de validez de­ finidas. Hay muchos escritores que identifican esas nor­ mas con las del conocimiento físico moderno, y para quienes “ ciencia” quiere decir matemáticas, astronomía, lísica y química, con algunas partes de biología y quizás de geología, añadidas a regañadientes; para ellos un ‘hombre de ciencia” es sólo alguien que trabaja con eficacia en uno de esos campos. Naturalmente, como ya se dijo más arriba, para nosotros, qn nuestra calidad de soi >/flnc™j q llp ^pli^rnnQ a nuestros datos el coeficiente


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humano, es válido todo conoeiiTíkjlljQ-XQnsKlcradcLCQmQ. tal por las personas que participan en ..él, V un^jiom bre de ciencia^ es t o d o individuo considerado por su medio social y por sí mismo como especializado en el cultivo del mnorimirnto, prescindiendo del juicio positivo o nega­ tivo que epistemólogos o lógicos puedan emitir acerca de su obra. Ahora bien, la especialización individual en cualquier clase de actividad cultural es generalmente reconocida como un fenómeno que está socialmente condicionado. Los sociólogos le han prestado una atención considerable. Spencer fué el primero que lo trató sistemáticamente en sus Principios de Sociología, aunque algunos de sus pun­ tos de vista se hallan anticipados en obras anteriores de la filosofía social. Sin embargo, en su mayor parte, la atención de los sociólogos se ha concentrado en el aspecto colectivo de este fenómeno; considerando la sociedad como un conjunto, estiman la especialización indivi­ dual como una cuestión de estructura social, una diferen­ ciación de la serie total de actividades mediante las cuales se sostiene la sociedad. Esto es, por ejemplo, lo que sub­ raya Durkheim en su famosa obra De la división du travail social, en la cual se trata la diferenciación pro­ gresiva de las funciones como el proceso colectivo más importante en la historia de las sociedades humanas. Pero la especialización tiene también un aspecto indi­ vidual: las personas que se especializan en cualquier clase de actividad pueden ser estudiadas comparativamente, prescindiendo del papel que esta actividad desempeña en la estructura total de un grupo o de una sociedad en el sentido más amplio de la palabra. Esos estudios pueden ser psicológicos o sociológicos. En el primero, la aten-


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tión se concentra en el individuo mismo como ser psico­ lógico estudiado fuera de su medio social, y el problema consiste en ver si algunas características psicológicas típic.is se hallan asociadas con la especialización en esa acti­ vidad determinada, y de ser así, cómo ha de explicarse esta asociación. En el curso del último medio siglo se lian realizado muchos estudios monográficos de este tipo, los cuales fueron grandemente estimulados por el des­ arrollo en la técnica de la psicología y de la orientación profesional, que tienen por objeto seleccionar para deter­ minadas ocupaciones a individuos que poseen o pueden fácilmente desarrollar las características psicológicas que se supone que requirieren por esas ocupaciones. En los estudios sociológicos de personas especializadas, el interés principal está en la relación entre el individuo y el medio social; y sus actividades especializadas se estudian con referencia al marco cultural en que éstas se llevan a cabo. Puede citarse como ejemplo clásico el estudio de Frazer sobre sacerdotes y reyes en The Golden Bougk (1935, vols. 1 y 11).* Es claro que una investigación puede com­ binar problemas psicológicos y sociológicos, como se de­ muestra en la monografía de Sojuhaxt-Der Bourgeois. En sociología se ha venido desarrollando gradual­ mente en el curso de investigaciones monográficas un marco conceptual para el estudio de estos problemas. En años recientes el término “ papel social” ha sido empleado por muchos sociólogos para aludir al fenómeno en cues­ tión.7 Decimos que un sacerdote, un abogado, un político, # Véase la edición española, en un volumen, del Fondo de Cultura IEconómica. (E.) 7 Algunos sociólogos prefieren el término “papel personal”. El 1onccpto puede ya encontrarse en la obra de C. H. C o o le y , Human Nature and the Social Order (1902). R. E. Park, E. W . Burgess, G. H.


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un banquero, un comerciante, un médico, un agricul­ tor, un obrero, un soldado, una ama de casa, un profesor, desempeñan un papel social específico. Además, el con­ cepto (con ciertas variaciones) ha demostrado ser apli­ cable no sólo a los individuos que se especializan en ciertas actividades sino también a individuos como miembros de ciertos grupos: así, un americano, un francés, un metodista, un católico, un comunista, un fascista, un miem­ bro de un club, un miembro de una familia (hijo, padre, madre, abuelo) desempeñan cierto papel social.8 Un in­ dividuo, en el curso de su vida, desempeña un número de papeles distintos, sucesiva o simultáneamente; la sín­ tesis de todos los papeles sociales que ha desempeñado desde su nacimiento hasta su muerte constituyen su per­ sonalidad social. Todo papel social presupone que entre el individuo que lo desempeña, que puede llamarse una “ persona social”, y una serie mayor o menor de personas que participan en su realización y puede denominarse su “ círculo social”, existe un lazo común constituido por un complejo de valores que todos ellos aprecian positiva­ mente. Estos son valores económicos en el caso del comerMead, E. T . Hiller y otros lo han desarrollado desde entonces. En la forma en que aquí se presenta, ha sido utilizado en una serie de investigaciones monográficas basadas en materiales originales y realizada durante varios años por mí y mis colaboradores. Esas investigaciones abarcan las siguientes clases de papel social: campesino, ama de casa rural, trabajador agrícola, trabajador industrial, trabajador sin empleo, hijo de familia, alumno de escuela, miembro juvenil de un grupo de­ portivo, soldado, profesor, artista. Para cada caso se ha buscado el material en varias sociedades nacionales. Algunos de estos estudios fueron publicados, la mayoría en polaco. El primer esbozo de este ensayo se publicó en la Revista Sociológica Polaca, 1937. 8 Cf. “Social Groups as Products of Cooperating Individuáis” , por el autor de este libro, American Journal of Sociology, Mayo, 1939.


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ciante o de un banquero y el círculo formado por sus dientes; valores higiénicos para el médico y sus enfermos; valores políticos para un rey y sus súbditos; valores reli­ giosos para un sacerdote y el círculo de sus feligreses; valores estéticos para el artista y el círculo de sus admi1adores y críticos; una combinación de diversos valores que llenan el contenido de la vida de familia entre el niño y su círculo familiar. La persona es un objeto de valoración positiva por parte de su círculo porque los que lo constituyen creen que necesitan todos su coope­ ración para ciertas realizaciones relacionadas con esos valores. La cooperación del banquero es necesaria para quienes tienden a invertir dinero o pedirlo prestado; la cooperación del médico, para los que desean recobrar o con­ servar su propia salud o la de las personas por quienes están interesados; la del niño es necesaria a otros miem­ bros de la familia, para la conservación de la vida familiar. Por otra parte, es evidente que la persona no puede des­ empeñar su papel sin la cooperación de su círculo, aunque no necesariamente sin la cooperación de un individuo particular dentro de ese círculo. No puede haber un ban­ quero activo sin cliente, ningún médico que ejerza sin enfermos, ningún rey sin súbditos, ningún hijo de fami­ lia sin otros miembros de ésta. La persona es concebida por su círculo como una entidad orgánica y psicológica que es un “ yo”, consciente de su propia existencia como cuerpo y alma, y dándose cuenta del modo como lo ven los demás. Si ha de ser la clase de persona que necesita su círculo social, su “ yo” debe poseer, en opinión de ese círculo, ciertas cua­ lidades, físicas y mentales, y no otras. Por ejemplo, la "salud” o la “ enfermedad” orgánicas afectan su supuesta


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capacidad para desempeñar ciertos papeles, pero en par­ ticular los de carácter activo, como los del agricultor, el obrero, el soldado y el ama de casa, que requieren ciertas aptitudes físicas; mientras que la falta de entrenamiento por cuanto a la manera adecuada de comportarse y comer puede incapacitar a un individuo para desempeñar los pa­ peles que requieren modales “ de sociedad” . Algunos papeles están limitados a hombres, otros a mujeres; hay límites máximos y mínimos de edad para cada papel; la mayoría de éstos implican ciertas características somáticas raciales y normas definidas, aunque variables, de apa­ riencia externa. Las cualidades psicológicas inherentes a las personas que desempeñan papeles sociales se hallan enormemente diversificadas: en cada lenguaje occidental existen cientos de palabras que denotan supuestos rasgos de “ inteligen­ cia” y de “ carácter” ; y casi cada uno de esos rasgos tiene, o tuvo en el pasado, un significado axiológico, es decir, que se halla valorado positiva o negativamente, bien en todas las personas, bien en las que desempeñan ciertas clases de papeles. En la ingenua reflexión popular, esos rasgos psicológicos son verdaderas cualidades de una “ mente” o un “ alma” reales, cuya existencia se manifiesta mediante actos específicos (incluyendo declaraciones ver­ bales) del individuo. Una persona necesitada por un círculo social y cuya personalidad posee las cualidades requeridas para desem­ peñar el papel para el que se la precisa, tiene un status social definido, es decir, que su círculo le concede ciertos derechos, imponiéndolos cuando es necesario, contra par­ ticipantes individuales del círculo o extraños. Algunos de esos derechos se refieren a su existencia corporal. Por


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ejemplo, tiene una posición ecológica, el derecho a ocupar mi espacio determinado (como hogar, habitación, oficina, asiento) donde se halla seguro contra los perjuicios corporales, y el derecho a moverse con seguridad en tem ­ iónos determinados. Su posición económica incluye de­ rechos a utilizar ciertos valores materiales considerados como necesarios para su subsistencia en un plano de acuerdo con su papel. Su “ bienestar espiritual” implica oíros derechos: tiene una posición moral fija, puede pre­ tender cierto reconocimiento, una consideración social y la participación en los valores no materiales de su círculo. Y , a su vez, tiene una función social que cumplir; se le considera obligado a realizar ciertas tareas mediante las cuales quedarán satisfechas las supuestas necesidades de su círculo y a conducirse respecto a otros individuos de este de un modo que demuestre su valoración positiva de ellos. Estos son los componentes esenciales que creemos en­ contrar, con la base de estudios previos, en todos los papeles sociales, aunque, como es natural, la composición específica de las diferentes clases de papeles sociales varíe considerablemente. Pero nuestro conocimiento acerca de un papel social no está completo si conocemos sólo su composición, ya que una función es un sistema dinámico y sus componentes pueden estar interconectados de modos diversos en el curso de su realización. Hay muchas mane­ ras distintas de desempeñar un papel, según las tenden­ cias activas dominantes del que lo desempeña. Puede, por ejemplo, interesarse sobre todo por uno de los com­ ponentes de este papel — el círculo social, su propio yo, el status, o la función— y tender a subordinarle los demás componentes. Y , sea cual fuere su interés principal, puede


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tender a conformarse con las exigencias de su círculo o bien a intentar innovar, a independizarse de esas exigen­ cias. Y , nuevamente, en ambos casos puede confiar con optimismo en las oportunidades que le ofrece su papel tendiendo a ampliarlo o puede desconfiar de sus posibi­ lidades y tender a restringirlo a un mínimo de perfecta seguridad. La posibilidad de llegar a esas conclusiones generales con referencia a todos los papeles sociales y más especí­ ficamente, aunque de aplicación aún muy amplia, a generalizaciones respecto a papeles sociales de cierta clase — como el papel del campesino, del sacerdote, del comerciente, el obrero fabril o el artista— señala evidentemente la existencia de uniformidades esenciales y también de importantes variaciones entre esos fenómenos sociales. Los papeles sociales constituyen una clase general de sis­ tema social, y esta clase puede estar subdividida en clases menos generales, éstas a su vez en subclases y así suce­ sivamente; por ejemplo, dentro de la clase especial del obrero fabril hay centenares de subclases de trabajadores empleados en oficios particulares y hay otra línea de diferenciación según la organización económica de las fábricas en donde están empleados. La sociología siste­ mática se halla frente a una tarea semejante a la de la biología sistemática con su complicación aún mayor de clases y subclases de organismos vivos; y aquí, como allí, sólo las uniformidades de sistemas específicos hacen posible una investigación posterior de leyes estáticas y dinámicas. Pero, de modo manifiesto, en el campo social la fuente de uniformidades es distinta que en el campo de la biología. Aunque en ambos terrenos la diferenciación se debe


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a variaciones de sistemas individuales, las uniformidades biológicas proceden principalmente de la herencia; mien(ras que las uniformidades de los sistemas sociales, como las de todos los sistemas culturales, son, sobre todo en muchos casos particulares, el resultado del uso reflexivo o irreflexivo de los mismos patrones culturales. Es evi­ dente que hay un patrón cultural fundamental y univer­ sal, aunque irreflexivo, de acuerdo con el cual todas las clases de relaciones perdurables entre individuos y sus medios sociales están normativamente organizadas, y que conocemos por el término “ papel social". La génesis de este patrón se ha perdido en un pasado inaccesible, lo mismo que los orígenes de lo que son probablemente sus primeras variaciones, es decir, aquéllas que en todas partes diferencian los papeles individuales según el sexo y la edad. Pero la mayoría de los patrones que han evolucionado durante la historia del género humano pueden estudiarse en el curso de su devenir y duración. Se originaban usualmente mediante la diferenciación de patrones más antiguos indiferenciados, y con menos frecuencia por la invención enteramente original, aunque gradual. Muchos de estos nuevos patrones duraron poco o se aplicaron sólo dentro de pequeñas colectividades, pero algunos han per­ durado miles de años, difundiéndose en continentes ente­ ros. En la sociedad norteamericana moderna encontramos un número de patrones de papeles sociales cuyo origen puede remontarse a tiempos prehistóricos, algunos aún muy vitales, como el patrón del ama de casa rural, otros que son probablemente meras supervivencias destinadas a desaparecer pronto, como los patrones del hechicero y del adivinador.


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A veces un patrón es explícitamente formulado como un sistema de normas legales o éticas prescribiendo lo que deberían ser todos los papeles de una clase determi­ nada dentro de una sociedad política o religiosa particular: entonces ese patrón está impuesto por un grupo domi­ nante a todos los candidatos a esos papeles. Por ejemplo, es así como los patrones de los distintos papeles militares, administrativos, legislativos y judiciales son mantenidos y transmitidos por la legislación del estado; los patrones de los papeles sacerdotales y médicos están determinados y estabilizados en grupos profesionales; los patrones de los papeles de comerciantes y artesanos en el mundo occidental fueron perpetuados a través de los siglos me­ diante gremios y corporaciones. En otros casos, los pa­ trones de los papeles sociales no están explícitamente racionalizados, pero se hallan incluidos en las costumbres de una comunidad y transmitidos de viejos a jóvenes mediante un proceso de orientación e imitación educativa; de esta índole ha sido el proceso de perpetuación de los patrones del papel de los aristócratas, agricultores, amas de casa, criados. También otras veces las costumbres han sido complementadas y modificadas por la reglamentación normativa del grupo. En cuanto a la difusión de los patrones de papeles sociales, o su difusión de comunidad a comunidad y de sociedad a sociedad, existen varias maneras conocidas de cómo se realiza ese proceso: empréstitos a las culturas vecinas, viaje, comercio, migración, colonización, con­ quista, difusión de la cultura libresca. Pero no pueden explicarse de este modo todas las similitudes de funciones halladas en diferentes comunidades o sociedades; en mu­ chos casos hemos de admitir una evolución independiente


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siguiendo líneas similares. La semejanza que se encuen­ da en todo el mundo en los papeles de guerrero, sacerdoic y pequeño agricultor deben explicarse probablemente por una combinación de difusión y de evolución paralela. El concepto de los papeles sociales esbozado aquí su­ ministra un escenario a nuestros problemas actuales en la “ sociología del conocimiento” . En primer lugar, asu­ mimos de un modo hipotético que individuos que se especializan en el cultivo del conocimiento y que, por lo tanto, son llamados “hombres de ciencia”, desempeñan papeles sociales de una clase determinada. Esto significa que deben existir círculos sociales para quienes el cono­ cimiento en general, o el conocimiento sistemático en particular, parece ser positivamente valioso. Los que participan en esos círculos deben estar convencidos de que necesitan la cooperación de “ hombres de ciencia” con objeto de comprender ciertas tendencias relacionadas con este valioso conocimiento. Para ser calificado como el “ hombre de ciencia” que ese círculo necesita, una persona debe ser considerada como un “ yo” dotado de ciertas características deseables y carente de otras in­ deseables. Debe concederse el status social a la persona necesitada de ese modo y calificada como científica. Y esta persona ha de desempeñar funciones sociales que satisfarán las necesidades de su círculo en materia de conocimiento; en otras palabras, debe cultivar el cono­ cimiento en beneficio de los que le conceden el status social. i Existen en realidad esos papeles sociales ? Y si existen ¿ cuál es su composición y estructura esencial ? ¿ Hay entre ellos algunas variedades específicas? Y en cuanto clase ¿ cómo están relacionados lógicamente con otras clases de


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papeles sociales? Y puesto que lo mismo en el campo sociológico que en el biológico las relaciones genéticas entre clases arrojan alguna luz sobre sus relaciones lógicas, podemos preguntar: ¿cuál es el origen de los papeles del hombre de ciencia en general y cómo evolucionaron las variaciones específicas de esos papeles ? 9 Esto nos brinda nuestra primera serie de problemas. Son de la misma índole que todos los problemas de des­ cripción y clasificación sistemáticas de los fenómenos sociales. Pero como este es un estudio de la “ sociología del conocimiento”, hay otros problemas marginales con los que hemos de enfrentarnos. ¿Existen alg unas reíaciones de dependencia funcional entre los papeles sociales qüTTTeSmipSna n ^ de ciencia y^el genero de rnnorin^ienrn qiir^2iilFívnnZ - Más específicamente: los sistemas de conocimiento que los hombres de ciencia edifican y sus métodos de construcción ¿están influidos por los patrones sociales a los cuales se espera que se conformen como participantes en cierto orden social y por los modos como realizan esos patrones ?

0

C f. F . Z n a n ie c k i,

Induction” .

The Method of Sociology, cap. vi, “Analytic


CAPITU LO II T E C N IC O S Y SABIO S i. E l conocimiento: prerrequisito para todos los papeles sociales ¿C

ó m o

es

p o s ib l e

que los hombres de ciencia, hombres

que se permiten el lujo de cultivar el conocimiento en vez de ser eficazmente activos como todos los demás, sean no sólo tolerados por hombres de acción sino que se les conceda un status social y se les considere como realizando una función social deseada en las comunidades en donde viven? Esta no es una pregunta retórica. Los hombres de ciencia se han quejado durante miles de años del poco aprecio de la masa del género humano hacia el conoci­ miento que cultivan, y los observadores sociológicos de la vida social están de acuerdo respecto a lo justificado de estas quejas. El estudio de comunidades de nivel cul­ tural más bajo y de vastas clases de personas que persiguen activamente ocupaciones prácticas en sociedades más civi­ lizadas — agricultores, artesanos, comerciantes, amas de casa, etc.— demuestran con qué relativa escasa frecuencia los hombres de acción sienten en el curso normal de sus vidas una verdadera necesidad de los que se especializan en el conocimiento. E incluso entonces, puede plantearse esta cuestión: ¿cuándo es espontánea la demanda del 33


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conocimiento del hombre de ciencia y cuándo se debe a la influencia de ciertas tradiciones culturales? El hecho es que todo individuo que desempeña un papel social cree poseer, y posee según cree también su círculo, el conocimiento indispensable para el desempeño normal de esa función. Si carece de este conocimiento, se le considera como psicológicamente inadaptado para ese papel. La adquisición del conocimiento necesario es una parte, a menudo la parte principal de la preparación que puede generalmente denominarse el “ proceso edu­ cativo” ; y hasta que el conocimiento (así como otras características personales requeridas por ese papel) ha sido, según se presume, adquirido, el individuo es sólo un candidato a la misión para la cual se está preparando. Y , originalmente, los procesos educativos se realizan bajo la dirección de personas que están desempeñando ya un papel de la misma índole de aquél para el que los candi­ datos se están preparando. El origen y el desarrollo de papeles específicos de “maestros”, cuya función consiste en transmitir el conocimiento a los candidatos a otros papeles distintos al suyo, se estudiará en nuestro próximo capítulo. Es claro que no se espera ni se cree que todos los individuos que desempeñan papeles similares en una comunidad determinada poseen el mismo conocimiento; ni tampoco se supone que sean iguales en lo que se refiere a otras características personales requeridas por su papel. Las desigualdades personales reconocidas pro­ vocan una diferenciación secundaria en el status y la función entre las personas que desempeñan papeles de cierta clase. Así, a las personas cuyo conocimiento se considera inferior, como personas de capacidad, salud, iniciativa o perseverancia inferiores, no se les encomen­


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dará tareas tan importantes como a personas de una capacidad superior. Pero mientras una comunidad in­ cluye personas cuyo conocimiento se considera adecuado para la realización de las diversas funciones prácticas que la comunidad necesita no se requerirán hombres de ciencia especializados en el cultivo del conocimiento. Esas son las condiciones que suelen prevalecer en comunidades comparativamente sencillas, relativamente aisladas y conservadoras: pueblos poco letrados, conglo­ merados rurales y de ciudades pequeñas que, aunque pertenezcan a vastas sociedades nacionales o políticas, comparten en grado escaso su cultura superior. En una comunidad de esa índole suelen encontrarse dos especies de conocimiento: el conocimiento especializado, que ne­ cesitan ciertos individuos en el desempeño de sus papeles activos, y el conocimiento común necesitado por todos los individuos adultos como miembros de la comunidad. 2. Especialistas activos y conocimiento técnico Llamamos técnico al primer conocimiento, porque constituye el escenario y la condición precisos para aplicar con éxito la aptitud requerida en el desempeño de las funciones profesionales. Se supone que un cazador sabe todo lo necesario para cazar, que conoce todo lo que se refiere a los animales salvajes, a los utensilios empleados en la caza y a los factores naturales (incluyendo las fuerzas mágicas) que pueden afectar su actividad. Las aptitudes domésticas de una mujer india presuponen un complejo de información considerable acerca de las plan­ tas que cosecha, las propiedades de los materiales e instrumentos utilizados para guisar, coser, hilar, tejer, hacer objetos de barro, tiendas, etc. Se espera de un agri­


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cultor que posea todo el conocimiento que necesita día por día y estación por estación referente a las plantas que cultiva, a la cizaña que entorpece este cultivo, al suelo y a los modos de fertilizarlo, al tiempo, los caballos y el ganado, los distintos utensilios y su empleo. Este conocimiento tiene un carácter claramente prag­ mático. La prueba de su validez reside en su aplicación práctica. Pero esto no significa que cada “ verdad” par­ ticular o general incluida en él sea comprobada separa­ damente por la práctica en un proceso similar a la experimentación científica o que las “ verdades” que so­ portan la prueba permanezcan mientras las otras son rechazadas. Es el conocimiento total personal del cazador, de la mujer, del curandero, del agricultor, o por lo menos su conocimiento total respecto a la porción de realidad que intenta controlar prácticamente, lo que se halla sujeto a la prueba pragmática y aprobado o censurado, de acuer­ do con el éxito o el fracaso final. Toda aplicación práctica de conocimiento técnico he­ cha por una persona que está desempeñando un papel de trabajo activo se realiza en una situación concreta en la que se hallan complicados muchos objetos y pro­ cesos diversos. El cazador que emprende una expedición, la mujer que teje una manta, el curandero que trata a un enfermo, el agricultor que recoge una cosecha, el arqui­ tecto que edifica una casa, el caudillo que conduce sus tropas a una batalla, todos realizan una acción cuyos elementos componentes, así como las relaciones entre ellos, son no sólo altamente complejos sino que cambian continuamente, consecuencia, en parte, de su propia acti­ vidad, y, en parte también, de la influencia de factores extraños. A l principio de esta acción define la situación


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con que se enfrenta de acuerdo con cierto patrón que ha aprendido a aplicar. En los patrones de ocupaciones, semejante definición implica establecer un propósito definiendo por anticipado el resultado que ha de realizarse en el futuro (matar caza de cierta especie, construir una casa de tamaño y estilo elegidos de antemano, devolver la salud a una persona enferma) y examinando los datos de la realidad presente que en sus diversas relaciones aparecen como condiciones positivas o negativas importantes para la realización del propósito (localización probable y costum­ bres de la caza, condiciones climatológicas, utensilios disponibles; lugar que ocupará la futura casa, naturaleza, fuentes y precios de los materiales de construcción, mano de obra disponible, fondos a disposición del constructor; organismo del paciente, naturaleza y causa de su enfer­ medad, su medio ambiente, provisión de medicinas dis­ ponible, etc.). La definición de la situación plantea el problema práctico de cómo se ha de conseguir el propósito en condiciones determinadas. Este problema se resuelve se­ leccionando y utilizando algunos de los datos como materiales e instrumentos de acuerdo con ciertos métodos de habilidad técnica. A no ser que todo el proceso de solución del problema práctico se halle exactamente determinado con anticipación y la ejecución sea perfec­ tamente diestra, suelen surgir dentro de la escala de la actividad datos inadvertidos o imprevistos; entonces hay que definir de nuevo la situación original y el problema práctico se vuelve más o menos diferente de lo que era al principio. Esto puede ocurrir cierto número de veces antes de llegar al resultado final. Por lo tanto, por muy


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satisfactorio que sea el resultado nunca es idéntico al pro­ pósito original, a no ser que toda la acción sea una repro­ ducción exacta de acciones anteriores en condiciones artificialmente aisladas y reglamentadas, como, por ejem­ plo, la producción del automóvil número mil del mismo tipo en la misma fábrica. Vemos que en la primera fase de la ejecución de una obra que resulta de una ocupación y en varias fases pos­ teriores el agente tiene que aplicar una considerable variedad de información específica referente a los datos que entran en la situación tal como se definió original­ mente y se volvió a definir más tarde y también respecto a los efectos anticipados de los diversos procesos instru­ mentales que han de ser combinados para conseguir el propósito. Claro que esta información miscelánea no es caótica; pues el patrón de la actividad determina qué clase de conocimiento ha de ser utilizado por un cazador, un curandero, un caudillo, un agricultor, un constructor al realizar esa clase de acciones que corresponden nor­ malmente a sus funciones activas. Pero antes del des­ arrollo de la tecnología científica no puede existir ninguna razón objetiva para incluir o no incluir cualquier “ verdad” distinta en esa serie de conocimientos; porque éste último no se halla teóricamente sistematizado aparte de la per­ sonalidad del agente, sino prácticamente organizado por él para el desempeño activo de su función. El éxito de alguna acción particular suya se considera como síntoma de que sabía personalmente todo lo necesario para con­ seguir el éxito y que utilizó debidamente ese conocimiento en el momento adecuado en el transcurso de su acción; el fracaso significa, o bien que careció de una parte del conocimiento necesario o que no lo aplicó en forma ade­


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cuada. Además, en el juicio de los otros, rara vez se separa su conocimiento técnico de su habilidad práctica, su inciativa, su persistencia y su buena voluntad. Para determinar qué parte corresponde a cada uno de estos "rasgos personales” en el éxito o el fracaso total de su actividad profesional se requiere un grado de reflexión <111c resulta difícil en el nivel de desarrrollo cultural que aquí consideramos. Y mucho más difícil, si no casi impoible en dicho nivel sería esa clase de análisis de su acción que indicaría la validez objetiva de una idea suya deter­ minada respecto a los datos con que trata o los efectos •le los procesos instrumentales que utiliza al determinar las consecuencias.prácticas de la aplicación de su idea. En realidad sucede que, comparando una acción feliz ton una acción desdichada del mismo agente o de dos a/;cntes en la misma ocupación, la diferencia se achaca • plícitamente al conflicto de ciertas ideas que han sido aplicadas en ambos casos; y, ocasionalmente, de ese p ro • i so resulta una mejora de conocimiento técnico. Pero la inccrtidumbre de esta clase de prueba como factor en <I progreso de la eficacia queda bien demostrada por la I" isistencia de creencias mágicas en las ocupaciones prácinas a través de siglos y milenios. Aún hoy existen innumerables comunidades que no han sido todavía peii' liadas por el racionalismo de la tecnología moderna y •luíule no es. raro encontrar adscrito el fracaso de una ii« i ion profesional a la ignorancia o censura del agente i'spccto a ciertas fuerzas mágicas o religiosas con la "•usecuente omisión de ritos encaminados a influir en • vis luerzas. E incluso fuera de la magia, diversas ideas ■!•l<lilemente absurdas han sido perpetuadas en ciertas •nupaciones — como en la agricultura y en la cría cam­


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pesina de animales en todo el mundo— , siendo defendidas contra las críticas por el argumento pragmático de que se ha probado empíricamente que en la práctica “fun­ cionan”. Naturalmente, el conocimiento técnico de individuos determinados aumenta y se perfecciona en su utilidad prác­ tica durante el período de preparación educativa para papeles profesionales específicos, y hasta, después de ese período, en la realización usual de las actividades corres­ pondientes a sus ocupaciones. Pero el punto está en que el límite de progreso en cada comunidad se halla deter­ minado por el conocimiento personal de la o de las pocas personas cuyo éxito se considera mayor, teniéndolas, por lo tanto, como las más “ enteradas” entre todas las que desempeñan estos papeles específicos. Constituyen las autoridades supremas en su ocupación, a no ser quizás que haya en otra comunidad alguien cuya fama de eficacia profesional y sabiduría sea aún mayor. Pero esas autori­ dades técnicas no son científicas, pues no es su conoci­ miento como tal lo que se requiere sino su habilidad superior en el campo de su actividad propia, ya que su conocimiento es sólo un prerrequisito auxiliar aunque indispensable. Cuando un curandero novicio se subordina a la dirección de una autoridad famosa, cuando una ama de casa sin experiencia trata de aprender los métodos de un mujer que ha conquistado la admiración general con los productos de sus actividades domésticas, cuando un joven artesano medieval viaja hasta el centro de Europa para trabajar y estudiar con un renombrado maestro de su oficio, lo que se busca no es la teoría sino un modelo para la imitación práctica. N o puede surgir la necesidad de un científico como


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portador de un conocimiento superior entre personas de­ dicadas a una ocupación práctica mientras éstas se hallen convencidas de que cualquier situación que aparece en el desempeño de sus papeles puede encajar en algún patrón general con el que los mejores entre ellos, si no todos, están familiarizados. Y en ausencia de científicos, el oficio es el solo juez de su propio conocimiento y habilidad. El establece las normas del éxito técnico; tiene métodos bien probados para enfrentarse con los críticos de fuera explicando sus fracasos; si ha de admitirse un fra­ caso individual, éste será presumiblemente redimido por los futuros éxitos de la misma persona o de otras mejores dentro del oficio. 3. El consejero técnico y los comienzos del conocimiento técnico Las dificultades surgen sólo cuando las personas que desempeñan ciertas funciones se dan cuenta de que están enfrentándose con una situación que no saben cómo de­ finir porque no encaja en ningún patrón familiar. Esta evidencia puede aparecer de dos modos. O bien las con­ diciones en las cuales las funciones profesionales se reali­ zan sufren inesperadamente un cambio importante, o bien nuevas maneras de definir situaciones con nuevas normas de éxito y de fracaso para resolver problemas prácticos son introducidas en la comunidad como conse­ cuencia de contactos culturales con otras comunidades o de la innovación individual. La primera fuente de desorden puede ser, por ejemplo, la aparición de una enfermedad con síntomas poco fre­ cuentes, una inesperada escasez de caza o pesca, una plaga desconocida que arruina las cosechas, la dificultad de


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conseguir material o instrumentos que se utilizaban hasta entonces en el trabajo manual, la invasión de enemigos provistos de armas desconocidas, nuevos impuestos u otras cargas exigidas a la comunidad por el estado. Son ejemplos de la segunda fuente de desorden: nuevas clases de artículos traídos por comerciantes extranjeros que des­ plazan productos locales en la demanda popular; un nuevo oficio introducido por inmigrantes o viajeros; nuevos métodos de curar enfermedades, de cultivar o fertilizar la tierra, de artesanía, de economía doméstica (imitada del extranjero o evolucionando lentamente me­ diante la iniciativa personal), importación de nuevas variedades de granos o de animales domésticos, descu­ brimiento de recursos minerales inexplotados requeridos fuera de la comunidad. En esas circunstancias es probable que surjan dudas incluso entre las mejores autoridades profesionales res­ pecto a los modos adecuados de definir situaciones tan poco familiares y de resolver los nuevos problemas prác­ ticos que implican. Finalmente, comprenden lo inade­ cuado de su conocimiento técnico y buscan que los ilustre alguien de conocimientos superiores. La alternativa — con­ fesar la ineficacia de su habilidad práctica— objetiva y subjetivamente no es satisfactoria. Pues su dificultad resi­ de en que no saben lo que debería hacerse: en cuanto lo sepan, suponen que serán capaces de hacerlo. Y descubri­ mos que esa confesión de ignorancia les es en apariencia mucho más fácil a las personas prácticas y mucho menos humillante que la confesión de incapacidad. Esto no es sorprendente en vista del hecho de que sus círculos sociales necesitan y esperan de ellas, principalmente, la habilidad técnica, y se hallan mucho menos interesados


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en el conocimiento técnico en que se basa esa habilidad. De ese modo encontramos en comunidades donde cambios inesperados trastornan los patrones profesionales establecidos, la solicitud de consejeros a quienes las per­ sonas que desempeñan activamente papeles profesionales puedan consultar en caso de duda. Como no es la destreza de las personas prácticas, sino su conocimiento, lo que está en entredicho, éste y no la destreza es lo que se busca en un consejero. Es preferible — a menudo esen­ cial— que su actividad no se desarrolle en una misión práctica de la misma clase que la de quienes le consultan: debe hallarse fuera de toda competencia, para que los hombres de acción puedan estar seguros de su desinterés. En caso de desacuerdo acudirán entonces a su juicio some­ tiendo sus opiniones a su arbitraje. Encontramos dos primeras variedades de consejeros. Una de éstas está constituida por el sacerdote. Su función principal es, naturalmente, práctica: se supone que con­ trola directamente fuerzas mágicas y que influye en los poderes religiosos a favor de la comunidad y de sus miembros. Pero, además, es con frecuencia consultado por personas que se encuentran inesperadamente en sus ocupaciones profesionales con situaciones incomprensi­ blemente críticas. En especial en fases más bajas de la evolución técnica, en circunstancias naturales difíciles o peligrosas, esto sucede a menudo; la vida está llena de lo que Sumner (Fol\ways) llama “ el elemento aleatorio” accidentes imprevisibles que el conocimiento técnico ( xi.siente no puede explicar. Y es aquí donde el misterioso conocimiento del sacerdote respecto a cosas ocultas para lo s demás hace su aparición. Mientras en sucesos impori.iules, en particular los que afectan a grupos enteros, se


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le puede pedir que actúe de acuerdo con su función reli­ giosa, en muchos casos todo lo que se espera de él es que supla el conocimiento de que otros carecen para resolver sus propias dificultades. Explica la esencia y el origen de hechos que suceden al cazador, al guerrero, al mari­ nero, al labrador, y que éstos no comprendan; interpreta los signos misteriosos de los dioses y predice el porvenir; aconseja a las gentes a qué dioses deben dirigirse y qué métodos han de emplear para que les sean propicios.1 Sin embargo, esta función del sacerdote, aunque era muy importante en el pasado y persiste aún ahora en las comunidades conservadoras más sencillas, no ha produci­ do resultados tan importantes como la del consejero laico; y su valor ha disminuido grandemente desde el progreso de la tecnología. Por una parte, el consejo del sacerdote es difícil de comprobar pragmáticamente, pues está basa­ do en un conocimiento sagrado acerca de cosas que rebasan la experiencia del hombre común y corriente. Volveremos sobre este asunto al discutir la ciencia sagrada de los eruditos sacerdotales. Por otra parte, el sacerdote, como tiene que desempeñar su propio papel activo, no puede poseer todo el conocimiento especial que los hom­ bres que desempeñan otros papeles — cazadores, agricul­ tores, artesanos— pueden necesitar en caso de urgencia; sólo puede aconsejar respecto a los factores mágicos y religiosos que entran en situaciones insólitas y no acerca de otros elementos de estas situaciones. Es claro que los sacerdotes pueden adquirir un conocimiento especial de un carácter predominantemente secular relacionado con ocupaciones que no son esencialmente religiosas; por 1 Este liderismo intelectual del sacerdote en materias de conoci­ miento técnico ha sido subrayado por Frazer.


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ejemplo, la medicina en Egipto, Babilonia y Grecia. Pero si da a personas que desempeñan papeles profesionales consejos basados en ese género de conocimiento, su fun­ ción entonces no difiere mucho de la de un consejero laico. Este último es primordialmente una persona de edad, retirada de la vida activa durante la cual fué en su c.impo una autoridad eminente. A veces es un hombre que ha viajado mucho, como Odiseo, que “ vio las ciudades de muchos hombres y conocía sus espíritus” , pero que tal vez está menos preocupado que éste por sus pro­ pios disgustos. Ocasionalmente es un extranjero del cual no se espera que compita con los del lugar. O puede ser un hombre a quien su status pone por encima de toda competencia, como el propietario de una gran hacienda en una comunidad campesina, si los campesinos confían personalmente en él. Pero, en todo caso, para que se le pida consejo, en particular para que se acuda a ella como .iibitro entre las opiniones divergentes de autoridades prácticas, esa persona debe poseer un conocimiento mucho más amplio que aquellos que la consultan. Su conoci­ miento no debería limitarse, como el de ellos, a la expenencia profesional personal, por muy larga y afortunada que ésta fuera, debiendo incluir una escala considerable de observación fidedigna de las actividades profesionales •l< otras personas en diversos papeles. listo significa que se espera que sepa no sólo cómo n.ii.ir prácticamente con una clase específica de probleiii.i . técnicos, sino también lo que son los diferentes modos mi que diversas clases de personas definen las situaciones ion que tropiezan en el curso de sus actividades profe-iimales; se supone que ha observado diversos instrumen­


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tos y métodos utilizados para resolver problemas prácticos no sólo en una ocupación sino en varias ocupaciones rela­ cionadas; no sólo en una comunidad sino en varias comu­ nidades. Es decir, no solamente los valores utilizados y creados por acciones técnicas, sino estas mismas acciones técnicas son las que han de constituir el objeto materia de su conocimiento; no es un hombre que practica una técnica, sino un hombre que estudia técnicas. Un cono­ cimiento como el suyo se llama técnico. Cuando se consulta a un consejero respecto a una situación dudosa, el problema técnico original en el que el conocimiento y la habilidad de las personas que actúan se hallan inseparablemente unidos se subdivide en parte teórica y parte práctica. La tarea del árbitro es antes que nada teórica — tarea de diagnóstico— . Tiene que definir los datos de la situación, descubrir sus componentes esen­ ciales y sus relaciones, así como averiguar cómo se originó. A lgo ocurre en la naturaleza, en la vida orgánica humana, o en la vida cultural que los hombres entregados a papeles profesionales activos no comprenden; el consejero, con su conocimiento superior y más vasto, les resuelve su pro­ blema teórico. Entonces queda por resolver el problema práctico: cómo conseguir un propósito determinado en las condiciones así diagnosticadas, modificando instrumentalmente la rea­ lidad. Sin embargo, antes de que la acción llegue a la fase instrumental debe darse una determinación reflexiva del resultado que se persigue y una elección y organiza­ ción mental de los procesos mediante los cuales se llegaría a ese resultado del modo más satisfactorio. En una situa­ ción ordinaria que definen y tratan con sus propias capa­ cidades personas que desempeñan papeles profesionales,


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todo esto es sencillo: la determinación del propósito se halla incluida en la definición de la situación, y las reglas establecidas prescriben cómo debe actuarse en una situa­ ción de ese género. Pero en una situación insólita que sólo puede com­ prender una persona con conocimiento técnico, el propó­ sito debe adaptarse a condiciones también insólitas; y, en vez de una aplicación habitual de reglas técnicas usuales, hay que inventar de antemano un modo más o menos nuevo de actuar para prever y salvar los obstáculos hasta la realización afortunada. Después de haber resuelto el problema teórico del diagnóstico, quedan dos tareas por concluir: hacer un plan, lo cual es problema de conoci­ miento aplicado, y ejecutar o realizar el plan, que es un problema de destreza técnica. Y aquí, el hombre que posee un conocimiento técnico se halla ante importantes alternativas. Puede, después de hacer el diagnóstico, trazar el plan que los hombres de acción han de seguir; esto significa que asume la respon­ sabilidad de las consecuencias sometiendo así el conoci­ miento en el que se funda el plan a la prueba pragmática — suponiendo, naturalmente, que los hombres de acción no lo estropeen— . O bien puede no comprometerse a ninguna consecuencia práctica de su diagnóstico, dejando la responsabilidad final por el trazado y la ejecución del plan a los hombres de acción. En el primer papel, el del consejero que da su opinión cuando lo consultan los que desempeñan de un modo activo papeles profesionales, en cualquier caso depende en parte de lo que éstos quieren, y en parte de su propia voluntad, el que su opinión contenga un diagnóstico y un plan o sólo un diagnóstico. Sin embargo, eventual\


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mente, lo uno o lo otro puede ser normalmente esperado por un círculo social que se agrupa en torno de una persona poseedora de un conocimento técnico. A l pasar de comunidades relativamente reducidas y simples a so­ ciedades de mayor dimensión y complejidad, encontramos dos clases distintas de papeles técnicos: el líder técnico define situaciones y traza planos para que los ejecuten los técnicos; el experto técnico se especializa en diagnós­ ticos. Y , cuando estos papeles se estabilizan de un modo definitivo, los individuos se preparan explícitamente para ellos. 4. Líderes técnicos Cuando una tarea profesional requiere la cooperación de cierto número de personas, hay un líder técnico que coordina sus actividades, a menos que esta coordinación, mediante la repetición frecuente, se haya convertido en asunto de rutina. Si la tarea es de tal índole que el conocimiento técnico se juzga necesario para realizarla, se espera que el líder técnico posea ese conocimiento, que diagnostique la situación y trace el plan para que quienes lo siguen, lo ejecuten bajo su dirección técnica. En socie­ dades simples y estables, cuando una situación nueva y difícil exige la acción colectiva, sucede a menudo que se le pide a un consejero retirado de la vida activa que asuma esa especie de dirección y no sólo que trace un plan para los otros sino que dirija su ejecución. En sociedades más complejas y mudables, donde la necesidad del conocimiento técnico de los líderes técnicos se reco­ noce más o menos claramente, los individuos destinados a dirigir a los demás en realizaciones colectivas se prepa­ ran de antemano adquiriendo el conocimiento técnico


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«jiir se espera de ellos, aprendiendo a utilizarlo para hacer diagnósticos y planes. De ese modo la preparación del lutiiro líder guerrero incluye el conocimiento comparanvo de las tácticas y la estrategia militares así como de las armas, fortificaciones, instrumentos de sitio, etc.; el luí uro constructor de caminos y puentes, el constructor de puertos y de sistemas de irrigación, el arquitecto, el iiinstructor de barcos o el navegante no deben sólo adiesl *.irse en la habilidad técnica, sino prever las diversas -alnaciones técnicas con las que el grupo que ha de dirigir puede tener que enfrentarse, a menudo inesperadamente. Sabe cómo determinar de antemano, a veces con bastante detalle, el resultado que ese grupo logrará bajo su direci ion, así como la distribución entre sus miembros de los diversos procesos instrumentales que deben combinarse para la realización de ese resultado. Como en los tiempos modernos las tareas colectivas loman en proporción cada vez mayor el lugar de las tareas individuales en casi todos los campos de la empresa téc­ nica, los papeles de los líderes técnicos se multiplican y <specializan y su conocimiento se hace cada vez más com­ plejo y preciso. N o sólo se han hecho indispensables en la industria, pero incluso en dominios de la actividad humana como el comercio, la banca y las finanzas, donde los datos de las situaciones prácticas incluyen, junto a ni) jet os materiales, seres humanos conscientes, muchas Iunciones profesionales son ejecutadas por grupos de • '.penalistas diversificados bajo la dirección de hombres •11le con objeto de desempeñar estos papeles han adquii ido un vasto complejo de conocimiento técnico. Además, • I líder técnico dirige rara vez personalmente los procesos mediante los cuales se llega a la verdad final, sino que,


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habiendo planeado estos procesos y su distribución, deja que un líder técnico subordinado vigile la ejecución de su plan. Finalmente, en grupos amplios con tareas in­ trincadas las funciones mismas de diagnosticar y planear se subdividen: comités deliberantes diagnostican amplia y sintéticamente todo el complejo de las diversas situa­ ciones con que el grupo se está enfrentando o espera enfrentar y señalan la dirección general de sus actividades: un líder técnico junto con un cuerpo de líderes auxiliares diagnostica más exactamente cada tipo específico de situa­ ción y traza un plan total, incluyendo un número de planes diversos y específicos cuya ejecución se dejará a subgrupos de técnicos especializados. El líder técnico debe, naturalmente, ser un “hombre de ciencia”, un hombre de saber cuya función consiste en cultivar y utilizar éste en beneficio de aquéllos que carecen de él y lo necesitan en el desempeño de sus papeles profesionales. Pero es también un líder social, la cabeza de un grupo cuyas actividades dirige. Y su dirección social eclipsa y condiciona sus funciones como científico, pues le otorga un poder institucional dentro de su grupo y en la medida en que controla las fuerzas colectivas de éste se convierte en fuente de prestigio social y de influencia en la sociedad, más amplia, de la cual ese grupo forma parte. Hay diversas maneras en que puede conseguir su status: puede heredarlo, o ser elegido para él por un grupo, o llegar hasta él desde situaciones subor­ dinadas dentro de ese grupo, o ser nombrado por un líder de un grupo superior dominante, o tomarlo a la fuerza porque tiene el apoyo de algún grupo socialmente poderoso. Pero sólo puede conservarlo evitando en su


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planeamiento tecnológico errores que produzcan el fra1 aso del grupo en la ejecución de sus propósitos. El fracaso tiene consecuencias mucho más serias en el caso de un grupo especialmente organizado para tareas tet nicas que en el caso de un individuo técnico trabajan­ do solo, a causa de la magnitud relativa de las tareas, las pérdidas que su no-realización implica y la influencia desorganizadora que ejerce sobre el grupo. Se hace al líder responsable de esas consecuencias, con el efecto de que su status social baja a los ojos del grupo y del medio social más amplio. Y mientras en el caso de un líder religioso o político ese efecto puede ser contrarrestado por un éxito saliente, en este aspecto un líder técnico es menos afortunado. Porque con un planeamiento tecno­ lógico lo que se considera como un éxito normal se acepta como cosa lógica, mientras el plan — si se sigue estricta­ mente— deja rara vez oportunidad al éxito inesperado, 1 xtraordinario. En consecuencia, es más importante para el líder técnico no caer por debajo de la medida de la obra esperada que elevarse por encima de ella. Aunque el líder técnico es también un líder social, sin embargo, la prueba del éxito y del fracaso se considera .inte todo como una prueba de su conocimiento y sólo '.ei undariamente de su capacidad para la jefatura social, puesto que se supone que los miembros de un grupo esco­ cido y organizado para ejecutar una obra técnica desean y son técnicamente capaces de hacer lo que él quiere que liagan, mientras su propia habilidad técnica no se tiene ■n c uenta en absoluto. Así su conocimiento, aunque es aún personal como el del técnico, queda aislado de sus otras características personales, y su composición y estrucn n a dependen directamente de su papel social.


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Primeramente, se supone que se trata de cierto cono­ cimiento. Y sólo deben incluirse en él verdades compro­ badas; no hay lugar ahí para hipótesis que necesitan nuevas pruebas, ya que la posibilidad de error significa la posibilidad de fracaso en la acción del grupo. A l mismo tiempo debe ser conocimiento inductivo, basado en la generalización de datos empíricos individuales. ¿Cómo puede la certidumbre de la verdad comprobada relacio­ narse con la generalización inductiva? Limitando su ex­ tensión a la serie de datos dentro de la cual ya ha sido probada; en la práctica, esto significa huir de su aplica­ ción a datos que parecen diferentes de aquellos a los cuales ya ha sido aplicada. El líder técnico ha de consi­ derar con desconfianza los datos nuevos. Suponed, por ejemplo, que posee un conocimiento previo basado en la experiencia y la observación acerca de las características de una clase específica de material técnico — madera, piedra, metal— que ha resultado útil para el género de tarea que su grupo está emprendiendo. Se espera que desconfíe si se le ofrece material que parezca poseer carac­ terísticas algo diferentes y su desconfianza sólo puede borrarse mediante una serie de pruebas, las cuales demos­ trarán que esa diferencia no tiene nada que ver con el uso que de ese material ha de hacerse. Como es natural, no le preocupa la distinción estrictamente lógica entre certidumbre y gran probabilidad; una generalización es cierta para él si aún no se han encontrado excepciones en el curso de la observación técnica. Cuando, como sucede con frecuencia en los tiempos modernos, toma sus gene­ ralizaciones inductivas de la investigación teórica, tiene cuidado de seleccionar sólo aquellas que no engendran en ese momento ningún problema teórico nuevo.


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Además, el conocimiento del líder tecnológico debe ser de ese género que facilita las profecías de acuerdo con la famosa fórmula de Auguste Comte: “ Savoir pour prévoir, prévoir pour pouvoir” Esto quiere decir que debe conocer las relaciones causales entre procesos de transfor­ mación. Debe ser capaz de prever que si, por ejemplo, se aplican a cierto material ciertos instrumentos de acuerdo con cierto método técnico, se realizarán en ese material cambios determinados. Pero las relaciones causales sólo pueden preverse si los procesos de causa y efecto son reiterables; y éstos solamente lo son si las condiciones en las cuales se realizan son similares en cada ocasión. Es claro que, para fines prácticos, la repetición aproximada de procesos y la similitud aproximada de las condiciones son aificientes (aunque cuanto más preciso y detallado es el plan de acción más estrecha debe ser esta aproximación). De todos modos el líder tecnológico se encuentra frente a una dificultad fundamental. Pues sólo se solicita su dirección cuando la situación en la que ha de desarrollarse la actividad técnica es relativamente nueva, y esto implica que las condiciones en las cuales se supone que ha de realizarse una relación causal entre procesos no son simiIares a aquellas en las que se realizó en el pasado. O bien el proceso técnico que solía ser causa de ciertos cambios no puede reproducirse en las nuevas condiciones, o su <Icelo se halla expuesto a tropezar con otros factores cau­ ces. Lo que el líder técnico debe hacer si quiere que se n pitan los procesos causalmente relacionados, es repro<luí ir artificialmente las condiciones bajo las cuales se abe que aquéllos se realizaban, introduciendo en las con•11* iones alteradas lo necesario para realizar la causa, o «uní i arrestando lo que impide la realización del efecto,


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o haciendo ambas cosas a la vez. Esto debe hacerse en el caso de toda relación causal que es un medio necesario para la realización del fin. Presupone la ejecución de varias acciones auxiliares y preparatorias, cada una de las cuales requiere cierto conocimiento de relaciones causales no incluido en la ejecución técnica usual. Por lo tanto, el conocimiento personal total del líder técnico no puede reducirse a ningún sistema de “ verda­ des” teóricas especiales relacionadas con una sección abs­ tractamente aislada de la realidad. Debe ser un equipo de conocimientos heterogéneos2 organizado completa­ mente en relación con las tareas colectivas cuya ejecución planea y dirige. El núcleo de este conocimiento se halla constituido por “ verdades” que aplica de un modo directo en todos sus planes. El ingeniero civil que construye puentes debe poseer el conocimiento físico y químico necesario incluido en el planeamiento de la construcción de cualquier puente bajo cualquier condición. Sin em­ bargo, no encontrará aplicación a grandes porciones de física y química excepto en condiciones tan improbables, que, para fines prácticos, puede olvidarse su posibilidad. Pero debe poseer cierto conocimiento de geología, geogra­ fía y meteorología para tener en cuenta diversas con­ diciones naturales en las cuales hay que construir los puentes; y debe saber algo de economía, sociología y psicología para utilizar factores favorables y contrarrestar los desfavorables que tienen su origen en la vida cultural del hombre. Todo este conocimiento periférico miscelá­ neo, aunque menos preciso que el que interviene en su 2 Encontram os un ejem plo de este requerim iento en las biografías de “ capitanes de industria” norteam ericanos com o A n d rew C arn egic, Joh n D . R ockefeller, J. Pierpont M organ.


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plan del puente, debe ser de tal género que lo capacite para incluir los datos con que tropieza en clases ya bien definidas y prever con una probabilidad prácticamente suficiente cuales serán los efectos de los cambios realiza­ dos sin su intervención o a través de ella. I.n resumen, en cada diagnóstico se supone que el líder técnico reduce todo lo nuevo e incierto de la com­ pleja situación con que se enfrenta a una combinación prácticamente segura de verdades viejas y ciertas acerca de las cosas y los procesos. Sin embargo, es un hecho que hay y ha habido duiante muchos siglos líderes técnicos que van más allá de los requerimientos y las esperanzas de su medio social, y que por su propia iniciativa, no en respuesta a una demanda social, emprenden nuevas tareas colectivas que implican riesgos considerables, ya que en el conocimiento preexistente no existe una base lo bastante firme para m is

planes. Esos líderes deben ser hombres de gran poder

y prestigio que los capaciten para formar grupos para la realización de esas tareas y para conservar sus papeles sociales en el caso que fracase su primer intento. En su mayoría han sido gobernantes de estados o, con más frei tienda aún, personas en quienes los gobernantes delegan ii poder para fines técnicos específicos. A ellos se debe p a n parte del progreso realizado desde los tiempos del .inliguo Egipto y de Babilonia, en arquitectura, ingenietía civil y militar, minas, navegación. En épocas más iec ientes, mientras las empresas más importantes y nuevas * n esos campos se deben aún principalmente a la iniciá­ is a del estado, en el dominio de la producción industrial colectiva las tareas técnicas colectivas más audaces se


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llevan a cabo con apoyo del poder económico manejado por “ capitanes de industria” . Una tarea colectiva planeada para la cual no existe una base teórica cierta y completa, puede realizarse de dos modos. Según el primero, el líder técnico utiliza en su planeamiento hipótesis no probadas y cambia sus pla­ nes en cuanto descubre mediante una prueba que esas hipótesis “ no funcionan” , que su aplicación práctica tiene resultados inesperados. Este es naturalmente un método costoso en una empresa colectiva y el resultado final de esta última corre el riesgo de ser distinto del que origi­ nalmente se pretendía. Sin embargo, esto no significa necesariamente que carezca siempre de valor el no juz­ garlo por la medida de la conformidad entre la realización y el propósito, sino por alguna norma extraña de utilidad; puede resultar tan valioso como lo hubiera sido el fin buscado, o incluso más. Entonces se considera como un éxito. E l otro modo consiste en asegurar la validez de hipótesis no probadas mediante la observación o el expe­ rimento antes de llevar a cabo la ejecución del plan, modificándolo si fuera necesario para disminuir el riesgo. El líder técnico puede desempeñar él mismo esta función; sin embargo, si es antes que nada un líder social, un hombre de poder para el cual la adquisición de conoci­ miento es sólo un instrumento para el control de las actividades de grupo o si su tarea es demasiado vasta y complicada para que adquiera todo el conocimiento exi­ gido por su realización, confía esa función a un especia­ lista subordinado, a un experto.


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5. Expertos técnicos

m

En el papel social del experto técnico el conocimiento halla completamente separado de su aplicación práctica.

No sólo no tiene participación en la ejecución ultima «01110 trabajador técnico o como líder técnico de los 11 abajadores, sino que no tiene la responsabilidad de de' id ir qué actividades técnicas deben realizarse. La decisión le corresponde al líder técnico y todo lo que ha de hacer el experto se reduce a suministrar el conocimiento especial de que carece el líder y que le es necesario antes de decidir. E l carácter y la porción de conocimiento que se le exige se halla en relación con lo que se supone socialmcnte que el líder sabe y lo que cree que sabe; pero en lodo caso sólo el líder determina qué uso hará del cono­ cimiento del experto para suplir el suyo propio. Sucede 1 menudo, en realidad, que los líderes confían a los ex­ pertos la tarea de planear, al menos en parte, la obra colectiva futura; esto quiere decir que son más que ex­ pertos y que comparten —aunque sea extraoficialmente— l.i función directiva. Reyes, caudillos, sumos sacerdotes, administradores, jueces, legisladores y empresarios económicos han estado • mpicando expertos desde hace muchos siglos, no para aconsejarles lo que debían hacer, sino para reunir y sumi­ nistrarles un conocimiento fidedigno acerca de algunos datos específicos y aún insuficientemente conocidos, refe1 entes a la situación práctica total o acerca de los efectos de algunos nuevos procesos previstos pero no probados. I l,i habido astrólogos, geománticos, augures y expertos drl estado en demografía, salud pública, meteorología, y/ o^rafía, geología, agricultura, minería, industria y h a­


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cienda. En la guerra moderna, los estados mayores están utilizando expertos, especialistas que proceden de casi todos los campos del conocimiento científico. Natural­ mente que cuando el líder de un grupo sólo tiene un escaso conocimiento técnico (como suele suceder con los líderes políticos que no han sido preparados para la dirección técnica en ningún campo, sino sólo para la jefa­ tura social), casi toda la información necesaria para cualquier tarea colectiva debe ser reunida por expertos, Pero es el líder, el hombre del poder (o el grupo que se halla en el poder), quien impone a los expertos los pro­ blemas teóricos que han de resolverse. Incluso cuando los expertos toman la iniciativa para investigar los hechos y comunicar los resultados de su investigación a los hom­ bres que están en el poder, eligen aquellos problemas que presumiblemente habrán de interesar a estos últimos. Esto impone límites definidos a su investigación. Los resultados de ésta deben ser conocidos de antemano para que respondan a la tarea práctica que persigue el líder, bien se trate de llenar el tesoro del estado, de combatir epidemias, elevar el nivel de la agricultura, planear una guerra, construir un ferrocarril o producir aviones más veloces. Los hechos que han de estudiarse ya están defi­ nidos y se supone que tienen alguna relación, deseable o indeseable desde el punto de vista del líder, con la situa­ ción presente, o que ejercerán cierta influencia sobre los resultados de las actividades que se están proyectando. El problema consiste en probar la primera clase de su­ posición mediante la observación, la segunda por el experimento y descubrir si se puede confiar en ellas o, en el caso de darse suposiciones alternativas, en cuál de las dos se puede confiar. Respecto a los hechos en cues-


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hón 110 se necesitan nuevas hipótesis que no estén relau< madas con su significado práctico en la tarea que se proyecta; y los nuevos problemas son claramente inne<esarios. lista determinación anticipada del género de conoci­ miento que se exige a un experto se muestra más evidente cu el papel desempeñado por el experto en estadística. I n una simple enumeración se supone que se conoce la naturaleza de cada uno de los datos a enumerar, pues sólo •c licne en cuenta en su definición aquellos caracteres de los datos que ya se han descubierto como prácticamente ij'.nificativos; lo que el experto tiene que descubrir es la frecuencia distributiva de esos datos dentro del campo de la actividad del líder (por ejemplo, la frecuencia distribui iva de las distintas rentas dentro de los límites del estado) hasta donde esto influye sobre la actual situación práctica (por ejemplo, volver a llenar el tesoro). Cuando se busca una correlación estadística existe la presunción de que los datos de una serie dependen a menudo causalmente de los datos de la otra serie; y el experto ha de descubrir si esta dependencia es bastante frecuente para justificar un miento de influir cuantitativamente en la primera serie modificando cuantitativamente la segunda, por ejemplo, i ( frenar el crimen, la mendicidad o la prostitución, prohi­ biendo la venta de bebidas alcohólicas o mejorar las coset has del país difundiendo el uso de los abonos artificiales. Además, cuando la tarea del experto consiste en obtener conocimientos referentes a la situación actual, su campo •»<* halla circunscrito en el espacio y en el tiempo; tiene que estudiar hechos que son importantes aquí, y ahora, sin intentar por métodos comparativos llegar a generalizacio­ n e s que serán válidas fuera de las condiciones presentes.


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Sin embargo, resulta distinto si la tarea del experto supone una experimentación técnica. Esta consiste en probar, en pequeña escala o en algunos casos, los resultados de acciones que han de realizarse en gran escala o en muchos casos. También aquí el problema del experto se halla limitado desde su origen, pues ha de averiguar dónde y en qué condiciones tendrá cierto género de acción el resultado que ha sido previsto en la formación por tanteo del plan del líder. Así, el experto médico aplicando expe­ rimentalmente a un número de organismos animales cierta medida higiénica encaminada a prevenir la infección que produce una enfermedad epidémica, prueba la hipótesis de que el contagio de la enfermedad entre la población del país podrá evitarse si las autoridades del estado aplican esta medida a todos sus habitantes. Un experto agricultor en una estación experimental ensaya la rotación de cul­ tivos o el empleo de un abono con el fin de averiguar si esa acción, generalizándose entre los agricultores, elevará la producción de sus granjas. E l experto químico aplica en el laboratorio un tinte a ciertos tejidos y expone éstos así teñidos a la acción del sol, del agua, etc., para probar por anticipado los resultados previstos del uso de ese tinte en la producción en masa. Esta clase de tarea experimen­ tal presupone que los procesos causales que el experto utiliza ya son conocidos y que sus efectos han sido hipo­ téticamente inducidos de una experiencia previa, pero que las hipótesis carecen del grado de certidumbre o de precisión requerido en un proyecto afortunado. E l ex­ perto no inicia un nuevo conocimiento; sólo perfecciona el que ya existe. Pero la tarea del experto puede ir más allá. Si descu­ bre que la clase de acción proyectada no producirá el


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resultado que se desea, se le puede pedir que proponga un género de acción más afortunado; o si descubre me­ diante la experimentación que un factor imprevisto en­ torpecerá la consecución del propósito del líder, se puede esperar de él que encuentre un modo de contrarrestar este factor. En una palabra, su función social puede in­ fluir intentos de inventar patrones alternativos de acciones técnicas más eficaces para el logro del propósito final, que aquéllos previstos en el proyecto del líder. A veces se le exige aún mayor inventiva. El líder técnico puede carecer incluso del conocimiento hipotético respecto a los posibles modos en que puede conseguirse cierto resul­ tado específico y parcial, esencial para la realización de su propósito definitivo. Sin ese conocimiento su plan no es sólo un tanteo: es necesariamente incompleto. Enton­ ces se puede pedir al experto que invente algún modo, hasta entonces desconocido, de completar y realizar efi­ cazmente el plan del líder. Para hacerlo, debe ensayar en sucesión varias combinaciones de hipótesis, viejas y nuevas, y probarlas experimentalmente aplicándolas a su problema particular hasta que encuentra una combi­ nación que “ funciona” , es decir, hasta que ha inventado un patrón de acción técnica que ha de producir con seguridad el resultado que se desea. Hablamos de inventar un nuevo patrón de acción téc­ nica, no un nuevo objeto o proceso técnico. El concepto común de una “ invención” tal como se emplea en el len­ guaje popular, en normas legales (por ejemplo, las que reglamentan la concesión de patentes), e incluso en la reflexión teórica, aisla arbitrariamente objetos o procesos de los sistemas técnicos activos totales, de los que son elementos y dentro de los cuales sólo tienen un signifi­


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cado práctico.3 Semejante actitud imposibilita un análisis científico comparativo de invenciones como fenómeno dinámico cultural y tendrá que ser descartada del mismo modo que los modernos etnólogos están desechando el método de reunir y clasificar los utensilios técnicos de pueblos inferiores en museos etnográficos sin referencia al problema de cómo esos utensilios se hallan relacionados en el uso activo con otros valores culturales de esos pueblos. El hecho es que cada objeto o proceso inventado es un valor técnico que debe contemplarse en relación con dos sistemas dinámicos y activos. Por una parte, es un producto de la acción técnica original del inventor me­ diante la cual ha elegido y empleado de un nuevo modo como materiales, instrumentos y procesos estandarizados ciertos valores que existían ya, dándoles así un nuevo significado práctico (que puede manifestarse, por ejemplo, en una demanda social creciente de esos valores si la in­ vención se difunde). En el curso de esta acción, los materiales, instrumentos, procesos tienen que modificarse adaptándoles al nuevo valor que el inventor pretende producir, y este último debe ser gradualmente modificado en una adaptación respecto a ellos. Para producir otros valores de la misma especie que los que el inventor pro­ duce en un principio, los técnicos tendrán que “ imitar” su acción original, aplicar el patrón activo que inventó, 3 Esta clase de concepción se utiliza necesariamente en los estudios estadísticos acerca del crecim iento num érico y la difusión de los “ in­ ventos". N o pretendem os quitar m érito a esos estudios; pero debe com prenderse de un m odo claro que se refieren no a los inventos com o fenóm enos culturales, sino sólo a esos productos de la actividad técnica que son considerados y aceptados en cierta colectividad como nuevos valores técnicos.


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.1tinque eventualmente ese patrón será perfeccionado ha<iendose más eficaz mediante modificaciones inventivas secundarias. Por otra parte, si se utiliza el nuevo valor (y mientras permanece sin uso no tiene ningún significado práctico lucra de la acción original del inventor), queda incorpotado a algún otro sistema dinámico, es elegido por alguien como elemento de otra acción. Esta puede ser también técnica, como cuando se utiliza un nuevo material de construcción para edificar una casa, un nuevo utensilio i^rícola para cultivar un campo, un nuevo proceso quí­ mico para teñir tejidos. Pero puede tratarse de otra especie de acción: un nuevo producto alimenticio que ha de comerse, un nuevo tipo de ropa que ha de usarse; mien1 ras que un automóvil puede servir de instrumento en diferentes clases de acciones, desde ir a la iglesia hasta el lobo, desde salvar vidas humanas, mediante la medicina y la cirugía, hasta sacrificarlas en una guerra. Y un acto que utiliza un nuevo producto de la inven­ ción no puede seguir exactamente un patrón viejo; debe desviarse de él, por muy poco que sea, siendo así en u n ta medida inventivo, pues otros valores incluidos en él lian de ser adaptados al nuevo valor. Esta adaptación puede variar dentro de límites muy amplios. Por ejemplo, mientras puede bastar con una pequeña innovación en el pailón alimenticio para introducir una nueva clase de conserva, en cambio, para emplear cemento en vez de lailcilios al construir una casa hay que inventar nuevos instrumentos para manejarlo; hay que cambiar los p ro ««-sos técnicos; y la casa misma como producto ha de proyectarse de modo distinto. E l cambio desde las herra­ mientas manejadas por el hombre a las máquinas de vapor


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en cualquier industria sólo ha sido posible gracias a importantes modificaciones en patrones de acción tradi­ cionales e incluso algunas veces con la introducción de patrones sin precedentes. E l amplio y múltiple uso del automóvil implica tan diversos e importantes patrones de acciones sociales y económicas en que se fundaba la vida en común que ha revolucionado toda la estructura tradicional de la comunidad. Volviendo ahora a la función social del experto técnico, encontramos que cuando se espera de él una invención su problema está determinado por el uso que el líder técnico proyecta dar al producto de su acción inventora. Este producto se halla definido por anticipado como un “ me­ dio” necesario para la realización del “ fin” del líder; y como éste tiene que enfrentarse con una situación definida y sabe qué clase de fin quiere alcanzar, la invención del experto debe responder exactamente a esa necesidad y no requerir para su uso otras innovaciones importantes por parte del líder. Así, un líder industrial que emplea expertos con el fin de inventar el modo más eficaz de producir cierto artículo para el que está seguro de encontrar mercado, no acoge una invención que sólo puede ser utilizada reti­ rando toda la maquinaria de su fábrica y encargando otra nueva; o que, en vez del artículo que pretende producir, enseña cómo se fabrica otro desconocido que sólo puede lanzarse al mercado con gran costo y riesgo. Cuando los modernos “ capitanes de industria” que sos­ tienen laboratorios para la experimentación tecnológica archivan inventos de sus expertos que son demasiado ori­ ginales e importantes para poder utilizarlos sin trastornar la estructura técnica o económica de sus empresas, y los


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guardan en secreto para que otros competidores más au­ daces no los aprovechen, actuán en absoluta conformidad con la dependencia tradicional de la función del experto respecto a las exigencias del líder técnico. 6. Inventores independientes Sin embargo, la experimentación técnica no es llevada a cabo exclusiva ni siquiera predominantemente por ex­ pertos que trabajan para satisfacer los requerimientos de los líderes. Durante muchos siglos ha sido practicada libremente por individuos que desempeñaban diversos pa­ peles profesionales pero que gastaban mucha de su energía en la investigación de sistemas técnicos no probados, por líderes que han empleado sus ocios en poner a prueba nuevas posibilidades de una futura dirección prevista, por expertos que han ido más allá de su función normal, tal como la determinaban las necesidades actuales de sus líderes, tratando de inventar nuevos patrones de acción técnica con la esperanza de que surgiera eventualmente la demanda de ellos, e incluso por ricos aficionados.4 La historia da los nombres de numerosos inventores desde la antigüedad clásica hasta los tiempos actuales; podemos citar como ejemplo a Tales, Herón de Alejandría, Arquímedes, Galeno, Roger Bacon, Paracelsus, Giovanni de la Fontana, el Marqués de Winchester, James Watt, Edi­ son. De los períodos históricos pasados nos llegan fuertes reflejos indirectos que, unidos a los datos directos del período actual, nos permiten concluir que el número de inventores independientes poco conocidos o pronto olvi-

4 L a influencia de los aficionados en la invención y el hecho expeliincntal queda bien caracterizada por M arthe O rn ste in , The Role of Si ¡rntific Societies in the Seventcenth Century (C hicago , 19 3 8 ), pp. 54 ss.


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dados excede en mucho la suma de los que fueron sufi­ cientemente afortunados para acertar con algún nuevo patrón que sus más vastos medios sociales estuviesen dis­ puestos a adoptar considerándolo de bastante importancia para legar a la posteridad el nombre del iniciador. Pero lo notable es que hasta la segunda mitad del siglo xix ningún papel social normal de “ inventor” in­ dependiente fué reconocido por ningún círculo social excepto el de los inventores mismos, e incluso aún hoy estos papeles sólo existen en algunas instituciones de in­ vestigación técnica. Para comprender esto hemos de recor­ dar que, aunque el invento nace como respuesta a una exigencia social, sin embargo, en todas las sociedades con­ servadoras se ha considerado peligroso porque infringe el orden existente, sea mágico, religioso, social o económico. Sólo si el orden establecido ha sido trastornado, como en los casos en que los patrones profesionales conocidos dejan de funcionar, la invención queda justificada por la nece­ sidad de enfrentarse con este trastorno: esto es lo que se espera del consejero primitivo y más tarde del líder técnico, ya que el riesgo que asumen en esa situación es necesario para contrarrestar otros males que serían inevitables sin ellos. Pero hemos visto que se cree que ni el líder técnico ha de correr riesgos innecesarios; si se expone a ellos es porque confía en su propio poder social o en el poder de un líder social superior que lo protege, y cuando los corre procura disminuir el riesgo utilizando expertos para la investigación y experimentación preliminar y hacién­ doles trabajar sólo en obras prescritas. En tanto que en una civilización mudable y compleja, donde se multiplican los trastornos en los diversos campos profesionales, el crecimiento del liderismo técnico y del trabajo de los


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expertos borra gradualmente la censura tradicional res­ pecto a las innovaciones en el dominio técnico dejando que individuos particulares jueguen más o menos libre­ mente con diversas y nuevas posibilidades técnicas, se está muy lejos del reconocimiento positivo de la invención ■i11 freno como función socialmente deseable relacionada con un status social definido. Hemos empleado adrede la palabra “ juego” , pues parece que en el pasado los inventores han conseguido su libertad a fuerza de no ser tomados en serio. A fines de la Edad Media y ya avanzado el siglo xvn toda invención que amenazaba entrometerse en el importante negocio de la vida —religión, política, guerra, medicina, agricultura, comercio, oficios— tendía a traer sobre el inventor la acusación de brujería; mientras que los inventos que pare­ cían simples diversiones ingeniosas para desocupados, elu­ dían esta acusación, jugándose gustosamente con ellos, como lo demuestra la amplia circulación de libros que los describen. ¿E s ésta quizás la razón de que en China, ton su concepto de la vida y la cultura humanas como partes integrales e influyentes de un orden del mundo único y sagrado, tantas invenciones esencialmente simila­ res a las que luego revolucionaron las técnicas occidentales lucran consideradas durante siglos como juegos? Incluso en el mundo greco-romano gran parte del ingenio de los inventores se esgrimió en meros juguetes. Herón de A le­ jandría en su Pneumática, junto con invenciones mecánicas ulilizadas en los templos o en la guerra, enumera arteIactos de carácter superfluo como pájaros que cantan, animales que beben, copas maravillosas. Sin duda, el interés dominante del inventor indepen­ díenle en su campo es técnico, no social; se concentra en


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el proceso mismo de la experimentación y la creación de nuevos patrones técnicos, como el artista se concentra en su arte. Los inventores independientes se especializan rara vez en un campo profesional definido —excepto cuando el campo es tan vasto que ofrece nuevas e ilimitadas posi­ bilidades, como, por ejemplo, la medicina moderna, in­ cluyendo la cirugía y la farmacia—. Generalmente vaga por anchos territorios, no reconociendo fronteras sociales entre las ocupaciones, sin que le preocupen las exigencias sociales de una acción técnica eficaz que satisfaría nece­ sidades existentes. Sin embargo, esto no significa que las consideraciones de orden social falten en su vida. Quiere desempeñar un papel social reconocido, encontrar o for­ mar en torno suyo un círculo social que aprecie su valor; reclama un status social, incluyendo una posición econó­ mica (a no ser que la tenga asegurada de otro modo), y, sobre todo, desea que su función, voluntariamente asumi­ da, sea reconocida socialmente, que otros utilicen esos inventos que nadie ha requerido, que se siga esa orienta­ ción técnica que nadie ha solicitado. Diversos factores determinan la aceptación de la iniciativa del inventor por su medio social. Un invento que resuelve un problema original del inventor y no un problema surgido en el curso de una actividad profesio­ nal estandarizada, rara vez adopta en seguida una forma práctica que funcione; pueden necesitarse muchos inven­ tos auxiliares y suplementarios antes de que su utilidad sea reconocida por los técnicos, que le aplican las normas eficaces de patrones establecidos, o incluso por los líderes tecnológicos ocupados en conseguir de la actividad colec­ tiva fines predeterminados. Tomad ejemplos tan fam i­ liares como los de la máquina de vapor, la locomotora,


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el automóvil y los diversos aparatos para volar. Se nece­ sita la visión de un inventor para apreciar las posibilidades de un invento que aún no está preparado para la apli­ cación práctica realizada por técnicos y también para comprender que otros inventos, ya hechos o por hacer, deben combinarse con él a fin de que resulte útil. El inventor solitario es una figura bastante impotente y tragicómica: algunos de sus nuevos inventos que puedan encajar en patrones técnicos existentes son quizás acepta­ dos, la mayoría de sus invenciones menores se consideran como curiosidades y suelen olvidarse después de su muer­ te, mientras la gente sensata se burla de sus grandes sueños respecto a nuevos modos de controlar la natura­ leza. Sólo cuando en una sociedad los inventores se multiplican y se enteran de sus mutuas actividades obser­ vando los resultados que se hacen públicos, estableciendo contactos personales o a través de publicaciones, los resul­ tados de la invención pasada se utilizan como datos para la nueva creación técnica. Las invenciones incompletas o imperfectas se completan o perfeccionan, las que corres­ ponden a diferentes líneas de la técnica se combinan en una nueva síntesis, nuevas posibilidades que pasaron in­ advertidas a un inventor son descubiertas y realizadas por otros, ideas demasiado indefinidas para una aplicación inmediata son desarrolladas y concretadas gradualmente hasta que lo que empezó siendo un juguete se convierte en un modelo para la realización de servicios hasta en­ tonces desconocidos, lo que era diversión para ociosos vuélvese ocupación seria y el sueño audaz se trueca en rea­ lidad asombrosa. Cuantos más inventos nuevos se incor­ poran a papeles profesionales, los patrones técnicos se vuelven cada día más diversificados e interdependientes,


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y cada vez surgen más problemas nuevos en el curso de las funciones profesionales. Como resultado de ello, la demanda de técnicos se hace más extensiva y continua y entre éstos aparecen más inventores; esto a su vez trae la multiplicación y diversificación de inventos utilizados técnicamente; y así de un modo sucesivo. Sin embargo, debe observarse que incluso la existencia de varios inventores en una sociedad no asegura siempre el desarrollo de los inventos mediante el mutuo estímulo. Muchos inventores han guardado el secreto de sus in­ venciones contra posibles competidores, temiendo por su

status o —en épocas recientes— obligados a proceder así por poderosos patrones, públicos o privados. E incluso si un invento se perfecciona definitivamente quedando dispuesto para el uso práctico, las fuerzas sociales pueden aún resistirse a su utilización, fuerzas sociales como el conservatismo profesional de los técnicos a quienes no les gusta ver desechados o modificados los patrones tradicio­ nales, la oposición de los que temen que la adopción del invento perjudicará sus posiciones económicas o entorpe­ cerá la demanda social respecto al desempeño de sus funciones y la resistencia pasiva de las mismas personas a quienes se supone que beneficiará el invento pero que no quieren que su modo de vida familiar sea trastornado por invenciones de “ última moda” . Sin embargo, en la medida en que aumenta la coope­ ración irregular de los inventores, ésta introduce cierto orden en el conocimiento originalmente desarticulado que cada inventor individual emplea en su actividad. Mien­ tras cada invento particular representa una aplicación de muchas generalizaciones teóricas diferentes, viejas o nue­ vas, y cada generalización teórica puede ser aplicada en dis-


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1 i 11 tos inventos, cuando éstos, multiplicados, se fecundan entrecruzándose y supliéndose unos a otros, aparece un stock, común de conocimiento teórico referente a cierto dominio de la realidad que cada inventor individual debe compartir para participar en el control técnico creeiente de su campo. Son buenos ejemplos de esto la medicina y la mecánica en la antigüedad clásica y la cría de animales y la agricultura desde el siglo xvm . Entre ese conocimiento teórico de los técnicos, organi­ zado en relación con problemas prácticos, y el conocimiento teórico de los eruditos y (más tarde) de los investigadores científicos, que está lógicamente organizado sin tener en cuenta sus aplicaciones prácticas, ha surgido una influencia mutua. Esto se debe principalmente al hecho de que con el desarrollo de la educación técnica algunos inventores han sido profesores en escuelas —de medicina, ingeniería, agrícolas, etc.— , y algunos de estos últimos se han conver­ tido en inventores; mientras, más recientemente aún, instituciones de investigación científica han reunido a inventores e investigadores teóricos. En consecuencia, los hombres de ciencia teóricos han adoptado la experimen­ tación de los técnicos y la están utilizando como método para descubrir y comprobar nuevas verdades, mientras los técnicos están asimilando sistemas lógicamente organiza­ dos de ciencia teórica y siguiendo su evolución con objeto de emplear para los fines de la invención los compo­ nentes de esos sistemas que puedan utilizarse de ese modo en una fase determinada del progreso técnico.5 Es indudable que el progreso realizado en el control Acerca de esta nueva relación entre el inventor y el investigador le úrico, véase F l e m i n g y P e a r c e , Research in Industry (L o n d res, 19 2 2 ), l>|>. 1 5 1 ss.


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técnico de la realidad natural durante el período historico de evolución cultural y especialmente durante los tres últimos siglos, se debe en su mayor parte a la cooperación de líderes técnicos, expertos e inventores independientes, es decir, de esos “ científicos” cuya función consiste en cultivar el conocimiento preciso para trazar planes que los técnicos ejecutan e inventar nuevos patrones que los téc­ nicos imitan. Ciertamente, muchas innovaciones se hacen aún y fueron hechas por técnicos diestros en el curso de su labor profesional; pero éstas quedan dentro de la escala de posibilidades que pueden ser inmediatamente realizadas por los técnicos mismos y consisten en perfeccionar planes ya hechos o patrones ya inventados, más que en hacer nuevos planes o inventar nuevos patrones, a menos que un técnico tome una innovación de esa índole desarro­ llándola más allá de su sector original. Muchos pensadores modernos que examinan y admiran el progreso de la técnica en su tratamiento de la natu­ raleza orgánica e inorgánica expresan su sorpresa de que no se haya conseguido aún un control semejante de los fenómenos culturales, particularmente sociales; y con fre­ cuencia se acusa a los sociólogos de este fracaso. Incluso entre éstos mismos hay algunos que se hacen eco de esa opinión y declaran que las ciencias sociales deben demos­ trar su utilidad inventando modos de influir eficazmente en los fenómenos de que se ocupan. Parece existir en realidad cierta razón para hacer a los sociólogos respon­ sables de la falta de una técnica en su campo, la cual pudiera compararse incluso de lejos con la que se encuentra en la ingeniería o la medicina, pues la explicación de este hecho debe buscarse, según creemos, en la variedad es­ pecífica de los papeles sociales que los sociólogos han


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desempeñado casi exclusivamente en el pasado y que un gran número de ellos está desempeñando aún. Pero esos papeles, como casi todos los demás papeles sociales, han nacido de demandas específicas por un conocimiento so­ cialmente útil que ciertos círculos han estado haciendo a ciertos hombres y que éstos intentaron satisfacer. Du­ rante el último siglo y medio, algunos científicos, al estudiar los fenómenos culturales, se han apartado de este patrón tradicional, empezando a desarrollar un conoci­ miento teórico independiente de propósitos sociales prác­ ticos, y esperando que eventualmente un nuevo tipo de técnico aplique a la práctica social los resultados de su investigación. Esas personas que ahora exigen que esos hombres de ciencia sean útiles haciendo que su conoci­ miento sirva fines e ideales sociales, tal vez no se dan cuenta de que exigen la perpetuación de ese mismo patrón de “ sociólogo” que ha impedido hasta ahora el desenvol­ vimiento de una técnica social realmente útil. 7. Conocimiento de sentido común Mientras el conocimiento del técnico nace del cono cimiento técnico de los especialistas profesionales, el del científico que se ocupa de fenómenos culturales procede de esa serie de información no especializada acerca del lenguaje, la religión, la magia, los procesos económicos; las costumbres, las personas y los grupos que se supone poseen los individuos de una sociedad determinada para desempeñar los papeles de miembros de esa sociedad Claro que no se espera de todo el mundo el mismo cono«imiento en este campo general y común: es lógico suponer que los jóvenes saben menos que los viejos; el conocimienlo de los líderes sociales y los gobernantes debería ser más


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extensivo y comprensivo que el de los miembros ordina­ rios. Pero la parte más esencial de éste, la que se considera como indispensable para que la vida colectiva siga su curso regular, debe ser común a todos; cualquiera cuya información no incluye este mínimo, excepto un.niño o un extranjero, es un necio, y en todo caso inepto para participar en la vida colectiva. N i puede haber desacuer­ dos respecto a su validez: cualquiera que pone en duda una de su partes está trastornado mental o moralmente. Este es el conocimiento de sentido común que se refiere a los supuestos cimientos del orden cultural que existe y como tal es evidentemente cierto. Pues toda generaliza­ ción explícita o implícita que contiene está relacionada con alguna regla de conducta cultural. Un conocimiento del vocabulario y la gramática trae consigo las reglas de la comunicación verbal; el conocimiento religioso y mágico popular se halla unido a los ritos y abstenciones que se espera que observe todo individuo en el curso regular de su vida; un conocimiento económico de sentido común está comprendido en la reglamentación de la distribución y el consumo de géneros (distinto de los patrones de producción técnica especializados); el cono­ cimiento psicológico y sociológico de sentido común abarca las normas inherentes a las relaciones sociales, los papeles personales y la organización de grupo. Esta rela­ ción puede observarse claramente en los proverbios, la “ sabiduría de las naciones” . Mientras el orden cultural tiene tras de sí la autoridad común de los grupos que componen una sociedad deter­ minada, y particularmente si esta autoridad está apoyada por sanciones religiosas demostrando que se trata de un orden sagrado, las normas que incluye deben ser válidas.


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Cualquier desviación individual de ellas sólo fortalece m i validez, pues está calificada como una ofensa contra normas superindividuales y su represión hace a la socie­ dad más consciente de la importancia de esas normas. Y, por lo tanto, las generalizaciones relacionadas con esas normas deben ser ciertas: en el conocimiento de sentido común “ las excepciones confirman la regla” , pues la ponen más de manifiesto en la reflexión común. Tómese, por ejemplo, la antigua “ verdad” de sentido común según la cual las mujeres son inferiores a los hombres. Esta “ verdad” no puede ser puesta en duda en ninguna sociedad donde la subordinación de las mujeres a los hombres constituye una parte normativamente re­ glamentada del orden social, pues dudarlo sería poner en entredicho la validez de todos los patrones de relaciones sociales entre los sexos. Las excepciones se limitan a confirmarla, pues cualquier relación en que un hombre -digam os, por ejemplo, un Juan Lanas— está subordi­ nado a una mujer, suele considerarse como anormal. Y esa generalización puede fácilmente coexistir con otra subrayando la inferioridad innata de las clases bajas —por ejemplo, de los villanos comparados con los nobles— . Pues a las mujeres de las clases altas no se las compara en absoluto con los hombres de las clases bajas; ninguna necesidad social impone esta comparación, ya que los hombres de las clases bajas están socialmente subordina­ dos a los de las clases altas; y si ocasionalmente una mujer

noble gobierna a los villanos, lo hace como representante «le algún hombre, ausente, muerto o menor de edad. Esos juicios de “ superioridad” o “ inferioridad” person al son valuad ores. Los juicios de valor constituyen el núcleo de todo conocimiento de sentido común; pues


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hay siempre un juicio de valor que está directamente sobrentendido por una regla de conducta. Los juicios descriptivos y explicativos tienen sobre todo un significado auxiliar. Por ejemplo, la descripción histórica demuestra la bondad y la grandeza de los héroes y gobernantes nacionales. Las valoraciones económicas en que se basan las reglas de prudencia están reforzadas por la descripción y explicación de hechos económicos. Los conceptos psi­ cológicos comúnmente aplicados a individuos humanos son valuadores, positiva o negativamente, como “inteli­ gente'’, “ estúpido” , “ sabio” , “ necio” , “ valiente” , “ cobarde” , “ persistente” , “ obstinado” , “ orgulloso” , “ humilde” , “vani­ doso” , “ modesto” , etc. Sólo para explicar por qué un individuo “ llegó a ser de ese modo” , se utilizan afirma­ ciones no evaluadoras. El conocimiento de sentido común, como el conoci­ miento técnico, está de ese modo relacionado con intereses prácticos. Y , sin embargo, hay entre ellos una diferencia fundamental. Como el orden cultural es inviolable, no provoca la misma clase de problema de control práctico que el orden natural. Se presume que el individuo es incapaz de alterarlo y ni siquiera se supone que lo desee; los únicos problemas con que se espera que se enfrente son los de su propia adaptación personal al orden tal como es. Esto se refiere no sólo al miembro de tipo medio de esa sociedad estable, sino también al gobernante o señor de hombres, laico o religioso. Tiene que adaptarse él mismo a los sistemas de normas obligatorias existentes, como cualquier otro; y su función consiste en proteger esos sistemas de todo trastorno, bien procedan de indivi­ duos ofensores, bien de espíritus malos o de fuerzas naturales. Y todo individuo, para la época en que crece


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y se adapta sabe todo lo que debe saber acerca del orden cultural, por su propia experiencia personal y sólo por el hecho de participar en él. Si por alguna casualidad ne­ cesita aprender algo respecto a hechos que no están relacionados con su propia participación en la vida colec­ tiva y acerca de los cuales carece de conocimiento directo fundado en la participación personal, todo lo que necesita hacer es interrogar a alguien que posea ese conocimiento. La única manera en que el conocimiento de sentido común de una sociedad puede hacerse problemático es mediante la oposición colectiva contra el orden cultural en que se basa ese conocimiento. Decimos “ oposición colectiva” porque si sólo se oponen a él individuos disemi­ nados la sociedad los considera como anormales y su oposición criminal, pecaminosa y, en el mejor de los casos, disparatada. N i la crítica de “ nuestro” orden cultural procedente de otra sociedad de cultura distinta puede provocar dudas acerca de la validez de “ nuestras” normas; sólo provoca la tendencia a vengarse criticando todo lo que en aquella cultura parezca negativo de acuerdo con “ nuestras” normas. Su lenguaje es una jeri­ gonza ininteligible, su religión pagana, sus costumbres ridiculas, sus hábitos malvados, su arte feo, su sabiduría locura y su estructura social es un caos. La oposición debe desarrollarse dentro de una sociedad para quebrantar su fe en la manifiesta validez de su orden y de la evidente verdad del conocimiento de sentido común en que se basa. Es claro que la oposición presu­ pone generalmente contactos culturales con el mundo social.0 Los nuevos patrones culturales que los oponentes (> H . E . B a r n e s y H . B e c k e r en su notable trabajo Social Thought Irom Lore to Science (Boston, 19 37 -38 ), especialm ente en el prim er


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tienden a sustituir a los viejos son rara vez creaciones enteramente originales de aquéllos: en la mayoría de los casos proceden de la reproducción individual —con algu­ nas nuevas variaciones— de patrones ya existentes en otras sociedades. Reglas y normas “ extranjeras” de con­ ducta pueden ser importadas por viajeros que regresan, comerciantes, vagabundos, inmigrantes; en sociedades letradas surgen a veces mediante la comunicación indi­ recta a través de libros y publicaciones. A veces ha habido una sobreposición de grupos portadores de dis­ tintas culturas como consecuencia de una invasión, de la interpenetración gradual de fronteras o de la participación común en vastos grupos cuyos miembros proceden de sociedades diferentes, como una iglesia internacional o una organización de clase. Pero en todo caso la aceptación de patrones de fuera, que están en conflicto con el orden cultural en vigor o (con menos frecuencia) de nuevos patrones originalmen­ te producidos por miembros de la sociedad, no suscita la oposición colectiva a no ser que una rebelión, por lo menos latente, se halle más o menos difundida entre una parte de esa sociedad. Puede ser la rebelión de la juven­ tud ' —fenómeno corriente en sociedades con cierto tipo de educación— o una sublevación de clase, o de algún grupo que forma parte de la sociedad pero que no acaba de encajar en ella funcionalmente. Sin embargo, la involum en, hacen hincapié en los contactos culturales entre diferentes sociedades qu e se sobreponen a su aislam iento social y m ental como principal factor de los conflictos culturales internos y de la reflexión crítica acerca del orden social. Este es el prim er estudio históricosociológico serio y com pleto acerca de la génesis y la evolución del pensam iento social. 7 F . Z n a n i e c k i , Social Actions (N u ev a Y o rk , 19 36 ), cap. x m , “ R evo lt” .


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vestigación de todos estos diversos y complejos procesos nos llevaría mucho más allá de lo que pretende esta obra. Cuando dentro de una sociedad se han formado dos grupos o partidos opuestos, uno de los cuales tiende a cambiar el orden tradicional cultural (o cualquier parte de él) mientras el otro tiende a mantenerlo, el pensar acerca de la naturaleza y las bases de este orden, cosa hasta entonces no sólo innecesaria sino indeseable, se convierte en un deber para los prosélitos de ambos partidos, llamémoslos “ innovadores” y “ conservadores” . Pues el conocimiento puede ser un arma en la lucha social, aunque en la situación que estamos ahora discu­ tiendo, cuando tendencias sociales activas que combaten 0 apoyan normas sociales preceden y condicionan el pen­ samiento reflexivo acerca de las bases teóricas de esas normas, los partidos opuestos no pueden inducirse mu­ tuamente a cambiar de tendencia mediante la polémica intelectual. Sin embargo, esos argumentos presentan una doble utilidad. Primero, fortalecen en los miembros de cada partido la convicción de que sus propias tendencias son “ buenas” y las de sus enemigos “ malas” ; y semejante convicción constituye una verdadera fuerza social. Esto no es tan importante para los defensores del orden existente, ya que tienen de su lado todas las normas tradicionales de validez reconocidas hasta entonces en esa sociedad y no necesitan nuevos argumentos para convencerse de que están en lo 1 ic rto. Los enemigos de este orden, al contrario, deben encontrar algunas nuevas normas de validez en que creer, pues sólo entonces su status dejará de ser ante sus propios •t|o>. el de unos meros rebeldes que desahogan un descont< uto subjetivo, y se verán como luchadores que defienden


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una “ causa” objetivamente válida. Por eso observamos que la reflexión crítica acerca de la naturaleza y los cimientos del orden cultural nace y se desarrolla primordialmente entre innovadores, mientras que los conserva­ dores son menos “ intelectuales” y razonan su defensa del orden tradicional reaccionando principalmente contra los argumentos de sus contrarios. Esto no se refiere a “reac­ cionarios” , como Joseph de Maistre, que desean la vuelta de un orden cultural que ya perdió su antiguo derecho a la validez social. La segunda ventaja del conocimiento como arma social está en que puede utilizarse para conquistar la voluntad o por lo menos la neutralidad benévola por parte de las personas indecisas o que no se hallan directamente interesadas en la lucha; y si ésta dura lo suficiente, el conocimiento puede ayudar a “ convertir” la juventud. Claro que en ambos casos debe apelarse en última ins­ tancia a las tendencias activas de las personas que uno u otro partido desea convencer para sí; pero el conoci­ miento puede ser en este caso un instrumento eficaz. Sin embargo, este deber de pensar acerca del orden cultural es peligroso desde el punto de vista de ambos partidos, pues los que se oponen al orden tradicional desean que el pensamiento lo mine intelectual mente in­ validando el conocimiento de “ sentido común” que lo refuerza, mientras sus defensores quieren que el pensa­ miento lo fortalezca intelectualmente probando que ese conocimiento es esencialmente cierto. Ahora bien, no pue­ de encomendarse a personas ordinarias sin preparación especial que cumplan con este deber independientemente, pues su pensamiento ineducado y sin dirección puede hacerlas descarriar: son susceptibles de cometer necios


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“ errores” de juicio que, en vez de apoyar su propia parte en la controversia, suministren argumentos a la otra. A l­ guna persona intelectualmente superior y ampliamente informada debe pensar por ellas y entonces su obliga­ ción consiste sólo en imitar ese pensamiento y asimilar sus resultados lo mejor que puedan. Comúnmente, según parece, esa tarea de pensar por la masa de innovadores y conservadores forma parte del papel de los dirigentes sociales. Este fenómeno puede aún observarse en comunidades campesinas y sociedades no-letradas. Pero a menos que el líder-pensador deje es­ crito su pensamiento, la memoria de éste no le sobrevive mucho. La historia ha conservado sobre todo los nombres de líderes-pensadores que dejaron escritos o a quienes más tarde adscribieron los escritores cierta obra intelectual. Estos comprenden desde los legendarios héros civilisateurs como Moisés y Num a Pompilio, pasando por líderes históricos como Hamurabi, Amenofis IV y Solón (cuyas obras escritas no están identificadas como auténticas), hasta hombres cuya doble función es indudable como César y Calvino. En las sociedades modernas algunos líderes tratan aún de unir estas dos funciones, por ejemplo, Sun-Yat-Sen, Lenín, Trotsky, Mussolini, Hitler y (en el otro lado) personas menos famosas como los conserva­ dores estadistas británicos. Sin embargo, comúnmente, en la mayoría de las socie­ dades complejas, los líderes sociales activos carecen de tiempo, de voluntad o de capacidad para teorizar acerca del orden cultural en honor de sus prosélitos. Alguna otra persona, entre los innovadores o los conservadores, realiza esta función, siendo considerada como más sabia que las demás y aceptada por éstas como guía para pensar


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acerca de los problemas sociales o —más generalmente— culturales, que el conflicto actual suscita. Nace un género definido de papel social que puede llamarse el de “ sabio” . El status original del sabio se halla dentro de su par­ tido y su función original consiste en razonar y justificar intelectualmente las tendencias colectivas de aquél. Tiene el deber de “ probar” mediante argumentos “ científicos” que su partido está en lo cierto y que sus enemigos están equivocados. Si es un innovador tiene que demostrar, por ejemplo, que el sistema religioso tradicional, o la estruc­ tura política, o las leyes y las costumbres, o la vida fam i­ liar, o la jerarquía de clases, o la organización de los procesos económicos, o el arte y la literatura del pasado, o todo ello junto, son parcial o totalmente “ malos” y debe­ rían reformarse, si no abolirse; y que los cambios de esos sistemas o los nuevos sistemas que los innovadores tien­ den a introducir son buenos y deberían aceptarse. Esa era la función de los “ Padres de la Iglesia” en los primeros siglos de la era cristiana, de los humanistas desde Petrarca a Erasmo (sus innovaciones, aunque tomadas en gran parte de civilizaciones antiguas, eran nuevas con relación al orden existente), de los escritores y predicadores du­ rante la Reforma protestante, de los teóricos de la polí­ tica franceses en el siglo xvm, de los escritores socia­ listas en el xix. Cuando un nuevo orden ha sido intro­ ducido, y mientras aún hay cierta resistencia latente o manifiesta contra él por parte de los adherentes al viejo orden, la tarea del sabio consiste en justificar las innova­ ciones “ demostrando” la superioridad del nuevo orden sobre el viejo. En este sentido todos los estudiosos de la cultura e incluso algunos naturalistas se han visto obli­ gados a desempeñar papeles de sabios en los comienzos


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del régimen bolchevique en Rusia y del régimen nazi en Alemania. Si el sabio representa un grupo conservador, su deber es justamente el contrario. Tiene que demostrar con argu­ mentos “ científicos” que los sistemas culturales existentes y los patrones tradicionalmente establecidos son valiosos, que el bien resulta de un modo necesario de su conserva­ ción, mientras que su derrocamiento o reforma de acuerdo con el plan de los innovadores tendría terribles conse­ cuencias. Para ejercer su función se supone que un sabio posee un conocimiento enciclopédico respecto a toda la cultura pasada y presente de su propia sociedad y todo el cono­ cimiento acerca de otras culturas susceptible de ser utili­ zado para demostrar sus tesis por analogía o contraste. Pues las corrientes innovadoras suelen limitarse rara vez a un campo de la cultura, sino que se extienden directa o indirectamente a diversos campos y la reacción conser­ vadora interpreta los ataques colectivos contra cualquier sector de normas tradicionales como una amenaza contra toda la cultura establecida. Por ejemplo, las luchas religiosas entre el cristianismo y el paganismo y, más tarde, entre el catolicismo y el pro­ testantismo, abarcaban hábitos y costumbres, la estructura de muchos grupos sociales, incluyendo el estado, la orga­ nización económica, la literatura y el arte; las luchas eco­ nómicas de clase iniciadas por el movimiento socialista van contra toda la cultura burguesa; la rebelión política de los nazis no ha dejado intacta ninguna de las normas culturales de la civilización occidental; incluso corrientes de esencia tan artística y literaria como el Renacimiento o cl Romanticismo tuvieron vastas consecuencias religiosas,


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sociales y económicas. En una escala más reducida se puede observar fácilmente el mismo fenómeno en comu­ nidades rurales tradicionalistas. El sabio de cada partido debe poseer todo el conocimiento necesario para atacar o defender mediante el razonamiento y la evidencia de los hechos las normas de valoración y de conducta de su par­ tido en cualquier campo de la cultura. Su método debe subordinar en absoluto los problemas de verdad y error a los de mal o bien. Su pensamiento se orienta por dos postulados fundamentales: lo que está bien debe basarse en la verdad: lo que está mal debe basarse en el error. Y el “ bien” para el sabio cuyo papel se halla ligado a un grupo en lucha es todo lo que ese grupo quiere; “ m al” , todo lo que el otro grupo desea en oposición con el suyo. Su método consiste en demostrar qué verdades generales están sobrentendidas en sus pro­ pias normas “ buenas” y qué errores generales suponen las normas “ malas” de sus adversarios, y en aducir los hechos que hagan válidos sus juicios. Es claro que los hechos los harán válidos: eso es cierto a priori. Sólo es necesario seleccionar bien los hechos e interpretarlos de acuerdo con sus premisas. Porque como esta clase de argumento no es reductible al principio de contradicción, necesita una prueba a la vez positivamente empírica para apoyar sus propias verdades y negativamente empírica para poner de manifiesto los errores de sus enemigos. Es indudable que puede realizar su tarea a satisfacción para sí mismo y de quienes lo siguen, pues en la vasta multiplicidad de los diversos datos culturales es siempre posible encontrar hechos que, “ debidamente” interpreta­ dos, prueban que las generalizaciones que acepta como verdaderas lo son y que las que rechaza como falsas lo


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son también. Pero su tarea se complica por la actividad de los sabios del otro frente, que intentan demostrar la bondad de sus normas y la maldad de las suyas dedu­ ciendo de las primeras “ verdades” confirmadas por hechos y de las segundas “ errores” invalidados por hechos tam­ bién. Si su grupo está en el poder, puede imponer sim­ plemente el silencio a sus adversarios. En el curso de la historia esta imposición de silencio nunca ha sido tan completa y firme como bajo los regímenes actuales en Alemania y en Rusia. Pero si existe cierta libertad de discusión, el sabio debe utilizar la dialéctica para de­ mostrar que el razonamiento de sus enemigos es falso, 0 bien la prueba de los hechos para demostrar que los que aquéllos aducen son inciertos, o ambas cosas a la vez. Sin embargo, los sabios —como los técnicos— van algunas veces más allá de sus papeles socialmente deter­ minados y no se limitan a una mera justificación y racio­ nalización de las tendencias existentes en sus partidos. Tratan de crear normas de valoración y de conducta más “ altas” , más comprensivas y completas que las que se ha­ llan de modo explícito contenidas en el orden cultural existente o en la oposición contra él. Estas se convierten en “ ideales” , en relación con los que la realidad cultural está organizada conceptualmente en un sistema axiológico. Si el sabio es un innovador, su ideal es la norma suprema de un nuevo orden que construye conceptual1nente por anticipado, pero es también una norma por la cual se juzgan los valores y tendencias actuales de los innovadores. E l orden futuro ha de incluir valores que no encuentran lugar en el orden viejo y satisfacer ten­ dencias que hasta el momento quedaban insatisfechas, pero esos valores y esas tendencias han de ser justificadas


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por el ideal. Cualquier valor y tendencia encontrados entre los innovadores y que no están de acuerdo con el ideal deben eliminarse. Por otra parte, el ideal puede exigir la creación de nuevos valores y el desarrollo de nuevas tendencias por los que participarán en el nuevo orden. Para participar en La Ciudad de Dios de San Agustín los hombres deben convertirse en verdaderos cristianos. La futura sociedad comunista requiere nuevos valores en todos los campos de la cultura y una clase trabajadora moralmente purificada de todos los defectos manifestados por el Lumpenprolctariat, así como por los servidores pasivos del paternalismo capitalista, e imbuida en cambio por un nuevo tipo de solidaridad. Por otro lado, el sabio conservador que considera el orden existente satisfactorio desde el punto de vista de más altas normas de valoración y conducta, no juzga que éste sea la perfecta encarnación de esas normas. Ve mu­ chas imperfecciones, no sólo desviaciones individuales de las reglas, sino conflictos entre éstas e incongruencias en el conocimiento de sentido común que les sirve de base. Des­ cubre algunos valores de grupo y tendencias que no debe­ rían estar allí porque se hallan en desacuerdo con las más altas normas, y también la ausencia de otros valores y tendencias que deberían incluirse porque esas normas los implican. El orden tradicional es de ese modo criti­ cado, sistematizado y perfeccionado. Esto no significa que el sabio desea innovar: la esencia del orden existente está bien; sus defectos son accidentes debidos a la imperfección de la naturaleza humana. Tómese como ejemplos a Confucio, Jenofonte, Catón, Cicerón, Séneca, Dante, Fénelon, Blackstone y Disraeli. Algunos sabios tratan incluso de elevarse por encima


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de la lucha entre las corrientes innovadora y conservadora buscando las normas supremas a las que los valores y las tendencias activas de ambas puedan subordinarse, como, por ejemplo, Lao-Tse, Sócrates, Marco Aurelio (cuyo papel como sabio fue en absoluto independiente de su papel como emperador). Pero esta clase de pensamiento (por razones que esperamos aclarar en nuestro próximo capítulo) es más bien característico de los eruditos cuando actúan como sabios y se vuelven hacia la estandarización ideal de la vida cultural práctica —como Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Spinoza, Locke, Hume, Kant— que de esos sabios que no se hallan respaldados por una escuela y cuyo papel depende del apoyo partidista. La imparcialidad es quizás más frecuente entre los sabios que se consagran sobre todo a la crítica negativa más que a la construcción ideológica positiva. En cual­ quier caso es siempre más fácil para un sabio criticar con eficacia a sus adversarios que “ demostrar” la bondad de sus propias normas y la verdad de sus generalizaciones. Y un crítico de la cultura en general puede ser utilizado por cada partido contra el otro; se aplicó este doble uso al Eclesiastés, a las obras de los sofistas, de los cínicos, de Montaigne, L a Rochefoucauld, Nietzsche. Cuando un sabio, en vez de limitarse a justificar y razonar las tendencias colectivas existentes, emprende la larca de estandarizarlas y organizarías conceptualmente con referencia a un ideal, este ideal ocupa el sitio de las normas populares acerca del “ bien” y del “ m al” y se con­ vierte en criterio de la verdad y del error, en el sentido de que cualesquiera generalizaciones implicadas en él han de ser verdad mientras que las que se opongan a sus im­ plicaciones han de ser falsas; sean cuales fueren los hechos


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que confirman las primeras, han de ser reales, mientras que los que parecen invadirlas han de ser falsos. Así, para un sabio de la China el orden normativo y axiológico de la sociedad humana que concuerda con su ideal coincide con el orden del universo.8 Sólo los que aceptan y se confor­ man con el primero, comprenden el segundo; no hay un concepto de verdad teórica objetiva independiente de la valoración ética y política, no sólo respecto a la cultura, sino también a la naturaleza. En el concepto socráticoplatónico el Bien es el criterio supremo y la verdad debe concertarse con él; no puede ser verdadera ninguna idea que se oponga a la idea del Bien, y como el mundo em­ pírico sólo existe como manifestación sensible del ideal, ninguna realidad puede existir objetivamente si no está conforme con la idea del Bien; todo lo demás es una ilusión, un ^ ou. para el sabio cristiano “ el temor de Dios es el comienzo de la sabiduría” y el amor de Dios es su culminación: Dios, supremamente bueno y sabio, es la fuente de toda verdad y de toda realidad; y cualquier juicio teórico que presupone cualquier otra cosa debe ser un error o una mentira. En la doctrina marxista, las nor­ mas de conocimientos se relacionan con las condiciones naturales, determinadas por la estructura económica de la sociedad en fases especiales del proceso dialéctico histó­ rico; la validez de la teoría marxista está en que corres­ ponde a la fase final de este proceso —el tránsito del capi­ talismo a la síntesis última del comunismo, y que cualquier teoría que no está de acuerdo con ella no puede ser válida. E l papel del sabio lo incapacita, evidentemente, para construir los cimientos de un control práctico de la rea8 M . G r a n e t , La Pensée chinoisc (en la serie “ E vo lu tion de l ’hum anité” ) .


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lidad cultural, pues la clase de conocimiento que su misión le induce a cultivar no está siquiera sujeta a la prueba pragmática del éxito o el fracaso, como el conocimiento del líder técnico, del experto o del inventor. L a única prueba que ha de sufrir es la de su aceptación o su exclu­ sión por las personas que participan en la vida cultural. Y esta aceptación o este rechazo dependen directamente de la actitud de esas personas hacia las normas de valo­ ración y de actividad a las que se subordina el conoci­ miento del sabio. Si reconocen sus pautas y sus normas, creen que su conocimiento es verdadero porque quieren que lo sea; en el caso contrario creen que su conocimiento es falso porque desean que sea así. Tampoco puede el sabio anticipar un conocimiento teórico acerca de la cultura, independientemente de fines prácticos, pues esto exige la objetividad científica que es incompatible con su misión. Además, con el lento, pero firme desarrollo de las ciencias objetivas de la cultura, que eruditos e investigadores están forjando, el papel del sabio se dificulta cada vez más. Pues, aunque el conocimiento teórico objetivo en campos como la sociología y la econo­ mía puede aplicarse a problemas prácticos, lo mismo que está siendo aplicado a la física o a la biología, sin embargo, no suministra la base para la construcción o la defensa de ningún sistema ideológico: sólo puede utilizarse para demostrar de qué modo pueden comprender ese sistema los que lo construyen y aceptan. Y a pesar de todo la demanda social de sabios no dccrece, antes al contrario. N o sólo los grupos gobernan­ tes en sociedades donde domina el nuevo orden “ totalita­ rio” exigen que todos sus hombres de ciencia sean sabios, que ayuden a demostrar la validez de esos órdenes, sino


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que también entre las poblaciones de los países democráticos parece aumentar esta demanda. En la gran compleji­ dad de la vida social moderna, con grupos tan numerosos y en parte sobrepuestos, cada uno con su orden propio, existen diversos conflictos internos de grupo y entre gru­ pos, que no pueden incluirse o considerarse como partes de ninguna oposición ideológica universal/1 La creciente rapidez de los cambios trae consigo una multiplicidad de esos conflictos en proporción siempre creciente. L a inter­ dependencia entre grupos y sociedades hace que estos con­ flictos sean prácticamente importantes para personas que carecen de un interés directo en ellos. La difusión de las comunicaciones y de la educación popular informa a la gran masa del pueblo de innumerables sucesos complejos e inéditos que surgen continuamente en todos los campos de la cultura y en todas las partes del mundo, y cual­ quiera de los cuales puede tener, tarde o temprano, alguna influencia en sus vidas. Claro que no pueden comprender esos sucesos o interpretar el significado de esa multitud de acontecimientos con referencia a sus intereses, valora­ ciones y normas. Sienten la necesidad de que hombres de espíritu superior y más ampliamente informados los ilustren. Y en respuesta a esta necesidad, han surgido miles de pequeños sabios dispuestos a decirles desde el pulpito, la tribuna, las columnas del diario, las páginas de una revista, la estación radiofónica, lo que deben pensar acerca de todas las cosas importantes que están sucediendo 9 Esto queda de m anifiesto en la incapacidad de cualquier gru p o ideológico en N orteam érica para persuadir al pueblo norteamericano de que toda la situación actual es una oposición fundamental entre el capitalism o y la rebelión proletaria, o el individualismo y el colec­ tivism o, o la dem ocracia y el totalitarism o, o el nacionalismo y el internacionalism o, o la religión y el ateísmo, o el espiritualismo y el m aterialism o, u otras alternativas de esta índole.


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en el mundo cultural. Mientras todos esos sabios pueden apreciar sin vacilaciones todo aquello de que hablan en términos de bondad o maldad moral o religiosa, de belleza artística o justicia, de eficacia política o utilidad econó­ mica, de eugenesia o bienestar humano en general, el modo en que emplean hechos y generalizaciones para “ demostrar” esos juicios prueba que, o bien ignoran el cuerpo creciente de conocimiento teóricamente objetivo y metodológicamente exacto respecto a los fenómenos cul­ turales, o bien que sólo escogen en ese conocimiento, de modo arbitrario, lo que parece encajar con su pensamiento axiológico. A menudo, hombres de ciencia que han logrado fama como técnicos en el campo de la naturaleza o como erudi­ tos técnicos e investigadores en matemáticas, física, o bio­ logía, sienten la necesidad de comunicar al mundo de los humanos lo que le conviene: como, por ejemplo, Howard Scott y Bertrand Russell. Y cuando la opinión pública tiende a hacer en parte responsables a los hombres de ciencia, junto con los líderes y gobernantes, de la común incapacidad del género humano para dirigir la evolución cultural y eliminar los males que la plagan, hay muchos científicos que confiesan la culpa de su profesión, que condenan la idea de una ciencia puramente teórica, inde­ pendiente de consideraciones prácticas y exigen que subor­ dine la “ búsqueda de la verdad” a los ideales sociales. Basta citar los recientes y bien conocidos libros escritos ton este espíritu: The Social Function of Science, de Bernal y Knowledge for What?, de L yn d.10 De este modo pa­ 10 Se han hecho otros im portantes intentos para dem ostrar lo que "debería ser” la relación entre la ciencia y la vida social; véase, por ( jrm plo, T . B. V e b l e n , The Place of Science in Modern Civilization


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rece, a primera vista, que la tendencia a la objetividad teórica en el dominio del conocimiento cultural, consi­ derada hasta ahora como una de las obras más notables del siglo xix, estuviera condenada a desaparecer o a men­ guar; los sabios, individualmente o por escuelas, domi­ narían entonces este campo, tan completamente como antes, retroceso que acabaría en absoluto con el objeto mismo de aquellos que pretenden que la función supre­ ma del conocimiento científico consiste en servir al bien­ estar humano. 8. La incipiente diferenciación entre los papeles

en el dominio del conocimiento cultural Sin embargo, junto con la persistencia del viejo patrón del sabio, surgen otras direcciones en el pensamiento mo­ derno acerca del mundo cultural. En primer lugar, la función tradicional del sabio empieza con frecuencia a dividirse en dos funciones distintas, de acuerdo con una distinción entre dos tareas lógicamente establecida liace tiempo, pero rara vez realizada de un modo claro en la vida actual. Construir un sistema axiológico centrado en torno de algún ideal religioso, moral, político o econó­ mico, constituye una tarea; mientras que demostrar cuán­ do la realización de este ideal o una parte de él se adopta como fin en un proyecto de actividad, cómo ha de conse­ guirse éste en determinadas condiciones culturales, es otra tarea muy diferente. Esta segunda tarea es en apariencia similar a la del técnico en el campo natural; la primera no tiene para­ lelo en este campo. Porque desde que el pensamiento téc(N u ev a Y o rk , 1 9 3 1 ) ; J. G . H va Y o rk , 19 3 5 ).

u xley,

Science and Social Needs (Nue­


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nico ha dejado de considerar a la naturaleza como un campo en el que las fuerzas místicas “ buenas” y “ malas” se disputan el dominio, las pautas de valoración y nor­ mas de conducta no preocupan a los técnicos como tales, porque no forman parte del orden natural, como del cultural. L a función natural del técnico consiste en bus­ car los “ medios” para lograr un “ fin ” que se da por con­ seguido; la elección de fines cae bajo su consideración hasta donde puede ser afectada por los medios disponi­ bles, esto es, por una situación determinada. Claro que puede negarse y algunas veces se niega a realizar una tarea que otros esperan que haga, si juzga que está en desacuerdo con sus convicciones religiosas o con las nor­ mas éticas que reconoce como válidas; o puede volunta­ riamente emprender, sin el estímulo e incluso contra la oposición de su medio, tareas que, a su juicio, fomen­ tarán la realización de un ideal religioso, moral, estético, político o económico. Pero esto sólo significa que hace que su papel especial como técnico dependa de su papel como miembro del grupo o como líder o prosélito de algún movimiento social con fines culturales, no que incluye en su papel la función de un sabio religioso, moral o político que establece normas axiológicas para que otros las sigan. En el dominio cultural, se hicieron en el pasado algunos intentos para separar el papel de un técnico que estudia <1 modo de realizar sin discusión un propósito dado, del de un sabio que valora y jerarquiza propósitos. E l Prín­ cipe, de Maquiavelo, fué quizás la primera obra seria de lécnica social pura: dando por hecho que el fin del prínci­ pe es el de ensanchar y conservar su poder, el autor consa­ gra toda su atención a elegir los medios más eficaces para


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lograr este fin. Y resulta interesante señalar que la crí­ tica de su obra a través de los siglos se ha hecho prin­ cipalmente en términos éticos, no técnicos. En vez de limitarse a comprobar de un modo científico mediante métodos sociológicamente comparativos que los medios sugeridos por él serían eficaces para conseguir el fin que se propuso, la mayoría de sus críticos ha discutido la in­ moralidad de su fin y de sus medios. Desde los tiempos de Maquiavelo la reflexión de tipo técnico se ha desarrollado considerablemente en diversas direcciones especializadas de actividades administrativas, económicas, educativas y humanitarias, donde los fines específicos son aceptados como indiscutibles y donde el planeamiento se concentra en los medios. Esto se está ahora llevando a cabo de modo continuo en los estados totalitarios: a medida que el poder del grupo gobernante se va consolidando y se supone que la oposición está ven­ cida, la justificación de la ideología dirigente pierde su importancia; todos los fines del grupo gobernante han de ser aceptados sin reservas por cada miembro del estado y la tarea de los científicos consiste en estudiar los medios de conseguirlos, sin suscitar nuevos problemas axiológicos. Y , sin embargo, estos problemas no pueden evitarse, pues en la vida cultural cualquier objeto o proceso que en una relación tiene el significado de simple “ medio” para lograr un “ fin ”, en otra es un valor independiente cuya realización o conservación puede convertirse en “ fin ” en sí mismo para otros agentes o incluso para el mismo agente en época distinta. Y, viceversa, un valor cuya rea­ lización o conservación era un “ fin ” a un respecto, puede convertirse en otro en un “medio” para cualquier otro “ fin ” . No puede aislarse aquí arbitrariamente un proble­


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ma práctico cultural y su solución del resto del mundo cultural humano: deben tomarse en consideración todos los demás problemas culturales prácticos relacionados con él ahora y que pueden estarlo como consecuencia efec­ tiva de nuestra actividad —nuestros propios problemas, los de los individuos y grupos con cuya cooperación debe­ mos contar y los de la sociedad más amplia en la que deseamos influir a través de esos individuos o grupos—. De otro modo, normas divergentes y quizás opuestas de valoración y conducta, entorpecerán de modo continuo la realización proyectada de nuestro “ fin ” cultural. Este “ fin ” como valor y la actividad que lo persigue deben ser incorporados a un sistema axiológico y normativo que organice conceptualmente todos los valores y actividades que están o estarán relacionados con él en la experiencia activa de todas las personas que se hallan o han de hallarse comprendidas en la realización de nuestro plan. En resumen, cualquiera que desee ser un líder técnico en el campo cultural, planeando racionalmente las acti­ vidades de su grupo, necesita ante todo un sabio que le enseñe el lugar que ocupan los valores que intenta utilizar entre los valores estandarizados ción ejercerá la actividad que normativos de su sociedad o, a mano durante la época en que

de su género y qué fun­ inicia entre los patrones la larga, del género hu­ vive. E l papel del sabio

en este sentido parece destinado a aumentar más que a disminuir de importancia con el desarrollo del planea­ miento social. Pero es claro que este aumento de imporliincia sólo será posible si los sabios dejan de combatir míos con otros en vanos y fútiles intentos para “ probar” ¡.i validez de sus propios ideales y la no validez de los que profesan sus adversarios, y si sustituyen a esto en todos


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los campos de la cultura con una creación cooperativa gradual de un ideal lo bastante amplio y dinámico para armonizar en una nueva síntesis todas las pautas de valor y todas las normas de conducta que ya se han desarro­ llado en ese campo y que se desarrollarán mediante suce­ sivos esfuerzos humanos. Entonces llamaremos a esos sa­ bios “ filósofos” en el sentido griego de la palabra. Sin embargo, ni los líderes técnicos en el campo de la cultura, ni los filósofos de la cultura, pueden ejercer sus funciones si no existe un conocimiento puramente técnico, ni valorador, ni normativo, de la realidad cul­ tural, esa especie de conocimiento que sociólogos, econo­ mistas, teólogos, filósofos e investigadores del arte y de la misma ciencia, están construyendo cuando estudian objetivamente, como datos empíricos, valores humanos y pautas axiológicas, actividades humanas y las normas que las regulan, sus relaciones estructurales en sistemas de cultura y las relaciones causales y funcionales entre sus cambios. El líder cultural (o el experto cultural que lo asiste) necesitan para sus planes ese género de conocimiento obje­ tivo; y no pueden adquirirlo por la mera observación de ese fragmento de realidad que él y su grupo están tra­ tando de modificar, como hacían los técnicos naturales más antiguos antes del desarrollo de las modernas cien­ cias de la naturaleza. Pues existen numerosos lazos estruc­ turales y causales entre el fragmento determinado sobre el cual actúa y otros fenómenos culturales que sólo una ciencia sistemática de ese sector de la cultura puede des­ cubrir. Más aún: sus propios valores y tendencias activas y los de su grupo deben investigarse objetivamente, así como su relación estructural y causal con la más amplia


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realidad cultural descubierta. E l y su grupo no son puros sujetos racionales elevados por encima de la realidad que intentan transformar: sus vidas son partes integrantes de esta misma realidad. El filósofo de la cultura necesita los resultados de los estudios científicos objetivos sobre el mundo cultural como materiales con los que edifica su ideal. N o puede conocer a primera vista todas las pautas valuadoras y todas las nor­ mas de acción expresadas en los múltiples y variados sis­ temas sociales, económicos, técnicos, artísticos, religiosos, lingüísticos, científicos, que constituyen el mundo de la cultura humana, ya que ningún especialista de esos cam­ pos posee aún un conocimiento tan completo. N i tam­ poco puede descubrir mediante su propia investigación los procesos en los que se manifiesta la fuerza dinámica de esas múltiples pautas y normas, pues los hombres de ciencia especializados están sólo empezando a investigar esos procesos. Y , sin embargo, todo ese conocimiento le es esencial si no desea tejer su ideal con las “ profundidades de su propio espíritu” , sino que espera sintetizar en él los esfuerzos históricamente más importantes y de más potencial influencia del género humano para lograr una vida cultural más alta, más rica, más perfecta y armo­ niosa. l’ero una cooperación plenamente eficaz entre la téc­ nica que proyecta y la filosofía de la cultura, por una parle, y una ciencia de la cultura estrictamente objetiva, l"ii otra, no puede desarrollarse nunca si el hombre de • n ucia objetivo permite que su elección y definición de los l*i oblcinas teóricos sean determinadas por las exigencias • lr| técnico o del filósofo. Incluso en el campo de la ii.iiuraleza, la técnica ha empezado a seguir la dirección


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impuesta por la ciencia teórica y, en vez de establecer de antemano fines prácticos, tratando luego de reunir el conocimiento teórico que parece necesario para la ejecu­ ción, empieza más bien desde los nuevos resultados teó­ ricos logrados por la investigación científica, independien­ temente de los fines prácticos, y luego busca las posibles aplicaciones prácticas de esos resultados. En el dominio cultural, donde, como hemos visto, las personas que desean resolver un problema práctico cons­ tituyen una parte integral de ese mismo problema y donde ninguna actividad técnica o ideológica puede aislarse de otras actividades de ese género, es aún más esencial para el progreso del control práctico, así como de la propia ciencia, que la investigación teórica no sea entorpecida por lo que técnicos y filósofos creen que necesitan saber para el logro de sus fines. L a clase de conocimiento que ellos consideran útil está condicionado por su visión del futuro, y esta visión se halla limitada a su vez por el género de conocimiento que ya han utilizado al desem­ peñar sus papeles como participantes en la actual cultura. Nuevas posibilidades de evolución cultural, hasta ahora no soñadas, sólo pueden ser descubiertas por ciencias obje­ tivas, estrictamente teóricas, surgidas libremente de con­ formidad con sus propios principios metodológicos y ex­ plorando sistemáticamente el mundo de la cultura como lo ha sido el mundo de la naturaleza durante cuatro siglos. Pero éste es un tema que podremos tratar mejor en nuestro último capítulo.


CAPITULO III

LA S ESCU ELAS Y LOS HOMBRES DE ESTUDIO COMO DEPOSITARIOS D E LA VERDAD ABSO LU TA i. La escuela sagrada Al

tratar

d el

origen de los “ hombres de ciencia” , nos

encontramos ante una ardua cuestión: ¿Cóm o es posible que hombres que se permitían el lujo de cultivar el co­ nocimiento, en vez de trabajar como miembros normales de la sociedad, fueran no sólo tolerados, sino considerados como ejerciendo una función social mente útil y recibieran un status social en su propio medio práctico? Encontra­ mos una respuesta parcial a esta pregunta en la aparición de las funciones del técnico y del sabio: los hombres de ciencia llegaron a ser socialmente aceptables en vista de que se especializaban en el cultivo de un género de conoci­ miento que los hombres de acción consideraban útil para lines prácticos. Sin embargo, debe observarse que excepto cuando un técnico o un sabio era también un líder o gobernante de hombres y gozaba de la autoridad o del prestigio inherentes a su papel activo, su status no era nunca especialmente elevado entre sus contemporáneos, por mucho que se haya exaltado su nombre en genera( iones sucesivas. E l conocimiento que se necesita como (ondición del éxito en la actividad práctica, es siempre 99


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menos estimado socialmente que el éxito al que está sub­ ordinado. N o obstante, junto con esta valoración puramente ins­ trumental del conocimiento que prevalece en la reflexión popular, encontramos otra actitud en todas las sociedades civilizadas. Parece existir un género de conocimiento que ciertos grupos sociales estiman por sí mismo, sin tener en cuenta sus aplicaciones prácticas; y estos grupos sociales deben haber ejercido considerable influencia, puesto que en muchas sociedades el transmitir a la juventud un cono cimiento en apariencia útil está considerado como una función social importante y las instituciones que dan este tipo de instrucción no práctica gozan de un prestigio más alto que las que dan una educación útil a los jóvenes de igual edad. H ay muchos ejemplos de hombres de ciencia reconocidos como depositarios de este conocimiento superfluo y que, sin embargo, reciben altos honores. Recuér­ dese a los mandarines chinos, cuyo prestigio y poder se fundaba por completo en el conocimiento de los clásicos Entre los judíos ortodoxos, el estudiante pobre del Talmud goza de mayor prestigio que el hombre lleno de riquezas En Francia, si un miembro de la Academia Francesa es invitado a una comida, se le da el puesto de honor a la derecha de la señora de la casa. En Polonia, antes de la invasión actual, el rango oficial de un profesor de la uni­ versidad venía inmediatamente después del de subsecre­ tario de estado y era igual al del gobernador de una provincia o de un brigadier general. Debe haber, sin duda, una fuente de valoración del conocimiento distinta de la que reconoce su utilidad práctica; y deben existir círculos sociales que necesitan y aprecian al científico, al hombre que cultiva el cono­


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cimiento, no porque pueda utilizarlo para definir y resol­ ver situaciones técnicas o para influir sobre otras personas en conflictos sociales, sino por alguna otra razón. Si examinamos la historia cultural de las sociedades cuyo desarrollo pasa de la fase tribal —como Egipto, Babilonia, Asiria, China, India, Persia, los judíos desde el siglo vil antes de Cristo, los griegos, los etruscos, los roma­ nos, los galos, los mayas, los aztecas, los incas, los árabes bajo el Islam, las naciones europeas en la Edad Media— encontramos casi en todas partes un grupo o varios grupos relacionados de hombres, generalmente de carácter sacer­ dotal (incluso un mandarín ejercía ocasionalmente fun­ ciones sacerdotales), que transmiten de viejos a jóvenes un complejo más o menos extensivo y coherente de saber sagrado. A causa de la importancia fundamental que los procesos de transmitir y recibir la enseñanza poseen en esos grupos —siendo algunas veces, como en China, el principal, si no el único lazo que une a sus miembros— les llamamos “ escuelas sagradas” y a sus miembros “ eru­ ditos religiosos” .1 Existen dos posibles orígenes de las escuelas sagradas. De un lado, ya en la fase tribal, hay asociaciones secretas con diversos grados de iniciación." Para ser admitido a una de ellas, un individuo debe ser instruido por otros iniciados sobre cierta parte de la erudición sagrada in­ accesible a los extraños; y a medida que asciende a grados 1 N o conocemos nin gún estudio gen eral sobre las escuelas sagra• l.is. H em os u tilizado, principalm ente con fines com parativos, inform a* iones de segunda m ano encontradas en obras históricas sobre religiones particulares y en estudios sintéticos de civilizaciones deter­ m inadas. E n tre estos últim os, nos ha sido particularm ente útil la gran .'■lie histórica “ E vo lu tion de l’hu m an ité” , editada por H en ri lierr. C f. I I . W e b s t e r , Primitive Sacred Societies (N u ev a Y o rk , 1908).


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más altos, se añaden más y más “ verdades” a su remesa de información. Incluso donde el aprender constituye sólo una parte de la iniciación, que incluye asimismo diversas pruebas y experimentos de características men­ tales y corporales consideradas necesarias para ejercer el papel de miembro y quizás también la adquisición de facultades mágicas ocultas al no-iniciado, sigue siendo una parte esencial, tanto más cuanto mayor sea la acumula­ ción de tradiciones del grupo. Por otro lado, encontramos curanderos individuales (chamanes, brujos, magos) que enseñan a sus sucesores; y en algunas sociedades tribales hay asociaciones secretas de magos donde la destreza y el conocimiento se trans­ miten colectivamente. Pero este proceso no difiere mucho del entrenamiento técnico en otros papeles profesionales. Sin embargo, eventualmente, en muchas sociedades se des­ arrolla una distinción esencial entre los sacerdotes como positivamente sagrados y las personas públicas cuyos pape­ les están convertidos en institución porque las funciones religiosas y mágicas que ejercen son consideradas como necesarias para el bienestar de la sociedad, y los brujos o hechiceros, que ejercen con carácter privado, realizando a menudo para sus clientes actos que la sociedad ve como malos, y a los que generalmente se adscribe un carácter sagrado (impureza religiosa) negativo.3 En esas condicio­ nes, es un deber público esencial en los sacerdotes de cada generación educar sucesores a quienes les serán comuni­ cados sus propios sagrados poderes y a cuyo cuidado se confiará todo el sistema religioso del que ahora son los 3 Esta distinción entre la función religiosa del sacerdote y la función m ágica del hechicero fu é introducida por H. H ube r t y M. M a u s s , Mélanges d'histoire des religions (P arís, Alean, 1 9 0 9 ) .


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guardianes. De este modo, en toda sociedad relativa­ mente grande, que cuenta con cierto número de sacer­ dotes, el desarrollo de las escuelas sagradas es casi una necesidad social. Antes de la invención de la escritura la transmisión del conocimiento en las escuelas sagradas fué probable­ mente inseparable de la iniciación en las ceremonias reli­ giosas y en las diversas técnicas mágicas. L a expresión simbólica de la erudición sagrada mediante la escritura, le dió un significado por sí misma y separó los procesos intelectuales de enseñar y aprender ideas de los proce­ sos mediante los cuales los candidatos al sacerdocio adqui­ rían los patrones de la actividad religiosa y mágica. Todo lo simbolizado de este modo, se convierte en conocimiento y en doblemente sagrado (es decir, positivamente sagra­ do) . En primer lugar, procede de fuentes divinas, bien por revelación directa, hablada o escrita, de los dioses, o por inspiración concedida a los antepasados espirituales de la escuela. Estos pueden ser semidioses, seres puramente míticos, u hombres que realmente vivieron ejerciendo fun­ ciones de profetas o sabios, pero que han sido sublimados desde entonces por la leyenda que los ha convertido en héroes sobrenaturales de la verdad. En segundo lugar, se trata de un conocimiento acerca de dioses o cosas di­ vinas, o por lo menos como en la doctrina de Confucio o en el budismo, de un orden sagrado del universo. N o se refiere exclusivamente a los contenidos explicatorios o des­ criptivos de escritos sagrados que tratan de la naturaleza y génesis de los dioses, sus relaciones entre ellos y con los hombres, los orígenes y la estructura del mundo, la historia de los grupos y las instituciones, etc. Reglas téc­ nicas o normas de conducta moral abstractamente expre-


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sadas en símbolos constituyen una parte del saber sagrado, valioso por su santidad interna, ya que ellas también tienen un origen divino y transmiten una información acerca de ciertos aspectos del orden de cosas sagrado. Por lo tanto, es importante aprenderlos, incluso si no se aplican. Pues todo conocimiento sagrado es en realidad un poder: su posesión misma significa una participación en las fuerzas sagradas que gobiernan el mundo. En consecuencia, el conocimiento sagrado no requiere pruebas prácticas como el conocimiento técnico. La mera intención de probarlo sería una blasfemia si supusiera cualquier duda de su validez. Esto no quiere decir que no sea prácticamente aplicable, pues intenta dirigir las vidas humanas. Pues siendo absolutamente cierto, no puede fallar. Si, en algún caso particular, parece que falla, el fracaso se debe, sin duda, o a una aplicación defectuosa por parte de los que han querido usarlo o bien a una ilusión, una falsa apariencia que engaña a los que no se dan cuenta de la esencia real del orden sagrado. Esto es, quizás, una explicación del fenómeno especial de que en la evolución del conocimiento transmitido en escuelas sagradas y que aduce un origen divino, existe la tendencia más o menos marcada a separar el mundo sensible del mundo espiritual, descalificando al primero como ilusorio o sólo imperfectamente real, por contraste con el último, que se considera como la realidad definitiva. De ese modo, ninguna prueba pragmática fundada en el testimonio de los sentidos puede influir en la certidumbre del saber sagrado; mientras que sólo los que conocen plenamente el mundo espiritual, es decir, los eruditos sagrados, pue­ den afirmar si en este mundo ha sido o no afortunada una aplicación de conocimiento.


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Tampoco depende el conocimiento sagrado de la acep­ tación popular, como el de los sabios. Su certidumbre está social mente condicionada, pero su base social reside en la autoridad de la escuela misma como grupo sagrado. Esta garantiza el origen divino y la fiel transmisión de las verdades de las cuales es depositarla y guardián. En los primeros períodos de la historia de casi todas las escuelas sagradas, esta autoridad fué realzada por el misterio —le­ gado de las primitivas sociedades secretas—. Como en estas ultimas, el conocimiento más importante de la escuela se conservaba en estricto secreto, siendo conquistado por los individuos mediante un proceso gradual de iniciación: ningún adepto podía compartirlo con los no-iniciados ex­ cepto por el método normal para introducir en el grupo los candidatos aprobados. Como el sistema religioso del grupo sacerdotal era también la religión de un grupo mu­ cho más grande, cierta porción de su conocimiento debía ser compartida con seglares: de ahí la distinción entre conocimiento esotérico y exotérico, el primero reservado sólo para los miembros de la escuela y el segundo acce­ sible al pueblo. Pero incluso el conocimiento exotérico sagrado no podía divulgarse sin reservas entre los extraños 0 infieles, sino únicamente entre los que ya eran o iban a ser admitidos como participantes del grupo en el cual los sacerdotes actuaban como dirigentes religiosos. A medida que se difunde el uso de la escritura, los libros sagrados se convierten en testimonio inconmovible de la tradición y en cimiento suplementario de la auto1 idad de la escuela, sin eliminar en los comienzos el pres­ tigio del misterio. Los escritos sagrados permanecen a menudo ocultos a los no-iniciados; leer y escribir resulta no sólo difícil, sino que también son, con frecuencia,


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artes sagrados, que no se permite a los eruditos profanar mediante la divulgación; el verdadero significado de los libros sagrados puede ser misterioso y sólo han de inter­ pretarlo los elegidos. Hasta en los tiempos modernos, en que la imprenta ha hecho accesibles a todo el mundo los libros sagrados de la mayoría de los grupos religiosos, existen aún sociedades secretas, con grados de iniciación, donde los iniciados del orden más alto son depositarios de un misterioso conocimiento esotérico, transmitido prin­ cipalmente por tradición oral, acerca del sentido oculto de los escritos sagrados, impresos o manuscritos. Además, el hecho de que una escuela sagrada haya dejado de hacer esfuerzos conscientes para cubrir de misterio su conoci­ miento, no la despoja aún de un halo misterioso a la vista de los no eruditos; pues en el transcurso del tiempo, por un proceso de acumulación que discutiremos luego, su saber puede haberse hecho voluminoso, abstracto y sutil hasta el punto de ser incomprensible para quien no haya pasado años adquiriéndolo bajo la dirección de los maestros. 2. Eruditos religiosos El papel social del docto en religión se desenvuelve dentro de la escuela sagrada. Su círculo social se com­ pone de otros sabios; sólo ocupa un lugar entre ellos en cuanto le admiten como sabio colega. Los requisitos y normas que su persona ha de satisfacer son los que se aplican tradicionalmente a los miembros de la escuela; su status y su función están reglamentados institucional­ mente por ésta. Es claro que la escuela depende colectivamente del apoyo de la sociedad mayor —étnica, territorial o espe­ cíficamente religiosa (como una iglesia internacional)—


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de la que es un elemento y que la necesita para la perpe­ tuación de su sistema religioso. Pero el sabio individual en su papel como miembro de la escuela no ha de depender directamente de ningún otro círculo social ni ejercer sus funciones en su beneficio dentro de esa sociedad más vasta: sólo la escuela puede juzgar sus méritos científicos o deci­ dir qué posición le corresponde ocupar, o prescribir los deberes que debe cumplir como hombre de ciencia. Como individuo, puede, en realidad, confiársele un papel que no es el de erudito: puede celebrar ritos reli­ giosos como jefe de una congregación, administrar un monasterio en calidad de abad o una diócesis como obispo, practicar la medicina, componer y dirigir música o danzas religiosas en un templo, actuar como experto técnico o consejero en agricultura, agrimensión, irrigación, arqui­ tectura, etc., interpretar la ley consuetudinaria o estatuida, juzgar pleitos, actuar como secretario de un rey o educador de sus hijos, gobernar un distrito o una provincia o ser ministro de estado. Pero a menos que ese papel le sea confiado por la escuela y siga bajo el control de ésta, es una función puramente individual y la escuela no es responsable de su ejercicio. Sin embargo, como la valo­ ración positiva o negativa de la actividad del sabio en los círculos externos ha de realzar o perjudicar el prestigio de la escuela, ésta trata de introducir sus propias nor­ mas en los patrones de los papeles que sus miembros des­ empeñan fuera de ella y de influir en su conducta para que se sujete a esas normas. Por ejemplo, en China, la enseñanza erudita incluía la inculcación de normas éticas y políticas que la escuela consideraba obligatorias para los funcionarios del estado; y un hombre de estudio que se convertía en funcionario,


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sabía que sus actividades serían sometidas al juicio crítico de otros hombres de estudio. En otros países, siempre que los líderes de congregaciones religiosas, médicos, jueces y consejeros reales y secretarios recibían su preparación en escuelas sagradas, y no mediante el aprendizaje privado, estas escuelas estandarizaban sus papeles no sólo intelec­ tual, sino éticamente, cuidando de que sólo se admitiera a desempeñarlos hombres que la escuela hubiera probado declarándolos dignos de ello, haciendo que los candidatos se comprometieran mediante solemnes juramentos a se­ guir fielmente sus norm as4 e incluso algunas veces expre­ sando oficialmente su censura respecto a individuos que más tarde dejaban de cumplir sus promesas. El papel del hombre de estudio dentro de la escuela se halla estrictamente determinado por la misión de ésta —la perpetuación del saber sagrado— . Mientras el cono­ cimiento que el técnico utiliza en sus planes y la sabiduría del sabio mundano son ambos personales, aunque comu­ nicables, y pertenecen al individuo aunque también sirvan a su círculo social, el conocimiento del hombre de estudio no le pertenece: es propiedad espiritual de la escuela sa­ grada como conjunto, y se eleva por encima de cada indi­ viduo siendo independiente de él. Su significación como persona consiste en que, dentro del grupo erudito, es uno de los eslabones de la cadena viva mediante la cual la ciencia trascendente y la sabiduría divina, una vez que se han hecho accesibles a los hombres, permanecen para siempre a su alcance. Empieza como discípulo, siendo admitido gradualmente bajo la dirección de sus maestros 4 E l solem ne y sagrado juram ento que se toma aún a los doctores en filosofía, es una supervivencia de esa costumbre.


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a una participación más amplia y profunda en el cono­ cimiento sagrado. Si abandona la escuela para desempeñar una actividad fuera de ésta habiendo adquirido esa parte de conoci­ miento que, de acuerdo con las normas escolares, es nece­ saria para ejercerla, su función dentro de la escuela ha terminado; pero su lazo espiritual con ella no queda roto. Si le permanece fiel, se convierte en uno de los eslabones menores que, a través de la escuela, relacionan a los se­ glares del mundo exterior con la fuente original y eterna de toda verdad sagrada. Irradia su luz refleja en la oscu­ ridad exterior, cooperando de ese modo, aunque en una capacidad subordinada, a su sagrada función. Además, se supone que, a través de él, por el prestigio de su per­ sonalidad, los jóvenes del mundo externo se sentirán atraídos hacia la escuela convirtiéndose en candidatos, entre los cuales podrán reclutarse una nueva generación de eruditos. Si el erudito religioso permanece en la escuela y de­ muestra una capacidad mental superior, asume la función de maestro, introduciendo a su vez a otros discípulos en el conocimiento sagrado. Este, especialmente si se esta­ biliza por escrito, puede con el tiempo ser tan vasto que un hombre de estudio, incluso después de convertirse en maestro, sigue siendo un aprendiz, estudiando bajo la dirección de los viejos profesores que aún viven y se ha­ llan en grados de iniciación más alta, o la de los muertos que han dejado su saber en los libros. Así, el status social del hombre de estudio dentro de la escuela está en todos los períodos de su vida determinado por el grado de su participación en el conocimiento sagrado, comparándolo


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con el de otros hombres de estudio en el orden jerárquico de maestros y discípulos. Su función social como hombre de ciencia se halla condicionada primeramente por la suprema misión de la escuela sagrada, que consiste en conservar inmutable el tesoro original de verdades santas que le fué confiado por anteriores generaciones. Por lo tanto, la primera y más esencial obligación del hombre de estudio consiste en asimilar exactamente cada verdad que le comunican sus maestros y en comunicarlas a su vez con igual exac­ titud a sus discípulos. Este deber se halla asociado con la gran importancia que poseen las palabras y otros símbolos en el conoci­ miento sagrado. En fases inferiores de la cultura inte­ lectual, entre el hombre y el objeto nombrado existía un lazo inquebrantable —verdadero, no solamente mental— . El objeto y su nombre eran consustanciales: el que sabía el nombre participaba de la naturaleza del objeto y podía influir en ella con sólo pronunciarlo en cierto contexto o acompañándolo de gestos determinados. Esta convicción, fundamental en la magia, es la base explícita o implícita de la mayor parte del ritual religioso: una fórm ula sa­ grada o una serie de gestos rituales producen directamente ciertos efectos porque entre la palabra o el gesto y el ob­ jeto que simbolizan existe una relación mística. La creen­ cia popular en la eficacia directa de las bendiciones y las maldiciones y principalmente en el peligro de pronunciai palabras que designan cosas o hechos malos, es una super­ vivencia persistente, irreflexiva, de esa misma convicción. Desde que el conocimiento de las escuelas sagradas se llegó a cultivar por sí mismo, no con el fin de ejercer un control mágico directo sobre la realidad, la primitiva


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visión realista evolucionó hasta convertirse en presunción de que entre los símbolos en que se expresa este conoci­ miento y los objetos del último existe una semejanza ideo­ lógica objetiva. Los símbolos no son meras expresiones del pensamiento humano, sino que necesaria e inmuta­ blemente corresponden a las cosas que designan. L a ex­ tensión de esta suposición, desde la palabra hasta la escri­ tura, ha sido evidentemente facilitada por el hecho de que la escritura primitiva fué pictórica en la mayoría de las civilizaciones. En todo caso, encontramos en todo el cono­ cimiento erudito sagrado la suposición de que los nombres pueden ser verdaderos o falsos. Con frecuencia esto se hace explícito por medio de mitos por los que los dioses revelan a los hombres sus propios nombres auténticos y los de los más importantes objetos del conocimiento sa­ grado, o los hombres descubren tales nombres mediante la inspiración mística; en otros casos, dioses, antepasados míticos o héroes civilizadores dan nombre a los objetos —como hizo Adán cuando nombró a los animales— y esos nombres quedan como reales y verdaderos. L a introduc­ ción de la escritura con frecuencia se asocia con los dioses, semidioses o antepasados espirituales de la escuela; y los símbolos escritos enseñados de ese modo son los verda­ deros. Además de serlo, esos símbolos (hablados o escri­ tos) son también sagrados, si se refieren a objetos sagrados. Por lo tanto, en los procesos de enseñar y aprender las verdades sagradas es esencial una reproducción fiel y exacta de la expresión simbólica de esas verdades. Las mismas verdades no pueden expresarse de distinto modo, pues si esto fuera posible cesarían de ser ellas mismas. I'.l uso de un símbolo inadecuado no constituye sola­ mente un error; es también una profanación del cono­


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cimiento y del objeto sagrados a quienes se refiere. N i un sonido, ni una tilde, ni un punto pueden ser cambia­ dos por el maestro o el discípulo. De ahí la insistencia en aprender de memoria los textos sagrados y que aún hoy se mantiene en las escuelas hebreas y mahometanas; de ahí, asimismo, la importancia de dominar perfecta­ mente la escritura, como se advierte en los textos sagrados egipcios, en los exámenes de los sabios chinos y en los sagrados manuscritos medievales. Como el status y la función del sabio en religión dependen así esencialmente de su participación como aprendiz y maestro en la transmisión de un conocimiento que es superindividual, despojado de toda posible duda y perfectamente estabilizado en su contenido y su expre­ sión, resulta evidente que le es imposible introducir ningún cambio en ese saber. N i puede tampoco descubrir personalmente ninguna verdad válida y nueva que no haya sido conocida desde el principio mismo por los primeros maestros, dioses o héroes que revelaron el sagrado conocimiento a sus sucesores para la perpetuación de la escuela. Y , sin embargo, es indudable que el cono­ cimiento de la escuela sagrada aumenta en el transcurso de las generaciones, como lo demuestran la acumula­ ción de escritos, el lapso de tiempo cada vez mayor que necesita un hombre de estudio para adquirir la categoría de maestro y, finalmente, la especialización de los eruditos religiosos en determinadas ramas del saber sagrado, que se observa en Egipto y Babilonia, en India, Persia, en el Cercano Oriente bajo el Islam y en Europa durante los comienzos del siglo xn. Este aumento del saber del que es depositaría la escuela sagrada parece sobre todo una respuesta a las exigencias


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de una sociedad más amplia. Los nuevos problemas de técnica natural, las reflexiones acerca del orden cultural suscitadas por los conflictos sociales, las nuevas observa­ ciones de hechos llevadas a cabo por curiosos, las extrañas doctrinas importadas del extranjero, las ocasionales y audaces innovaciones realizadas por rebeldes, todo esto penetra en la escuela sagrada, esperándose que se ocupe de todo esto. Aunque algunas de estas novedades pueden rechazarse como inaplicables o blasfemas, sin embargo, es preferible para el prestigio y la influencia de la escuela que ésta pueda resolver de un modo eficaz y definitivo la mayoría de los problemas que preocupa a la sociedad seglar y que logre subordinar la mayor parte del nuevo conocimiento profano que parece conquistar la aceptación del medio social más vasto, a su propio conocimiento supremo y sagrado. De ese modo se añade una segunda función auxiliar al papel desempeñado por el hombre de estudio religioso: después de haber aprendido de lleno las verdades sagradas que constituyen la herencia eterna de la escuela, deberá enriquecer —si puede— el saber de ésta, con aportaciones susceptibles de aumentar su impor­ tancia para el mundo seglar externo. ¿Cóm o pueden conciliarse estas dos funciones —con­ servar intacta la tradición y reconocer o incluso introducir innovaciones— ? Los hombres de estudio religiosos de todo el mundo lo han logrado aplicando siempre el mismo principio director: todo aquello que en el campo del conocimiento es realmente verdad no puede ser nuevo; todo lo que es nuevo debe ser falso. L a Verdad total, mi luyendo todas las verdades parciales por conocer, era y.i conocida del antepasado espiritual de la escuela —dios, '•cuiidios o superhombre de inspiración divina—. En el


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texto sagrado que legó a la posteridad reveló esa parte de la Verdad que juzgó adecuada y asequible al conoci­ miento de los hombres; y la escuela, al transmitir ese texto fiel y exactamente, de generación en generación, procura que nada de él se pierda o falsifique. Por lo tanto, todo lo que los hombres pueden verdaderamente saber, ya está contenido en la herencia espiritual de la escuela. Pero pocos hombres, o casi ninguno, pueden llegar a la plena posesión de esta herencia. Pues es pre­ ciso comprender el texto sagrado, es decir, el contenido de cada verdad particular simbólicamente expresada en el texto ha de ser concebido plena y adecuadamente en relación con su objeto y debe comprenderse su conexión interna con todas las otras verdades que constituyen el conocimiento sagrado.5 Ahora bien, como demuestra el proceso del aprendi­ zaje, la comprensión del conocimiento sagrado lleo-a al individuo muy lentamente y sólo con ayuda de las inter­ pretaciones del maestro. A l principio su mente ignorante sólo es capaz de ver unas pocas verdades cuyo contenido se le debe interpretar sencilla y superficialmente. Más adelante, paso a paso, su espíritu se va iluminando, apa­ recen cada vez más verdades en el área de su comprensión, su visión mental penetra más hondo en el contenido de 5 L a idea de que todo conocim iento verdadero e im portante se halla en los escritos sagrados, ha prevalecido tam bién entre los cre­ yentes no estudiosos. Pero existe una diferencia evidente entre la actitud de un hom bre de estudio religioso qu e piensa qu e el conoci m iento sagrado incluido en los escritos de esta índole está m u y por encima de la com prensión del ind ivid u o hum ano sin preparación adecuada, y que sólo puede ser asim ilado por el esfuerzo concertado de varias generaciones de pensadores, y la del m iem bro de una secta popular que se cree capaz de ad q u irir este conocim iento con sólo leei el texto sagrado.


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cada una de ellas y los lazos internos que les unen se le hacen más claros. Pero las posibilidades del espíritu de cada individuo son limitadas: sólo tiene el poder de llegar a cierto nivel de ilustración. Por otra parte, el podei mental de los hombres varía de un modo considerable. La mayoría sólo puede comprender una parte relativa­ mente pequeña de lo que ya han captado inteligencias superiores. Mediante un estudio largo y asiduo, una mino­ ría puede asimilar casi todo, si no todo, lo que sus prede­ cesores han interpretado. Sólo poquísimos logran ir más allá de esto y dar una interpretación mejor, más profunda y completa de algunas de las verdades sagradas que hasta entonces no han sido adecuadamente explicadas; pero cada uno de ellos no puede hacer más que una contribución parcial a la comprensión de la Verdad absoluta, tal y como fue originalmente revelada; pues el nivel de ilustración del antepasado espiritual de la escuela se halla muy por encima de las facultades mentales de cualquiera de sus sucesores. Afortunadamente, la esencia es un grupo permanente y su poder de comprensión colectivo, que aumenta mediante las sucesivas aportaciones de sus miem­ bros a través de los siglos, no es limitado como las facultades de los espíritus individuales. El desarrollo del conocimiento de las escuelas sagradas <s así esencialmente una acumulación de comentarios d i la que hombres de estudio superiores interpretan en beneficio de sus contemporáneos y sucesores o bien los i< \ios sagrados originales o los escritos de los comentaI r.las primitivos. La interpretación consiste en explicar <I contenido de las verdades sagradas o en desentrañar II relación sistemática, o en ambas cosas a la vez. Me­ díanle el primer método de interpretación puede demos­


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trarse que una verdad sagrada conocida desde tiempo inmemorial, cuando se la entendía más plenamente que ahora, puede contener verdades que hombres de ciencia seglares o importadores de ideas extrañas pueden creer, por un error, que se acaban de descubrir o que explicarán hechos recientemente observados. De este modo los hom­ bres de estudio medievales encontraron incluidas en la

Biblia las verdades esenciales de la ciencia griega; algunos hombres de estudio modernos interpretan el relato de la creación formulada en los primeros capítulos del Génesis como comprendiendo la teoría de la evolución general. Se ha creído que procesos históricos recientes fueron previstos de un modo general, si no específicamente enun­ ciados, en antiguas escrituras sagradas; y la ética sagrada, si se entiende como es debido, y a pesar de haberse predi* cado hace siglos, da una orientación absolutamente válida para tratar los problemas sociales modernos. E l segundo método de interpretación permite al hombre de estudio religioso descubrir de nuevo ciertas verdades sagradas que, por alguna razón, sus predecesores inmediatos no transmitieron, o incluso verdades que el antepasado espiritual de la escuela, sabiendo que el género humano no estaba aún preparado para recibirlas y pre­ viendo que su revelación se realizaría en tiempo oportuno, dejó de revelar adrede en un principio. Un hombre de estudio de saber y capacidad superiores, o incluso un hombre intelectualmente simple pero santo, iluminado por la inspiración divina, puede encontrar una verdad de esa índole y comunicarla a la escuela, ayudándola de este modo a completar su conocimiento tradicional. Pero siempre existe la posible duda acerca de si semejante descubrimiento es realmente un nuevo encuentro de una


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verdad que pertenecía originalmente al cuerpo del saber sagrado o sólo una opinión incierta, si no un error, de un hombre de estudio aislado. Esa duda sólo puede borrarse demostrando que existe una relación interna entre la ver­ dad descubierta de nuevo y otras verdades conocidas que ya se han reconocido como dogmáticamente ciertas; y, por lo tanto, que, como estas últimas, es una parte de la sagrada verdad que todo lo incluye y que sólo un espíritu divino puede conocer completamente y de la que los hom­ bres sólo vislumbran reflejos fragmentarios. Que el hombre de estudio religioso contribuya al cono­ cimiento de su escuela demostrando que las viejas verdades, conocidas por ésta hace tiempo contienen ya todo el conocimiento que los seglares toman equivocadamente como nuevo, o bien lo haga descubriendo verdades sabidas por el antepasado espiritual de la escuela, pero ocultas en cierto modo a los ojos de la generación actual, de todas maneras, sus aportaciones deben someterse a la crítica de la escuela, la cual decide si pueden incorporarse al cuerpo total de la tradición erudita. En esto la función del hom­ bre de estudio religioso difiere profundamente de las fun­ ciones del técnico y del sabio, por una parte, y de las del profeta religioso por otra. Todos éstos pretenden traer y se supone que traen algo personal y original que, aunque 110 deja de estar relacionado con las aportaciones de otros, existe por su propio mérito: una solución de algún pro­ blema técnico, argumentos decisivos en un conflicto social, un mensaje místico de Dios al hombre. El comentario del hombre de estudio religioso es puramente impersonal; y .1 menudo intenta demostrar mediante argumentos y citas ingeniosas que no hay nada original en lo que dice, pues iodo se funda en una autoridad sagrada fidedigna. Su


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aportación vale tan sólo en virtud de su acuerdo con la Verdad que es absolutamente válida y lo abarca todo, y a la que no puede ratificar ni aumentar. Naturalmente, el historiador de la cultura debe consi­ derar esta concepción como un producto colectivo gra­ dualmente desarrollado de los hombres de estudio religiosos que se han encontrado continuamente ante la dificultad de conservar la sabiduría sagrada de la escuela intacta y absolutamente firme en medio de una corriente de ideas nuevas de las cuales no podía aislarse. Si comparamos los textos sagrados supuestamente originales tal como los tras­ mite cualquier escuela sagrada (dejando a un lado la historia de su formulación definitiva) con la vasta estruc tura conceptual que tras un lapso de siglos encontramos erigida en torno a esos textos por generaciones de comen­ taristas, la verdadera obra de los hombres de estudio reli­ giosos surge clara ante nosotros, pese al hecho de que la hayan negado persistentemente. En toda religión his­ tórica, mientras pretenden o sinceramente creen que se han limitado a interpretar el acervo tradicional del saber sagrado, en realidad lo han ensanchado mucho más allá de sus estrechos límites originales, añadiéndose de con­ tinuo nuevas generalizaciones empíricas; mediante la reflexión crítica han eliminado sus ingenuas superficia­ lidades venciendo sus más notables contradicciones; con una serie bastante desarticulada de mitos, leyendas, reglas mágicas, preceptos éticos y legales, principios de pruden­ cia, y abstracciones teóricas han construido un cuerpo de doctrina más o menos coherente, dándole una profundi­ dad filosófica con la que no soñaron sus iniciadores. Los hombres de estudio religiosos fueron los primeros en desenvolver el ideal del conocimiento en un gran sistema


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que incluye toda sabiduría y toda ciencia, un sistema al que pertenece eternamente toda verdad descubierta o aún descubrible por los hombres. Este sistema se convirtió para ellos en el supremo valor, siendo el privilegio de parti­ cipar de él más importante que todo el poder y la riqueza del mundo. Y a que en nuestra calidad de sociólogos no tenemos derecho a valorar ninguno de los datos que estudiamos, vamos a asumir por breve tiempo otro papel y como filósofos trataremos de apreciar el significado que ha tenido esta obra de los hombres de estudio religiosos en la historia de la cultura humana. Sin duda, su ideal de conocimiento ya no es el nuestro, sus doctrinas se oponen a nuestras normas de validez teórica; y es cierto que han contribuido mucho a entorpecer la evolución futura del conocimiento, partiendo de sus dogmáticos puntos de vis­ ta. Pero esta evolución hubiera sido imposible de no estar precedida por muchos siglos en que estos hombres de estudio religiosos se consagran al servicio de la Verdad tal como ellos la concebían. Iniciaron uno de los grandes descubrimientos —o tal vez una de las grandes creacio­ nes— en la historia de la cultura. Por encima y sobre todo conocimiento personal subordinado a los fines prácticos subjetivamente variables del individuo mismo o de su comunidad, descubrieron —o fundaron— un dominio de conocimiento superindividual independiente de esos fines, un campo de valores específicos subsistiendo permanen­ temente por derecho propio, con un orden distintivo sistemático, irreductible a ningún criterio práctico. Se­ mejante descubrimiento sólo pudo surgir en una fase de evolución cultural, adscribiendo al “ conocimiento verda­


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dero” una santidad interna, asociándolo, no con necesi­ dades materiales ni a luchas sociales, sino con una supre­ ma y divina fuente, pauta de todos los valores. Y esta misma fuente se purificó en el proceso: mientras los dioses primitivos eran seres poderosos pero imperfectos que intervenían afortunada o desgraciadamente en la vida práctica de los humanos, la divina entidad de una escuela sagrada —Dios personal u orden sagrado imper­ sonal del universo— llegó a incluir toda la perfección intelectual, moral, estética; y el conocimiento, considerado como un medio de participar en esta perfección, llegó a ser un lazo mucho más profundo entre esta entidad divina y el hombre que el rito mágico obligatorio o el sacrificio propiciador. Incluso si rechazamos todas las pretensiones de las escuelas sagradas respecto a la validez teórica objetiva de 'su conocimiento, queda el hecho de que han enriquecido la cultura dándole algo que no existía hasta que ellas lo crearon. Tomad todos los textos y comentarios sagrados y examinadlos como si se tratara de poesía. He aquí un producto inmaterial del pensamiento, por encima y sobre todo el mundo material, con realidad propia, ya que ofrece a los hombres la posibilidad de vivir una vida distinta, de tener experiencias que nunca sufrieron antes, o de llevar a la práctica actividades ideológicas que nunca se realizaron en fases culturales inferiores. L a consagración del hombre a este campo del saber sagrado, ¿ constituye quizás un impedimento para su adap­ tación práctica a su medio ambiente, así como un obs­ táculo en el camino de un control eficaz de la realidad natural y social? Realmente sí. Pero, ¿por qué han de “ adaptarse” todos los hombres? ¿No hay lugar en una


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sociedad compleja civilizada para una gran variedad de vidas personales, para el ineficaz soñador especulativo, así como para el austero y eficaz líder de acción? ¿Por qué la especulación acerca de Dios y del alma ha de valer menos que la invención de un aeroplano más rápido, de un gas venenoso o de un método de propaganda más eficaz ? 3. Secularización de escuelas y hombres

de estudio L a interpenetración de diferentes culturas fué y aún va acompañada de contactos sociales e intelectuales entre representantes y miembros de escuelas sagradas con dis­ tintas tradiciones religiosas. Durante el último milenio antes de Cristo, debe haber habido muchos contactos, directos e indirectos, entre las más antiguas así como las más jóvenes escuelas sagradas de Egipto, del Asia occi­ dental y más tarde de Grecia e Italia; empezando en eJ siglo séptimo, algunos de estos contactos son histórica­ mente comprobables hasta que, como consecuencia de la expresión macedónica y más tarde de la romana, se hacen con frecuencia tan estrechos que producen el fenómeno ya bien conocido del sincretismo religioso. Igualmente, encontramos durante la Edad Media huellas de numerosos contactos entre las escuelas sagradas cristiana, judía y mahometana. Más aún, incluso en una sociedad con igual fondo religioso, pueden existir diversos “ colegios” sacer­ dotales, cada uno con una tradición religiosa algo distin­ ta, como en Egipto, en la India antigua o en Grecia; o también los cismas dividen un grupo religioso en varios opuestos, cada uno con su colegio sacerdotal, que pretende


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que su doctrina es la única interpretación válida del núcleo común de saber sagrado. La rivalidad entre escuelas sagradas surge así de tan diversos modos; y ésta trae por lo menos inevitablemente una secularización parcial del conocimiento erudito. Pues en cualquier conflicto entre representantes de escuelas cuyas tradiciones sagradas difieren más o menos, una ape­ lación a la autoridad tradicional no es, sin duda, un argumento decisivo; y a menos que se recurra a un mi­ lagro y a resortes mágicos o bien a la fuerza física, hay que emplear la argumentación dialéctica. De ese modo, suele engendrarse una distinción entre verdades estric­ tamente sagradas que no pueden ponerse en duda y ver­ dades laicas que pueden someterse a la crítica porque su validez no se halla garantizada por la revelación divina sino únicamente por la razón humana. Además, algunas veces ni las verdades más sagradas están a salvo de los ataques de los “ escépticos” y han de ser defendidas con argumentos racionales; y los esfuerzos para convertir a representantes de una religión diferente suelen ir acompañados por intentos de minar su fe me­ diante la reflexión crítica. Por último, las disensiones entre escuelas religiosas tienden a estimular entre los técnicos y sabios un escep­ ticismo general respecto a las tradiciones sagradas como garantía última de la verdad; y las escuelas sagradas deben combatir este escepticismo con todos los medios de que disponen, incluyendo la persuasión racional, no sea que, difundiéndose, mine su prestigio y su influencia, si no entre las masas, al menos entre las clases más cultas en donde han de reclutarse principalmente las nuevas generaciones de hombres de estudio.


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H ay escuelas sagradas que, evitando esa clase de con­ flictos, se aislan contra la intrusión de normas seglares de validez teórica. Otras llegan a reconocer esas normas e intentan conciliarias con las de la revelación religiosa demostrando que, si se entienden “ como es debido” y se aplican “ bien” , no pueden oponerse a esas últimas. A veces el criterio seglar respecto a la verdad relega en la sombra, gradual y casi imperceptiblemente, el criterio de la tradición sagrada. Con frecuencia una escuela aislada, puramente seglar, de conocimiento general, se funda in­ dependientemente, como en la antigüedad clásica. Sin embargo, el fenómeno que se presenta más a menudo, es la secularización progresiva de ramas especiales del conocimiento erudito. O bien aparecen escuelas especiales, sin relación con ninguna escuela sagrada, o divisiones es­ pecializadas de una escuela religiosa, total en su origen, conquistan una independencia relativa y prosiguen sus estudios sin tener en cuenta, aunque también sin desafiar, la tradición religiosa. Y a en la antigüedad, encontramos escuelas laicas separadas, de medicina, matemáticas y as­ tronomía, filología o derecho. En los tiempos modernos esas escuelas se han ido desarrollando rápidamente en diversos campos del conocimiento técnico: arte militar, ingeniería, agricultura, comercio, etc. El segundo proceso se observa especialmente en la evolución de las universi­ dades occidentales: dominadas en absoluto al principio por hombres de estudio religiosos, se secularizaron pro­ gresivamente cuando la medicina, el derecho y, por último, diversos sectores de la “ filosofía” fueron libertados del control religioso funcionando como otras tantas escuelas seglares dentro de la estructura formal universitaria, hasta que el único residuo de la erudición sagrada llegó a ser


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la “ facultad de teología” , puesta al mismo nivel que las otras facultades; en algunas universidades más antiguas se ha abolido también ésta, mientras que muchas nuevas no la han tenido nunca. Mientras encontramos de este modo en la historia escuelas de conocimiento general y escuelas de conoci­ miento especializado en diversas fases de secularización, y puede con frecuencia resultar difícil determinar si una escuela en una época dada está más cerca del tipo sagrado o del seglar, la distinción entre los papeles desempeñados por los hombres de estudio religiosos y los seglares está mucho más clara y es más fácil de establecer. Pues dentro de la misma escuela algunos hombres de estudio pueden dedicarse al conocimiento religioso mientras otros cultivan el conocimiento seglar; y a veces el mismo individuo ejerce funciones de hombre de estudio religioso en una escuela y de hombre de estudio seglar en otra. Claro que en casos concretos puede encontrarse alguna intromisión mutua y sobrepuesta, pero, sin embargo, las diferencias fundamentales están claras. No se espera que la persona del erudito seglar esté dotada de una santidad positiva, ni tiene caracteres sacerdotales; incluso cuando desem­ peña el papel un individuo que es también sacerdote, se supone que este hecho es ajeno a su status como hombre de estudio. Su círculo social no está limitado ni necesa­ riamente compuesto de creyentes o de candidatos a la conversión: no se le exige que sirva el interés que siente un grupo social más amplio por la perpetuación de su vida religiosa. Su status y su función se hallan también unidos a su escuela como grupo organizado para la transmisión del conocimiento, pero éste no es sagrado; su validez debe establecerse y su reconocimiento ha de


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ser impuesto por otros métodos que el de la apelación a la autoridad divina. Y el papel del hombre de estudio seglar no sólo difiere esencialmente del que desempeña el hombre de estudio religioso, sino que existen varieda­ des distintas dentro de la clase general de los hombres de estudio seglares. Será preferible considerar cada una de éstas por separado, aunque como es lógico se encontrarán algunas de estas combinadas en la vida del mismo indi­ viduo. 4. E l descubridor de la verdad Toda escuela seglar de conocimiento, ya sea que tenga su origen al margen de todas las escuelas sagradas o bien que haya surgido de una de éstas como brote más o menos independiente, nace con un descubrimiento indi­ vidual. Un hombre descubre una verdad o un complejo de verdades, hasta ahora desconocidas, y a las que califica de absolutas y fundamentales para todo conocimiento en general o para un sector particular del conocimiento. Si encuentra prosélitos que aceptan su hallazgo y lo trans­ miten a otros, se convierte en iniciador de una nueva escuela. T al vez se descubra que las verdades que ha encontrado, aunque consideradas como absolutas, son in­ suficientes como base del conocimiento total de la escuela, en cuyo caso otro descubridor viene a suplirlas. Aristó­ teles es, sin duda, el ejemplo más grande que ofrece la historia de un descubridor de verdades absolutas, reco­ nocido como iniciador de escuelas en tres civilizaciones diferentes. Son también ejemplos conocidos: Pitágoras, Parménides, Platón, Zenón el estoico, Epicuro, Occam, Descartes, Kant, y Hegel en el conocimiento general; 1Iipócrates y Galeno en medicina; Ptolomeo, Copérnico


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y Keplero en astronomía; Galileo y Newton en física; Lavoiser en quím ica; Buffon en zoología; Linneo en botá­ nica; Fechner y Freud en psicología. Sin embargo, debe hacerse una reserva al hablar de los hombres de ciencia modernos. Muchos de ellos no tenían la intención de convertirse en hombres de estudio; al contrario, empezaron por sublevarse contra el saber erudito de su tiempo. Pero no encontraron dispuesto ningún patrón social en el que pudieran encajar excepto el de la erudición laica. Veremos más tarde qué lento y difícil ha sido el desarrollo de un nuevo patrón de pape­ les científicos y qué poco se comprende este papel aún hoy en círculos sociales más amplios. Luego, como afir­ maban haber descubierto verdades fundamentales y ab­ solutamente válidas y reunieron discípulos, que a su vez transmitieron mediante la enseñanza el conocimiento fundado en esas verdades, su status y su función llegaron a ser considerados esencialmente similares a los de los primitivos iniciadores de la erudición seglar. L a acep­ tación de una nueva teoría para su transmisión en universidades y otras instituciones de enseñanza superior, sigue siendo aún la prueba principal y definitiva de su aprobación social. ¿Cómo podía ser aceptado como válido el descubri­ miento de un individuo —especialmente en los primeros tiempos de la secularización del saber— si ignoraba im­ plícitamente o se oponía incluso explícitamente a la pretensión de las escuelas sagradas de que el conocimiento del que eran depositarías, procediendo como procedía de revelación o inspiración divina, era el único conocimiento absolutamente verdadero? N i la utilidad pragmática del técnico ni la sabiduría fundada en prejuicios sociales


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del sabio mundano podrían compararse con esta suprema norma de validez. Queda demostrado que en un princi­ pio la posición del descubridor seglar se consideró algo incierta por los frecuentes intentos de sus discípulos por elevarla proclamando su relación original con alguna escuela sagrada; de ese modo, Tales, Pitágoras y más tarde Platón recibieron su influencia de las viejas escuelas sagradas del Oriente. Como es natural, el individuo podía afirmar que había adquirido su conocimiento directamente de una fuente divina original, mediante una revelación exclusiva o ins­ piración personal. Algunos “ descubridores de la verdad” afirmaron esto, entre ellos Jenófanes, Parménides, Sócra­ tes, Plotino, a veces incluso Platón. Pero esa afirmación aislada ponía al descubridor por debajo del hombre de estudio sagrado y a la misma altura que al profeta cuya revelación no es aceptada por el pueblo por razones teóri­ cas, sino únicamente por la fe popular en su santidad personal, su “ m ana” , mientras la escuela sagrada se ha elevado muy por encima de esa fe irracional y no aceptará la revelación de nadie sin investigar su contenido y deter­ minar su significado desde el punto de vista de su conformidad con todo el cuerpo del conocimiento esta­ blecido. El descubridor de la verdad debe encontrar una nueva medida de validez teórica, una pauta que pueda competir con éxito en lo que respecta al reconocimiento social, no sólo con el prestigio popular del profeta, sino con la autoridad secular de la escuela sagrada como grupo social compuesto por hombres especializados en el cultivo del conocimiento absoluto. H a de ser una norma que posi­ bilite el reconocimiento de un individuo aislado como


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depositario de una verdad superindividual, objetiva e incontrovertiblemente cierta, elevada, como el saber sa­ grado, por encima de aplicaciones técnicas y corrientes sociales. Debe ser una norma inmanente a la verdad misma e independiente, por lo tanto, de todo apoyo externo, no-científico, accesible a todo el mundo capaz de comprender la verdad. Realmente esa pauta se debe a los hombres de estudio seglares griegos y ha sido perfeccionada desde entonces. Es la norma de la certeza racional evidente o, en resumen, de la evidencia racional. T al vez fué la escuela de Elea la primera que la aplicó plena y consecuentemente, así como la primera que distinguió de modo pleno entre la evidencia racional como criterio definitivo de la verdad absolutamente cierta y la evidencia empírica que, por muy convincente que parezca, puede ser rechazada si está en conflicto con la anterior —como Zenón de Elea en su famoso argumento rechaza la evidencia empírica que nos lleva a suponer la realidad del movimiento. El conocimiento racionalmente evidente, de acuerdo con la epistemología erudita, es absolutamente objetivo, no sólo superindividual, sino también supersocial. Todo ser que piensa y que se ha dado cuenta de una verdad racionalmente evidente, se ve obligado por una necesidad interior a reconocerla como absolutamente válida, incluso si su creencia tradicional la condena, si su prejuicio social le hace desear que fuera falsa, si sus intereses prácticos le inducen a que le parezca inaplicable y aunque sus sentidos le sugieran imágenes opuestas. Cualquier opinión que disienta de esa verdad, por muy antigua y difundida que esté, ha de ser errónea, sea cual fuere el prestigio


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personal o la autoridad del grupo de aquéllos que la de­ fienden. Las matemáticas, como sabe todo historiador, sumi­ nistraron los primeros y, en apariencia, incontrovertibles ejemplos de la certeza racional evidente, y desde entonces las matemáticas han sido el principal apoyo de la fe en la verdad absoluta, profesada por los hombres de estudio laicos. Pero como es natural, después de los primeros ingenuos ensayos de los pitagóricos se hizo evidente que no podía deducirse sólo de las matemáticas ningún cono­ cimiento completo acerca del universo o de una parte de él. Los iniciadores del conocimiento erudito laico tuvie­ ron que buscar otras verdades racionalmente evidentes respecto a la realidad, en las que pudiera basarse un cuerpo de conocimiento comparable con el rico contenido del saber sagrado. Se supone que un descubridor de la verdad es una persona dotada de una extraordinaria penetración inte­ lectual, de una rara capacidad para desentrañar con el solo poder de la razón y sin ayuda de fuerzas sobreña1 urales, verdades hasta ahora desconocidas que desde ese momento serán de una evidencia inmediata para cual­ quier espíritu capaz de comprenderlas. Sólo una persona que posee esta penetración y la utiliza en beneficio de otros puede convertirse en iniciador de una escuela. Sin «inbargo, esto no significa que todos los pensadores origi­ nales hallan fundado escuelas. Algunos fueron comple1 ámente incomprendidos; otros no conquistaron prosélitos que perpetuaran sus descubrimientos; y otros sólo enun<i.uon unas cuantas ideas, eventualmente incorporadas a una doctrina erudita, pero que no eran bastante completas p.iia constituir la base suficiente de una nueva doctrina.


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N i tampoco es seguro aue todos los fundadores de escue­ las hallan sido pensadores originales; un concienzudo estudio del pasado encuentra que muchos “ descubrimien­ tos” atribuidos a ciertos grandes hombres, fueron previs­ tos o incluso explícitamente formulados por sus olvidados predecesores.0 Para ser un descubridor de la verdad, un pensador debe, ante todo, ser acogido como tal por un grupo de discípulos que tratarán sus descubrimientos como el prin­ cipio absoluto de una nueva tradición erudita. Es un papel histórico que sólo queda plenamente realizado en el curso de posteriores desarrollos, debidos a sucesivas generaciones de eruditos. Esto no quiere decir que el reconocimiento social de sus descubrimientos es necesario para su validez: se supone que ésta se halla garantizada por su evidencia racional interna, siendo, por lo tanto, absolutamente cierta. Lo que necesita para desempeñar su papel como descubridor es la cooperación de sus discípulos en el empeño de deducir de sus descubrimientos todas las conclusiones posibles y necesarias. Pues al contrario de las verdades que los hombres de estudio religiosos en­ cuentran en los escritos sagrados mediante una hábil interpretación, no se supone que esas conclusiones están contenidas desde el principio mismo en las verdades fun damentales tal como las descubrió originalmente el hom bre de ciencia seglar: deben deducirse de las verdades fundamentales, mediante complejos de raciocinación y observación racionalmente determinada, y constituyen, por lo tanto, aportaciones reales y objetivas al conocimiento 6 V éase J. P i c a r d , Essai sur les conditions positives de l'inventio<> dans les sciences (París, A le a n ), especialm ente el cap. 11, y su resumen y crítica de las ideas de Pierre D u hem .


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erudito. Ese desarrollo del conocimiento iniciado por el descubridor, requiere sobre todo dos tipos de papel social: el sistematizador y el colaborador. 5. El sistematizador Ninguna escuela seglar puede fundarse sin un siste­ matizador: este es el papel más característico en la historia del saber. Con frecuencia los papeles de descubridor y sistematizador se hallan combinados en la misma perso­ nalidad, y los hombres de esta clase son los más conocidos en la historia. Aristóteles, como fundador de la escuela peripatética, es aquí de nuevo un buen ejem plo; pero para los aristotélicos mahometanos y cristianos el viejo maestro fue más bien un descubridor, mientras hombres como Avicena y Santo Tomás desempeñaron papeles de fundadores de escuelas, gracias a una nueva sistemati­ zación de las doctrinas aristotélicas en relación con el conocimiento existente en su propio tiempo. Newton en las ciencias físicas y Hegel, Spencer y W undt en la filosofía sintética, son otros ejemplos de dos papeles de descubridor y sistematizador perfectamente combinados. Descartes realizó sólo una sistematización parcial de su filosofía total, dejando mucho que hacer a sus discípulos , Zenón, como fundador de la escuela estoica, parece haber sistematizado sólo parcialmente la doctrina, ya que mucho después de él, un hombre tan fecundo como Crisipo consagró su vida a desarrollar sus diversas partes y as­ pectos. La unificación de los dos papeles de descubridor y sistematizador constituyen una ventaja para la escuela; pues el descubridor, antes de concluir la obra siste­ matizadora, es susceptible de dejarse arrastrar por su


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entusiasmo hacia las verdades desconocidas, haciendo descubrimientos tardíos que no pueden siempre conciliarse con los primeros. Un hombre que quiere fundar una escuela ha de saber cuándo debe pararse: en su función, más que en ninguna otra, principia non sunt multiplicanda praeter necessitatem. El hecho de que Pla­ tón no factores mos en vista de ticas, es

se detuviera a tiempo es, sin duda, uno de los de esa curiosa falta de continuidad que adverti­ la historia de la Academia. Desde el punto de la firmeza y la duración de las doctrinas escolás­ quizás preferible que un iniciador famoso tenga

adeptos en diversas instituciones de mayor saber, los cuales desarrollen sistemáticamente sus descubrimientos y transmitan esas doctrinas así sistematizadas a sus res­ pectivos discípulos. La tarea del sistematizador consiste en comprobar el conocimiento total de su época y de su civilización o —en una escuela especial— el conocimiento total existente acerca de un campo determinado de la realidad y orga­ nizar en un sistema las verdades que resisten la prueba. Comprobar y organizar son funciones paralelas e interdependientes. El sistematizador empieza desde las verdades originales, evidentemente ciertas, que han sido halladas mediante la penetración racional, aceptándolas en abso­ luto como primeros principios, evidentes por sí mismos, de todo verdadero conocimiento en general o en un campo científico particular. Sólo son válidas las verdades conocidas y por conocer que estén de acuerdo con esos primeros principios. Pues para cualquier verdad, la con formidad con los primeros principios significa que su validez está lógicamente sobrentendida en la certidumbre racional y evidente por sí misma de éstos. T al cosa sólo


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puede demostrarse deduciendo la verdad en cuestión de los principios o de otras verdades que se han deducido de éstos. L a deducción, para ser válida, ha de realizarse de acuerdo con reglas de razonamiento cuya validez no puede deducirse, sino que ha de ser racionalmente evi­ dente en sí. De ese modo, todo conocimiento científico seglar presupone principios “ formales” absolutamente válidos de lógica deductiva, además de las verdades evi­ dentes por sí mismas que estén aceptadas como base “ material” u “ ontológica” de una teoría. Y a firmemente establecida esa base ontológica y perfeccionados los méto­ dos lógicos para probar otras verdades, todo el conoci­ miento verdadero —o, para una ciencia especial, todo el conocimiento verdadero dentro de su campo específico— puede ser construido como sistema deductivo de conse­ cuencias racionales, las cuales, tomando el mundo tal como es, se deducen lógicamente de primeros principios racionalmente evidentes por sí mismos. L a sistematización es el prerrequisito más importante del papel pedagógico del hombre de estudio, condición esencial sin la que no podría cumplir adecuadamente con su deber como maestro para con sus discípulos, como “ profesor” para con sus “ estudiantes” . Los que acuden a estudiar con él desean adquirir un conocimiento más cierto y completo que el que podrían asimilar en otras fuentes —hombres de estudio religiosos, técnicos laicos, o sabios—. Una vez que han ingresado en la escuela, su papel social como aprendices implica la obligación de mostrar una confianza inconmovible en la certidumbre y rl carácter absoluto del conocimiento que posee la escuela y que transmite el maestro. Si tienen alguna duda, se les


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debe convencer de que éstas son consecuencia de su propia ignorancia y de que desaparecerán después de haber asimilado completamente las enseñanzas del maes­ tro. Este último tiene la obligación moral de justificar esta fe de los estudiantes en su conocimiento previendo y eliminando de antemano todas las dudas que puedan asaltarlos más tarde al contacto con otros hombres de estudio o al tratar con el conocimiento empírico de otras procedencias. El ideal de la enseñanza requiere que el alumno, después de haber dominado bajo la dirección del maestro los puntos esenciales de la doctrina de la escuela, no tenga ningún problema sin resolver, o, por lo menos, ninguno que no sea capaz de resolver con la ayuda de la doctrina. Y la única manera de acercarse a este ideal es precisamente la sistematización deductiva. Aprendiendo los primeros principios y las verdades deducidas de ellos en un orden lógico sistemático, el estudiante se fam ilia­ riza con la parte más esencial del conocimiento absoluta­ mente cierto que exista acerca del universo como todo, o de una porción o un aspecto definidos del universo y adquiere normas absolutas de validez que le permitirán decidir siempre en adelante si una opinión humana con la que tropiece después es verdadera o falsa. Esto es lo que los estudiantes sinceramente interesados en el conocimiento esperan aún hoy adquirir en sus estu­ dios universitarios, si se les ha preparado para ellos por el método de educación secundaria que ahora prevalece. Las observaciones personales del autor como alumno o pro­ fesor en nueve universidades, la información obtenida de otros colegas y un análisis de varios centenares de biografías y autobiografías de personas que recibieron una educación universitaria llevan a la conclusión de que,


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con algunas excepciones explicables de otro modo, un “ buen” estudiante de cualquier “ tema” universitario quie­ re un conocimiento absolutamente verdadero sistemáti­ camente organizado con referencia a “ primeros principios” y se siente decepcionado si no lo halla. En general los profesores suelen procurar no decepcionarlo, dándose bien cuenta de que su autoridad como hombres de ciencia dentro del círculo de los estudiantes serios depende de la aparente solidez y certidumbre de la doctrina que enseñan —excepto, naturalmente, cuando el tema mismo no se adapta a la sistematización científica, como, por ejemplo, en el caso de la historia de la literatura—. Esta tendencia a conservar en escuelas de enseñanza superior las viejas normas científicas de validez teórica, se mani­ fiesta quizás más claramente en la composición y estruc­ tura del tipo tradicional del libro de texto universitario, que es aún el que prevalece. 6. El colaborador Por muy evidentes por sí mismos que puedan parecer los principios establecidos por el descubridor, por muy perfectamente que haya realizado el sistematizador la tarea de probar y organizar el conocimiento que ya existe, la escuela no puede descansar en la seguridad de sus obras; pues cualquier cultura dentro de la cual son posibles las escuelas seglares es una cultura mudable.7 Nuevas generalizaciones pueden ser introducidas a cada momento por técnicos, sabios, pensadores desinteresados y observadores o gente que asimila ideas extrañas. Una 7 L a relación entre el cam bio social y el carácter seglar del conoci­ miento ha sido bien dem ostrada por B a r n e s y B e c k e r , Social Tftought, vol. 1, en particu lar al ocuparse de la an tigu a Grecia.


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escuela seglar puede permitirse aún menos que una escuela sagrada el lujo de no tomar en cuenta esas inno­ vaciones, pues su influencia y su prestigio en la sociedad más vasta depende exclusivamente de la confianza que tienen extraños intelectualmente interesados en la certi­ dumbre y la perfección del conocimiento del que es depositarla. Las nuevas generalizaciones han de ser pro­ badas, y, si resisten la prueba, incorporadas al sistema de la escuela. Una escuela tiende a tratar de modo distinto las generalizaciones inductivas y los nuevos “ descubrimien­ tos” de supuestas verdades absolutas que pretenden tener una certidumbre racional y evidente por sí misma. Los últimos, especialmente si fueron hechos por extraños, suelen tratarse como peligrosos, porque pueden iniciar la formación de una escuela de pensamiento rival; la tarea de defender a la escuela contra ese peligro corres­ ponde al papel del “ luchador por la verdad” que anali­ zaremos luego. Las primeras no poseen un derecho a la validez teórica comparable al de los primeros principios de la escuela o a las verdades ya deducidas de esos prin­ cipios mediante métodos lógicos adecuados. Tom ada por sí sola como una conclusión de datos empíricos y juzgada de acuerdo con las normas escolásticas, una generaliza­ ción inductiva puede ser, en el mejor de los casos, “ pro­ bable” o — usando un término más expresivo y menos antiguo— “ verosímil” . La única manera de probar que es “ realmente verdad” , consiste en reducirla lógicamente a algunas verdades más generales cuya validez ya se ha demostrado por deducción de primeros principios evi­ dentes por sí. Si esa reducción es afortunada, la nueva verdad se convierte en un componente del sistema deduc­


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tivo del que obtiene de modo indirecto la evidencia racio­ nal inasequible por otros medios; si fracasa, o bien el sistema debe adaptarse a la conclusión inductiva o esta última debe ponerse de acuerdo con el sistema. Y , según las normas escolásticas, el sistema tiene una superioridad indudable sobre cualquier conclusión inductiva. Claro que es posible que los de la escuela —que después de no espíritus puros y perfectos— brir alguna importante verdad

iniciadores y fundadores todo sólo eran hombres, hayan dejado de descu­ evidente sin la cual el

sistema queda incompleto o se hayan equivocado en algún punto de su deducción incluyendo en la doctrina de la escuela algunas generalizaciones que no procedían lógi­ camente de sus principios, en vez de otras que debieron haberse incorporado al sistema. Pero sería preciso una gran aglomeración de “ verosimilitudes” inductivas para quebrantar la fe de la escuela en el sistema construido por hombres de ciencia de reconocida grandeza y esta­ bilizado en el proceso de la enseñanza. Siempre que una nueva generalización inductiva demuestra ser irreducti­ ble al sistema, parece mucho más sensato suponer que quien la formuló cayó en error al observar los hechos o al sacar conclusiones de ellos. Entonces le corresponde a un hombre de estudio co­ rregir esa generalización; descubrir errores e imperfeccio­ nes en las observaciones ya hechas, observar de modo más exacto los mismos hechos u otros similares, estudiar diferentes clases de datos para compararlos, dar una in­ terpretación más adecuada a los hechos, criticar y per­ feccionar el método para extraer conclusiones inductivas. Claro que el hombre de estudio que realiza esa tarea desde el punto de vista del sistema y en interés de la


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escuela suele llegar comúnmente a un resultado satis­ factorio y sustituye a la generalización original, irreduc­ tible al sistema, una generalización perfeccionada, también empíricamente “ verosímil” , pero capaz de ser racional­ mente reducida a las verdades establecidas del sistema y, por lo tanto, indudablemente cierta, a la luz de las normas de la evidencia racional. Semejante corrección y reducción de generalizaciones inductivas, claramente demostrada en los diálogos de Platón, y muy practicada en la antigüedad y a fines de la Edad Media, fué probablemente el comienzo de una función regular supliendo en todas las escuelas la del sistematizador. Esta función se desarrolló plenamente cuando los hombres de estudio —como ese gran modelo y maestro de todo saber, Aristóteles— sin esperar que se les lanzaran las generaciones desde fuera, iniciaron ellos mismos la investigación inductiva siguiendo direc­ ciones deductivamente indicadas por el sistema, e hicieron ciertamente verdaderas sus nuevas conclusiones verosími­ les mediante el método reductivo. Esa fué y es aún la función del “ colaborador” . H a sido reconocida como la primera obligación hacia la escuela por parte de todo hombre de estudio que ha asimilado el conocimiento esen­ cial que le transmitieron sus maestros y, al mismo tiempo, como una prueba de su capacidad científica, habilitándole para aspirar a un puesto docente. Con el sistema universitario tradicional europeo, que en su mayor parte aún persiste y ha sido profusamente adoptado en otros continentes, cada alumno, para obtener un grado científico en cualquier campo del conocimiento, debe no sólo sufrir exámenes demostrando que ha .isimi lado el sistema de verdades que se le enseñó, sino que


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también debe hacer alguna aportación al sistema. A pesar de la influencia que en el curso de las últimas genera­ ciones el nuevo papel del investigador de las ciencias in­ ductivas ha ejercido, lenta, pero crecientemente, sobre los papeles de los hombres de estudio, se espera aún de modo implícito —a veces explícitamente— que esta aportación suministre una nueva prueba, por muy pequeña que sea, de que la experiencia está de acuerdo con el sistema reco­ nocido por los maestros de quien es alumno el candidato. Sería una ingratitud de su parte (y puede producir la exclusión de su tesis) que su aportación se opusiera al sistema. En todo caso, no se le considera aún bas tante maduro para hacer nada realmente original y que sea al mismo tiempo teóricamente válido. Sólo apoyán­ dose en las enseñanzas de sus maestros puede realizar una obra formalmente satisfactoria. A l principio, un grado, basado en el examen y en una aportación, era suficiente para admitir un candidato al nivel más bajo de profesor en una institución de ense­ ñanza superior. Sin embargo, más tarde, con la acumu­ lación de conocimiento en cada especialidad, hubo que aumentar las exigencias. En la mayoría de los países europeos, el primer grado científico, en el mejor de los casos, capacita al candidato para aplicar su conocimiento en la práctica o bien para difundirlo en escuelas prepa­ ratorias, pero no para ser incluido en el cuerpo de una escuela académica. Y cada promoción a un rango más alto exige una nueva aportación. Por ejemplo, de acuerdo con la organización de los papeles científicos estabilizados en Polonia durante el pe1 iodo de 19 19 a 1939, hay cinco fases en la carrera acadé­ mica de un hombre de estudio. Su primer grado univer­


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sitario, concedido tras cuatro años de estudio, es el de maestro. N o hay grado de bachiller; pero para ingresar en la universidad, después de la enseñanza secundaria, debe hacer un curso de dos años en un liceo, que corres­ ponde a los años de novato y de estudiante de segundo en un colegio norteamericano. Para obtener el grado de maestro debe presentar un trabajo bajo la dirección del profesor, demostrando que comprende cómo debe apli­ carse a los hechos el sistema de verdades generales que ha asimilado, pero no necesariamente tan importante que me­ rezca publicarse para uso de otros alumnos. Aún no es digno de ser admitido entre los hombres de ciencia, aun­ que puede convertirse en auxiliar, ayudando a un profe­ sor en sus funciones prácticas. El grado de doctor requiere una aportación realmente nueva, aunque sea pequeña, que otros discípulos puedan utilizar en su trabajo y que, por lo tanto, debe aplicarse. Un doctor queda reconocido como “ hombre de ciencia” , pero no se le confiará ningún papel académico indepen­ dientemente, aunque pueda ser auxiliar mayor, ayudando al profesor en sus tareas educativas o enseñando bajo la vigilancia de éste algún tema auxiliar que quizás los estu­ diantes necesiten saber, pero en el que no se conceda ningún grado académico. Para ser admitido en el cuerpo de los que conservan, desarrollan y transmiten a los estudiantes el conocimiento científico, debe hacer una tercera aportación relativamente importante o varias aportaciones menores y entonces pre­ sentarse como candidato para desempeñar el papel de “ docente privado” . Su candidatura es discutida en una serie de asambleas de la facultad: en la primera se cx.i minan su biografía y sus características personales; en l.i


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segunda, un comité especialmente elegido presenta un análisis de sus aportaciones científicas; en el tercero, debe contestar durante varias horas a las preguntas que le haga cualquier miembro de la facultad respecto a su especia­ lidad; en la cuarta tiene que pronunciar una conferencia. Si pasa con éxito por todas estas fases, su caso puede presentarse ante el senado universitario y, si lo aceptan, ante el ministerio de Educación para ser aprobado. Des­ pués de recibir esta aprobación, tiene derecho a dar con­ ferencias sin remuneración alguna a los estudiantes uni­ versitarios sobre cualquier tema dentro del campo de su “ habilitación” , pero todavía no el de comprobar el saber de sus estudiantes examinándolos y juzgando sus apor­ taciones. Mientras espera una oportunidad para ser pro­ fesor, se supone que —como los otros docentes— publi­ cará más aportaciones, sin duda superiores a las primeras. Si queda vacante una cátedra o se establece una nueva en cualquier universidad, el rector de la facultad a la que pertenece esa cátedra pide a todos los profesores de uni­ versidades polacas que se especializan en ese campo y en otros afines, que le señalen los mejores candidatos entre los docentes privados asequibles. Un comité especial me­ dita esta respuesta, analiza las aportaciones de todos los candidatos, e informa a la facultad. Entonces la decisión de ésta se presenta de nuevo, para ser aprobada, al se­ nado de la universidad y después al ministerio de Edu­ cación, que eventualmente lleva el nombramiento del candidato al presidente de la república para que lo con­ firme. Pero, todavía, el recién nombrado sigue algún tiempo como profesor “ extraordinario” (o “ asociado” ). Soló después de varios años, si mientras tanto ha publi<.ido más trabajos científicos, la facultad decide que ya


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es tiempo de concederle un ascenso; y esta decisión va por los cauces normales hasta la más alta autoridad del estado para la promoción oficial al “ profesorado completo” .8 Todo este procedimiento varía algo en otros países europeos; pero en todas partes donde subsiste la tradición académica —y no existe ninguna otra que reglamente los papeles de los hombres de ciencia que ejercen en insti­ tuciones de enseñanza superior— toda la carrera de un hombre de estudio depende de su actividad como cola­ borador científico, ayudando a conservar y desarrollar sis­ temas reconocidos de verdades absolutas que la escuela transmite a generaciones sucesivas mediante el proceso de la enseñanza. N i existe ninguna diferencia fundamental en lo que a esto se refiere, entre la estructura de las uni­ versidades europeas y de las norteamericanas, excepto que, en comparación con la obra científica, en las últimas se insiste relativamente más en la enseñanza que en las primeras. El propósito confesado de esta reglamentación de la carrera de un hombre de estudio es combinar en cada institución de enseñanza superior la producción científica continua con normas exigentes de erudición form al; y es indudable que el propósito se logra. Ningún individuo científicamente estéril puede convertirse en miembro per­ manente de esa institución; mientras que la minuciosa crítica a la que somete en cada fase de su progreso todas sus producciones —incluso un artículo popular o una crí­ 8 H ablam os de la enseñanza polaca en presente, au nq u e desde sep­ tiem bre de 1939 las universidades polacas están cerradas, sus aparatos científicos han sido destruidos o robados y la m ayoría de sus hom bres de ciencia han m uerto o están m uriéndose de ham bre. Pero creemos que la cultura de una nación no puede destruirse a la fu erza y que la obra de los científicos no m uere con ellos.


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tica de libros— un cuerpo oficial de hombres de estudio maduros, crea una autodisciplina intelectual mediante la que su obra cae rara vez por debajo de ciertas exigencias formales. Por otra parte, los historiadores de la ciencia —citando sólo a A . de Candolle y W ilhelm Ostwald 0— han seña­ lado que la disciplina escolar entorpece la originalidad. Es indudable que las escuelas, en su lucha por la certi­ dumbre absoluta, ponen la perfección formal por encima de la originalidad y prefieren una obra completa que trae pocas novedades, pero que satisface las normas estable­ cidas, a una importante innovación teórica que no satis­ face esas normas. Existe cierta desconfianza respecto a las nuevas ideas, a no ser que vengan de hombres cuya repu­ tación científica está bien asegurada; y las escuelas tienen buenas razones para desconfiar así, ya que en la historia del conocimiento los fracasos originales son incompara­ blemente más numerosos que los éxitos. Pero desde que se ha desarrollado el nuevo papel de científico-creador (véase el capítulo iv), su influencia se manifiesta cada vez más en las instituciones de enseñanza superior, aun­ que muy pocas de éstas (y sólo en casos excepcionales) han intentado crear para este papel un puesto en su estruc­ tura oficial. H oy día todas esas instituciones acogen una porción moderada de innovaciones de parte de sus miem­ bros, con tal de que éstas puedan aún interpretarse de acuerdo con el principio de la verdad absoluta. Deben suponer una mejora de teorías anteriores, juzgadas desde el punto de vista de la certidumbre racional: el descu9 A . d e C a n d o l l e , Histoire des sciences et des savants depuis deux siécles (G in eb ra, 18 8 5 ), p. 326: “ U n effet regrettable de l’instruction cst de d im in u er l ’o rigin alité” . W . O s t w a l d , Grosse Manner (L e ip ­ z ig , 19 0 5 ), vol. 1.


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brimiento de una nueva verdad racionalmente evidente,, una sistematización más extensa y perfecta. L a mayor proeza de un hombre de estudio, tras años de hacer aportaciones científicas, consiste en hacer uno o dos des­ cubrimientos importantes que convierten en inadecuados los sistemas de sus predecesores, y luego, con la ayuda de ellos, construir un sistema mejor que comprenda todos los resultados importantes y ciertos del trabajo científico en su campo.

y. El combatiente por la verdad En todos los períodos de la historia de la erudición secular han existido rivalidades entre escuelas que repre­ sentan diferentes sistemas de conocimiento. Las luchas entre escuelas filosóficas son las más conocidas y con razón; pues han ejercido una mayor influencia en la evolución del pensamiento científico en general. Pero ha habido luchas similares en todo campo científico especial. Incluso después de que la reflexión metodológica y episte­ mológica moderna, acompañando el persistente desarrollo de la investigación inductiva, introdujo una nueva con­ cepción del conocimiento, en la que no hay lugar para el viejo tipo de competencia entre doctrinas rivales, esas “ polémicas” persisten en muchos campos junto con otros componentes de la tradición escolar. En biología, las disputas acerca de la teoría de la evolución orgánica han hecho furor hasta hace muy poco; en medicina existen todavía varias escuelas que compiten, aunque sólo sea en parte; la psicología se divide en cierto número de escue­ las incompatibles; en sociología, los sistemas de “ verdades absolutas” tomados de la psicología, la biología, la antro pología, la geografía e incluso de las ciencias físicas, se


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emplean como bases de doctrinas en lucha; en historia, religión, ciencia política y economía, la lucha prosigue como en los viejos y buenos tiempos. La diversidad de sistemas escolares es difícil de expli­ car, pues su factor más importante debe buscarse en la personalidad de los hombres que los construyeron, pero se advierte cierta gradación en las diferencias entre siste­ mas particulares. Sus “ primeros principios” pueden diferir radicalmente, como, por ejemplo, entre el espiritualismo y el materialismo; o bien, estando de acuerdo respecto a sus primeros principios, pueden disentir en lo que se re­ fiere a ciertas conclusiones deductivamente desentrañadas de aquéllos; o el desacuerdo puede concernir a la vali­ dez de ciertas generalizaciones inductivas juzgadas por las normas del sistema. Sin embargo, la intensidad de las lu­ dias entre escuelas no parece depender del grado de dife­ rencia entre los sistemas que representan: el desacuerdo en puntos secundarios ha suscitado a menudo disputas tan violentas y prolongadas como la oposición fundamental entre concepciones capitales. Incluso podemos aventurar la hipótesis de que la competencia por el prestigio y la influencia han sido causa de que las escuelas rivales hayan no sólo exagerado la importancia de cualquier diferencia que separaba originalmente sus sistemas, sino también de que las hayan aumentado “ descubriendo” que el des.icucrdo en algún punto secundario suponía una oposición «le principios fundamental e inadvertida hasta entonces. I ,a rivalidad de las escuelas creó una función especíIH .1 que consiste en luchar por la victoria lógica a favor <1 . una escuela y en contra de las otras. Un hombre de - ni lidio que ejerce esa función puede llamarse un “ combadente por la verdad” , ya que para él la doctrina de su


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propia escuela es presumiblemente el único sistema abso lutamente verdadero dentro del campo de la realidad donde se aplica. Aunque, en rigor, esa función no es esencial a la construcción positiva y al desarrollo del sis­ tema, sin embargo, en realidad ha teñido una gran im­ portancia histórica. La mayoría de los descubridores, sis­ tematizadores y colaboradores, han adoptado de vez en cuando el papel de combatientes a favor de la verdad, para defender sus propias teorías y atacar las de sus adver­ sarios; incluso algunos hombres de estudio se especia­ lizaron en él durante períodos en que las polémicas científicas eran más intensas que ahora. Los criterios “ lógico” de validez teórica y de sistematización científica que hemos heredado del pasado y a los que la mayoría de nosotros aún rinde homenaje en sus buenas intenciones, ya que no en su pensamiento real, han sido en su gran parte desarrollados y perfeccionados, aunque no iniciados, por combatientes de la verdad. Está clara la diferencia entre un combatiente por la verdad que desea la victoria lógica para un sistema que cree absolutamente cierto y el sabio partidista que lucha por la victoria social de esas tendencias activas que com­ parte con su grupo y que procura racionalizar y justificar mediante argumentos teóricos. Los problemas de vertía» I y error para los auténticos hombres de estudio se suscitan incondicionalmente por encima de todos los conflictos prácticos, y el conocimiento absoluto no debería rebajarse a servir de instrumento a fines partidistas. Las luchas científicas no se llevan a cabo en el foro de la opinión pública, sino en una liza cerrada donde sólo se admite .» aquéllos para quienes la verdad es el valor más alto. Claro que la victoria o la derrota influyen en la po.si


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ción social de la escuela y de sus miembros, incluso en su

status económico. Por lo tanto, otras tendencias no-cientificas pueden influir — y a menudo influyen— sobre los combatientes por la verdad; pero éstas sólo pueden expresarse en formas que estén de acuerdo con el carácter de la escuela en su calidad de grupo de participantes en un sistema de verdades que consideran como incondicional­ mente cierto y esencialmente completo. El deseo de elevar el propio status personal y de humillar a los adversarios, la lealtad social hacia el propio grupo y el prejuicio social contra el otro, pueden fortalecer la convicción del com­ batiente de que sólo su escuela posee un conocimiento absolutamente verdadero y fundamentalmente suficiente acerca del mundo en general o de una parte de él, infun­ diéndole más afán por difundir esa convicción. Pero como otras escuelas tienen pretensiones similares, debe convencer a hombres de estudio que no pertenecen a la suya de que sus pretensiones son objetivamente válidas, mientras las de cualquier escuela con distinta doctrina no lo son; y esto sólo puede hacerse de buena fe mediante argu­ mentos teóricos de validez indiscutible. En realidad, las luchas de estos combatientes han con­ tribuido mucho a la expansión y la perpetuación de la idea de que los sistemas de conocimiento poseen una objetividad teórica que no es sólo superindividual, sino también supersocial. E l hombre de estudio, para conven­ cer a personas que pertenecen a diferentes escuelas, no puede apelar a la autoridad del grupo, ni tampoco al in­ terés personal. Debe invocar el único criterio objetivo «le validez que todas las escuelas seglares reconocen volun­ tariamente y que las sagradas deben reconocer si desean


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competir con las primeras en terrenos extrarreligiosos: el criterio de la evidencia racional. Decimos el único criterio objetivo. Aquí surge una cuestión que parece de una evidencia perfecta al estu­ dioso moderno imbuido del respeto a los hechos: ¿y qué decir de la evidencia empírica? A l discutir los papeles de descubridores y colaboradores de la verdad ya se ha dicho que para los científicos los hechos no constituyen un criterio suficiente de verdad: ninguna evidencia em­ pírica puede sostenerse contra la evidencia racional, y una generalización procedente de datos empíricos sólo es vá­ lida si puede reducirse a la verdad racionalmente evidente Este desdén aparente por las pruebas de validez fundadas en los hechos ha suministrado a los empíricos modernos la razón principal para rechazar todas las tradiciones aca­ démicas. Incomprendido y exagerado por estudiantes que ignoran la historia del conocimiento, ha engendrado un desprecio ajeno a la crítica hacia todos los “ filósofos

a p r i o r i se cuentan y repiten varias graciosas anécdotas acerca de antiguos hombres de estudio especulando y argumentando en torno de problemas que la simple observación podría haber resuelto en seguida. La escasa estimación del hombre de estudio por la evidencia empírica no puede comprenderse del todo si no se examina en su perspectiva histórica y su fondo social. Durante miles de años, antes del desarrollo de la erudición seglar, se apeló a la evidencia empírica como criterio de la verdad. Era la base de la prueba pragmática mediantela cual se valorizaba el conocimiento técnico y más tarde el tecnológico; y como tal se utilizaba para dar validez ;i prácticas mágicas tradicionales, así como a innovaciones que realmente aumentaban el control del hombre sobre


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la naturaleza. En apariencia, el conocimiento de sentido común se basaba en ella, y éste dedujo diferentes con­ clusiones de hechos similares en comunidades distintas. Cuando aparecieron sabios combatientes, cada uno podía “ probar“ , con la ayuda de hechos debidamente elegidos e interpretados, que sus propias ideas eran ciertas y las de su adversario equivocadas. Por último, el principal argumento de los hombres de estudio religiosos procedía en última instancia de la evidencia empírica: la revela­ ción divina era un hecho histórico ratificado por los testi­ gos y documentos más fidedignos, mientras nuevos hechos —milagros manifiestos y experiencias místicas internas— tenían lugar de continuo para confirmar este testimonio original. A l desacreditar la evidencia empírica como tal y crear las normas de la evidencia racional, los hombres de estudio abrieron el camino para una estandarización científica de los datos empíricos como materiales objeti­ vos de la teoría inductiva. Sin esta obra de los hombres de estudio la ciencia moderna no podría haberse desarro­ llado nunca. Aunque este desarrollo fué precedido, como se verá en seguida, por una rebelión de los empíricos contra la tradición académica, ésta habría sido enteramente esté­ ril si los hombres de estudio seglares no hubieran elevado las normas de todo conocimiento muy por encima del nivel donde lo encontraron veintidós siglos antes. La lucha por la verdad ha sido sometida a normas definidas y concretas. El proceso de convencer a otros exclusivamente mediante el uso de la evidencia racional constituye la demostración racional. Toda controversia entre hombres de estudio empieza estableciendo explícita o implícitamente esas verdades racionales consideradas evi­ dentes por ambas partes y también se supone que por los


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testigos —todos los demás hombres de estudio se convier­ ten en testigos de vista, cuando la controversia se hace por escrito— . Esas verdades constituyen la base de la de­ mostración: cada parte trata de probar que a su evidente certidumbre sigue con necesidad lógica la verdad de todo su sistema y la falsedad de cualquier opinión divergente que puedan defender sus adversarios. L a de­ mostración racional, vista en su contenido conceptual, emplea los mismos métodos de deducción y reducción que la sistematización académica. Pero la función social de los combatientes por la verdad les obliga a desarrollar una forma específica de demostración, especialmente adap­ tada a los requerimientos de ésta y ligada al carácter verbal de todas las controversias. Y a vimos cuán importantes eran los signos y las pala­ bras para el conocimiento sagrado de las escuelas reli­ giosas. Las escuelas seglares han conservado la idea esen­ cial de sus predecesores de que palabras y signos, usados debidamente, expresan el conocimiento de modo real y objetivo; sólo han cambiado los principios que determi­ nan el uso “ debido” . Los símbolos han perdido su rela­ ción mística con las “ cosas en sí mismas” , adquiriendo en cambio una nueva relación epistemológica con objetos del pensamiento humano. Han dejado de ser medios para la acción inmediata sobre la realidad, convirtiéndose en armas de una guerra intelectual dotadas del poder de obli gar a los hombres a aceptar la verdad y rechazar el error. Pero únicamente poseen este poder con la condición de expresar la verdad de tal modo que excluyen la posibi lidad de que se la confunda con el error. En todo caso, debe persuadirse a los hombres que hagan una elección inevitable entre una proposición verbal, que es evidente y


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objetivamente cierta, y otra evidente y objetivamente falsa. Cuando cada una de las escuelas rivales pretende ser la única poseedora de todo el conocimiento absoluta­ mente verdadero dentro de cierto campo y considera el de otras escuelas en el mismo campo, si es diferente al suyo, como una opinión equivocada, la demostración que intenta convencer a otros de la validez de la propia preten­ sión consiste en un método distintivo para obligar a los pro­ pios adversarios a hacer esta clase de elección. Lo que nues­ tros enemigos consideran como verdad y lo que nuestra escuela considera también como cierto, debe formularse en proposiciones que son idénticas o bien contrarias. La iden­ tidad es interpretada como un reconocimiento por parte de nuestros adversarios de que estamos en posesión de la verdad y suministra una base para sucesivas demostra­ ciones. La contradicción nos capacita para demostrar a la vez que nuestro conocimiento es válido y que el de nuestros adversarios no lo es, demostrando o bien que nuestra proposición es verdadera o que la de ellos es falsa. ¿Pero y si nuestros adversarios expresan su conoci­ miento de un modo que no puede reducirse a proposi­ ciones idénticas a las nuestras o contradictorias con ellas? ¿N o implica esto la posibilidad de que su conocimiento sea válido, aunque no pueda incorporarse a nuestro sis­ tema? Esta dificultad se resuelve suponiendo que seme­ jante conocimiento no puede posiblemente referirse a la misma realidad que el nuestro. Incluso cuando nuestros enemigos designan con las mismas palabras los mismos datos de nuestra experiencia común, los objetos reales del conocimiento racional que expresan han de ser distintos de los objetos reales del conocimiento racional que nos­ otros expresamos. En resumen, hay una “ mala inteligen­


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cia” entre nosotros. Esto puede evitarse o eliminarse úni­ camente definiendo con exactitud cada símbolo utilizado por ambas partes. N o basta con indicar el dato que el símbolo designa: la significación objetiva de éste debe estar estrictamente determinada, es decir, debemos anun­ ciar con claridad qué características ontológicas del objeto real de nuestro conocimiento ha de representar el símbolo durante todo el debate. Después de que ambas partes hayan definido exacta­ mente sus signos o palabras, pueden descubrir que su conocimiento se refiere a objetos por completo distintos, lo cual significa que no hay motivo para suscitar polé­ micas entre ellas, puesto que representan dos ciencias especiales diferentes. Para evitar malas inteligencias suce­ sivas, entonces acordarán tal vez usar símbolos distintos. Hablando de modo esquemático, éste es el proceso lógico que supone la especialización científica. Mientras ésta suele iniciarse como una concentración lógica del trabajo de hombres de estudio particulares o escuelas generales en campos estrechos dentro de un dominio del conocimiento más amplio y definido con cierta vaguedad, suele a veces producir la limitación conceptual de cada uno de estos campos en contra de otros. Esta limitación va habitual­ mente precedida de largas polémicas entre hombres de estudio, hasta que las disensiones llegan a ser interpre­ tadas como malas inteligencias, las cuales se despejan gra­ dualmente definiendo de un modo más o menos exacto la verdadera materia de cada estudio especializado, como diferente de la de todas las otras ramas especiales del conocimiento. Quizás no sea ésta la única manera en que procede la especialización científica; pero valdría l.i pena investigar a fondo la parte que corresponde a la ten


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dencia a evitar o resolver las polémicas de las escuelas por este método en el proceso histórico fam iliar en el curso del cual surgieron gradualmente varias ciencias especiales de un conocimiento filosófico total. Claro que no todas las disputas entre escuelas pueden resolverse de ese modo, achacándolas a incomprensión en el uso de los símbolos. Las escuelas generales que pre­ tenden poseer el conocimiento esencial acerca del mundo como un todo, y las escuelas especiales cuyos dominios teóricos se sobreponen en alto grado, no se contentan mutuamente en una posesión indiscutida de sus respec­ tivos campos. En esos casos, la exacta definición de los símbolos no es más que un preludio del verdadero debate, el cual, para ser definitivo, debe seguir los principios nor­ males evidentes de la lógica de las proposiciones. Si las distintas teorías de las escuelas en lucha se refieren de veras a los mismos objetos del conocimiento y el proceso de argumentación tiene una firmeza lógica, el resultado del debate ha de ser una demostración final, objetiva, de que una de esas teorías es verdadera y la otra falsa. Por eso, corresponde a los hombres de ciencia —que desde el siglo v antes de Cristo han asumido el papel de defensores de la verdad— haber desarrollado las normas de las relaciones simbólicas que constituyen la lógica ver­ bal. Su labor ha sido perfeccionada por los esfuerzos de esos especialistas lógicos que, comprendiendo que las pala­ bras del lenguaje común son difíciles de definir exacta­ mente y de usar consecuentemente, han intentado susti­ tuirlas por signos artificiales. Ha habido en el pasado muchos intentos de este género, pero culminaron por fin en la lógica simbólica moderna. Sin embargo, la influencia de los combatientes en favor


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de la verdad, ha llegado aún más honda, afectando la concepción misma del conocimiento, pues inculcaron en las escuelas la convicción de que la estructura de un sis­ tema de símbolos reglamentado por principios lógicos es igual a la estructura del sistema de conocimiento ex­ presado en esos símbolos. Esto llevó a la doctrina epis­ temológica representada por diversas escuelas, de acuerdo con las cuales la ciencia, esto es, la verdad y el conocimien­ to sistemático, no es más que un sistema de símbolos. Siguiendo la historia del conocimiento científico, espe­ cialmente de la filosofía general, observamos una curiosa divergencia involuntaria entre los resultados de las ten­ dencias intelectuales de los combatientes por la verdad, de un lado, y las tendencias unidas de los descubridores de la verdad, sistematizadores y colaboradores, de otro. El efecto de las luchas entre hombres de estudio ha sido el de limitar cada vez más la esfera de la certidumbre racional evidente. N o sólo las verdades racionales que cada escuela consideraba por separado como primeros principios evi­ dentes de sus sistemas, sino incluso aquéllas sobre las que se pusieron de acuerdo durante ciertos períodos las escue­ las rivales, fueron discutidas más tarde o más temprano. En cada uno de estos casos era preciso, o bien demostrar la validez de esas verdades, probándolas al deducirlas de otras más fundamentales que a su vez se hacían eventual­ mente discutibles, o bien reconocer que se trataba de meros postulados a los que era racionalmente admisible aceptar o rechazar. En el curso del tiempo, no quedaron verda des que la penetración intelectual se viera obligada a reco nocer a causa de su evidente certeza racional y sobre las cuales pudiera fundarse un sistema deductivo de conocí miento de la realidad. Mediante enormes esfuerzos de la


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crítica constructiva, se salvó la certidumbre racional de las matemáticas, pero a costa de su contenido ontológico, mediante la eliminación de todas las “ verdades” que podían utilizarse como primeros principios de un sistema de cono­ cimiento de la realidad objetiva. Esto quiere decir, en resumen, que las matemáticas sólo son absolutamente ciertas en tanto que constituyen una ampliación de la lógica. Quedaba la certidumbre racional evidente de los prin­ cipios formales de la sistematización científica, indepen­ dientes de la certidumbre de las bases sobre las que estaban construidos los sistemas. Pero cuando Kant, Fichte y sus discípulos, edificaron sobre esta certidumbre sistemas filo­ sóficos donde la realidad era concebida como determinada por las formas del conocimiento racional y la Razón o el Sujeto puro como la unidad sintética de esas formas de conocimiento racional, otro período de luchas entre com­ batientes de la verdad destruyó estos últimos y supremos esfuerzos del saber constructivo. Pues al terminar este período, durante los últimos cincuenta años, la lógica de los símbolos alcanzó una perfección sin precedentes; y a la luz de su crítica, esos sistemas de conocimiento deduc­ tivo, como todos los otros construidos hasta entonces, resul­ taron llenos de errores lógicos. En realidad, sólo gracias a esos errores, consiguieron hacer pasar bajo el disfraz de principios formales las diversas, verdades espurias acerca de la Razón como tal, en las que fundaban su filosofía. Hoy, desde el punto de vista de los combatientes de la verdad, la situación general en el campo del conoci­ miento es bien sencilla. Sobre las ruinas de sistemas deductivos más antiguos está surgiendo un sistema abso­ lutamente verdadero. L o construyen esos hombres de


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estudio para quienes la ciencia es un sistema de símbolos dirigido por la lógica simbólica. Mientras éstos consti­ tuyen diversas escuelas, entre las cuales existen aún algu­ nas divergencias secundarias, están de acuerdo en un punto esencial: en que son los indiscutibles depositarios de la Verdad Absoluta que ha de encontrarse en la historia y que están llamados a construir el primero y único sis­ tema de conocimiento racional evidentemente cierto del mundo cuya existencia será posible. Pero este asunto corresponde aún al futuro. Ahora, mientras no existe más conocimiento verdadero que el suyo, todo lo que saben con certeza es que, si supieran algo de verdad, podrían deducir de ello con absoluta certidumbre otra cosa.10 Desde el punto de vista del saber, quizás sea una suerte que la gran mayoría de los hombres de estudio no estén familiarizados, ni quieran familiarizarse con la lógica simbólica. Incapaces de demostrarlo verbalmente —ya que les falta entrenamiento— sospechan que hay algo equivocado, no en el sistema de la lógica simbólica como tal, sino en su aplicación al conocimiento como norma suprema de la verdad. Esta suspicacia parece con­ firmarse observando a algunos hombres de estudio a la antigua que, cuando son especialistas en lógica simbólica y tratan de plantearse problemas teóricos ajenos a los suyos, demuestran un candor notable, en contraste con los maes­ tros del conocimiento escolástico cuyas teorías pretenden haber destruido. Hasta ahora no han dicho nada que no se haya expresado mejor mucho antes que ellos.

10 Podríam os citar aq u í varios nom bres, pero quizás en este caso nomina sunt odiosa.


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8. E l ecléctico y el historiador del

conocimiento L a atmósfera intelectual de las luchas escolásticas favo­ rece la aparición de eclécticos, de hombres que ven algo en cada escuela, pero que no quieren ser identificados con ninguna a causa de los ataques de que las hacen víctimas sus adversarios. E l papel que el ecléctico desea desempeñar es el de un juez imparcial de las pretensiones escolásticas. Pero ninguna escuela con alguna vitalidad reconocerá este papel, lo mismo que una escuela de arte creador no reconocerá tampoco la autoridad de un crítico “ imparcial” . Sin embargo, existe otra función que los eclécticos ejercen con frecuencia de modo incidental y que les con­ quista el aprecio de todas las escuelas. Deben poseer erudición e información acerca de las doctrinas de diver­ sas escuelas, pasadas y actuales. Claro que todo hombre de estudio ha de conocer lo esencial de la doctrina de otras escuelas, fuera de la suya, sobre todo si se refieren al tema que estudia. Pero a medida que el conocimiento escolástico se aglomera, el recoger información acerca de él resulta una tarea larga y ardua, cuya utilidad es gene­ ralmente admitida. Así aparece el papel del historiador del conocimiento. A l principio es sólo el colector de los resultados del pensamiento y de la observación ajenos que, en general, entremezcla su información con juicios evalua­ dores, “ imparciales” . Sin embargo, a veces, la tarea de determinar objetivamente los hechos históricos, de recons­ truir e interpretar de modo adecuado las teorías del pa­ sado, salvándolas así del olvido y de la incomprensión y, finalmente, de seguir y explicar la evolución histórica


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del conocimiento, suscita problemas teóricos específicos; el historiador, de mero cronista del esfuerzo de otras personas en busca de la verdad, se convierte en investi­ gador de ésta por derecho propio, con un campo cien­ tífico suyo, bien delimitado. Esta es una creación relati­ vamente moderna, aunque ya representada por una larga lista de nombres famosos, en cuyas obras hemos espigado libremente, como Grote, Zeller, Gomperz, Überweg, Windelband, de Candolle, Compayré, Lynn Thorndike, Barry, Rey, Granet y muchos otros. 9. E l difusor del conocimiento La transmisión del conocimiento a los jóvenes, por generaciones mas antiguas de hombres de estudio, ha ido siempre acompañada de cierta difusión de aquél, entre grupos ajenos al saber. Los hombres de estudio sagrados difundieron elementos exotéricos de su conocimiento entre la población laica, o bien directamente o bien a través de líderes religiosos activos educados en sus escuelas. E l saber seglar no sólo conservó esta costumbre respecto al cono­ cimiento profano, sino que la desarrolló, amplió e insti­ tucionalizó en un grado sin precedente. Pues el status de las escuelas seglares en una gran sociedad, careciendo del prestigio de una autoridad sagrada que se basa en la revelación o la inspiración divinas, se conquistaba y man­ tenía mediante el apoyo de los gobernantes y otros pode­ rosos individuos interesados en la cultura, o bien por el apoyo popular. Este último se ha hecho cada vez más importante con el progreso de la democratización polí­ tica y, más generalmente, social; además, una vez obte­ nido, asegura a los hombres de estudio una independen­ cia relativamente mayor y más duradera, para proseguir


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su obra científica, que el favor incierto de príncipes y plutócratas a los que no controla la opinión pública. Y el modo de obtenerlo consiste en difundir ampliamente un mínimo de comprensión y estima de la ciencia. Esta es una función que requiere mucho tiempo y energía; pero, aunque importante socialmente, es estéril desde el punto de vista científico. Por lo tanto, se espera rara vez que la ejerzan los hombres de estudio que des­ empeñan cualquiera de los papeles que acabamos de estu­ diar. En escuelas más antiguas se confiaba temporalmente a personas que aún no habían alcanzado grados de saber superior o de modo permanente a aquéllos que no espe­ raban añadir nada importante al conocimiento escolás­ tico. De esta manera aparecieron papeles especiales de difusores del conocimiento y, como en los tiempos mo­ dernos aumentó su importancia social, su número creció hasta el punto de que hoy día excede en mucho al de los hombres de estudio científicamente productores. H ay dos clases de difusores del conocimiento: a) divul­

gadores que difunden la información científica y tienden a suscitar intereses teóricos entre la población adulta que participa en la sociedad organizada; b) profesores educa­ dores que transmiten el conocimiento a los jóvenes en el curso de un proceso educativo general encaminado a pre­ pararlos para formar parte de la sociedad organizada. Recientemente, con el desarrollo de la llamada educación adulta, ha empezado a surgir un tercer tipo intermediario de difusor del conocimiento; pero el patrón está aún muy indefinido para merecer un análisis aparte.

a)

E l divulgador del conocimiento teórico tiene una tarea bastante difícil, porque debe dirigirse a personas cuyos intereses vitales más importantes están ya estable­


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cidos, siendo esencialmente prácticos, y que (si sienten la necesidad de adquirir más conocimiento del que ya poseen) quieren conocimientos útiles como el que pueden ofrecerles técnicos y sabios. N o le es posible cambiar sus intereses; pues su contacto con ellos, a través de la pala­ bra o el escrito, no es lo bastante estrecho y continuo para ejercer una profunda influencia personal; ni tampoco dis­ pone de instrumentos sociales poderosos para modificar el curso de sus vidas. Puede intentar hacerles ver las con­ secuencias teóricas más hondas de cualquier información útil que deseen: este es un método que usan con frecuen­ cia los modernos divulgadores de teorías físicas, químicas, biológicas, psicológicas, sociológicas y económicas. Pero incluso este recurso está demasiado lejos de las situaciones prácticas para que la labor del divulgador le parezca real­ mente necesaria al hombre activo. Si éste precisa una comprensión más completa de los problemas que se le plantean en su propio campo profesional, la buscará no en teorías populares generales, sino en fuentes técnicas especializadas; si se encuentra con problemas difíciles y de verdadera importancia fuera de su ocupación, no in­ tenta resolverlos aplicando él mismo en la práctica el conocimiento teórico que le enseñaron los popularizadores, sino que pide a un especialista que los resuelva él. L o que hace en realidad el divulgador es estimular y satisfacer el interés del aficionado por el conocimiento.11 Este puede adquirir diversas formas: simple curiosidad que 1 1 E l contenido de los libros populares m edievales acerca del co­ nocim iento aclara de modo curioso el caso de los aficionados de esa época. V éase, por ejem plo, el cap. v de L a n g l o i s en La connaissanee

de la nature et du monde d’aprés des écrits franqais a l’usage des laics, en la serie “ L a vie en France au m oyen-áge” (P arís, H achette). C o m ­ párese, respecto a períodos posteriores, con M . O r n s t e i n , op. cit.


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busca novedades; un interés que toma como distracción las aplicaciones experimentales de las teorías; la atracción hacia problemas intrincados; la tendencia de volver a des­ cubrir personalmente la significación teórica de datos empíricos familiares; el deseo de hacer alguna aporta­ ción al conocimiento existente; una satisfacción semiintelectual, semi-estética en la comprensión progresiva de la estructura interna de sistemas teóricos complejos; un deseo de llegar por la reflexión a una concepción gene­ ral del orden esencial del universo, que constituye dog­ mas sagrados que se aceptaron pasivamente. El conocimiento del aficionado requiere, sin duda, un mínimo de ocio. Antes estaba casi limitado a las clases pendientes; durante el último siglo, se ha difundido con rapidez. Si nuestro control de la energía natural y el empleo de invenciones para ahorrar tiempo aumenta a la misma velocidad que hasta ahora, la gran mayoría de la población en todo país civilizado podrá disfrutar pronto de múltiples ocios. Hasta qué punto se utilizarán éstos para adquirir conocimientos, es cosa que depende en parte de la habilidad de los divulgadores para ampliar y utilizar las diversas formas de ese interés del aficionado a que aludimos, y quizás más aún de los continuos es­ fuerzos de todos los difusores del conocimiento para ele­ var el prestigio popular de la aproximación desinteresada a la ciencia, en comparación con otras actividades que pueden ejercerse en los ratos libres. Las obras de los divulgadores, para tener éxito, deben desviarse de modo considerable de las difíciles normas de la auténtica erudición. Esto está generalmente reco­ nocido; y no se estimula a los hombies de estudio, en especial a los más jóvenes, en las instituciones de ense­


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ñanza superior, para que se consagren mucho a esto, no sea que perjudique su disciplina intelectual. Por otra parte, los divulgadores han ejercido una influencia in­ dudable sobre la literatura científica. Muchos hombres de estudio tratan de conciliar la elevación del pensamiento con la claridad y la sencillez al expresar sus resultados. Esto ha sido realizado del modo más eficaz en la erudi­ ción tradicional francesa, donde todas las dificultades y complicaciones de la obra teórica se ocultan a la vista pública, considerándolas como la cuisine scientifique por la que se supone que sólo se interesan los especialistas, mientras que se presenta a los oyentes o lectores ordina­ rios un producto perfectamente acabado y digerible. b) Mucho más importantes que los divulgadores, sobre todo en la historia de la cultura moderna, han sido los profesores de instituciones educativas para niños y adolescentes, donde los alumnos no son preparados para una carrera académica, sino para la participación general en la vida social, aunque unos pocos pueden especiali­ zarse más tarde en el conocimiento, convirtiéndose en hombres de estudio. Para comprender plenamente el papel de esos profesores, debe establecerse una distinción bien clara entre la escuela docta, de la que nos hemos ocupado hasta ahora, y la escuela general educativa. En la anti­ güedad la primera estuvo típicamente representada por escuelas de filosofía en el período clásico y por el Musco de Alejandría en el período helenista; las últimas, por esos centros educativos donde se adiestraba a los mucha­ chos en gimnasia, ejercicios militares, música y poesía, lectura, escritura y cuentas. En los tiempos modernos, las universidades europeas continentales y las escuelas gra duadas americanas pertenecen claramente a la primera


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clase, las escuelas primarias y secundarias en Europa y Norteamérica, a la segunda; mientras los colegios norte­ americanos, representaban un tipo intermedio. Es curioso que la palabra “ escuela” con su uso popular haya perdido casi por completo su primer significado. En las enciclo­ pedias británica y norteamericana, bajo la rúbrica corres­ pondiente a esa palabra, poco se encontrará o casi nada respecto a los hombres de estudio y al saber. Claro que la escuela docta o “ académica” ejerce tam­ bién una función educativa, ya que en ella se prepara a los que aprenden para el ejercicio de ciertos papeles sociales. Pero la preparación que pretende dar es puramente inte­ lectual y destinada de modo exclusivo a aquéllos que en sus papeles profesionales necesitarán sobre todo un equipo mental muy por encima del nivel considerado normal­ mente deseable para todas las personas que ejercen una actividad social. Una universidad seglar es una asociación de personas maduras donde los profesores ocupan posi­ ciones de autoridad. Aunque, como todo grupo social, ejerce algún control sobre la conducta de sus miembros, sin embargo, no intenta educarlos física o moralmente, ni guiar su evolución personal de modo a hacerlos aptos para la participación social, puesto que se supone que esto ya se hizo durante su niñez y su adolescencia. Lo que une a este grupo de profesores y estudiantes es el conocimiento como tal —el tipo escolástico de conoci­ miento teórico, sistemáticamente ordenado, absolutamente verdadero. Su cultivo y su perpetuación constituye la primera tarea del grupo y la principal razón de su exis­ tencia; si dejara de cumplir con ella, dejaría asimismo de ser un centro de enseñanza intelectual superior. Sea cual fuere el motivo psicológico que induce a los indi­


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viduos a buscar su admisión en el grupo, mientras for­ man parte de él se comprometen a aceptar su aprecia­ ción del conocimiento como el valor común más alto. En otras palabras, la escuela de enseñanza superior ejerce la función específicamente social de un instituto educativo sólo porque sus actividades principales no son sociales, sino científicas; no pretende contribuir a la con­ servación del orden social, sino a la del conocimiento como dominio supersocial de la cultura, supremamente valioso en sí mismo. Por lo tanto, el primer deber per­ sonal de todo miembro es compartir las actividades me­ diante las cuales se conserva el conocimiento, aunque sólo sea asimilando con fidelidad esa porción relativamente pequeña de él que se le transmite durante el período en que es sólo un estudiante. Por el contrario, la escuela de educación general, como institución de la sociedad moderna, sirve de un modo directo a la conservación del orden social —sea éste el orden tradicional estático o un nuevo orden más o menos dinámico— . Lo hace preparando a los jóvenes que aún no alcanzaron la madurez social para asumir, al lograrla, los papeles de miembros de la sociedad a la que sirven y para cooperar con los miembros ya maduros de ella. La preparación educativa dada en la escuela suple la que cada alumno recibe en el seno de la familia, ya que la función educativa primaria forma parte de la relación social entre el padre y el niño. El proceso educativo total al que es sometido un individuo se subdivide en procesos particulares, en el curso de los cuales el edu­ cando adquiere varias habilidades y capacidades especí­ ficas que la sociedad requiere de sus miembros maduros


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y que se supone que los especialistas en educación trans­ miten con mayor eficacia que los padres. Entre estas habilidades y capacidades transmitidas a los alumnos de una escuela educativa se hallan algunas disciplinas teóricas. Los jóvenes, a medida que progresan en el desarrollo mental, reciben la enseñanza de algunos elementos de ciertas ramas de conocimiento escolástico. El contenido de este conocimiento es asimilado previa­ mente por los profesores, y su forma sistemática queda adaptada a las posibilidades psicológicas, de una inteli­ gencia juvenil; pero es aún un conocimiento teórico que se supone absolutamente verdadero y válido al margen de cualquier aplicación práctica. La escuela educativa no cultiva este conocimiento por sí mismo, sino que lo enseña únicamente en interés de los alumnos, de los que se espera que gracias a aquél adquie­ ran cierta cantidad de información y cierto grado de capa­ cidad intelectual considerados deseables en el desempeño de sus futuros papeles como miembros de la sociedad. En la organización de la escuela como grupo y en la conciencia de su medio social, se establece poca diferen­ cia entre el papel del profesor que enseña un “ tema'’ esco­ lástico y el de un instructor que entrena a sus alumnos en habilidades técnicamente útiles o deportivas o el de un educador moral que vigila su conducta: se supone que todos actúan en favor del progreso personal de los jóve­ nes y de ese modo por el futuro bienestar de la sociedad. Y , sin embargo, hay una diferencia esencial, pues el pro­ fesor de conocimiento puro es el único eslabón que une este tipo de escuela con la escuela docta. En cierta época, el profesor estuvo asociado, aunque sólo fuera en su papel de aprendiz, con el cuerpo de


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hombres de estudio que buscan sin cesar el conocimiento absolutamente verdadero y que exigen sin cansarse que cada partícula de éste, ya encontrada, se conserve perpe­ tuamente para futuro uso de los hombres. Y su asocia­ ción con este cuerpo no concluyó, como la de casi todos los estudiantes que tras un período de enseñanza aban­ donan la escuela académica para perseguir fines prácticos, con la asimilación del conocimiento que se les transmitió. Pues paga con creces a los hombres de estudio el privilegio de haber sido admitido a compartir el tesoro que custo­ dian, sirviendo durante toda su vida, no sólo a la sociedad, sino también a la verdad. Plantando en los tiernos espí­ ritus la simiente del verdadero conocimiento tal como se comprende en los círculos escolásticos y haciéndoles ver su absoluta validez, difunde, más allá del recinto de las escuelas doctas, el respeto por la verdad y la conside­ ración hacia sus depositarios. Es uno de aquéllos a quie­ nes el conocimiento puramente desinteresado debe sobre todo el apoyo que recibe en las sociedades democráticas. Permitámonos ahora de nuevo el lujo de abandonar por un momento la valoración filosófica, en vez de pro­ seguir en la investigación sociológica. Dejemos a un lado los prejuicios superficiales, pragmáticos o positivistas con­ tra el saber seglar del pasado y no cometamos el yerro de pensar que, porque el saber moderno se ha incorporada los grandes resultados de los tres o cuatro últimos siglos de investigación científica, la estructura interna del cono­ cimiento perpetuado en las escuelas académicas difiere esencialmente de lo que fué antes de Newton. E l con­ cepto de la verdad absoluta; la sistematización deductiva de los descubrimientos y aportaciones científicas; el p rm


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cipio de contradicción como guía para la elección entre teorías distintas, todo esto domina aún explícita o implí­ citamente el conocimiento que se ha enseñado a cultivar a la mayoría de los profesores y que éstos a su vez trans­ miten a sus alumnos, el que todos los estudiantes asiduos y trabajadores desean aprender, y que los difusores pro­ pagan entre los aficionados adultos así como entre los principiantes jóvenes, adaptándolo a su inteligencia noescolástica. Un metodologista, imbuido por el nuevo espí­ ritu de la moderna investigación creadora y pensando más en la futura evolución de la ciencia que en sus resul­ tados definitivos, se niega a dejarse dirigir por esas nor­ mas y por los principios del saber clásico. Pero un filósofo de la cultura no puede menos que reconocer la enorme deuda del mundo para con los hombres de estudio se­ glares. Han hecho del conocimiento teórico un dominio com­ pletamente autónomo de la cultura intelectual objetiva. Aunque para los hombres de estudio religiosos el cono­ cimiento era ya un campo de valor supremo y de realidad espiritual, sin embargo, su independencia para con las tendencias prácticas subjetivas, personales y colectivas, sólo fué conquistada incorporándolo al dominio religioso y subordinándolo a dogmas místicos. Los hombres de estu­ dio seglares han luchado durante siglos para independi­ zarla del todo, para que la gobernasen sólo sus propias normas de validez intrínseca. En esta lucha sus adver­ sarios no se limitaron siempre a emplear armas espiri­ tuales; y su fama es justa en la historia no sólo por sus victoriosos resultados, sino también a causa del heroísmo personal manifestado por los combatientes de la libertad intelectual. Pero nunca podrían haber combatido con esa


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persistencia y esa abnegación ni ganar tan brillantes victo­ rias si no hubiesen creído que ellos —y no los hombres de estudio religiosos— estaban en posesión de la verdad absoluta y que cualquier doctrina con pretensiones de ciencia, fuera el que fuese el origen por ella alegado, debía juzgarse por su mérito intrínseco, según las normas de su propia evidencia racional y su firmeza lógica, con­ denándola como falsa si su verdad no era demostrable. Esto no significa que su obra tenga un valor mera­ mente histórico y que, habiendo desempeñado su papel en la evolución del conocimiento, pertenezca de manera irrevocable al pasado. Los sistemas teóricos que han cons­ truido perduran aún, accesibles a todo el mundo, consti­ tuyendo una gran riqueza de productos culturales acumu­ lados durante veinticinco siglos. H oy día, encontramos con frecuencia entre los científicos e incluso entre los historiadores del conocimiento la suposición de que para hacer justicia a las obras del saber pasado, basta con espi­ gar en su riqueza total esos elementos que pueden aún declararse válidos a la luz de la ciencia de hoy —obser­ vaciones confirmadas por descubrimientos y generaliza­ ciones posteriores que anticipaban en parte ciertas teorías modernas; el resto es sólo una mesa de datos históricos curiosos—. Este es un viejo procedimiento característico del hombre de estudio ecléctico, pero desdeñado hace mucho por los demás. Un sistema escolástico no puede dividirse en fragmentos sin perder su identidad misma y ninguno de éstos tiene un significado teórico fuera del todo. “ El conocimiento sólo es real como sistema” , dijo Hegel, cuyo propio sistema es un epítome de saber. Cual­ quiera que desea comprender un producto del pensa­ miento escolástico debe reproducirlo en su composición


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total y en su estructura, siguiendo el pensamiento de sus creadores. La diferencia entre la actitud ecléctica y la actitud reconstructiva respecto al conocimiento pasado queda bien ilustrada en las obras de dos famosos histo­ riadores: Abel Rey, para el que sólo son dignos de con­ sideración los pensamientos y las obras del pasado que anticipan y estimulan la ciencia físico-matemática, y Maurice Granet. ¿V ale la pena hacer el esfuerzo de reproducir? Esta cuestión tiene dos aspectos: uno objetivamente científico y otro personal. Podemos preguntarnos si los sistemas del pasado cuyo lugar en el pensamiento humano ocupan hoy nuevas teorías han dejado algún resultado científico objetivo o son completamente ajenos al progreso de la ciencia. En el próximo capítulo intentaremos demostrar de qué modo la nueva concepción del conocimiento que está siendo desarrollada por los investigadores científicos modernos resuelve esta alternativa. A l margen, sin em­ bargo, de esta solución, puede preguntarse si el estudio de los sistemas de conocimiento del pasado pueden ayudar al hombre de ciencia moderno en su propia obra intelectual. Contestamos afirmativamente, con in­ sistencia y sin vacilaciones. Un especialista cuyo hori­ zonte intelectual está limitado a los problemas de su tiempo y en su estrecho campo, puede muy bien, bajo la inspiración de líderes creadores, realizar una obra valiosa que será utilizada por otros, contribuyendo así a los adelantos de la ciencia. Pero ningún individuo puede ser un hombre de ciencia genuinamente creador si no es a la vez un pensador adiestrado en seguir los grandes modelos del pensamiento sistemático y crítico, y si no se da cuenta que su propia obra, por muy im­


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portante que sea, sólo constituye una parte pequeñísima de la vasta, inagotable, infinitamente variada y creciente producción de innumerables trabajadores, pasados, pre­ sentes y futuros. La cuestión de la importancia del conocimiento esco­ lar para el desarrollo intelectual del individuo lleva a la que es quizás la función histórica más importante de las escuelas doctas y de los hombres de estudio. Han iniciado y difundido en las sociedades civilizadas la con­ vicción profundamente estimulante de que el hombre, el individuo, ese ser efímero que depende de su medio natural para su vida física y de su medio social para su existencia espiritual, puede llegar solo y sin ayuda de la gracia divina o de la revelación a lo Absoluto, descu­ brir la naturaleza última del mundo y de su naturaleza propia. Quizá sea una ilusión, ¡pero qué noble! Y sus consecuencias no son ilusorias. Pues si ésa es la esencia del verdadero conocimiento, entonces su posesión, o in­ cluso el afán desinteresado por la verdad pura, da al hombre un valor trascendental, una superioridad interna que lo alza muy por encima del ignorante y del que desprecia el conocimiento, por muy poderosos o influ­ yentes que éstos sean, por muchas que sean sus riquezas terrestres. N o es asombroso que el auténtico hombre de estudio sea proverbialmente abandonado y olvidadizo en los asuntos prácticos cotidianos, que viva recluido lejos de las luchas políticas, que se contente con un

status económico muy modesto. Pero esto no quiere decir que el conocimiento esco­ lar seglar incapacite a los hombres para la vida práctica. A l contrario, el hombre que ha luchado con éxito por la verdad pura sin tener en cuenta su utilización prác­


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tica y cuyo conocimiento se halla sistemáticamente orga­ nizado según normas estrictamente teóricas, si vuelve su pensamiento hacia problemas prácticos, será más capaz de resolverlos que el que sólo ha aprendido lo que necesitaba para lograr sus fines. Estas son las ideas que han penetrado cada vez más en toda nuestra organización escolar, y en todos sus grados, pese a la competencia de otros dogmas. La convicción de que el conocimiento teórico seglar cons­ tituye la parte más importante de la cultura personal y de que ésta eleva el valor interno del hombre haciéndolo más estimable a los ojos de la sociedad, queda de ma­ nifiesto en el hecho de que el proceso de la demo­ cratización ha ido acompañado en todas partes —en Norteamérica más que en ningún otro lado— por la difusión de una educación intelectual cada vez más amplia y elevada, concediendo a las masas una parti­ cipación creciente en el conocimiento general desinte­ resado. Y la afirmación académica de los hombres de estudio de que el conocimiento teórico sistemático es una mejor preparación para el gobierno práctico que la educación donde se considera a éste como un mero instrumento de práctica, ha llevado a una academización progresiva del adiestramiento preparatorio para el des­ empeño de papeles profesionales. En derecho, medicina, cirugía, ingeniería civil y militar, arquitectura, agricul­ tura, silvicultura, cría de animales, hacienda, comercio, diplomacia, trabajo social, etc., las funciones importan­ tes y de responsabilidad se confían sobre todo, exclusivamente, a personas que durante su niñez adolescencia han aprendido temas teóricos con poca o casi ninguna relación con sus ocupaciones

si no y su muy futu­


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ras y que más tarde recibieron varios años de enseñanza académica donde el conocimiento práctico se trata como aplicación de un cuerpo fundamental de conocimiento escolástico sistemático. Esto no hubiera sucedido jamás si la preparación para el desempeño de papeles profesionales hubiera permanecido en manos de personas prácticas, ya que éstas, durante los últimos siete u ocho siglos, han lamen­ tado sin cesar todo el saber inútil que los candidatos a papeles profesionales tenían que adquirir en las escuelas académicas antes de que se les permitiera participar en la vida activa. N o hay duda que en cierto sentido las personas prácticas tienen razón; pues la organización sistemática del conocimiento, tal como se enseña en las escuelas doctas, es radicalmente distinta de la que un hombre debe adquirir para llegar a poseer una eficacia profesional. Pero si estas personas se hubieran salido con la suya, la instrucción profesional no hubiera pasado de la fase del aprendizaje medieval. Y no ha sido así porque toda la enseñanza está dirigida de modo cre­ ciente por hombres de estudio seglares convencidos de que el conocimiento, aunque no constituye el poder en sí, lo da sólo y únicamente porque es teoría pura, un sistema objetivo de verdades, y que el hombre debe conocer de veras la realidad con objeto de controlarla eficazmente.


CAPITULO IV

E L EXPLORADOR COMO CREADOR D EL NUEVO CONOCIMIENTO i. Surge una nueva pauta E n l a h i s t o r i a del conocimiento, todos los nuevos hechos se han debido a esos hombres de ciencia que en el desempeño de sus papeles sociales hicieron más de lo que sus círculos esperaban y deseaban que hicieran. Entre los técnicos, algunos líderes asumieron el ries­ go y obligaron o animaron a sus prosélitos a participar en arduas tareas colectivas en las que el éxito no era seguro; algunos expertos plantearon y resolvieron pro­ blemas prácticos que no interesaban a los líderes que los empleaban; inventores libres lanzaron en un medio social hostil nuevos y perturbadores patrones de acción técnica. Por medio de esos actos individuales, espon­ táneos, el conocimiento técnico ha progresado desde la segunda edad de piedra hasta su nivel actual. Entre los sabios hubo algunos que, en vez de lim i­ tarse a justificar las tendencias de sus grupos y a comba­ tir las de sus adversarios, establecieron ideales culturales como normas de valoración y guías de la acción, ini­ ciando así los esfuerzos humanos por dirigir la evolución cultural mediante el pensamiento reflexivo. Algunos hombres de estudio, no contentándose con recibir y trasmitir las doctrinas tradicionales de sus 173


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EL e x p l o r a d o r y

el

nuevo

c o n o c im ie n t o

escuelas, las desarrollaron, reorganizaron y ampliaron o fundaron nuevas escuelas; y al hacerlo convirtieron el conocimiento en sistemático y objetivo, dándole una validez independiente de cualquier exigencia extraña y fundada por entero en su propio orden teórico, racional. Es probable que en todos los demás campos de la cultura el desenvolvimiento sea similar mediante la in­ tervención de individuos que hacen en sus papeles espe­ cíficos más de lo que socialmente se espera de ellos. Con frecuencia, pero no de modo necesario, esto los po­ ne en conflicto con su medio social: no todos los innovadores son rebeldes y todos los rebeldes están muy lejos de ser innovadores. Ahora llegamos a un fenómeno muy interesante sin precedente ni paralelo, excepto tal vez en el arte y la poesía moderna. Encontramos hombres de ciencia que trabajando individualmente se especializan, digámoslo así, en lo inesperado.

Se les puede llamar de modo

metafórico exploradores, pues están buscando en el cam­ po del conocimiento nuevas sendas que llevan a lo desconocido. A l principio eran en su mayor parte seres extraviados ajenos a los caminos reconocidos socialmen­ te. Sin embargo, algunos de ellos, han intentado que este tipo de actividad sea reconocida como función social regular, construyendo un nuevo patrón de papel cientí­ fico social que implica una nueva concepción del cono­ cimiento mismo. Mientras se mantuvieron aislados unos de otros, fracasaron; pero gracias a las crecientes facili­ dades de comunicación, su número aumentó lentamente. Los primeros iniciadores encontraron prosélitos en di­ versos centros intelectuales, y con el tiempo surgió una


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solidaridad mundial de exploradores, en todos los cam­ pos científicos. De ese modo, un individuo que ejerce esta clase de actividad en los tiempos actuales encuentra la compren­ sión y el reconocimiento de su papel, al menos entre sus colegas. En los círculos de técnicos y hombres de estudio, su función suele reconocerse ex post, dando una validez trasnochada a resultados de su exploración que han sido prácticamente aplicables o que llevan bastante tiempo indiscutidos para que puedan considerarse razonable­ mente ciertos y, por lo tanto, susceptibles de ser enseña­ dos a los estudiantes.

En sociedades más amplias, los

divulgadores del conocimiento consiguen suscitar interés hacia algunos de estos resultados rodeándolos de un halo de novedad sensacional, aunque ese interés pasa con tanta rapidez como todos los caprichos y casi todas las modas. Sin embargo, sólo unas cuantas instituciones espe­ cialmente organizadas para la investigación científica reconocen su papel social como distinto de los de otros científicos, concediéndole un status independiente. En general, a no ser que posea riquezas hereditarias o lo dote un rico aficionado, se ve en la obligación de ejercer el papel de técnico o de hombre de estudio, dedicándose a la exploración científica en sus ratos de ocio. E l equi­ po material y los recursos económicos necesarios en su campo se le dan con fines técnicamente útiles o pedagó­ gicos, y sólo después de haberlos conseguido, puede utilizar el resto, si lo hay, para la libre investigación personal. Pero aun esto representa un gran adelanto si se compara con la época no muy lejana en que clara­ mente se rechazaba a los exploradores en los círculos técnicos o académicos.


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Aún más vaga que la concepción de la función y el status del explorador es la idea de las cualidades per­ sonales requeridas para desempeñar ese nuevo papel. En la tradición académica el estudio del pensamiento cien­ tífico se ha limitado a las actividades intelectuales ma­ nifestadas en la sistematización deductiva y la discusión verbal; e incluso éstas sólo se han investigado con refe­ rencia a su conformidad u oposición con las reglas de la lógica deductiva, gradualmente identificada con la lógica simbólica. En los tiempos modernos, el pensa­ miento inductivo ha atraído considerable atención, pero incluso aquí la mayoría de los estudios se han concen­ trado en torno de la validez lógica de los estudios induc­ tivos. Los logistas han trazado una aguda línea divisoria entre la lógica de la ciencia, circunscrita de modo claro y bien ordenada, y una disciplina caótica, indefinida, llamada la psicología del conocimiento, que, según ellos, no tiene nada que ver con cuestiones de validez. Como la lógica moderna, si se ocupa para algo del pensamien­ to, sólo trata con él de establecer relaciones válidas entre conceptos expresados mediante símbolos exactamente de­ finidos, todos los demás géneros de actividad intelectual de los individuos humanos, incluyendo la formación de conceptos, se dejan para los psicólogos o para esos filó­ sofos que —como J. S. M ili, Ernest Naville, Wundt, Dewey, Le Roy— no reconocen esta línea divisoria, por mucho que sus teorías puedan de otro modo diferir unas de otras. Pero psicólogos y filósofos no han distinguido aún con claridad entre los diferentes tipos de pensamiento científico que se exigen a los hombres de ciencia en diferentes papeles sociales y que se desarrollan metódi­


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camente en el curso de su preparación para desempe­ ñarlos. Por ejemplo, la teoría de W undt (tal como la expone en los tres volúmenes de su Logi¡{) se funda en el pensamiento de los hombres de estudio, en especial de sistematizadores y colaboradores; Dewey estudia el pensamiento típico de los técnicos, tratándolo como re­ presentativo de todo pensamiento científico. Son par­ ticularmente vagos algunos estudios que tratan de la actividad intelectual de la exploración teórica, aunque se deben a ella todos los pasos importantes en el pro greso de la ciencia moderna y, por lo tanto, ha atraído considerable atención.1 L a razón de esta vaguedad no ha de buscarse muy lejos. I,a actividad intelectual debe estudiarse con rela­ ción a la estructura objetiva de la ciencia de la que forma parte. El pensamiento que explora —aunque pueden encontrarse rudimentos de él diseminados entre hombres de estudio, técnicos e incluso sabios más anti­ guos— es ahora un nuevo tipo de pensamiento científico, que quizás no alcanzó aún su pleno desarrollo. Su característica esencial y distintiva, comparada con otros tipos, no puede descubrirse, a menos que se considere en relación con la estructura objetiva de la nueva clase de conocimiento que los exploradores están creando E incluso entre ellos, sólo unos pocos se dan plenamente 1 J. P icard, en el libro arriba citado, da qu izás el análisis m ás com pleto de los procesos psicológicos qu e supone el pensam iento cien­ tífico creador, aunque no tiene en cuenta las aportaciones de Jam es y de D ew ey. E n cuanto a los.factores sociales de la innovación cien tífica, cita a A . R ey : “ II n ’y a rien qu e de tres vagu e sur la question des facteurs sociaux de l ’in v e n tio n .. . T o u t travail positif sur ce point est encore á fa ire ” (p. 5 4 ). Este autor, qu e aplica a la ciencia la fó rm u la m ediante la cual H . T ain e trató de explicar el arte (race, m ilieu, m om ent) no ha contribuido m ucho a la solución de ese problem a.


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cuenta de las consecuencias revolucionarias de su obra colectiva. La misma estandarización de este nuevo tipo de pensamiento está muy lejos de completarse. No existe una “ lógica” del pensamiento creador; no hay principios de investigación del nuevo conocimiento comparables con los principios de sistematización del conocimiento disponible. Los libros sobre metodología contienen sobre todo reglas técnicas para manejar datos, como los de observación comparativa, experimentación o cálculo mate­ mático. Y carecemos en absoluto de un método educativo que prepare para su función a los futuros exploradores: no podemos contestar a la pregunta de por qué y cómo algunos de los individuos que han recibido la enseñanza de las escuelas doctas o que han sido adiestrados bajo la dirección de los técnicos se convierten en exploradores teóricos originales e independientes. 2. E l descubridor de hechos La primera fase en el desarrollo de la exploración científica es la búsqueda de hechos nuevos e inesperados, es decir, de datos empíricos desconocidos hasta entonces por los hombres de ciencia y que sus teorías no previeron. Muchos exploradores no pasan de esta fase; consideran el descubrimiento de nuevos hechos como la más impor­ tante de las obras científicas. E l término “ buscador de hechos” podría emplearse para designarlos, si no tuviera una connotación ligera­ mente desdeñosa. La expresión “ descubridor de hechos” no implica juicio alguno y tiene, además, la ventaja de eludir a la vez a una analogía y un contraste entre ese género de actividad científica y la función escolástica del “ descubridor de la verdad” .


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En la historia de toda ciencia inductiva ha habido períodos de intensa investigación en busca de datos des­ conocidos, los cuales fueron también períodos de rebelión intelectual contra la técnica estabilizada de líderes y ex­ pertos reconocidos, contra la sabiduría petulante de los sabios oficiales y las doctrinas que enseñaban los hombres de estudio como absolutamente ciertas. Cada uno de estos hombres de ciencia desea “ nuevos” hechos, hechos que aún no ha observado, a condición de que éstos sean lo que esperaba encontrar. Su carácter esencial debe serle conocido de antemano, pues quiere que todos los hechos con los que trata en el ejercicio de su función resulten útiles para la consecución de su obra; o, por lo menos, quiere tener la seguridad de que ninguno entorpecerá la realización de ésta. E l líder técnico quiere un conocimiento basado en hechos que pueda emplear en la confección de sus planes y para dirigir su realización. Si sus planes fueran com­ pletamente indeterminados podría acoger cualquier género de hechos nuevos. Pero no lo son: su papel social da un rumbo definido a su autoridad y limita el alcance de sus planes. Estos deben seguir ciertos patrones compatibles con las condiciones sociales en que actúa. E l descubri­ miento de hechos imprevistos dentro de la escala de su actividad puede demostrar que ésta no es tan racional como él y sus auxiliares creen, que los medios por él seleccionados son ruinosos, que sus éxitos deben más bien achacarse a circunstancias favorables que a un cuidadoso planeamiento o que la realización de su plan va seguida de consecuencias indeseables y hasta entonces inesperadas. Semejantes descubrimientos son susceptibles de minar su status o de ser utilizados por sus rivales y competidores


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en planes más eficaces que el suyo. En cuanto a los expertos técnicos, como su tipo de investigación especia­ lizada se halla determinado por lo que los hombres que gobiernan desean saber, puede resultar muy peligroso para el desempeño de sus papeles que se permitan el lujo de buscar nuevos datos sin saber más o menos lo que van a encontrar: pueden descubrir hechos que, desde el punto de vista de los hombres que tienen el poder, sería prefe­ rible mantener ocultos. Más de un experto ha tenido que sufrir por culpa de tan inoportunos descubrimientos. El sabio, como ya hemos dicho, sólo quiere hechos que espera usar en argumentos a favor de los suyos en los conflictos sociales o contra el lado opuesto. Los hechos imprevistos pueden, contrariamente, suministrar a sus ad­ versarios material que utilizarán en sus argumentos contra él y su partido. N o es tan malo que los adversarios mismos encuentren hechos de esa índole, pues ya se conoce su parcialidad, y su evidencia basada en hechos puede invalidarse con ese motivo. Pero no es tan fácil echar a un lado los hechos descubiertos por observadores imparciales. Por lo tanto, los buscadores imparciales de hechos desconocidos en el campo social, son considerados como gente peligrosa por las dos partes de un conflicto; y si uno de ellos obtiene la victoria, prohibe la observación imparcial casi con el mismo cuidado que la oposición ideológica. Los hombres de estudio —en especial los hombres de estudio seglares— no se oponen a los hechos nuevos o imprevistos, siempre que el sistema de la escuela se halle en la fase del descubrimiento de nuevos hechos y de la sistematización fundam ental; incluso se acogen los nuevos hechos para ilustrar y servir de ejemplo a nuevas verdades


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o para descubrir los errores de escuelas más antiguas; ni tampoco existe el peligro de que la evidencia empírica resulte un obstáculo para la construcción del sistema, pues será interpretada a la luz de la evidencia racional. Cono­ cemos, por ejemplo, la asidua investigación en busca de hechos biológicos desconocidos realizada por Aristóteles durante años con la ayuda de un vasto cuerpo de auxilia­ res que reunieron datos en diversos países. Alberto el Grande, maestro de Santo Tomás, fué famoso por sus exploraciones de hechos; también lo fué Descartes. Los hombres de ciencia del siglo xix que, incluso cuando em­ pezaron como exploradores científicos, acabaron como fundadores de escuelas, buscaban con avidez nuevos he­ chos mientras construían sus sistemas: ved la enorme masa de materiales utilizados por W undt en psicología o por Herbert Spencer en sociología. Sin embargo, a medida que el sistema se estabiliza y se amplía gracias a sucesivas aportaciones, la búsqueda de hechos nuevos e imprevistos no sólo disminuye sino que cada vez resulta menos grata. Como ya hemos visto, los colaboradores deben cuidar que las generalizaciones basadas en hechos, dentro del campo del conocimiento de la escuela, sean reducibles al sistema. Las “ verosimi­ litudes” inductivas, si se reducen de este modo, son acep­ tadas como verdades ciertas, necesarias y universales. Así, la estabilización y la extensión progresiva del sistema sig­ nifica que la escuela se está comprometiendo a sostener como absolutamente ciertas un número creciente de gene­ ralizaciones respecto a hechos empíricos. Un hecho nuevo imprevisto puede estar en desacuerdo con semejante gene­ ralización destruyendo de ese modo su validez, ya que no son posibles las excepciones en una verdad universal


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n u evo

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y necesaria. Puede salvarse a costa de la necesidad y la universalidad: el juicio “ algunas S son P ” puede ser sus­ tituido por “ todas las S son P ” . Pero esto quiere decir que el intento de reducirlo a las verdades racionalmente evidentes del sistema deductivo era un error; y rompe la cadena del razonamiento deductivo, hace imposible la futura extensión del sistema en esa dirección, mientras que si la escuela da por sentado que la excepción es sólo aparente y puede explicarse mediante alguna verdad uni­ versal desconocida hasta entonces, corre el riesgo de que esa verdad desconocida, una vez descubierta, se oponga al sistema. Generalmente las escuelas sólo acogen la ex­ ploración de hechos si trastorna las teorías de otras escuelas. De este modo es evidente que un descubridor de he­ chos, vagando en libertad en busca de lo imprevisto, no tiene sitio en un círculo de hombres de ciencia con pape­ les tradicionales bien reglamentados. Puede ser un indi­ viduo independiente solitario, sin interés por las tradiciones profesionales, o bien un rebelde contra la autoridad inte­ lectual establecida. Ninguno de estos tipos actúa movido sólo por la curiosidad o por el deseo de aventuras. La curiosidad en sí no induce a los hombres a buscar hechos objetivamente desconocidos, no observados aún por otros investigadores; al contrario, se siente más bien estimulada por la comunicación social en la que el individuo oye a otros hablar de datos desconocidos para él, pero que ellos sí conocen. En cuanto al “ espíritu de aventura” , puede, es cierto, llevar al individuo hasta terrenos inexplorados, pero no en busca de hechos objetivos que han de registrarse para uso de la ciencia, sino únicamente de extraor­ dinarias experiencias personales. Los turistas, los cazado­


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res de animales salvajes, los exploradores (en el sentido común de la palabra),* los pioneros y los colonizadores no son exploradores científicos. Sin duda, otras tendencias intervienen en forma activa en la exploración de hechos. El solitario observador de la naturaleza, como Fabre o Thoreau, o de la cultura, como esos arqueólogos y etnólogos que iniciaron estudios intensivos acerca de diversas civilizaciones exóticas o pa­ sadas, está animado por el amor hacia el campo de los hechos que investiga. Experimenta un goce estético con­ templando todo nuevo fenómeno que su búsqueda descu­ bre; y su alegría alterna con la conciencia profundamente emocionante de la inagotable riqueza de su dominio, de los innumerables misterios que oculta y de las posibilidades que ofrece a nuevos descubrimientos. Este género de amor puede llegar a un entusiasmo místico, como en Giordano Bruno, que, aunque tratado como un rebelde, es ante todo un amante apasionado del infinito mundo empírico que le ofrecía maravillas suficientes para ser contempladas durante una eternidad. Se encontrará quizás algo de esta emoción estética e intelectual en las vidas de todos los descubridores de hechos, aunque en el tipo rebelde parecen dominar las tendencias sociales. Este último desea sobre todo romper el yugo intelectual de la ciencia profesional. A menudo es un técnico, un sabio o un erudito fracasado, que no podía o no quería conformarse con los requisitos tradicio­ nales; a veces un intruso, un aficionado autodidacta. Sin embargo, su rebeldía no es sólo un problema personal de inadaptación subjetiva. Se despersonaliza y objetiviza como un problema de la validez del conocimiento culti* Paréntesis del traductor.


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vado en esos círculos científicos contra los que se rebela. Trata de minarla descubriendo hechos hasta entonces desconocidos que estarán en conflicto con las generaliza­ ciones reconocidas. De este modo, por ejemplo, en la Grecia preclásica y nuevamente en el siglo xv, la rebelión contra las teorías tradicionales del universo, apoyada en esa época por las escuelas sagradas, se manifestó en parte en la exploración geográfica, y más tarde la exploración etnográfica acom­ pañó a menudo la rebelión contra el complaciente ego­ centrismo del pensamiento religioso, étnico y político. La exploración histórica tuvo con frecuencia su origen pri­ mero en la rebeldía contra mitos y leyendas que sublima­ ban los orígenes del orden social existente; después, las doctrinas históricas, tal como se enseñaban en la escuela presentando una reconstrucción esquematizada e ideali­ zada del pasado, dio a los rebeldes ocasión para minar la autoridad erudita descubriendo hechos históricos que esta­ ban radicalmente en conflicto con esta reconstrucción. Incluso ahora “ minar la autoridad” es algunas veces el principal objeto de quienes andan en busca de hechos históricos. E l interés general hacia hechos nuevos u olvidados, astronómicos, físicos, químicos y biológicos, suscitado en Europa durante los siglos xv, xvi y xvn, fué en gran parte una manifestación de rebeldía intelectual contra todo el conocimiento escolástico, sin tener en cuenta las distinciones entre escuelas. Las escuelas doctas comprendían esto y se opusieron mientras les fué posible a la corriente de explo­ ración de hechos. Desde mediados del siglo xix, los descubridores de he­ chos han sido muchos y muy activos en los campos de


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la sociología, la economía y la teoría política. L a psico­ logía había sido siempre una disciplina escolástica, una parte de la filosofía general, y, aunque se especializó recientemente, conservó la tendencia a la estabilización académica de las nuevas teorías. La sociología y la eco­ nomía apenas habían salido de una fase en que el pensa­ miento de esa índole se debía sobre todo a sabios. Estaban luchando aún para ser reconocidas como ramas del cono­ cimiento académico objetivo y pretendían conseguir este reconocimiento edificando sistemas científicos fundados en principios racionalmente evidentes. Durante la lucha por la democracia y, más tarde, por el socialismo, se de­ mostró que la teoría política —que fué reconocida desde la época de Platón como una parte importante de la tradición erudita— era dependiente de las ideologías polí­ ticas y muy alejada de la objetividad teórica. Cualquier intento de sistematización en esos campos fué seguido por una oposición expresada, ante todo, en una búsqueda de hechos imprevistos y desconocidos que podían inva­ lidar el sistema. El descubridor de hechos rebelde no es un constructor de sistemas; no tiende a sustituir las teorías que trastorna por otras nuevas. Por lo tanto, es reconocido fácilmen­ te por otros descubridores de hechos desconocidos, ya que para él y sus colegas los hechos son datos empíricos obje­ tivos, que como tales no se oponen unos a otros. Las experiencias subjetivas de un dato objetivo pueden disen­ tir; pero los descubridores de hechos no son ingenuos empíricos de los tiempos científicos. Sólo los hechos res­ pecto a los cuales están de acuerdo todos los observadores competentes constituyen hechos científicos que pueden utilizarse con éxito como prueba empírica objetiva contra


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la norma de evidencia racional a la que recurrían los hombres de estudio al menospreciar el empirismo primi­ tivo. Por eso los descubridores de hechos se han intere­ sado mucho por la normas de la observación científica. En realidad, la formación de esas normas, incluyendo la invención de instrumentos con cuya ayuda se han mul­ tiplicado las capacidades humanas de observación sensorial excluyéndose o midiéndose también las variedades “ sub­ jetivas” de las experiencias individuales, constituye la principal obra histórica de los descubridores de hechos. Un hecho —tal como ellos lo ven— observado debida­ mente, sigue siendo un hecho. Los nuevos descubrimien­ tos pueden reforzarlo por medio de hechos adicionales, producto de observaciones aún más precisas y detalladas, pero no pueden invalidarlo. Los hechos constituyen todo lo que es cierto en cualquier campo del conocimiento. La oposición contra las viejas teorías y la resistencia o la incapacidad para edificar otras nuevas, cristaliza entre los descubridores de hechos en una norma que condena la “ teorización” . Pero los hechos se acumulan de modo indefinido y a una velocidad siempre creciente, a medida que los busca­ dores de datos empíricos hasta hoy desconocidos penetran en todos los campos de la ciencia. Estos hechos deben ordenarse de algún modo; si no el hombre se perdería entre su enorme masa y variedad. Desde el punto de vista del empirismo objetivo radical, su ordenación toma un significado semejante al de la descripción y clasifica­ ción de colecciones en un museo: sirve para guiar al observador. Esa es en realidad la concepción del conoci­ miento desarrollada por esos epistemólogos para quienes el progreso científico, en especial durante los últimos


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siglos, consiste esencialmente en el descubrimiento de nuevos hechos. Todo el contenido objetivo del conoci­ miento se compone de datos empíricos fruto de la obser­ vación estandarizada. Los sistemas científicos introducen en este contenido un orden formal que no posee validez objetiva propia, y es completamente arbitrario en el sen­ tido de que no es verdadero ni falso. Si un sistema es preferible a otro, sólo se debe a que sirve mejor los pro­ pósitos de orientación intelectual, a que ayuda al obser­ vador a examinar un número y una variedad mayor de hechos con el mismo esfuerzo mental o el mismo número y variedad con un esfuerzo menor. En resumen, el prin­ cipio de sistematización científica es puramente utilitario. E. Mach y sus discípulos lo llaman el principio de “ eco­ nomía del pensamiento” . 3. El descubridor de problemas (teórico inductivo) * E l desarrollo de la exploración científica culmina en el papel social del hombre de ciencia que, como el des­ cubridor de hechos, explora la realidad empírica, pero cuya función, que él mismo se adjudica, no consiste en encontrar datos empíricos hasta ahora desconocidos, sino en descubrir problemas teóricos nuevos e imprevistos hasta entonces, resolviéndolos mediante nuevas teorías. Y los nuevos problemas teóricos pueden referirse a datos cono2 Existe una am plia literatura acerca de las m aterias discutidas en esta sección y en la pró xim a; sin em bargo, casi toda ella se refiere a las ciencias de la naturaleza y a los científicos que han participado de un m odo creador en su desarrollo. E l autor ha espigado en tantos m etodólogos, epistem ólogos e historiadores qu e trabajan en este cam po, que necesitaría todo un volum en para reconocer lo que les debe. Su deuda es probablem ente m ayor con H en ri Poincaré que con n in gú n


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cidos hace tiempo a otros que no se Hablamos de problemas. Pues

por los observadores científicos así como habían observado aún. “ descubrir” , no de “ suscitar” , nuevos un problema teórico es un problema

científico objetivo, no un problema subjetivo de un indi­ viduo o de una colectividad. Todo problema teórico tiene su origen en la aplicación de una teoría objetiva, racio nalmente estandarizada, a una realidad objetiva, metódi­ camente estandarizada,

y se resuelve

mediante

una

modificación objetiva de la teoría original o por otra teoría enteramente distinta, racionalmente estandarizada también. E l descubridor de problemas no es un rebelde contra el racionalismo científico tal como se manifiesta en la construcción teórica: lo que rechaza es el dogmatismo científico, expresado en la pretensión de que una teoría contiene el único conocimiento verdadero respecto a cierta materia. Se opone a toda clase de dogmatismo: el que el medio social impone a las concepciones teóricas de téc­ nicos y sabios en nombre de la utilidad práctica, aquél con que una escuela sagrada sostiene que su doctrina es la verdad porque su origen es divino, y aquél que el cono­ cimiento de los hombres de estudio seglares deduce de la evidencia racional de sus principios ontológicos y de la necesidad formal de su lógica. Pues una teoría dogmática tiende a cerrar el campo a nuevas posibilidades teóricas dentro de su sector, mientras que el explorador ve nuevas posibilidades teóricas en todos los campos donde penetra. Claro que el dogmatismo científico no puede evitar nunca del todo la aparición de nuevos problemas teóricos: siempre ha habido hombres de ciencia cuyo pensamiento rebasaba los límites impuestos por una teoría socialmente


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inmovilizada. Los técnicos que iban más allá de las exi­ gencias de sus círculos sociales al plantear nuevos pro­ blemas prácticos y al arriesgarse a aplicar soluciones azarosas, llegaban con frecuencia a dudar de viejas certi­ dumbres teóricas sobre las cuales se suponía que habían de apoyarse en la práctica, aplicando en cambio nuevas hipótesis teóricas de las cuales esa misma aplicación sería la prueba. Este ha constituido uno de los factores de la desaparición gradual del pensamiento mágico, dando como resultado la aglomeración de muchas generaliza­ ciones inductivas específicas, descriptivas y causales, res­ pecto a la naturaleza orgánica e inorgánica que —como han demostrado sobradamente historiadores contempo­ ráneos— prepararon el camino para la ciencia moderna. Sin embargo, el planteamiento de problemas teóricos es sólo incidental en el ejercicio de la función del técnico y subsidiaria de su tarea práctica; y si la prosiguiese de un modo continuo, lo alejaría de su papel. Por lo tanto, incluso los problemas teóricos que surgen en el curso del planeamiento y la invención, son en su mayoría estudia­ dos, hoy, por exploradores teóricos. También los sabios han suscitado ocasionalmente nue­ vos problemas teóricos y propuesto nuevas hipótesis en psicología, sociología, ciencia política, economía, teoría de la religión; y también aquí la historia actual está haciendo lo posible para separar esas obras teóricas de sus cons­ trucciones evaluadoras y normativas. Pero no es una sor­ presa que en su caso no abunden estos problemas teóricos, pues no sólo trascienden, sino que están en conflicto con sus exigencias sociales. Lo que está bien debe fundarse en la verdad, lo que está mal ha de basarse en el error; y como el sabio debe tener la absoluta seguridad de lo


igo

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que está bien o lo que está mal, los problemas de verdad y de error han de ser resueltos de antemano, aunque quizás sea necesario por su parte un considerable esfuerzo de reflexión y observación para dar con la solución “ ade­ cuada” . Y , en realidad, encontramos en las obras de los sabios claramente formulados aquellos problemas que tie­ nen la seguridad de haber resuelto de acuerdo con sus idologías. A menudo sospechamos que existe el propósito de evitar el nuevo pensamiento, la resistencia a enfrentarse con algún nuevo problema del cual el pensador se da quizás cuenta pero del que teme que le conduzca a una solución en conflicto con su filosofía social. Así los racio­ nalistas franceses del siglo xvm parecen haber compren­ dido todos los problemas de irracionalidad de la vida cultural, pero no quisieron estudiarlos por miedo a que peligrase el ideal de un nuevo orden perfectamente racio­ nal. Sólo los críticos radicales de todos los órdenes cultu­ rales no vacilan en suscitar problemas teóricos no resueltos en este campo; pero como son en su mayoría escépticos teóricos, no los resuelven y de esa manera hacen muy poco a favor del conocimiento positivo. El peligro del escepticismo ha hecho que los hombres de estudio temieran siempre meterse por la peligrosa sen­ da la constitución irrefrenada de nuevos problemas. Si la verdad es absoluta, si todo conocimiento que no es ver­ dadero ha de ser falso, y si todas las verdades acerca del mismo objeto se hallan unidas por un orden sistemático de acuerdo con los principios de la deducción lógica, entonces, después de haber descubierto las verdades esenciales en un campo definido del conocimiento y cuando su orden sistemático ha sido determinado, ningún futuro estudio en ese campo suscitará ningún problema objetivamente


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nuevo, es decir, problemas que no pueden ser resueltos mediante la deducción de esas verdades esenciales. Un problema puede ser subjetivamente nuevo para un hom­ bre de estudio que se encuentra con datos desconocidos o aspectos desconocidos de datos fam iliares; pero después de investigarlos, encontrará que, o bien son reductibles a los problemas ya resueltos por el sistema, o que se trata de un seudoproblema que no se refiere al objeto con el cual se relaciona el sistema. Como es natural, la secularización del conocimiento y la fundación de nuevas escuelas seglares suponía plan­ tear objetivamente nuevos problemas que al viejo sistema no le era posible resolver, cosa que logró el nuevo. Pero el patrón básico del papel del hombre de estudio le impo­ sibilitaba el persistir en este tipo innovador de investiga­ ción científica. Cualquier hombre de estudio que oponía una nueva teoría a las de sus predecesores tenía que recla­ mar para ella el mismo género de validez absoluta que se suponía poseían aquéllos, debiendo probar su derecho mediante demostraciones racionales. Su teoría podía estar aún incompleta, quedando para sus discípulos la tarca de terminarla; pero hasta donde entonces llegara, había de ser definitiva. Si, mientras rechazaba otras teorías, no podía o no quería utilizar las normas del conocimiento escolástico para establecer la validez de la suya propia, esto significaba para el mundo erudito que no reconocía esas normas, quedando señalado como escéptico. Y a estos últimos no se les consideraba como miembros idó­ neos de una escuela donde se enseñaba la verdad a las generaciones jóvenes. De ahí que resulte muy comprensible, desde el punto de vista sociológico, que incluso la mayoría de los grandes


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exploradores teóricos de los tres últimos siglos hayan acep­ tado los papeles tradicionales de descubridores de verdades absolutas y de constructores de sistemas cuya validez es incontrovertible, cuando los círculos eruditos contempo­ ráneos y sus sucesores les adjudicaban esos papeles, ya que estaban educados en el criterio escolástico acerca de la verdad y no veían más alternativa a este que una negativa escéptica de la validez objetiva de todas las teo­ rías, bien en forma de subjetivismo o de empirismo crítico. Mientras descubrían y resolvían sus nuevos problemas, miraban hacia el porvenir, vagaban por lo desconocido, buscaban lo inesperado. Pero cuando les era preciso orga­ nizar sistemáticamente los resultados de su exploración y justificarlos de un modo teórico ante la comunidad de hombres de ciencia que conservaban las tradiciones esco­ lásticas, se volvían al pasado aceptando como guía sus normas de validez teórica; o, si no hacían esto, sus discí­ pulos lo realizaban por ellos. Hace pocos años un hombre de ciencia, ahora muerto, discípulo de un famoso explo­ rador teórico cuyo sistema desarrolló, declaró con orgullo en una sesión académica en honor de aquél, que en treinta años no había encontrado motivo para cambiar su teoría fundamental." N o hay duda que es una gran honra ser reconocido como fundador de una nueva escuela de pensamiento científico y que las propias teorías sean aceptadas como definitiva e incondicionalmente ciertas por un cuerpo de fieles prosélitos; el mismo respeto a su confianza puede 3 D e G reef, un discípulo de C om te, que com pletó su clasificación gen eral de las ciencias con una clasificación especial de las ciencias sociales en donde la ciencia de los fenóm enos económ icos se considera com o fundam ental.


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ser un factor poderoso que impida futuras excursiones a lo desconocido en busca de nuevos problemas, a no ser que se tenga la seguridad de que la propia teoría resultará adecuada para tratarlos, y en ese caso no podrán ser obje­ tivamente nuevos y realmente imprevistos. Pero fuera de las influencias sociales, otra dificultad ha impedido aban­ donar del todo el concepto escolástico acerca del verdadero conocimiento. N o existe una forma de sistematización científica que no sea la de los resultados obtenidos por la ciencia. El explorador teórico tiene un patrón ya dis­ puesto, el viejo patrón escolástico, para sistematizar las

soluciones de los problemas teóricos; no existe un patrón para sistematizar problemas. Hemos citado más arriba el libro de texto universitario como ejemplo de obra donde sobrevive la sistematización erudita. Cada libro de texto, en todos los campos de la ciencia, ofrece primero un vistazo a los resultados de la investigación científica que se consideran probados, presentándolos —hasta donde sea posible— en un orden lógico modelado sobre el orden deductivo de los sistemas escolásticos. En realidad se plantean problemas para que los resuelvan los estudiantes; pero éstos son problemas que fueron resueltos hace tiempo por los hombres de ciencia o bien que pueden resolverse con facilidad con ayuda del sistema teórico que contiene el libro; en resumen, están calcados sobre esa clase de problemas que los eruditos han venido tratando de re­ solver desde hace unos veinte siglos. Algunos explora­ dores comprenden que este tipo de sistematización no armoniza con su concepción del conocimiento, pero la justifican dándole razones pedagógicas; y en todo caso no han desarrollado ningún otro tipo que la sustituya. En consecuencia, advertimos que, en los círculos científi-


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eos donde predomina la busca de nuevos problemas, la sistematización se abandona cada vez más y casi toda la obra científica se expresa por medio de monografías. Bajo una presión tan fuerte y persistente de los ideales y patrones científicos, la liberación de la ciencia teórica moderna sacudiendo el yugo del dogmatismo académico no resulta fácil de explicar. Puede considerarse como una continuación de ese movimiento histórico hacia la libertad de pensamiento que se manifestó previamente en la lu­ cha de los hombres de estudio seglares contra los hombres de estudio religiosos, por la autonomía del conocimiento. Vimos que la lucha se ganó porque los hombres de estu­ dio seglares movilizaron la Razón organizada contra la Fe, también organizada, y opusieron una norma de verdad absoluta basada en la evidencia racional interna del cono­ cimiento a la norma de verdad absoluta fundada en tradiciones religiosas. Sólo cuando ya la religión no pudo controlar la ciencia racional, surgió la nueva tendencia histórica, la de dejar libre al conocimiento para que se desarrollase en direcciones imprevistas rompiendo los lazos que los sistemas racionales construidos por grandes pen­ sadores de antaño impusieron a todo pensamiento nuevo. El primer paso se halla en la insistencia de los descubri­ dores de hechos respecto a la realidad empírica como infinitamente rica, variada e imprevisible en sus mudan­ zas, como fuente del nuevo conocimiento en contraste con el seco y rígido esquematismo de las construcciones académicas. E l segundo paso se debió quizás a esa exaltación gene­ ral del individualismo creador que desde los días del hu­ manismo ha penetrado gradualmente en todos los campos de la vida cultural —arte, literatura, religión, organiza-


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ción social y política, empresa económica, técnica mate­ rial—. L a realidad empírica brinda al hombre de ciencia un material inagotable para el pensamiento creador; las nuevas teorías son producto de la creación científica. Esto supone una exclusión total de esa estructura deductiva de ía ciencia que en la concepción académica del conoci­ miento es esencial para su validez. Toda ciencia es induc­ tiva; la deducción sólo puede servir como un método auxiliar para suscitar problemas con miras a la investiga­ ción inductiva, nunca como método dominante por el que haya de probarse la validez de las soluciones inductivas de esos problemas. La ciencia inductiva es ciencia teórica, y no una mera aglomeración de hechos; pero sus teorías deben ser juzgadas según sus propias normas de validez objetiva, que eran ignoradas por los hombres de estudio. Por esta razón podemos llamar también al moderno descubridor de nuevos problemas, los que resuelve me­ diante nuevas teorías de realidad empírica, “ teórico induc­ tivo” . Hoy día, ya no está (como sus primeros predece­ sores) socialmente subordinado en lo que respecta a su

status, al reconocimiento de los hombres de estudio, que juzgaban sus teorías según su propio criterio; participa en una comunidad mundial de exploradores que sienten el mismo interés que él hacia las posibilidades teóricas no probadas aún. Advierte que los problemas que ha descu­ bierto los estimulan a emprender nuevas investigaciones y él es estimulado a su vez por los problemas que ellos descubren. Pero — y aquí reside una dificultad subjetiva que no todos los teóricos inductivos son capaces de resolver— com­ prende, después de un tiempo, que sus soluciones a los nuevos problemas objetivos, que él considera como per­


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fectamente válidas, no son aceptadas por otros explorado­ res con el mismo espíritu con que los discípulos de los hombres de estudio aceptan generalmente las verdades descubiertas por su maestro. Su teoría puede suscitar in­ terés, incluso entusiasmo, pero lo más importante es que, cuanto más se difunde y reconoce, presta mayor estímulo a la aparición de nuevos problemas. Y , más tarde o más temprano, observa que su teoría, a menudo como resultado de la influencia que ejerce sobre el pensamiento de otros hombres de ciencia, queda reemplazada por otra teoría nueva. Esta es una ardua prueba personal. ¿Excluirá con éxito de su propio pensamiento esa misma tendencia a dogma­ tizar que tal vez él, como otros exploradores, ha censura­ do a menudo en quienes lo precedieron? Claro que no renunciará sin lucha a su teoría. Pero en esa lucha ¿cuál será su método? ¿Seguirá el ejemplo de los sabios, presen­ tando hechos e interpretaciones que favorezcan su teoría, dejando en la sombra los que suministran argumentos en contra de ella? ¿Utilizará el método lógico formal de las “ polémicas” académicas? ¿O bien intentará salvar su teoría mediante una nueva exploración, modificándola y desarrollándola hasta hacerla apta para resolver nuevos problemas de los cuales ni él ni sus adversarios se han dado cuenta aún? En todo caso, como más tarde o más temprano a todo teórico inductivo suele sucederle la misma ventura o la misma desgracia, la comunidad de creadores científicos está intentando desarrollar esas normas de validez teórica que necesita la ciencia inductiva. N o existen verdades absolutas, incondicionalmente ciertas, respecto a ninguna materia determinada del cono­


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cimiento. Sólo hay verdades-hipótesis, con una validez que depende de condiciones definidas. La comprobación de una hipótesis no significa que ésta, con cada prueba afortunada, se acerca más a la posición de verdad absoluta. Sólo quiere decir que se determina al alcance de su validez y cuáles son los problemas que puede resolver. Por otra parte, cuando una hipótesis falla en una prueba especial, esto no significa que es falsa. N o quiere decir sino que hemos llegado a un límite de su validez, descubriendo un problema que no puede resolver, y que se necesita otra hipótesis que lo resuelva, bien junto con la primera o en lugar de ésta. L a experiencia no puede probar o contraprobar en última instancia ninguna verdad científica, pues los hechos que usamos para probar nuestras hipóte­ sis no son datos originales de la experiencia, sino datos ya seleccionados, reconstruidos y estandarizados desde el punto de vista de nuestros problemas. Una teoría es un sistema de hipótesis mutuamente su­ plementarias, con ayuda de las cuales puede resolverse una serie de problemas teóricos referentes a cierto complejo de datos empíricos. Su validez es sólo relativa, no subjeti­ vamente relativa con referencia al pensador, sino objetiva­ mente relativa en relación con otras teorías. No depende de las disposiciones psicológicas o de las necesidades bio­ lógicas del hombre, individual o colectivamente, que cierta teoría proporcione o no la solución a cierta serie de pro­ blemas. Pueden no interesarle éstos, o ignorar la teoría, o ser demasiado estúpido para comprenderla, o tener demasiados prejuicios que le impidan usarla: la teoría una vez creada existe como norma que obliga de modo objetivo a todo pensamiento que intente resolver esos problemas. Pero no es la única teoría posible acerca de ese complejo


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de datos empíricos. Pueden existir ya, o pueden crearse después, otras que ofrezcan diferentes soluciones a los mismos problemas, como las teorías ptolomeica y copernicana en astronomía, la lamarckiana y la darwiniana en biología, la teoría del desarrollo paralelo independiente y la de la difusión en la antropología cultural, etc. No existe ningún criterio, lógico o empírico, de acuer­ do con el cual, si una de esas teorías diferentes se juzga verdadera, la otra deba considerarse falsa. Cada una puede ser “ verdadera” en el sentido de que es firme en su estruc­ tura interna y adecuada para resolver los problemas que están a su alcance: la diferencia entre sus soluciones sólo significa que están utilizando de modo distinto los mismos materiales empíricos y que de la inagotable riqueza de datos empíricos concretos con los que están tratando, cada una ha elegido diferentes elementos y relaciones como científicamente importantes para la solución de sus pro­ blemas. Pero esto tampoco quiere decir que la elección entre las teorías dadas sea subjetivamente arbitraria. Pues hay normas objetivas por las cuales pueden compararse las teorías inductivas, estimándose su relativa validez. De dos teorías, A y B, referentes al mismo campo empírico, si B resuelve todos los problemas que A ha resuelto y también otros que ésta no pudo resolver, B es superior a A en validez teórica, lo mismo desde el punto de vista racional que empírico. Pues si no es más sólida, es más comprensiva como sistema de verdades-hipótesis; mientras que los nuevos problemas que ha suscitado implican que ha iniciado o continuado el descubrimiento de datos empí­ ricos desconocidos, o de elementos y relaciones también desconocidos entre los datos empíricos conocidos que A no utilizó como material científico.


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Pero semejante comparación entre teorías y respecto a su relativa validez científica no agota aún los problemas de sus relaciones. Las teorías no subsisten separada y abs­ tractamente en un mundo de ideas platónicas ajeno al tiempo: son creadas y siguen existiendo en el curso del desarrollo histórico del conocimiento. E l mismo descu­ brimiento de problemas objetivos que cierta teoría no puede resolver, hubiera sido imposible si no hubiese ya resuelto sus propios problemas, descubiertos con anterio­ ridad. Sus hipótesis han enseñado a los exploradores el camino hacia nuevos problemas cuando fracasaron al no dar resultado más allá del sector de su aplicación; ésta es la fase inicial de una investigación creadora que desembo­ cará en una teoría más válida. De este modo toda teoría científica es a la vez un principio y un fin ; surge de una teoría anterior a la que suplanta y se convierte en raíz de otra teoría posterior, que a su vez la suplantará. De acuerdo con esta concepción del conocimiento cien­ tífico, la función del teórico inductivo consiste en partici­ par en el desarrollo del pensamiento científico objetivo, creando nuevos sistemas de verdades relativas, fundados en los sistemas menos válidos de sus predecesores y que servirán como base a los sistemas más válidos de sus sucesores. 4. Diferenciación entre teóricos inductivos N o todos los que participan en este desarrollo creador del conocimiento y reflexionan acerca de él, conciben del mismo modo el significado histórico de su función. Los hombres de ciencia que investigan la realidad natural, particularmente los que se especializan en ciencias físicas,' tienden a interpretar este significado de distinta manera


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que los hombres de ciencias humanistas que exploran el campo empírico de los datos culturales. A los primeros no les gusta renunciar al ideal orientador de un sistema perfectamente lógico de verdades racionales absolutamente ciertas. Pues su conocimiento se desen­ vuelve en íntima relación con las matemáticas. Y el des­ arrollo de las matemáticas puras no se halla sujeto a esa relatividad que caracteriza todo conocimiento téorico in­ ductivo de los datos empíricos. N i es tampoco, como pre­ tendía ser el conocimiento escolástico, una deducción de nuevas verdades realizadas valiéndose de las ya estableci­ das, ni una sustitución de nuevos sistemas en lugar de otros viejos, sino una creación de nuevos sistemas a los cuales se reducen lógicamente los antiguos. Esto sucede porque las matemáticas no son conocimiento, ni en el sen­ tido erudito ni en el sentido moderno inductivo de ese término; no se refieren a ningún objeto material más allá de sí mismas. Es una estructura creciente de relaciones formales, lógicamente estandarizadas entre signos arbitra­ rios sin significación. Sólo cuando se da un contenido a éstos signos definiéndolos como símbolos que designan hechos científicos, las matemáticas se convierten en una expresión simbólica de teorías científicas. Si éstas son in­ ductivas, como en la física moderna, también son relativas, como todo conocimiento inductivo. Pero algunos físicos 110 aceptan esta distinción entre las teorías matemáticas y físicas matemáticamente simbolizadas. Para ellos las fórmulas matemáticas no son meras expresiones simbóli­ cas de un conocimiento inductivo abstracto que se refiere a hechos empíricos, sino que constituyen un conocimien­ to per se de hechos empíricos. Esa concepción está de acuerdo con la doctrina de las escuelas estudiadas en el


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capítulo anterior y para las cuales el conocimiento no es más que un sistema de símbolos; por lo tanto, existe una cooperación creciente entre esos físicos y los constructores de la lógica simbólica, que ven en la física teórica esa base ontológica del conocimiento absolutamente verdadero que ellos mismos no pueden descubrir. De acuerdo con esta filosofía físico-matemática, el universo en su propia esencia es un universo matemáticamente ordenado. “ Dios es un matemático” . Toda verdad matemáticamente expresada respecto a hechos físicos es dentro de su sector un frag­ mento de la verdad absoluta total. Si nuestro conocimien­ to físico de ahora, como conjunto, cambia de continuo, demostrando que no es aún absolutamente cierto, esto se debe sólo a que está incompleto y a que aún no se le ha dado una sistematización matemática definitiva. Pero como estamos descubriendo todo el tiempo nuevas verda­ des físico-matemáticas, el desarrollo de nuestro conoci­ miento se aproxima gradualmente a una perfecta y com­ pleta síntesis matemática del universo físico, como límite ideal. El explorador téorico aparece aquí en calidad de miembro de un grupo reducido y en extremo seleccionado que se dirige hacia un conocimiento absolutamente ver­ dadero y total. Pero no conciben así su papel esos investigadores de la cultura, que la consideran históricamente y que comparan la historia del conocimiento con la de otros campos cultu­ rales. El lingüista, el historiador y el teorizante de la literatura, el estudioso del arte, de la religión, el sociólogo, el economista, cada uno de éstos encuentra en el campo de su propia investigación científica muchos y diversos sistemas culturales, cada uno de los cuales (lo mismo que un sistema de conocimiento) reclama cierta clase de vali­


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dez objetiva, aunque diferente in specie de la validez teó­ rica. Un drama, una sinfonía, una pintura, un rito religioso, un banco, un cuerpo de ejército, tienen un orden interno estandarizado, específico, propio, al que se someten todos los que participan en él directa o indi­ rectamente; este orden los eleva por encima de la arbi­ trariedad y variabilidad de las experiencias y los impulsos psicológicos subjetivos.4 El explorador científico de la realidad cultural se so­ brepuso hace tiempo al estrecho exclusivismo del sabio que exalta la religión en que cree como la única realmente sagrada, el arte de su propia civilización como el único que satisface los supremos cánones de la belleza, la estructura social que ayuda a erigir como la única ética y política­ mente buena, la organización económica que él y su clase defienden como la única que logrará realmente el bien­ estar común, etc. Mientras en un principio, como reacción contra este ingenuo dogmatismo de los sabios, muchos investigadores de la cultura llegaron al otro extremo, iden­ tificando relatividad con subjetividad e intentando reducir la variedad amplia e infinitamente compleja de los siste­ mas culturales a hechos psicológicos o psicobiológicos, el progreso de la exploración crítica ha demostrado que ese punto de vista deja no sólo sin resolver, pero también sin descubrir, la mayoría de los problemas teóricos referentes a la cultura. Negar la objetividad de todos los sistemas 4

E l prim er origen de la idea de que todo sistema cultural tiene

algún objetivo, au nq u e sólo relativo, debe sin duda buscarse en la filosofía de H eg el; pero es claro que sus más im portantes im plicaciones han sido oscurecidas por el m onism o m elafísico de H egel y sus más fecundas consecuencias anuladas por el absolutism o dogm ático de su propia doctrina.


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culturales resulta, a su modo, tan candoroso como afirmar que sólo “ nuestros” sistemas son objetivos. Es, en realidad, un método sencillo para evitar las difi­ cultades que un investigador de la cultura ha de combatir cuando explora la riqueza empírica enorme y en aparien­ cia caótica de la cultura, en busca, no de un orden que ya le es familiar por su participación personal en él, o cono­ cido en alguna otra ciencia, sino de muchos órdenes diver­ sos y parciales, teóricamente desconocidos. Y , como es natural, un camino que enseña a desempeñar fácilmente el papel de científico encontrará siempre muchos adeptos. Pero hay en todos los campos de la investigación cultural un número de hombres de ciencia eminentes que se dan cuenta de lo difícil que resulta ejercer la función de teó­ rico inductivo en sus campos y que por esta razón buscan con avidez nuevos problemas. Estos hombres están tra­ tando de elaborar principios heurísticos generales que capacitarán al explorador para tomar en consideración las diversas aspiraciones de validez objetiva que tienen todos los sistemas culturales en la experiencia de las personas que participan en ellos, manteniendo, sin embar­ go, sus propias normas de validez teórica, evitando emitir juicios valorativos respecto a los datos que investigan. Esos principios han aparecido gradual e independientemente en las distintas ciencias de la cultura y son esencialmente similares a los que ayudan al explorador a comprender su propio papel como constructor de sistemas teóricos. Los exploradores, como ya hemos visto, están estimu­ lando y aceptando libremente como normales, en el domi­ nio del conocimiento, cambios incesantes e imprevistos. Estos se observan también en todos los demás campos culturales, aunque no siempre tan rápidos ni tan cons-


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cientemente comprendidos por aquéllos que los suscitan. Si se les investiga de un modo total y comprensivo, el cambio cultural resulta ser una sucesión de sistemas cultu­ rales construidos de acuerdo con diferentes patrones y en la que los sistemas nuevos sustituyen a los viejos. Y este proceso puede también explicarse de igual modo como sucesión de sistemas teóricos. Todo sistema cultural —lingüístico, artístico, religioso, social, económico, téc­ nico— sintetiza cierto patrón de actividades normativa­ mente reglamentadas al que la gente se conforma para re­ solver ciertos problemas que se plantean en sus vidas. Los sistemas varían respecto al carácter y el alcance de los pro­ blemas que pueden resolverse siguiendo sus patrones nor­ mativos. Si cierto sistema demuestra que no es adecuado para resolver nuevos problemas que surgen en el curso de la duración histórica —a menudo como consecuen­ cia de su propia expansión— las personas que se hallan frente a esos problemas lo sustituyen por otro. Sin embargo, esto no significa que un sistema sea siem­ pre completamente reducible a otro. Pues incluso si el nuevo sistema resuelve, además de los nuevos problemas, todos los que el viejo sistema solía resolver —y no se da siempre este caso—, cada sistema los resuelve de modo distinto. Cada uno da a las vidas humanas algo que ningún sistema construido conforme a un patrón diferente puede darles. Lenguas olvidadas, obras de arte producidas en épocas pasadas, antiguas religiones, viejas formas de orga­ nización social, fueron sustituidas en gran parte por pro­ ductos culturales modernos, pero no han sido totalmente absorbidas por éstos; incluso la maquinaria técnica mo­ derna, que apenas deja sin resolver ningún problema de los que la técnica manual resolvía, no sustituye por com­


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pleto a esta última, ya que los viejos patrones de la acción técnica eran distintos a los nuevos. Una prueba de esta irreductibilidad de la cultura anterior a otra que le sucede en cualquier campo, se encuentra en el hecho de que mu­ chos viejos patrones culturales sobreviven a la destrucción material de antiguos productos culturales y se continúan usando, junto con patrones nuevos; es evidente que la solución que suministran a ciertos problemas culturales es aún satisfactoria para algunas personas. ¿N o sucede lo mismo en la evolución del conocimien­ to? Entre aquéllos que creen en la verdad absoluta como meta suprema a la cual se aproxima el conocimiento, gra­ dualmente es común la opinión de que en la ciencia —en contraste con el arte, la literatura, la religión y la organi­ zación social— , existe un “ progreso” continuo y sin reser­ vas, en el sentido de que todo lo que fué válido en las an­ tiguas teorías se incorpora a las nuevas y sólo lo que no vale nada queda excluido. Pero el historiador que está acostumbrado a aplicar el concepto de validez relativa, pero objetiva, a todos los sistemas culturales, no puede estar conforme con esta opinión. Desde su punto de vista ningún sistema de conocimiento es enteramente reducible en su contenido teórico a otro sistema, por muy superior que pueda ser este último por su capacidad para resolver muchos y diversos problemas.

Mientras reconoce, por

ejemplo, que las actuales teorías científicas, en todas las ramas del conocimiento, son mucho más válidas, relativa­ mente, que las de los filósofos griegos, no afirmará, sin embargo, que el pensamiento moderno ha hecho que la filosofía de Aristóteles y la de Platón resulten completa­ mente insignificantes, privándolas de toda validez teórica,


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dentro del alcance de aquellos problemas que han resuelto por sus propios métodos. Además, recientes exploradores de la realidad cultural han descubierto que la evolución no se realiza en ningún campo de la cultura en una dirección definida que podría estar señalada por algún límite definitivo supremo del proceso histórico. A l contrario, cualquier sistema cultural puede convertirse y a menudo se convierte en punto de partida de diversos rumbos del desarrollo cultural, cada uno de los cuales conduce a su vez a varias posibilidades de futura evolución imprevista y con distintas direcciones. En la historia del conocimiento este desarrollo incesante de líneas nuevas y divergentes de exploración teórica está muy claro. El rumbo tomado por la física matemática moderna es sólo uno de tantos y puede dividirse más tarde o más temprano en otros varios, nuevos y hasta hoy deseo nocidos. Vista así, a la luz de las exploraciones culturales, la relatividad de las teorías científicas no puede superarse mediante la aceptación del ideal de un solo sistema de conocimiento absolutamente válido al que nos estamos acercando gradualmente por el doble proceso de crear cada vez más teorías válidas y de desechar menos teorías, váli­ das también, del pasado. ¿Pero es que acaso el relativis­ mo en el campo del conocimiento, igual que el escepticis­ mo, no se vuelve contra sí mismo, minando sus derechos a que se le considere teóricamente válido? N o nos incumbe ahora la tarea de defender la concep­ ción relativista de la validez teórica, sino la de demostrar cómo y por qué refuerza, explícita o implícitamente, el papel social del explorador cuando se le considera como un participante creador en la evolución histórica de la cul-


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tura. Sin embargo, podemos muy bien comprender que el combatir esta concepción con los clásicos argumentos inventados contra el escepticismo constituye una argucia superficial de lógicos verbales. Pues los que creen que toda teoría es relativamente válida, no afirman que el conocimiento en conjunto sólo tiene una validez relativa. N o se trata meramente de una generalización abstracta de algunos caracteres comunes a las teorías científicas, sino de una visión sintética y dinámica del conocimiento como totalidad de sistemas teóricos creciendo a través de los siglos, cada uno de los cuales es sólo relativamente cier­ to, pero que todos ellos juntos integran forma suprema de validez que el término “ verdad” en su significado esco­ lástico no consigue expresar. Entre los historiadores y filó­ sofos modernos existe una concepción semejante del arte: toda obra de arte como valor estético es relativa, ya que sólo resuelve algunos problemas artísticos entre otros mu­ chos y sólo satisface unas normas estéticas, pero no otras; y, sin embargo, el arte, en conjunto, no es relativo, pues todos los problemas artísticos percibidos hallan soluciones adecuadas en el curso de su desarrollo y hay obras que satisfacen todas las normas estéticas. Semejante concepción muestra la única manera de eludir el dilema de la certidumbre dogmática y de la duda escéptica e imposibilita la identificación del relativismo con el subjetivismo y de la validez objetiva con el absolutismo. Está aún sin desarrollar; y realmente sólo una ciencia del conocimiento inductiva y no valuadora y que —como di­ jimos en el primer capítulo— no está constituida aún, será capaz de desenvolverla plenamente. Pero si es acep­ tada, ya podemos ver qué aspecto adquirirá, visto en su luz, el papel social del hombre de ciencia.


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EL EXPLORADOR y

EL

nuevo

c o n o c im ie n t o

Es un creador cuya obra, eslabón único e irreductible entre el pasado y el porvenir, se integra como componente dinámico en el conocimiento total, siempre creciente, del género humano. Decimos, “ conocimiento del género hu­ mano”, porque se trata de aquél en que han participado y participarán en diversos modos y grados todos los hom­ bres, desde el olvidado comienzo hasta el desconocido fin de la historia. Pero no decimos “ conocimiento humano” . Pues este conocimiento en conjunto, en la composición y estructura objetivas de los sistemas que lo constituyen, se eleva de modo continuo muy por encima de la “ naturale­ za humana” , arrastrando tras sí colectividades e individuos. Hemos hablado de la orgullosa pretensión del hombre de estudio que reivindicaba la dignidad interna de esa mezquina criatura —el hombre— afirmando su capacidad para descubrir la verdad absoluta mediante el solo esfuerzo de su propia razón. ¿Acaso no puede el explorador cien­ tífico reclamar el derecho, aún más lleno de orgullo, de ser uno de aquéllos que con sus esfuerzos aunados

crean un mundo superhumano de verdades relati­ vas, infinito en riqueza potencial, admirable en sus aspi­ raciones a la perfección, y que de ese modo conducen a la humanidad hacia una altura intelectual nunca soñada? Y quizás en ningún otro período de la historia fué tan necesario como en éste la reivindicación de la dignidad interna del hombre.


E ste libro se acabó de im prim ir el día 5 de febrero de 1944, en la “ G ráfica Panam ericana” , S. de R. L ., Pánuco, 63, y estuvo al cuidado de

Daniel Cosío Villegas



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