Los datos de la sociologia

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lllllUOTECA DE JURISPRUDENCIA, FILOSOFÍA É HISTORIA

LOS DATOS DE LA

SOCIOLOGÍA POR

HERBERT SPENCER

T O M O

I

MADRID

L A E SP A Ñ A M O D E R N A Cuesta de Sto. Dom ingo, 16.


ES PROPIEDAD

3353 — ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO DE A. AVRIA L San Bernardo, 92.—Teléfono 3022.


PREFACIO DEL PRIMER VOLUMEN

La palabra Sociología fué inventada por Augusto Comto para designar la ciencia de la Sociedad. La ho adoptado porque Comte fué el primer ocupante, y también porque no existe otro nombre bastante comprensivo. He sido censurado con frecuencia por gentes que ven en esta palabra un barbarismo, con­ denándola sólo por eso; pero no me arrepiento de ha­ berme servido de ella. Se me ha aconsejado adoptar la palabra política, pero su sentido me parece dema­ siado restringido y sus connotaciones demasiado sus­ ceptibles de inducir á error á mis lectores. Si recu­ rriera á ella, introduciría deliberadamente la confu­ sión en mi asunto, sin otro provecho que el de evitar un defecto sin importancia efectiva. Nuestra lengua se ha hecho tan heterogénea, que casi todas nuestras frases se componen de palabras derivadas de dos ó tres lenguas, contando con muchas palabras forma­ das irregularmente de raíces heterogéneas. Por eso no he sentido gran repugnancia en aceptar una nueva, pues entiendo que la ventaja que nuestros símbolos pueden ofrecer y las ideas que sugieren tienen más importancia que la legitimidad de su etimología. Quizás alguien se sorprenda al ver que esta obra, que contiene multitud de citas de una multitud de autores, no indique ni su nombre ni sus libros. Debo decir algunas palabras del por qué de este proceder. Cuando se deja el texto para pasar á las notas, se


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pierde completamente el hilo del asunto; y aun en el caso de que se prescinda de las notas, la idea de que figuran en la parte inferior de la página transtorna la atención. Como yo me proponía tomar como datos para las conclusiones de esta obra los hechos compila­ dos y clasificados en mi Sociología descriptiva, pensé que no había necesidad de recargar con notas las pá­ ginas de mi libro, puesto que los hechos están dispues­ tos en la Sociología descriptiva de manera que el lec­ tor que sepa el nombre del autor citado y la raza hu­ mana de que se trate, puede encontrar el pasaje que busca y al mismo tiempo la indicación del libro de donde se ha tomado. Así, pues, he determinado supri­ mir las notas. En lo que se refiere á los hechos relati­ vos á las razas no civilizadas, esto es, á la gran mayo­ ría de los contenidos en este volumen, se puede casi siempre recurrir á este medio de verificación. Sin embargo, he creído conveniente investigar y consig­ nar muchos hechos sacados de otras fuentes, y como no he querido renunciar al sistema que había adopta­ do, no se les puede comprobar. Espero remediar este inconveniente: y al efecto me propongo, en el siguien­ te volumen, recurrir á un sistema de citas que permi­ ta al lector consultar las autoridades que se indiquen sin desviar su atención del asunto principal.


PRIMERA PARTE

DATOS DE LA SOCIOLOGÍA CAPITULO PRIMERO EVOLUCIÓN SUPERORGÁNICA

§ 1. Llegamos al último de los tres géneros de evolución que separan caracteres perfectamente de­ terminados. El primero, la evolución inorgánica, de haberlo escrito, hubiera ocupado dos volúmenes, de los cuales el uno trataría de la Astrogenia y el otro de la Geogenia. Pero hemos renunciado á tal tarea por­ que entendemos que no conviene aplazar las aplicacioaes más importantes de la doctrina de evolución para elaborar las menos importantes que les preceden en el orden lógico. Los cuatro volúmenes que siguen ¿i los Primeros principios tratan de la evolución orgá­ nica: dos de ellos están consagrados á los fenómenos físicos que presentan los agregados vivientes de to­ das clases, sean vegetales ó animales, y los otros dos .i. los fenómenos más especiales, los psíquicos, que se manifiestan en los agregados orgánicos más desarro-


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liados. Vamos ahora á emprender el estadio del gé­ nero de evolución restante, el de la evolución superorgánica. Aunque parezca muy claro el sentido de esta pala­ bra, de la que nos hemos servido en el párrafo 111 de los Primeros principios en la frase que lo explica, conviene exponer su sentido de una manera más com­ pleta. § 2. Mientras nos ocupamos de los hechos que se observan en un organismo individual durante su des­ arrollo, la madurez y su decadencia no hacemos otra cosa que estudiar la evolución orgánica. Cuando ha­ cemos entrar en nuestro estudio las acciones y re­ acciones que se operan entre este organismo y los or­ ganismos pertenecientes á otros géneros que su vida pone en relación con ellos, tampoco salimos de la evo­ lución orgánica, ni siquiera tenemos que advertir que traspasamos estos límites cuando llegamos á los he­ chos que nos revela frecuentemente la educación del vástago, aunque la cooperación de los padres nos re­ vele en ella, un nuevo orden de fenómenos. Reconoce­ mos que las acciones combinadas de los padres que atienden á sus descendientes anuncian operaciones de una clase superior de la evolución orgánica, y vemos en algunos productos de estas acciones combinadas, por ejemplo, en los nidos, preludios de los productos del orden superorgánico; pero no hay inconveniente en asegurar que la evolución superorgánica no co­ mienza hasta que encontramos hechos en que hay algo más que la acción combinada de los padres. Sin duda no puede existir entre estos hechos una separa­ ción absoluta. Si hubo evolución, la forma que llama­ mos superorgánica debió salir insensiblemente de la evolución orgánica; pero podemos sin inconveniente


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no comprender en ella más que las operaciones y los productos que implican acciones coordenadas de mu­ chos individuos, acciones coordenadas que causan efectos muy superiores con mucho, por su extensión y su complejidad, á los que pueden organizar las accio­ nes individuales. Hay diversos grupos de fenómenos superorgánicos. Vamos, á manera de ejemplo, á señalar algunos de menor importancia. § 3. Los más familiares, y en algunos respectos más instructivos, nos son proporcionados por los in­ sectos que viven en sociedad. En los actos que reali­ zan vemos el espectáculo de la cooperación, acompa­ ñada en algunos casos de una división del trabajo bas­ tante grande y también productos de una dimensión y de una complejidad que sobrepujan mucho á los que serían posibles de no existir esfuerzos combinados. Apenas hay necesidad de entrar en detalles de los hechos de cooperación que se observan en las abejas y en las avispas. Todo el mundo sabe que dichos in­ sectos forman sociedades (aunque, como vamos á ver, esta palabra no debe emplearse más que en un senti­ do restringido), en las que las unidades y el agregado sostienen relaciones muy definidas. Entre la organi­ zación individual de la abeja y la del enjambre, en cuanto agregado ordenado de individuos provistos de una habitación regularmente formada, existe una re­ lación fija. Así como el germen de una avispa ne des­ arrolla para formar un individuo completo, la avispa reina, adulta, germen de una sociedad de avispas, produce una multitud de individuos provistos de apa­ ratos y de funciones ajustadas de una manera defini­ da. En otros términos el crecimiento y desarrollo de estos agregados sociales son análogos al crecimiento


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y desarrollo de los agregados individuales. Sin duda los aparatos y las funciones qne se observan en la so­ ciedad son menos específicos que los de los individuos, pero con todo son bastante específicos. Para probar que la evolución de tales sociedades se ha producido por el mismo método que las evoluciones de órdenes más simples, se puede añadir que entre las abejas y las avispas, se presenta en grados diferentes entre diferentes géneros. De las especies en que el individuo tiene hábitos solitarios se pasa á especies en que la vida social está poco desarrollada, para llegar á aque­ llos en que la sociabilidad es grandísima. En algunas especies de hormigas la evolución su­ perorgánica va mucho más lejos; y digo algunas es­ pecies porque también nos encontramos entre estos insectos, especies diferentes que han alcanzado distin­ tos grados de cooperación. Por las sociedades que for­ man varían sumamente, tanto por su extensión como por su complejidad. Entre las más adelantadas se lleva tan lejos la división del trabajo que hay clases dife­ rentes de individuos anatónicamente adaptados á fun­ ciones distintas. En algunos casos, como entre las hor­ migas blancas ó termitas (que pertenecen á un orden diferente), hay, además de los machos y las hembras, soldados y obreros; y se ha visto recientemente que hay en ciertos casos dos especies de machos y hem­ bras, los unos alados y los otros no alados, lo que constituye seis formas diferentes. En las hormigas saüba, hay, además de las dos formas en que los órga­ nos sexuales están desarrollados, tres en que no lo están, es á saber: una clase de obreros del interior y dos variedades de obreros del exterior. Además de la división del trabajo entre los individuos de la sociedad, cuyos aparatos son diferentes, encontramos


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on determinados casos una nueva división del traba­ jo que se opera por la reducción de otras hormigas á la esclavitud. También vemos que ciertos insectos guardan á otros para apoderarse de sus secreciones, y en otros casos para fines que ignoramos, hasta el punto de que se puede decir, con sir John Lubbok, que algunas hormigas sostienen más animales do­ mésticos que los hombres. Añadamos que los miem­ bros de estas sociedades poseen un sistema de señales equivalente á un lenguaje informe, y que practican complicadas operaciones de zapa, terraplenamiento y edificación. De la división metódica de dichas edifica­ ciones puede juzgarse por el relato de Tuckey, quien asegura que en el Congo «ha encontrado una aldea completa de hormigueros colocados con más regu­ laridad que en las aldeas de los naturales». Según Schweinfurth haría falta un volumen para describir los almacenes, los cuartos, los pasadizos y los puentes que se contienen en un hormiguero de termitas. Pero como ya hemos hecho ver, aunque los insectos sociales presentan una especie de evolución muy su­ perior á la evolución orgánica pura, y aunque los agregados de que son miembros simulen de diversas maneras agregados sociales, no son con todo verdade­ ros agregados sociales. La evolución que aquí se re­ vela, constituye, por sus rasgos esenciales, el medio entre la evolución orgánica y la superorgánica, tal como la comprendemos en esta obra. En efecto; cada una de estas sociedades es en realidad una gran fami­ lia. No es una reunión de individuos semejantes, inde­ pendientes en el fondo unos de otros por el parentesco, y de capacidades casi iguales, es una reunión entre los vástagos de una sola madre producida‘en determina­ dos casos para una sola generación, y en otros para


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varias; y esta comunidad de parentesco hace posibles clases provistas de estructuras diferentes y, por consi­ guiente} de funciones distintas. En lugar de parecerse á la especialización de funciones que se establece en una sociedad propiamente dicha, la especialización de funciones que surge en una de estas grandes familias de insectos se asemeja á la que se establece entre los sexos. En efecto; en lugar de dos géneros de indivi­ duos salidos de los mismos padres, hay varios géneros de individuos, y en lugar de la simple cooperación de dos individuos diferenciados con el objeto de educar el vástago, existe una cooperación complicada de di­ ferentes clases diferenciadas de individuos que tien­ den al mismo fin. § 4. Las únicas formas verdaderamente rudimen­ tarias de la evolución superorgánica, son las que se presentan en determinados vertebrados superiores. Hay aves que constituyen sociedades en las que, además de una simple agregación, se observa algo de coordinación. Algunos cuervos nos presentan el ejem­ plo más conocido. En ellos vemos la integración, que supone la reunión permanente de las mismas familias de generación en generación, y la exclusión de los ex­ traños. Existe una forma grosera de gobierno, una especie de idea de propiedad, de castigos y en algunos casos la expulsión de los culpables. También aquí encontramos un rudimento de especialización. Senti­ mientos que constituyen la vigilancia mientras la co­ munidad toma alimentos. En fin, hay hábitos y un or­ den para la sociedad entera cuando se trata de salir y de volver. Evidentemente estas aves han realizado una cooperación comparable, por su grado, á la que se observa en los pequeños grupos de hombres en los que no se encuentra gobierno.


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Entrelos mamíferos de la mayoría de las especies que viven en rebaños, se encuentra algo más que una simple asociación. Generalmente el macho más vigo­ roso del rebaño posee la supremacía; he aquí segura­ mente un primer bosquejo de organización guberna­ mental. Ya se observa un rudimento de cooperación para la ofensiva en los animales que cazan en cuadri­ lla y para la defensiva entre los animales cazados. Según Ross, entre los bisontes de la América del Nor­ te los machos se reúnen para guardar á las hembras cuando van á parir, para protegerlas contra los lobos, los osos y los demás enemigos. Sin embargo, algunos mamíferos que viven en rebaños, como los castores, llevan muy lejos la cooperación social, y su trabajo combinado produce resultados tan notables como sus habitaciones. En fin, entre algunos primates, no sólo se observa la vida del rebaño sino también cierta coordinación, cierta coalición, cierta expresión de sentimientos sociales. Obedecen á jefes, combinan sus esfuerzos, colocan centinelas para dar la voz de alar­ ma y tienen alguna idea de la propiedad. Practican algo el cambio de servicios, adoptan los huérfanos, y, en fin, la inquietud que se apodera de la sociedad im­ pulsa á esfuerzos para socorrer á aquellos de sus miembros que estén en peligro. § 5. Un escritor que tuviera de estos hechos un conocimiento suficiente, podría extenderse más y sa­ car de ellos mejor partido. Les he referido por varias razones. Desde luego me ha parecido necesario hacer notar que más allá de la evolución orgánica, tiende á formarse un nuevo y superior orden de evolución. Después he tenido que hacer que se adopte una idea comprensiva de la evolución superorgánica para ha­ cer comprender que, en lugar de un solo género, se


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forman varios géneros de evolución determinados por los caracteres de los diversos géneros de organismos, entre los cuales se muestran. En fin, hemos aportado hechos para hacer comprender que la evolucion su­ perorgánica del orden superior sale de un orden que no es superior á aquel cuyas diversas manifestaciones observamos en el reino animal. Hechas estas observaciones, podemos, en lo que sigue, limitarnos al estudio de la forma de evolución superorgánica que sobrepuja de tal modo á las demás en extensión, en complicación y en importancia, que las hacen insignificantes, quizá demasiado insignifi­ cantes, para que se pueda hablar de ella al mismo tiempo. Como se comprenderá, aludo al género de evo­ lución superorgánica que las sociedades humanas pre­ sentan en su desarrollo, sus estructuras, sus funciones y sus productos. Vamos á ocuparnos de los fenómenos que en ellas se encuentran comprendidos, fenómenos que se agrupan bajo el título general de Sociología.


CAPITULO II

FACTORES DE LOS FENÓMENOS SOCIALES

# fl. I'll papel que juega un simple objeto inanimado dependo do la cooperación de sus propias fuerzas y do aquellas á que está expuesto, por ejemplo: un pedazo do metal cuyas moléculas conservan el estado H Ó l i d o ó toman el estado líquido, en parte por su na­ turaleza, en parte por las ondas calóricas que les hie­ ren. Otro tanto sucede con todos los objetos inanima­ dos. Ya sea un carro de ladrillos que se descarga en ol Huelo, un volquete de arena que se vuelque ó un naco do bolas de billar que se vacie, las masas forma­ das por el conjunto de las partes, en los ladrillos un montón con lados de pendiente cortada, en la arena, un montón de pendientes más ó menos inclinadas, y en las bolas do billar, unidades dispersas que ruedan en todo» I o h sentidos, se encuentra en cada caso determi­ nadas, 011 parto por las propiedades de los miembros do los grupos considerados c.ada cual individualmente y 011 parte por las fuerzas de la gravitación, del cho­ que y del frotamiento á que están sometidos tales miembros en su conjuto y cada uno en particular. Otro tanto sucede cuando el agregado discreto se compone de cuerpos orgánicos, como los miembros de una especie. En efecto, una especie aumenta ó dismi­


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nuye en número, extiende ó reduce el área de su ha­ bitación, emigra ó permanece sedentaria, continúa su género de vida ó adopta uno nuevo, bajo la influencia combinada de su naturaleza intrínseca y de las accio­ nes circundantes inorgánicas y orgánicas. Lo mismo puede decirse de los agregados de hom­ bres. Rudimentaria ó avanzada, toda sociedad presen­ ta fenómenos que se pueden referir á los caracteres de las unidades que las componen y á las condiciones en que existen. Volvemos, pues, á encontrar en este punto los dos géneros de factores de que hemos ha­ blado. § 7. Todavía se pueden subdividir los factores de los fenómenos sociales. En cada una de las dos divi­ siones se observan marcadas diferencias. Comenzando por los factores intrínsecos, vemos que desde el principio hay varios de ellos que han ejercido acciones diferentes. No hay más que enumerarlos. Ci­ temos el clima, que es caliente, frío, templado, húme­ do, seco, constante ó variable; la superficie del suelo, de la que sólo es utilizable una pequeña parte, y aun esta misma parte es más ó menos fértil; la configurat ción de esta superficie, que es uniforme ó multiforme. Vienen en seguida las producciones vegetales, abun­ dantes en ciertos puntos por la cantidad y por el nú­ mero de las especies, y raras en otros desde estos dos puntos de vista. Al lado de la flora de una región, te­ nemos su fauna que ejerce gran influencia de muchas maneras, no solamente por el número de sus especies y de los individuos de las mismas, sino por la propor­ ción entre el número de animales útiles y el de los no_ civos. De estas condiciones, inorgánicas y orgánicas, que caracterizan al medio, depende por de pronto la posibilidad de la evolución social.


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Cuando llegamos á ]os factores intrínsecos teñe* mos que notar desde luego que, considerado como una unidad social, el hombre individual tiene caracteres físicos capaces de determinar el desarrollo y la estruc­ tura de la sociedad. Se distingue más ó menos en cada caso por caracteres emocionales que favorecen, im­ piden ó modifican las acciones de la sociedad y los progresos que les acompañan. Así también su inteli­ gencia, y las tendencias de espíritu que le son peculia­ res, tienen siempre una parte en la inmovilidad ó en los cambios de la sociedad. Tal es el conjunto de los factores originales. Nos resta indicar el conjunto de los factores secundarios ó derivados que la misma evolución social pone enjuego. § 8. Desde luego podemos mencionar las modifi­ caciones progresivas del medio, inorgánico y orgáni­ co, que son efecto de las acciones sociales. De este número son los cambios de clima causados por las roturaciones y saneamientos. Estos cambios pueden ser favorables al desarrollo de la sociedad, por ejemplo: cuando las cortas de arbolado hacen á un país menos lluvioso de lo que era, ó que el curso de las aguas hace más salubre y más fértil una su­ perficie pantanosa (1); pueden ser desfavorables cuan­ do, por ejemplo, la tala hace árido un pais que era ya seco. Testigos de esto son las comarcas que sirvieron

(1) Debemos decir que el efecto del drenaje es acrecer lo que podríamos llamar figuradamente la respiración terrestre; y que de la respiración terrestre, depende la vida de las plan­ tas terrestres, y por consecuencia de los animales terrestres y del hombre. Todo cambio de presión atmosférica produce, de día en día, entradas y salidas de aire en los intersticios del suelo. La profundidad á que alcanzan estas inspiraciones y expiraciones irregulares, se hace mayor cuando la super2


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de asiento á las civilizaciones semíticas y, en un gra­ do menor, España. Vienen después los cambios producidos en la espe­ cie y la cantidad de la vida vegetal sobre la superfi­ cie ocupada por la sociedad. Hay tres géneros de estos cambios: La creciente sustitución por plantas favorables al desarrollo social de plantas que no lo son; la gradual producción de las mejores variedades de estas plantas útiles que, con el tiempo, concluyen por diferir mucho de las plantas primitivas y, en fin, la introducción de nuevas plantas útiles. Al propio tiempo se operan análogos cambios que el progreso social efectúa en la fauna de la región. Citemos la destrucción ó la reducción de algunas, ó de muchas, especies nocivas; la cría de especies úti­ les, cuyo doble efecto es acrecer el número de estas especies y aumentar sus cualidades provechosas á la sociedad y, en fia, la naturalización de especies útiles importadas del exterior. Fijémonos en la iumensa diferencia que separa á un bosque infestado por lobos ó un turbal que habitan so­ lamente aves salvajes con los campos cubiertos de ce­ reales y de pastos que concluyen por ocupar la misma superficie; esto basta para recordarnos que el medio inorgánico y orgánico de una sociedad sufre una transformación continua mientras la sociedad pro­ gresa, y que esta transformación llega á ser un fac-

ficie no está cubierta de agua, puesto que los intersticios ocu­ pados por el agua no pueden ser ocupados por el aire. Así, el drenaje permite extenderse á mayor profundidad á las descomposiciones químicas, debidas á )a presencia del aire que se renueva á cada alza y baja del barómetro, lo que faci­ lita la vida de la planta que depende de estas descompos' ciones.


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tor secundario de la mayor importancia en la evolu­ ción social. § 9. Otro factor secundario de que no debemos prescindir es el aumento de volumen del agregado so­ cial, generalmente acompañado de un incremento de densidad. Además de los cambios sociales, debidos á diversas causas, hay cambios sociales producidos por el solo rindo dol desarrollo. La masa es á la vez una condi«•lón y un electo de la organización en una sociedad. IOmovldonto que la heterogeneidad de estructura no <mi ponlldo iiiAh que con unidades multiplicadas. Ladiv I m I ú m del trabajo no puede llevarse muy lejos cuando no hay más que un pequeño número de individuos que ho lo distribuyan; si no hay multitud no puede haber di­ ferenciación de clases. Una cooperación de movimien­ tos complicados, gubernamental é industrial, es im­ posible sin una población bastante numerosa para su­ ministrar muchos agentes diversos y capacidades di­ ferentes. En fin, distintas formas avanzadas de activi­ dad, guerreras ó pacificas, no son posibles sino á la potencia que pueden manifestar grandes masas de hombres. l>o ahi, por consiguiente, un factor derivado que, « orno el resto, es á la vez una consecuencia y una causa do progreso social; es el desarrollo social considorado únicamente desde el punto de vista de las uni­ dades sociales. Producto del concurso de los demás factores, óste agrega su acción á las suyas para operar nuovos cambios. 10. El factor secundario derivado que tenemos quo notar en seguida es la recíproca influencia de la sociedad y de sus unidades, la influencia del todo en las partos y de las partes en el todo.


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Inmediatamente que una combinación social ad­ quiere alguna fijeza, comienzan á verificarse acciones y reacciones entre la sociedad en su totalidad y cada uno de sus miembros, de suerte que cada miembro afecta á la naturaleza del otro. La influencia del agregado en sus unidades tiende incesantemente á transformar sus maneras de obrar, sus sentimientos y sus ideas, en conformidad con las necesidades socia­ les. En fin, estas maneras de obrar, de sentir y de pensar, tienden, en la medida en que son modificadas por el cambio de circunstancias, á transformar de nuevo la sociedad en armonía con lo que ellas son. Necesitamos, pues, tener en cuenta, no solamente la naturaleza primitiva de los individuos y la naturaleza primitiva de la sociedad que componen, sino también la naturaleza derivada de los individuos y de la socie­ dad. Las unidades sufren incesantemente modificacio­ nes que se superponen, y después de haberlas sufrido, siguen acumulando continuamente modificaciones de estructura social sobre las modificaciones primitivas. Finalmente, esta cooperación del individuo y de la so­ ciedad, se convierte en una causa poderosa de trans­ formación para el uno y para la otra. § 11. Mencionemos otro factor derivado de extre­ ma importancia. Me refiero á la influencia del medio superorgánico; esto es, á la acción y reacción que se operan entre una sociedad y las sociedades cercanas. Mientras no hay más que grupos de hombres poco numerosos, errantes y desprovistos de organización, sus conflictos no pueden determinar cambios en su es­ tructura. Pero, una vez nacida la dignidad de jefe de tribu que tales conflictos tienden á producir, y sobre todo cuando han tenido por resultado la sumisión per­ manente de tribus vecinas, se ven apuntar los rudi-


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mentos de una organización política; en fin, las gue­ rras que las sociedades sostienen entre sí, tienen en lo sucesivo, como lo tuvieron en el principio, considera­ bilísima influencia en favor del desarrollo de la es­ tructura social, ó más bien, de una de sus partes. Puedo, en efecto, indicar nuevamente y de pasada, un hecho que tendré que desarrollar por completo más tarde, cual es el de que si la organización industrial de una sociedad está sobre todo determinada por su medio orgánico é inorgánico, su organización guber­ namental está determinada muy especialmente por sus medios superorgánicos; esto es, por las acciones de las sociedades adyacentes con las cuales sostiene la lucha por la existencia. § 12. Aún falta un factor derivado, cuyo poder nunca se estimará lo bastante. Me refiero á la acumu­ lación de productos superorgánicos que comúnmente calificamos de artificiales, pero que para un filósofo no son menos naturales que todos los demás produc­ tos de la evolución. Los hay de varios órdenes. En primer lugar, vienen los instrumentos materia­ les que, empezando por el sílex groseramente tallado, conducen á instrumentos automáticos complejos como los de una fábrica de vapor para la construcción de máquinas: desde el boumerang de los australianos hasta el cañón de treinta y cinco toneladas, desde las chozas de ramaje y de césped hasta las ciudades de palacios y de catedrales. Viene en seguida el lenguaje, susceptible al principio de expresar con propiedad, por gestos, ideas simples; pero que llega á expresar con precisión ideas sumamente complejas. Limitado por de pronto á esos rudimentos que no transmiten por sonidos las ideas más que á una persona ó á un pequeño número de individuos, se eleva, pasando por


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el jeroglífico, para llegar á la prensa de vapor, mul­ tiplicando hasta el infinito el número de aquellos á que se dirige, y poniendo á su alcance, por literatu­ ras voluminosas, las ideas y sentimientos de un nú­ mero inmenso de individuos en los lugares y en los tiempos más diversos. Al mismo tiempo marcha el progreso de los conocimientos, de donde sale la cien­ cia. Se comienza por contar por los dedos y se llega á las matemáticas trascendentes; la observación de las fases de la luna conduce á la larga á una teoría del sistema solar; en fin, al sucederse los siglos dan nacimiento á ciencias cuyos gérmenes no se hubieran podido descubrir en los primeros tiempos. Simultá­ neamente las costumbres, en otro tiempo poco nume­ rosas y simples, llegan á ser más numerosas, más definidas y más fijas para llegar al sistema de legis­ lación. De un pequeño número de supersticiones gro­ seras nacen mitologías, teologías y cosmogonías sa­ bias. La opinión, que se encarna en creencias, se en­ carna también en códigos respetados que fijan los de­ rechos de propiedad, las reglas de buena conducta y las ceremonias, y se expresan por sentimientos socia­ les cuya autoridad se impone. En seguida se despren­ den poco á poco los productos que llamamos estéticos, que por sí solos constituyen un grupo sumamente complejo. De los collares de huesos de peces llegamos á los trajes suntuosos y variados hasta lo infinito. Desde los discordantes cantos de guerra se ha llegado á las sinfonías y á las óperas; los montículos sepul­ crales célticos se han convertido en magníficos tem­ plos; á las cavernas, cuyas paredes están cubiertas de groseros signos, suceden á la larga las galerías de cua­ dros, y, en fin, el relato de las hazañas que un jefe ha realizado, hecho por la mímica del que las cuenta, da


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nacimiento á los poemas épicos, á los dramas, á las poesías líricas y á la enorme masa conocida de poe­ sías, de ficciones, de biografías y de historias. Todos estos diversos órdenes de productos super­ orgánicos que desprenden cada uno de si nuevos gé­ neros y nuevas especies, al propio tiempo que aumen­ tan y hacen un todo mayor, obran sobre los restantes órdenes, sufriendo la reacción de éstos. Todos estos órdenes constituyen un sistema de fuerzas de una ex­ tensión, de una complicación y de una potencia in­ mensas. Durante la evolución social estas fuerzas no cesan en su tarea de modificar al individuo y á la so­ ciedad y de ser modificadas por el uno y la otra. Poco á poco llegan á constituir un estado de cosas que po­ demos llamar la parte no vital de la sociedad misma, si es que no preferimos ver en tal estado un medio adventicio que concluye por adquirir más importan­ cia que los medios originales (importancia tanto ma­ yor cuanto que este estado de cosas permite que en lo sucesivo se realice un tipo superior de vida social en condiciones orgánicas é inorgánicas que en el principio lo hubieran impedido). § 13. Tales son en masa los factores sociales. Como se ve, aún bajo esta forma general, es complicada su combinación. Reconociendo el principio fundamental de que los fenómenos sociales dependen en parte de la naturale­ za de los individuos y en parte de las fuerzas que los afectan, vemos que estos dos sistemas de factores en realidad distintos, punto de partida de los cambios sociales, se mezclan progresivamente con otros siste­ mas á medida que progresan los cambios sociales. Las influencias preestablecidas ambientes, inorgánicas y orgánicas, casi inalterables al principio, se alteran


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cada vez más bajo la influencia de las acciones de la sociedad en evolución. Basta el aumento de población para que, á medida que avanza, ponga en juego nue­ vas causas de transformación de una importancia cada vez mayor. Las influencias de la sociedad en sus unidades y de las unidades en la sociedad, trabajan de concierto, y sin descanso, en la creación de nuevos elementos. A medida que las sociedades adquieren más volumen y una estructura más compleja obran unas sobre otras, ya por la guerra, ya por las rela­ ciones comerciales, modificándose profundamente. En fin, los productos superorgánicos, cada vez más nu­ merosos y más complicados, sean de la materia, sean del espíritu, constituyen un nuevo sistema de factores que se convierten en causas cada vez más influyentes de cambios. De suerte que cada progreso aumenta la complicación de factores, ya tan complicados en un principio, y añade factores que también se hacen más complejos á medida que se hacen más poderosos. Ahora que hemos percibido de una ojeada los facto­ res de todos los órdenes, originales ó derivados, debe­ mos prescindir por el momento de los que son deriva* dos y ocuparnos exclusiva ó casi exclusivamente de los que son originales. Al tratar de los datos de la Sociología que vamos á estudiar, debemos en cuanto nos sea posible, limitarnos á los datos primarios más comunes de los fenómenos sociales en general que más pronto se descubren en las sociedades más simples. Respetando la gran separación que hemos hecho en un principio entre las causas concurrentes extrínsecas é intrínxecas. Vamos á estudiar ahora las primeras.


CAPITULO III

FACTORES ORIGINALES EXTERNOS.

§ 14. Para trazar un cuadro completo, ó casi com­ pleto, de los factores originales externos, se necesita* ría de un conocimiento del pasado, que ni tenemos, ni probablemente tendremos jamás. Hoy, que los geólo­ gos y arqueólogos concurren á demostrar que la exis­ tencia del hombre se remonta á una fecha tan alejada de nosotros que apenas puede expresar la palabra pre­ histórica; hoy, que restos fósiles de la industria huma­ na atestiguan, que no solamente se han producido depósitos sedimentarios considerables y, por conse­ cuencia, denudaciones extensas, sino que la distribu­ ción de las tierras y de los mares ha sufrido inmensos cambios desde la época en que se han formado los grupos sociales más rudimentarios, es claro que no se pueden reproducir por completo los efectos de las con­ diciones externas en la evolución social. Recordemos que los veinte mil años, durante los cuales el hom­ bre ha vivido en el valle del Nilo, nos parecen un lapso de tiempo relativamente corto desde que sabe­ mos que el hombre ha sido el contemporáneo de los grandes paquidermos y de otros mamíferos extingui­ dos de los terrenos de transporte; recordemos que In ­ glaterra estuvo habitada por el hombre en una época


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en que, al decir de ciertos sabios, su clima era glacial; recordemos que en América, al lado de los huesos del mastodonte fósil de los aluviones de la Bourbeuse, se han encontrado puntas de flechas y otros vestigios abandonados por los salvajes que han matado á este animal, miembro de un orden que ya no tiene repre­ sentante en aquella parte del mundo; recordemos tam­ bién que, si se ha de juzgar que por la interpretación que el profesor Huxley da de los hechos, los inmensos hundimientos que han hecho de un continente el archipiélago Melanesio, se han operado después que la raza negra adquirió los caracteres fijos de una va­ riedad distinta de la especie humana, y nos veremos obligados á concluir que en vano se intentaría remon­ tar á las fuentes externas de los fenómenos sociales para descubrir en ellas los primeros estados. No tenemos que señalar más que una verdad impor­ tante, que resalta de los hechos que acabamos de re­ correr de una ojeada. Los cambios geológicos y meteo­ rológicos, así como también los sobrevenidos en las floras y en las faunas, han tenido que causar en todas las partes de la tierra emigraciones é inmigraciones incesantes. Cuando una localidad se hacía cada vez menos habitable á consecuencia de la siempre crecien­ te inclemencia del clima, debió constituir el punto de partida de una onda difusiva de emigración; cuando una localidad se hacía más favorable á la existencia del hombre por efecto de la mejoría del clima ó del aumento de la producción de las materias alimenticias indígenas, ó por ambas causas, debió convertirse en centro hacia el cual se propagara una onda de* con­ centración. Los grandes movimientos geológicos, ya de continentes que se hunden, ya de continentes que se alzan, han debido determinar otros movimientos de


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las razas humanas locales. Hechos cada vez más nu­ merosos nos muestran que estos flujos y reflujos for­ zados han tenido lugar sucesivamente en ciertas loca­ lidades y probablemente en la mayoría de ellas. En fin, esas olas de emigración y de inmigración produ­ cidas por numerosas causas, reapareciendo, ya á lar­ gos intervalos, ya después de un corto período, y for­ madas, ya por descendientes de los habitantes primi­ tivos, ya por hombres de otro origen, nunca han de­ bido de cesar en la constante tarea de poner á los grupos esparcidos de la especie humana en contacto de condiciones más ó menos nuevas. Retengamos esta concepción de la manera en que los factores externos, originales en el sentido más am­ plio, han concurrido en el pasado, y limitemos el es­ tudio que debemos hacer de sus efectos á aquellos que hoy todavía tenemos á la vista. § 15. En general, la vida no es posible más que en ciertos límites de temperatura, y la vida de las espe­ cies superiores no es posible sino en condiciones de temperatura cuyas alzas y bajas son relativamente poco extensas bien sea por causas artificiales, bien sea por causas naturales. Resulta de esto que la vida so­ cial, que en realidad supone, no solamente la vida hu­ mana, sino también la vida vegetal y animal, de las cuales depende la vida humana, está limitada por ciertos extremos de frío y de calor. El frío, aunque sea intenso, no excluye rigurosa­ mente las criaturas de sangre caliente, si la localidad suministra cantidad bastante de medios de engendrar oalor. La fauna ártica contiene diversos mamíferos marinos y terrestres, grandes y pequeños; pero, direc­ ta ó indirectamente, su existencia depende de la délos animales marinos inferiores, vertebrados ó invertebra­


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dos, que dejarían de vivir si las corrientes calientes que parten de los trópicos no constituyeran un obs­ táculo para la formación del hielo. Por consiguiente, la vida humana que encontramos en las regiones ár­ ticas se une también, por una relación lejana de de­ pendencia, con la misma fuente de calor. Lo que por el momento tenemos que señalar es que no hay posibi­ lidad para la evolución social dondequiera que no se sostenga más que con dificultad la temperatura nece­ saria para las funciones vitales del hombre. En tal caso no puede existir ni un exceso de fuerza en los individuos, ni un número suficiente de individuos. No solamente los esquimales gastan muchas fuerzas en protegerse contra la pérdida de calor y en almacenar provisiones que les permitan continuar esta obra mien­ tras dura la noche ártica, sino que sus actos fisiológi­ cos se modifican mucho en este sentido. Sin combus­ tible, y aun incapaz de arder en su choza de nieve otra cosa que el aceite de una lámpara por miedo de fundir las paredes de su morada, es preciso que el es­ quimal conserve en su cuerpo un calor que le cuesta trabajo retener con las gruesas pieles con que se vis­ te. Para esto es preciso que devore grandes cantida­ des de grasa y de aceite. Su aparato digestivo, some­ tido á la pesada carga de suministrarle elementos para compensar las excesivas pérdidas que le causa la radiación, proporciona menos materiales para los res­ tantes fines vitales. Los grandes gastos fisiológicos que entraña la vida del individuo detienen, al poner tra­ bas indirectas á la multiplicación de los individuos, la evolución social. Análoga relación de causa y de efec­ to se observa en el hemisferio austral entre los fuegos, raza aun más miserable que la de los esquimales. Casi desnudos en una región azotada por continuas


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tempestades de lluvias y de nieve, contra las cuales no les protegen sus miserables chozas de ramas y de hierbas, no teniendo apenas que comer, á estos seres, de los que se ha dicho que no tienen de hombre más que las apariencias, les cuesta tanto trabajo conser­ var el equilibrio de la vida contra la rápida pérdida de calor que sufren, que el exceso de fuerza disponible para el desarrollo del individuo se encuentra conteni­ do en estrechos límites, y también, por consiguiente, el exceso que serviría para producir y criar nuevos individuos. Por eso el numero de miembros de la raza continúa siendo muy pequeño, por lo que no pue­ de elevarse por cima de los primeros escalones de la vida. Aunque en ciertas regiones tropicales el extremo opuesto de temperatura impide las acciones vitales hasta el punto de constituir un obstáculo al desarrollo social, este obstáculo parece ser excepcional y rela­ tivamente sin importancia. En regiones que se cuen­ tan en el número de las más calientes, la vida de una manera general, y la vida de los mamíferos en parti­ cular, es notable desde los dos puntos de vista: el considerable número de sus formas y el alto grado de intensidad á que llegan todos los individuos. Sin duda la inercia y el silencio que se encuentra en pleno me­ diodía en estas regiones es una prueba del enerva­ miento de los animales; pero, en compensación, se despliega gran actividad en la parte más fresca de las veinticuatro horas. En fin, si es cierto que las va­ riedades de la especie humana adaptadas á estas lo­ calidades nos muestran, cuando las comparamos con la nuestra, cierta indolencia, no debemos juzgarla mayor que la del hombre primitivo en los climas tem­ plados. En suma: los hechos no apoyan la idea co­


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rriente de que el gran calor es un obstáculo al pro­ greso. Muchas sociedades han nacido en climas calientes y adquirido en ellos un desarrollo extenso y , complicado. Todas las civilizaciones primitivas cuyo recuerdo ha conservado la historia pertenecían á re­ giones que si es cierto que no están situadas bajo los trópicos, su temperatura es tan elevada como la de los trópicos. La India y la China meridionales son hoy mismo teatro de grandes evoluciones sociales en las regiones de los trópicos. Es más, los restos de una arquitectura sabia encontrados en Java y en Cambodge prueban que han existido en Oriente, casi bajo los trópicos, otras civilizaciones; y no hay más que citar las sociedades de la América central, Méjico y el Perú, para demostrar que, aun en el Nuevo Mundo, hubo en otro tiempo grandes progresos sociales en las regiones calientes. El mismo resultado se obtiene cuando comparamos sociedades más groseras desarro­ lladas en climas calientes con sociedades pertenecien­ tes á climas más fríos. Tahití, las islas Tonga y las islas Sandwich están situadas bajo los trópicos, y, sin embargo, se vió al descubrirlos que en estos países la sociedad había llegado á un grado de evolución digno denotarse, si tenemos en cuenta que las poblaciones de tales islas no conocían los metales. De suerte que, aunque el calor excesivo es un obstáculo para las ac­ ciones vitales, no sólo del hombre, tal cual hoy se halla constituido, sino de los mamíferos en general, esto no impide el que se despliegue la fuerza del cuerpo durante una parte del día, y cómo durante está pro­ duce en abundancia los materiales necesarios para la vida, más bien favorece que pone obstáculo al des­ arrollo social. Bien sé que en épocas recientes las sociedades se


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han desarrollado en volumen y en complejidad, más que en ninguna otra parte, en las regiones templadas. No pretendo amenguar el valor de este hecho; sola­ mente quiero poner á su lado el que acabamos de notar, es á saber: que sociedades considerables han nacido en los países más calientes, y que en estos cli­ mas se han subido los primeros escalones del pro­ greso social. Combinemos estos dos hechos y nos da­ remos cuenta de la verdad completa, es á saber: que ol hombro debió atravesar las primeras fases del pro­ greso en las regiones en que las resistencias opuestas por las condiciones orgánicas eran más débiles y que, una vez franqueadas estas fases, fué posible á las so­ ciedades desarrollarse en las regiones en que las resis­ tencias eran mayores; y, en fin, que ulteriores desarro­ llos de las artes y de la disciplina, con la cooperación que las acompaña, han permitido á las sociedades herederas de estas ventajas echar raíces y crecer en regiones que presentaban resistencias relativa­ mente grandes por sus condiciones climatéricas y demás. Abrazando los hechos desde el punto de vista más general, diremos que como la radiación solar es la fuente de las fuerzas que propagan la vida vegetal y animal y, por consiguiente, de las fuerzas que se des­ pliegan en la vida del hombre, y por ende en la vida social, no puede haber evolución social en las par­ tes de la tierra en que la radiación solar sea muy débil. Por el contrario, vemos que en las partes del globo en que la radiación solar excede del grado más favorable á las acciones vitales el obstáculo que pone la ovolución es relativamente débil. Además, podemos concluir que una condición necesaria de la evolución social durante las primeras fases del progreso cuando


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la vitalidad social es leve, es la abundancia del calor y de la luz. § 16. Nada diremos de los efectos de la variabili­ dad ó de la igualdad de clima, ni de los cambios diur­ nos anuales irregulares que se producen, todos los cua­ les tienen una influencia en la manera de obrar del hom­ bre, y, por consecuencia, en los fenómenos sociales; pero mencionaremos otro estado climatérica que parece jugar como factor un papel importante. Nos propone­ mos hablar de la sequedad y de la humedad del aire. Los dos extremos de sequedad y de humedad oponen obstáculos indirectos á la civilización. Tenemos que señalarlos antes de pasar á los efectos directos que tienen más importancia. Todos sabemos que la gran sequedad del aire que endurece la superficie del suelo y empobrece la vegetación que rarifica, se oponen á la multiplicación, sin la cual no podría producirse una vida social avanzada. Pero lo que no se sabe tan bien es que la humedad extrema, sobre todo combi­ nada con el gran calor, puede oponer al progreso obstáculos inesperados. Esto es lo que acontece en el Africa Oriental (Zungomero), donde, según Burton, muelles de un polvorín expuestos á la humedad «los saltan como una pluma quemada...; donde el papel, ablandado por la destrucción de su glaseado, no puede servir más que para papel secante...; los metales están siempre cubiertos de herrumbre y no arde la pólvora cuando no se la tiene al abrigo del aire.» Pero sobre todo, lo que debe ocuparnos son los efectos directos de los diversos estados higrométricos en los actos vitales y, por consecuencia, en la manera de obrar de los individuos y, por ello, en los actos so­ ciales. Hay excelentes razones inductivas y deducti­ vas para creer que las funciones del cuerpo se encuen-


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l rail facilitadas por las condiciones atmosféricas, que permiten que se verifique rápidamente la evaporación (Mi la superficie de la piel y en los pulmones. Son mu­ chos los que saben que las personas débiles, en las cuales las variaciones de salud suministran buenos signos de las influencias externas, se encuentran me­ nos bien cuando el aire saturado de agua está á punto do dejarla caer y se sienten mejor cuando el tiempo os hermoso; y que estas personas se sienten slempro enervadas cuando permanecen en una loca­ lidad húmeda, y, por el contrario, fortificadas cuando residen en un país seco. Podemos suponer que esta relación do causa á efecto, verdadera para los indivi­ duos, lo es también, en casos iguales, para las razas. K¡n las regiones templadas, las diferencias en la acti­ vidad constitucional causadas por diferencias en la humedad atmosférica son menos apreciables que en las regiones tórridas; y es que los hombres que las ha­ bitan pueden perder rápidamente agua por sus super­ ficies cutáneas y pulmonares, puesto que el aire, aunjue cargado de agua, la absorbe más cuando su tem­ peratura, en un principio baja, se eleva al contacto del cuerpo. Pero no acontece esto en las regiones tro­ picales, en las que el cuerpo y el aire que le bafia di­ fieren mucho menos de temperatura, siendo frecuente que el aire tonga una temperatura superior á la del cuerpo. La causa de la evaporación depende en este caso casi por completo de la cantidad de vapor am ­ biente. Si el aire es caliento y húmedo, la salida del agua por la piel y los pulmones es muy dificultosa, y, por el contrario, se encuentra sumamente facilitada cuando ol aire es caliente y seco. Por consiguien­ do, en la zona tórrida podemos tener la seguridad de v<m* diferencias constitucionales entre razas, por otra 3


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parte emparentadas, que viven las unas en terrenos bajos saturados de vapor de agua y las otras en lu­ gares en que la tierra está habitualmente resecada por el calor. Puesto que es necesaria la evaporación por la piel y los pulmones para sostener el movimiento de los fluidos á través de los tejidos y favorecer los cambios moleculares, hay que concluir que, siendo las mismas las restantes circunstancias, habrá más actividad en los habitantes de localidades calientes y secas que en los habitantes de localidades calientes y húmedas. En cuanto podemos discernirlos, los hechos justifi­ can esta conclusión. La primera civilización cuyo recuerdo consigna la historia, se ha desarrollado en una región caliente y seca, en Egipto. En regiones también secas y calientes surgieron las civilizaciones babilónica, asiría y fenicia. Pero los hechos son me­ nos sorprendentes cuando hablamos de naciones que cuando hablamos de razas. Cuando se pasa la vista por la carta de lluvias del globo, se ve una superficie casi continua, la región sin lluvia que se extiende á través del Norte de África, Arabia, Persia, Thibet y la Mongolia. Del interior ó de las fronteras de esta región han partido todas las razas conquistadoras del antiguo mundo. La raza tártara, franqueando Ja ca­ dena montañosa límite meridional de esta región, ha poblado la China y los países que la separan de la In­ dia, haciendo que los aborígenes se refugiaran en las montañas. No se ha limitado á dirigir por este lado las olas de invasores que se destacaban de ellas sucesi­ vamente, sino que ha enviado de tiempo en tiempo algunas al Occidente. La raza arya se ha extendido por la India, abriéndose camino á través de Europa. Una vez que la raza semítica dominó el Norte de


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Arica, inflamada por el fanatismo musulmán, con­ quistó una parte de España. Estos tres hechos prueluin que, exceptuada la raza egipcia, que parece ser porfeneció á un tipo inferior, que se ha hecho podei o h u 011 el valle del Nilo, hay tres razas de tipo pro­ fundamente diferente, que hablan lenguas radical­ mente (ÜHfintas que han partido de puntos distintos de la m'i;|óh híh lluvia é invadido regiones relativamente liúmnlaM. Mutas razas no tenían por carácter común l>n Ii'Ium i i j‘i lipoH originalmente superiores: el tipo (árlmo ni Inferior, como el egipcio; pero el carácter <|in l« mCMcomún, que han mostrado al subyugar á las «lemán n r / H M , o h la energía. Cuando vemos este carác­ u l común en razas, por otra parte desemejantes, wlcnijire asociado al mismo hecho, la influencia largo Ilempo continuada de estas condiciones climatéricas onpociales; cuando vemos, por otra parte, que las pri­ meras olas de emigrantes conquistadores que partie­ ron do estas regiones perdieron en países más húme­ dos la energía de sus antepasados, y, á su vez, fueron subyugados más tarde por olas de invasiones de la misma raza ó de razas procedentes de esta región, tei m ' i u o h razón para pensar que existe relación entre el vi,"or constitucional y un aire que, por su calor y su MiMpiodad, facilita las acciones vitales. Tenemos á nucHl.ro alcance un hecho notable que viene en apoyo •le osla conclusión. Volvamos á la carta de las lluvias, y veremos en ella que en el Nuevo Mundo, la mayor piu lo do las regiones casi sin lluvia, comprende á la America Central y á Méjico, donde se han desarro­ llólo civilizaciones indígenas, y que la única región i in lluvia, fuera de esta, es que la que formaba parte •lc| antiguo imperio del Perú, y digámoslo de una vez, Im pul lo en que la civilización anterior ¿ los incas ha


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dejado las huellas más notables. Así, pues, los hechos justifican por vía inductiva la deducción sacada de la Fisiología. Tampoco faltan comprobaciones de menor importancia. La comparación de las razas africanas entre sí, induce á pensar que las diferencias de su constitución tienen por causa diferencias análogas en el estado del clima. Livingstone hace notar (Miss. Trav., 78) que «el calor no basta por sí sólo para en­ negrecer la piel. El calor combinado con la humedad, parece ser la causa incontestable del tinte negro más 3ubido.» Schweinfurth, en su reciente obra titulada El Corazón de África, hace una observación análoga á propósito del tinte relativamente cargado de los denkas y otras tribus que viven en las llanuras de aluvión, á las cuales opone las razas más claras y ro­ bustas que habitan las colinas rocosas del inte­ rior (I, p. 148). Parece ser que se pueden reconocer de una manera general entre estas tribus diferencias correspondientes en la energía y en el progreso social. Mas si yo noto esta diferencia de color, producida en la misma raza entre las tribus sometidas á un calor húmedo y las que están sometidas á un calor seco, es para indicar que probablemente se relaciona con otro hecho: el de que las razas con piel de tinte claro son ordinariamente las razas dominantes. Vemos que así fué en Egipto y que así aconteció con las razas que partieron del centro de Asia para extenderse por el Sur. Los hechos muestran que otro tanto sucedió en el Perú y en la América Central. En fin, si siendo el ca­ lor el mismo el tinte intenso de la piel acompaña á la humedad del aire, en tanto que el tinte relativamente claro de la piel acompaña á la sequedad del aire, la virtual preponderancia de la raza de tinte claro prue­ ba que la actividad constitucional, y en la misma me­


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dida el desarrollo social, encuentra una circunstancia favorable en un clima que permita que la evapora­ ción se verifique rápidamente. No quiero decir con esto que la energía que de ello resulte determine por sí sola un desarrollo social su­ perior: cosa que la deducción no hace suponer ni prueba la inducción. Pero la superioridad de la acti­ vidad constitucional que permite subyugar á las ra­ zas menos activas y usurpar las comarcas más ricas y m;\s variadas que ellos poseían, permite también sacar partido de comarcas que los aborígenes no po­ dían utilizar. § 17. Pasando del clima á la superficie, tenemos que notar, por de pronto, los efectos de su configura­ ción, en cuanto favorezcan ó impidan los efectos de la integración, ya venga en ayuda de la subordinación del individuo á un poder central, ya constituya un obstáculo para ella. Para que se cambien los hábitos de hombres primi­ tivamente cazadores ó nómadas en hábitos del género que se n e c e s ita en las sociedades civilizadas, es pre­ ciso que la superficie ocupada por la sociedad permita que se ejerza con facilidad la coacción y que fuera de ella sean grandes las dificultades de existencia. Las roHistencias opuestas con éxito por las tribus monta­ ñosas, que sacan partido de las dificultades que se preMOntan para perseguirlas, se han repetido muchas ve« o n en multitud de países. Los ilirios fueron siempre Independientes de los griegos sus vecinos, dieron mu«lio que hacer á los macedonios y reconquistaron su Independencia á la muerte de Alejandro. CitemoB imnitién á los suizos, y más recientemente á los puelilon del Cáucaso. Es difícil para los habitantes del d< n¡ rio, como para los de las montañas, el reunirse


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en sociedades consolidadas. La facilidad de escapar á la coacción y los hábitos que convienen á las regiones estériles, oponen grandes obstáculos á la subordina­ ción social. En la Gran Bretaña, superficies por otra parte muy diferentes, han retardado de la misma manera la integración política cuando sus caracteres físicos han hecho difícil la tarea de alcanzar á sus ha­ bitantes. La historia del país de Gales nos enseña que en la región de las montañas ha sido difícil establecer la dominación de un solo jefe, y que ha sido aún más difícil hacer que reconozca la del poder central. Desde los tiempos más antiguos de la historia de Inglaterra hasta 1400, se han necesitado ocho 'siglos para domar la resistencia de la población indígena, y se pasó tiem­ po antes de que el país fuera definitivamente incorpo­ rado á Inglaterra. El país de los fens, guarida desde los más antiguos tiempos de merodeadores y de gen­ tes en guerra con la autoridad establecida, llegó á ser, en la época de la conquista de Inglaterra por los normandos, el último refugio de la resistencia anglo-sajona. Los que se refugiaron en él mantuvieron durante largos años su independencia al abrigo de los pantanos que hacían el país casi inaccesible. Encon­ tramos una última prueba de ello en la independencia tan largo tiempo prolongada, de los highlanders, que no estuvieron sometidos á la autoridad del poder cen­ tral hasta que se abrieron los caminos trazados por el general Wade, que dieron acceso á sus salvajes re­ fugios. Por el contrario, se facilita la integración so­ cial en un país que, aun siendo capaz de sostener una población numerosa, suministra los medios de ejercer coacción sobre las unidades que le componen, sobre todo si al mismo tiempo tal país está limitado por otro en que escaseen las provisiones y abunden los enemi-


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i?os. El Egipto era el que mejor llenaba estas condicio­ nes para la integración social. La superficie ocupada por la nación no oponía ningún obstáculo físico á la fuerza gubernamental. Substraerse á ella huyendo al desierto que limitaba el imperio, era exponerse á morir de hambre ó á ser capturado y esclavizado por las hor­ das nómadas. Comparando estos hechos, los unos en que ciertas disposiciones de la superficie constituyen un obstáculo á la integración social con los otros en que otras disposiciones la favorecen, se puede decir figuradamente, que la integración consiste en una sol­ dadura mecánica que no puede operarse con éxito más que bajo dos condiciones: la presión y la dificul­ tad do escapar á la presión. Aquí mismo recordamos qué fijeza da en ciertos casos extremos la naturaleza do la superficie al tipo social que produce. Desde los tiempos más remotos las regiones áridas del Oriente están pobladas por tribus semíticas, cuyo tipo social rudimentario está adaptado á sus soledades. De una manera semejante, la descripción que Heródoto hace de la manera de vivir de los escitas y de su organiza­ ción social se asemeja en el fondo á las que Pallas hace do los kalmucos. Aun cuando fueran exterminados los habitantes de las regiones adecuadas á los nómadas, no repoblarían con refugiados escapados de las so­ ciedades vecinas, y éstos se verían forzados á adoptar la vida nómada por la naturaleza de su residencia y una forma de unión social compatible con esta natu­ raleza, así como también las ideas, los sentimientos y los usos apropiados á tales comarcas. De esto tene­ mos en los tiempos modernos un ejemplo que prueba mucho. No se trata de la regenesis de una sociedad adaptada á un país, sino de una génesis de novo. Desde 1a colonización de la América del Sur, cierta parte


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de las Pampas se ha convertido en refugio de tribus de rapiña semejantes á los beduinos. Otro carácter que es de notar de la superficie habi­ tada porque tiene influencia en la génesis social, es su mayor ó menor heterogeneidad. En iguales circunstan­ cias, los países casi uniformes son desfavorables al pro­ greso social. Prescindiendo por el momento de los efec­ tos de la uniformidad de la superficie en la fauna y en la flora, diremos que esta causa supone la ausencia de materias inorgánicas, de experiencias y de hábitos variados, y que, por consiguiente, constituye un obs­ táculo al desarrollo del comercio y de las artes usua­ les. Ni el Asia central, ni la región central del conti­ nente americano, han dado nacimiento á una civiliza­ ción indígena 'algo adelantada. Aunque sea posible introducir en países como las estepas de Rusia civiliza­ ciones que se hayan desarrollado en otra parte, no son apropiados para dar nacimiento á una civilización,, porque en ellos son insuficientes las causas de diferen­ ciación. La uniformidad de clima, aunque provenga de otras causas, tiene en todas partes el mismo efec­ to. Como M. Dana dice de una isla de coral: «De todas las artes de la civilización, ¿cuántas podrían existir en una isla cuyos únicos instrumentos cortantes son conchas, donde hay el agua dulce precisa para las necesidades domésticas, donde no hay río, ni monta­ ña, ni colina? ¿Cómo podría ser inteligible la litera­ tura y la poesía de Europa para gentes cuyas ideas no traspasan los límites de una isla de coral, que nun­ ca jamá3 concibieron que una superficie de tierra tuviera más de media milla de ancho y que una pen­ diente fuera más rápida |que la de la playa ó que pu­ diera haber otro cambio de estación que una varia­ ción en la cantidad de lluvia que cae?»


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Por el contrario, el efecto producido por la hetero­ geneidad geográfica y geológica en favor del progre­ so social, salta á la vista. Sin duda, en un sentido absoluto, el valle del Nilo no presenta una gran va­ riedad de formas; pero es muy variada si se la com­ para con los terrenos adyacentes. Allí se encuéntralo que parece ser el antecedente más constante de la ci­ vilización, la yuxtaposición de la tierra y del agua. Sin duda los asirios y babilonios no ocupaban comar­ cas que se distinguieran por su variedad;- pero sus países eran variados si se le comparaba con las re­ giones sin ríos que se extendían al Oriente y al Occi­ dente. La faja de tierra en que nació la sociedad feni­ cia, tenía todas las ventajas de una costa relativa­ mente extensa; regada por numerosos ríos, la des­ embocadura de éstos señalaba el emplazamiento de las ciudades principales, y el interior del país se divi­ día entre llanuras y valles separados por colinas, ro­ deados en el fondo por montañas. Todavía se ve mejor que la heterogeneidad es el carácter del territorio donde se verificó el desarrollo de la sociedad griega; la tierra y el mar se distribuían en él de mil maneras siempre complicadas, y la variedad de contornos de la superficie de la naturaleza del suelo es allí infinita. Según nota M. Tozer, en sus Lecciones de geografía de Grecia, publicadas recientemente, «en ninguna parte de Europa, y quizá pueda decirse que en nin­ guna otra parte del mundo, se presenta una variedad tan grande de caracteres naturales reunidos en la misma superficie como en Grecia». Los mismos grie­ gos habían observado los efectos producidos en su propio territorio por la diferencia que separa de las costas el interior. «Los filósofos y los legisladores de la antigüedad estaban profundamente penetrados de


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la diferencia entre una ciudad del interior y una ciu­ dad marítima : en las primeras, sencillez y vida uni­ forme, fidelidad á las antiguas costumbres y aversión á las nuevas y á los extranjeros, sentimientos simpá­ ticos exclusivos muy fuertes, y un espíritu provisto de pocas ideas y de débil alcance; en las últimas, varie­ dad y novedad en las sensaciones, imaginación expan­ siva, tolerancia y, á las veces, preferencia por las costumbres extranjeras, actividad mayor de los indi­ viduos y, por consiguiente, mutabilidad del Estado.» (Historia de Grecia, I I , 296.) Por más que se vea clara­ mente que los efectos de que habla Grote se deban en gran parte al comercio con el extranjero, como este mismo comercio depende de las relaciones existentes entre la tierra y el mar, hay que reconocer en estas relaciones la causa primera de la diferencia. Notemos que en Italia la civilización ha encontrado también un teatro de una complejidad considerable, desde el doble punto de vista de la geología y de la geografía, y pa­ semos al Nuevo Mundo, donde veremos lo mismo. La América Central, en que nacieron las civilizaciones de este continente, es comparativamente multiforme, y posee especialmente una nueva linea de costas. Otro tanto puede decirse de Méjico y del Perú. La llanura mejicana, rodeada por cadenas de montañas, contenía hermosos lagos. El de Tezcuco, con sus islas y sus riberas, era el asiento del gobierno. También vemos que el Perú tenía una superficie diversamente accidentada, y que el centro del poder de los incas estaba en las islas montañosas del gran lago Titicaca, irregularmente recortado y situado á una gran alti­ tud. Nos resta ver cómo afecta al progreso el suelo, desde el punto de vista de su fertilidad ó de su esteri­ lidad. Se cree que la abundancia de substancias ali-


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menticias, conseguida sin grandes esfuerzos, es desfa­ vorable á la evolución social. Algo hay de verdad en esta creencia, pero no tanto como se cree. Los diver­ sos pueblos semicivilizados del Pacífico, los hawayanos, tahitianos, tongas, samoanos y fidjianos, son tan pobres como en lugares en que una mayor fertilidad hace la vida relativamente fácil, y el progreso está más adelantado. En Sumatra, donde la fecundidad del suelo es tal, que el arroz da de 80 á 140 por uno, y en Madagascar, en que da de 50 á 100 por uno, y donde otros trabajos están remunerados con tanta largueza, el desarrollo social no ha sido insignificante. En el continente adyacente sucede lo mismo. Los cafres, que habitan un país de ricos y extenses pastos, pre­ sentan un contraste ventajoso para ellos, tanto desde el punto de vista del individuo, como desde el punto de vista social, con las razas vecinas que ocupan regio­ nes relativamente improductivas. En fin, las regiones del Africa Central en que las razas indígenas han rea­ lizado más progresos sociales, las de los achantís y las de Dahomey, viven en medio de una vegetación su­ mamente lujuriosa. Por otra parte, no tenemos mis que recordar el Valle del Kilo y las inundaciones ex­ traordinariamente fertilizadoras á que naturalmente está sometido, para ver que la sociedad más antigua de nosotros conocida tuvo origen en una región que, á todas sus restantes ventajas, agregaba la de una gran fertilidad. Respecto de la fertilidad podemos reconocer una verdad análoga á la que hemos reconocido respecto del clima, es á saber: que no son posibles las primeras fases de la vida y del progreso social más que en los lugares en que son relativamente débiles las resisten­ cias que hay que superar. De la misma manera que


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es necesario que los actos usuales que impiden ó con­ trabalancean la pérdida de calor, se hallen suma­ mente desarrollados antes que las regiones relativa­ mente inclementes puedan poblarse bien, así hace falta que las artes agrícolas se hallen sumamente des­ arrolladas antes que los territorios menos fértiles pue­ dan nutrir poblaciones bastantes numerosas para que en ellas sea fácil la evolución social. Como, por otra parte, las artes, de cualquiera género que sean, no hacen progresos sino en relación directa con los pro­ gresos en volumen y estructura de las sociedades, debe haber sociedades en comarcas en que se puedan procurar substancias alimenticias abundantes por me­ dio de artes inferiores, antes de que puedan desarro­ llarse las artes necesarias para explotar las comar­ cas menos productivas. Mientras son débiles y poco desarrolladas, las sociedades no pueden sobrevivir más que en los parajes en que son menos difíciles las condiciones. Las sociedades más fuertes y más des­ arrolladas que descienden de aquéllas, y que han he­ redado su organización, sus artes y su saber, son las únicas que poseen la aptitud para sobrevivir en los lugares en que las condiciones son más difíciles. Hay que añadir que es un factor importante la variedad en la naturaleza del suelo, puesto que es una causa de la multiplicación de los productos vege­ tales que favorece grandemente el progreso social. Es claro que, independientemente de los restantes obs­ táculos que se oponen al progreso, la pobreza de mate­ riales, lo será grande en el país de los damaras, don­ de la uniformidad de la superficie llega al punto de que cuatro especies de mimosas excluyan casi por completo cualquiera otra clase de árbol ó de arbusto. Pero tocamos á un nuevo orden de factores.


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§ 18. No hay para qué decir que la composición de la flora de una comarca la hace más ó menos pro­ pia para sostener una sociedad. Sin embargo, hay que mostrar que si una flora imperfecta constituye un obs­ táculo negativo al progreso social, una flora lujuriosa no le favorece necesariamente, y hasta puede impe­ dirlo. Examinemos rápidamente estos dos grupos de efectos. Hay esquimales que no tienen absolutamente nin­ guna madera; otros no tienen más que la que el Océano arroja sobre sus costas. En esta extremidad se sirven de nieve ó de hielo para edificar sus casas, se ingenian para hacer tazas con piel de foca y hasta ar­ cos de hueso ó de cuerno; prueba de que el progreso de l¿is artes manuales se encuentra grandemente impe­ dido por la falta de productos vegetales. En esta raza ártica, como en la de los fuegos, situados en las regio­ nes antárticas, la ausencia ó extrema rareza de plan­ tas que contengan un producto vegetal constituye un obstáculo insuperable para el progreso social, puesto que obliga á los habitantes á hacer uso de una alimen­ tación animal, cuya cantidad es naturalmente más limitada. Pero, en estas regiones, al frío extremado se agrega la rareza de las substancias alimenticias para poner un obstáculo al progreso social. La mejor prueba <lo esto so encuentra en la Australia. El clima en este país os, después do todo, favorable; pero la rareza deplantas propias pura el alimento y para otros usos, lia contribuido en parto á detener al hombre en el es­ tado más degradante de la barbarie. En Australia hay •uporficies inmensas doude no se cuenta más que un habitante por cada 60 millas cuadradas; estas regioiiom no pueden contener una sociedad que tenga la densidad necesaria para desenvolver una civilización.


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Recíprocamente, después de haber observado cómo el aumento de la población, que hace posible el pro­ greso de evolución social, se encuentra favorecida por la abundancia de productos vegetales, como se ha visto arriba cuando hemos hablado de la fertilidad del suelo, notaremos la influencia que la variedad de estos productos ejerce en el mismo sentido. No sola­ mente veremos que las sociedades poco desenvueltas que viven en regiones cubiertas por plantas de espe­ cies numerosas, que pueden contar sobre diversas es­ pecies de raíces, de frutos, de cereales, etc., encuen­ tran en esta variedad de productos alimenticios una salvaguardia contra las hambres que resultarían de la pérdida de una cosecha única, sino que reconocere­ mos que los diversos materiales utilizables suministra­ dos por una flora heterogénea, hacen posible la multi­ plicación de los resultados que de ellos se pueden sa­ car y, por consiguiente, el progreso de las artes y el desarrollo de la destreza y de la inteligencia que le acompaña. Los de Tahití tienen en su isla maderas propias para servir de armadura y para la techumbre de sus casas, y hojas de palmera para cubrirlas; en ella encuentran plantas que les dan fibras, de las cua­ les hacen cuerdas, sedales para pescadores, este­ ras, etc.; la corteza de tapa, bien preparada, les su­ ministra tela para las diversas partes de su vestido; )a nuez de coco les da tazas; encuentran materiales para hacer cestas, tamices y diversos utensilios do­ mésticos; tienen á su alcance plantas de donde sacan perfumes para sus cosméticos, flores con las cuales se hacen coronas y guirnaldas; tintes de los que se sir­ ven para imprimir dibujos en sus vestidos. Además, poseen diversas plantas alimenticias; el árbol del pan, el taro, el yam, la patata, el arrow-root, la raíz del


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liolecho, la nuez de coco, la banana, el jambo, el tii )ot, la caña de azúcar, etc., de donde sacan numero­ sos alimentos completamente preparados. En fin, para utilizar todos estos materiales se necesita una educa<¡ón y un aprendizaje que contribuye de diversas ma­ neras al progreso social. Para juzgar de la influencia de la heterogeneidad de una flora, desde el punto de visla alimenticio, no tenemos más que ver los resultados producidos en un pueblo limítrofe, pero muy diferente por h i i carácter y por su organización política. Los IldjianoN, caníbales feroces, gobernados por sentiiiiim l o h en muchos respectos antisociales, han llegado <11 las artos á un grado de desarrollo comparable al dn los taitianos; entro ellos la división del trabajo y la organización comercial están más adelantados, que en una comarca igualmente notable por la variedad desús productos vegetales. Entre las mil especies de plantas indígenas de las islas Fidji, las hay que suministran á Ion habitantes materiales para todo, desde la construc­ ción de canoas de guerra, que pueden transportar 300 hombres, hasta la fabricación de tintes y perfumes. No podría objetar que los naturales de Nueva Zelanda, i pío presentan un desarrollo social tan elevado como 11imdo Tahiti ó los de las islas Fidji, tienen una coniiircu cuya flora indígena no es variada. Pero se podrlii. responder que, por su lengua y su mitología, los sal.uralcH de Nueva Zelanda pertenecen á una rama de 11 raza inalayo-polinesa que se separaría del tronco limpias de la época en que las artes se hubieran desiii rollado coesiderablemente; debieron llevar consigo i i,lr i artes al mismo tiempo que ciertas p'antas cultivndaH, en una región pobre sin duda en plantas commiiliIcH, pero abundantemente provista de otras pllinta'4 útiles.


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Como hemos hecho presentir más arriba, una vege­ tación lujuriosa puede, en determinadas circunstan­ cias, constituir un obstáculo al progreso: nos referimos á una vegetación que suministre materiales de que se puede sacar partido. La región inclemente habitada por los fueguianos es, cosa extraña, mucho peor to­ davía por la semivegetación de los bosques de árbo­ les raquíticos que cubren las alturas rocosas, y sin embargo, los andamanes, se encuentran en circuns­ tancias muy diferentes, y también se ven reducidos á vivir en las riberas del mar por los impenetrables matorrales que cubren al país. Hay en las regiones ecuatoriales países casi inútiles, aun para las razas semicivilizadas, gracias á los juncales y á los bosques impenetrables de que están cubiertos, de los que los indígenas no pueden sacar absolutamente ningún par­ tido porque carecen de instrumentos para desembara­ zar el suelo. No había allí para el hombre primitivo, armado solamente con groseros utensilios de piedra, más que un pequeño número de puntos de la tierra de que pudiera sacar partido, porque no eran ni de­ masiado infecundos ni demasiado ricos; nueva prueba de que las sociedades rudimentarias se hallan á mer­ ced de las circunstancias ambientes. § 19. Réstanos hablar de la fauna de la región ocupada por una sociedad. Evidentemente la fauna tiene una importancia considerable, tanto sobre el grado como sobre el tipo del desarrollo social. La existencia ó no existencia de animales salvajes propios para la alimentación, determina el género de vida que lleva el individuo, y, por consiguiente, la especie de organización social. Cuando, como en la América del Norte, hay bastante caza para sostener á las razas indígenas, la caza llega á ser la ocupa-


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elón principal del hombre. La población, obligada á correr tras de la caza, adopta costumbres más ó meiioh nómadas, causa permanente del abandono de la uj-i ¡cultura, que dificulta el aumento de población y d progreso industrial. Basta mirar las razas poliiio n íu h para ver on ellas el ejemplo de lo contrario: nomo la launa no es considerable en las islas de la Polinesia, el hombre se ha visto obligado á ser agri cultor .y á llevar la vida que es su consecuencia; la población lia aumentado en ellas, en las artes han lincho bastantes progresos; prueba del efecto conside­ rable que la especie y la cantidad de vida animal utili/,al)le tienen sobre la civilización. Una ojeada sobre un Upo social que todavía existe, el tipo pastoril, que Im jugado en el pasado tan gran papel en el progremo, nos hace ver que en grandes regiones la fauna indlf-.ntia ha sido la causa principai de la forma de unión nodal. Por una parte sin caballos, sin camellos, sin buoyos, sin carneros ni cabras, en una palabra, sin mamíferos susceptibles de soportar la domesticidad, no hubieran podido vivir en sus comarcas primitivas laii tres razas conquistadoras; y, por otra parte, lle­ vando consigo esta manera de vivir, las relaciones socinlon <pio lo convienen ha impedido mientras duró, la 1‘nrmución de uniones sedentarias más extensas, ......lición necesaria de las relaciones sociales superioI'om Wneordomos el partido que han sacado los lapolio# do mis renos y de sus perros, los tártaros de sus • aliados y de sus rebaños, los americanos del Sur de miim lunias y cabíais, y veremos todavía mejor que, ••iili o nilón, la naturaleza de la fauna, combinada con U di* la Nuporficie, continúa siendo todavía una causa •i'> dnimu lón en cierto período de la evolución. Mi ulia launa es un factor importante de la evolución


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por la abundancia ó la rareza de los animales útiles al hombre que pueda contener, lo es también por la abundancia ó la rareza de los animales peligrosos que encierra. Los grandes carnívoros son en ciertos para­ jes, en Sumatra, por ejemplo, obstáculos para la vida social. En esta isla, en efecto, no es raro el que una aldea se vea despoblada por los tigres. En la India, sólo una tigre ha causado la destrucción de trece al­ deas y el abandono de los cultivos en una superficie de más 256 millas cuadradas, y en 1869, uno de estos animales mató á 127 personas é interceptó un camino durante varias semanas. No tenemos más que recor­ dar los estragos que los lobos hicieron en otro tiempo en Inglaterra y el que están causando todavía en el Norte de Europa, para ver que los animales de presa pueden constituir un obstáculo á una de las condicio­ nes del progreso social, la libertad de ir y venir fuera de las habitaciones y la libertad de las relacio­ nes. No debemos tampoco olvidar qué obstáculo ponen los reptiles á la conquista del suelo, esa condición esencial del progreso de la agricultura. En la India, por ejemplo, según el doctor Frayrer, mueren anual­ mente de mordeduras de serpientes 20.000 personas, yhay memorias oficiales que elevan esta cifra á 25.664. A estos males que causan directamente al hombre los animales superiores, hay que añadir los males indi­ rectos que causan los insectos que destruyen las cose­ chas. Parece á las veces que los perjuicios de este género afectan considerablemente el modo de vida in­ dividual, y, por consiguiente, de la vida social: en la Cafrería, por ejemplo, donde las cosechas están ex­ puestas á las depredaciones de los mamíferos, de las aves y de los insectos, y donde estos desastres retar­ dan la transformación del estado pastoril en un géne­


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ro de vida superior, y también entre los bechuanas, cuyo pais «poblado por innumerables bandas de ani­ males que se cazan, se encuentra á las veces desolado por nubes de langostas». Evidentemente, cuando es todavía débil la inclinación que lleva los hombres á la industria, la incertidumbre de ver remunerado su trabajo debe impedirles dedicarse á él y volverles prontamente á su antiguo género de vida, y es posible el retorno. Otros muchos perjuicios, causados especialmente por los insectos, acarrean serios obstáculos al pro­ greso social. La experiencia que todo el mundo ha he­ cho en Escocia, donde los mosquitos fuerzan algunas veces á volver á entrar, basta para mostrar hasta dónde debe llegar en las regiones tropicales la plaga de las moscas, para quitar á hombres, ya poco incli­ nados al trabajo, el valer de ocuparse en el exterior, lín las orillas del Orinoco, por ejemplo, las personas se saludan por la mañana con estas palabras: «¿Cómo os han tratado los mosquitos?» El tormento que causan estos mosquitos es tal, que un sacerdote no quería creer que Humboldt se hubiera sometido voluntaria­ mente á él, con'el único objeto de ver el país. Asimis­ mo el deseo de reposo debe dominar sobre el motivo ya débil que le inclina al trabajo. Los efectos de las picaduras de moscas sobre el ganado modifican tam­ bién de una manera indirecta la vida social, por ejem­ plo, entre los kirguises, que se ven obligados por los enjambres de moscas que les atacan á volver sus re­ baños hacia las montañas, por lo menos en el mes de Mayo, cuando las estepas se hallan cubiertas por ricos pastos, y también en Africa, donde el tsetsé prohíbe la vida pastoril en ciertas localidades. Añadamos quej por otra parte, los termitas provocan un profundo


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descorazonamiento. En algunas partes de Africa lo devoran todo: trajes, muebles, camas, etc. «Los ex­ tragos de las hormigas blancas pueden arruinar á un hombre rico de la noche á la mañana», decia un nego­ ciante portugués á Livingstone. Estos animales cau­ san otros muchos perjuicios. Según nota Humboldt, en un país en que los termitas destruyen todos los do­ cumentos, no puede haber civilización adelantada. Existe, pues, una relación íntima entre el tipo de vida social indígena de una localidad y el carácter de la fauna indígena. La presencia ó la ausencia de espe­ cies útiles y la presencia ó ausencia de especies peli­ grosas, tienen efectos favorables ó nocivos en la civi­ lización. Estos efectos varían, según los caracteres particulares y las proporciones de estas causas, y su resultado no es únicamente el avance ó el retroceso del progreso social, considerado en general, sino que es también una minoración ó un aumento de las dife­ rencias específicas que separan á los órganos y funcio­ nes de la sociedad. § 20. No hay para qué enumerar completamente esos factores originales externos con sus combinacio­ nes innumerables. Harían falta años para dar cuenta completa de los factores que acabamos de señalar su­ mariamente, y habría que añadir un gran número de acciones especiales que ejercen condiciones circundan­ tes de las que todavía no hemos dicho nada. Se necesitaría, por ejemplo, decir los efectos que producen los diferentes grados y los diferentes modos de distribución de la luz en la vida y usos caseros de los islandeses, por ejemplo, á consecuencia de la lon­ gitud de las noches árticas; habría también que ha­ blar de los efectos de orden menos importante que las diferencias de resplandor de la luz del día producen


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mi los climas luminosos y en los climas brumosos en H estado mental, y, en consecuencia, en las acciones «lo sus habitantes. Todo el mundo sabe que un buen fiompo, cuando es habitual, favorece las relaciones «ocíales al aire libre, y que la inclemencia del cielo, cuando es habitual, inclina á la vida de familia y al interior del hogar; que, por consecuencia, estas cau­ sas ejercen influencia en el carácter de los ciudada­ nos. Hay que tener en cuenta estas d- s causas. No hay tampoco que olvidar las modificaciones de las ideas y de los sentimientos populares que sobrevienen por efecto de fenómenos meteorológicos imponentes. Además de los efectos á que Buckle atribuyó gran importancia, que las manifestaciones grandiosas é inesperadas de las fuerzas naturales producen en la Imaginación de los hombres, y, por consiguiente, en su conducta, hay necesidad todavía de notar los efec­ tos de otros géneros que entrañan; los que, por ejem­ plo, producen sobre el tipo de la arquitectura de un país los temblores de tierra que causan frecuente­ mente desolaciones en él y que hacen que se prefieran las casas bajas y edificadas ligeramente, lo que modi­ fica á la vez los arreglos domésticos y las costumbres estéticas. No es esto todo. La naturaleza del combus­ tible que suministra una localidad, tiene consecuen­ cias que se extienden en diversos sentidos. Vemos esto cu el contraste que existe entre la ciudad de Londres (Im una parte, donde se quema carbón y donde las filas d«* casas ennegrecidas por el humo deben su aspecto Ii IhIo y sombrío al polvo de carbón que absorbe la lir/., y de otra parte, las ciudades del continente en «Ino hü quema madera, donde la atmósfera es clara y donde ol uso de los colores brillantes produce un eslado do sentimiento diferente, y, por consecuencia, de


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resultados distintos. ¿Habrá necesidad de decir que la mineralogía de una región afecta á su civilización y á su industria? Que falten en absoluto los metales, y la civilización, no franqueará la edad de piedra; la pre­ sencia del cobre puede acarrear un progreso; si hay estaño en el mismo sitio ó en un lugar próximo, se puede hacer bronce, y, por consecuencia, realizar un nuevo progreso, y si se encuentra un mineral de hie­ rro, se puede dar un paso más hacia adelante. Asi­ mismo también las dimensiones y el tipo de la edifica­ ción dependerán de la existencia ó no existencia de cal en el país, y los hábitos domésticos y sociales, lo mismo que la cultura estética, sufrirán su influencia. La existencia de fuentes calientes que en la antigua América Central fué el punto de partida de una alfare­ ría, es ciertamente una condición poco importante del progreso; sin embargo, nos recuerda, que cada combinación particular de las condiciones puede tener una influencia propia que determine las condiciones de la industria que ha de prevalecer, y, por consi­ guiente, del tipo de organización social del país en que exista. Pero una exposición detallada de los factores origi­ nales externos, sea de los más importantes que hemos indicado á grandes rasgos en las páginas que prece­ den , sea de los menos importantes que acabamos de recordar, pertenece á la ciencia que llamaremos So­ ciología especial. Quien, en el nombre de los princi­ pios generales de la ciencia, quisiera intentar la ex­ plicación de la evolución de cada sociedad, tendría que dar una exposición completa de estas diversas causas locales y que enumerar sus géneros y sus di­ versos grados. Hay que dejar esta empresa á los so­ ciólogos del porvenir.


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§ 21. Me he propuesto simplemente dar en este capítulo una idea general de los factores originales externos, indicar sus órdenes y clase de manera que el lector se dé cuenta de la verdad que no he hecho más que enunciar en el capítulo precedente, es á sa­ ber: que la naturaleza del medio concurre con la na­ turaleza de los hombres á determinar los fenómenos sociales. Al enumerar estos factores originales externos, ha­ ciendo notar el importante papel que juegan, hemos ob­ tenido, entre otros resultados, el de poner de manifies­ to un hecho que se podría no apercibir, cual es que en los primeros tiempos de la evolución social el pro­ greso dependía mucho más de las condiciones locales que en tiempos más avanzados. Sin duda las socieda­ des que hoy mejor conocemos, aquella cuya organi­ zación es más compleja, que disponen de un aparato más rico de medios, que poseen los más grandes co­ nocimientos, pueden, gracias á diversos artificios pros­ perar en comarcas desfavorables. Como así sucede con los tipos sociales inferiores actualmente existen­ tes, podemos de ello concluir que la influencia de los factores originales externos ha sido todavía mayor en los tipos sociales mucho menos desarrollados que han precedido á los tipos actuales. Hay también que notar que encontramos en este estudio sumario una respuesta á preguntas que á las veces se suscitan para hacer hacer objeciones á la doctrina de la evolución social. ¿Cómo es, se dice, que tantas tribus salvajes no han hecho ningún progreso manifiesto durante el largo período á que se extiende la historia de la humanidad? Si es cierto que la espe­ rto humana ya existía antes de los últimos períodos Koológicos, ¿por qué durante cien mil años, ó más, no


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hubo ninguna civilización apreciable? Digo que pue­ de contestarse de una manera satisfactoria á estas preguntas. Desde que arrojamos la vista por las cla­ ses y por los órdenes en que hemos colocado los fac­ tores sociales ya mencionados y notamos la rareza de la combinación de circunstancias favorables y desfa­ vorables que puede sólo ayudar al desarrollo de los gérmenes de una sociedad; desde que recordamos que, en la medida en que los instrumentos son raros y gro­ seros, el conocimiento débil y la facultad de coopera­ ción poco desenvuelta, es preciso en medio de seme­ jantes dificultades un tiempo larguísimo para realizar el menor progreso; desde que nos fijamos en el esta­ do misérrimo de grupos sociales que los expone á to­ dos los cambios desfavorables y, por consecuencia, á perder frecuentemente las débiles conquistas que hu­ bieran podido hacer, nos es posible comprender por qué, durante un enorme lapso de tiempo, no se ha desarrollado una sociedad considerable. Ahora que hemos pasado revista general á estos factores originales externos, que hemos reconocido la extrema importancia del papel que juegan en la evolución social, sobre todo en los primeros períodos, y que hemos indicado cómo se puede explicar por qué ha tardado tanto en aparecer y por qué en una gran parte del globo no ha aparecido todavía, podemos de­ jarlos; no nos pertenece de manera alguna ocuparnos de ellos detalladamente. Al tratar, en efecto, de los principios de Sociología, lo que vamos á hacer en se­ guida, tendremos que ocuparnos de la estructura y délas funciones de las sociedades en general, sepa­ rándolas , en cuanto sea posible, de los hechos sociales debidos á circunstancias especiales. En lo sucesivo nos ocuparemos de los caracteres de las sociedades


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que dependen especialmente de la naturaleza intrín­ seca de sus unidades más bien que de los caracteres determinados por influencias externas particulares. Nosotros reconoceremos su existencia, pero sólo de tiempo en tiempo ó tácitamente.


CAPITULO IV

FACTORES ORIGINALES INTERNOS

§ 22. Para exponer convenientemente los factores originales internos se necesitaría, lo mismo que para los factores originales externos, muchos más conoci­ mientos del pasado de los que tenemos. Por una par­ te, á la vista de osamentas humanas y de objetos que ponen de manifiesto acciones humanas que se han descubierto en formaciones geológicas y en los depó­ sitos de cavernas, y que remontan á épocas anterio­ res, desde las cuales se han operado grandes cambios en el clima y en la distribución de las tierras y de los mares, nos vemos obligados á concluir que las comar­ cas del género humano nunca dejaron de experimen­ tar tales modificaciones, sin poder, con todo, hacer otra cosa que vagas conjeturas sobre la naturaleza de estas modificaciones. De otra parte, las modifica­ ciones que no han dejado de sufrir las comarcas su­ ponen que las razas que á ellas han estado expuestas experimentaron cambios de función y de estructura de los que comúnmente no sabemos otra cosa sino que se han verificado. Los hechos de experiencia fragmentaria que por el momento tenemos, no nos permiten sacar conclusiones netas sobre la cuestión de en qué y hasta qué punto


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los hombres del pasado diferían de los hombres de hoy. Sin duda existen vestigios que por si sólos dan motivo para pensar que el tipo de las razas primiti­ vas era inferior. Citaremos entre otros el cráneo de Néanderthal y otros semejantes con sus enormes pro­ tuberancias suborbitarias, carácter eminentemente simiano. Hay también el cráneo encontrado reciente­ mente por M. Gillman en una vallada del río de Détroit en el Michigan, que describe como un cráneo se­ mejante al de un chimpancé por la anchura de las superficies de inserción de los músculos temporales. Pero como se ha encontrado este cráneo notable al lado de otros que no lo eran, y como no se ha proba­ do que los cráneos del género del de Néanderthal, sean de una época más antigua que los que no se des­ vían mucho de las formas conocidas, no se puede sacar de tales datos ninguna conclusión firme. Otro tanto cabe decir de las restantes partes del es­ queleto. Un hueso que se ha descubierto en Settle, en una caverna donde habría sido depositado, según M. Geikie, antes del último periodo interglacial, y que el profesor Busk ha reconocido por un hueso hu­ mano, es, según este sabio, un peroné excepcionalmen­ te pesado y semejante á otro peroné que se ha encon­ trado en Mentón en otra caverna. Sin embargo, dice al mismo tiempo que existe en el museo del Colegio de los cirujanos otro peroné reciente tan macizo. To­ do lo que, al parecer, podemos decir es que una for­ ma que en tiempos remotos no era rara y que proba­ blemente constituía la regla, es hoy rarísima. Un he­ cho análogo, pero quizá más positivo, es el extremo aplanamiento de las tibias de algunas razas antiguas que se designan con el nombre de platicénicas. Este carácter señalado al principio por el profesor Busk y


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M. Falconer como propio de una raza de hombres que habían dejado sus huesos en las cavernas de Gibraltar, encontrado más tarde por M. Broca en los restos de los trogloditas de Francia, acaba de volver­ se á encontrar por M. Busk en los restos humanos de las cavernas del Denbighshire; y más recientemente ha mostrado M. Gillman que pertenecían á las tibias ha­ lladas al lado de los utensilios más groseros de piedra en las valladas del río St-Clair en el Michigan. Como no se conoce ninguna raza actual que posea tal ca­ rácter, que existía en razas que han vivido en regio­ nes tan alejadas unas de otras como Gibraltar, Fran­ cia, el país de Gales y la América del Norte, se tiene el derecho de concluir que una raza antigua derra­ mada en una superficie inmensa difería en este punto de la estructura de las razas que han sobrevivido. Parece que los hechos actualmente conocidos no autorizan más que dos conclusiones generales. La primera es que en épocas alejadas de nosotros, lo mis­ mo que hoy, había hombres que diferían entre sí por diferencias considerables en la estructura ósea y pro­ bablemente por otras; y la segunda que ciertos rasgos de animalidad ó de inferioridad que presentan algu­ nas de estas antiguas variedades han desaparecido ó no se encuentran más que á título de excepción. § 23. Así, pues, no sabemos gran cosa de los fac­ tores originales internos, en el extenso sentido que comprende los caracteres del hombre prehistórico; pero, reconocido este punto, nos asiste el derecho de concluir que, según las investigaciones de los geólo­ gos y de los arqueólogos en remotísimos períodos, co­ mo desde el comienzo de la historia, no ha dejado de operarse una continua diferenciación de razas; que Jas razas más poderosas y las mejor adaptadas han


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suplantado á las menos poderosas y peor adaptadas, que constantemente han hecho retroceder á las co­ marcas menos deseables á las razas inferiores y que algunas veces las han anonadado. Ahora que estamos en posesión de esta concepción general del hombre p rim itivo, debemos limitarnos á completarla, en cuanto podamos, con el estudio de las razas existentes que, á ju zgar por sus caracteres físi­ cos y sus instrumentos, se asemejan más al hombre primitivo. En lugar de encerrar en un capítulo todas las clases y subclases de los caracteres que tenemos que exponer, consideramos preferible agruparlos en tres capítulos. Comenzaremos nuestro estudio por el carácter físico, seguiremos con el emocional y termi­ naremos con el intelectual.


C A P IT U L O V

EL HOMBRE PRIMITIVO FÍSICO

§ 24.

Cuando se observa que en el número de las

razas no civilizadas hay que comprender á los pata­ gones cuya altura es de seis á siete pies y los restos que todavía se encuentran en A fric a de un pueblo bár­ baro que Heródotó llamaba pigmeos, no se puede decir que exista relación directa entre el estado social y la talla del hombre. Entre los indios de la Am érica del Norte hay razas de elevada estatura que se dedican á la caza; pero en otras partes se encuentran otras ra­ zas de enanos, también cazadoras, como por ejemplo las de los bosquimanos. Entre los pueblos pastores se encuentran también razas rechonchas como los kir­ guises y otras de elevada estatura, como los cafres. Entre las razas agrícolas existen análogas diferen­ cias. Sin embargo, considerados en masa, los hechos ha­ cen suponer que existe una relación media entre la barbarie y la inferioridad de estatura. En la Am érica Central los chinukos y los individuos de diversas razas próximas, tienen pequeña estatura, y se dice que la talla de los chochones es verdaderamente exigua. En­ tre las razas de la Am érica del Sur, el indio de la Gu­ yana no pasa de cinco pies y cinco pulgadas, y el pro­


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medio de la talla entre los aruacs es de cinco pies y cuatro pulgadas; es raro que la de los guaraninos a l­ cance cinco pies. Otro tanto acontece con los pueblos no civilizados del Asia septentrional. Según Pallas, los ostiacos son pequeños, los kirguises no tienen por término medio más que cinco pies y tres ó cuatro pul­ gadas, y en los relatos de los viajeros leemos que los kamtschadales son en general de corta estatura. Lo mismo sucede en el Asia meridional. En general, los tamuls indígenas de la India son más pequeños que los indios. Según otro autor que escribe sobre las tri­ bus de las montañas, los hombres de la de los putuaehos no pasan de cinco pies y dos pulgadas y la de las mujeres cuatro pies y cuatro pulgadas. Otro escri­ tor calcula el término medio de la estatura de los lepchas en cinco pies. En fin, la tribu quizá más degra­ dada de las que habitan el Indostán, no tiene más que cinco pies los hombres y cuatro y ocho pulgadas las mujeres. Se percibe claramente la relación que liga á la barbarie con la pepueñez de la talla, cuando se comparan unas con otras las razas más inferiores. Se nos dice que algunas tribus de la Tierra del Fuego no lionen más de cinco pies. Entre los andamanes, los hombres varían de cuatro pies y diez pulgadas á casi claco pies. Entre los veddahs las variantes oscilan mitre cuatro pies y una pulgada y cinco pies y tres pulgadas, y la talla ordinaria es de cuatro pies y nue­ vo pulgadas próximamente. Agreguemos que la talla ordinaria de los bosquimanos es de cuatro pies y cua­ tro pulgadas y media, ó, según Barrow, cuatro pies y mcIm pulgadas

la de los hombres y cuatro la de las mu-

JcrcH, Una raza vecina, la de los akkas, recientemen* le doMcubierta en el centro de A frica por Scheweinfurl.li, presenta una talla que varía entre cuatro pies


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y una pulgada y cuatro pies y diez pulgadas. Proba, blemente serán más pequeñas las mujeres, que no han sido vistas por él. ¿Hasta qué punto la pequeñez de la talla es un ca­ rácter de las razas inferiores y hasta qué punto este carácter es un efecto de las comarcas desfavorables á que las razas superiores han relegado? Evidentemen­ te, la estatura de los enanos esquimales y de los lapones tiene por causa en parte, si es que no es en totalidad, los grandes gastos fisiológicos del género de vida que les impone el clima riguroso que tienen que sufrir; y la exigüidad de su talla no nos prue­ ba tampoco que los hombres primitivos fueran peque­ ños, como la pequeñez de los poneys de las islas Shetland no prueba que los caballos primitivos fueran pequeños. Otro tanto cabe decir de los bosquimanos, errantes en un territorio tan desnudo y tan árido, que la m ayor parte de esta región no es habitable por nin­ guna raza humana, y se puede admitir que una mala nutrición crónica ha tenido entre ellos por resultado un tipo de crecimiento poco elevado. Evidentemente, como los más débiles son rechazados por los más fuer­ tes á las localidades peores, la diferencia original de estatura y de fuerza que distinguía á las dos razas debió siempre tender á ser más pronunciada. Por con­ secuencia, es posible que fuera originalm ente peque­ ña la estatura de estos hombres degradados; también es posible que sea adquirida, ó lo uno y lo otro. H ay con todo una raza en la cual, según una respetable autoridad, la cortedad de estatura es probablemente original. Los hechos no autorizan para pensar que los bosquimanos, los akkas y las razas análogas que se encuentran en Africa, sean variedades de la raza ne­ gra cuya talla se hubiera achicado, sino que, por el


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contrario, inducen á pensar que son restos de una raza que los negros han desposeído. En fin, esta conclusión <|iie las diferencias físicas de estas razas autorizan, se oncuentra apoyada por las probabilidades y la ana­ logía. Sin hacer mucho caso de la raza de enanos de <|ue tanto se ha hablado, que habita en las regiones centrales de la isla de Madagascar ó en el interior de Horneo, no tenemos más que recordar las tribus mon­ tañosas de la India, restos de los indígenas que la in­ vasión de los aryos ha confinado aislándolas, ó las tri­ bus situadas más al Este, que la oleada délos mongoles también ha aislado, ó los mantras de la península de Malaca, para ver que probablemente en A frica suce­ dió lo mismo que en la Gran Bretaña prehistórica, cuando se ha extinguido la raza de hombres pequenos que dejaron sus huesos en las cavernas d^l Denlughshire, y también para comprender que estas tri­ bus de hombres de talla exigua son restos de un pue­ blo primitivamente pequeño, cuya pequeñez no es de­ bida á las condiciones del medio. Se pueden citar todavía otros hechos para mostrar <|ue no cabe pensar que el hombre prim itivo tuviera realmente una estatura más corta que la del hombre perteneciente á un tipo avanzado. Los australianos, t|iio son, lo mismo desde el punto de vista individual •pie desde el punto de vista social, muy inferiores, no llenen más que una talla mediocre. Otro tanto acon­ tecía con los tasmanios, raza hoy extinguida. En los huesos de las razas desaparecidas no se observa una prueba evidente de que por término medio el hombre prehistórico fuera más pequeño que el hombre histói I co.

Sin embargo, aun reconociendo que entre las ra-

/.iiH que no son completamente salvajes, como la de Ion

lldjianos, los cafres, algunas tribus negras, etc., 5


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hay hombres muy hermosos, hago mía la opinión de un naturalista, antropólogo eminente, de que, en ge ­ neral, las razas más inferiores no tienen la talla tan grande como las razas civilizadas de la Europa sep­ tentrional. Probablemente la conclusión más sensata es la de que, en el pasado como en el presente, en el hombre como en las restantes especies, la magnitud de la talla no es más que un punto de la evolución, que puede existir ó no existir al mismo tiempo que los demás, y que, en ciertos límites, está determinada por condi­ ciones locales que en un punto favorecen la conser­ vación de los más altos, y en otro, cuando una gran talla no sirve para nada, conduce á la extensión de una raza de corta estatura relativam ente más prolífica. Pero podemos concluir que, puesto que en la lu­ cha por la existencia entre las razas, la superioridad de la talla es una ventaja, se ha producido una ten­ dencia al aumento de talla que se ha expresado cuan­ do las condiciones lo han permitido y que el hombre prim itivo era, por término medio, un poco más bajo que el hombre civilizado. § 25.

Como talla, la diferencia de estructura no es

muy marcada. Pasemos sobre los rasgos distintivos de menor importancia que encontramos en ciertas razas humanas inferiores, tales como la diferencia en la for­ ma de la pelvis y el hueso pleno que ocupa el lugar marcado en el hombre civilizado por el seno frontal, y limitémonos á indicar los rasgos que por el momento tengan para nosotros un sentido. Parece ser que los hombres de los tipos inferiores están generalmente caracterizados por un desarrollo relativam ente defectuoso de los miembros inferiores. Este rasgo es bastante pronunciado, hasta el punto de


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haber llamado la atención de los viajeros que han viHitado razas diversas sin lazo de parentesco, por lo que probablemente no haríamos mal contándolos en el número de los caracteres prim itivos. Pallas dice que los ostiakos tienen las piernas cortas y delgadas. Otros dos autores hablan de las piernas cortas y de las piernas delgadas de los kamtschadales. Entre las tri­ bus montañosas de la India se encuentran los kubis, que, según Stwart, tienen las piernas cortas rela tiva ­ mente á la longitud de su cuerpo y los brazos largos. Se ha notado lo mismo en diversas razas de Am érica. Ijos chinukos tienen las piernas cortas y torcidas; los gitaranís tienen los brazos y las piernas relativamente cortos y gruesos; y se ha llegado á decir que los g i­ gantescos patagones no tienen en los miembros múscu­ los tan gruesos ni huesos tan grandes como pudiera mío creer, dada su elevada estatura y su aparente v o ­ lumen. Se puede decir lo mismo de los australianos. Aunque fuera cierto que los huesos de las piernas de Ion australianos fueran de la misma magnitud que la «lo los europeos, lo cierto es que la masa muscular de miih

piernas es inferior; la parte inferior de su confor­

mación es más débil que la superior. No encuentro mida sobre esta cuestión que se aplique directamente ó Ion de la Tierra del Fuego. Sin embargo, puesto que un dice que son pequeños y que su cuerpo tiene un v o ­ lumen comparable al de las razas superiores, se puede •oponer que lo que les falta para tener la misma talla procede de la poca longitud de sus piernas. En fin, la descripción que Schweinfurth da de los akkas muesiio <|uo no solamente tienen las piernas cortas y tor• Mu », sino que, á despecho de su extrema agilidad (su • 0 1 1mestatura les da la ventaja de una actividad relaIIva), lienen una facultad de locomoción defectuosa:


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andan á brincos, y Schweinfurth cita uno que v iv ió con él algunos meses, el cual nunca pudo lle v a r un plato lleno sin verter algo de su contenido. Los vesti­ gios de razas extinguidas á que acabamos de aludir, parecen ven ir en ayuda de la creencia de que el hom­ bre prim itivo tenía los miembros inferiores más p e ­ queños que los nuestros: así dan lugar á suponer el peroné excepcionalmente macizo encontrado en la ca­ verna de Settle y el descubierto en Mentón, lo mismo que la tibia platynnémica, en otros tiempos general­ mente normal. Aun admitiendo las diferencias, cabe decir que el carácter constituido por piernas rela tiva ­ mente cortas es bastante pronunciado, y es un carác­ ter ligeram ente simio que se encuentra reproducido en el niño del hombre civilizado. Es evidente que el equilibrio de fuerza que existía entre las piernas y los brazos en el principio mejor adaptados á los hábitos de trepadores, probablemente se ha modificado en el curso del progreso. En las lu­ chas de razas, en las que incesantemente se precipi­ taban las unas en el territorio de las otras, debieron hallarse en una posición ventajosa los hombres que tenían las piernas un poco más desarrolladas á expen­ sas del cuerpo en general. No quiero decir una ven­ taja de velocidad ó de agilidad, sino una ventaja en la lucha cuerpo á cuerpo. En el combate, la fuerza que el cuerpo y el tronco pueden ejercitar tiene por límite la que las piernas pueden suministrar para sostener el esfuerzo que se les impone. Así, independientemente de las ventajas desde el punto de vista de la locom o­ ción que deberían á su estructura, en circunstancias iguales, las razas de hombres de piernas fuertes han tendido á ser las dominantes. Entre los caractéres anatómicos que debemos notar


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en el hombre prim itivo, el más pronunciado es el gran volumen de las mandíbulas y délos dientes. No sola­ mente se le observa en la forma prognática que ca­ racteriza á las razas inferiores, muy especialmente á los akkas, sino que se le reconoce en razas que pre­ sentan otros tipos: los antiguos cráneos bretones te­ nían mandíbulas relativam ente voluminosas. Es de suponer que este rasgo de conformación esté relacio­ nado con el hábito de nutrirse con alimentos groseros, duros, coriáceos y comúnmente crudos; quizá también á que los hombres prognáticos hacían, como nuestros niños hacen ante nuestra vista uso más frecuente de sus dientes en calidad de instrumentos. Una diminu­ ción de la intensidad de función ha acarreado una di­ minución de volumen del órgano, lo mismo en las mandíbulas que en los músculos en ellas insertos. De donde también, por una consecuencia más lejana, pro­ cede la diminución de los arcos zigomáticos bajo los cuales pasan algunos de estos músculos, efecto que ha producido una nueva diferencia en los rasgos de la cara del hombre civilizado. V ale la pena de señalar estos cambios, porque son ejemplos sobre cuyo sentido no cabe engañarse de la reacción que el desarrollo social, con todos los instru­ mentos que son sus efectos, ejerce sobre la estructura do la unidad social. Y puesto que reconocemos los cambios visibles en el exterior que proceden de esta causa, no podemos dudar que cambios internos impor­ tantes, por ejemplo, los de cerebro, no se hayan p ro­ ducido bajo la influencia de la misma causa. § 26.

Existe otro carácter de estructura que se

puede examinar en las relaciones directas que sostienon con los caracteres fisiológicos. Me refiero á los órganos digestivos.


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En este punto el testimonio de los hechos es suma­ mente insuficiente. Por falta de alguna modificación visible de forma exterior causada por las grandes di­ mensiones del estómago y de los intestinos, es probable que los viajeros nada dirían de ello y es posible que haya existido una diferencia considerable de capaci­ dad de los órganos internos sin llam ar la atención y sin que en ella se haya visto una particularidad ca­ racterística. Sin em bargo, tenemos algunos hechos relativos á este asunto. Grieve nos dice que los kamtschadales tienen el vientre colgante, los brazos y piernas delgados. Según Barrow entre los bosquima­ nos el vientre sale hacia afuera de una manera con­ siderable. Schweinfurth habla del vientre grueso é hinchado, de las piernas cortas y torcidas de los akkas; y, al describir en otra parte la estructura de este tipo degradado, añade: «la región superior del pecho es plana y muy estrecha; pero se ensancha hacia abajo para dar lugar á un vientre grande y colgante». En­ contramos un testimonio indirecto en la conformación del niño, y a sea de las razas salvajes, ya de las c ivili­ zadas. Sin duda el abdomen de los niños de las razas civilizadas, con su relativa magnitud, es, en suma, un rasgo embrionario; pero como el niño de las razas inferiores presenta este rasgo de una manera más acusada que nuestros propios niños, hay motivo para pensar que el hombre menos desarrollado se distin­ guía en esto del hombre más desarrollado. Schwein­ furth dice que los niños de los árabes de A frica se asemejan en esto á los de los akkas. Tennant asegu­ ra que los niños de los veddahs tienen el estómago prominente. Galton, después de habernos dicho que los niños de los damaras tienen el estómago hinchado de una manera espantosa, expresa su admiración al


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ver que se hallan tan bien conformados en la edad madura. En fin, según H ooker, sucede lo mismo en toda la Bengala. En rigo r podría suponerse que los hombres de las razas inferiores tienen un aparato de nutrición de una magnitud relativam ente más considerable, como con­ secuencia de la prodigiosa capacidad que tienen de contener y de digerir alimentos. Los viajeros hablan mucho de esta capacidad. W ran gel dice que cada uno de los yacutas que le acompañaban comían en un día seis veces más pescado que él. Cochrane habla de un niño de cinco años perteneciente á esta raza que de­ voró tres velas de sebo, media libra de manteca agria y un gran trozo de jabón, y, añade, «en varias oca­ siones he visto un yacuta ó un tongusa devorar cua­ renta libras de alimentos en un día. Schoolcraft, dice ijue los comanches, después de un día de abstinencia, comen con voracidad sin que, al p a recer, les cause molestia. Thompson ha observado que los bosquimanos tienen el estómago semejante al de las bestias fe­ roces, tanto por su voracidad como por su aptitud para soportar el hambre. En fin, la consecuencia que hc

puede sacar de los relatos de la glotonería de los

mquimales, sobre todo de los relatos del capitán Lion y de sir G. G rey sobre los australianos, no es menos ovidente. lista conformación del aparato digestivo parece ne ■ ( ('«aria. Apenas parecerá posible que un aparato di■"s tiv o bastante grande para un hombre civilizado «lno

renueva sus comidas en intervalos cortos y regu­

la ros sea bastante grande para un salvaje cuyas co­ midas, en algunas ocasiones muy reducidas, en otras muy abundantes, se siguen, ya rápidamente, ya con mi lapso de tiempo de varios días. El hombre que de­


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pende de los azares de la caza, sacará provecho de una aptitud para digerir una gran cantidad de ali­ mento cuando pueda proporcionársela, y compensará con ella los intervalos en que casi se muera de ham­ bre. Un estómago que no pueda digerir más que una cantidad mediocre de alimento debe constituir una desventaja para el que lo posea en comparación de un hombre cuyo estómago es susceptible de reparar con una enorme comida la omisión de gran número de comidas. No es esta la única razón que haga nece­ sario un gran aparato digestivo. Existe otra, cual es, la calidad inferior de los alimentos. Son necesarios muchos frutos, nueces, bayas, raíces, tallos, etc . , para suministrar al hombre la cantidad suficiente de ali­ mentos azoados, grasas é hidrógenos carbonados ne­ cesarios para sostenerse; en cuanto á la alimentación animal los insectos, las larvas, los gusanos, los animalitos de todos los géneros y los desperdicios que el salvaje consume, á falta de presa m ayor, contienen mucha materia perdida para la nutrición. Por otra parte, las mandíbulas macizas y los dientes deteriora­ dos de los salvajes muestran por sí mismos que máscan y devoran muchas materias indigestas. Por con­ siguiente, el desarrollo abdominal de los akkas, tan grande que recuerda un carácter simio, puede pasar como un rasgo del hombre prim itivo, consecuencia más ó menos necesaria de las condiciones primitivas. Decimos que resulta una ventaja mecánica para el salvaje la necesidad de lle va r consigo un estómago ó intestinos relativam ente mayores, y vemos, ante todo, los efectos fisiológicos que naturalmente acompañan á una conformación anatómica adaptada á tales con­ diciones de vida. Desde el momento en que hay que digerir enormes comidas, la repleción tiene que estar


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acompañada de inercia, y desde el momento en que, por falta de alimentación, decaen las fuerzas, las ac­ ciones , á no ser aquellas que tengan como excitante el hambre, ya no se encuentran á su disposición. E v i­ dentemente, una fuerza que se produzca y se difunda con regularidad es una condición favorable para la duración del trabajo; pero tal fuerza supone una ali­ mentación regularizada. L a alimentación irregular, condición que el hombre prim itivo tenia que sufrir, constituía un obstáculo para el trabajo continuado ó impedía de otra manera también el hacer las cosas necesarias para salir de su estado prim itivo. § 27.

H ay hechos que muestran que, independien­

temente de la estatura y hasta del desarrollo muscular, ol hombre no civilizado no es tan fuerte como el hom­ bre civilizado. Es incapaz de dar repentinamente tan (?ran suma de fuerza como también de sostener su gas­ to tan largo tiempo. He aquí algunas pruebas de ello. Perron ha dicho de los tasmanios, raza hoy extin­ guida, que, á despecho de su vigorosa apariencia, el dinamómetro 'probaba que tienen muy poca fuerza. Otro tanto cabe decir de los papus, raza cercana de la anterior, los que, aunque bien constituidos, poseen una fuerza muscular inferior á la nuestra. En lo que respecta á los aborígenes de la India, los hechos no son tan concluyentes. Según Masón, entre las tribus mon­ tañesas, la de los karens, por ejemplo, la fuerza decae bien pronto; pero según Stkwart, los niños kubis son muy duros para soportar las fatigas, diferencia que •juizá proceda de que Stwart no ha puesto á prueba fMta cualidad varios días consecutivos. A l mismo tiem­ po que Gralton nos dice que los damaras tienen un in­ menso desarrollo muscular, añade que nunca encon­ tró uno que, en punto á fuerza, pudiera compararse


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con el promedio de sus hombres, y Anderson hace la misma observación. También ha observado Galton que en un viaje largo y regular los salvajes (dama ras) quedan muy pronto derrengados si no adoptan alguno de nuestros usos. L o mismo puede decirse de las razas americanas. K in g ha notado que los esqui­ males son relativam ente débiles, y Burton que los dacotahs, como todos los demás salvajes, tienen poca fuerza corporal. Probablemente hay dos causas de esta diferencia entre el salvaje y el hombre civiliza d o: una falta relativa de nutrición y un desarrollo relativam ente más débil del sistema nervioso. Un caballo alimen­ tado con hierba aumenta de volumen aunque pierda su aptitud para el trabajo continuado; y para v o l­ v erle nuevamente propio para la caza, se le hace adoptar un nuevo régim en, más nutritivo, que le haga perder en volumen lo que gane en fuerza. Esto nos hace comprender que un salvaje tenga los miem­ bros grandes aunque sea relativam ente d é b il, y que su debilidad se pronuncie más todavía cuando sus músculos, alimentados por una sangre p ob re, son al mismo tiempo pequeños. Los hombres que se dedican á ejercicios de fuerza son una prueba de que hacen falta meses para dar á los músculos su m ayor fuerza, sea para un esfuerzo repentino, sea para un trabajo prolongado. De esto se puede concluir que la falta de fuerza, bajo estas dos formas, será efecto de una ali­ mentación irregular y pobre en cuanto á su especie. Hemos visto en los Principios de F ic o lo g ía (cap. i), que, más bien que el sistema muscular, es el sistema nervioso el que da la medida de la fuerza muscular desprendida. En toda la extensión del reino animal, el desarrollo del sistema nervioso, iniciador de todo mo­


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vimiento, varía, en parte según la cantidad de m ovi­ miento engendrado, en parte según la complejidad de este movimiento. L a fuerza muscular decae bajo el imperio de las emociones deprimentes ó después que los deseos se han borrado en un estado de indiferen­ cia, y, por el contrario, una pasión ardiente da un po­ der inmenso que, por ejemplo, en el loco, sobrepuja mucho á la de un hombre cualquiera sometido á una excitación ordinaria: pruebas de la relación directa y de la dependencia que liga las fuerzas con los estados de espíritu. Después de esto, comprenderemos por qué, en circunstancias iguales, el salvaje, cuyo cere­ bro más pequeño produce menos actividad mental, es también menos fuerte que los otros. § 28.

En el número de los caracteres fisiológicos que

distinguen al hombre en estado prim itivo del hombre civilizado, podemos contar con certidumbre un v ig o r corporal relativo. Opóngase la prueba que la preñez y el parto hacen sufrir á la constitución de una mujer civilizada, con la insignificancia de los trastornos fun­ cionales que esta función entraña en la mujer salvaje. Pregúntese lo que sucedería á la madre y el hijo en medio de las condiciones de la vida salvaje, si no tu­ viera más dureza física que la madre y el niño c iv ili­ zado, y se vería inmediatamente que este carácter existe y que es necesario. Inevitablemente la ley de la supervivencia de los más aptos ha tenido que producir y que conservar una constitución capaz de soportar las miserias y sufri­ mientos, cortejo necesario de una vida abandonada á merced de las acciones del medio, puesto que hay que admitir que han sido destruidas las constituciones que no han sido bastante fuertes para soportarlas. E l fueriuno, que soporta tranquilamente el granizo en su


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cuerpo desnudo, debe ser el producto de una discipli­ na que ha hecho perecer á todos aquellos cuya vida no era sumamente dura. Cuando sabemos que los ya ­ cutas, llamados hombres de hierro á causa de su apti­ tud para soportar el frío, duermen algunas veces bajo el clima riguroso en que vive n sin ningún abrigo, apenas vestidos y el cuerpo cubierto con una espesa capa de escarcha, ¿cómo no pensar que la adaptación, que los haee capaces para soportar los rigores de su clima, es resultado de la incesante destrucción de to­ dos aquellos que no estaban dotados en el más alto grado de fuerza para resistirlos? Lo mismo diremos respecto de otra influencia desagradable. Mr. Hodgson ha notado que la aptitud para resistir la m alaria, como si fuera aire ordinario, es el carácter de todos los in­ dígenas de raza tamula en la India; la aptitud de las razas negras para v iv ir en regiones pestilenciales es una prueba de que también entre ellas se ha formado una facultad constitucional para resistir á los vapores deletéreos. Otro tanto cabe decir de la facultad de so­ portar los golpes y heridas. Sábese que los australianos y otras razas se restablecen muy pronto de estos acci­ dentes. Se curan con mucha prontitud de heridas que acarrearían á un europeo una muerte no muy lejana. No tenemos prueba directa de que esta ventaja en­ trañe desventajas en otros respectos. Sábese que las crías más vigorosas de los animales domésticos son más pequeñas que las menos vigorosas. Se puede de­ cir que una constitución adaptada á las perturbaciociones extremas adquiere quizá esta adaptación el precio de su volumen ó de su. actividad. Y hasta pa­ rece muy probable que esta ventaja fisiológica se ad­ quiera á costa de ciertas ventajas fisiológicas, de las cuales escapan las razas superiores que pueden con


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sus artes usuales defenderse contra las acciones des­ organizadoras del medio. Desde ese momento la apti­ tud para soportar las condiciones primitivas aporta consigo un obstáculo para el establecimiento de condi­ ciones más avanzadas. § 29.

A este carácter debemos agregar uno que le

os muy cercano. A l propio tiempo que es más capaz do soportar los males, el salvaje da pruebas de una indiferencia relativa á las sensaciones desagradables ó dolorosas que son sus efectos, y para hablar con más propiedad, podríamos decir que en el salvaje las sensaciones son menos agudas. De esto hay muchas pruebas. Bastará citar algunas. Según Lichtenstein, los bosquimanos no sienten, al parecer, los cambios inás bruscos de temperatura. Gardiner llama á los zulús verdaderas salamandras: arreglan con el pie los haces de leña que arden é introducen sus manos en el contenido hirviente de sus vasijas de cocina. Se dice de los avipones que soportan perfectamente la incle­ mencia del cielo. Otro tanto cabe decir de las impre­ siones causadas por las heridas. Los viajeros expresan su sorpresa al v er que los hombres de razas inferiores parecen indiferentes al dolor. L a calma con que su­ fren operaciones graves nos obliga á creer que los su­ frimientos que padecen son mucho menores que los «pie estas operaciones producirían en los hombres de los tipos superiores. Hubiéramos podido predecir a p r io r i este carácter ó indiferencia a l dolor. El dolor, sea el que quiera, aunque no sea más que la irritación producida por la aflicción, impone una pérdida fisiológica, que es un perjuicio para el individuo. Si es verdad que un dolor cruel que dure acarrea un agotamiento del organismo <(iio puede ser funesto á las personas de constitución


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débil, no lo es menos que sufrimientos menores, entre otros las impresiones penosas de frío y de hambre, minen las fuerzas y puedan destruir el equilibrio vita l en las circunstancias en que se sostienen difícilmente. Siempre debió suceder en las razas prim itivas que los individuos cuyas sensaciones son más vivas se gasta­ rían más pronto que los demás para soportar los rigo­ res del clim a ó el dolor de las heridas, sucumbiendo mientras sobrevivían los demás. L a ventaja debía continuar del lado de los más duros cuando hubiera necesidad de soportar males irremediables, y la super­ viven cia de los más aptos debió convertir en consti­ tucional la insensibilidad relativa. Este carácter fisiológico en el hombre prim itivo tiene un sentido para nosotros. De los sufrimientos positivos y negativos, que proceden de nervios esti­ mulados con exceso y los apetitos que nacen de las partes del sistema nervioso impedidas de llenar sus funciones normales, resulta que, siendo en todos los casos estimulantes de la acción, una constitución cuya característica es la insensibilidad, obedecerá menos al .aguijón que le impulsa á obrar. Un mal físico que lleva á un hombre de una sensibilidad relativa á bus­ car un remedio, dejará á un hombre de una insensibi­ lidad relativa completa ó casi completamente iner­ te, y a sea que se someta pacíficamente al mal, ya se contente con algún remedio insuficiente ó un paliativo. Se puede, pues, decir que, además de los diversos obstáculos positivos que se oponen al progreso, se le ­ vanta al principio un obstáculo negativo, que consiste en que los sentimientos más simples que llevan al es­ fuerzo y son la causa de las mejoras, son menos vivos. § 30.

A la cabeza del resumen de estos caracteres

físicos debo nombrar el más general de todos, la pre-


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cocidad, el pronto advenimiento de la edad madura. En iguales circunstancias, los tipos de organismos me­ nos desarrollados exigen menos tiempo para llegar á su forma completa que los tipos más desarrollados. Esta diferencia, evidente cuando se compara al hom­ bre con los animales más inferiores, se vu elve á encontrar cuando se compara á las diversas razas hu­ manas entre sí. Hay m otivo para referirla á una dife­ rencia de desarrollo cerebral. Los gastos mayores que entraña la completa formación de un cerebro m ayor, que por tanto tiempo retarda la madurez del hombre, comparada con la de los mamíferos en general, reta r­ dan semejantemente la madurez del hombre civilizado más allá de la edad en que se verifica la del salvaje. Sin investigar su causa, es lo cierto que, bajo las mis­ mas condiciones de clima ó de cualquiera otro género, las razas inferiores llegan á la pubertad más pronto que las superiores. En todas partes se ha hecho la ob­ servación de que las mujeres florecen y se ajan más pronto; y naturalmente se encuentra en los hombres una precocidad análoga. "La,perfección del crecimiento de la estructura en un período más corto nos interesa, porque implica la existencia de una naturaleza menos plástica; la vida en el adulto tiene una rigidez y una inmutabilidad que acarrean muy temprano obstáculos á las modificaciones. Más tarde veremos que este ca­ rácter entraña consecuencias notables. Bástenos por H momento notar que tiende á aumentar los obstácu­ los que los caracteres de. que ya hemos hablado opo­ nen al progreso, obstáculos ya grandes, como vamos á vorlo cuando los enumeremos. Si el hombre prim itivo era por término medio más pnquefio que el hombre que hoy conocemos, ha de* bldo, durante los períodos primitivos en que no había


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más que débiles grupos, incapaces de unirse para otros fines que los que podía realizar la form a más rudimentaria de cooperación, provistos de armas inefi* caces, tropezar con dificultades mayores que en épo­ cas posteriores, para que á la postre vinieran los gran­ des animales, sus enemigos ó su presa. Con miembros inferiores, á la vez más pequeños y menos fuertes, el hombre prim itivo debió ser menos capaz de medir sus fuerzas como animales vigorosos y ágiles, ya quisiera escapar de ellos ó apoderarse de los mismos. A l emba­ razo mecánico causado por su aparato digestivo ma­ yor, adaptado á un género de vida en que la alim en­ tación era muy irregular, en que los alimentos eran con suma frecuencia de baja calidad, sucios y crudos, se agregaba necesariamente en el hombre prim itivo otra inferioridad: su fuerza nerviosa se producía en cantidad variable, pero, después todo, más débil que la que resulta de una buena alimentación. L a insensi­ bilidad, carácter constitucional que por sí sola hubiera opuesto obstáculo al progreso, ha debido, con la falta de energía continua, impedir todo nuevo cambio en el sentido de lo mejor. De suerte que los obstáculos que aportaba la constitución física, han sido de tres mane­ ras mayores al principio que más tarde. Por su estruc­ tura, el hombre no era tan propio para dominar estas dificultades; las fuerzas de que disponía para vencer­ las eran más pequeñas y más irregulares en el curso de su producción; y, en fin, era menos sensible á los males que tenía que sufrir. Aunque todavía nada en su medio le hubiera sujuzgado, estaba menos en dis­ posición y menos deseoso de sojuzgarlo. Aunque la re­ sistencia con que tropezaba el progreso era inmensa, la fuerza y el estimulante necesario para vencerla eran las más pequeñas.


CAPÍTULO VI EL HOMBRE PPIMITIVO EMOCIONAL

§ 31.

Un signo que puede servir de medida para

lu evolución de las cosas vivientes, es el grado de co­ rrespondencia que los cambios sobrevenidos en el orKanismo sostienen con los grupos de hechos coexistentes y las series de hechos sucesivos que componen el medio. En los Principios de Psicología (§§ 139-176) liemos hecho ver que el desarrollo mental es un ajus­ tamiento de las relaciones internas á las externas, ajustamiento que se extiende poco á poco en el espa­ do y el tiempo, que se hace cada vez más especial y complejo, en el cual sus elementos se coordenan siem­ pre con una precisión m ayor, y se integran más com­ pletamente. No hemos dado esta definición en los pa­ pujos indicados más que para expresar la le y del pro­ greso intelectual; pero también expresa igualmente la <li'l progreso emocional. Las emociones se componen •lo sentimientos simples, ó más bien de sus ideas; las «'mociones superiores se componen de emociones infei lores, I'or

lo que constituye una integración progresiva.

esta razón es por lo que también se realiza una

complejidad progresiva; todo agregado consolidado mayor de ideas y sentimientos, comprende grupos de elementos constituyentes tan variados como numero-

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sos. También se puede afirmar que la correspondencia en cuestión se extiende en el tiempo y en el espacio, aunque por efectos menos manifiestos; testigo la dife­ rencia que separa al sentimiento de la propiedad en­ tre los salvajes, que no tiene por objeto más que un pequeño número de objetos materiales al alcance del hombre, sus armas, sus adornos, sus alimentos, el lu­ gar que le sirve de abrigo, etc., y el sentimiento de la propiedad en el hombre civilizado que posee tierras en el Canadá, acciones de minas en Australia, v a lo ­ res egipcios y obligaciones hipotecarias de un ferro­ carril de la India. En fin, se verá que también se puede afirmar que esta relación de correspondencia se extiende en el tiempo cuando se trata de las emo­ ciones más complejas, si se recuerda que el sentimien­ to de la posesión encuentra su satisfacción en actos de que el hombre no puede aprovecharse sino des­ pués de muchos años, y que hasta obtienen el placer de un poder ideal de disponer de una propiedad trans­ mitida en herencia; y en fin, que el sentimiento de la justicia busca su satisfacción en las formas de que sa­ carán provecho las generaciones futuras. Como hemos hecho v e r más lejos, en los Principios de Psicología (§§ 479-483), un signo que puede servir

más particularmente de medida al desarrollo mental, es el grado de representatividad de los estados de con­ ciencia. Hemos clasificado las cogniciones y los senti­ mientos en un orden ascendente en presentativos, presentativo-representativos, representativos y re-repre­ sentativos; también hemos mostrado que este signo más especial concuerda con el signo más general, puesto que la creciente representatividad de los esta­ dos de conciencia se hace ver en la integración más extensa de las ideas, en la mayor netitud con que se


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representan, en la m ayor complejidad de los grupos integrados, así como también en la m ayor heteroge­ neidad de sus elementos, pudiéndose añadir ahora que la m ayor representatividad se re ve la también por las mayores distancias de tiempo y espacio á que mo extienden

las representaciones.

H ay otro signo que, al lado de los otros dos, puede Hervir de medida útil. Hemos visto en los Principios de Psicología (§ 253) que la evolución mental, lo mis­

ino la intelectual que la emocional, puede medirse por el grado de alejamiento de la acción refleja p ri­ mitiva. L a formación de conclusiones repentinas é irrevocables por la más leve indicación, se acerca más á la acción refleja que á la formaciónMe conclusiones deliberadas y modificables por numerosos testimo­ nios. De un modo semejante, entre las acciones refle­ jas y el movimiento rápido que hace pasar de las emo­ ciones simples á la manera de obrar especiales que suscitan, hay menos distancia^que entre la acción relleja y el movimiento comparativamente vacilante que hace pasar de las emociones compuestas ó mane­ ras de obrar determinadas por la instigación combi­ nada de estos últimos elementos. lie aquí, pues, los signos que guiarán el estudio que vamos á hacer del hombre prim itivo, como ser emo­ cional. Puesto que le consideramos como menos des­ arrollado, debemos esperar que"se encuentre la falta do las emociones complejas que correspondan á las probabilidades y á las posibilidades más distantes. Su facultad de apercepción difiere de la del hombre civi­ lizado en que se compone bastante más de sensaciones y do sentimientos representados simples, asociados •II rectamente con las sensaciones, y en que contiene monos sentimientos que impliquen representaciones


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de consecuencias más lejanas que las inmediatas, y en que aquellas que contienen son más débiles. En fin, la facultad de apercepción de las emociones relativa­ mente simples que acabamos de caracterizar, se en­ contrará, como podíamos esperar, caracterizada, por v ía de consecuencia, por un grado menor de esa co­ herencia y de esa continuidad que vemos aparecer cuando el impulso de los deseos inmediatos se encuen­ tra detenido por sentimientos que responden á efectos definitivos y por un grado más elevado de la irregu ­ laridad que existe cuando cada deseo, á medida que nace, se descarga en forma de acción antes de que se despierten deseos en sentido contrario. § 32.

Volviendo de estas deducciones al examen

de los hechos para sacar inducciones, tropezamos con dificultades semejantes á las del último capítulo. De la misma manera que, por sus dimensiones y su estruc­ tura, las razas inferiores difieren entre sí bastante para arrojar alguna indecisión en la idea que form a­ mos del hombre prim itivo físico, las razas inferiores, por sus pasiones y por sus sentimientos, presentan di­ ferencias que obscurecen los rasgos esenciales del hombre prim itivo emocionado. Esta última dificultad es, sin duda, como la prime­ ra, de aquellas que se podían prever. A l mismo tiempo que el género humano, durante los períodos pasados, se extendía sobre comarcas innumerables y separadas por diferencias profundamente marcadas, lo que daba lugar á modos de existencia muy diferentes, ha debi­ do sufrir una especializacióu emocional, así como tam­ bién una espealización física. En fin, á las diferencia­ ciones referentes al carácter causadas directamente por las diferencias de las circunstancias naturales y de los hábitos á que han dado lugar estas circunstan­


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cias, hay que añadir las que han producido en las ra ­ zas humanas inferiores las diferencias de grado y de duración de la disciplina social á que han estado so­ metidas estas razas. A propósito de estas diferencias, Mr. W allace hace notar que, de hecho, hay casi tanta diferencia entre las razas salvajes como entre los pue­ blos civilizados. P ara concebir al hombre prim itivo, tal como exis­ tía en el momento en que nació la agregación social, es preciso que generalicemos todo lo bien que poda­ mos los hechos embrollados, y en parte contradicto­ rios, que poseemos, ateniéndonos muy especialmente á los rasgos comunes con las razas inferiores, y de­ jándonos guiar por las conclusiones a p r io r i que aca­ bamos de formular. § 33.

H ay un rasgo fundamental que consiste en

obrar según el primer movimiento (impulsividad), al que se debe considerar como universal en las razas inferiores, pero que no se le observa en todas partes. Considerados en masa, los aborígenes del Nuevo Mun­ do parecen impasibles en comparación de los del an­ tiguo, y aun algunos superan á los pueblos civilizados por la facultad de dominar sus emociones. Se sabe por los relatos referentes á los indios de la Am érica del Norte que poseen esta facultad, y los informes que debemos á los viajeros modernos confirman los de los antiguos. Se dice que los dacotahs soportan paciente­ mente los dolores físicos y morales. Los criks mues­ tran una frialdad y una indiferencia flemáticas. Lo mismo sucede con los pueblos de la Am érica del Sur. Según Burnand, el indio de la Guyana aunque atesti­ gua afecciones intensas, pierde á sus parientes más <|ueridos y soporta los dolores más crueles con una insensibilidad estoica aparente. Humboldt habla de la


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resignación de estos pueblos. Otro tanto puede decir­ se de los uaupes; W allace habla de la apatía del indio, que casi nunca expresa los sentimientos de dolor á su partida, ó de placer á su retorno. Los relatos referen­ tes á los mejicanos, á los peruanos y á las poblacio­ nes de la Am érica Central de otros tiempos, que no eran impulsivos, dan lugar á suponer que este rasgo de carácter se encontraba en muchísimos pueblos. Sin embargo, existen en estas razas rasgos de un género opuesto más en armonía con los de las razas c iviliza ­ das en general. A despec>o de su aspecto ordinaria­ mente impasible, los dacotahs entran en accesos es­ pantosos de furor sanguinario cuando matan bisontes, y entre los flemáticos criks hay con suma frecuencia suicidios r>or contrariedades sin importancia. Es más; hay indígenas en Am érica que no muestran esta apa­ tía; en el Norte, por ejemplo, el indio serpiente, del que se dice que es un niño que se irrita y se entretie­ ne con una bagatela, y en el Sur el tupis, del que se dice que si tropieza con una piedra se enfurece contra ella y la muerde como un perro. Puede ser que si en las razas americanas no se muestran prontos á obrar por el primer movimiento, tal defecto provenga de una inercia constitucional. H ay entre nosotros personas cuya igualdad habitual de humor proviene de una inercia constitucional; no están despiertas más que á medias, y las emociones que las irritaciones producen en ellos tienen menos intensidad que en los demás. Lo que puede hacer creer que la apatía debida á la inercia es la causa de la apatía de los indígenas de Am érica es otro carácter que se les atribuye: la frialdad sexual. Atribuyendo la anomalía que estos hechos pueden constituir , encontramos en todas partes en el resto del mundo un parecido general. Si de Am érica pasamos


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al Asia, veremos á los kamtschadales, que, según se refiere, son excitables por no decir histéricos (se trata de los hombres.) Un nada les vuelve locos ó les hace cometer un suicidio. Después encontraremos á los kirguises de los que se dice que son veleidosos é in­ constantes. Pasemos á los asiáticos del Sur y encon­ traremos á los beduinos de los que Burton dice que su valor es variable é inconstante. En fin, en tanto que Denham observa que, en sus conversaciones, los ára­ bes parece que están siempre riñendo, P a lgra ve ase­ gura que regatearán medio día por un penique y que darán varias libras esterlinas al primer advenedizo que se las pida. En las razas africanas encontramos el mismo carácter. Burton nos dice que el africano del Este es, como los demás bárbaros, una mezcla ex ­ traña de bien y de mal, y hace de él la siguiente des­ cripción: «Tiene á la vez un buen carácter y un cora­ zón duro, es batallador y circunspecto, bueno en un momento, cruel sin piedad y violento en otro momen­ to, sociable y sin afectos, supersticioso y groseramente irreligioso, valiente y cobarde, servil y opresor, testa­ rudo, y á pesar de ello, veleidoso y amante del cambio, muy quisquilloso en punto de honor, pero sin la menor huella de honradez en sus palabras y en sus actos; ama la vida y practica el suicidio; avaro y económico, es, sin embargo, irreflexivo é imprevisor. Otro tanto cabe decir de las poblaciones del Sur, á excepción de los bechuanas, de los que se alaba el carácter y el imperio que tienen sobre sí mismos. Así, Galton dice que en el damara es pasajero el sentimento de venganza, que da lugar á otro de admiración por el opresor. Burchell dice que los hotentotes pasan de la extrem a pereza á la extrem a actividad. En fin, Arbousset, resumiendo el carácter emocional de los bosquimanos, los descri-


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be como generosos, prontos, testarudos y vengativos; se presencian diariamente entre ellos querellas ruido­ sas, en que se v e muchas veces al padre y al hijo que tratan de matarse el uno al otro. Entre las sociedades dispersas que habitan las islas del archipiélago Orien­ tal no presentan este rasgo de carácter aquellas que pertenecen á la raza m alaya ni aquellas en que pre­ domina la sangre m alaya. Se dice que nunca están violentamente excitadas las pasiones entre los malga­ ches. No les duelen con mucha v ive za las injurias, pero conservan el deseo de vengarse; en fin, se dice que el malayo no es expresivo. Sin embargo, entre los de­ más se encuentra la variabilidad ordinaria. Entre los negroides, el papú es impetuoso, irritable y alborota­ dor; los fidjianos tienen la semociones fácilmente exci­ tables, pero poco duraderas, y sus disposiciones son sumamente variables; los de las islas Andamán son espantosamente apasionados y vengativos, y se nos dice que los tasmanios son, como todos los salvajes, prontos á pasar de la risa á las lágrimas. Otro tanto puede decirse de las demás razas inferiores. Los de las islas del Fuego son de carácter pronto y hablan ruidosa y arrebatadamente; los australianos, cuya impulsividad se encuentra implícita en los términos que Stuart emplea cuando dice que la ji n (m ujer del australiano) encolerizada es más ruidosa que la euroropea, y que un hombre, notable por su reserva y su soberbia, suspiró mucho tiempo por que se le arrancó su sobrina. Puesto que los malayos, en los cuales existe una falta de impulsividad, son una raza que ha llegado á un grado notable de civilización y que las razas inferiores, los tasmianos, fuegianos, aus­ tralianos y habitantes de las islas Andamán, denun­ cian, por el contrario, de la manera más decisiva,


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su impetuosidad en obedecer á su primer m ovim ien­ to, podemos muy bien afirmar que este carácter existía en realidad en el hombre prim itivo, y pro­ bablemente más pronunciado de lo que podríamos suponer por los hechos citados. Podemos formarnos idea mejor de lo que era el carácter del hombre prim itivo leyendo la siguiente descripción, en la que encontramos el v ivo retrato de un bosquimano. Lichtenstein, que es su autor, afirma que se parece al mono y continúa en estos términos: «L o que da más verdad á esta comparación es la vivacidad de sus ojos y la movilidad de sus cejas, que mueve arriba y abajo siempre que cambia de actitud. Sus mismas na­ rices, su boca y aun sus orejas, removiéndose in vo­ luntariamente, expresan el trámite rápido que les lleva de un deseo ardiente á una confianza sospecho­ sa... Cuando se le daba un pedazo de alimento, se a l­ zaba un poco, extendía una mano desconfiada, se apo­ deraba precipitadamente de él y le arrojaba en el fuego, paseando en derredor sus ojillos penetrantes, como si tem iera que se le arrebatase de nuevo; todo ello acompañado de miradas y gestos que se dirían copiadas literalm ente de un mono.» El contraste que se observa en nosotros entre el niño y el adulto es una prueba indirecta de que el hombre prim itivo difería del hombre de una época posterior en que poseía esa extrem a variabilidad emo­ cional. En efecto, en la hipótesis de la evolución el hombre civilizado, al atravesar fases que representan Ion que ha recorrido la raza, descubrirá en los prime­ ros tiempos de su vida la impulsividad que poseía la especie humana primitiva. El aforismo que dice que « I salvaje tiene el espíritu de un niño con las pasiones d<* un hombre, ó hablando más correctamente, pasio­


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nes de adulto que se expresan por actos de niño, tiene un sentido más profundo del que á primera vista apa­ rece. H a y relación de origen entre las dos naturale­ zas, por más que, habida cuenta de especies y de gra ­ dos de las emociones, podemos considerar su coordina­ ción en el niño como representativas de la coordina­ ción que existía en el hombre primitivo. § 34.

Los rasgos más especiales del caráctes emo­

cional dependen en gran parte de aquel de que acaba­ mos de hablar y de él son nuevos testimonios. Esa im­ petuosidad relativa, ese estado más cercano de la ac­ ción refleja prim itiva, esa falta de emociones repre­ sentativas que tienen en jaque á las emociones más simples, está acompañado de imprevisión. Se dice que los australianos son incapaces de todo trabajo perseverante cuya recompensa se halle en el porvenir. Según Kolben, los hotentotes son las perso­ nas más perezosas que alumbra el sol, y se nos cuen­ ta que entre los bosquimanos siempre hay hambre ó festín. Pasemos á los indígenas de la India. Se dice de los todas que son indolentes y vagos, el bhil siente desprecio y horror al trabajo y prefiere m orir de hambre á trabajar; por el contrario, los santales no tienen la invencible pereza de las antiguas tribus de las montañas. De la misma manera, en el Asia del N orte se pueden tomar á los kirguises como ejemplo de pereza, y en Am érica ninguno de los pueblos aboríge­ nes, á menos de verse obligados á ello, muestran la menor aptitud para el trabajo. En el Norte, donde se ha prohibido á los indios la vida cazadora, son inca­ paces de plegarse á otra, por lo que disminuyen y des­ aparecen; en el Sur, las razas en otro tiempo someti­ das á la disciplina de los jesuítas, han recaído en su estado primitivo, y hasta peor, desde que han desapa­


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recido las causas que les estimulaban ó les imponían un freno. Se pueden referir todos estos hechos, en parte á una percepción insuficiente del porvenir, á un espí­ ritu impotente para darse clara cuenta de las conse­ cuencias lejanas. Cuando tropezamos con la práctica del trabajo bien establecido y, por ejemplo, entre los naturales de las islas Sandwich y en los diversos pue­ blos malayos polinesios, es porque se halla en un país de un estado social que supone que el pueblo ha esta­ do sometido durante mucho tiempo á una disciplina. Las condiciones le han hecho desviar mucho de la na­ turaleza prim itiva. Es cierto que entre los salvajes se encuentra frecuentemente perseverancia en vista de un provecho lejano. Consagra mucho tiempo y traba­ jo á sus armas, etc. Seis meses para hacer tantas fle­ chas, un año para ahuecar una ta z a , y varios para practicar un agujero en una piedra. Pero en estos ca­ sos, además de que los provechos son simples, direc­ tos y visibles, es de notar que no hace falta más que un esfuerzo muy débil y que la actividad se dirige so­ bre facultades de percepción que son constitucional­ mente activas (1). (1) Seria bueno notar un hecho que disminuye la impor­ tancia de esta generalización y que tiene interés», lo mismo desde el punto de vista fisiológico que desde el punto de vista sociológico. Se nos dice alg.inas veces que los caracteres de •os hombres y de las mujeres difieren por la facultad de a p li­ cación. Entre los bhiles, los hombres odian el trabajo, pero muchas mujeres son industriosas. Entre los kubis, las m u je­ res son tan trabajadoras é incansables como las mujeres n a ­ gas, en tanto que en estas dos tribus los hombres son pere­ zosos. Otro tanto sucede en Africa. Aunque los hombres son inertes, en Loango las mujeres se ocupan de agricultura con un ardor infatigable; y lo que últimamente hemos sabido de Costa de Oro, nos muestra que en este país existe una dife­ rencia análoga. L a fijación de esta diferencia hace suponer que el sexo pone un limite á ia herencia.


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Un rasgo de carácter que marcha con esta incapa­ cidad de concebir que el porvenir pueda ser modifica­ do por la inteligencia, es la alegría infantil, el gozo no templado por la idea de lo que va á suceder. Sin duda existen en el Nuevo Mundo razas en general im ­ pasibles y que se muestran poco inclinadas á la ale­ gría; y aunque la gravedad sea el signo del carácter de los dayaques y de los malayos, en general sucede de otra manera. Se refiere que los indígenas de la Nueva Galedonia, los fidjis tastianos y los habitantes de Nue­ va Zelanda están siempre dispuestos á reir y hacer payasadas. En toda la extensión del A frica, el negro ofrece el mismo rasgo de carácter. Los viajeros nos dicen que otras razas, en otros países, están llenas de una alegría loca y de gozo, de vida y de ardor, ale­ gres y charlatanes, haciendo locuras de una alegría ruidosa, riendo á mandíbula batiente por nada. Se dice también de los esquimales que, á despecho de las privaciones que padecen, son un pueblo dichoso. No tenemos más que recordar con que fuerza la inquietud habitual que el hombre experimenta pensando en los acontecimientos que están por venir templa los arran­ ques de alegría, y no tenemos más que oponer el ca ­ rácter vivo, pero imprevisor, del irlandés con el carác­ ter g ra ve pero previsor del escocés, para v er que existe entre estos rasgos del carácter una relación en el hombre no civilizado. Un carácter relativam ente impulsivo, que supone que el hombre se absorbe com­ pletamente en el placer del momento, es al mismo tiempo la causa de sus escesos de alegría y de su ina­ tención para los males que le amenazan. A l lado de la imprevisión marcha, á la vez como causa y como consecuencia, un sentimiento rudimen­ tario de la propiedad. Cuando nos fijamos en el carác-


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ter del salvaje no tenemos en cuenta que le falta una noción avanzada de la propiedad individual y que en las condiciones en que existen le es imposible tenerla. Establecido solamente, como puede estarlo por la ex ­ periencia de las satisfacciones que la posesión procu­ ra, repetida en gran número de veces y durante v a ­ rias generaciones, no podría surgir el sentimiento de la propiedad individual cuando las circunstancias no permiten estas experiencias. Fuera de los groseros aparatos que le sirven para la satisfacción de sus ne­ cesidades físicas, el hombre prim itivo no tiene nada que almacenar; en él no hay sitio para una facultad adquisitiva. En las regiones en que se ha educado la vida pastoril encuentra la posibilidad de sacar p rove­ cho de un aumento de su propiedad; los saca multi­ plicando sus rebaños. Sin embargo, mientras perm a­ nezca nómada lo será difícil suministrar á sus reba­ ños, si son grandes, un alimento seguro, y sufre pér­ didas siempre mayores por el hecho de los enemigos ó de las bestias feroces; de suerte que los provechos do la acumulación de su riqueza, se encuentran redu­ cidos en muy estrechos límites. Solo cuando se llega al estado agrícola y la posesión del suelo ha llegado á ser individual, después de haber pasado por la forma colectiva de la tribu, y más tarde por la forma colec­ tiva de la familia, es cuando se ha ensanchado la es­ lora en que puede desarrollarse el sentimiento de la propiedad. /Ysí el hombre prim itivo, con su imprevisión, así como también con su incapacidad de desear lo que pudiera corregirla, se ve, por el efecto mismo de las circunstancias en cuyo medio v iv e , privado de las ex(toriondas que desarrolla este deseo y disminuyen su imprevisión.


94 § 35.

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Pasemos ahora á los caracteres emocionales

que afectan de manera directa á la formación de los grupos sociales. Las diversas fracciones del género humano, tal como hoy las vemos, son sociales en g ra ­ dos distintos; se distinguen, además, por su m ayor ó menor independencia; soportando frenos ó no toleran­ do ninguno. Evidentemente debe tener gran influencia en la unión social, la proporción en que estos dos ca­ racteres se encuentran unidos. En su descripción de los mantras indígenas de la península de Malaca, dice el padre Bourien que la libertad parece ser para ellos una condición necesa­ ria de su existencia..., cada cual v iv e como si estu­ viera solo en el mundo. Después de disputar se sepa­ ran. D e la misma manera los salvajes del interior de Borneo no se asocian entre sí y sus hijos, cuando lle ­ gan á la edad en que pueden arreglárselas se separan ordinariamente y ya no piensan más los unos en los otros. Este género de carácter es un obstáculo m a­ nifiesto al desarrollo social; se ven sus efectos en las familias solitarias de los veddahs de los bosques ó de los bosquimanos, de los que no3 dice Arbousset que son independientes y pobres en un grado incompren­ sible para nosotros, como si hubieran hecho voto de permanecer siempre libres y sin poseer nada. Se ha encontrado este rasgo de carácter en las diversas razas detenidas en un estado inferior, por ejemplo, en la Am érica del ^ur; entre los araucanos, el mapuché no aguanta la contradición ni soporta que se le man­ de, y según Bates, los indios del Brasil son bastante tratables mientras son jóvenes, pero que comienzan á mostrar su impaciencia por todo freno á la edad de la pubertad. Los caribes no soportan el menor ataque á su independencia. Varias tribus montañosas de la


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India, presentan un carácter del mismo género. El salvaje bihl tiene una pasión natural por la indepen­ d a ; el bodo y el dhimal resisten con caprichosa testa­ rudez las órdenes que no están dadas de una manera juiciosa; en fin, los lepchas prefieren soportar grandes privacionesásometerse á la opresión. Tropezamos tam­ bién con el mismo obstáculo á la evolución social en algunas razas nómadas. Un beduino, dice Burckhardt, no se someterá á ninguna orden, pero cederá bien pronto á la persuasión, y ,

según P a lg a v e , posee

una idea muy elevada de la libertad nacional é indi­ vidual y se muestra emancipado de todo sentimiento de casta en lo que concierne á las familias y las dinas­ tías en el poder. Este rasgo de carácter moral es no­ civo durante los primeros períodos del progreso social. Así lo han reconocido algunos viajeros, como por ejemplo, Earl que piensa que la impaciencia para so­ portar la autoridad es la causa que se opone á toda organización social de los pueblos de la Nueva Gui­ nea. No queremos decir que la falta de independencia causara un resultado opuesto. Según G rieve, los kamtschadales muestran servilismo á los que les mal­ tratan y desprecian á los que los tratan con dulzura. Galtón dice que los damaras no tienen ninguna inde­ pendencia, que fomentan el servilismo y que la admi­ ración y ol temor son los únicos sentimientos vivos que poseen. Parece ser que el carácter exigido por la evolución social se compone de cierta mezcla de sen­ timientos, de los cuales unos se inclinan á la obedien­ cia y los otros á la resistencia. Los malayos, que han formado varias sociedades semi-civilizadas, son, según se dice, sumisos á la autoridad y, sin embargo, cada uno de ellos, es muy susceptible ante la usurpación de la libertad individual, sea propia ó ajena. Sin embargo


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sea cualquiera la causa de la sumisión, falta de inde­ pendencia de corazón ó temor ó respeto á la superiori­ dad, que, separada ó conjuntamente, favorecen el es­ tablecimiento de una subordinación, se vu elve á en­ contrar dondequiera entre los hombres que compongan agregados sociales de extensión considerable, con un carácter moral en que el espíritu de subordinación juegue un papel mayor ó menor. En las sociedades semi-civilizadas que contiene el A frica tropical, se le encuentra en todas partes, se le reconocía en los pue­ blos que componían las sociedades del Oriente y tam­ bién en las que formaban las sociedades extinguidas del Nuevo Mundo. Si la impaciencia por sacudir los frenos sociales se une, como por ejemplo en los mantras, á la falta de sociabilidad, la unión social tropieza con un nuevo obstáculo, pues hay en este hecho una causa de dis­ persión que no está contrabalanceada por ninguna causa de agregación. Desde el momento que un hom­ bre puede permanecer, como por ejemplo entre los todas, horas y horas sentado sin hacer nada y sin bus­ car la compañía de nadie, tal hombre se sentirá me­ nos dispuesto á sufrir las restricciones que se pongan á su independencia, que si la soledad le fuere insopor­ table. Evidentemente el feroz fidji, en el que, por ex­ traño que parezca, se halla desarrollado fuertemente el sentimiento de amistad, se encuentra dirigido por este sentimiento, lo m isno que por la fidelidad que guarda á su jefe, á soportar un estado de sociedad en que el despotismo, fundado en el canibalismo no tro­ pieza con ningún obstáculo. Cuando tomamos un término medio entre los hechos que no3 presentan, de una parte los hombres más in­ feriores que forman los grupos sociales menos exten­


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sos, y de otra, los hombres más avanzados que for­ man agregados mayores, nos encontramos autoriza­ dos para decir que los hombres primitivos, que antes del progreso de las artes usuales vivian con una ali­ mentación salvaje y se dispersaban para encontrarla on grandes superficies y pequeños grupos, estaban de un lado muy poco habituados á la vida de las asocia­ ciones, y de otra parte, completamente habituados á abandonarse sin freno á sus deseos, cosa que siempre sucede en la vida de aislamiento. De suerte que mien­ tras que la fuerza de atracción era débil, la fuerza de repulsión era fuerte. Sólo cuando los hombres prim i­ tivos se han visto forzados á form ar grupos más nu­ merosos por circunstancias locales que favorecían la conservación de muchos individuos en una superficie muy extensa, ha podido producirse el necesario au­ mento de sociabilidad, para mantener en jaque la in­ dependencia desenfrenada de la acción. Aquí surge una nueva dificultad que se suscitó desde el principio en el camino de la evolución social. § 36.

Las emociones de un orden exclusivamente

egoísta, nos conducen pues, á otras emociones que im­ plican la presencia de otros individuos. Vamos á co­ menzar por los ego-altruistas (P rin cip io s de P s ico lo ¡/ia, §§ 519-523). Antes que los sentimientos que en­

cuentran su satisfacción en la dicha de otro, existen <'ii grados considerables otros sentimientos que en­ cuentran su satisfacción en la admiración que se ins­ pira á otro. Los mismos animales se muestran satisfe­ chos al verse aplaudidos, y la vida de sociedad en los hombres abre muy temprano y aumenta esta fuente de placer. Por grande que sea la vanidad del hombre civiliza­ do, es mucho mayor la del no civilizado. E l color rojo 7


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y las conchas marinas llenas de agujeros que se han descubierto en las cavernas de la Dordoña, prueban que en la época remota en que el reno y el mamú ha­ bitaban en el Mediodía de Francia, los hombres recu­ rrían á pintaras y adornos para atraer sobre sí m ira­ das de admiración. Un jefe salvaje se preocupa más del adorno de su persona, que una de nuestras muje­ res á la moda, como lo prueba el arte de pintar la piel en el cual había que sufrir tanto, antes de establecer­ se el uso de los vestidos. Otra prueba es el tatuaje y las prolongadas y repetidas torturas que impone; es la paciencia con que algunos salvajes soportan el do­ lor y la molestia de la distensión de su labio inferior, donde introducen un pedazo de madera ó los que oca­ sionan en las piedras que llevan pasadas en agujeros que se hacen en las megillas, ó las plumas que colo­ can, atravesando las narices. Buena prueba en estos ejemplos de la fuerza del deseo de adquirir la aproba­ ción, se halla en la universalidad de la moda en cada tribu y el rigor con que se impone. Una vez llegado á la edad señalada, no hay medio para el joven sal­ vaje de evitar la mutilación prescrita por la moda. El valiente indio de la Am érica del Norte, que sufre las torturas de la iniciación, no pone en duda la autori­ dad del uso. El temor del descontento de sus compa­ ñeros y de sus ultrajes, así como también el deseo de conseguir sus elogios, constituye un motivo bas­ tante fuerte para que se den pocos ejemplos de disi­ dencia. Otro tanto acontece con los usos que regulan la conducta. Los preceptos de la religión de la enemis­ tad encuentran, en los primeros tiempos del progreso social, el apoyo de este sentimiento ego-altruista. La opinión de la tribu da un carácter imperativo al de-


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lior de ejercitar una venganza sangrienta. Se aplaude al

hombre que, después de la pérdida de un pariente,

no abandona nunca la persecución de aquel á quien mo acusa de homicida; por el contrario, las miradas amenazadoras y las burlas de sus compañeros hacen la vida insoportable para el hombre que falta á este deber. Otro tanto cabe decir respecto de la ejecución •le estos diversos deberes establecidos por el uso. En algunas razas civilizadas, no es raro que un hombre «o arruine para subvenir á los gastos de un banquete •le funerales; en otros, el deseo de evitar los gastos <|iie pudieran originar las fiestas de un matrimonio, es un motivo para matar un niño del sexo femenino. En Ioh pueblos en que el amor á la ostentación hace este Kasto enorme. liemos mencionado el sentimiento ego-altruista que probablemente durante mucho tiempo ha estado au­ mentando en su fuerza, mientras que la agregación nocial progresaba, y debemos hablar de él, porque Juega desde el primer momento un papel importante corno freno, y continúa representándolo. Combinado cmi el sentimiento de la sociabilidad, ha sido siempre una fuerza que tiende á reunir las unidades de cada K»'upo y á cultivar una conducta que favorece á la dicha de ese grupo. Es probable que este sentimiento hubiera ya producido cierta subordinación antes de •pío existiera ninguna subordinación política; y aun • o ciertos casos, contribuye en nuestros días á asegui ar el orden social. «H e vivid o, dice M. W allace, en Im lociedad de salvajes de la A m érica del Sur y del <h lente donde no existe ninguna ley, ningún tribuna!, i\ no ser el de la opinión pública de la aldea que se

•"v presa libremente. Cada cual respeta escrupulosa•neiito los derechos de su compañero, y nunca, ó casi


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nunca, se comete una infracción á tales derechos. En estas sociedades, todos los hombres son iguales» § 37.

Nos falta exam inar los rasgos del carácter

prim itivo que deben su existencia á la presencia y au­ sencia de sentimientos altruistas. Como tienen por base la simpatía, deben, en la hipótesis de la evolución, desarrollarse en la medida en que las circunstancias dan á la simpatía ocasión de obrar, esto es, según que favorezcan la conservación de las relaciones conyu­ gales y faniiliares, que favorezcan igualmente la so­ ciabilidad y que no entrañen tendencias agresivas. ¿Hasta qué punto justifican los hechos esta conclu­ sión ájariori? No es fácil decirlo. Es una cosa dificilí­ sima desprender un hecho y generalizarlo. Muchas causas concurren á inducirnos á error. Admitimos que en las manifestaciones del carácter de cada raza ofrecerán una semejanza pasablemente constante, pero no es así. Los individuos, lo mismo que los gru­ pos, difieren mucho. Así por ejemplo, en Australia, al decir de Sturt, una tribu se muestra decididamente pacífica y otra decididamente turbulenta. Admitimos que los rasgos del carácter que la observación pone de manifiesto serán semejantes en todas las ocasio­ nes, la una después de la otra y esto no es así: la conducta de una tribu respecto de un viajero no so asemeja á la que tienen respecto de otro. También acontece comúnmente que las manifestaciones de ca­ rácter que se observa en una raza de aborígenes en una segunda visita están determinadas por el trata­ miento que ha recibido de sus primeros visitantes: pruebas dolorosas cambian sus disposiciones benévo­ las en sentimientos hostiles. Asi sucede que los viaje­ ros que visitaron antiguamente la Australia hablan mejor de los naturales que los viajeros modernos;


POR H. SPENCER jih!

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sabemos por Earl que en Java los indígenas que

habitan dos partes de la isla en que los europeos van poco «tienen una moralidad superior á la de los natu­ rales de la costa septentrional que han tenido con los europeos relaciones más extensas. El capitán Erskine nos dice, como resultado de lo que ha visto en el P a ­ rifico, que no es improbable que el comerciante exIranjero se vea obligado á recobrar hábitos de honra­ dez y de decencia por las mismas gentes que está acos!,timbrado á llamarlos pérfidos é incorregibles salvajes d(i las islas del bosque de Sandal». Sabemos que en una de las islas de la Nueva Caledonia, en Vate, los natu­ rales llaman á los blancos los facinerosos del mar. En lln, sabemos muy bien que á los peores epítetos se han IMicho acreedores por su conducta los europeos en estas regiones; pero comprenderemos cómo en d ive r­ sas ocasiones el proceder que se v e tienen los natura­ les puede ser muy diferente y cómo de ello pueden resultar relatos contradictorios sobre su carácter. Además de la dificultad que suscitan estas diferen­ cias existe otra, la que proviene de la impulsividad de que ya hemos hablado y que nos pone en presencia de una variabilidad muy embarazosa, cuando quere­ mos formarnos una idea de lo que es por término modio el carácter del salvaje. No sería difícil, dice liiwingstone, hablando de los macololos, hacer v e r (pío este pueblo es extensivamente bueno ó excepcio­ nal mente malo. Los rasgos incompatibles que hemos diado suponen, según el capitán Burton, una expe­ riencia análoga. De suerte que, para estos rasgos, <orno para todos los demás que entran en la composi­ ción del carácter emocional, tenemos que buscar un promedio entre manifestaciones que nos presentan naturalmente el aspecto de un caos y que vienen, por


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otra parte, á deformar las diversas relaciones que han existido entre los testigos y los naturales. El mejor guía para nosotros será tomar, en lugar de los altruistas propiamente dichos, el sentimiento que ordinariamente concurre en ellos el instinto parental, el amor por el ser sin apoyo (Prin cipios de Psicología, § 532.) Es de toda necesidad que las razas humanas más inferiores, como los animales inferiores estén de él ámpliamente dotados, puesto que bastaría que fa l­ tasen para que el resultado ineluctable de este defecto fuera la desaparición de la especie de la variedad. Por término medio solo pueden sobrevivir en una pos­ teridad aquellos que el amor por su prole inclina á darle los cuidados convenientes; y entre los salvajes el sacrificio es tan grande y quizá m ayor que en los pueblos civilizados. De ahí la ternura en favor de los niños que manifiestan hasta los hombres de los rangos más bajos de la especie, aunque con la impetuosidad que les es habitual, agreguen á aquélla una gran crueldad. Así á los fuegianos, de los que se asegura que son muy tiernos para sus niños, no dejan por eso de venderlos como esclavos á los patagones. Se habla del gran amor que los naturales de Nueva Guinea tienen á sus hijos; y, sin embargo, no tienen inconve­ niente en dar uno ó dos á un mercader en cambio de aquello de que tengan necesidad. E yre refiere que los naturales de Australia tienen por carácter una afec ­ ción parental profunda; y , sin embargo, además de que se les acusa de abandonar á los niños enfermos, Angas afirma que en el Murray matan algunas veces á un niño para emplear su grasa en cebar anzuelos. Aunque se haya dicho que el instinto parental era potentísimo entre los tasmanios, el infanticidio existía entre ellos y se enterraba vivo al niño recién nacido


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ul ludo do bu madre muerta. Sin duda los bosquiraalioh crian á sus hijos on medio de grandes dificultades »|im mu ponen

que los padres hacen por ellos grandes

••ni rlflcios; pero Moffat cuenta que matan sin remorillmlonto á sus hijos en diversas circunstancias. Sin ummular más las pruebas del amor á la prole de un ludo

y del otro los ejemplos de violencia que llegan

Im d u

hacer morir á un niño por que ha dejado caer

un objeto que llevaba, tenemos derecho para decir •pm la filoprogenitividad

del hombre prim itivo es

Inerte; pero que ha obrado, como todas sus restantes "mociones, en general, irregularmente. No perdamos de vista esta irregularidad de acción y encontraremos más fá cil conciliar los testimonios <ontradictorios que afirman su egoísmo excesivo y su Muitimiento de simpatía, su crueldad y su bondad. Sa­ brem os unos

que los fuegianos son muy afectuosos los

para con los otros y que sin embargo de esto, en

Iun épocas de carestía matan á las viejas para comerIun. Mouat que dice que los andamenes no tienen pie­ dad, añade que, sin embargo, el andamene que llevó consigo á Calcuta tenía un carácter muy bueno y muy ninuble. Se puede reprochar á lo s australianos el que com etan

con frecuencia actos de crueldad atroz, lo

•pin no impide que Sturt y E yre estén de acuerdo para ulcHtiguar su bondad, su abnegación y hasta su genei unidad caballeresca. Lo mismo cabe decir de los bos«pilmanos. Según Luchtenstein ningún salvaje lleva la lo utalidad tan lejos como ellos, pero Moffat se ha en­ co n trad o m ientos

profundamente emocionado por los senti­ simpáticos de esos mismos bosquimanos. Bur-

• ludí nos cuenta que se muestran unos con otros sumumonte hospitalarios y generosos. Así es que no se • ncuentra entre las razas más inferiores la extrema


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brutalidad cuya idea nos sugiere la palabra salvaje; y cuando nos elevamos á razas que en la escala social ocupan un rasgo superior, encontramos hechos muy abundantes que atestiguan la existencia de buenos sentimientos. Los naturales de Nueva Caledonia se dice que tienen un carácter dulce y bueno... una pre­ disposición á la dulzura. Si de los negritos pasamos á los malayo-polinesios, observaremos los mismos ras­ gos de carácter emocional. Los epítetos que se dan á los naturales de las islas Sandwich son «dulces y dó­ ciles», á los tahitianos «alegres y buenos», al de los dayaque «gente de buen humor», álos del litoral so­ ciables y amables» á lo s Javaneses «dulces, alegres y de buen humor», á los malayos del Norte de la isla Célebes «tranquilos y de dulces costumbres»; pero en otros casos los retratos que se nos hecen de los salva­ jes son muy distintos. Se dice que entre los tupís de la Am érica del Sur, la venganza es su pasión dominan­ te: cuando cojen á un animal en un lazo le matan á golpecitos para hacerles sufrir todo lo posible. El ras­ go dominante que se atribuye á los habitantes de las islas Fidji es el de una maldad apasionada y vengati­ va. Galton calificó á los damaras con los epítetos de «viles ladrones y asesinos», y Anderson los llama «ca ­ nallas rematados». Algunas veces tribus emparenta­ das entre sí presentan estos caracteres opuestos. Por ejemplo los aborígenes de la India. Mientras que los bhiles pasan por muy crueles y muy vengativos, pron­ tos á cometer un asesinato por una recompensa insig­ nificante, se dice que los nagas son buenos, honrados, los bodos y los dhimals llenos de cualidades amables «honrados y verídicos» sin arrogancia, sin espíritu de venganza, sin crueldad. En fin, el D r. Hooker dice que el carácter de los lepchas «es realmente amable,


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purifico y nada comprometedor, lo que les distingue ninrlio de sus vecinos del Este y del Oeste». No se necesitan más detalles para v er con bastante duridad que el hombre prim itivo, si no tiene más que una débil benevolencia activa, no se distingue, como un oree comúnmente, por una maldad activa. Es más, hasta una ojeada para v er al contrario: que si no se encuentra comúnmente entre los hombres no civiliza•Ioh la crueldad por la crueldad se la encuentra con frecuencia entre los hombres más civilizados.

Los

fiunguinarios fidjis han alcanzado un desarrollo social nmsiderable. L a crueldad, dice Burton, parece en el IPun una necesidad de la vida; y, sin embargo, sus ha­ bitantes poseen artes desarrolladas y viven en aldeas, «le las cuales ¡algunas llegan hasta cuatro mil almas. En el Dahomey, donde existe una población numerosa, inertemente organizada, el gusto por los espectácuI oh

sangrientos es comúnmente la causa de horribles

mie.rificios. En fin, el sistema social de los antiguos mé­ llennos, basado como estaba en el canibalismo, y sin «'in hargo tan adelantado en tantos respectos, prueba que U* razas más inhumanas no son las más inferiores. Una cosa que puede ayudarnos para estimar la nai ii raleza moral del hombre prim itivo es la observación •le M. Bates de que la bondad de los indios, como la •le la m ayor parte de aquellos entre quienes v iv ía , consistía quizá en que carecían de cualidades activas malas, más que en que poseyeran cualidades buenas: en otros términos, era más bien una cualidad negativa ■pmunacualidadpositiva... «Lasbuenas relaciones que mantenían entre sí nuestros cucamas, parecían pro• odnr más bien que de una simpatía calurosa de que im tenían por las cosas pequeñas ardientes Intentos egoístas».

sentid


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Nos será todavía más fácil conciliar rasgos de ca­ rácter que parecen contradictorios, observando cómo el perro, en el que se une la facultad de apegarse á una afección profunda, la sociabilidad y hasta la sim­ patía de una parte y una ferocidad arrebatada de otra, pasa fácilmente de una disposición amistosa á la hos­ tilidad, y si es capaz en un momento de arrebatar á otro perro, compañero suyo, su comida, en el otro acu­ dirá en su ayuda. H ay con todo, un género de hechos que, en medio de estos testimonios contradictorios, constituye una guía bastante segura, y es el trato que reciben las mujeres. : El estado de las mujeres en un pueblo y la conducta que se tiene con ellas, indica bastante bien la fuerza media de los sentimientos altruistas, y la indicación que nos suministra no es favorable al hombre primi­ tivo. Acontece con frecuencia que el sexo fuerte trata en las naciones civilizadas con brutalidad al sexo dé­ bil; en general se trata al más débil como una cosa que se posee, sin tener para nada en cuenta sus aspi­ raciones y sus derechos, y hasta lo mejor que se pue­ de esperar es. que uno se limite á atestiguarle simpa­ tía. Esta esclavitud de la mujer, á la que se trata con frecuencia de una manera cruel, y siempre con indig­ nidad, condición normal entre los salvajes, tenida por justa no solamente por los hombres sino también por las mismas mujeres, es prueba de que, á despecho de las manifestaciones accidentales de sentimientos al­ truistas, entre los salvajes la corriente de estos senti­ mientos es débil. § 38.

Antes de resumir lo que hemos dicho de es­

tos rasgos principales del carácter emocional, debo añadir uno que tiene influencia en todos los demás: mo refiero á la fijeza del hábito. Es un rasgo que está en


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i nkoión coa el rasgo físico de la precocidad de la edad madura, de que ya hemos hablado al fiual del último capitulo. El hombre prim itivo es conservador en el mu* alto grado. Es más, si comparamos las razas su­ periores entre sí, y aun las diversas clases de una mis­ ma Hociedad, observaremos que los menos desarrolla­ d a Hon los que tienen más aversión por el cambio. Es difícil introducir en el pueblo un método perfecciona­ do; lo agrada tan poco, que hasta rechaza un nuevo alimento. Esta aversión á la novedad es el carácter eminente del hombre no civilizado. Como su sistema nervioso más simple pierde muy temprano la plasticidad, es todavía menos capaz de hacerse á nuevas m a­ neras de obrar. De ahí á la vez una adhesión incons• l e n t e y una adhesión confesada á las costumbres es­ tablecidas. Porqué lo mismo fué para mi padre, lo mirtino será para mí, dicen los negros houssas. Los indIoh erikas se echan á reir cuando se les propone que • ambien costumbres y géneros de vida que han estado en vigor tanto tiempo. Hablando de algunos africaiiom,

cuenta Livingstone que con frecuencia ofrecía

á

miim amigos cucharas de hierro, y que era muy curioso m

|

ver cómo dominaba en ellos la costumbre de comcr

i on los dedos, y eso que sentían gran placer en serdi <e de una cuchara. Cogían un poco de leche con Mido instrumento, lo vertían en la mano izquierda, y •|e olla lo llevaban á la boca. Un relato que se nos liare

do los dayaquesmuestraperfectamentedequéma-

iiei a esta tendencia hace inmutables los usos sociales: *" r.nn M. T ylor, muestran su aversión por toda innoVu. lóu, imponiendo una multa á todos los que corten madera á la manera d élos europeos. I'ara recapitular los rasgos emocionales que hacen non marcada esta fijeza rela tiva de los hábitos, teñe-


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mos que notar desde luego la impulsibidad que domi­ na la conducta de los hombres primitivos, y opone un obstáculo tan considerable á la cooperación. Esa dis­ posición «m óvil é inconstante», que ordinariamente hace imposible que se cuente con ninguna de sus pro­ mesas, es la negación de esa confianza en la observan­ cia de las obligaciones mutuas sobre la cual reposa en gran parte el progreso social. Obedeciendo á emocio­ nes despóticas, que una á otra se suplantan, en lugar de seguir la determinación de un consejo de emocio­ nes en que todas jugaran su papel, el hombre prim i­ tivo tiene una conducta explosiva, caótica, en la cual no se puede fundar ningún cálculo y hace muy difícil la acción combinada. Uno de los rasgos especiales del carácter prim itivo, que depende en parte de la impul­ sibidad, es la imprevisión. El deseo inmediato que tiende á procurar á la gente la satisfacción de sus ape­ titos ó aplausos en cambio de un acto de generosidad de su parte, excluye el temor á los males por venir; por el contrario, como los males y los placeres del por ven ir no causan en la conciencia una fuerte impre­ sión, el hombre no tiene verdaderamente ningún mo­ tivo que le aguijonee y le empuje al esfuerzo, sino la pasión aturdida y nada preocupada que la absorbe en fa vor del presente. L a sociabilidad fuerte en el hom­ bre civilizado lo es mucho menos en el salvaje. En los tipos más inferiores, los grupos sociales son muy dé­ biles y relativamente flojos los lazos que ligan sus uni­ dades. A l lado de una tendencia á la ruptura del lazo social, resultado de las pasiones mal reguladas de los individuos, no existe apenas el sentimiento que causa la cohesión: cada uno de estos rasgos del carácter emocional tiende en realidad á perpetuar la existen­ cia del otro. De suerte que, en las condiciones que su­


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ministran causas incesantes de disensión entre hom­ bres, empujados de un extremo á otro por transpor­ tes de sentimiento, entre hombres que se han hecho todavía más irritables por el hambre, la cual, según l.ivingstone, tiene grande influencia en el carácter, existe una tendencia más débil á unirse en un afecto mutuo y una tendencia más fuerte á resistir á una au­ toridad que, por otra parte, llegaría á ser una causa do cohesión. Cierto es que antes que la sociabilidad haya recibido un aumento no podria ser muy fuerte ninguno de los sentimientos que suponen como condirlón necesaria la presencia de otras personas, y que 00 podría existir un v iv o amor de la aprobación; pero nstc sentimiento, el más simple de todos los elevados, no desarrolla desde que se ha producido algún pro­ greso en el agrupamiento social. Las grandes y rápi­ das ventajas que el salvaje saca de la aprobación de miih semejantes

y los graves perjuicios y prontos efec­

tos de su cólera ó de su menosprecio, son los primeros hechos salientes de su experiencia que elevan á la preponderancia el sentimiento ego-altruista. Este sen­ timiento es el que augura una cierta obediencia á la opinión de la tribu y prescribe en consecuencia una n'f’ la de conducta aun antes de que exista un rudioiento de freno político. Una vez constituidos los gru­ pos sociales de una manera permanente, el lazo so1tal formado sea por amor de la sociedad, sea por una «■ohordinación inspirada por la admiración de una po­ tencia superior, en otras partes por el temor de pena­ lidades inminentes, y con más frecuencia por el con•i i i h o

de estas tres causas, puede existir con do-

mIm muy variables de sentimiento altruista. Sin duda la

Mociabilidad nutre á la simpatía; pero la acti­

vidad cotidiana del hombre prim itivo la reprime. L a


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simpatía que resulta del amor instintivo á los seres sin defensa, sentimiento que participa con los anima­ les, el salvaje la revela en ocasiones en que el anta­ gonismo, esto es, un sentimiento egoísta poderoso no entra en juego. Pero la simpatía siempre operante, siempre en lucha contra el egoísmo á que mantiene en jaque, no es un rasgo del carácter del salvaje. E l trato que hace sufrir á las mujeres es una prueba decisiva de ello. En fin, la forma más elevada del sentimiento altruista que llamamos sentimiento de justicia, que implica una percepción clara y de largo alcance de los efectos que la conducta puede sufrir á los demás, está muy poco desenvuelto en el salvaje. Estos rasgos de carácter emocional del hombre pri­ mitivo, que se pueden inducir del promedio de los he­ chos, concuerdan con los que hemos deducido de los Principios de la Psicología que hemos presentado an­

ticipadamente como los caracteres de su espíritu im­ perfectamente desarrollado. Se observan en todos es­ tos rasgos relaciones de correspondencia menos ex­ tensas y menos variadas del espíritu con el medio, el juego de una menor facultad presentativa, maneras de obrar menos distantes de la acción refleja. El ca­ rácter cardinal de la impulsividad supone el tránsito sufrido, casi reflejo, de una pasión única á la conduc­ ta que produce; implica, por la misma ausencia de sentimientos opuestos, que la conciencia se compone de representaciones menos numerosas y más simples; implica que el ajustamiento de las acciones internas á las acciones externas no tiene en cuenta consecuen­ cias lejanas, que no se extiende tan lejos en el espacio y en el tiempo. Lo mismo puede decirse de la impre­ visión, que es el resultado de esta impulsividad. El deseo se dirige de un golpe al objeto que debe satisfa-


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••orle, la imaginación representa débilmente los resul­ tados secundarios de la satisfacción del deseo, y nin­ guna necesidad lejana lo presenta objeciones. Pres­ cindiendo de la impaciencia contra la autoridad y la falta de sociabilidad, rasgos especiales que pueden coexistir ó no con un carácter emocional inferior, por otros elementos llegamos al sentimiento ego-altruista del amor á la aprobación. Este sentimiento, que crece á medida que aumenta la aglomeración social, im pli­ ca un mayor desarrollo de la facultad representativa. Un efecto, en lugar de una satisfacción egoista direc­ ta, el hombre contempla la satisfacción que causa in­ directamente la conducta de los demás; en lugar de resultados inmediatos, contempla resultados que no no

realizarán más que en una época ulterior; en lugar

de acciones provocadas por deseos aislados ejecuta otras que combaten y modifican deseos secundarios. Pero por más que la presencia de este sentimiento egoaltruista traduzcael carácter emocional, donde tiene la preponderancia, menos reflejo más representativo, adaptado á relaciones de correspondencia con las con­ diciones ambientes más extensas y más heterogéneas, permanece, sin embargo, desde este punto de vista, por bajo de la naturaleza emocional desarrollada del hom­ bre civilizado en que obran los sentimientos altruis­ tas. Por carecer de estos sentimientos le falta al hom­ bro prim itivo la benevolencia que ajusta la conducta para hacerla servir en provecho de otro, en el espa­ cio y en el tiempo, de la equidad que implica la repreitcntación de relaciones muy complejas y muy absl nietas entre las acciones de los hombres y la abne­ gación que doblega al egoísmo, aun en el caso que no haya persona que aplauda el sacrificio. Al acuerdo de las conclusiones a jpriori y a poste-


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riori se añade la armonía de estas conclusiones con

otras dos que no sugiere la hipótesis de la evolución. El niño civilizado es impulsivo é imprevisor; en los primeros tiempos de la vida no siente ningún amor de la aprobación, y no lo muestra más que en los p ri­ meros años de la infancia, y sólo más tarde comienza á mostrar un sentimiento de justicia. He aquí hechos que comprueban las conclusiones que hemos sacado precedentemente respecto del carácter emocional del hombre prim itivo. Encontramos otra comprobación de lo mismo, observando que los principales rasgos del carácter emocional que distinguen al hombre ci­ vilizado del hombre prim itivo, no han podido produ­ cirse sino á medida que la sociedad progresaba. L a impulsividad no podía debilitarse sino á medida que se establecía la autoridad social; no podía decrecer la imprevisión, sino á medida que la consolidación de un estado social regular daba lugar á contar con las ven ­ tajas de la previsión. En fin, la simpatía, con los sen­ timientos altruistas que de ella resultan, no podía for­ tificarse sino en la medida en que los hombres se en­ contraban mantenidos de una manera continua en relaciones estrechas, que comprenden una coopera­ ción de los provechos mutuos y de los placeres mu­ tuos que son su consecuencia.


CAPITULO VII E L HOMBRE PRIMITIVO INTELECTUAL

§ 39.

Las tres medidas de la evolución mental que

nos han servido, en el último capítulo, para trazar el cuadro del carácter emocional del hombre prim itivo, van á servirnos en éste para trazar el de su carácter intelectual. El grado de inteligencia se revela por el grado de correspondencia entre las ideas y las cosas, por el grado de la representatividad en la constitu­ ción de estas ideas, por el grado de la separación que las distinguen de las operaciones intelectuales rela ti­ vamente automáticas; esto es, por la distancia que la hopara de la acción refleja. Antes de pasar revista á los hechos para sacar induciones, bueno será exam i­ nar, bajo sus formas más concretas, los rasgos inte­ lectuales que caracterizan una evolución inferior y «I no la distinguen de una evolución superior. Los he­ mos expuesto muy por extenso en los P rin cip ios de Vúcología (§§ 484*493). Vamos á recapitularlos, apli-

r.índoles las medidas que hemos empleado. Unicamente familiarizado con los hechos particula1‘oh que se contienen en el estrecho cuadro de su e x ­ periencia, el hombre prim itivo no tiene ninguna con« ''pción de los hechos generales. Una verdad general poHoo algún elemento común á muchas verdades par8


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ticulares; implica, pues, una correspondencia más ex ­ tensa y más heterogénea que las verdades particula­ res; im plica una representatividad superior, puesto que necesariamente reúne ideas más numerosas y más variadas en la idea general; está más alejada de la acción refleja, puesto que, por sí sola, no excita la acción. No teniendo para medir el tiempo más que las unidades de medidas sin precisión que suministran las estaciones, sin otro recuerdo de las cosas que frases hechas sin cuidado y repetidas al azar en un lenguaje muy imperfecto, el hombre en estado no civilizado no puede reconocer largas series de hechos. Puede abar­ car perfectamente series en que los antecedentes y los consiguientes están bastante próximos, pero ninguna otra cosa. Por consiguiente, la, previsión de los resul­ tados lejanos, posible en una sociedad regular que po­

sea unidades de medida y un lenguaje escrito, es im­ posible para él. En otros términos, la corresponden­ cia en el tiempo se encuentra encerrada en estrechos límites. Sus representaciones encierran pocas relaciones de fenómenos, y las que encierran no son comprensivasL a vida intelectual no se aparta mucho de la vida re­ fleja, en la que el estímulo y el acto están en relación inmediata. Como el medio del hombre prim itivo era tal, que las relaciones que el hombre sostiene con las cosas son relativam ente restringidas en el espacio y en el tiempo, así como también en la variedad, acon­ tece que las asociaciones de ideas que forma son poco susceptibles de cambiarse. A medida que las experien­ cias, cuyo número aumenta y se recoge en un área más extensa, acrecidas además por las que los otros aportan, se hacen más heterogéneas, las nociones es­ trechas de primera formación que se han fijado cuando


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no existían experiencias contradictorias, son sacudi­ das y se hacen más plásticas, entonces las creencias ho

hacen más modificables. En la rigidez relativa de

Ih creencia, carácter de una inteligencia no desarro­ llada, vemos una correspondencia menos extensa con un medio que contiene hechos ruinosos de estas creencias;

vemos menos de esa representatividad

<|iie percibe simultáneamente muchos hechos, des­ prendiendo de ellos el término medio; en fin, vemos una separación más débil que aleja la inteligencia do ese estado mental del grado más bajo en que las Impresiones causan con fuerza irresistible los m ovi­ mientos apropiados. En tanto que las experiencias Hon poco numerosas y no se distinguen más que por ligeras diferencias, la naturaleza concreta de las ideas correspondientes no se afecta, sino muy débilmente, por el desarrollo de ideas abstractas. Una idea abs­ tracta, sacándose de muchas ideas concretas, no se la puede desprender de éstas, sino en tanto que su mul­ tiplicidad y su variedad conduzcan al espíritu á boi rar sus diferencias y á no dejar subsistir más que lo quo tienen de común. Evidentemente una idea abs­ tracta así engendrada, supone que la correspondencia di las ideas y las cosas se ha hecho más extensa y más heterogénea, supone que la representatividad de Ioh numerosos concretos de donde se ha abstraído la Moa se ha aumentado en la conciencia, y, en fin, su­ pone que la vida mental se ha alejado algo más de la ili ción refleja. Se podía añadir que las ideas abstracliin, por ejemplo, las de 'propiedad y de causa, supoii' n que este género de conocimiento ha llegado ya á im |<rado superior. En efecto; sólo pueden formarse las td. um reabstractas de propiedad en general ó de causa mi xoneral cuando el espíritu por abstracción, ha des­


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prendido un gran número de propiedades especiales y de causas especiales. L a concepción de uniformidad en el orden de los fenómenos se desarrolla al mismo tiempo que este progreso en generalización y en abs­ tracción. El rasgo dominante del curso de la natura­ leza, tal como el hombre lo comprueba, no es la uni­ formidad, sino la multiformidad. Trátese de lugares, de hombres, de árboles, de ríos, de piedras, de días, de tempestades ó de querellas, nunca hay dos objetos que sean iguales. Solamente con el uso de las medidas, cuando el progreso social lo permite, es cuando se des­ arrollan los medios de comprobar la uniformidad, y solamente cuando se ha acumulado una gran cantidad de resultados medidos, es cuando se hace posible la idea de ley. También aquí nos van á servir los índi­ ces de la evolución mental. L a concepción del orden natural presupone una correspondencia avanzada, implica una representatividad que se eleva muy alto. Su divergencia de las acciones reflejas que estos resul­ tados suponen es extrema. Mientras que las ideas ge ­ nerales y las ideas abstractas no se han desarrollado, ni la noción de uniformidad ha crecido con el empleo de las medidas, el pensamiento no puede tener una naturaleza bien definida. Como la desigualdad y la

desemejanza son los signos característicos de las ex­ periencias primitivas, hay poco para suministrar la idea de semejanza; en fin, en tanto que no se tiene más que un pequeño número de experiencias que atestigüe una exacta igualdad entre objetos ó una perfecta con­ formidad entre las fórmulas y los hechos, ó una v e ri­ ficación más completa de las previsiones por los resul­ tados, no puede hacerse clara la noción de verdad. Es una noción complicadísima, que no nace más que des­ pués que se ha hecho familiar al espíritu la antítesis


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dol acuerdo definido con el desacuerdo definido, y las experiencias d e l hombre prim itivo no tienden á este efecto. Consultemos una v e z más nuestro criterio ge ­ neral. Como la concepción de la verdad es la concep­ ción de una correspondencia entre las ideas y las cosas, implica el progreso de esta correspondencia, implica representaciones que son superiores en cuanto se ha­ llan ajustadas á las realidades. En fin, el desarrollo de la concepción de verdad, causa un decrecimiento de la credulidad p rim itiva ligada á la acción refleja; ligada decimos, porque sugestiones aisladas producían creencias súbitas que conducían sobre la marcha á la acción. Es de notar, además, que solamente el pro­ greso de esta concepción de la verdad/y, por consi­ guiente, de la concepción correlativa de la no verdad, es lo que puede perm itir la aparición del escepticismo y de la crítica. En fin, el género de imaginación que posee el hombre prim itivo, encerrada en estrechos limites y poco heterogénea, no es más que reminisconte y no constructiva (Prin cip ios de Psicología , $ 492). Mientras el desarrollo mental es atrasado, el espíritu no hace más que recibir y repetir, no puede crear; le falta originalidad. Una imaginación que in­ venta, nos hace v e r la extensión que alcanza la corres­ pondencia de las ideas y de las cosas, del dominio del actual en el de lo potencial; nos hace v er una represenlatividad que y a no queda limitada á combinaciones (pie han existido ó que existen en el medio, sino que comprende combinaciones no existentes á que el hom­ bro dará más tarde existencia; y , en fin, nos muesli a su apartamiento más extremo de la acción refleja, puesto que el estimulo que conduce al movimiento, no no parece á ninguno de los que habían obrado antes. Ahora que hemos enumerado los principales rasgos


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de la evolución mental en sus últimos grados, tal como se deduce de los principios psicológicos, estamos preparados para observar los hechos, tales como nos los describen los viajeros, así como también para v er su significación. Comenzaremos por aquellos más ge­ nerales que se hallen más en armonía con las conclu­ siones precedentes, si no están directamente im plíci­ tos en ellas. § 40.

Casi todos los testigos que nos hablan de los

salvajes, dan testimonio de la acuidad de sus sentidos y de la rapidez de sus percepciones. Tomemos, en prim er lugar, los sentidos. Según Lichtenstein, los bosquimanos tienen la visión telescó­ pica, y Barrow nos dice que sus ojos penetrantes están siempre en movimiento. Entre los asiáticos se puede citar á los karens, que ven tan bien á simple vista como nosotros con los anteojos. Igualmente se alaba la larga y perfecta vista de los habitantes de las este­ pas de la Siberia. Semejantemente en Am érica. «Los indios, nos dice Herndon, á propósito de los brasile­ ños, tienen los sentidos vivos, ven y oyen cosas im­ perceptibles para nosotros.» Southey hace la misma observación sobre los tupís. Después de haber hecho notar que los abipones, como los monos, están siem­ pre en movimiento, Dobrizhoffer afirma que disciernen cosas que pasarían desapercibidas para el europeo dotado de la vista más penetrante. En lo que respecta al oído, conocemos hechos análogos, aunque no tan abundantes. De seguro que todos hemos oído hablar de los esfuerzos de los indios de la Am érica del Norte para notar los ruidos más débiles, y tenemos la prue­ ba de la éxtrem a finura de oído de los veddahs, en la costumbre que tienen en descubrir los nidos de abejas nada más que por el zumbido.


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Los testimonios relativos á la observación a ctiva y dodicada de que esta finura de oído y de vista es el instrumento, son todavía más abundantes, pues los podemos sacar de todos los puntos del globo. P algra ve llama á los beduinos excelentes observadores superfi­ ciales, y Burton habla de la organización superior de las facultades perceptivas de estos nómadas. Petherick lia puesto á prueba su m aravillosa aptitud para seguir una pista; de una manera semejante, en el Sur de Africa, los hotentotes muestran una finura sorpren­ dente para percibir todo lo que se refiere al ganado; y <1aitón, dice que los damaras tienen una facilidad m a­ ravillosa para acordarse del buey que hayan visto una vez. L o mismo acontece con los naturales de la A m é­ rica del Norte. Burton ha hecho observaciones sobre ol desarrollo de las percepciones de los indios de las praderas, que es producto de la observación constante y detallada de un reducido número de objetos. Se ci­ tan hechos, que prueban con qué rigurosa exactitud los chipeuayos se dan cuenta de los lugares, y lo mis­ ma se afirma de los dacotahs. Sin embargo, los testi­ monios más notables que tenemos, se refieren á las lazas salvajes de la Am érica del Sur. Bates notó el extraordinario sentido de los lugares de los indios del Hrasil. Donde un europeo no puede descubrir ninguna indicación, un aruak, según Hillbouse, indicará las luidlas de un número cualquiera de negros, y dirá el lia preciso de su paso y hasta la hora, si el tránsito tuvo lugar aquel día; Brett afirma, que un indio de una iribú de la Guyana dirá cuántos hombres, mujeres y ni líos han pasado por un sitio, en el cual el europeo un

vería más que huellas confusas sobre el suelo.

• Alguien, que no es de nuestra aldea, ha pasado por I uI», decía un natural de la Guyana que buscaba


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huellas, y Schomburgh, que cita este hecho, declara que esta facultad entre los salvajes raya en la magia. A l mismo tiempo que esta delicadeza de percep­ ción, el salvaje posee naturalmente una m ayor des­ treza en la ejecución de las acciones simples que de­ penden inmediatamente de la percepción. Los esqui­ males son inventivos y hábiles en los trabajos ma­ nuales. Kolben afirma que los hotentotes son muy hábiles para servirse de sus armas. Se dice que los fuegianos tienen una gran destreza en el manejo de la honda. El andamano no yerra jamás el tiro con una flecha á cuarenta ó cincuenta metros. Se dice que los naturales de las islas Tongas son muy experim enta­ dos en el arte de dirigir sus canoas. E l australiano lanza su venablo ó su palo con una notable precisión; todo el mundo ha oído hablar de sus habilidades en el manejo del boumirang. Entre las tribus montañosas de la India se pueden distinguir los santales por su gran habilidad en el manejo del arco; matan aves al vuelo y sacan las liebres á la carrera. No debemos omitir el hecho de que existen algunas excepciones y que todos los salvajes no son tan dies­ tros; por ejemplo, los tasmanios, hoy extinguidos, y los veddahs de Ceylán. Debemos notar esta excepción y hacer resaltar su valor, puesto que la supervivencia de los más aptos debió siempre tender á establecer estas cualidades en los hombres cuya vid a dependía á cada instante de la finura de sus sentidos, de la rapi­ dez de sus’ observaciones y de los efectos que supieran sacar de sus armas. En efecto, el antagonismo que existe entre el juego de facultades más simples y el de facultades más complejas, es causa de que este predominio de la vida intelectual inferior sea un obs* táculo á la vida intelectual superior. En razón de


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•l•io Iiin fuerzas mentales se consumen en percepcioincesantes é innumerables, no pueden gastarse t u pensamientos serenos y deliberados. Vamos á exa­ minar esta variedad bajo otro aspecto. 41.

E l gusano que no tiene sentido especial para

alumbrarse, devora en montón la cubierta que con­ tieno la m ateria vegetal en parte descompuesta; deja <V

mu

canal alimenticio la tarea de absorber la débil

win (.¡dad de alimento que pueda, y de rechazar, bajo ln Corma de pequeñas masas vermiculares apelotona­ da^ las próximamente noventa y cinco centésimas imi tes de la masa que no son nutritivas. Por el con­ tundo, los anélidos superiores, dotados de sentidos «'Npociales y de inteligencia, como, por ejemplo, las nln'jiiH, escogen en las plantas los jugos concentrados «i.' las substancias nutritivas concentradas con qué nuirlrán ásus larvas, ó, como la araña, por ejemplo, chuIhmi los jugos nutritivos completamente preparados en • I rtiorpo de las moscas detenidas en su tela. Sin bus• iii on los vertebrados inferiores un contraste análogo, mm bastará decir que remontando del menos inteli"iilo al que lo es más y, de éste al que lo es más to­ davía, se encuentra una aptitud cada vez mayor para •acoger el alimento. Así, por ejemplo, los mamíferos ln'i bivoros se ven obligados á devorar en gran canti••üd partes no nutritivas de las plantas, en tanto que l*i mayoría de los carnívoros, más sagaces, viven de "ii alimento concentrado, del que les basta una peque­ ña cantidad. Por más que el mono y el elefante no i" «»n carnívoros, poseen facultades de que ciertamente hacen uno y otro uso para escoger las partes nutritivas do Iiih plantas cuando pueden hacerlo. El hombre pue■i' procurarse los alimentos bajo la forma más concen­ trada; pero, á merced de su medio, el salvaje los es­


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coge menos que el hombre civilizado. Tenemos tam­ bién que notar que el hombre más civilizado hace su­ frir á la substancia más nutritiva que emplea una p re­ paración, que la separa de las materias inútiles hasta el punto de que en la mesa no toca á los pedazos de calidad inferior. Atrayendo la atención sobre estos hechos que, al parecer, no pertenecen á mi asunto, he querido que penetre la idea de que existe analogía entre el pro­ greso de la nutrición del cuerpo y el progreso de la nutrición mental. Los tipos superiores de espíritu, como los tipos superiores del cuerpo, son más capa­ ces de escoger los materiales apropiados para la asi­ milación . Así como el animal superior se dirige en la elección de sus alimentos y no devora más que las cosas que contienen una bastante gran cantidad de m a­ teria organizable, la inteligencia superior, ayudada de una facultad que podíamos llamar olfato intelec­ tual, pasa en medio de una multitud de hechos que no son susceptibles de organizarse, pero descubre de un golpe los hechos que tienen valor y los toma como otros tantos elementos que le servirán para elaborar las verdades cardinales. Las inteligencias menos des­ arrolladas, incapaces de descomponer los hechos más complejos y de asimilarse sus partes constituyentes, y, por consecuencia, desprovistos de apetito por estas partes, devoran ávidamente hechos en su m ayor parte sin valor. En esta enorme masa absorben muy pocos materiales útiles para la construcción de concepciones generales. Les es insoportable el régimen de alimen­ tación concentrada que suministran las experiencias del físico, las investigaciones del economista y los análisis del psicólogo; no pueden digerir este alimento y, en cambio, se muestran golosos y ávidos de deta-


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líos triviales, de habladurías de café, de las vidas y hazañas de los hombres de moda; hacen comidilla de los asuntos de policía ó de los procesos de separación; no leen más que novelas de poco fuste, memorias de personajes de poca talla, volúmenes de corresponden­ cia donde no hallamos más que chismes, y alguna vez mi libro de historia donde no ven más que las batallas y anécdotas de los hombres notables. Para espíritus de este temple, desprovistos de análisis y de sistematiza­ ción, este género de forraje es el único útil. Querer nutrirlas con alimentos más escogidos equivaldría á dar de comer carne á una vaca. Váyase más lejos en este orden de suposición, agrándose la diferencia, supóngase que, después de la filia­ ción que religa las inteligencias superiores con las in­ teligencias inferiores entre nosotros, se debe seguir otra filiación del mismo género, y se llegará á la in­ teligencia del hombre prim itivo. Una atención todavía mayor á los pequeños detalles sin va lo r, una facul­ tad todavía más débil para escoger los hechos de don­ de poder sacar conclusiones útiles: tales son los carac­ teres del espíritu del salvaje. Hace, de momento en momento, multitud de observaciones simples, y elp eMimno número de ellas con algún valor real atraviesa mi espíritu sin dejar en él, perdidas como se hallan en la masa de las que no tienen importancia, materiales para ideas dignas de este nombre. Y a en otra parte de cate libro hemos dado ejemplos de la extrem a acti­ vidad de la facultad de percepción de las razas infeiloroH, y podemos añadir algunas que muestran la Inactividad de la facultad de reflexión que existe al lado. M. Bates nota, al hablar del indio del Brasil, que tío piensa en nada que no se refiera inmediatamente á

Un necesidades del día. «O bserva bien, pero no puede


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deducir nada provechoso de sus percepciones, dice Burton del africano oriental, y añade que al espíritu del africano no escapa uada y aparentemente no pue­ de escapar del círculo de los sentidos, ni ocuparse de otra cosa que del presente.» E l testimonio de G-alton sobre los damaras es todavía más preciso: nunca g e ­ neralizan y parecen de una estúpidez excepcional. Así, dice, «un damara que sepa perfectamente el ca­ mino de A á B, y también el de B á C, no tendría idea de una línea recta que acortara el camino de A á C. No tiene la carta del país en su espíritu; pero posee una infinidad de detalles locales.» El mismo beduino, que después de todo pertenece á un tipo superior, se­ gún M. Palgrave, ju zga de las cosas como las ve con sus ojos, no en sus causas ni en sus consecuencias* Algunos pueblos semicivilizados, los taitianos, los na­ turales délas islas Sandwich, los javaneses, los mal­ gaches, los habitantes de Sumatra, etc., manifiestan á la verdad una inteligencia viva , penetración y saga­ cidad; pero esta aptitud no alcanza más que á cosas simples, como lo prueba la afirmación de Mr. Ellis so­ bre los malgaches: «Los hechos, las anécdotas, los acontecimientos, las metáforas, las fábulas que se re­ fieren á objetes sensibles ó visibles, y que de ellos de­ rivan, parecen formar la base de la m ayor parte de sus ejercicios mentales.» Lo que prueba cuán general es la carencia de facultad de reflexión en las razas in­ feriores es lo que nos cuenta el Dr. Pickereng quien, después de multitud de ensayos, no había encontrado más que un solo pueblo salvaje, los habitantes de las islas Fidji, que pudiesen dar razones y con el que fuera posible mantener una conversación seguida. § 42.

L a excentricidad es una expresión recibida

que implica que todo el mundo sabe por experiencia


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que los hombres dotados de facultades originales son susceptibles de obrar de otro modo que todo el mundo. Hacer lo que todo el mundo es dar la imitación como guía á la propia conducta; apartarse de los usos del mundo es negarse á imitar. Cosa notable: á medida que se es más capaz de sacar nuevas ideas se es me­ nos capaz de imitar. Podemos seguir esta proposición en sentido inverso remontando las edades de la c iv ili­ zación prim itiva. No había mucha originalidad en la Edad Media, y había entonces

escasa tendencia á

apartarse de los hábitos, de las maneras de v iv ir y de las costumbres que el uso imponía á los diversos ran­ gos. Mucho peor era lo que sucedía en las sociedades extinguidas del Oriente, donde las ideas eran fijas y el poder de la prescripción irresistible. Encontramos en las razas inferiores im perfecta­ mente civilizadas la facultad de imitación perfecta­ mente marcada. Todo el mundo ha oído hablar de la manera grotesca con que los negros, cuando tienen ocasión para ello, se visten á la manera de los blan­ cos y marchan dándose tono, imitando los gestos. Se dice que los insulares de N u eva Zelanda tienen gran aptitud para la imitación. El dayak muestra tam­ bién mucho gusto para la imitación, y lo mismo se cuenta de los malayo-polinesios. Según Masón los karens, que no saben crear nada, tienen tan gran fa ­ cilidad como los chinos para imitar. Leemos en los relatos de los viajeros que los kamstchadales tienen «un talento particular para falsificar al hombre y á los animales»; que las poblaciones del estrecho de Vancouver «son ingeniosísimas para im itar», y que los indios serpientes de las montañas imitan á la perfección los gritos de los animales. E l mismo tes­ timonio se hadado de la Am érica del Sur. Herndon


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quedó sorprendido de la habilidad para la mímica de los indios del Brasil. W ilkes dice que los patago­ nes son unos mímicos admirables. En fin, Dobrizhoffer hace notar que los guaranís pueden imitar con exactitud, y añade, que se quedan idiotas en cuanto se da que hacer algo á su inteligencia. Pero en las razas inferiores es donde más choca esta apti­ tud para la imitación. Varios viajeros nos han hablado de la extraordinaria inclinación á la imitación de los fuegianos: repiten con perfecta corrección todas las palabras de una frase que les dirijáis, remedando vuestro tono y vuestra actitud. El andamano también muestra, según Monat, una gran aptitud para im itar y, como el fuegiano, repite una pregunta en lugar de contestarla. Fytche ha comprobado lo que dice Monat. Mitchell refiere lo mismo de los australianos que, se­ gún él, poseen un talento particular para la imitación y «dan pruebas de una extraña perversidad... repi­ tiendo palabras... que saben que expresan una pre­ gunta. » Esta facultad de imitación que los miembros supe­ riores de las razas civilizadas poseen poca, y que las razas salvajes más inferiores poseen muchísima, nos ofrece la expresión del antagonismo que existe entre la actividad perceptiva y la actividad reflexiva. En general, en los animales que viven en sociedad, por ejemplo los cuervos, que se levantan todos cuando uno de ellos se levanta, ó los carneros que saltan de­ trás de su conductor, vemos una repetición casi auto­ mática de las acciones de otro animal. Este carácter, que también se encuentra en todas las razas humanas inferiores, esto es, esa tendencia á remedar á otno, es el signo de que tales razas se apartan muy poco del tipo de espíritu de las bestias. Es la prueba de una


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arción mental que se determina de un momento á otro, principalmente por la influencia de los incidentes huí bien tes

y que, por consecuencia, obedece mal á

Iii.s causas que suponen en el espíritu una facultad de trasportarse á distancias, la imaginación, ideas o rig i­ nales: § 43.

Nuestra concepción del hombre p rim itivo

intelectual se hará más clara cuando, con ayuda de las inducciones ya obtenidas, examinemos los hechos «|iie demuestran el débil alcance de su pensamiento. El lenguaje vulgar no consigue distinguir los pro­ ductos de la actividad mental que no son del mismo Krado. Cuando un niño percibe rápidamente ideas Himples se dice que es inteligente, y cuando le cuesta trabajo aprender de memoria, aunque comprenda las verdades abstractas más pronto que su maestro, se lo trata de estúpido. H ay que reconocer las diferen­ cias de este género, si queremos interpretar los testi­ monios contradictorios sobre el hombre no civilizado. De los fuegianos se dice que ordinariamente no care­ cen de inteligencia. También se dice de los andamanos que son sumamente vivos y hábiles, y se ha afir­ mado que, después de todo, los australianos son tan inteligentes como el promedio de nuestros aldeanos. INiro la capacidad á que aluden, que poseen hasta los hombres de los tipos más inferiores, no exige más que facultades simples y , como verem os, se alia muy bien con la incapacidad de responder á las preguntas <|uc se dirigen á las facultades complejas. Como ejem­ plo del promedio de la capacidad intelectual del salvnjo puede citarse el pasaje que sir John Lubbock ella de los relatos de Mr. Sproat sobre el aht de la América del Norte: «E l espíritu natural en el hombre hecho, parece generalmente adormilado... Cuando se


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despierta, su atención muestra con mucha frecuencia vivacidad en sus respuestas y habilidad en el razona­ miento; pero una conversación, aunque sea corta lo fatiga, particularmente si las preguntas que se le ha­ cen exigen esfuerzos de memoria ó de pensamiento.» Parece, pues, que el espíritu del salvaje se balancea en una especie de va ivén sin salir de la debilidad. Otro tanto sucede en la Am érica del Sur. Spix y Martius cuentan que, inmediatamente que se empieza á preguntar al indio del Brasil sobre su lengua, se muestra impaciente, se queja de que le duele la cabe­ za y prueba que es incapaz de soportar el trabajo del espíritu. Respecto de los mismos indios dice M. Bates: es difícil llegar á saber las ideas que se forman de asuntos que exigen un poco de abstracción. Dobrizhoffer hace notar que asimismo los abipones, cuando son incapaces de comprender algo á primera vista, se muestran muy pronto fatigados de examinarla y ex­ claman: «¿y, despuésde todo, qué es eso?» Hechos aná­ logos se han observado en las razas más negras avan­ zadas. Bastan, dice Burton, hablando de los africanos orientales, diez minutos para fatigar al más inteli­ gente de ellos cuando se les hacen preguntas sobre su sistema de numeración. De una raza tan superior como la de los melgaches puede decirse que, lo mismo que las anteriores, no parecen poseer las cualidades de espíritu necesarias para pensar con v ig o r y con­ secuencia. Recordemos que, para construir la idea de una es­ pecie, por ejemplo de la trucha, es necesario pensar en los caracteres comunes de las truchas de diversos tamaños; que, para concebir el pez, en cuanto clase, es preciso que imaginemos varios géneros de peces diversamente conformados, y que, bajo su desemo-


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|un/.u, percibamos con el espíritu las semejanzas que i- n unen; y desde ese momento, veremos que, cuando non elevamos de la percepción de los objetos in divi­ duólos á la de las especies, después á la de los géimroB, órdenes y clases, cada escalón que subamos '•upone la posesión

de una aptitud superior para

la m p a r con e l pensamiento cosas numerosas reprennnliándonoslas omIo

casi

simultáneamente.

Reconocido

punto, podemos comprender el por qué, care­

ciendo de la representatividad querida, el espíritu del •mlvaje se encuentra pronto agotado para todo penMHiniento que se e lev e algo por cima de los más sim­ ples. Sin hablar de las ideas que se refieren á los in­ dividuos las

proposiciones

que nos parecen

más

iiuuiliares, tan sencillas como ésta: «las plantas son verdes ó los animales c re c e n », nunca toman una lorina definida en su conciencia, por la razón de que no tiene ninguna idea de una planta ó de un animal independientemente de una especie. Naturalmente, no tflnndo fam iliares para él las ideas generales y las Ideas abstractas de los rangos más inferiores, le son Inconcebibles los de un rango superior en generalidad y <*n abstracción. Un ejemplo tomado de Galton hará ver con más claridad la naturaleza y la inteligencia pi Imitiva que acabamos de exponer analíticamente. Hablando de los damaras hace ver que, cuando se ttlrven de lo concreto para hacerle jugar, en cuanto •mi posible, el papel de lo abstracto, no puede servir mucho tiempo y deja el espíritu incapaz para pensa­ mientos de un orden más elevado. «Se encuentran, dlm, muy embarazados para contar más de cinco, porque no tienen más mano para tomar y tener los dedos que figuran las unidades». Es muy raro que pierdan un buey, pero caso de que así suceda, no es 9


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ol número de bestias lo que echan de menos sino una figura que conocen. Cuando trafican, hay que pagarles sus carneros uno por uno: si se les dá dos rollos de ta­ baco por cada carnero se les haría sufrir cruelmente si se les obligara á tomar cuatro rollos por dos carne­ ro s^ (Tropical S. Africa, pág. 132.) Una observación de Mr. Hodgson sobre las tribus montañosas de la India es otro ejemplo del estado mental que resulta de la incapacidad de elevarse por cima de lo concreto. L a luz, dice, es una abstracción superior que ninguno de los que me informaban podía comprender, aunque pudiesen dar equivalentes para el sol, una luz ó la llama del fuego. Encontramos otro ejemplo en Spix y Martius. «En vano se buscaría, dice, en el lenguaje de los indios del Brasil palabras para expresar las ideas abstractas de planta, de ani­ mal y para las nociones todavía más abstractas de color, de tono, de sexo, de especie, etc. L a única hue­ lla de una generalización de ideas que se encuentra entre ellos es la que se expresa en los infinitivos de los verbos marchar, comer, beber, bailar, cantar, escuchar, etc. de que hacen frecuente uso.

§ 44.

En tanto que no se haya formado una idea

general por consecuencia de la comparación de v a ­ rias ideas especiales que presentan un rasgo común en medio de sus diferencias, en tanto que esta opera­ ción no haya hecho posible la ligación en el pensa­ miento de ese rasgo común con algún otro rasgo po­ seído también en común, no puede nacer la idea de la relación causal, y en tanto que muchas relaciones causales no hayan sido observadas, no podrá form ar­ se la concepción de la relación causal abstracta. Así el hombre primitivo no padrá hacer la distinción que reconocemos entre lo que es natural y lo que no lo es.


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Antes de que la comparación de diversas exp erien ­ cias haya dado lugar á la noción de un orden cons­ tante en los fenómenos, no podría existir la noción antitética de desorden. Así como el niño, que no sabe nada del curso de las cosas, da crédito con tanta fa ­ cilidad á una ficción imposible como á un hecho fa­ miliar, el salvaje que, como el niño, carece del saber clasificado y sistemático, no encuentra ninguna in­ compatibilidad entre la falsedad absurda que se le presenta y una verdad general establecida. P ara él o nhay verdad general establecida. P or consecuencia, una credulidad que entre nos­ otros sería contra naturaleza es en él perfectamente natural. Cuando vemos que un joven salvaje toma p or toten, y después considera como sagrado, al prim er animal que se le presenta en sueños, cuando tiene hambre; cuando, como cuenta Bosman, vemos al ne­ gro comprometido en una importante empresa elegir por Dios y por ayuda el primer objeto que percibe en el momento que sale y le ofrece sacrificios y le ora; cuando vemos que el veddah que acaba de errar su dis­ paro achaca su fracaso, no á que apuntó m al, sino á que no supo ganar el favor de su dios, es preciso que consideremos las concepciones, que estos actos y estas ideas suponen, como consecuencias de un estado men­ tal en que no está bastante adelantada la organ iza­ ción de las experiencias para que pueda desprenderse de ellas la idea de causación natural. § 45.

Vamos á especificar una consecuencia v is i­

ble de ese estado mental y á dar de él algunos ejem píos. Si no hay idea de causación natural no puede es­ perarse fundadamente sorpresa. Mientras el espíritu no ha llegado á la creencia de que son constantes ciertas relaciones no puede adm i­


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rarse en presencia de hechos que aparezcan en des­ acuerdo por esa creencia. Esto es lo que se v e entre nosotros cuando se observan las personas sin cultura. Muéstrese á un aldeano un experimento notable: la ascensión de los líquidos en tubo capilar por la e vo ­ lución espontánea del agua en un recipiente en que se haga el vacío y, en lugar de la profunda admiración que se espera, se encontrará una indiferencia distraí­ da. E l hecho que tan profunda sorpresa os causó la prim era v e z que lo visteis, porque, al parecer, no con­ cordaba con las ideas generales que teníais de los fe­ nómenos físicos, á él no le parece sorprendente, simple­ mente porque no posee tales ideas. Si ahora supone­ mos al aldeano desprovisto de las ideas generales que tiene y las causas capaces de sorprenderle todavía más raras, llegaremos al estado mental del hombre primitivo. Los viajeros están casi unánimes en atribuir á las razas más inferiores el desdén por las novedades. Se­ gún Cook los fuegianos mostraban la más completa indiferencia en presencia de cosas absolutamente nue­ vas para ellos. El mismo viajero observó entre los australianos la misma particularidad; otros han dicho que conservaban una impasibilidad notable cuando se les mostraban objetos extraños. Según Dam pier los australianos que llevaba á bordo no prestaban aten­ ción á nada del buque más que á lo que tenían que comer. El cirujano de Cook decía que los tasmanios no se sorprendían de nada. El capitán W allis afirma que los patagones mostraron la indiferencia más in­ explicable por todo lo que les rodeaba á bordo; aun el espejo que les distrajo mucho no excitó su admira­ ción, y el capitán W ilkes asegura lo mismo. He leído también que dos veddahs no mostraron ninguna sor-


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prosa á la vista de un espejo y, en fin, cuenta Pinkerton que un espejo fué lo único que causó un momento norpresa á los samoyedos; pero fué solo un momento y muy pronto dejó de llam ar su atención. § 46.

Cuando un espíritu no puede experim entar

sorpresa, es natural que no pueda experimentar cu­ riosidad inteligente; y cuando la facultad del pensa­ miento es la más débil, hasta puede producirse la sor­ presa sin dar lugar á un examen. Burchell, que afirma que los bosquimanos no expresan ninguna curiosidad, dice que les enseñó un espejo, que á su vista se echa­ ron á reir, abrieron desmesuradamente sus ojos con uu aire de sorpresa indiferente, quedando admirados de v er en él sus propias figuras, pero no atestiguaron con este m otivo ninguna curiosidad. Cuando se nos habla de la curiosidad de los salvajes, es que se ha observado entre las razas un poco menos degradadas. Cook la había notado entre los naturales de la N ueva Caledonia. Earl y Jukes, en los de la Nueva Guinea, líl espíritu de examen se halla todavía más pronun­ ciado en una raza relativamente más avanzada, la de los malayo-polinesios. Según Boyle, el dayak muestra una curiosidad insaciable. Asimismo el saman es ordi­ nariamente muy curioso y, en fin, los taitianos son no­ tablemente curiosos y deseosos de saber, á lo que se añade como comentario, que se ha encontrado que la idmiración parecía más grande en ellos que entre las razas inferiores. Evidentemente, la falta de deseo de información so­ bre las cosas nuevas que, como vem os, es el signo característico del estado mental más inferior, consti­ tuye por sí un obstáculo para la adquisición del cono­ cimiento generalizado que da lugar á la sorpresa de tu razón, y, por consecuencia, hace posible la curio­


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sidad de la razón. Si faltan en absoluto la curiosidad, dice M. Bates, del indio cucama, es porque le preocu­ pan poco las causas de fenómenos naturales que se presentan en su derredor. Incapaz de pensar, y des­ provisto del deseo de saber, el salvaje no tiene ningu­ na tendencia especulativa. V e cosas que se imponen incesantemente á su atención y no hace ningún es­ fuerzo para explicarlas, de suerte que, cuando se le& hacen preguntas, como la que comúnmente les hacía Park á los negros ¿qué es del sol durante la noche?1 ¿Es el mismo sol de ayer, ó es otro distinto?, no con­ seguía ninguna respuesta. «H e visto que les parecía una pregunta muy pueril... jamás habían aventurado una conjetura, ni formulado una hipótesis sobre esta cuestión.» Haríamos muy bien en no olvidar el hecho general de que acabamos de dar los ejemplos precedentes► Está completamente de acuerdo con las ideas recibi­ das sobro las nociones del hombre primitivo. Ordina­ riamente se nos le representa como perdido en teorías sobre los fenómenos que le rodean, cuando en realidad no siente necesidad de explicárselos. § 47.

Tod avía existe un carácter de esta forma

rudimentaria de inteligencia, del cual bueno es dar brevemente algunos ejemplos. Me refiero á la caren­ cia de imaginación constructiva. Este defecto se en­ cuentra naturalmente en el espíritu que v iv e de per­ cepciones simples, que está dotado de la facultad imi­ tativa, que se contenta con ideas concretas, y que es incapaz de ideas abstractas, como le sucede al espíritu del hombre prim itivo. L a colección de utensilios y de armas que ha clasi­ ficado el coronel Lañe Fox, muestra las relacione» que sostienen con los originales de los tipos más sim-


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pies, y da lugar á pensar que se debieron dar á los hombres primitivos con el espíritu de invención que parecía indicar sus simples utensilios. Son el resulta­ do de pequeñas modificaciones aportadas á los tipos primitivos, y la elección de estas modificaciones ha producido insensiblemente los diversos géneros de instrumentos sin que intencionalmente se les haya querido producir. Sir Sanuel Baker nos suministra una prueba de otro g é n ero , pero de la misma signifi­ cación en su artículo sobre las Razas de la cuenca del Nilo (E th Traus, 1867), donde dice que las habitacio­

nes de las diversas tribus siguen un tipo con tanta constancia como los nidos de las a v e s ; cada tribu tie­ ne un tipo particular como cada especie de ave. Baker hace v e r también en este artículo que hay di­ ferencias permanentes análogas entre las prendas con que se cubren la cabeza; así que, hasta en los Mombreros, por ejemplo, difieren de forma en la pro­ porción en que difieren las lenguas. Todos estos he­ chos muestran que en tales razas las ideas confina­ das en los estrechos límites impuestos por el uso, no tienen la libertad necesaria para entrar en nuevas combinaciones, y por ello tampoco pueden dar naci­ miento á nuevas maneras de obrar y á productos de nueva forma. Cuando vemos que se atribuye un espíritu inventivo á razas inferiores es de los taitianos, los javanem cs,

etc., que han llegado á una civilización avan za­

ba, que poseen una provisión considerable de ideas

y

•le palabras abstractas, que muestran sorpresa y cu­ riosidad racionales, y que dan pruebas de un desarro­ llo Intelectual superior de los que se habla. 0

48.

Henos aquí naturalmente llegados á una re-

r I'» general análoga á las que hemos encontrado en


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los dos capítulos precedentes en el momento de resu­ mir nuestro estudio. L a inteligencia prim itiva, relati­ vam ente simple, se desarrolla con más rapidez, y al­ canza más temprano sus límites. En los Principios de Psicología (§ 165) he referido testimonios relativos á los australianos, á los negros de los Estados Unidos, á los negros del N ilo, á los andamanes, á los naturales de Nueva Zelanda y á los de las islas Sandwich, que prueban que los niños de estas razas tienen el espíritu más despierto que los niños europeos, que perciben con más prontitud las ideas simples; pero que no tardan en pararse por in­ capacidad de comprender las ideas complejas que comprenden rápidamente los niños europeos cuando se las presentan. Puedo añadir algunos ejemplos más. Mr. Reade ha notado que en el Africa Ecuatorial los niños tienen una precocidad absurda. El capitán Bur­ ton afirma que los africanos del Oeste «son de una no­ table vivacidad de espíritu antes de la edad de la pubertad», como si esta época fisiológica turbara, como entre los indios, su cerebro; en fin, hasta cierto punto se instruye fácilmente á los aleontes de Alaska. Esta precoz detención de desarrollo, este cambio, que transforma una receptividad activa en tanto que no hay más que ideas simples que recibir, en una recep­ tividad lenta desde que es necesario recibir ideas un poco generales, supone al mismo tiempo un carácter intelectual inferior y un obstáculo considerable al pro­ greso intelectual, puesto que se opone á las modificacio­ nes que nuevas experiencias aportarían á la m ayoría de las ideas. Cuando leemos en los viajeros que el africano del Este une la incapacidad de la infancia á la inflexibilidad de la edad, cuando vemos afirmar que entre los australianos el vigo r mental parece declinar des­


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pués de la edad de veinte años y casi extinguido á la «lo cuarenta, no podemos dejar de v er la fuerza del obstáculo que opone al progreso, cuando el p rogre­ so es más necesario, esta detención de la evolución mental. Podemos ahora recapitular los rasgos del carácter intelectual del salvaje, que su naturaleza hace poco aptos para el cambio, y al mismo tiempo notaremos que estos mismos rasgos se encuentran en el niño de las razas civilizadas. En la prim era y en la segunda infancia se verifica una absorción de sensaciones semejante á la que ca­ racteriza al salvaje. El niño que rompe sus juguetes, que fabrica figuritas con tierra, que dirige sus m ira­ das á todas las cosas y personas que se le ofrecen á. la vista, da pruebas de mucha perceptividad y de una reflexión relativam ente débil. L a misma analogía existe en la tendencia á la imitación. Los niños repi­ ten en sus juegos escenas de la vida de los adultos, y los salvajes, entre otros actos de imitación, repiten las acciones de sus huéspedes civilizados. El espíritu <lol niño carece de la facultad de distinguir entre los Iinchos inútiles y los útiles; lo mismo le sucede al sal­ vaje. Es más, cuando se nota que el niño no aprende los hechos ya en forma de lección, ya en forma de observación espontánea más que por sí mismo, sin porcatarse del valor que pueden tener como materia­ les de una generalización, llega á ser evidente que unta incapacidad para escoger hechos nutritivos es un <ar&cter de un desarrollo inferior, puesto que, mieni ras no ha progresado la generalización ni se ha esiiiblecido el hábito de g en era liza r, el espíritu no pue>U) elevarse á la idea de que un hecho posee un v a lo r

• n plazo lejano independientemente del valo r qu e, á


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plazo inmediato, pueda tener. Vemos, además, que el niño de nuestra raza es, como el salvaje, incapaz de concentrar su atención en algo complejo ó abstracto. El espíritu del niño, como el del salvaje, no tarda en divagar por puro agotam iento, cuando tiene que ocu­ parse de generalidad y de proposiciones complicadas. Como, en uno y otro, son débiles las facultades inte­ lectuales superiores, es claro que carecerán de las ideas que no se comprenden más que mediante la ayu­ da de estas facultades, y si poseen algunas son muy pocas. E l niño, como el salvaje, tiene en su lengua algunas palabras de la abstracción menos elevada y no tiene ninguna de la más elevada. Desde muy tem­ prano sabe muy bien lo que es el p erro , el gato, el caballo y la vaca; pero no tiene ninguna idea del ani­ mal independientemente de la especie; pasan años sin que los abstractos entren en su vocabulario. Así, en el niño, como en el salvaje, faltan los mismos instrumentos de un pensamiento desarrollado. Con un espíritu que no está aprovisionado de ideas generales y que carece de la concepción del orden natural, el niño civiliza d o , en cuanto es muy pequeño, y el sal­ vaje toda su vida, no muestran gran sorpresa ni cucuriosidad racionales. Una cosa que despierta los sen­ tidos, el fulgor repentino de una explosión, le hace abrir mucho los ojos espantados y quizá arranque un g rito , pero mostradle una experiencia de química ó llamad su atención hacia un giróscopo, y el interés que tomen no será mayor que el que podría manifes­ tar si viese un nuevo juguete. Sin duda algún tiempo más tarde, cuando comiencen á obrar las facultades intelectuales superiores que ha heredado de sus ante­ pasados civilizados y cuando el grado de desarrollo mental á que han llegado represente en las razas


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semicivilizadas el de los malayos polinesios por ejem­ plo, se mostrarán en él por v e z primera la sorpresa y la curiosidad racionales; pero aun entonces, la extre­ ma credulidad del nifio civilizado, como la del salvaje, nos hace v er lo que pueden producir ideas groseras de causa y de ley. Cree todo lo que se le cuenta por ab­ surdo que sea; toda explicación, por inepta que sea, la acepta como satisfactoria. Como le falta conoci­ miento generalizado, nada le parece imposible, care­ ce de crítica y de escepticismo. P ara terminar la serie de nuestras aclaraciones so­ bre los caracteres intelectuales del hombre primitivo, podemos, analógamente á lo que hicimos sobre los caracteres emocionales, decir que no pueden ser otros que los que son en ausencia de las condiciones que re­ sultan de la evolución social. Hemos visto ( Principios de Psicología §§ 484-493) de diversas maneras que,

sólo á medida que la sociedad crece, se organiza y adquiere estabilidad es cuando pueden producirse las experiencias en que la asimilación es el factor princi­ pal del desarrollo de las ideas. Preguntémonos sola­ mente lo que nos sucedería si la masa entera del co­ nocimiento viniese á desaparecer y que los niños que­ dasen sin más bagaje que su lenguaje infantil y cre­ ciesen sin recibir de los adultos ninguna dirección, ninguna instrucción, y veríamos que hoy mismo que­ darían casi sin efecto las facultades intelectuales su­ periores por falta de los materiales y de los recursos que la civilización pasada ha acumulado para nos­ otros. En consecuencia, no podemos menos de recono­ cer que el desarrollo de las facultades intelectuales superiores ha marchado pari pasu con el progreso social, á la v ez como causa y como e fe cto ; que no era

posible que el hombre primitivo desarrollase


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esas facultades intelectuales superiores por faltarle un medio adecuado, y que, en este como en otros puntos de vista, se ha retardado su progreso por la carencia de facultades que sólo el progreso podía hacer nacer.


C APITULO V III

IDEAS

§ 49.

PRIMITIVAS

Antes de comenzar á interpretar los fenó­

menos sociales tenemos necesidad de una nueva pre­ paración. No basta haber aprendido á conocer los fa c ­ tores externos y á seguida los factores internos de que hemos hablado en los tres capítulos precedentes, don­ de hemos descrito al hombre prim itivo físico, em ocio­ nal é intelectual. L a manera en que la unidad social se conduce en medio de las condiciones ambientes, inorgánicas, orgánicas y superorgánicas, depende en parte de algunas otras propiedades. En efecto, además de las particularidades visibles de organización que nos presenta el cuerpo, además de las particularida­ des ocultas de organización implícitas en el tipo men­ tal, hay particularidades del mismo género, todavía menos fáciles de descubrir, implícitas en las creencias adquiridas. Asi como las facultades mentales son pro­ ductos hereditarios de experiencias acumuladas que han modificado los aparatos nerviosos, las ideas ela­ boradas por estas facultades durante la vida del indi­ viduo son los productos de las experiencias personales, á las cuales corresponden algunas delicadas modifica­ ciones de los aparatos hereditarios. No hay que omi­ tirlo si nos queremos dar cuenta completa de lo que es


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LOS DATOS DE LA SOCIOLOGÍA

una unidad social ó más bien hay que mencionar las ideas correlativas que los suponen. Es, en efecto, e v i­ dente que las ideas que el hombre se form a de sí mis­ mo, de los demás seres y del mundo que le rodea afec­ tan mucho su conducta. «Es sumamente difícil formarse una idea de estas tres modificaciones finales ó de las ideas que le son corre­ lativas. Interpréteselas por v ía inductiva ó por vía deductiva, siempre tropezará con grandes obstáculos. Ante todo debemos arrojar una ojeada sobre estos m é­ todos. § 50.

Sería bastante fácil decir qué concepciones

son verdaderamente prim itivas si tuviéramos la his­ toria del hombre prim itivo. Pero hay razones que per­ miten pensar que los hombres de tipos inferiores que hoy existen y que forman grupos sociales del orden más simple, no son ejemplares del hombre tal como fué en el principio. Es probable que la m ayoría, si no todos ellos, tuvieran antepasados que llegaron á un estado superior. En sus creencias se encuentran ideas que han sido elaboradas durante esos estados superio­ res. Si, tal como se la presenta ordinariamente, es in­ sostenible la teoría de la degradación, la teoría de la progresión, en su forma más absoluta, me parece tan insostenible. Si, de una parte, no se puede armonizar con los hechos la noción que hace ven ir el estado sal­ vaje de una caída del hombre del estado de c iviliza ­ ción, de otra parte nada nos autoriza para pensar que los grados más bajos del salvajismo hayan sido siem­ pre tan bajos como hoy. Es muy posible, y en mi opi­ nión muy probable, que el retroceso haya sido tan fre­ cuente como el progreso. Se concibe ordinariamente á la evolución como efecto de una tendencia intrínseca, en virtud de la


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cual todo se hace superior, lo cual es formarse de ella una falsa idea. En todas partes la evolución es el pro­ ducto de dos órdenes de factores: los internos y los ex ­ ternos. E l concurso de estos factores opera cambios que continúan hasta el momento en que se encuentra establecido un equilibrio entre las acciones ambientes y las que le opone el agregado, esto es, un equilibrio completo si el agregado no es vivien te y un equilibrio m óvil si el agregado es vivien te. Por consecuencia, la evolución cesa en realidad porque no continúa mos­ trándose más que en la integración en progreso que conduce á la rigidez. Si, en los agregados vivientes que constituyen una especie, las acciones ambientes permanecen constantes de generación en generación, la especie continúa constante. Si cambian las acciones ambientes, la especie cambia hasta que vu elva á po­ nerse en equilibrio con ellas. Pero esto no quiere de­ cir que el cambio sobrevenido en la especie sea un paso en el camino de la evolución. Ordinariamente no hay progreso ni retroceso, y frecuentemente el resul­ tado es la producción de una forma más simple por­ que ciertos aparatos, precedentemente adquiridos, lle ­ gan á ser superfluos en las nuevas condiciones. Sólo aquí y allá los cambios ambientes acarrean al orga­ nismo una nueva complicación y producen, en conse­ cuencia, un tipo algo superior. De esto resulta que, si durante períodos cuya duración no se puede determ i­ nar, algunos tipos no han avanzado ni retrocedido y si se ha producidido en otros tipos un progreso en su evolución, hay diversos tipos en que ha tenido lugar un retroceso. No aludo solamente á hechos á los cua­ les pertenece el ejemplo de los cefalópodos tetrabranquios que contenían en otro tiempo especies numero­ sísimas y que hoy no tienen más que un represen! ante


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do talla mediana. No quiero hablar de los órdenes su­ periores de los reptiles, los que comprendían en otros tiempos varios géneros de una estructura superior

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de talla gigantesca que se han extinguido hoy, mien­ tras que han sobrevivido los órdenes inferiores de rep ­ tiles. Tampoco me fijo en esos numerosos géneros de mamíferos que en otros tiempos contenían especies mayores que las que existen en nuestros días. So­ lamente quiero llam ar la atención especialmente al hecho de que nos encontremos entre los parásitos in­ numerables especies que son modificaciones degrada­ das de especies superiores. Entre las especies de ani­ males que hoy existen, comprendiendo en ellas los pa­ rásitos, podemos decir que el mayor número ha per­ dido, por un movimiento retrógrado, la estructura á que habían llegado sus antepasados y hasta con fre­ cuencia el progreso de ciertos tipos im plica el retro­ ceso de otros. En efecto, el tipo más desarrollado v ic ­ torioso tiende á empujar á los tipos rivales á las co­ marcas menos favorables, reduciéndolos á maneras de v iv ir menos ventajosas, lo que ordinariamente, y has­ ta cierto punto, implica el desuso y la pérdida de sus facultades superiores. L o que es verdad en la evolución orgánica, lo es también en la evolución superorgánica. Si en la tota­ lidad del conjunto de las sociedades, á título de efecto definitivo de los factores cooperantes intrínsecos y extrínsecos que obran sobre ellos durante períodos de una longitud indefmida, se puede considerar como in­ evitable la evolución, no se puede sin embargo, consi­ derarla como inevitable en cada sociedad particular, ni siquiera como probable. Un organismo social, como un organismo individual, sufre modificaciones en tan­ to que no se encuentra en equilibrio con las condicio-


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nos ambientes y en seguida permanece estable sin Hiifrir nuevos cambios de estructura. Cuando las con­ diciones se cambian por modificaciones del estado me­ teorológico ó geológico de la fauna ó de la flora, ó por una emigración ocasionada por la presión de la po­ blación ó por la huida ante una raza usurpadora, se Im introducido un cambio social; pero este cambio no Implica necesariamente un progreso. Acontece con frecuencia que no se verifica ni en el seníido de una estructura superior, ni en el sentido de una estructu­ ra inferior. Cuando la comarca impone una manera <lc v iv ir de orden inferior, se sigue una degradación. Solamente algunas veces la nueva combinación de fnctores es capaz de causar un cambio que constituye un movimiento en el sentido de la evolución social y Orea un tipo de sociedad que se extiende y suplanta á los tipos inferiores. En efecto, para los agregados nuperorgánicos, como para los orgánicos, el progreso 'lelos unos determina el retroceso de los otros; las •lociedades más avanzadas empujan á las sociedades menos avanzadas á las comarcas menos favorables, y l>or consecuencia, las hacen sufrir una diminución de magnitud ó un rebajamiento de estructura. Esta conclusión se nos impone directamente por los hechos. Sabemos desde la escuela que hubo naciones ipiohan descendido de civilizaciones superiores á ci­ vilizaciones inferiores, encontrando otros ejemplos de cuín verdad á medida que se extiende nuestro saber. I 'ipcios, babilonios, asirios, fenicios, persas, griegos v romanos. Basta citar estos pueblos para recordar que un gran número de sociedades poderosas y muy avanzadas, han desaparecido ó degenerado hasta foriiiiir hordas de bárbaros ó han atravesado siglos de larga decadencia. Las ruinas que se ven en Java 10


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atestiguan que allí existió una sociedad más adelan­ tada que la de hoy. Las ruinas del Cambodge atestitiguan el mismo hecho. Méjico y el Perú fueron en otro tiempo la residencia de sociedades poderosas y sabiamente organizadas, cuya organización ha des­ truido la conquista. En los lugares de la Am érica Cen­ tral donde en otro tiempo se elevaban ciudades que contenían una población numerosa que cultivaba in­ dustrias y artes diversas, ya no se encuentran hoy más que tribus salvajes y esparcidas. Es indudable que, desde que el hombre existe, han obrado causas como las que han producido estos retrocesos. Siempre se han verificado cambios cósmicos y terrestres que han tenido por efecto hacer ciertas comarcas peores y á otras mejores; siempre se ha producido un exceso de multiplicación; siempre hubo razas que se han e x ­ tendido, que entraron en lucha con otras; siempre los vencidos se han refugiado en lugares que no conve­ nían al estado social avanzado á que habían llegado; siempre en los lugares en que la evolución no ha sido turbada por una intervención exterior, hubo esas de­ cadencias y disoluciones que acaban el ciclo de los cambios sociales. El espectáculo que hoy vemos des­ arrollarse con tanta actividad de las razas que se suplantan unas á otras, de razas inferiores que son empujadas á regiones remotas, cuando no son exter­ minadas, ese espectáculo que la humanidad ha dado desde los orígenes de la historia, ha debido darlos siempre, y lo que debemos de ello concluir es que han retrogradado los restos de las razas inferiores refu­ giados en regiones inclementes desnudas ó en otras partes impropias para favorecer una vida social ade­ lantada. Así, pues, las razas que hoy ocupan los últimos


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rangos, deben presentar ciertos fenómenos sociales que no son efecto de causas actuales, sino que p rovie­ nen de causas que han operado durante un estado social pasado superior al presente. Esta es una con­ clusión á priori que está de acuerdo con los hechos, y que hasta sugieren hechos sin esto inexplicables. Véanse, por ejemplo, los australianos. Divididos en tribus que andan errantes en un vasto territorio, estos salvajes, á despecho de su antagonismo, tienen un sistema completo de relaciones de parentesco, y por consecuencia, usos que, en ciertos casos, prohiben el matrimonio, usos que no pueden ser resultado de un acuerdo establecido entre estas tribus tal como hoy viven; pero se los comprende desde el momento en que se admita que estos usos son vestigios de un estado on el cual estas tribus estaban unidas por un lazo más estrecho y sometidas á una le y común. T a l es también el estado que nos permite suponer el uso de la circuncisión y el arranque de los dientes que en­ contramos en estas tribus, como en otras razas, hoy colocadas en los grados más bajos de la escala social. I3n efecto, cuando más tarde tengamos que hablar de las mutilaciones, veremos que todas ellas implican un astado de subordinación política ó religiosa, ó ambas «rosas á la vez, que hoy no se encuentra en estas razas. De a h í, por consiguiente , una dificultad para com­ probar inductivamente cuáles son las ideas primitivas. Kntre las ideas que hoy reinan en los hombres que componen las sociedades más rudimentarias, existen, nln duda, algunas que han sido recibidas por tradición y que han nacido en un estado superior. H ay que dis­ tinguirlas de las que son verdaderamente prim itivas, larca para la que no basta la inducción. § 51.

El empleo del método inductivo tropieza con


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obstáculos de otro gén ero, pero igualmente grandes. No se pueden comprender las ideas engendradas en el hombre prim itivo por sus relaciones con el mundo que le rodeaba más que á condición de m irarle con los mismos ojos que él. Es preciso dejar á un lado todos los conocimientos que se han acumulado, todos los há­ bitos mentales que la educación ha fijado lentamente; j h ay que deshacerse de concepciones á que, por una parte, la herencia y , por otra, la cultura individual ] ha impreso el carácter de necesidad. Nadie puede ha­ cerlo por completo y bien pocos serán los que lo con- -j sigan en parte. No se tiene más que observar los pésimos métodos que adoptan las gentes que dan la educación para convencerse de qu e, aun entre las personas instrui­ das, es sumamente débil la facultad de concebir ideas. A l v er someter el espíritu del niño á generalidades an­ tes de poseer ninguno de los hechos concretos á que se refiere; al ver presentar las matemáticas bajo su form a puramente racional, en lugar de la forma em- : pírica por donde el niño debería comenzar, como la ! especie, en efecto ha comenzado ; al v e r una materia ; tan abstracta como la gramática colocada al principió de los estudios, en lugar de colocársela al fin, en­ señada por el método analítico en lugar de serlo por el sintético, tenemos más pruebas de las que nos ha- j cen falta de la incapacidad en que todos nos encon­ tramos para concebir las ideas de los espíritus no des­ arrollados. En fin, si á los hombres les cuesta tanto, aunque ellos mismos hayan sido niños, repensar las ideas del niño, ¡cuánto más no le será difícil repensar ' las ideas del salvaje! Es muy superior á nuestras fuer­ zas la tarea de deshacernos de las interpretaciones antropomórficas. Para mirar las cosas con ojos de una

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Ignorancia absoluta, y para observar cómo se agolpa­ ban originalmente en el espíritu sus atributos y sus actos, tendría necesidad de suprimir su persona, lo <|tie es impracticable. Debemos, sin embargo, hacer lo que podamos para concebir el mundo ambiente tal como apareció al hombre p rim itiv o , á fin de encontrarnos en la situa­ ción de interpretar deductivamente lo mejor posible los hechos de que se puede servir la inducción. Aun(¡iie nos hallemos en estado de llegar á nuestro fin por tin método indirecto, guiados por la teoría de la evo­ lución en general, y por la doctrina más especial de la evolución mental, podemos llegar á trazar los princi­ pales lincamientos de las ideas primitivas. Una vez <1 ue hayamos notado a priori por qué signos se pue­ den reconocer estas ideas, nos hallaremos bien prepa­ rados en lo posible á imaginarlas y en seguida á dis­ cernirlas en su estado actual. § 62.

Debemos partir del postulado de que las

Ideas prim itivas son naturales y, en las condiciones en <|iie se producen, racionales. En nuestra infancia se nos lia enseñado que la naturaleza humana es la misma on todas partes. Esto nos ha hecho considerar á las creencias de los salvajes como creencias sostenidas l>or espíritus como el nuestro; nos admiramos al verlas lan extrañas y calificamos de perversos á sus partida­ rios. Es preciso rechazar este error, sustituyéndole con •'I principio de que, en todas partes, son las mismas las leyes del pensamiento y que, admitiendo que co­ nozca los datos de sus conclusiones, el hombre primiHvo saca conclusiones razonables. Del más bajo al más alto grado, la inteligencia pro­ cede por clasificación de objetos y clasificación de reIaciones; en realidad dos fases diferentes de la misma


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operación (Principios de Psicología, §§ 309, 316 y 381). Por una parte la percepción de un objeto supone que el espíritu clasifica cada uno de los atributos de este objeto con los atributos semejantes previam ente cono­ cidos, y las relaciones que estos objetos sostienen entre sí con las relaciones semejantes previam ente conoci­ das ; en tanto que, desde el momento en que es cono­ cido, se clasifica al mismo objeto con los objetos seme- ‘ jantes. Por otra parte, cada paso que se da en el ra ­ zonamiento supone que el objeto de que se afirma algo esté clasificado con los objetos del mismo género pre­ viamente conocidos; supone que el atributo, la fa­ cultad, los actos, objetos de la proposición, están cla­ sificados en cuanto semejantes á otros atributos, fa cultades y actos previam ente conocidos; suponen, en fin, que la relación entre el objeto y el atributo, la fa­ cultad, el acto, afirmados, está clasificado con las re­ laciones semejantes previam ente conocidas. L a asimi­ lación de los estados de conciencia de todo orden á los estados semejantes de la experiencia pasada, que es la operación intelectual universal, tan animal como humana, produce resultados cuya rectitud depende de la facultad que el hombre posee de apreciar las seme­ janzas y desemejanzas. Cuando términos simples es­ tán unidos por relaciones simples, directas, estrechas, espíritus simples pueden efectuar correctamente la clasificación; pero si los términos son complejos y las relaciones que les unen complicadas, indirectas y le­ janas, sólo los espíritus, cuyo desarrollo corresponde por su complejidad, pueden operar correctamente su clasificación. Por falta de esta complejidad de espíri­ tu los términos de las relaciones se agrupan con aque­ llos á que parecen asemejarse y la relaciones se agru­ pan de la misma manera; pero estos agrupamientos

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dan lugar á error, puesto que sus rasgos más aparen­ tes no son siempre los que establecen la semejanza de una cosa con otra, como los rasgos más aparentes de las relaciones no son siempre los más esenciales. Notemos los grandes errores que de ello resultan en aquellos de nuestros semejantes que están sin instruc­ ción, y pasemos en seguida á los errores mayores que cometen los salvajes, todavía más ignorantes, cu­ yas facultades están menos perfeccionadas. En nues­ tros antiguos libros de historia natural se decía que las ballenas eran peces. Estos animales viven en el agua y tienen una conformación pisciforme, ¿qué han de ser sino peces? De cada diez pasajeros de primera clase, hay nueve y de cada ciento de segunda, noven­ ta y nueve, que se quedarían profundamente admira­ dos si se les dijera que las marsopas que han visto juguetear en derredor del buque de vapor que les con­ duce se parecen más al perro que al bacalao. En opi­ nión del pueblo, son peces los crustáceos y los molus­ cos acuáticos. En primer lugar se supone, que existe un parentesco entre estos animales y los p eces, por­ que viven en el agua, y en segundo lugar, el vende­ dor de pescado comprende bajo un solo nombre, el de mariscos, las ostras y las langostas de mar, dos géne­ ros de animales más alejados uno de otro, que una anguila de un hombre, pero que se asemejan en que sus partes blandas están encerradas en una concha dura. Acordándonos de estos errores á que nuestras tfontes del pueblo se encuentran conducidas, porque Imeen sus clasificaciones por caracteres que se presen­ tan á prim era vista, veremos que son muy naturales Ion errores á que por la misma práctica se ven condu­ cidos los hombres no civilizados. Hayesjjno podía ha<;or comprender á los esquimales que un traje de lana


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no era una piel. Tomaban el vidrio por hielo y el biz­ cocho por carne desecada de buey perfumado. Co­ nocían muy imperfectamente las cosas que se les ense­ naban, y hacían su agrupación, para ellos la más ra ­ cional, tan racional como la de que acabo de dar ejemplos. Si, por haber hecho una clasificación erró­ nea, llega el esquimal á la conclusión errónea de que el vidrio se deshace en su boca, no está más lejos de la verdad que el pasajero que coloca las marsopas en­ tre los peces y que, en lugar de encontrar en ellas los caracteres del pez, descubre una sangre caliente y pulmones para respirar. Recordemos también que los fidjianos no conocían los metales, y no consideraremos irracional la pregunta que algunos de ellos hicieron á Jackson, para saber «cómo podríamos tener hachas bastante duras en un país natural para cortar los ár­ boles de que están hechos los cañones de los fusiles.» En efecto, ¿no eran para ellos las cañas los únicos ob­ jetos que se parecían á los cañones de los fusiles? Aña­ damos aun otro ejemplo. Algunos indios de tribus montañosas con los cuales se puso en relación el doc­ tor H ooker, que acababan de ver tender en el suelo una cinta de una caja con resorte de que se servían para tomar medidas, inmediatamente que vieron re ­ plegarse la cinta en la caja huyeron corriendo y g ri­ tando: es evidente que pensaron que la cinta, á cau­ sa del movimiento que ejecutaba espontáneamente, era un ser v ivo , y á causa de sus movimientos tortuo­ sos, que era especie de serpiente. Ignorando los a rti­ ficios de la mecánica, y no viendo el resorte colocado en el interior de la caja, su creencia era perfecta­ mente natural, y cualquiera otra se la hubiera consi­ derado como irracional. Pasemos ahora de la clasifi­ cación de los objetos á la clasificación de las relacio­


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nes. Todavía podremos, para facilitar nuestra tarea, analizar algunos errores corrientes entre nosotros. Cuando se quiera recomendar un remedio contra que­ maduras, se dice vulgarm ente que atrae el fuego ha­ cia afuera, lo que im plica que hay entre el remedio aplicado y el calor que se supone alojado en los teji­ dos una relación semejante á la que existe entre dos objetos de los cuales el uno tira con fuerza del otro. Otro ejemplo. Después de una helada, cuando el aire saturado de vapor acuoso se pone en contacto de una superficie lisa y fría, una pared pintada, por ejemplo, el agua que en ella se condensa se almacena para for­ mar gotas y desciende chorreando, no es raro que oigamos decir que la pared suda. De que el agua, que no se ve llegar de afuera, aparezca en la pared, como la transpiración en la p iel, se supone que sale de la pared como la transpiración de la piel. En este, como en otros casos, vemos clasificar una relación con otra que se le asemeja superficialmente pero á la cual se ea enteramente extraño. S i, recordando estos hechos, consideramos lo que debe pasar cuando la ignorancia es todavía mayor, ya no nos sorprenderán las explica­ ciones prim itivas. Los indios del Orinoco dicen que el rocío es escupido por las estrellas. Nótese la génesis de esta creencia. El rocío es un líquido limpio con el cual tiene alguna semejanza la saliva. Es un líquido que, por su posición en las hojas, parece haber des­ cendido de lo alto como la saliva desciende de la per­ sona que escupe. Puesto que ha descendido durante una noche sin nubes, es preciso que venga de las úni­ cas cosas que son visibles por cima de nuestras cabe­ zas, es á saber, de las estrellas. Así el producto mis­ mo, el rocío y la relación que le une á su supuesta fuente, se encuentran respectivamente asimiladas á


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los objetos y á las relaciones que se les asemejan por caracteres aparentes. En fin, no tenemos más que re ­ cordar la expresión comúnmente usada en In glaterra: It spits with rain, literalm ente escupe lluvia , para v e r

cuán natural es esta interpretación. H ay otro carácter de las concepciones del salvajeque se llega á comprender desde que se observa lo que sucede cuando se piensan los objetos y las relaciones complejas á la manera de los objetos y de las relacio­ nes simples. Sólo á medida que progresa el conoci­ miento y que se comienza á observar voluntariamente y con crítica, se percibe por vez primera que el poder de un agente para producir su efecto particular puede depender de una propiedad con exclusión de las demás, ó de una parte con exclusión de las otras, ó no depen­ der de ninguna propiedad ni de ninguna parte en par­ ticular sino de la combinación de todas. No se puede saber cuál es, entre las propiedades de un todo com­ plejo, la que le da su eficacia más que después que el análisis haya hecho algunos progresos; aun entonces se cree necesariamente que la eficacia pertenece al todo indistintamente. Además, cuando no se ha sometido al análisis un objeto, se cree que sostiene con un cierto efecto, que tampoco se ha sometido á él, una relación, que á su vez no lo ha sufrido. L a importancia del pa­ pel que esta propiedad representa en la determinación del carácter de las concepciones prim itivas es bastante grande para que debamos examinarlo con más aten­ ción. Representemos los diversos atributos de un obje­ to, por ejemplo: una concha de mar, por A , B, C, D, E, etc., y las relaciones de estos atributos por v, x , y t z. L a propiedad que posee este objeto de producir el

efecto particular de concentrar los sonidos en la oreja es en parte debida al pulimento de su superficie interna


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(que llamaremos C), y en parte á las relaciones exis­ tentes entre las partes de esta superficie que constitu­ yen su forma (que llamaremos y). Mas para que se pueda comprender que esta disposición es la causa de la propiedad que tiene la concha de concentrar su sonido es preciso que se separen en el pensamiento C é y de los demás atributos. Hasta entonces no se puede saber si la propiedad que tiene la concha de multipli­ car el sonido no depende de su color ó de su dureza ó de las rugosidades de su superficie (suponiendo que se puedan pensar estas cualidades separadamente en cuanto atributos). Evidentemente, antes de distinguir unos de otros los atributos, no se puede conocer esta propiedad de la concha más que como perteneciéndole en general, como residente en ella concebida como un todo. Pero, como hemos visto (§ 43), un salvaje no puede reconocer los atributos ó propiedades tal como nosotros los comprendemos; son abstracciones que sus facultades no pueden comprender, como tampoco las puede expresar su lenguaje. Así, por necesidad, aso­ cia esa propiedad particular á la concha tomada en masa, la mira como sosteniendo con la concha la misma relación que el peso con una piedra, la conci­ be como inherente á toda parte de la concha. De ahí ciertas ciencias que se encuentran en todas partes entre los salvajes. Una propiedad especial que un objeto ó una parte de un objeto manifiesta, pertenece á este objeto de tal manera, que se la puede apropiar consumiendo el objeto, ó esta parte, ó apoderándose de ella. Por ejemplo, se supone que se adquiere la fuerza de un enemigo vencido, devorándole; el dacotah come el corazón del enemigo matado para aumentar su propio valor; el salvaje de N ueva Zelan­ da devora los ojos de su enemigo para aumentar el


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alcance de su propia vista; el abipón come la carne del tigre, creyendo con ello proporcionarse la fuerza y el v a lo r de este animal. Entre las creencias de los guaranís se encuentra un rasgo análogo, por ejemplo: las mujeres embarazadas se abstienen de comer la carne de los antas por miedo de que su hijo tenga una nariz gruesa, así como también la de los pajari­ tos por el miedo de que nazca demasiado pequeño. Se la encuentra también en las creencias, en virtud de las cuales los caribes rocían á un hijo varón con san­ gre de su padre para darle su valor, ó también la de los timanayos y de los bullones, que sotienen que la posesión del cuerpo de una persona dichosa les da una parte de su dicha. Evidentemente, la manera de pen­ sar que tales creencias revelan, que llegaba á mos­ trarse en las prescripciones médicas del pasado y que se ha perpetuado hasta nuestros días en la creencia de que el niño mama el carácter de su madre con la leche de ésta, es una manera de pensar que necesaria­ mente persiste mientras el análisis no descubra la na­ turaleza compleja de las relaciones causales. Mientras el espíritu no se ha formado ninguna con­ cepción de las relaciones físicas, ó si la tiene es muy vaga, cualquiera antecedente puede servir para ex­ plicar cualquier consiguiente. Pregúntesele al cantero lo que piensa de los fósiles que su pico ha puesto al descubierto, y dirá que son caprichos de la naturaleza. Está satisfecha, y por consiguiente cesa su curiosi­ dad, la tendencia que determina su espíritu á pasar de la existencia de los fósiles en cuanto efecto á un agente que le produce. El hojalatero á quien se le pregunta la razón de los efectos de la bomba que está componiendo, dirá: que el agua se le va por ella por succión, y es que ha comparado el funcionamiento de


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la bomba con el que puede producir aplicando los músculos de su boca á un tubo y cree comprenderlo; nunca se ha preguntado cuál es la fuerza que hace subir el agua á su boca cuando ejecuta estas acciones musculares. Otro tanto acontece con una explicación que oimos frecuentemente dar en la sociedad ilustra­ da de un hecho que no es fam iliar: se dice de él que está causado por la electricidad. L a tensión mental queda aplacada desde que, al resultado presentado por la observación, el pensamiento añade algo con un nombre, aunque no se sepa lo que es esa cosa ni se tenga la menor idea de la manera que tiene de produ­ cir el resultado. Reconociendo, aun en nosotros, una inclinación á aceptar toda relación cuya existencia se nos afirma entre una acción y la fuerza, mientras la experiencia de todos los instantes no la contradiga, no nos costará ningún esfuerzo v er cómo el salvaje, con menos experiencia y con hechos agrupados de una manera más vaga, adopta como perfectam ente suficiente, sin pensar más en el asunto, la primera e x ­ plicación que le subieren las asociaciones familiares. Cuando los naturales de la Siberia encuentran en el hielo un mamut ó sus huesos en tierra, dicen que estos enormes animales quedaron enterrados en temblores de tierra. Los salvajes que viven en las cercanías de los volcanes creen que los fuegos de estas montañas son los que encendieron sus antecesores para su coci­ na. Los salvajes de la Siberia y los avecindados cerca de los volcanes, no hacen más que dar ejemplos más sorprendentes de la tendencia que determina á todos los hombres á colmar el vacío de la relación causal poniendo en ella la primera fuerza que se presenta al espíritu. Por otra parte, se puede observar que el espí­ ritu no se lim ita aceptar fácilmente toda explicación


ir>tt

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huministrada

por experiencias familiares; se contenta

perfectamente en la primera explicación que tiene á su alcance, y no siente ninguna inclinación á pedir otra. Así los africanos niegan que tengan ninguna obligación con Dios diciendo que es la tierra y no Dios la que les da el oro que se extrae de sus entrañas, que la tierra les da el maíz y el arroz... que deben los frutos á los portugueses que han plantado los á r­ boles, y así de todo lo demás; prueba de que todo ha concluido cuando se establece una relación entre el último consiguiente y su antecedente inmediato. E l es­ píritu no tiene la suficiente fuerza de dirigirse hacia adelante para suscitar una cuestión diferente á un antecedente más lejano. Debemos añadir aquí otro rasgo, consecuencia de los precedentes. En la medida en que el espíritu concibe objetos y relaciones complejas, según los objetos y las funciones simples á que superficialmente se asemejan, debe form ar concepciones inconsistentes y confusas. L a confusión en que se unen entre nosotros dos mo­ dos do explicación de las epidemias, la que las asigna por causa malas condiciones y la que les hace minis­ tros de la venganza divina, debe unir en los hombres prim itivos creencias aún más incompatibles. Los v ia ­ jeros han notado, que, en general, sus creencias pre­ sentan una oposición extrem a. Algunas ideas fun­ damentales que se encuentran entre los iroqueses son, según Morgan, vagas y diversificadas; otras que se encuentran entre los criques son para Schoolcraft confusas é irregulares, y las recogidas entre los ca­ renes,

las califica Masón de confusas, sin preci­

sión y contradictorias. En todas partes se tropieza con grandes inconsecuencias que proceden de que se abandona la tarea de comparar las proposiciones.


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Así, por ejemplo, un malgache, dirá al mismo tiem­ po que «deja de existir enel momento que m u ere»..., sin que por eso deje de confesar que tiene la cos­ tumbre de orar á sus antepasados, inconsecuencia particular que se encuentra en otros muchos pue­ blos. Si queremos saber lo que hace posibles procedi­ mientos tan ilógicos, no tenemos más que v o lv e r nuestro espíritu sobre las ruinas de las nuestras. E xis­ te, por ejemplo, la opinión popular de que una ma­ nera de preservar de todo peligro á una persona que haya sido mordida por un perro rabioso, es la de m atar al animal. También puede citarse el ejemplo del absurdo en que ordinariamente caen las gentes que creen en les aparecidos y que admiten que los aparecidos se presentan vestidos; admiten implícita­ mente que hay fantasmas de trajes y no se aperciben de esta creencia implícita. Es de esperar que entre hombres de razas inferiores mucho más ignorantes y mucho menos capaces de pensar, encontremos un caos de nociones y la fácil aceptación de doctrinas que nos parecen monstruosas. Henos ahora, en cuanto la cosa es posible, prepa­ rados para comprender las ideas primitivas. Hemos visto que, para dar de ellos una verdadera explica­ ción, hay que reconocer que son naturales en las con­ diciones en que se han producido. El espíritu del sal­ vaje, como el del hombre civilizado, no tiene otro mé­ todo que clasificar los objetos y las relaciones que presenta la experiencia con los objetos y las relacio­ nes de la experiencia pasada que se le asemejan. Una clasificación bien hecha implica una facultad bastante com pleja para percibir por el pensamiento los grupos de atributos que les caracterizan y los modos de acción de estos atributos. Por falta de una aptitud su­


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ficiente, el espíritu opera una clasificación simple y va ga por semejanzas que se perciben de una manera inmediata, tanto de los objetos, como délas acciones; de ahí nociones groseras, demasiado simples, de espe­ cies poco numerosas para representar los hechos. P or otra parte, estas nociones groseras, son incompatibles en el más alto grado. Veamos ahora los grupos de ideas que forma este método, y á las cuales le da su carácter. § 53.

En el cielo despejado, el salvaje percibió un

momento antes una nubecilla que crecía á ojos vistas. Otra vez, fija la vista en una de esas masas movibles, vió cómo sus partes se deshacían y se desvanecían y muy poco después, toda la masa desaparecía ante sus ojos: ¿qué pensamiento hicieron nacer en él estos es­ tos espectáculos? Nada sabe de la precipitación ni de la disolución del vapor, nadie se encuentra allí para dar fin á su investigación, diciéndole: «no es más que una nube.» El hecho esencial que se impone á su aten­ ción, es que la cosa que antes no podía ver se ha he­ cho visible, y que una cosa que era visible se ha des­ vanecido. No podría decir la causa, el lugar y el fin de esta última cosa, pero el hecho es este. En ese mismo espacio que se extiende por cima de su cabeza, se operan otros cambios. Cuando declina el día, se muestran acá y allá puntos brillantes que se hacen más brillantes y más numerosos á medida que se espesa la obscuridad; después al alba, palidecen y se extinguen poco á poco hasta que por fin no que­ da uno solo. Estos objetos difieren completamente de las nubes por sus dimensiones, su forma, su color, etc., y difieren también continuamente en que reaparecen sin cesar próximamente en el mismo sitio, en las mis­ mas posiciones respectivas unos de otros, y en que no


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se mueven más que con mucha lentitud y siempre en el mismo sentido; pero se parecen á las nubes en que son ya visibles, ya invisibles. Sin duda una luz brillan­ te ofusca por completo luces menos intensas, y las es­ trellas no dejan de brillar durante el día, aunque el salvaje no las vea; pero tales hechos están por cima de su imaginación. L a verdad, tal cual él la percibe, es que estos seres se manifiestan unas veces y otras se ocultan. Aunque el sol y la luna difieren mucho de las nubes y de las estrellas, por su manera de proceder se muestran como aquéllas sucesivamente visibles é in­ visibles. E l sol se levanta del otro lado de las monta­ ñas de tiempo en tiempo, pasa detrás de una nube y no tarda en reaparecer y luego concluye por ocultarse debajo del nivel del mar. De la misma manera la luna crece por de pronto lentamente de una noche á otra y después disminuye y desaparece; pero poco á poco reaparece bajo forma de creciente, delgado y bri­ llante, y entonces es tan poco visible el resto de su disco, que parece no existir más que á medias. A estos hechos de ocultación y de manifestación, los más comunes de todos, se añaden otros diversos más sorprendentes, de los cometas, de los meteoros, de la aurora con su arco y sus ráfagas intermitentes, el fulgor del relámpago, el arco iris y los halos. Todos estos hechos difieren de los precedentes y difieren en­ tre sí; pero todos tienen el carácter común de apare­ cer y desaparecer. De suerte que, á pesar de su igno­ rancia y porque es capaz de acordarse y de agrupar conjuntamente las cosas de que se acuerda, debe m i­ rar al cielo como un gran escenario, en que gran nú­ mero de seres entran y salen, los unos con un m ovi­ miento gradual, los otros con un movimiento repen11


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tino, pero que todos se asemejan en que no se puede decir de ellos de dónde vienen ni á dónde van. No sólo el cielo, sino también la superficie de la tie­ rra, nos presenta numerosos ejemplos de una desapa­ rición de cosas, cuya aparición había sido inexplica­ ble. He aquí que el salvaje apercibe pequeñas masas de agua, formadas por gotas de lluvia procedentes de una fuente á que no puede llegar, y he aquí que en a l­ gunas horas el líquido reunido vuelve otra v ez á ser invisible. He aquí también una niebla extendida, ais­ lada, en un bajo fondo, quizá envolviéndolo todo, que vino hace un momento y va á marcharse sin dejar huella de su presencia. A lo lejos se apercibe agua, un gran lago en apariencia; pero, á medida que uno se acerca, el lago parece alejarse y no se puede en­ contrar. Lo que se llama en el desierto un torbellino de arena, y en el mar una tromba, son para el hom­ bre prim itivo cosas que se mueven, que aparecen y que se desvanecen; si mira al Océano, reconoce una isla que sabe estar muy alejada y generalmente in vi­ sible, pero que acaba de elevarse por cima del agua; al día siguiente, precisamente por cima del horizonte v e una imagen invertida de un buque, quizá sola, quizá unida á una imagen recta colocada por cima. A las veces apercibe objetos terrestres en la superficie del mar ó en la atmósfera por cima de su cabeza; un espejismo; y otras veces, de cara á él, en la bruma ve aparecer una imagen gigantesca que se le parece un espectro del Brocken. Estos hechos, los unos fam ilia­ res, los otros rarísimos; muestran la transición de lo visible á lo invisible. Preguntémonos también lo que debe ser la concep­ ción original del viento. Consideremos los hechos in­ dependientemente de toda hipótesis y veremos que


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cada soplo de la brisa, cada ráfaga da lugar á la con­ cepción de una fuerza que no es visible ni tangible. Nada en las primeras experiencias da idea del aire, la que nos es fam iliar hoy; y la mayoría de nosotros puede acordarse del trabajo que le cuesta pensar en el medio ambiente como substancia m aterial. El hombre prim itivo no podría ver en él una cosa operante á la manera de las que ve y toca. En el espacio, en apa­ riencia vacío, que le rodea, aparece de tiempo en tiem­ po un agente invisible que dobla los árboles, derriba las hojas, siente que se agitan sus cabellos, se refres­ can sus mejillas y hay momentos en que su cuerpo se siente empujado por una fuerza que le cuesta trabajo resistir. ¿Cuál es la naturaleza de este agente? Nadie puede decirlo; pero hay una cosa que se impone irre ­ sistiblemente á su conciencia, y es que un ser que no se puede v e r ni tocar puede producir sonidos, mover los objetos en su derredor y soplarle á él mismo. ¿Cuáles son las ideas primitivas que nacen de las experiencias derivadas del mundo inorgánico? A falta de hipótesis (cosa extraña al pensamiento en sus prin­ cipios), ¿cuál es la asociación mental que tienden á es­ tablecer estos acontecimientos innumerables que se producen los unos á largos intervalos, otros cada día, otros cada hora, otros de minuto en minuto? Ellos ofrecen, bajo numerosas formas, una relación de un modo de existencia perceptible con un modo de exis­ tencia imperceptible. ¿Cómo piensa el salvaje esta re­ lación? No puede ser bajo form a de una substancia que se disipa en vapor ó que nace de un vapor que se con­ densa, ni bajo forma de una relación óptica que pro­ duzca ilusiones, ni bajo ninguna de las formas que nos enseña la física. ¿Cómo, pues, la expresa? Recordemos las observaciones de los niños y tendremos una clave


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que nos dará la respuesta. Viendo desaparecer de la pantalla en que se proyectaba la imagen de una lin­ terna mágina en el momento en que se retira el vidrio de la corredera, ó bien al ver la luz reflejada, á la que se hace recorrer un muro ó cielo raso con ayuda de un espejo desvanecerse en el momento en que se cam­ bie la posición del espejo, el niño pregunta en qué se ha convertido. L a idea que nace en su espíritu no es que una cosa que no se ve ya no existe, sino que ya no está aparente; y lo que le conduce á pensarlo, es que observa diariamente que personas desaparecen cuando pasan detrás de los objetos próximos, cosas que se pierden de vista y que algunas veces le sucede que encuentra un juguete perdido ú oculto. De un modo semejante la idea prim itiva es que estos diversos se­ res se muestran y se ocultan alternativamente. Cuan­ do un animal herido se oculta en la maleza, el salvaje que lo ha herido, al no poder encontrarlo, supone que se ha escapado de una manera incomprensible, pero que todavía existe. De la misma manera, por falta de conocimientos acumulados y organizados, todas las experiencias de que acabamos de hablar hacen supo­ ner que buen número de las cosas que nos rodean y que están por cima de nuestras cabezas pasan frecuen­ temente de un estado visible á un estado invisible, y recíprocamente. Los efectos del viento son prueba de que hay una form a invisible de existencia que mues­ tra su poder; luego esta creencia es plausible. Y a no nos resta más que indicar que, al lado de esta concepción de una condición visible y de una invisible que pertenecen á cada una de estas cosas numerosas, se forma la concepción de la dualidad. Cada una de estas cosas es doble en un sentido, puesto que posee dos maneras de ser complementarias.


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§ 64.

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Notemos en seguida hechos significativos de

otro orden que el hombre prim itivo descubre de tiem ­ po en tiempo, hechos que imprimen en él, con fuerza irresistible, la creencia de que las cosas son suscepti­ bles de sufrir una transmutación de un género á otro. Aludo á los hechos que los restos fósiles de animales y plantas imponen á su atención. Ocupado en buscar que comer por la orilla del mar, apercibe como relieve de un peñasco, una concha que quizá no sea de la misma form a que la que él recoge, pero que se le parece lo bastante para que la clasifi­ que con ella. Solamente que, en lugar de ser libre, se halla pegada á la roca y form a parte de una masa só­ lida. L a rompe y ve que su contenido es tan duro como el molde. lie aquí, pues, dos formas análogas, de las cuales una se compone de concha y carne y la otra de concha y piedra. Muy cerca de allí, en la masa de los restos arcillosos desprendidos de un acantilado, recoge una amonita fósil. Quizá, como en la gryphaea que acaba de examinar, encontrará una envoltura testácea y un contenido petroso. Quizá, como acon­ tece en ciertas amonitas del lias, cuya concha disuelta ha desaparecido dejando las masas de arcilla endure­ cida que llenaban sus cámaras mal ligadas entre sí, el objeto que percibe le dará la idea de una serie de vértebras articuladas y enrolladas, ó bien, como en otras amonitas de lias, cuya concha se encuentra r e ­ emplazada por piritas de hierro y verá un cambiante parecido al de la piel de una serpiente. Como hay pa­ rajes en que se llama á estos fósiles serpientes petrifi­ cadas, y se dice en Irlanda que son las serpientes des­ terradas por San Patricio, no nos sorprenderá que el salvaje, desprovisto del espíritu crítico que clasifica estos objetos con aquellos á que más se parecen, los


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tome por serpientes metamorfoseadas que, aunque hoy son de piedra, fueron en otro tiempo de carne. En otras partes, en un barranco ahuecado por un torrente en el asperón, observa en la superficie de una landra de piedra el dibujo de un pez, y mirándole más cerca, reconoce las escamas y las aletas: en otro paraje en­ cuentra igualmente ligados en la roca cráneos y hue­ sos que no difieren mucho de los de los animales que mata para comer; hasta llega á reconocer que se ase­ mejan bastante á los del hombre. Las transmutaciones de las plantas que por casua­ lidad descubre, son todavía más sorprendentes. Y a na hablo de las huellas de hojas sobre esquistos, ni de los tallos fósiles que se encuentran en las capas carboní­ feras; me refiero especialmente á los árboles petrifica­ dos que se encuentran acá y allá. Conservan, no sólo su forma general, sino los detalles de su estructura, hasta el punto de que los años están en ellos marcados por anillos pintados como en los troncos de árboles vivos, lo que suministra al salvaje una prueba decisiva de transmutación. Con toda nuestra sabiduría, nos cuesta trabajo comprender cómo la sílice puede re ­ emplazar á las partes constitutivas de la madera hasta el punto de conservar con tanta perfección su apa­ riencia. El hombre prim itivo, que no sabe nada de la acción molecular y que es incapaz de concebir la for­ ma en que se opera una substitución, no puede tener más idea que la de que la madera se cambia en pie­ dra (1).

(1) Permítaseme dar un ejemplo de la m anera de que he­ chos de este género pueden causar impresión en las creen­ cias de los hombres. En su obra titulada Dos años entre una fa m ilia levantina, al hablar de la extrema credulidad de ios


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A sí, sí prescindimos de las ideas de causa física, que no se han formado más que á medida que la e x ­ periencia se organizaba lentamente durante el curso de la civilización, veremos que en su ausencia nada podría impedirnos dar á estos hechos las interpreta­ ciones que les daba el hombre primitivo. Si miramos los hechos con sus ojos sentimos que es inevitable la creencia que de ellos brota: la de que las cosas cam­ bian de substancia. No olvidemos notar que á esta noción de transmu­ tación se asocia la de dualidad. Estas cosas parecen tener dos estados de existencia. § 55. Muchos hechos imponen al hombre prim iti­ vo la idea de que las cosas pueden cambiar de forma lo mismo que de substancia. Si no hubiésemos admiti­ do á la ligera más que las verdades que la educación ha hecho evidentes, que para nosotros son natural­ mente evidentes, veríamos que una creencia ilim itada en las metamorfosis es de aquellas que el salvaje no puede evitar. Desde la primera infancia oímos obser­ vaciones que implican que algunas transformaciones que sufren las cosas vivientes son todas naturales, en tanto que otras son imposibles. Suponemos que esta diferencia ha sido evidente desde el principio; pero en el principio las metamorfosis que se observan su-

egipcios, M. Saint John cita en su apoyo un relato sum am en­ te difundido y acreditado, según el cual, los aldeanos se h a­ bían metamorfoseado en piedras. Esta creencia nos parece sorprendente pero lo parecerá menos cuando se sepan todas sus circunstancias. A. pocas millas del Cairo existe un gran bosque petrificado, en el que abundan troncos de árboles rotos y tendidos. Si los árboles pueden convertirse eu piedras ¿por qué no en hombres? P a ra la persona extraña á la ciencia, tan probable es una cosa como la otra.


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gicren la creencia de que puede verificarse cualquie­ ra metamorfosis. Véase la inmensa diferencia, que lo mismo en la form a que en la substancia, separa á la semilla de la planta. Fijémonos en esa nuez de cáscara de color obscuro con la almendra blanca: ¿qué razón hay para prever que de ella saldrá un vástago de consistencia blanda adornado con hojas verdes? Se nos dice en nuestra infancia que lo uno se convierte en lo otro por crecimiento; la fórmula explicativa llena el blanco de nuestro conocimiento y no dejamos de admirarnos y de hacer más amplias investigaciones. Sin embargo, no hay más que considerar la idea que nos hubiéramos formado si nadie se hubiera encontrado allá para darnos esta solución puramente verb al, y se recono­ cerá que esta idea hubiera sido la idea de transforma­ ción. Hipótesis aparte, no h ay más que un hecho, á saber, que una cosa de dimensión, de forma y de co­ lor dados se ha convertido en una cosa de dimensión, de forma y de color completamente diferentes. Otro tanto cabe decir de los huevos de las aves. P o­ cos días ha el nido contenía cuatro ó cinco cuerpos redondeados, lisos, moteados, y hoy, en su lugar, hay un número igual de pajaritos piando por el alimento. Se nos ha educado en la idea de que los huevos han sido empollados y nos contentamos con semejante ex ­ plicación. Se 'reconocía que este cambio total de c a ­ racteres visibles y tangibles se reproducía constante­ mente en el orden de la naturaleza; no se veía en ello nada de notable. Pero un espíritu que todavía no es­ tuviera poseído por ninguna generalización empírica, fuera producida en él ó transmitida por otro, no en­ contraría más extraño el que un pollito saliera de una nuez ó que saliera de un huevo. Una metamorfosis que


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juzgamos imposible reposaría en la misma base que una metamorfosis que encontramos natural porque nos es fam iliar. Si recordamos que todavía existe en­ tre nosotros, ó al menos existía en otro tiem p o, una creencia popular que hacía nacer á un palmípedo, el barnacho, de un molusco, la anatífera; si leemos en las Transacciones de la Sociedad Real un artículo donde se encuentra la descripción de anatífera, en la que se reconocían los caracteres esbozados del ave que iba á producir, veremos que sólo los progresos de la ciencia han establecido la diferencia que separan nuestras

formaciones orgánicas

naturales

de las

transformaciones que parecen tan probables al igno­ rante. El mundo de los insectos suministra ejemplos de metamorfosis todavía más alucinadoras. El salvaje vió hace días colgada, cabeza abajo, de una rama que da sombra á su w igw am á una oruga; ahora v e en el mismo sitio una cosa de forma y de color diferentes, una crisálida y al cabo de una ó de dos semanas sale de allí una mariposa que deja vacío un delgado capu­ llo. Esto, que llamamos metamorfosis de los insectos y que nos explicamos hoy por operaciones de evolu­ ción que presentan ciertas fases netamente marcadas, son, ante los ojos del hombre prim itivo, metamorfosis en el sentido original. Las toma por cambios reales de una cosa en otra completamente distinta. Una cosa nos hará comprender cómo el salvaje es tan pronto para confundir las metamorfosis reales con las metamorfosis aparentes, aunque imposibles: es el examen de algunos ejemplos de imitación que nos presentan los insectos y de las conclusiones que sugie­ ren. Multitud de orugas, de escarabajos, de falenas, de mariposas, simulan los objetos entre los cuales pa-


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Han su vida. El onichocerus scorpio se parece exacta­ mente, por su color y su rugosidad, á un pedazo de corteza del árbol en que v iv e , hasta el punto de que, mientras no se mueva, es perfectamente invisible, lo que hace nacer la idea de que se ha hecho vivien te un pedazo de corteza. Otro escarabajo, el ontophilus sulcatus, le parece á la semilla de una umbelífera; otro

no se puede distinguir á simple vista de los excremen­ tas de las orugas. Algunas casídeas se parecen á bri­ llantes gotas de rocío que se han depositado en las hojas y, en fin, existe un gorgojo de color y forma ta­ les, que, arrollándose sobre sí mismo, se convierte en una pequeña masa oval morena que en vano se bus­ caría en medio de las piedrecitas del mismo color ó de las bolitas de tierra entre las cuales yace sin m ovi­ miento; pero que sale de ella desde que ya no tiene miedo, de suerte que se diría que un chinarro se ha convertido en una cosa viviente. A los ejemplos que tomamos de Mr. W allace podemos añadir los insectos varitas, llamados así por la semejanza singular que

tienen con las ramas y ramitas.— Los hay de un pie de largo y del espesor de un dedo: su color, su form a, su rugosidad, la disposición de su cabeza, de sus patas y de sus antenas son tales que el animal parece abso­ lutamente á una va rita de madera nueva, permanece suspendido flojamente de los arbustos en los bosques y tiene el hábito extraordinario de extender sus patas de una manera no simétrica lo que hace la ilusión to­ davía más completa. Las personas que han visto en la colección de mariposas de Mr. W allace el género kallima, al lado de los objetos que simula, se form ará

una sola idea exacta de las semejanzas sorprendentes que existen en la naturaleza entre seres vivientes y objetos muertos y las ilusiones á que tales semejanzas


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pueden dar margen. L a mariposa del género Tcallima, habitualmente posada en ramas de hojas muertas, tie­ ne no solamente la forma, el color, las marcas de es­ tas hojas sino que se posa de tal suerte que los proce­ sos de sus alas inferiores se unen para formar la im a­ gen de un peciolo. L a impresión que produce al arran­ car á v o la r es la de una hoja que se ha cambiado en mariposa. Si nos apoderamos del animal, la impresión es todavía más fuerte. En la cara interior de las alas cerradas se ve netamente marcada, la nervadura me­ diana dirigida en línea recta del peciolo á la cima y hasta se ven las venas laterales. No es esto todo. «E n ­ contramos, dice Mr. W a lla ce, mariposas que repre­ sentan hojas en todos los estados de destrucción di­ versamente manchadas y enmohecidas y agujerea­ das, y en multitud de casos irregularmente cubiertos los agujeros de puntitos negros, unidos por placas que se asemejan tanto á las diversas especies de hongos pequeños que crecen en las hojas muertas, que no se puede menos de pensar que, á primera vista, las mismas mariposas han sido atacadas por verdaderos hongos.» No hemos olvidado que no hace muchas generacio­ nes todo el mundo creía en los pueblos civilizados, y muchos lo creen todavía, que la carne en descompo­ sición se transforma en gusanos; no olvidemos que entre nuestros aldeanos se dice que el gusano de agua llamado gordius, es una crin de caballo que se cayó en el agua y ha llegado á ser viviente. Esto debe mos­ trarnos que tales perfectas semejanzas no podían m e­ nos de sugerir la idea de que procedían de metamor­ fosis reales, y es un hecho probado que, una v ez su­ gerida tal idea, se convierte en una creencia. En Java y en las regiones próximas habitadas por el m aravi-


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lioso insecto llamado la hoja que marcha, se afirma positivamente que este insecto es una hoja que está animada. Y ¿podría ser de otra manera? No se puede imaginar causa natural para explicar estas m a ravi­ llosas semejanzas entre cosas que nada tienen de co­ mún, mientras no se posea la explicación tan feliz­ mente indicada por M. Bates: la idea de la imitación. En tanto en cuanto no se posea el conocimiento g e ­ neralizado, nada puede impedir el que se admita que estas transformaciones aparentes son transformacio­ nes reales, y hasta las transformaciones aparentes no pueden distinguirse de las reales, mientras la críti­ ca y el escepticismo no hayan hecho algunos pro­ gresos. Una vez establecida la creencia en las transforma­ ciones, se extiende sin resistencia á otras clases de cosas. Entre un huevo y un pollo hay mucha mayor diferencia en la apariencia y en la estructura, que entre un mamífero y otro. El renacuajo, que tiene una cola y no tiene ningún miembro, difiere de una rana joven que tiene cuatro miembros y no tiene cola; es decir, más que un hombre de una hiena, porque el hombre y la hiena tienen cuatro miembros, y uno y otro se ríen. Evidentemente, las metamorfosis natu­ rales que se encuentran con tanta abundancia unidas á las metamorfosis aparentes, que el hombre prim itivo no puede menos de confundir unas con otras, dan ori­ gen á la concepción de metamorfosis en general que se elevan al rango de una explicación que nada con­ tradice en ninguna parte. Aquí también tendremos que observar que, al dar nacimiento á la idea de que cosas de todo género pue­ den cambiar súbitamente su forma, y sosteniéndola, los hechos de transformación confirman la noción de


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dualidad. Cada objeto es, no solamente lo que parece, sino que es, en potencia, alguna otra cosa. § 56.

¿Qué es una sombra? L a vida en medio de

la civilización nos ha familiarizado de tal manera con las sombras y las referimos á causas físicas de un movimiento tan automático, que no nos preguntamos lo que han debido aparecer á los ojos de individuos de una ignorancia absoluta. Los que todavía conservan en su espíritu huellas de las ideas de la infancia, recordarán el interés que en otro tiempo tenían en m irar su sombra, el m over las piernas, los brazos y los dedos para ver de qué ma­ nera se movían las partes correspondientes de su som­ bra. Para el niño la sombra es un ser, y esto no lo afirmo sin prueba. He notado en 1858-59, á propósito de las ideas dudosas en el libro de W illiam s sobre los fidgianos, que se acababa de publicar, que yo que­ ría explicarm e el hecho de una muchacha de p róxi­ mamente siete años, que no sabía lo que es una som­ bra ni podía conseguirse que comprendiera su verd a­ dera naturaleza. Si prescindimos de las ideas adqui­ ridas, veremos que esta dificultad es muy natural. Una cosa que tiene un contorno y que difiere de las cosas que le rodean, y muy especialmente una cosa que se mueve, es, en otros casos, una realidad. ¿Por qué la sombra no ha de ser una realidad? L a idea de que una sombra no es más que una mera negación de la luz, no puede formarse en tanto que no se haya comprendido algo la manera que tiene de producirse la luz. Cierto es que los ignorantes que vive n entre nosotros sin comprender con claridad que porque marcha en línea recta la luz, deja necesariamente es­ pacios obscuros detrás de los objetos opacos, no por eso dejan de considerar á una sombra el acompañante


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natural de un objeto expuesto á la luz y como algo quo nada tiene de real. Pero este es uno de los innu­ merables ejemplos en que el espíritu de investigación se deja tranquilizar con una explicación verbal. No es más que una sombra: tal es la respuesta que se da muy pronto al niño, y esa respuesta, que se le repite diariamente, apaga su admiración y le impide pensar más en ello. Pero el hombre prim itivo á quien nadie da respues­ ta cuando se propone estas cuestiones, que no tiene ninguna idea de las causas físicas, llega necesaria­ mente á la conclusión de que una sombra es un ser real que, en cierto modo, pertenece á la persona que la proyecta. Se limita á aceptar los hechos. Siempre que el sol ó la luna son visibles, v e esa cosa que le acompaña y que tiene con él una grosera semejanza, que se mueve cuando él se mueve, que marcha ya delante de él, ya á su lado, ya detrás; que se alarga ó se acorta, según que el suelo se incline en tal ó cual sentido, y que adopta formas extrañas cuando mar­ cha sobre superficies irregulares. Cierto es que no puede v e r esa cosa cuando está nublado; pero como la física no le da ninguna explicación, tal hecho le prueba simplemente que ese algo que le acompaña no sale más que los días en que brilla el sol y durante las noches claras. Cierto es también que no se le asemeja y no se separa casi de él más que cuando está de pie; si se inclina hacia el suelo, ya no tiene más que una for­ ma vaga , y si se acuesta en tierra, se desvanece y pa­ rece v o lv e r á entrar en él en parte. Pero esta observa­ ción confirma al hombre prim itivo en la idea de que la sombra es un ser real. E l apartamiento más ó me­ nos grande que le separa de su sombra, le recuerda oasos en que la sombra está completamente separa­


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da. Si sigue en un hermoso d íalos movimientos de un pez en el agua, apercibe una forma-sombra semejan­ te á un pez, á una distancia bastante grande del ani­ mal, pero que no deja de acompañarle de aquí para allá. Alzando los ojos ve manchas de sombras que se mueven en los flancos de las montañas, y refiera ó no tales manchas á las nubes que las proyectan, le pa­ recen sin relación con ningún objeto. Estos hechos de­ muestran que las sombras frecuentemente unidas de manera tan íntima con sus objetos que apenas podría distinguírselas de ellos, pueden, sin embargo, sepa­ rarse netamente y alejarse de ellos. Así, los espíritus que comienzan á generalizar, de­ ben concebir á las sombras como seres ligados á cosas materiales, pero susceptibles de separarse de ellos. Así es como las conciben, y tenemos de ello numerosas pruebas. Leemos en Bastián que los negros de Benín consideran á las sombras de los hombres como su alma y añade que los uanikas tienen miedo de su sombra. Quizá piensen, como otros negros, que sus sombras espían todos sus actos y dan testimonio contra ellos. Según Crantz, entre los groenlandeses se cree que la sombra de un hombre es una de sus dos almas, la que abandona su cuerpo por la noche. También los fidgianos llaman á la sombra el espíritu-sombra, para dis­ tinguirla de otro espíritu que el hombre posee. En fin, demuestra lo mismo la comunidad de significación que más tarde tendremos que señalar, y que diversas lenguas que no son de la misma fam ilia atestiguan, entre las palabras sombra y espíritu. Estos ejemplos que prueban que originalmente se consideraba á una sombra como un ser ligado á otro ser sugieren más ideas de las que yo quiero indicar aquí. Las ideas de un salvaje, tal como las observa­


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mos, han sufrido un desarrollo que las ha hecho pasar do sus primeras formas vagas á formas más coheren­ tes y más definidas. Debemos prescindir de los carac­ teres especiales de estas ideas y no considerar más que el carácter más general que tienen en un principio. Es el que hemos encontrado más arriba. Las sombras son seres siempre intangibles y frecuentemente invi­ sibles, pero que, sin embargo, cada una de ellas per­ tenece al objeto visible y tangible que es su correlati­ vo, y en fin, los hechos que se pueden observar res­ pecto de ellas suministran nuevos datos, y a para la noción de estados aparentes y de estados no aparen­ tes, ya para la de una dualidad en las cosas. § 57. Otros fenómenos que, desde otros puntos de vista, serían de la misma fam ilia presentan estas no­ ciones á una luz todavía más material. Me refiero á los hechos de reflexión. Si la grosera semejanza que existe entre los contor­ nos y los movimientos de una sombra y los de una persona que los proyecta sugiere la idea de un segun­ do ser, con mucha más razón debe sugerirla la seme­ janza exacta de las imágenes reflejadas. Esa imagen, que repite todos los detalles de forma, de luz, de som­ bra y dp color, y que im ita hasta los gestos del o rigi­ nal, no podría explicarse en un principio de otra ma­ nera que suponiendo que es un ser. Sólo la experim en­ tación puede comprobar que las impresiones visuales no son en este caso las que corresponden á las im pre­ siones táctiles suministradas por la mayor parte de las demás cosas. ¿Qué resulta de esto? Simplemente la idea de un ser que se puede ver, pero que no se pue­ de tocar. L a explicación por la óptica es imposible. En tanto que no exista la ciencia de la física el espí­ ritu no podrá concebir que la imágen esté formada


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por los rayos reflejados de la luz; y como nada afirma con autoridad que la reflexión no es más que una apariencia, se la toma forzosamente por una realidad, realidad que en cierto modo pertenece á la persona cuyos rasgos simula y cuyos actos remeda. Además, estos dobles que se ven en el agua suministran al hom­ bre prim itivo comprobantes muy prontos de algunas otras creencias que sugieren los objetos circundantes. ¿No se ven en el fondo del estanque de aguas transpa­ rentes unas nubes que se parecen á las del cielo? No es esto todo; durante la noche estrellas tan brillan­ tes como las del firmamento, centellean en profundi­ dades inmensas debajo de la superficie de las aguas. ¿Hay, pues, dos lugares para las estrellas? Las que desaparecen durante el día, ¿descienden al lugar en que las otras se hacen ver? Y también por cima del estan­ que el hombre prim itivo ve inclinarse al árbol muer­ to cuyas ramas rompe para quemarlas. ¿No es este también una imagen de este árbol? Y en la rama que quema, que se desvanece y pasa al arder, ¿no existe alguna relación entre su estado invisible y esa imagen que está en el agua y que no se puede tocar, como tampoco se puede tocar la ram a consumida? Las

imágenes

reflejadas engendran, pues, una

creencia confusa é inconsistente quizá, pero, después de todo, una creencia, según la cual, cada individuo tiene un doble ordinariamente invisible, pero, que sin embargo, se le puede ver mirando al agua. En esto no hay solamente una conclusión deducida a priori , sino también hechos que la comprueban. Según W il­ liams algunos fidjianos dicen que el hombre tiene dos espíritus: su sombra, el espíritu-sombra que, según di­ cen, v a al Hadés. El otro es su imagen reflejada en el agua ó en un espejo, y se cree que este espíritu per12


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manece cerca del paraje en que un hombre muere. Puede decirse que esta creencia en dos espíritus es la cosa más lógica del mundo. ¿No están, en efecto, se­ paradas la sombra y la imagen reflejada de un hom­ bre? ¿No existen al mismo tiempo y al mismo tiempo que él? ¿No puede ver al borde del agua que la im a­ gen reflejada en el agua y la sombra proyectada en la ribera se mueven al mismo tiempo que él? Evidente­ mente, aunque le pertenezcan, una y otra son indepen­ dientes de él, como lo son una de otra. En efecto, pue­ den faltar ambas á dos y cada una estar presente en ausencia de la otra. Las teorías primitivas de este doble no entran en la cuestión que nos ocupa y debemos prescindir de ellas. No tenemos que retener más que una cosa, cual es que este doble tenía una existencia real. Para el espí­ ritu primitivo que se ensaya en explicar el mundo que le rodea, existe otra clase de hechos que confirma la idea de que los seres tienen estados visibles y estados invisibles y fortifican la suposición que presta una dualidad & cada existencia. § 58.

Pregúntese cualquiera lo que creería si, en

un estado de ignorancia infantil, pasara por un paraje y en él oyera repetir un grito suyo. ¿No deduciría in­ evitablemente que el grito de respuesta procede de otra persona? Nuevos gritos repetidos, unos tras otros, con palabras y un tono semejantes á los suyos, y sin que, con todo, pueda v e r de donde vienen, haría nacer en él la idea de que esta persona se burla, y al mismo tiempo se oculta. Una investigación inútil en el bos­ que ó bajo la roca, conduciría á la convicción de que la persona que se oculta es muy diestra, sobre todo, si se advierte que en el mismo paraje de donde antes venía la respuesta no vuelve á oirse ninguna respues-


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ta, evidentemente porque esto ayudaría á descubrir el sitio donde se encuentra el burlón. Si en el mismo p a­ ra je, y en otras ocasiones este grito de repuesta, por una causa que escapa á toda investigación, se hace oir de todo transeúnte que llam a en alta voz, se acabará por pensar que, en ese paraje, reside uno de esos seres invisibles, un hombre que ha pasado al estado invisi­ ble, ó que puede hacerse invisible cuando*se le busca. El hombre prim itivo no podrá concebir nada que se parezca á una explicación física del eco. ¿Qué sabe de la reflexión de las ondas sonoras? Lo que sabe de esto la masa del pueblo de h oy. A no ser por la exten­ sión de los conocimientos que ha modificado las ideas en todas las clases, y que ha inclinado á todo el mun­ do á aceptar lo que llamamos interpretaciones natu­ rales, y á admitir que hay interpretaciones naturales para los acontecimientos que no comprende, se expli­ caría todavía hoy el eco atribuyéndole á]la acción de seres invisibles. Los hechos prueban que el eco se presenta de esta manera al espíritu prim itivo. Los abipones, nos dice Southey, no saben en qué se ha convertido el Lokal (espíritu del muerto), sino que tienen miedo y creen que el eco es su voz. Los indios de Cumana (Am érica Central), nos dice H errera, creen que el alma es in­ mortal, que come y bebe en una llanura donde resi­ de, y que el eco es la respuesta que envía á aquel que habla ó que llama. Lander, en el relato de su viaje á lo largo del N íger, dice que de tiempo en tiempo, á la vuelta de una pequeña ensenada, el capitán de la canoa gritaba al fetique, y cuando un eco respondía arrojaba al agua una copa de ron y un trozo de ñame y de pescado. Cuando se le preguntaba por qué hacía eso, respondía: «¿no oís al fetique?»


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Aquí, como ya lo he hecho en otra parte, es pre­ ciso que pida al lector que prescinda de las explica­ ciones especiales, cuya aceptación prejuzga la cues­ tión. A traigo la atención hacía el hecho que confirma la conclusión sacada más arriba de que, á falta de toda explicación física, se concibe al eco como la voz de una persona que procura que no la vean. Aquí, pues, volvem os á encontrar la creencia im plícita de una dualidad de un estado invisible, así como también de un estado invisible. § 59. Así la naturaleza ofrece á un espíritu des­ provisto de otras ideas que las que puede recoger por sí mismo hechos innumerables, todos los cuales ates­ tiguan un cambio, en apariencia arbitrario, ya ligero y lento, ya grande y gradual, ya repentino y extre­ mo. En el cielo y en la tierra las cosas aparecen y desaparecen, y nada nos muestra por qué es así. Y a en la superficie del suelo, ya en sus profundidades, h ay cosas cuya substancia ha sido transmutada, cam­ biada de carne en piedra, de madera en guijarro. Los cuerpos vivientes presentan en todas partes metamor­ fosis bastante maravillosas para el hombre instruido y completamente incomprensibles para el hombre pri­ m itivo. En fin, la naturaleza proteica que presentan tantas cosas ambientes, y que la fam iliariza con la idea de que hay dos estados y hasta un número ma­ yor de existencias que pasan de una á otra, causa en él una nueva impresión cuando apercibe los fenóme­ nos de las sombras, de las reflexiones y de los ecos. Si no cometiéramos la ligereza de admitir como in­ natas ideas que se han elaborado lentamente durante el curso de la civilización, que hemos adquirido sin darnos cuenta de ello durante los primeros momentos de nuestra vida, veríamos inmediatamente que las


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ideas que se forma el hombre prim itivo son productos inevitables de su espíritu. Las leyes de asociación mental hacen necesarias estas nociones prim itivas de transmutación, de metamorfosis y de dualidad, y , en tanto que no se ha sistematizado la experiencia, no se conocen en este punto límites ni reserva. Ilustrados por un saber adelantado, vemos en la nieve una for­ ma particular de agua cristalizada, y en el granizo gotas de lluvia que se congelan al caer. Cuando se fluidifican decimos que se han deshelado, y miramos el cambio sobrevenido como un efecto del calor. Otro tanto podemos decir cuando la escarcha que se v e en las ramas de un árbol se cambia en gotas que caen, ó cuando se solidifica la superficie de un estanque para liquidarse en seguida. Pero á los ojos de un hombre absolutamente ignorante, tales cambios sontransmutaciones de substancia, hechos que atestiguan el tránsito de un género de existencia á otro. Todos los demás cambios que hemos enumerado más atrás, son necesa­ riamente concebidos de la misma manera. Preguntémonos ahora lo que sucede en el espíritu del hombre prim itivo, cuando en él se ha acumulado ese conjunto heterogéneo de ideas groseras que presen­ tan, en medio de sus diferencias, algunas semejanzas. Conforme á la ley de la evolución, todo agregado tiende á integrarse y á diferenciarse cuando se inte­ gra. E l agregado de las ideas prim itivas debe pasar por estos cambios. ¿En qué manera pasará por ellos? A l principio, estas innumerables nociones vagas fo r­ man una masa suelta y sin orden. Se verifica aquí una disgregación lenta: lo semejante, se une á lo seme­ jan te, para formar grupos marcados con caracteres poco definidos. Cuando estos grupos comienzan á for­ mar un todo consolidado, que constituye una concep­


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ción general de la manera que tienen en general de suceder las cosas, debe hacerse de la misma manera: la coherencia que se establece entre los grupos, debe provenir de alguna semejanza que exista entre los miembros de todos los grupos. Hemos visto que hay una, el carácter común de dualidad, unido á la apti­ tud para pasar de un modo de existencia á otro. L a integración debe comenzar por el reconocimiento de algún hecho típico. Es una verdad, que siempre se verifica, la de que, hechos acumulados en desorden, comienzan á disponerse en cierto orden desde el mo­ mento en que se arrojan en medio de ellos una hipó­ tesis. Cuando en un caos de observaciones sueltas se introduce una observación que se les asemeja, pero donde no se puede distinguir una relación causal, ésta se pone incontinenti á asimilarse en ese cúmulo de hechos todos los que están conformes con ella, y tien­ de hacer entrar en la misma unión á todos aquellos cuya conformidad no es tan evidente. Se diría que, de la misma manera que el protoplasma que forma un germen no fecundado permanece inerte hasta el mo­ mento en que sufre el contacto de la m ateria de una célula espermática, pero que comienza á organizarse en el instante en que se ha producido esta conjunción un agregado tan suelto de observaciones permanece no sistematizado por falta de una hipótesis, pero que en el momento que sufre el estimulante, recorre una serie de cambios que abocan á una doctrina sistemá­ tica coherente. ¿Cuál es, pues, el ejemplo particular de esta dualidad, que juegue el papel de principio or­ ganizador del agregado de las ideas primitivas? L o que tenemos que pedir, no es una hipótesis propia­ mente dicha: la hipótesis es un aparato de investiga­ ción que el espíritu prim itivo no sabe fabricar. Debe­


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mos buscar una experiencia, en que esta dualidad se imponga con fuerza á la atención. Así como la hipóte­ sis admitida con plena conciencia reposa ordinaria­ mente en algún hecho que alumbra vivam ente alguna relación, y al cual se reputan semejantes otros he­ chos, la noción prim itiva particular que v a á servir de hipótesis inconsciente para inaugurar la organiza­ ción en este agregado de nociones primitivas, debe ser una noción que ponga en relieve fuertemente acu­ sado su rasgo común. Determinaremos por de pronto esta noción típica, y después haremos el examen de las concepciones gene­ rales que son su resultado. Nos veremos obligados á lleva r adelante nuestro estudio en diversos sentidos, á riesgo de parecer que nos apartamos de nuestro asunto; tendremos también que considerar el sentido de un gran número de hechos, suministrados por hom­ bres que han traspasado el estado salvaje, pero este método discursivo es inevitable. Mientras no podamos formarnos una imagen aproximada del sistema prim i­ tivo de las ideas, no podremos comprender por com­ pleto la conducta prim itiva; y para concebir el sis­ tema prim itivo de las ideas, nos vemos obligados á com parar entre sí los sistemas observados en gran número de sociedades. Nos serviremos de los hechos que suministra la observación de sus formas adelanta­ das, para comprobar las conclusiones que sacaremos de sus formas rudimentarias (1).

(1) El lector que se admire de encontrar en los capítulos siguientes tanto espacio consagrado á la génesis de lo que acostumbramos llam ar supersticiones, que constituyen la teo­ ría de las cosas del hombre primitivo, encontrará su razón en la prim era parte del E nsayo sobre la manera y la modat


C APITULO

IX

IDEAS DE LO ANIMADO Y DE LO INANIMADO

§ 60.

L a diferencia que á primera vista separa un

animal de una planta, parece mayor que la que sepa­ ra á una planta de un objeto sin vida. Un cuadrúpedo y un ave se distinguen de las cosas inertes por los fre ­ cuentes movimientos que ejecutan. Pero una planta, en tantos respectos inerte, no se distingue de esta ma­ nera. Sólo los seres capaces de hacer una comparación publicado por prim era vez el año de 1854 (a ). Después de esta fecha, he elaborado por completo la idea que en dicho en­ sayo se encuentra, indicada sumariamente de la m anera en que la organización social está afectada por las creencias. Los siguientes capítulos la presentan en una forma completa. Aparte de un articulo publicado en M ayo de 1870, sobre E l culto de los animales (b ), no he hecho nada para dar á cono­ cer el desarrollo que daba á esta idea, pues otros asuntos re* clam aban mi atención. Durante este tiempo las importantes obras de Mr. Tylor y de sir John Lubbock han establecido, mediante la ayuda de hechos numerosos, ideas en ciertos respectos parecidas á las mías. Sin em bargo, se verá que, aun estando de acuerdo con varias de sus conclusiones, di­ fiero de ellos desde el punto de vista del orden de la génesis, y del modo según el cual las supersticiones primitivas de­ penden Jas unas de las otras. Puede leerse en el tomo de esta Biblioteca, titulado E

(a )

s io n e s

(b )

t ic a d b

las

P r i­

.

Puede verse en el volumen de la misma Biblioteca, titulado E l P e o -

QBESO.


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entre el pasado y el presente, que revela su crecimien­ to y pone de manifiesto el ciclo de sus cambios repro­ ductivos, pueden reconocer que las plantas están más cercanas á los animales que al resto de las cosas. La primitiva clasificación coloca, pues, á los animales en un grupo, y al resto de las cosas en otro. Asi, en el estudio, que vamos á emprender, de la ma­ nera que tiene de producirse en la conciencia la dis­ tinción entre lo viviente y lo no viviente, podemos, por un momento, prescindir de la vida vegetal y no ocuparnos más que de los de la vida animal. Para comprender bien en qué consistía esta distin­ ción para la apercepción del hombre primitivo, debe­ mos observar su desarrollo en las formas inferiores de la conciencia. § 61. Cuando Uno se pasea en un dia de sol por la orilla del mar entre los peñascos de la costa cubiertos de lapas y se detiene de tiempo en tiempo para exa­ minar algo, oirá un ligero silbido. Fijándose bien se verá que tal silbido procede de las lapas. Durante el intervalo de las mareas permanecen las valvas imper­ fectamente cerradas; pero aquellas sobre las cuales se proyecta una sombra se cierran, y el cerramiento si­ multáneo de gran número de lapas alcanzadas por la sombra es lo que produce ese pequeño ruido. Lo que aquí tenemos que notar es que estos cirrópodos, crus­ táceos transformados, cuyos ojos están aprisionados en los tejidos, y cuya facultad visual no alcanza á dis­ tinguir más que la luz de las tinieblas, cierran la puerta de su alojamiento en el momento que se pro­ duce una obscuridad súbita. Ordinariamente, es un ser vivo el que proyecta la sombra y la sombra es un signo de que en las cercanías existe una causa de pe ligro. Pero como la sombra puede provenir de una


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nube recortada en ángulos agudos que oculta repenti­ namente el sol, acontece con frecuencia que la causa de la obscuridad no se halla en un ser viviente de las cercanías. El valor de este signo es, pues, muy imper­ fecto. Vemos con todo que, aun entre los animales co­ locados tan bajo en la escala de los seres desprovistos de inteligencia, se puede apercibir una vaga respues­ ta general á un signo que indique la presencia de un ser viviente en las cercanías, signo que consiste en un cambio que implica la existencia de un cuerpo que se mueve. Diversos animales inferiores, cuya vida no se com­ pone más que de acciones reflejas, no se muestran mu­ cho más adelantados en la manera de distinguir lo v i­ viente de lo no viviente por las impresiones visuales. Más adelante, en la orilla y en los charquitos de agua que deja el reflejo, nadan langostinos que se lanzan súbitamente de aquí y de allá cuando se acerca á ellos un cuerpo voluminoso. Cuando un montón de algas en descomposición se encuentran desarregladas, cualquiera que sea la causa del desarreglo, las pulgas marinas que en elas se encuentran se ponen á saltar. Asimismo, en la proximidad, los insectos que no dis­ tinguen la forma de los objetos en movimiento ni el género de su movimiento, saltan ó vuelan cuando re­ ciben la impresión visual de grandes cambios súbitos, puesto que cada cambio implica la proximidad de un cuerpo viviente. En todos estos casos, como en el mo­ vimiento de las orugas que vuelan cuando se las tocan, la acción es automática. Después de un vivo estímulo nervioso viene una fuerte descarga motriz que aboca á un arranque ó á una contracción de los músculos. Generalmente hablando, podemos decir que, en casos tales, se produce un error que confunde el movimien­


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to que implica la vida con el movimiento que 1 1 0 la implica. El acto mental que aquí se produce se aseme­ ja al que existe en nosotros cuando algún gran objeto pasa súbitamente á nuestro lado. L a primera idea que nos sugiere esta impresión es, como en los animales inferiores, la de que ya hemos hablado; la de que el mo­ vimiento implica la vida; pero en tanto que entre nos­ otros la observación consciente rechaza ó comprueba esta idea, en los animales no hay nada de esto. § 62. ¿Cuál es la primera noción porque comien­ za á especializarse esta apercepción? ¿Cómo los ani­ males superiores comienzan á limitar esta asociación del movimiento con la vida, de manera que excluyen de la clase de los seres vivientes aquellos que se mue­ ven, pero que no viven? Desde que la inteligencia se eleva por cima de la fase en que es puramente auto­ mática, comienza á distinguir el movimiento que im­ plica la vida del otro movimiento por su espontanei­ dad. Los cuerpos vivientes pasan repentinamente del reposo al movimiento ó del movimiento al reposo sin que nada exterior les haya tocado ó empujado. Los cuervos, que sin duda espían al hombre que pasa á distancia, se elevan por los aires en el momento que se detiene, ó si no se mueven en este momento, parten en cuanto lo ven volver á marchar, bastando á las veces que mueva sus brazos aunque no cambie de sitio. Lo que muestra bien que la espontaneidad del mo­ vimiento sirve de signo es la conducta de los anima­ les domésticos y la de los animales bravios cuando ven un tren en marcha. En los primeros tiempos de los ca­ minos de hierro se espantaban muchísimo; pero, des­ pués de algún tiempo, familiarizados con el estrepito y el rápido movimiento de este objeto que, mostrándo­


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se de lejos, pasa ante ellos arrebatado por una carre­ ra precipitada y se hunde allá lejos donde desaparece, ya no le prestan atención; las yacas continúan pa­ ciendo y hasta las perdices que se encuentran en el suelo apenas si levantan la cabeza. Para hacer juego con estos hechos, se puede citar la actitud de un perro de que habla M. Darwin. Como los demás animales de esta especie y como los anima­ les superiores en general, no hacía caso del movi­ miento de las flores y de las hojas arrolladas por la brisa del estío. Pero un día aconteció que vió una sombrilla abierta plantada en el césped. De tiempo la brisa la agitaba, y entonces el perro se ponía á la­ drar furiosamente ó á gruñir. Por su experiencia sabía desde hace mucho tiempo que la fuerza bien conocida cuyo efecto sentía cuando agitaba su pelo, bastaba también para hacer mover en derredor de sí las ho­ jas y que, en consecuencia, el movimiento de las hojas no era espontáneo; pero nunca jamás había visto que un objeto tan grande como una sombrilla se pusiera en movimiento por esta causa. De ahí la idea de una fuerza viviente, de un intruso. Añadamos á lo dicho que los fenómenos que por de­ pronto sugieren fuertemente la idea de vida, no tar­ dan, si falta la espontaneidad, en pasar al número de los que sugieren ideas de objetos no vivientes. Tene­ mos de ello la prueba en la conducta de un perro ante un espejo. Por el pronto se excita porque se figura que la imagen reflejada es otro perro, y si puede pasar de­ trás del espejo, intenta llegar al animal que juzga extraño; pero cuando el espejo está colocado de suerte que ve frecuentemente la misma imagen, en un costu­ rero, por ejemplo, queda indiferente. ¿Por qué? Por­ que la imagen no se mueve espontáneamente. En tan­


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to que está inmóvil la imagen no se traslada y todos los movimientos que ve en ella siguen los suyos. § 63. Hay también un signo por el cual los anima­ les inteligentes distinguen lo viviente de lo no vivien­ te: es la adaptación del movimiento á fines. Cuando un gato se divierte con el ratón que ha cazado, si lo ve permanecer mucho tiempo inmóvil le toca con las puntas de las uñas para que corra. Evidentemente piensa el gato que un ser vivo al que se molesta, tra­ tará de escapar, lo que será para él un medio de vol­ ver á comenzar la caza. No solamente espera un movimiento espontáneo que producirá el ratón, sino que espera que el tal movimiento se dirija en un sen­ tido que aleje al ratón del peligro. En los animales que no consiguen juzgar por el olor si el objeto que sienten es viviente ó no, se puede observar ordinaria­ mente que espera una molestia de este objeto, que le hará correr para escaparse si está vivo. Hasta por la conducta de ciertas aves que viven en sociedad cuando uno de los suyos ha sido muerto de un tiro, se puede juzgar que, al ver que su compañero no da ninguna respuesta á los gritos y á los movimientos de todos, reciben la impresión de que ya no pertenece á la cla­ se de los objetos animados. § 64. Así, elevándonos en la escala animal, vemos que aumenta la facultad de distinguir lo animado de lo inanimado. Sumamente vagos en un principio, los actos discriminativos se hacen poco á poco más defini­ dos y, por fin, los actos de clasificación inducen cada vez menos á error. En un principio el movimiento, después el movimiento espontáneo, luego el movi­ miento espontáneo adaptado; tales son los signos á que la inteligencia ha recurrido sucesivamente á medida que progresa.


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Sin duda también se sirve de otros caracteres. Sólo con aspirar el aire con sus narices apercibe el gamo algo que allí se encuentra: la proximidad de un enemige. Comúnmente un carnívoro sigue su presa por el olor que deja. Pero los olores, aunque fenómenos con­ comitantes en algunos objetos adyacentes, no sirven de signo de la vida; en efecto, el objeto de que emana un olor no se reputa vivo si después que se le ha en­ contrado no hace los movimientos esperados. También los sonidos sirven de indicación; pero cuando son cau­ sados por animales, son el resultado de movimientos espontáneos y no se les considera como signos de vida más que porque acompañan á otros movimientos es­ pontáneos. Habría que añadir que la aptitud para clasificar casi correctamente lo animado y lo inanimado se desarro­ lla inevitablemente en el curso de la evolución. Puesto que es un medio esencial de la conservación de sí mismo, bajo pena de muerte por hambre ó por el enemigo, es preciso que el animal cultive su facultad de distinguir lo animado de lo inanimado, y, por consiguiente, que se perfeccione dicha facultad. § 65. ¿Diremos que el hombre primitivo es menos inteligente que los animales inferiores, que las aves y los reptiles y aun que los insectos? A menos de esto hay que decir que el hombre primitivo distingue lo v i­ viente de lo no vivien te; y si le concedemos más inte­ ligencia que á las bestias, hay que concluir que hace tal distinción mejor que ellas. Los signos de que se sir­ ven los animales, y de que se sirven casi siempre bien los animales superiores, deben también servir para él, con la única diferencia de que él evitaría los errores de clasificación en que caen los animales más inteligentes. Cierto es que el salvaje, tal como le encontramos


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hoy, incurre ordinariamente en errores de clasificación cuando se le enseñan productos de las artes de la ci­ vilización que están conformados y obran á semejanza de los seres vivientes. Los esquimales creyeron que los buques de Ross eran seres vivientes porque se mo­ vían sin remos. Thompsom refiere que los naturales de Nueva Zelanda cuando vieron aparecer el navio de Cook lo tomaron por una ballena con velas. Andersen cuenta que los bosquimanos suponían que un ca­ rruaje era un ser animado y que le hacía falta hierba: la complejidad de su estructura, la simetría de sus par­ tes y sus ruedas movibles no podían conciliarse con su experiencia sobre las cosas inanimadas. Esto está vivo, decía un arruac á Bret, por una brújula de bolsillo. Todo el mundo ha oído repetir que los salvajes consi­ deran á los relojes como una cosa viva. Añadamos que, al decir de los exploradores de las regiones árticas, unos esquimales creyeron que una caja de música y un piano mecánico eran seres vivos, y que la caja era hija del piano. Y esto porque los movimientos automá­ ticos que emiten sonidos variados, se parecen de una manera sorprendente á muchos cuerpos animados. Los movimientos de un reloj, que no parecen producidos por una causa exterior, parecen espontáneos, por lo que es muy natural que se le atribuya vida á un reloj. No debemos tener en cuenta los errores en que in­ curra el hombre al clasificar los objetos productos de artes perfeccionadas que imitan objetos vivientes, pues­ to que hacen caer al hombre primitivo en el error de otra manera distinta que los objetos naturales que le rodean. Si no sobrepujamos las ideas que se forman de estos objetos naturales, no podemos evitar el concluir, que, en el fondo, no se engaña en la clasificación que hace de los objetos animados é inanimados.


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Para concluir nos vemos obligados á apartarnos al principio de algunas interpretaciones que se dan ge­ neralmente á las supersticiones del hombre primitivo. La hipótesis, tácita ó confesada, de que el hombre primitivo tiene una tendencia á asignar vida á cosas no vivientes, no es sostenible. La percepción de las dife­ rencias que los separan, cada vez más neta, á medida que se desarrolla la inteligencia, debe ser en él más precisa que en todos los animales. Suponer que sin causa los confunde, es suponer trastrocado el curso de la evolución. § 66. Cierto es que se dice que la inteligencia hu­ mana no desarrollada tiende á confundirlos. Se citan hechos que implican que los niños no hacen la distin­ ción, hechos que tendrían algún valor si no estuvie­ ran viciados por las ideas que los adultos sugieren á los niños. Una madre ó una nodriza que quiere calmar á un niño que se ha hecho mal tropenzando con algún objeto inanimado, ¿no afectan ponerse de parte del niño contra el objeto, diciéndole: «Pícara silla, que has hecho daño al niñito; pégala?» Es de sospechar que la idea no se ha producido en el niño, sino que se le ha enseñado. La conducta habitual de los niños, respecto de los objetos que les rodean, no da motivo para creer que cometa tal confusión. A menos que un objeto in­ animado no se parezca á un objeto animado hasta el punto de imponérsele por una criatura viva sin movi­ miento, pero que va á moverse, el niño no se espanta ante él. Cierto es que se espanta cuando ve que se mueve una cosa inanimada sin percibir la fuerza ex­ terior que la pone en movimiento: sea lo que fuere, un objeto difiere de las cosas vivientes, en cuanto mani­ fieste la espontaneidad característica de los seres vivivientes, despierta la idea de vida y puede provocar


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un grito. Sin esto, el niño no atribuye el grito al obje­ to, como no lo hacen ni un perrito ni un gatito. Se dirá que, propenso como es á dramatizarlo todo, un niño de más edad dota de personalidad á cada uno de sus juguetes, que les habla y les trata como seres v i­ vientes. Responderemos que aquí no se trata de una creencia, sino de una ficción deliberada. El niño pue­ de pretender que tales cosas sean viva s, pero en rea­ lidad no lo cree. Si el muñeco le mordiese le chocaría lo mismo que á un adulto. En los juegos, actos agra­ dables de facultades desocupadas, dramatizan de la misma manera muchos animales inteligentes. A falta de los objetos vivos que les fueran necesarios, aceptan para representarlos objetos no vivientes, sobre todo si tales objetos están construidos de manera que simu­ len la vida. Solamente el perro que corre tras de un bastón no le cree v iv o ; si lo destroza después de ha­ berlo atrapado no hace más que representar la come­ dia de la caza; si lo creyese v iv o , lo hubiera mordido con tanto ardor antes como después que se le ha arro­ jado. Se alega también que el mismo hombro adulto denuncia en ocasiones una tendencia íntima á repre­ sentarse los objetos inanimados como animados. Irri­ tado por la resistencia que un objeto inanimado opone á sus esfuerzos, puede en un acceso de rabia maldecir á este objeto, tirarlo y darle de puntapiés. Pero tales actos encuentran una explicación muy sencilla: la có­ lera , como toda emoción fuerte, tiendo á descargarse en forma de violentas acciones musculares que deben tomar tal ó cual dirección; cuando su causa es, como sucede con frecuencia, un ser viviente, las acciones musculares se dirigen en el sentido de causarle daño, ycuando el objeto no es vivo, la asociación estableci­ da encauza las descargas musculares en la misma di13


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occión si una causa diferente no las desvía en otra; pero no se puede decir que el hombre que da curso á su furor en actos de este género crea que el objeto es vivo, aunque por la manera de descargar su irrita­ ción parezca que así lo piensa. Así pues, ninguno de estos hechos supone una con­ fusión real entre lo animado y lo inanimado. La facul­ tad de distinguir uno de otro, una de las primeras cu­ yas huellas se perciben aun entre los animales despro­ vistos de sentidos especiales, que crece á medida que se desarrolla la inteligencia y que llega á ser completa en el hombre civilizado, se debe considerar punto me­ nos que completa en el hombre no civilizado. No se puede admitir que confunda ideas que se vén cada vez más claras en todas las formas inferiores del espíritu. § 67. Se nos preguntará. ¿Cómo, pues, nos expli­ caremos sus supersticiones? No se puede negar que ordinariamente no implica que el hombre atribuya vida á cosas que no la tienen; y si el hombre primitivo no es propenso á incurrir en esta confusión, ¿cómo ex­ plicar la extrema difusión, si no la universalidad, de creencias que asignan personalidad, y tácitamente la vida á multitud de cosas inanimadas?..» Esto es así porque estas creencias no son prima­ rias , son necesariamente secundarias, y el hombre es arrastrado á ellas cuando hace sus primeras tentati­ vas para comprender el mundo que le rodea. La fase del principio de la especulación debe venir después de una fase en que no había absolutamente ninguna es­ peculación , en que todavía no existía lengua adecua­ da para hacer que avanzase la especulación. En esta época el hombre primitivo ya no tenía más tendencia que los animales á confundir lo animado con lo inani­ mado. Si en sus primeros esfuerzos de interpretación,


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forja concepciones en desacuerdo con esta distinción preestablecida entre lo animado y lo inanimado, es pre­ ciso que esto sea á consecuencia de una ilusión causa­ da por una experiencia sorprendente que ha introdu­ cido en su espíritu el germen de un error que crece y da lugar á todo un grupo de interpretaciones erróneas. ¿Cuál es el error que constituye este germen? Hay que buscarlo entre las experiencias que marcan la distin­ ción entre lo animado y lo inanimado. Hay estados que retornan sin cesar en que seres vivientes simulan cosas no vivientes, y encontraremos en ciertos fenó­ menos que de ellos dependen la simiente del sistema de supersticiones creadas por el hombre primitivo,


CAPITULO X

IDEAS DEL SUEÑO Y DE LOS SUEÑOS

§ 68. Existe una concepción que llega á sernos de de tal modo familiar durante nuestra educación que la consideramos sin razón como una idea original y necesaria: tal es la concepción del espíritu como ser interior distinto del cuerpo. La hipótesis de una uni­ dad sintiente y pensante que habita un cuerpo ha pe­ netrado tan profundamente en nuestras creencias y en nuestro lenguaje que nos cuesta trabajo figurarnos que sea una idea que no tenía ni podía tener el hombre primitivo. Sin embargo, no tenemos más que preguntarnos lo que hay en la experiencia de un hombre ignorante para ver que en ella no se encuentra nada que de tes­ timonio de semejante entidad. En todos los momentos ve las cosas que le rodean, las maneja y las mueve de acá para allá. No conoce ni sensaciones ni ideas ni tiene palabras para semejantes cosas y mucho menos una concepción lo suficientemente abstracta para la conciencia. No piensa el pensamiento porque ni sus facultades ni su lenguaje bastarían para ello. En los primeros períodos piensa sencillamente sin observar que piensa y, por consiguiente, jamás se pregunta cómo piensa ni qué es el pensamiento. Los sentidos


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son los únicos que le ponen en relación con las cosas que existen fuera de ól y con su propio cuerpo, y si traspasa el alcance de sus sentidos, no es más que lo absolutamente preciso para sacar conclusiones con­ cretas relativamente á las acciones de estas cosas. Una entidad que, como lo que se figura del espíritu, fuera intangible, es una alta abstracción que no puede pensar y que su vocabulario no puede expresar. Esta imposibilidad evidente a p rio ri se verifica a posteriori. El salvaje no puede hablar de intuición in­ terna sino en términos tomados de la intuición exter­ na. Nosotros mismos al decir que vemos la cosa que se ha explicado claramente ó que percibimos un argu­ mento de una verdad palpable, expresamos actos men­ tales por palabras de que ordinariamente nos servi­ mos para expresar actos corpóreos. En lo que á nos­ otros respecta, hacemos uso de estas palabras que suponen la visión y el tacto en un sentido metafórico; pero el salvaje se sirve de ellas en un sentido que no distingue del sentido literal. Hace de su ojo el símbolo de su espíritu. (Prin cip ios de Psicología , § 104.) Pero mientras que la concepción del espíritu en cuanto principio interior de actividad no exista, no puede existir la concepción de los sueños tal como la tenemos. Mientras no está reconocida la existencia de la entidad pensante, es imposible interpretar los he­ chos de visión, las palabras, los actos de que el hom­ bre tiene conciencia durante su sueño, considerándolos como maneras de obrar de esta entidad. Por eso hay que buscar qué explicación reciben los sueños antes de que exista la concepción del espíritu. § 69. Los estados de hambre y de repleción, muy comunes uno y otro en el hombre primitivo, excitan poderosamente los sueños. Hele ahí después de una


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caza infructuosa y un largo ayuno que se acuesta ex­ tenuado de fatiga. Luego, en cuanto está sumido en el sueño, hace una caza feliz, mata y despoja á su presa la hace cocer y en el mismo instante en que lleva á la boca el primer bocado se despierta de repente. Supo­ ner que se dice: «todo eso no es más que un sueño», es suponer que está ya en posesión de la hipótesis que vemos no puede tener. Toma los hechos como se pre­ sentan; recuerda, con una netitud perfecta, las cosas que ha visto y las acciones que ha ejecutado; acepta sin vacilación el testimonio de su memoria. Cierto es que en el mismo momento se encuentra acostado é in­ móvil. No comprende cómo se ha operado el cambio; pero, como ya hemos visto no hace mucho tiempo, el mundo en que se encuentra le familiariza con hechos inexplicables de aparición y desaparición. ¿Por qué, pues, lo que acaba de ver y hacer no habría de ser uno de estos fenómenos? Si en otro momento, en tanto que duerme atiborrado de alimentos, el desarreglo de su circulación da lugar á una pesadilla, si tratando de escapar del peligro y , viéndose incapaz de ello, se imagina cogido por las garras de un oso y se despierta con un grito penetrante, ¿por qué había de concluir que su grito no ha sido provocado por un peligro real? Su mujer está cerca de él, y le dice que no ha visto oso ninguno; pero ha oído el grito, y, como él, está muy lejos de pensar que un estado meramente subjetivo pueda producir semejante efecto y hasta carece de pa­ labras para expresar esta idea. Después que ha interpretado los sueños considerán­ dolos como una experiencia real, el hombre primitivo confirma su interpretación contándola en un lenguaje imperfecto. Olvidamos fácilmente que distinciones que son un juego para nosotros, son imposibles para hom­


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bres que no tienen á su servicio más que un pequeño número de palabras todas de un sentido concreto y so­ lamente groseras formas gramaticales con las cuales combinan estas palabras. Cuando leemos que en el len­ guaje de un pueblo tan adelantado como los antiguos peruanos la palabra huaca significa ídolo, templo, lu­ gar sagrado, tumba, figuras de hombres, animales y montaña, podemos formarnos una idea de la suma im­ precisión de las frases que los hombres más groseros pueden componer con su vocabulario. Cuando se nos habla de una tribu aun existente en la América del Sur en que la proposición «yo soy avipón» sólo puede ex­ presarse en la forma vaga «yo avipón», no podemos menos de concluir que estas formas gramaticales rudi­ mentarias no pueden explicar de una manera adecua­ da más que las ideas más simples. Cuando también sabemos que los hombres más inferiores pronuncian imperfectamente las insuficientes palabras que poseen, y que combinan sin precisión, como el akka por ejemplo, cuya lengua ha sorprendido á Schewinfurth por su falta de articulación, nos daremos cuenta de una tercera causa de confusión. Después de esto no nos extrañará saber que los indios zunis necesitan re­ currir á muchas contorsiones faciales y gesticulacio­ nes para hacer comprender perfectamente sus frases; que el lenguaje de los bosquimanos tienen necesidad de tantos signos para entender el sentido de sus pala­ bras que es ininteligible en la obscuridad y, en fin, que los arapahos no pueden apenas hablar cuando están á obscuras. Ahora, si al recordar tantos hechos que­ remos saber lo que sucede cuando un salvaje cuenta un sueño, veremos, que aun suponiendo que sospeche que existe alguna diferencia entre acciones ideales y acciones reales, no sabría expresarla. Su lenguaje no


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lo permite decir «he soñado que veía» en lugar de «he visto». Así es que cada cual cuenta sus sueños como otras tantas realidades, y con ello fortifica en cada uno de sus oyentes la creencia de que son realidades sus propios sueños. ¿Qué noción resulta de esto? Los testigos han visto que el durmiente estaba en reposo. A l despertar re­ cuerda diversos acontecimientos y los cuenta á otros. Cree que ha estado en otra parte, los testigos lo nie­ gan, comprobándose su testimonio con el hecho de que el autor del relato se encuentra en el mismo paraje en que se ha dormido y adopta el partido más sencillo, que es el de creer á la vez que ha quedado y que ha marchado á otra parte, que tiene dos individualida­ des, de las cuales una abandona á la otra y no tarda en volver. El también, como tantas otras cosas, tiene una doble existencia. § 70. En todas partes encontramos pruebas de que tal es realmente la concepción que los salvajes tienen de los sueños, y de que esta concepción se conserva aun después de que la civilización ha hecho progresos considerables. He aquí algunos de los testimonios que hemos recogido. Schoolcraft nos dice que los indios de la América del Norte en general creen que hay dos ejemplares de al­ mas, de los cuales uno de ellos permanece con el cuer­ po, mientras que el otro es libre de abandonarle para hacer excursiones durante el sueño. Según Crantz, los groenlandenses creen que el alma puede abandonar al cuerpo durante el intervalo del sueño. Thompson dice que los naturales de Nueva Zelanda creían que durante el sueño el espíritu abandona al cuerpo, y que los sueños son los objetos que ve durante sus peregrinaciones. En las islas Fidji se cree que el espíritu de un hombre que


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todavía vive abandona su cuerpo para atormentar á otras personas mientras duerme. La misma creencia hay en Borneo. Según Saint-John, están convencidos de que el alma durante el sueño va completamente sola en expedición, que ve, oye y habla, y en fin, el rajah Brooke dice también que el dayak cree que las cosas que se han presentado fuertemente á su espí­ ritu en los sueños se han verificado en realidad. La misma doctrina es corriente entre las tribus montañe­ sas de la India, por ejemplo, la de los karens, pues se­ gún Masón, en el sueño el La (espíritu ó espectro) se transporta á las extremidados de la tierra, y nuestros sueños son lo que el La ve y experimenta en sus v ia ­ jes de exploración. Los mismos antiguos peruanos, aunque habían llegado á un punto tan avanzado en el estado social, daban á los hechos la misma interpreta­ ción. Según dice Garcilaso, creían que el alma aban­ dona al cuerpo durante el sueño. Afirmaban que el alma no puede dormir y que las cosas que soñamos son las que el alma ve en el mundo, en tanto que el cuerpo duerme. Cosa rara, los hechos de somnambulismo sirven qui­ zá, cuando se presentan, para confirmar la misma in­ terpretación. En efecto, para un espíritu desprovisto de crítica un somnámbulo parece un ejemplo de la persis­ tencia de la actividad del hombre durante su sueño, obligado supuesto de la concepción primitiva de los seños. Cada fase del somnambulismo suministra una prueba de ello. Frecuentemente el hombre dormido se levanta, ejecuta diversos actos y vuelve á acostarse sin despertar. En algunas ocasiones recuerda estos ac­ tos y los considera como imaginaciones de sueños y hasta se sorprende cuando le aseguran testigos que realmente ha ejecutado los hechos que creía haber so­


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nado. ¿Q,ué va á edificar sobre esta experiencia el hom­ bre primitivo? El somnámbulo ve en ella la prueba de que puede marcharse y llevar una vida activa duran­ te su sueño y, sin embargo, volverse á encontrar en el paraje en que se había acostado. Los testigos ven en esto una prueba no menos decisiva de que los hombres van y vienen durante su sueño, que realmente hacen las cosas que hacen en sueños, y que en ocasiones hasta se les puede ver hacer. Cierto es que un examen atento de los hechos mostraría que en este caso el cuerpo del hombre estaba ausente del lugar en que se había acostado para dormir. Pero el salvaje no exa­ mina los hechos con esta precisión. Por otra parte, en los casos en que el sonámbulo no tiene recuerdo de las cosas que ha hecho, queda el testimonio de otro para mostrarle que no descansaba y, en fin, en algunos ca­ sos, hay mucho más. Cuando, como sucede algunas ve­ ces, su paseo nocturno le pone en contacto con un obs­ táculo que le despierta, encuentra en esto la demostra­ ción de lo que se le afirma, es á saber, que se pasea durante su sueño. Es cierto que al volver á su cama no encuentra en ella un segundo yo; pero este descubrimiento, por otra parte inconciliable con la idea generalmente admitida, no hace más que aumen­ tar la confusión de sus ideas sobre tales cuestiones. En la incapacidad en que se halla de negar que se pasea durante su sueño, ve en esto una comprobación de la creencia reinante, sin preocuparse más de la incompa­ tibilidad que debía separarle de ella. Considerando lo que la tradición, con sus exagera­ ciones, va probablemente á hacer de estos fenómenos anormales que se producen de tiempo en tiempo, vere­ mos que la interpretación primitiva de los sueños debe encontrar en esto un poderoso apoyo.


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§ 71. A l lado de esta creencia va naturalmente aquella otra, según la cual encuentra realmente á las personas de las que se sueña. Si el hombre que sueña cree que son reales sus propios sueños, cree real todo lo que ve; el lugar, la cosa y el ser viviente. De ahí un grupo de hechos que igualmente se repiten en to­ das partes. Morgán cuenta, que los iroqueses creen que los sue­ ños son reales, y obedecen sus mandatos y hacen lo que les dicen las personas que ven el sueño. Keating afirma, que los chipeuayos ayunan á fin de proporcio­ narse sueños, lo que estiman muchísimo. Según Drury, los malgaches asocian una idea religiosa á los sueños; creen que «el buen demonio... viene á ellos para decir­ les en sus sueños cuándo deben hacer una cosa ó para precaverlos contra algún peligro». Ellis, nos dice que los naturales de las islas Sandwich, creen que los miembros difuntos de una familia, aparecen de vez en cuando en sueños á los que sobreviven y velan sobre sus destinos: y añade que los taitianos creían que el espíritu del muerto aparecía en ocasiones en sueños á los supervivientes. En África sucede lo mismo. Los pueblos del Congo, de que habla Reade, creen que lo que ven y oyen en sueños viene de los espíritus, y Krapf, que escribió sobre los africanos orientales, dice que los uanikas, creen que los espíritus de los muertos aparecen en suefios á los vivos. También los cafres, según Shooter atribuyen, al parecer, de una manera general los sueños á los espíritus. Callaway, cita res­ pecto de los zulús, hechos numerosos de la misma creencia. Ha recogido sus ideas de la misma boca de ellos. Comparativamente inteligentes, los zulús tienen un estado social bastante adelantado: su lengua per­ mite distinguir entre las impresiones de los sueños y


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las del estado de vigilia; creen, sin embargo, no sin dudar de ello algunas veces, en la realidad de las per­ sonas que aparecen en sueños. Entre tantos ejemplos escojo el de un hombre que se quejaba de que le había pegado el espíritu de su hermano. Dijo á sus vecinos: «He visto á mi hermano», y habiéndosele preguntado lo que le había dicho su hermano, contestó: «He soña­ do que me pegaba y que me decía, ¿cómo es que ya no sabes quién soy?—Sí, yo sé quién eres, ¿qué tengo que hacer para demostrarte que lo sé? Sé que eres mi hermano.— Apenas había pronunciado estas palabras cuando me preguntó: ¿por qué, cuando sacrificas un buey, no me invocas?— Te invoco, respondí yo, y te alabo con tus títulos de loa; díme qué buey he mata­ do sin invocarte; cuando he matado un toro, yo te in­ vocaba; cuando he matado una ternera yo te he invo­ cado.— Quiero comer, me dijo; y yo le repliqué: No hermano mío, no tengo ningún buey; ¿lo ves tú en el parque?—Aunque no lo haya, yo lo quiero. Cuando me desperté, sentía un dolor en las costillas, etc.» Sin duda esta idea perfectamente definida de un hombre muerto representado como una persona viva, que pide de comer y hace sufrir una pena corporal al que no obedece á su voluntad se halla tan alejada de nuestras creencias, que apenas si parece posible; pero sabemos que lo es cuando recordamos que difiere poco de las creencias de las primeras razas civiliza­ das. A l principio del segundo canto de la litada, en­ contramos el sueño enviado por Júpiter, para engañar á los griegos, representado como un personaje real, que recibe indicaciones sobre lo que tiene que decir á Agamenón, dormido. Así fué como apareció el alma de Patroclo á Aquiles durante su sueño, completa­ mente semejante á sí mismo, y le dijo: «Dame pronto


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sepultura para que pueda pasar las puertas de Hades.» Cuando Aquíles la cogió se desvaneció como una nu­ be de humo, dando un grito. Aquiles tomó por reali­ dad esta apariencia y su petición por una orden im­ periosa. Los escritos hebreos nos muestran lo mismo. Cuando leemos en el Génesis que la palabra del Se­ ñor se hizo oir de Abraham en una visión, que Dios apareció á Abimalec en un sueño durante la noche, que el Señor apareció manteniéndose en pie y llamó como otras veces: «Samuel, Samuel», reconocemos en todo esto la prueba de que los hebreos tenían una creencia tan absoluta como los griegos en la realidad objetiva de los seres que veían en sueños. Esta fe ha perdido terreno, aunque con mucha lentitud, en el cur­ so de la civilización; pero sobrevive todavía, como lo prueban los relatos que se oyen de tiempo en tiempo de gentes que han aparecido poco después de su muerá parientes lejanos, y como se ve en las supersticio­ nes espiritistas. Después de e3ta última palabra, no tenemos más que imaginar que estamos despojados de nuestra civi­ lización, suponer que han descendido nuestras facul­ tades, que se ha perdido nuestro saber, que nuestro lenguaje es vago y que no tenemos ni duda ni crítica para comprender que el hombre primitivo no puede dejar de concebir como reales los personajes de los sueños, que para nosotros no tienen más que una exis­ tencia ideal. § 72. Las creencias relativas á los sueños, ejercen una acción refleja en las restantes creencias. Además de sostener todo un sistema de ideas erróneas, ese error fundamental desacredita á las ideas verdaderas que, al acumularse, tienden incesantemente á estable­ cer la experiencia.


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En efecto, mientras aceptan los acontecíraientos de los sueños como acontecimientos que efectivamente tuvieron lugar, mientras se tome por orden real el or­ den de los fenómenos que en ello se muestran, ¿qué se debe pensar del orden de los fenómenos que se obser­ van durante la vigilia? La constancia que aquí reina y de la que una cotidiana repetición nos hace dar cuenta, no podría hacer nacer ese sentimiento de cer­ tidumbre que produciría si el hombre no conociera otra cosa. En efecto, esa constancia no dura en los sueños. Sin duda los árboles y las piedras que se ven en el estado de vigilia no ceden su puesto á otras co­ sas que cambian como un panorama; pero esto acon­ tece cuando se tiene de noche cerrados los ojos. Cuan­ do se tienen los ojos fijos en día claro sobre un hom­ bre, no se le ve transformarse; pero durante el sueño, un objeto en que se acaba de reconocer á un semejan­ te se cambia en bestia furiosa y amenazadora; lo que antes era un lago encantador se ha convertido en un hormiguero de cocodrilos y de serpientes. Despiertos, todo lo que podemos hacer para desprendernos de la superficie de la tierra, es dar un salto de algunos pies; pero dormidos, hay ocasiones en que franqueamos de un vuelo regiones inmensas. La experiencia adquirida en los sueños contradice incesantemente la experien­ cia adquirida durante el día, y hasta llega á anular las conclusiones sacadas de la experiencia del día. Sería todavía mucho mejor decir que tiende á confirmar las conclusiones erróneas, sugeridas por la experiencia diurna más bien que apoyar las conclusiones correc­ tas. En efecto, las apariciones y desapariciones que súbitamente tienen lugar en los sueños, ¿no prueban, como muchos hechos observados en el estado de vigi­ lia, que, sin que se pueda explicarlo, hay cosas que


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pasan de un estado visible á un estado invisible y vice­ versa? En fin, esas transformaciones percibidas en sueños están completamente de acuerdo con esas otras transformaciones, unas reales y otras aparen­ tes, que hacen que el hombre crea que no hay ningún límite para la posibilidad de las metamorfosis. Cuando en sueños ha recogido un objeto en el que veía una piedra y este objeto se ha convertido en un objeto vivo, ¿no parece que esto se halla en armonía con el descu­ brimiento que ha hecho de fósiles, que tienen la dure­ za de la piedra, pero que también tienen la forma de seres vivientes? En fin, en la metamorfosis en que ven en sueños á un tigre abandonar su forma por la de un hombre, ¿no hay analogía con la metamorfosis de los insectos que ha notado y con las transformaciones aparentes de las hojas en animales que se mueven? Evidentemente basta admitir que los actos percibi­ dos en sueños son actos reales para que el error funda­ mental que de esto resulta fortifique errores del mis­ mo género producidos de otra manera. El apoyo que les presta es á la vez positivo y negativo: arroja el descrédito sobre una parte de la experiencia adquiri­ da durante el estado de vigilia, que es la fuente de las verdaderas creencias y viene en ayuda de la parte de experiencia adquirida durante la vigilia que sugiere falsas creencias. § 73. Vemos ahora que la concepción que el hom­ bre primitivo se forma de los sueños es natural y hasta necesaria. Esta idea nos parece extraña porque, cuan­ do reflexionamos en ella, no nos fijamos en que no he­ mos prescindido de la teoría del espíritu que la civili­ zación ha fijado y encarnado lentamente en el lengua­ je; teoría que nos asimilamos tan por completo desde el principio de la vida, que erróneamente la tomamos


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por una noción original. Pero el espíritu no es una coHa que descubran los sentidos, ni es tampoco una cosa que se nos revele como una entidad situada dentro de nosotros. No hay estado de conciencia en que esté re­ presentado el espíritu. Hoy todavía hay metafísicos que sostienen que no se puede conocer la existencia de nada más allá de las impresiones y de las ideas; pero hay otros qne pretenden que las impresiones y las ideas implican la existencia de una cosa de que ellas son estados y que las liga conjuntamente para formar un todo continuo; prueba de que el espíritu, tal como lo concebimos, no es una intuición sino una suposición, y, por consiguiente, que no se le ha podido concebir mientras el razonamiento no haya hecho algunos pro­ gresos. Y, mirando más cerca, descubrimos que no puede haber concepción del espíritu propiamente dicha mien­ tras no se haya reconocido netamente la diferencia que existe entre una impresión y una idea. Como el niño, el hombre primitivo pasa por una fase de inteli­ gencia durante la cual todavía no existe la facultad de intuición que implican las palabras «yo pienso», «yo tengo ideas». Durante mucho tiempo las observa­ ciones que generaliza son exclusivamente aquellas que conciernen á la naturaleza y á las propiedades de los objetos y las que se refieren á las fuerzas y á las im­ presiones activas y reactivas del organismo mismo. Despierto, las ideas que acompañan perpetuamente sus sensaciones y las percepciones á las cuales estas sen­ saciones dan lugar, son tan obscuras y pasan tan rá­ pidamente que no las nota, pues para ello sería nece­ sario que pudiera hacer una crítica del espíritu, impo­ sible en esa fase primitiva. Los estados débiles de conciencia, que durante el día están obscurecidos por


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los estados vivos, no llegan á ser aparentes más que por la noche, cuando los ojos están cerrados y los de­ más sentidos embotados. Sólo entonces se revelan cla­ ramente las funciones subjetivas, como las estrellas se revelan cuando se ha puesto el sol; lo que quiere decir que la experiencia adquirida por los sueños precede necesariamente á la concepción de un yo mental y que es la experiencia con la cual concluye por cons­ tituirse la concepción de un yo mental. Nótese el orden del encadenamiento: no se podría interpretar los sue­ ños como hacemos puesto que no se posee hipótesis del espíritu como entidad vista; la hipótesis del espíritu como entidad distinta no puede existir antes de la ex­ periencia que la sugiere; la experiencia que la sugiere es la que dan los sueños, es á saber, una experiencia que parece implicar dos entidades; en fin, en su pri­ mera forma, la suposición de dos entidades implica la noción de que la segunda difiere de la primera única­ mente en que se ausenta y obra durante la noche mientras la otra descansa. Sólo después que este pre­ tendido doble, que en otros tiempos se creyó en un todo semejante al original, se ha modificado poco á poco perdiendo caracteres físicos inconciliables con los hechos, es cuando se establece la hipótesis de un yo mental, tal como la comprendemos. Estamos en posesión del principio que sirve de ger­ men á la organización de que son susceptibles las va ­ gas observaciones del hombre primitivo. Esta creen­ cia en otro yo que le pertenece está en armonía con todos los hechos que atestiguan la dualidad que le pre­ sentan las cosas ambientes; lo está también con esos hechos numerosos de las cosas que pasan de estados visibles á estados invisibles y recíprocamente. Ade­ más, por la comparación descubre una analogía entre 14


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propio doble y los de los demás objetos. ¿No tienen, en efecto, su sombra? ¿No tiene él también una? ¿No se hace invisible por la noche su sombra? ¿No es enton­ ces evidente que esa sombra que acompaña á su cuer­ po durante el día es ese otro yo que durante la noche viaja y encuentra aventuras? Evidentemente los groen­ landeses que, como hemos visto, profesan esta creencia, tienen alguna razón para adoptarla. mii


CAPITULO X I

IDEAS DEL SÍNCOPE, DE L A A PO PLEJÍA, DE LA CATALEPSIA Y DE OTEAS FORMAS DE INSENSIBILIDAD.

§ 74. El salvaje observa diariamente que el reposo del sueño ordinario se cambia rápidamente en activi­ dad cuando un accidente fuerza al hombre dormido á despertarse. Un ruido, una sacudida, le obliga á abrir los ojos, ó hablar y á levantarse. Puede hasta obser­ var diferencias en la intensidad de la causa que pro­ voca el sueño. Y a le basta con el sonido ó el contacto más ligeros; ya hace falta un ruido estrepitoso, una sacudida brutal ó el dolor que causa un pellizco. La experiencia demuestra también que cuando el cuerpo de un hombre yace inmóvil é insensible, basta llamar­ le por su nombre para que se reanime. Pero en ocasiones las cosas pasan de manera com­ pletamente distinta. Ya es un individuo, que da mues­ tras de un dolor extremo, que de improviso cae en un estado de inercia, ya es una persona débil que hace un esfuerzo violento ó que tiene un gran miedo, que sufre un cambio análogo. Entre estas gentes no puede restablecerse inmediatamente la sensibilidad ordinaria. En estas o'casiones el fidgiano llama al paciente por su nombre y se encuentra determinado á creer, al verle por fin despertar, que sa puede volver en sí á su otro


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yo con sólo llamarle; pero no dejará de reconocer que esta vez la ausencia del otro yo no se parece á sus au­ sencias ordinarias. Evidentemente la producción de esta insensibilidad particular, que comúnmente dura, menos de un minuto, pero que en ocasiones persiste durante varias horas, viene en apoyo de la primitiva creencia en un doble que abandona el cuerpo para v ol­ ver á él. En este caso el abandono del cuerpo es más notado que de ordinario, y se halla acompañado de silencio sobre lo que se ha hecho ó visto en el inter­ valo. Una expresión familiar del lenguaje muestra cómo el síncope suministra una comprobación aparente de la primitiva noción de dualidad. Decimos de un indivi­ duo que sale de un desvanecimiento, que vuelve en sí. La expresión es significativa. Aunque ya no explique­ mos la insensibilidad por una ausencia de la entidad que siente, nuestras expresiones no dejan de atesti­ guar que hubo un tiempo en que así se explicaba la in­ sensibilidad. § 75. L a apoplejía se la puede confundir con el síncope ó el desmayo y con el sueño natural. Si un sabio médico dice esto, podemos suponer que el sal­ vaje no podrá distinguirlas apenas. El individuo atacado de apoplejía cae súbitamente y denuncia una pérdida total de conciencia, de senti­ mientos y de movimiento voluntario. En ocasiones la respiración es natural como en un sueño tranquilo, en ocasiones el paciente está acostado roncando ruidosa­ mente como en un sueño profundo. Sin embargo, en ambos casos sucede muy pronto que el durmiente no puede volver en sí como ordinariamente; el ruido y las sacudidas que se le imprimen no tienen ningún efecto. ¿Qué es lo que ha de pensar un salvaje, que recuer­


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da ia experiencia de sus sueños, de otro salvaje que caiga en ese estado que dura quizá algunas horas y al­ gunas veces varios días? Evidentemente se fortifica su creencia en la dualidad. El segundo yo ha partido por algún tiempo y está demasiado lejos para que so le pueda volver á llamar, y cuando por fin vuelve, no se puede saber nada de la experiencia que ha adquirido durante su ausencia. Si, como acontece ordinariamente, después de meses ó años, se produce en el mismo individuo una caída se­ mejante, una insensibilidad prolongada y un restable­ cimiento semejante, guarda silencio sobre lo que ha hecho. En seguida, en un tercer accidente la ausencia es más larga que antes, los parientes esperan y espe­ ran sin que nadie vuelva. El retorno está, al parecer, aplazado indefinidamente. § 76. El estado de insensibilidad llamado catalepsia se parece, por lo repentino de sus principios, pero nada más que por eso, á la apoplejía: también dura ya algunas horas, ya algunos días. La pérdida instantánea de conocimiento está acompañada de un estado en que el paciente se parece más bien á una estatua que á un ser animado. Sus miembros quedan inmóviles en la posición que se les coloca; parece que falta el agente que los gobernaba y el cuerpo es pasivo en manos de los que le rodean. El retorno al estado ordinario es tan instantáneo como la cesación de su estado. Como en la apoplejía y en el síncope, nadie se acuerda de nada de lo que ha pasado en el acceso. Si se quisiera interpretar los he­ chos, ateniéndose al sentido que se les daba primitiva­ mente, habría que decir que el otro yo, el viajero, no cuenta nada de sus aventuras. Hay pruebas directas de que los salvajes tienen esta


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idoa, de acuerdo con la que tienen de sus sueños. Kea ting cuenta que los chipeuayos creen que, entre las almas que viajan, hay algunas que pertenecen á per­ sonas que se hallan en estado de letargía ó de catalepsia. Si se tiene en cuenta el hecho referido por Mr. Kiske en su obra titulada Los mitos y los hacedores de mitos7 ge puede afirmar que fué generalmente admitida en la Edad Media una idea de este género sobre los fenóme­ nos de catalepsia; pasaba por probado en la opinión que el alma puede abandonar el cuerpo y volver á él. § 77. Nos falta todavía citar otra forma de insen­ sibilidad, cuyo testimonio es susceptible de una inter­ pretación semejante. Me refiero al éxtasis. A l mismo tiempo que el sujeto extático da motivo para pensar que no es él mismo, porque no da ninguna respuesta á las causas de excitación ordinarias, parece que tiene percepciones vivas de cosas situadas en otra parte. El éxtasis, suscitado por una contemplación profun­ da y largo tiempo sostenida, tiene algunas veces como carácter una fuerte excitación mental unida á un esta­ do de conciencia de las cosas circundantes. A l mismo tiempo que los músculos están rígidos, el cuerpo recto é inflexible, hay una suspensión total de sensibilidad y de movimiento voluntario. Durante ese estado, que en ciertos casos se repite todos los días, se producen visio­ nes de una naturaleza extraordinaria que pueden con­ tarse con los mayores detalles después del acceso. Es evidente que la comprobación de semejantes fe­ nómenos tiende á fortificar más y más la primitiva creencia en la doble existencia de cada hombre, y te­ nemos hechos que prueban que, en efecto, la fortifica.. En el relato que Callaway nos da de las creencias de los zulús, se puede ver que Unddayéni es capaz de ver cosas que no vería si no se hallara en un estado de éx­


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tasis. Este hecho, agregado á la interpretación que dan los zulús de los sueños, prueba que considera á las visiones del estado de éxtasis de Undayéni como la ex­ periencia de su otro yo que viaja. § 78. No tengo para qué describir detalladamente todas las fases del coma, cuyo carácter común es un estado de inconsciencia más ó menos diferente del de el sueño. Lo hay de todos los grados, desde un ligero estado de amodorramiento y de entorpecimiento has­ ta un estado de estupor profundo y permanente acom­ pañado de parálisis completa del sentimiento y del mo­ vimiento. De la letargía simple, que difiere del sueño natural en que es más prolongada, de la pérdida de conocimiento temporal, de la asfixia y del estupor cau­ sado por los narcóticos, pasamos por grados á las for­ mas extremas de que hemos dado más arriba ejemplos, todos los cuales se pueden interpretar mediante la ayu­ da de la misma hipótesis primitiva. Pero hay otro género de insensibilidad de una gran importancia por las consecuencias que de ella pueden sobrevenir y de la que nos resta que hablar: es la pro­ ducida por las lesiones orgánicas causadas por golpes dados directamente. De ella hay dos variedades, unas vienen después de una pérdida de sangre, y las otras siguen á la conmoción cerebral. Cuando hablabamos de la insensibilidad muy conoci­ da llamada síncope, me he abstenido con intención de­ liberada de comprender entre las causas que he citado la pérdida de sangre. Esta causa, en efecto, no se re­ laciona visiblemente con las demás. En la vida de vio­ lencia que lleva en sus luchas, ya contra los animales que caza, ya contra sus enemigos, animales ú hom­ bres, el hombre primitivo experimenta con frecuencia ó comprueba en otro el desvanecimiento por la pérdi-


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la de sangre. No es esto decir que una la causa al efec­ to de una manera tan precisa. He aquí lo que sabe y lo que ve entonces: después de una herida seria se pro­ duce una pérdida súbita de conocimiento; se cierran los ojos del herido que queda inmóvil y ya no habla. Durante algún tiempo no da ninguna respuesta cuan­ do se le sacude ó cuando se le habla. Bien pronto el herido vuelve en sí, abre los ojos y habla. Que vuelva á correr la sangre de su herida, y al cabo de algunos momentos se le verá otra vez ausente. Quizá se des­ pierte y ya no vuelva á perder el conocimiento; qui­ zá, también, después de haberse vuelto á despertar, se encuentre sumido por tercera vez en ese estado de inmovilidad, prolongado ahora en tal manera que se pierda la esperanza de verle salir de él. En ocasiones la insensibilidad tiene un antecedente algo diferente. En un combate, el disparo de una fle­ cha abate á un guerrero ó un certero y fuerte golpe de maza en la cabeza de un enemigo le reduce al es­ tado de una masa inmóvil. Puede suceder que uno y otro no estén más que aturdidos y que se reanimen después de un corto intervalo durante el cual no dan ninguna respuesta á las palabras ni á las sacudidas. O bien el golpe ha sido quizá tan violento que causó una conmoción cerebral ó una fractura del cráneo, y, por consiguiente, una presión en la substancia cerebral. Es decir, pudo de ello resultar una insensibilidad pro­ longada acompañada de palabras incoherentes y de movimientos débiles, después de lo cual puede venir una segunda caída en el estado de inconsciencia, que quizá concluya después de otro intervalo de tiempo ó que quizá continúe indefinidamente. § 79. Combinado con los testimonios suministrados por el sueño y los sueños, el que nos suministran los


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estados anormales de sensibilidad, da origen á un gru­ po de nociones referentes á las ausencias temporales del otro yo. Interpretado, como hemos visto, un sinco­ pe, se encuentra frecuentemente precedido en el pa­ ciente por sentimientos de debilidad y para el especta­ dor por signos de tal estado. Así dichos signos hacen nacer la sospecha de que el otro yo está á punto de marcharse y un deseo inquieto de impedirlo. lia suce­ dido con frecuencia que una persona desvanecida se ha reanimado mientras se la llamaba. De ahí la cues­ tión de sino vuelve el otro yo dispuesto á marcharse con solo llamarle. Hay salvajes que sacan esta conclu­ sión. Según Williams, se puede oir en ocasiones al fidjiano gritar desaforadamente á su alma que vuelva en sí. El karen se halla en un temor perpetuo de que el otro yo le abandone: la enfermedad ó la languidez constituyen para él signos de la ausencia del otro yo; se le aportan ofrendas y se le dirigen oraciones para que vuelva. Masón describe una práctica muy extra­ vagante que esta creencia ha introducido en las cere­ monias fúnebres. «A l volver de la tumba cada uno se provee de tres garabatos hechos de rama de árbol é invita á su espíritu á que le siga; de tiempo en tiem­ po vuelve y hace un movimiento para engancharle, y después hunde el gancho en el suelo para impedir al espíritu del vivo que se quede atrás con el espíritu del muerto.» Lo mismo puedo decirse de las formas más graves de insensibilidad. Lo más frecuente es que so­ brevengan en las personas que ya se encontraban en­ fermas. Son la apoplejía, la catalepsia y el éxtasis. Se establece entonces en el espíritu una asociación en­ tre las ausencias prolongadas que existen en dichos es­ tados y las ausencias de que el paciente ha estado ame­ nazado en otras épocas. Entre los pueblos del Norte


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del Asia se atribuye la enfermedad ála partida del alma. Los algonquinos consideran al hombre enfermo como un individuo cuya sombra está desalojada ó despren­ dida de su cuerpo. En algunos casos los karens suponen que cuando un hombre cae enfermo y va á morir es que su alma va á trasladarse á otro por hechicería. Naturalmente, se forman otras creencias relativas á la vida y costumbres del otro yo durante esas lar­ gas ausencias. Entre los dayaques, los ancianos y las sacerdotisas, afirman comúnmente que en sus sueños han visitado la morada de Tapa (el Dios Supremo), j visto al Creador que habita una casa parecida á la del malayo, adornada interiormente con una cantidad innumerable de fusiles, calandrias y jarras. El mismo Tapa está vestido como un dayak. Hind habla de un indio que pretendía haber estado muerto y visitado el mundo de los espíritus. Su pretendida visita, hecha, según dice tal autor, durante un sueño, es probable­ mente, como la de los dayaques, una visión que tuvo lugar durante un estado de insensibilidad anormal. En efecto, en diversos parajes se explican estas largas au­ sencias del otro yo, suponiendo que hace un viaje al mundo de los espíritus. En apoyo de esta explicación Mr. Tylor cita hechos referentes á los australianos, á los kondos, á los groenlandeses y á los tártaros. Tam­ bién cita leyendas griegas y escandinavas que impli­ can la misma idea. Añadiré como ejemplo la más extraordinaria de estas creencias derivadas, la de algunos groenlandeses que, según Crantz, creen que el alma pueda alejarse del cuerpo durante un tiempo considerable, y hasta hay quien pretende que, cuando parten para un largo viaje, dejan su alma en casa, sin que por eso dejen de disfrutar buena salud.


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Así, expresiones que no tienen entre nosotros más que un sentido figurado, han conservado un sentido literal entre los hombres de una civilización inferior. Los australianos del Sur dicen de un individuo sin co­ nocimiento que está sin alma, y nosotros mismos deci­ mos decimos que está inanimado. De la misma ma­ nera, aunque nuestras ideas sobre el estado de una persona debiltada ya no se parecen á las de los salva­ jes, las palabras de que nos servimos para expresar­ las suponen el mismo origen, pues decimos que «ha perdido el espíritu». § 80. Las creencias actuales de que acabamos de dar cuenta, como aquellas de que hemos hablado en los capítulos precedentes, nos llevan más lejos de nuestro objeto. La evolución ha dado á las supersti­ ciones que hoy encontramos caracteres más específicos que los de las ideas primitivas, de donde provienen. Tengo, pues, como ya hice más atrás, que pedir al lec­ tor que prescinda de los detalles de estas interpreta­ ciones, y no se atenga más que á lo que tengan de co­ mún. El hecho que hay que observar es el de que las formas anormales de insensibilidad comprobadas en tales ó cuales momentos, reciben inevitablemente la misma interpretación que la forma normal de insensi­ bilidad comprobada todos los días. Ambas interpreta­ ciones se sostienen mutuamente. El salvaje es testigo de estados de insensibilidad de duración y de intensidad variables. Conoce el sueño ligero, en que el despertar se opera súbitamente des­ de que la cabeza cae sobre el pecho; el sueño ordina­ rio que concluye al cabo do algunos minutos ó dura algunas horas, cuya profundidad varía desde el estado á que se puede poner fin con solo pronunciar el nom­ bre de la persona dormida hasta aquel en que no se


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puede interrumpir sin sacudirle y sin gritarle al oído; la letargía en que el sueño es todavía más largo, el des­ pertar corto é imperfecto; el síncope, ya de algunos segundos, ya de varias horas, de donde parece que en algunas ocasiones se puede sacar al paciente llamán­ dole repetidas veces, pero que en otras permanece obstinadamente sumido en él; la apoplejía, la catalepsia, el éxtasis y otros géneros de pérdida de conoci­ miento, estados que duran mucho tiempo, que se pa­ recen por la persistencia de la insensibilidad, aunque no se parezcan por los relatos que hace el paciente al volver en sí. Por otra parte, estos diversos estados co­ matosos difieren en que á las veces concluyen por un despertar, y á las veces por una inmovilidad que se hace completa y continúa indefinidamente. El otro yo queda entonces tanto tiempo ausente, que el cuerpo se enfría. Pero la experiencia más significativa es la que se adquiere viendo cómo sobrevienen, tras las heridas graves y los golpes violentos, ciertos estados de insen­ sibilidad. El salvaje no ha reconocido antecedente á las demás pérdidas de conciencia; pero para cada una de estas dos últimas, el antecedente aparente es el golpe dirigido por el enemigo. Este golpe produce re­ sultados variables; ya el herido no tarda en volver en sí y no se va al momento, ya volviendo en sí después de una larga ausencia, va bien pronto á abandonar su cuerpo por un tiempo indefinido. En fin, en lugar de estos retornos temporales, seguidos de una ausen­ cia final, acontece á las veces que un golpe violento tiene por efecto, desde el primer instante, la ausencia continua un estado en que ya no se ve el retorno del otro yo.


CAPÍTULO X II

IDEAS DE LA MUERTE Y DE LA RESURRECCIÓN

§ 81. Admitimos sin vacilación que es fácil distin­ guir la vida de la muerte, y no dudamos de que siem­ pre se debió saber, como hoy, que el fin de la vida es la muerte. Sobre estos dos puutos estamos en un error. Nada más cierto que la muerte, y nada hay en oca­ siones más incierto que la realidad de la muerte. Se citan ejemplos numerosos de personas enterradas pre­ maturamente, ó llevadas á enterrar todavía vivas, y hasta se cuenta de algunas que han resucitado con el escalpelo del anatómico. A continuación de este pasaje, que tomo de la Ciclopcedia o f Practical M edicine, de Torbes y Tweedie, se lee un examen de los signos de muerte que se tienen comúnmente por decisivos, segui­ do de la conclusión de que todos ellos son engañosos. Si, pues, con la experiencia acumulada que nos ha le­ gado la civilización, y también con la experiencia de la muerte natural que se adquiere por la observación directa en cada familia, no estamos seguros de que el muerto recupere ó no recupere sus sentidos, ¿qué juicio podemos esperar del hombre primitivo que, falto de todo conocimiento transmitido, le faltan también las numerosas ocasiones que tenemos de ver la muerte na­ tural? En tanto que los hechos no lo han probado, no


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I modo Haber que la tranquilidad persistente que se obsorva es el fin natural del estado de actividad. Su vida errante y depredatriz, le mantiene alejado de la ma­ yor parte de los hechos que demuestran esta verdad. En las circunstancias en que se encuentra, ¿qué ideas se forma el hombre primitivo de la muerte? Vea­ mos el curso de su pensamiento y la conducta que de ella resulta. § 82. Comprueba estados de insensibilidad que v a ­ rían por su duración y por su intensidad. El hombre ve salir de ellos y recuperar sus sentidos en la inmensa mayoría de los casos; todos los días, después del sueño, con frecuencia después de un síncope, algunas veces después de un estado comatoso, algunas veces tam­ bién después de golpes ó heridas, ¿qué va á pensar de esa otra forma de insensibilidad? ¿No será también se­ guida de una reanimación? Lo que permite contar con este resultado y fortificar esta esperanza, es que el hombre da algunas veces la prueba de que la vida vuelve cuando ya no se la esperaba. Un individuo á quien se va á enterrar, ó á quien se va á quemar, vuelve repentinamente en sí. Para el salvaje este he­ cho no quiere decir, como para nosotros, que el pre­ tendido muerto no estaba realmente muerto, sino que es un acontecimiento que apoya su convicción, de que la insensibilidad del muerto es, como todas, temporal. Si en lugar de ser incapaz, fuera capaz de crítica, los hechos concurrían para autorizar la creencia de que, en estos casos, la reanimación no está más que apla­ zada para un tiempo más lejano. Esta confusión, que naturalmente se debe prever, existe, en efecto, como de ello tenemos pruebas direc­ tas. Arbousset y Daunas, citan el proverbio de los bos­ quimanos, «la muerte no es más que un sueño». Bon-


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wick, que nos habla de los tasraanios, dice: «Cuando yo pregunté á Mungo por qué hundía una javalina en la tumba del muerto, me respondió tranquilamente: A íin de que se sirva de ella para combatir cuando des­ pierte.» Los mismos dayaques, raza por otra parte tan superior, experimentan, según Saint-John, una gran dificultad en distinguir el sueño de la muerte. Perceval dice que cuando muere un toda, los suyos alimen­ tan la esperanza de que tendrá lugar la reanimación mientras no haya comenzado la putrefacción. L a idea de un despertar se ve todavía más claramente en el fondo de las razones alegadas para justificar las prác­ ticas de dos tribus, una de ellas del nuevo mundo, la otra del antiguo, en las que se ve la mezcla más com­ pleta de brutalidad y de estupidez. Galton cuenta que entre los damaras, se cose el ca­ dáver en una vieja piel de buey, so le entierra en un agujero, y después los espectadores saltan hacia ade­ lante y hacia atrás sobre la tumba, para impedir al muerto que salga de ella. Southey nos enseña, que en­ tre los tupis liaban los miembros del cadáver, á fin de que el muerto no pudiera salir, y aburrir á sus ami­ gos con sus visitas. Independientemente de las convicciones confesa­ das y de las razones que de ellas se dan, encontramos pruebas abundantes de la verdad de nuestra opinión, en la conducta que resulta de estas convicciones; aque­ llas, por ejemplo, que están atestiguadas por los he­ chos que acabamos de referir. Examinemos los diver­ sos actos provocados por la creencia de que el muerto vuelve á la vida. § 83. En primer lugar, encontramos los esfuerzos que se hacen para reanimar el cadáver, para llamar al otro yo. Los hay muy ardientes, y en ocasiones horri­


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pilantes. Alexandre cuenta, que entre los aruacos, un hombre quehabía perdido á susdos hermanos, cortó ra­ mas espinosas, y se puso á pegar en los cadáveres, gri­ tando ¡ay! ¡ay! como si él sintiera el dolor de la flagela­ ción. Viendo que era imposible reanimar los cuerpos inanimados que golpeaba, les abrió los párpados, y les azotaba los ojos y la cara con sus espinas. También leemos en Sparman, que los hotentotes injurian y mal­ tratan á los moribundos reprochándoles su partida. Tales usos nos llevan á otro muy difundido, que con­ siste en hablar al cadáver. Por de pronto, esto se hace con el propósito de comprometer al doble para que vuelva; pero también se hace con otro fin, con el de ha­ cérsele favorable. Los fidjianos creen que con una pa­ labra de llamada, vuelve algunas veces el otro yo en el momento de la muerte. Se nos dice que los mundis gri­ tan que vuelva al espíritu de los cadáveres que han quemado. Cruickshank dice, que los fantis hablaban al cuerpo en unas ocasiones en tono de reproche porque les abandonaba, otras veces suplicaban á su espíritu que velara sobre ellos y les preservara de todo mal. En sus lamentaciones, los caribes pedían al muerto que les dijera por qué abandonaba el mundo. En Loango, los padres de un difunto le dirigen durante dos ó tres horas preguntas para que diga por qué ha muerto. En la Costa de Oro se interroga al mismo difunto sobre la causa de su muerte; lo dice Becchan y Winterbottom lo confirma. Se le hace también, cuando se depositan alimentos al lado del cadáver, etc. Entre los todas, el sacrificador habla al muerto, nombra la vaca que acaba de inmolar, y dice que se la envía para servirle de compañía. Entre los bechuanas, según Moffat, una vieja que lleva objetos sobre la tumba, dirige al cadá­ ver estas palabras: «Esto es para vos.» Según Hall,


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los inuitas visitan las tarabas, hablan á los muertos, les ofrecen alimentos, pieles, etc., diciendo: He ahí algo para comer y algo para que estéis caliente. Como es de suponer por este último hecho, tal con­ ducta, adoptada al principio con los que acaban de morir, se extiende también á los que han muerto hace algún tiempo. Entre los bagos, según Caillé, después que se ha enterrado al muerto, sus parientes le hablan en la idea de que presta atención á lo que dicen. En ocasiones sucede lo mismo después que se ha quemado el cadáver. Entre los antiguos kubies, los amigos del muerto le hablan y refieren sus bellas cualidades. En fin, los malgaches no se limitan á hablar al muerto en tono apasionado, sino que entran en el lugar de la se­ pultura, y dan cuenta á los muertos que les rodean que viene á juntárseles un pariente que les pide le re­ ciba bien. Pueblos relativamente avanzados, como los de la antigua América, conservan este uso y hasta lo han perfeccionado grandemente. Los mejicanos dan al muerto algunos papeles; en el primero se dice: «Con esto pasaréis sin peligro entre las dos montañas que combaten una contra otra». En el segundo: «Con esto marcharéis sin tropiezo por el camino defendido por la gran serpiente». En el tercero: «Con esto atravesaréis con seguridad el paraje en que se encuentra el coco­ drilo y el ochitonal». Entre los peruanos, los jóvenes caballeros, en el momento de hu iniciación, se dirigían á sus parientes embalsamados, pidiéndoles que hicie­ ran á sus descendientes tan dichosos y tan valientes como ellos mismos lo fueron. En el momento en que hemos reconocido que desde un principio se ha visto en la muerte una especie de vida temporalmente detenida, estos usos no pa­ recen absurdos. En un principio, simples llamamientos 15


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do palabra, eficaces cuando se trata de despertar á un hombre dormido, en ocasiones para reanimar á un in­ dividuo desvanecido, el acto de hablar al muerto toma desarrollo en diversos sentidos y queda en el estado de costumbre cuando ya no se espera el retorno del muerto á la vida. § 84. La creencia de que la muerte es una vida suspendida durante mucho tiempo tiene otro efecto, ya señalado en algunas de las citas que hemos hecho. Me refiero á la costumbre de dar alimentos al cadáver en ciertos casos de alimentarle, y en la mayoría de depositar para su uso bebidas y comestibles. Acontece á las veces en el estado de catalepsia que el paciente, aunque muy insensible, devora todos los pedazos que se le ponen en la boca. Pero existe un uso que, proceda ó no de la experiencia de este hecho, implica la creencia de que la muerte es un estado pa­ recido al de la catalepsia. Earl cuenta que los insula­ res de Alsú, que son papús, intentan en varias ocasio­ nes hacer comer al cadáver durante algunos días des­ pués de la muerte, y cuando ven que no toca lo que se le sirve, le llenan la boca de alimentos, de siri y de arrac, hasta que el líquido se derrama más allá del cuerpo y cubre el suelo. Entre los taitianos, si el muerto es un jefe ilustre, se designa á un sacerdote ó á otra persona para que sirva al cuerpo y lleve ali­ mentos á su boca en diversos momentos del día. El mismo uso existe entre los malayos de Borneo. Cuando un jefe muere, sus esclavos proveen á sus necesidades imaginarias, agitan un abanico sobre él y le dan siri y nuez de betel. Harkness cuenta que los bagadas dejan caer frecuentemente un granito en la boca del muerto en el intervalo que separa la defunción de la icineración del cuerpo.


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Pero con más frecuencia lo que se quiere es sumi­ nistrar al muerto alimentos de que pueda servirse, si de ellos tuviera necesidad. En algunos casos se les ofrece antes de sepultarlos. Así entre los fantis, por ejemplo, se colocan viandas y vino para uso del espí­ ritu del muerto cerca del sitio en que se deposita el cuerpo; entre los karens se depositan alimentos cerca del cadáver para que de ellos se alimente antes y des­ pués de darle sepultura. Los taitianos y loshawaianos, que exponen sus muertos sobre estrados, colocanfrutos y agua cerca de ellos, y los naturales de Nueva Ze­ landa, que también ofrecen provisiones á sus muertos, afirman que durante la noche el espíritu del muerto viene á nutrirse con el contenido de las calabazas sagradas. Herrera nos habla de algunos brasileños que depositan al muerto en la red ó hamaca en que tenía costumbre de dormir, y en los primeros días que siguen á la muerte, le llevaban de comer como si estu­ viera descansando en su lecho. En fin, se encuentra entre los peruanos otro ejemplo de la creencia de que los cuerpos privados de sepultura necesitan refrige­ rantes. Daban un banquete fúnebre esperando, como decían ellos, el alma del muerto que debe de venir á comer y beber. El uso de depositar alimentos sobre ó en la tumba es tan general que sería muy fatigoso que diera de ello todos los ejemplos que conozco; basta citar algu­ nos de ellos. Dice Schoen que en Africa los cherbros tienen la costumbre de llevar arroz y otros comesti­ bles á las tumbas de sus amigos muertos; los loangos que, según P ro y a rt, depositan alimentos sobre la tumba; los negros del interior que, según Alien, colocan manjares y vino sobre las tumbas y , en fin, los san­ guinarios habitantes de Dahomey que, según Burton,


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depositan en la tumba un asen de hierro, sobre el cual ho vierte agua ó sangre para que sirva de bebida al muerto. Encontramos el mismo uso en Asia entre las razas montañesas de la India. Los bihles hacen cocer arroz dejando un poco de ello en el paraje en que se ha enterrado el cuerpo y depositan el resto á la en­ trada de su última habitación, como provisión para el espíritu. En fin, se observan costumbres análogas entre los santales, los kubiesy loskarens. Entre las ra­ zas salvajes de América se pueden citar á los caribes, que colocan el cadáver en una caverna ó sepulcro con agua y comestibles. Pero en las razas civilizadas, hoy extinguidas, es donde estaba más perfeccionado este uso. Los chibchas que encerraban á los muertos en ca­ vernas artificiales, los envolvían en hermosos mantos y disponían su derredor pasteles de maíz y una bebida especial; en fin, según nos dice Tschudi, los peruanos tenían la costumbre de colocar delante de los cadáve­ res dos filas de pucheros llenos de guiana, de maíz, de patatas, de carne de lama desecada, tapados con puche­ ros más pequeños. De ambas partes se colocaban en se­ micírculo los vasos de cocina, etc.... y pucheros llenos de agua y de chicha, tapados con vasos para beber. El mismo uso se encuentra en los países en que está en honor la cremación. Butler nos dice que entre los kukis la viuda coloca arroz y legumbres sobre las ce­ nizas de su marido. Los antiguos indígenas de la Am é­ rica Central tenían una costumbre análoga. «Cuando vamos á quemar un cadáver, decía un indio, cuyas pa­ labras repite Oviedo, metemos un poco de maíz co­ cido en una calabaza que atamos al cadáver, al que después quemamos.» Sin duda nos vemos obligados á suponer que ya no existe en su primitiva forma la idea de que el muerto recupera la vida en los pueblos


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que han adoptado la costumbre de destruir el cuerpo por el fuego; pero, puesto que persisto el uso de pro­ porcionar alimentos á los muertos, tal uso es una prueba de que, en cierta época, los pueblos concebían el retorno á la vida en un sentido literal. Apenas cabe dudarlo cuando vemos que todos los kukis, de los cua­ les unos entierran y otros queman á los muertos, lle­ van á éstos comestibles. § 85. Después de algún tiempo se verifica el retor­ no del otro yo, y ¿cuál es la duración de ese tiempo? Trascurridas algunas horas se han reanimado indivi­ duos atacados de insensibilidad; los muertos se reani­ marán después de semanas y de meses; y entonces ¿necesitarán alimentos? El hombre primitivo no pue­ de decirlo. La respuesta que se da cuando menos se presta á la duda; así que adopta el medio más pruden­ te y renueva las ofrendas de alimentos. He aquí lo que sucede entre los indígenas de la In­ dia. Entre los bodos y los dhimales se renuevan, al cabo de algunos días, los alimentos y las bebidas que se depositan en la tumba y se dirige la palabra á los muertos. Entre los kukis se deposita el cuerpo en un estrado cubierto y se le llevan allí diariamente alimen­ tos y bebidas. Algunas razas de América lleva este hábito mucho más lejos. DiceZball que, al volver por los sitios en donde se encuentra cerca la tumba de un pariente, la visita llevando á ella, como presente, el mejor alimento que poseen. Los dacothas, según Schoolcraft, hacen durante un año visitas al lugar donde está depositado el cadáver, llevando alimentos y haciendo un festín para el muerto á fin de que se nutra su espíritu. Pero en esta, como en otras mate­ rias, han puesto más cuidado las razas extinguidas de América. Molina cuenta que los mejicanos, des-


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puós (le haber enterrado á un muerto, volvían á la tumba durante veinte días y depositaban en ella ali­ mentos y rosas; volvían otra vez después de ochenta días, y así continuaban siempre que terminaba el pe­ riodo de ochenta dias. Cieza nos dice que los perua­ nos de los valles de la costa tenían en otros tiempos la costumbre de abrir las tumbas y de renovar los vestidos y los alimentos que en ellas habían puesto. Mas tarde se continuó este uso cuando se trataba de los cadáveres embalsamados de los incas. Se les lle­ vaba provisiones diciendole: «Guando vivíais teníais la costumbre de comer y beber de esto; que vuestra alma, dondequiera que esté, lo reciba y se nutra con ello.» Se puede colocar este pasaje de Molina al lado del de P. Pizarro que nos dice que se sacaban los cuerpos todos los días y se les colocaba en una calle dispuestos por orden de antigüedad. Cuando la servidumbre se regalaba echaban los alimentos del muerto al fuego y colocaban ante ellos su vaso de chicha; muertos y vi­ vos se vengaban los unos de los otros en este género de banquete. Vemos en este ejemplo que la primitiva práctica de dejar alimentos cerca del cadáver y de renovar las ofrendas, en la duda de cuánto tiempo podía retardar­ se su despertar, se ha desarrollado de manera que ha producido un sistema de observancias muy distintas de los usos primitivos. § 86. Después de esto se pueden citar otras conse­ cuencias de la creencia en la reanimación. Si de cual­ quier modo que sea, el cuerpo está todavía vivo, lo mismo que el cuerpo de un cataléptico, ¿no debe res­ pirar, no necesita calor? A estas preguntas, diversas razas han contestado efectivamente de una manera afirmativa.


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Los guaranís, escribe Southey, «creen que el alma no abandona al cuerpo en la tumba; asi que se mues­ tran preocupados en hacerle un lugar... por quitar una parte de tierra, por miedo de que no pese dema­ siado sobre el cuerpo... y alguna veces le cubrían con un vaso cóncavo para que no se sofocase el alma». Es creencia de los esquimales la de que un peso muy grande sobre el cadáver hace daño al muerto. En fin, Arriaga cuenta que los antiguos peruanos, después de la conquista, tenían la costumbre de desenterrar los cadáveres sepultados en las iglesias, porque, como de­ cían ellos, los cuerpos estaban muy á disgusto apre­ tados por la tierra y preferían permanecer al aire libre. El fuego sirve para dar calor y cocer los alimentos. Así vemos que en algunos casos se procura á los muer­ tos una ú otra de estas ventajas. Morgán cuenta que los iroqueses encendían fuego sobre la tumba del muer­ to durante la noche á fin de que el espíritu pudiera preparar sus alimentos. Según Burton entre los brasi­ leños existe la costumbre de encender lumbre cerca de las tumbas nuevas... para el bien del difunto. Schoen dice que los cherbros(negros de la costa) encien­ den con frecuencia fuego en las noches frías y húme­ das sobre las tumbas de sus amigos difuntos. Los aus­ tralianos ocidentales alimentaban también fuego cer­ ca de las tumbas durante algunos días, y cuando el muerto era un personaje do nota se les encendía por el día durante tres ó cuatro años. § 87. Tal como se la concebía en el principio, no puede tener lugar la resurrección si no queda un cuerpo que resucitar. Sin embargo, aunque se encuentra en el hombre primitivo la creencia en el retorno del otro yo asociada á usos fúnebres, en cuanto á la ma-


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ñora de tratar los cadáveres, deforma que hace impo­ sible el retorno de la vida, la expectativa de la resurección se halla naturalmente acompañada do la idea de que hay necesidad de preservar al cuerpo de toda injuria. Por eso todas las diversas observancias desti­ nadas á asegurar el bienestar del cuerpo inerte en tanto que su doble permanece ausente, y el del cuerpo resu­ citado cuando el doble ha vuelto, se encuentran asocia­ das á otras que impiden la destrucción del cuerpo. Nótanse por de pronto diversos hechos que atesti­ guan la creencia de que, si se destruye el cuerpo, no puede haber retorno á la vida, es decir, que el indivi­ duo queda anonadado. Bruce nos cuenta que era muy raro que los abisinios enterrasen á los criminales; sabemos por Simón que los chibchas dejaban sin se­ pultar en medio del campo los cuerpos de los grandes criminales, y, en fin, podemos recordar los cuidados que ordinariamente tomamos con nuestros cadáveres en la idea confesada de que resucitarán. De tales usos se puede concluir la creencia de que, cuando se des­ truye el cuerpo, hay un impedimento para el retorno á la vida. En otra parte hallaremos su expresión. Los naturales de Nueva Zelanda pretenden que han des­ truido por completo á un hombre cuando se lo han comido. Según Chapman los damaras creen que los muertos, si están enterrados, no pueden permanecer en la tumba..., «hay, como dicen ellos, que sacarlos para que los devoren los lobos, á fin de que no vengan á atormentarnos.» Según Bastián las negras matiambas creen que echando al agua los cuerpos de sus maridos ahogan su alma y con ello evitan el que vengan á ator­ mentarlas. Quizá en virtud de una creencia semejante los kamtschadales dan los cadáveres á sus perros para que los coman.


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Cuando el objeto propuesto no es el anonadamiento del muerto, sino que, por el contrario, se quiere ase­ gurar su bienestar, se cuida de tener el cuerpo al abri­ go de toda injuria. Esta atención sugiere medios que difieren según las ideas sobre la existencia del muerto. En algunos casos se procura la seguridad guardan­ do el secreto sobre el lugar de la sepultura ó hacién­ dola inaccesible. Los chibchas plantaban árboles en ciertos sepulcros para ocultarlos. Después de algún tiempo los sacerdotes depositaban secretamente los restos de los jefes neozelandeses en sepulcros situados en colinas, bosques ó cavernas. Asegura Saint-John que los maruts de Borneo, colocan los huesos de sus jefes en cofres sobre las cimas de las colinas más altas. En fin, Ellis dice que para impedir que se robaran las osamentas, los taitianos las llevaban á las ci­ mas de las montañas más inaccesibles. Entre los cafres se arrojan los cuerpos de las gentes del común para que los lobos los devoren, pero se entierran los de los jefes en los parques de sus ganados, y, en fin, Livingstone nos dice que se entierra á los jefes bechuanas en su parque de ganados y que se lleva á todas las cabe­ zas de éste para que anden por una ó dos horas en de­ rredor y por cima do la tumba, con el objeto de que se borre el sitio donde se halla. Aún es más extraña la precaución que se tomaba con el jefe de Bogotá. En previsión de la muerto del cacique, sirvientes especia­ les que guardaban absoluto secreto sobre su misión, preparaban su última morada en un lugar muy segu­ ro. Desviaban, dice Simón, el curso de un río y cava­ ban la fosa en su lecho. Inmediatamente que el caci­ que estaba enterrado, volvían el río á su primitivo curso. Si en algunos casos domina el deseo de ocultar un


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cuerpo y lo que le pertenece de la vista de los enemigos, animales ú hombres, en otros es el deseo de protegerle contra los males que le amenazarían. Ya hemos notado los medios que á veces se emplean para hacerle fácil la respiración, que creen que continúa; probablemente, en ñn, la idea de alcanzar un fin análogo es la que ha dado margen al uso seguido por algunas razas de le ­ vantar los cuerpos á cierta altura por cima del suelo. Hay pueblos polinesios que colocan los cadáveres en un estrado. En Australia y en las islas Andaman se coloca algunas veces á los cuerpos en un entarimado. Entre los zulús unos los queman, otros los entierran y otros los exponen sobre los árboles y, en fin, los dayaques y kayanes tienen usos parecidos. Pero en Amé­ rica, donde, como hemos visto, los naturales denun­ cian por otros usos su deseo de poner los cadáveres al abrigo de toda presión, es donde se encuentra más co­ múnmente el de exponerlos en los terrados, método que, según Burtón, adoptan los dacotahs. Morgan dice que tal era en otro tiempo la costumbre de los iroqueses. Cathin, dice que los mandanes tienen estrados sobre los cuales viven, como ellos dicen, sus muertos, y observan que, por este medio, los ponen al abrigo de los lobos y de los perros; en fin, Schoolcraft afirma lo mismo de los chipeuayos. Entre las tribus de la Am é­ rica del Sur se buscaba el mismo resultado, y para ello se utilizaban como lugares de sepultura las hendeduras de rocas y cavernas. Eso es lo que hacían los caribes: Humboldt dice que los indios de la Guyana entierran sus muertos, pero sólo cuando no tienen cavidades en sus rocas. Los chibchas enterraban los suyos en unas especies de bóvedas ó cavernas hechas para este uso. En fin, todas las diversas maneras de tratar el cadáver adoptadas por los antiguos peruanos, aseguraban dos


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fines: el de la protección y el do la supresión do todos los inconvenientes que se temían para el cuerpo. Cuan­ do no tenían hendeduras naturales en la roca, practi­ caban grandes agujeros y excavaciones, que cerraban con puertas, ó bien guardaban los cadáveres embalsa­ mados en los templos. Dejemos al Nuevo Mundo, donde la idea primitiva de la muerte como una vida largo tiempo suspendida, parece haber sido muy poderosa en todas partes; en­ contramos en otra parte que no se cree tanto que los muertos sean sensibles á la presión ó á la falta de aire, limitándose á reconocer la necesidad de impedir que los destruyan los animales ó que les causen daño los demonios ó los hombres. Tal es el motivo aparente, en algunas ocasiones declarado, del uso de cubrir los ca­ dáveres. En ocasiones no basta la tierra, y so le añade otro método de protección. Park dice que los mandingas depositan en la tumba matorrales espinosos para impe­ dir á los lobos qne desentierren el cadáver. Los yolofes, tribus de la costa, han recurrido al mismo artifi­ cio. En otros casos se les cubre de piedras. De este medio se valen los árabes para alejar á las fieras, en­ contrando muy generalmente en su país piedras y tierra, ó solo piedras, que, evidentemente, tienen un efecto más seguro. Crantz cuenta que los esquimales protegen á sus cadáveres con piedras posadas. Los bodos y los dhimales apilan piedras sobre la tumba para impedir que los chacales vayan á escarbar­ la, etc. En el país de los damaras la tumba de un jefe está formada con un gran montón de piedras rodeado de malezas espinosas. Véase una consecuencia nota­ ble de este uso. Los parientes del muerto, por afecto real ó supuesto, y otros por temor de lo que pudiera hacer cuando su doble haya vuelto, se unen para


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aumentar la masa que le protege. Park cuenta que entre los negros del interior se encuentran en algunos parajes grandes montones de piedras sobre las turabas porque los parientes, cuando pasan por allí, no dejan de añadir piedras al montón; en fin, Urrutia dice que en algunos pueblos de la América Central existe toda­ vía la costumbre de arrojar un puñado de tierra ó una piedra en la tumba de los muertos de calidad como un tributo que se paga á su memoria. Evidentemente se va más lejos en la medida del amor, del respeto ó del temor al muerto. Por consecuencia, el aumento del montón formado para proteger al cadáver acarrea otro aumento motivado por el poder y la riqueza del muerto. Así, Jiménez dice que los naturales de la Am é­ rica Central elevaban montones de tierra, á los que da­ ban una altura proporcional á la fortuna del muerto. Cieza dice que los chibchas amontonaban tales masas de tierra para hacer sus tumbas que se asemejaban á pequeñas colinas. En fin, Acosta que nos habla de otros túmulos fúnebres de las mismas regiones, dice que «están levantados mientras dura el duelo», y añade que prolongándose éste mientras se da de beber, las dimensiones del túmulo son una señal de la fortuna del muerto. Ulloa hace una observación análoga á propósito de los monumentos peruanos. Así, comenzando por el pequeño túmulo que resulta necesariamente de la tierra desalojada por el cuerpo enterrado, para llegar á la larga á construcciones tan gigantescas como las pirámides de Egipto, todas las series de monumentos fúnebres sacan su origen del deseo de preservar al cadáver de las mutilaciones que le impedirían resucitar. § 88. Hay que mencionar otro grupo de costum­ bres que tienen el mismo fin. Me refiero al empleo de


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métodos destinados á detener la descomposición del cadáver. A l lado de la creencia según la cual se impi­ de la resurrección si al retornar el otro yo, encuentra un cuerpo mutilado ó no lo encuentra, existo la creencia según la cual hay que detener la putrefacción para asegurar la resurrección. Naturalmente, so concluye que si la destrucción del cadáver por los animales im­ pide el retorno á la vida, también lo impide su descom­ posición. Es probable que si esta idea no deja ninguna huella en los hombres muy inferiores, es porque no han descubierto ningún método para detener la descompo­ sición. Pero hay pruebas de que en las razas más ade­ lantadas nace esta idea y llega á convertirse en un motivo de acción. De que ha sido motivo de obrar, tenemos el testi­ monio de Herrera, que nos dice que en algunas par­ tes de Méjico creían que los muertos habían de resu­ citar, y cuando estaban secos los huesos de los muer­ tos, se les ponía en una cesta que se suspendía de una gruesa rama de árbol para que no tuviesen que andarlos buscando en el momento de la resurrección. De la misma manera los peruanos, que explicaban las observancias de su país á Garcilaso, decían: «A fin, pues, de no tener que buscar nuestros pelos y nues­ tras ufias en un momento en que habrá mucha precipitación y confusión, los ponemos en un sitio, á fin de poderlos reunir con más comodidad, y siem­ pre que nos es posible procuramos escupir en el mismo lugar.» Con estas indicaciones por guía, no podemos dudar del sentido que hay que atribuir á los esfuerzos que se hacen para impedir la descomposición. Sabiendo que en Africa los loangos ahúman sus cadáveres y que en América algunos chibchas secan los cuerpos de


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flus muertos en barbacoas á fuego lento, debemos con­ cluir que, con esto, se proponen conservar las car­ nes en estado de integridad hasta el momento de la resurrección. Entre los mismos chibchas, como tam­ bién en algunas partes de Méjico y entre los perua­ nos, se embalsamaban los cuerpos de los reyes y de los caciques. Debemos, pues, concluir que el embalsa­ mamiento se ha adoptado únicamente como medio efi­ caz de llegar al mismo fin, sobre todo cuando vemos que se preocupaban tanto más de conservar el cuerpo cuanto el rango del muerto era más elevado. Tene­ mos de ello la prueba en la observación hecha por Acosta, de que el cuerpo del inca Yupanqui estaba tan completo y bien conservado por medio de una es­ pecie de betún, que parecía vivo. No necesitamos aducir hechos que prueben que ideas análogas suge­ rían á los egipcios usos análogos. § 89. Debemos señalar aquí otros ritos funera­ rios que implican indirectamente la creencia en la re­ surrección. Debemos hacerlo, aunque no sea más que porque constituyen el punto de partida de costumbres que tendremos que explicar más tarde. Me refiero á las mutilaciones y otros usos que son con tanta fre­ cuencia signos de duelo. Leemos en la U iada que en los funerales de Patroclo, los mirmidones cubrían el cuerpo del héroe con sus cabelleras que cortaban y arrojaban sobre él; que además Aquiles colocó su propia cabellera entre las manos del cadáver, y que realizó este acto consagrán­ dose él mismo á la venganza de Patroclo, prometién­ dole ir en seguida á reunirse con él. En este caso, la cabellera figura como una prenda: una parte del cuer­ po sirve de símbolo á la donación de todo el cuerpo. Este acto, testimonio de afecto ó medio de propicia­


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ción, ó una y otra cosa á la vez, se encuentra en la mayor parte de las razas no civilizadas. Para indicar mejor la significación de este rito, co­ menzaré por el testimonio de Bonwick, que dice que las mujeres tasmanias se cortaban los cabellos como signos de dolor y los arrojaban en la tumba. Añada­ mos que Winterbottom cuenta que entre los susús se veía una tumba de una mujer, sobre la cual se halla­ ba depositada la cabellera de su hija mayor. Cuando no sabemos qué vienen á ser los cabellos, no por eso dejamos de saber que se cortan. Entre los negros de la costa, las viudas de un hombre muerto se rasuran la cabeza; entre los damaras se hace á las veces lo mismo á la muerte de un amigo á quien se le conside­ raba mucho; lo mismo sucede entre los mpongwes, los cafres y los hotentotes; en las islas hay la costumbre de cortarse ó de arrancarse los cabellos. Los tongas se rasuran la cabeza. En algunas circunstancias los naturales de Nueva Zelanda se cortan la mitad de los cabellos. Entre los tannayos, los cabellos cor tos son sig­ no de duelo. A la muerte de la reina de Madagascar, casi todo el mundo, á excepción próximamente de ochen­ ta oficiales del rango más elevado, tiene que cortar­ se el cabello. En América sucedía lo mismo. La viuda de un groenlandés sacrifica sus trenzas. Los parientes más cercanos de un chinuco muerto se cortan sus ca­ belleras. En fin, hacen lo mismo los comanches, los dacotahs, los mandanes y los tupís. Diversos hechos atestiguan que este rito es un símbolo de subordina­ ción y un medio d e .conciliarse el favor del muerto cuando vuelva á la vida. Así Shortt escribe que, cuan­ do alguien muere, todos se cortan los cabellos; pero gólo los jóvenes atestiguan de esta manera su respeto á los ancianos. Burckhardt dice que entre los árabes,


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ú la muerto de un padre, sus hijos, en prueba de do­ lor, so cortan sus trenzas. Los pueblos de la Amé­ rica del Sur atestiguan con tal acto su subordinación política y doméstica. Por Dobrizhoffer sabemos que, entre las abipones, á la muerte de un cacique, todos los hombres sometidos á su autoridad, se rasuran su larga cabellera en prueba de dolor. Otro tanto acon­ tecía entre los peruanos. Dice Cieza que ios indios de Llacta-Cunya prorrumpían en grandes lamentos sobre sus muertos y que cortaban los cabellos á las muje­ res que no mataban. Esto quiere decir que las esposas que no se entregaban por completo para seguir al muerto, daban cuando menos su cabellera. El mismo sentido tienen otros usos que consisten en verter su propia sangre y en mutilarse. En los funera­ les, los tasmanios se desgarraban el cuerpo con con­ chas y piedras cortantes. Los australianos se hacen heridas, y Cook cuenta lo mismo de los taitianos y neo­ zelandeses. Mariner atribuye la misma costumbre á los tongas; sabemos que entre los groenlandeses, en al­ gunas ocasiones se dan de cuchilladas en el cuerpo, y que los chinucos se desfiguran. Schoolcraft asegura que las viudas de los comanches se dan de cuchilladas en los brazos, en las piernas y en el cuerpo hasta que que­ dan extenuadas por la pérdida de sangre, y frecuente­ mente se dan la muerte. En fin, dice Burton que los dacotahs se dan frecuentemente de cuchilladas y se cortan uno ó varios dedos. En este último ejemplo te­ nemos delante la prueba de que, no solamente la san­ gre, sino á las veces una parte del cuerpo se sacrifica para dar un profundo testimonio de respeto ú obedien­ cia. Así es que, como dice Cook, en las islas Tonga, á Ja muerte de un gran sacerdote, se cortan la primera falange del dedo pulgar, y sabemos por Ellis que, á la


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muerte de un rey ó de un jefe de las islas Sandwich, sus súbditos se sometían á algunas mutilaciones; se tatuaban una parte de la lengua, se cortaban las ore­ jas ó se arrancaban uno de los dientes. Sabemos que se ofrece sangre y parte del cuerpo como sacrificio re­ ligioso. Se nos dice que el pueblo de Dahomey riega con sangre humana la tumba de sus antiguos reyes para obtener la asistencia de sus espíritus en la gue­ rra. Vemos que los mejicanos daban á beber sangre á sus ídolos, que se sangraban diariamente algunos sacerdotes, y que hasta se llegaba á sangrar ó los niñitos varones. Se nos cuenta que el mismo uso existía Yucatán, en Guatemala y en San Salvador, y que, semejantemente, las poblaciones de la costa del Perú ofrecían sangre á los ídolos y en los sepulcros. Hechos tales no nos permiten dudar que los ritos fúnebres no hayan estado destinados primitivamente á ganar el fa­ vor del muerto. El sacrificio de la sangro es uno de los resultados indirectos de la creencia en una próxima resurrección cuando se le encuentra asociada al cani­ balismo, ya se halle todavía en vigor, ya lo haya es­ tado en otro tiempo. Añadamos que tenemos un hecho en que se afirma con precisión esta significación. Turner dice que hay entre los samoanos una ceremonia que se practica con motivo de una defunción, que consisto en pegarse en la cabeza con piedras hasta que corra sangre, acto que se llama ofrecer sangro al muerto. § 90. Todas estas tan variadas observancias supo­ nen, pues, la convicción de que la muerte es una vida suspendida durante mucho tiempo. Los esfuerzos inten­ tados por volver el cadáver á la vida con malos tra­ tamientos, los llamamientos que se dirigen al muerto pronunciando su nombre, vituperándole ó haciéndole 16


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preguntas, los ensayos para nutrirle, la comida y la bebida que se le lleva, las medidas que se adoptan para impedir que le incomode el peso, y que su respi­ ración sea molesta, el fuego que se enciende para co­ cer sus alimentos ó para librarle del frío y, en fin, los cuidados que se toman para impedir que le hagan mal las fieras ó que se descomponga su cadáver, y hasta los mismos males que los supervivientes se infligen como prueba de subordinación, todos esos usos concurren para demostrar la existencia de esa creencia. En fin, encontramos de ella confesiones explícitas. Así, según Bastián, en Africa los ambabas piensan que un hombre permanece tres días en estado de muer­ to, pero que algunos muertos son arrebatados por el fetique á los bosques, y permanecen muertos durante años: en ambos casos vuelven á la vida. A l hablar Lander de un hombre muerto algunos días antes entre los negros del interior, dice que se hizo una declara­ ción pública, en la que se manifestaba que su dios titu­ lar lo había resucitado. Un jefe zambesi creía que Livingstone era un italiano llamado Siriatomba, resu­ citado de la muerte. Volviendo á la Polinesia, nos en­ contramos entre las creencias incompatibles de los fidgianos con una tradición que sirve de tránsito entre la idea primitiva de la renovación de la vida ordinaria y la idea de otra vida que transcurre en otra parte. Piensan que la muerte se ha hecho universal porque los hijos del primer hombre no obedecieron la orden de uno de sus dioses que les mandaba desterrarla. Decía el dios que si lo hubieran hecho, todos los hombres vol­ verían á la vida después de algunos días de sepultura. En el Perú, donde se tomaban tantos cuidados por los cadáveres, era artículo de fe la resurrección. Dice Garcilaso que los incas creían en una resurrección univer­


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sal, no para la gloria y el castigo, sino simplemente un retorno á la vida terrestre. Señalemos los testimonios que nos ofrece el pasado de las razas superiores en favor de esta creencia; por ejemplo, el hecho de que se suponga en la ley musul­ mana que no eatán muertos los profetas, los mártires y los santos, y que continúen pertenecióndoles los ob­ jetos que fueron de su propiedad, y el hecho de que también en la Europa cristiana se haya esperado el retorno de algunos hombres ilustres, desde Cario Magno hasta Napoleón. Señalemos, para concluir, la forma en que todavía existe esta creencia. Es menor de lo que suponemos la distancia que la separa de la forma pri­ mitiva. No sólo quiero decir que el pasaje «por un solo hombre ha entrado el pecado en el mundo y con el pe­ cado la muerte» hace afirmar, por la creencia reinan­ te, que la muerte no es un acontecimiento natural tan claramente como lo hacen las creencias de los salva­ jes que derivan la muerte de una diferencia de opinión entre los dioses ó del poco caso que el hombre ha he­ cho de sus órdenes; no me limito tampoco á aludir á la afirmación categórica déla resurrección de los cuer­ pos que se encuentra en el libro oficial de oraciones do la iglesia anglicana y á las descripciones detalladas que se encuentran en poemas más recientes, sino que me fijo en hechos que demuestran que, aun hoy mismo, muchas gentes tienen esta creencia tan resueltamente confesada como hace poco lo ha hecho un eclesiástico eminente. El 5 de Julio do 1874, el obispo de Lincoln predicaba contra la cremación, á la que acusaba de tender á arruinar la fe de los hombres en la resurrec­ ción de los cuerpos. No solamente el Dr. Wordsworth sostiene, con el hombre primitivo, que resucitará el cuerpo de todas las personas enterradas, sino que va


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mAh Iojos, llegando á sostener, con el hombre primi­ tivo, que la destrucción del cuerpo constituirá un im­ pedimento para la resurrección (1). Veamos, para concluir, las modificaciones, gracias á las cuales la creencia civilizada en la resurección, difiere en parte de la creencia salvaje. En realidad no se la abandona; lo que únicamente se hace es aplazar el acontecimiento que se predice. El sobrenaturalismo, desacreditado poco á poco por la ciencia, trans­ porta sus acontecimientos sobrenaturales á distancias más lejanas en el tiempo y en el espacio. Así como los partidarios de la creaciones especiales suponen que acontecen, no en los lugares en que estamos, sino en partes del mundo situadas lejos de nosotros, los parti­ darios de los milagros, que ya no creen que se hagan hoy, admiten que se verificaron bajo un régimen de providencia que ya no existe. Asimismo, los que no esperan el retorno de los cuerpos á la vida en plazo corto, lo esperan, sin embargo, después de un tiempo de duración indefinida. La idea de muerte se diferen­ cia cada vez más de la idea de insensibilidad tempo­ ral. A l principio se esperaba la reanimación al cabo de algunas horas, de algunos días ó de algunos años; poco á poco, á medida que ha ido formándose idea más exacta de la muerte, ya no se espera la reanimación más que al fin de todas las cosas. (1) Colocado en las mismas circunstancias, sin duda el obispo hubiera obrado como el inca Atahualpa, que se hizo cristiano para que lo ahorcaran en vez de quemarlo, porque, como decía á sus mujeres y á los indios, si no quemaban su cuerpo él sería resucitado por el Sol, su padre.


CAPITULO X III

IDEAS DE ALMAS, DE APARECIDOS, DE E SPÍR ITU S, DE DEMONIOS, ETC.

§ 91. El viajero Park cuenta el encuentro súbito que tuvo con dos negros á caballo que huyeron despa­ voridos al galope, y, aüade que «una milla más allá hácia el Oeste vieron á los de mi séquito, á los que hi­ cieron un relato espeluznante. En su espanto me ha­ bían visto revestido con la túnica flotante de los espí­ ritus terribles, y uno de ellos afirmó que, cuando yo le hube aparecido, se sintió envuelto en una ráfaga de viento frío que venía del cielo, que le había causado la impresión de un jarro de agua helada.» Cito este pasaje para recordar al lector la fuerza con que el miedo, unido á una creencia preestablecida, produce ilusiones que vienen en apoyo de tal creencia, y para mostrar, por consiguiente, cuán propenso es el hombre primitivo á descubrir la prueba de las apari­ ciones de los muertos. Otro hecho, antes de ir más lejos. Conozco á un eclesiástico que acepta sin reservas la evolución natu­ ral de las especies; pero que, á pesar de ello, profesa la idea de que «Dios ha formado al hombre del polvo de la tierra y que le ha soplado en la nariz un aliento de


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vida», creencias incompatibles que hacen juego con la do los católicos que ven, tocan y gustan un poco de masa de harina, que no ha sufrido ningún cambio, y que, sin embargo, sostienen que es carne. Cito estos ejemplos de adhesión á nociones irrecon­ ciliables por parte de personas cultas que pertenecen á sociedades civilizadas, porque hacen comprender cómo los hombres primitivos, ignorantes y de una in­ teligencia poco desarrollada, pueden tener nociones que mutuamente se arruinan. Parece difícil atribuir­ les la creencia de que, por enterrados que estén los muertos, aparecen bajo todas las formas sensibles. Cuando afirman que el doble se va dejando al cuerpo tras de sí, parece ilógico agregar á esto la suposición de que el doble tiene necesidad de los alimentos y be­ bidas que ellos le llevan, así como también de vestidos y de fuego. En efecto, si conciben este doble bajo una forma aérea ó etérea, ¿cómo pueden suponer que con­ suma alimentos sólidos, como muchos de ellos creen entendido literalmente? Y si le creen material, ¿cómo pueden concebir que exista al mismo tiempo que el cuerpo y que abandone la tumba sin trastornar nada de lo que lo recubre? / Pero recordemos hasta dónde puede llegar la cre­ dulidad y la falta de lógica, aun en los hombres ins­ truidos de las razas adelantadas, y, digamos, para con­ cluir, que, por imposible que parezca, muy bien pudo el hombre primitivo tener las ideas que tenía sobre el otro yo. § 92. Debo comenzar por la noción de los austra­ lianos, porque es la típica. Se la ha citado con fre­ cuencia y se expresa con precisión en la forma que le ha dado un criminal después de su condena. Decía que iba de un salto á convertirse en blanco, y que, enton­


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ces, tendría todas las monedas que quisiera de seis pe­ niques. Se ha hablado mucho de lo que sucedió á sir Jorge Grey, al que una mujer australiana acarició por­ que le creía su hijo muerto que había vuelto á la vida. Es igualmente significativo el hecho referente á la se­ ñora Thomson, á la que se le miraba como el otro yo de una persona difunta perteneciente á la tribu, y los australianos con quienes vivía, decían de ella: «No es una gran cosa, no es nada; no es más que un apareci­ do.» Bonwick cuenta que á un gastador que tenía un brazo enfermo, en quién se creyó reconocer á un natu­ ral muerto hacía poco de la misma enfermedad, se le saludó con estas palabras: «¡Oh mi querido Balluddie, te has converido en blanco!» Después de citar otros ejemplo, Bonwick da la explicación de Davis de esta creencia australiana; la de que los negros á quienes se desuella antes de comerlos parecen blancos, y, por consiguiente, se toma á los blancos como aparecidos délos negros. Pero, en otra parte, encontramos la misma creencia sin la misma explicación. Dice Turner que los insulares de la Nueva Oaledonía creen que los blancos son los espíritus de los muertos y que acarrean enfermedades. Otro ejemplo: en la isla Darnley, en las islas del Príncipe de Gales y en el Cabo de York, la palabra de que se sirven para designar á los blan­ cos significa también espíritu. Por Burton sabemos que los krumanes llaman á los europeos la tribu de los aparecidos; una nación del antiguo Calabar hom­ bres espíritus, los mpongwes del Gabón aparecidos. Todos estos hechos no permiten dudar que en un principio se concibió el doble como no menos material que su original. En otros pueblos lo prueban con tan­ ta claridad, pero de otra manera, otros hechos: así el karen dice que el la (el espíritu), aparece algunas


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después de la muerte y que no so lo puede dis­ tinguir de la persona misma. Los araucanos creían que el alma separada del cuerpo desempeña en otra vida las mismas funciones que desempeñaba en ésta, sin otra diferencia que la de no experimentar fatiga ni saciedad. Dice Piedrahita que los habitantes de Quimbaya reconocían que algo inmortal existe en el hombre, pero no distinguían el cuerpo del alma. En fin, Herrera afirma lo mismo. Los antiguos peruanos decían expresamente que las almas saldrán de la tum­ ba con todo lo que pertenece á sus cuerpos. Según Acosta, añadían á ésta la creencia de que las almas de los muertos andaban errantes y que padecían ham­ bre, sed, frío y cansancio. Esta creencia no sólo se expresa en palabras, sino que inspira actos. El uso que se conserva entre algu­ nos habitantes del Perú de derramar harina de maíz ó de quina alrededor de la habitación para v e r , como ellos dicen, por las huellas si los muertos han andado errantes por los alrededores, encuentra otros análogos en otras partes. Los mismos judíos se servían de las ce­ nizas tamizadas para descubrir las huellas de los demo­ nios, y algunos, si no todos, consideran á los demonios como los espíritus de los malos que están difuntos. P re­ ciso es que idea semejante exista en los negros de que habla Bastián, que ponen espinas en los senderos que conducen á sus aldeas para alejar de ellas á los demo­ nios. En otras partes las pretendidas demandas de pro­ visiones para los muertos suponen la misma creencia. , «Dadnos de comer, que comamos y partiremos», dicen los espíritus amazulús que se dan por enemigos de los espíritus de otro paraje donde van á combatir. En­ tre los indios de la América del Norte se supone que los espíritus fuman, y en las islas Fidji se dice de los vocoh


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dioses que comen las almas do los que los hombres destruyen, comenzando por asarlas. También creen los mismos salvajes que los hombres matan las almas, es decir, que el segundo yo tiene que combatir como el primero. Los amazulús creen que el amatonga, ó el muerto, puede morir de nuevo... Poseemos relatos que aluden á su muerte en el campo de batalla ó que los muestran arrebatados por el río. En fin; los antiguos indos, los tártaros y los europeos de otros tiempos participaban de la creencia en la materialidad del doble. § 93. No se puede ver con claridad la transición de esta concepción original, la más grosera de todas, á concepciones menos groseras que se producen más tarde; pero encontramos signos de una modificación progresiva. Las ideas de los taitianos, que Ellis llama vagas é indefinidas, implican la creencia en una semiinmaterialidad del alma. En efecto; al mismo tiempo que creen que la mayoría de los espíritus muertos son co­ midos por los dioses, no á la vez, sino poco á poco, lo que supone que estos espíritus están formados de par­ tes separables, dicen que los otros no son comidos y aparecen algunas veces en sueños á los supervivientes. Probablemente, á causa de estas apariciones, se ha concluido que no habían sido comidos. Por otra parte, la creencia que atribuye á los aparecidos órganos de los sentidos por dondo tienen percepciones ordinarias, supone la materialidad parcial, si no completa del alma. Los yacutas dejan señales para mostrar á los espíri­ tus el paraje en que han depositado sus ofrendas, y, según Orozco y Berra, los indios del Yucatán sostienen que el alma del muerto vuelve al mundo, y, para que, al salir de la tumba, no pierda el camino que conduce


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al hogar doméstico, hacen señales en el camino que conduce de la choza á la tumba. La materialidad, im­ plícita en la facultad física de ver, es un atributo del alma según el pueblo de Nicobar, que piensa que se lle­ ga realmente á impedir á los espíritus malignos (los de los muertos) que tomen su morada en la aldea por medio de una pantalla hecha de un trozo de tela que oculta á sus funestas miradas el paraje en que están situadas las casas. Parece ser que la idea que los griegos se formaban de los aparecidos es algo análoga áésta. «Sólo, dice Thirlvall, después de que su fuerza ha sido rehecha por la sangre de una víctima inmolada, que recobren la ra­ zón y la memoria por un tiempo, es cuando pueden reconocer á sus amigos vivos y experimentar algún interés por los que han dejado sobre la tierra». Dos he­ chos dan motivo á pensar que los habitantes del Ades tienen algo de material, y es que se reúnen para beber la sangre de los sacrificios, y que Ulises los hizo retro­ ceder amenazándoles con la espada. No es esto todo: en el reino de los muertos el héroe contempla á Tityo, cuyo hígado desgarran los cuervos, habla de Agamenón, cuya alma derrama lágrimas amargas, y cuenta que la sombra de Sísifo sudaba con los esfuerzos que hacía para subir la roca que se le volvía á caer. Puedo remi­ tir al lector á un paraje de la Riada que muestra de una manera completamente clara cómo se ha modificado la noción primitiva. A l despertar había vuelto á ver en sueños á Patroclo, al que había procurado en vano abrazar. Aquiles exclama «¡a y !, en las moradas del Adés hay un espíritu, una imagen, pero no hay cuer­ po». Sin embargo, la sombra de Patroclo habla y se la­ menta; luego posee la materialidad que suponen estos actos. Asi, en el espíritu de la edad homérica, los sue-


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fios, al continuar suministrando pruebas do una existen­ cia ulterior, suministran hechos que, introducidos en el razonamiento, determinaban un cambio en la idea del otro yo; se llegaba á negar la materialidad completa. No fueron, al parecer, muy diferentes las concepcio­ nes reinantes entre los hebreos. Vemos en ellas, ya la materialidad, ya la inmaterialidad, ya una cosa inter­ media entre ambas. Se representa al Cristo resucitado con heridas, cuya existencia material se podía com­ probar, y, sin embargo, se nos dice que pasaba sin obs­ táculo á través de las puertas cerradas y de las mu­ rallas. Los seres sobrenaturales de los hebreos, buenos ó malos, resucitados ó no, se presentan con los mis­ mos atributos. Ya son ángeles que almuerzan con Abraham ó hacen que Lot vuelva á su casa. Tienen una corporeidad completa. Ya se habla de enjambres de ángeles y de demonios que recorren los aires invi­ sibles y , por consiguiente, incorporales. En otra parte se dice que tienen alas, lo que supone que se mueven por un medio mecánico; se les representa frotándose contra los vestidos de los rabinos en la Sinagoga hasta el punto de gastarlos. Evidentemente los relatos de aparecidos, en los cuales se creía universalmente entre nosotros en otro tiempo, suponen la misma idea. Para abrir puertas, sacudir cadenas y hacer otros ruidos hay que poseer una substancia bastante densa. Se veían forzados á admitirlo, pero no se confesaba. Se encontrarán muchos ejemplos de la creencia en una semimaterialidad en el primer volumen de la obra de Mr. Tylor, titulada Civilización P rim itiva , á la que remito al lector. § 94. Como ya hemos presentido, mezcladas con estas ideas de dobles semimateriales é ilógicamente


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asociadas con ellas, encontramos las ideas de dobles de forma aérea ó sombras. La diferencia que existe entre un moribundo y un hombre que acaba do morir ha dado lugar necesariamente á una idea del difunto que expresa esta diferencia: toda diferencia marcada engendra una concepción correlativa. El corazón deja de latir: ¿es el corazón el otro yo que se va? Hay razas que así lo creen, como se ve en las respuestas á las preguntas que Bobadilla hizo á los indios de Nicaragua. Los que están arriba, preguntó á uno de ellos, ¿viven como aquí abajo, con el mismo cuerpo, la misma cabeza y todo lo demás? A lo que se le contestó: sólo se va el corazón. Nuevas preguntas pusieron de manifiesto una idea confusa de la existen­ cia de dos corazones, y la creencia de que el corazón que se va es el que hace vivir. Entre los chancas del viejo Perú, se llamaba, según dice Cieza, al alma sonncón, palabra que quiere decir corazón. El acto de cesar la respiración, es más aparente que la paraliza­ ción del corazón; así es que constituye la causa de la creencia mucho más extendida que identifica al otro yo que se ha retirado con la respiración que ha ce­ sado. Los mismos americanos del centro admitían esta identificación, al propio tiempo que la precedente. Cuando se va á morir, respondía un indio á una de las preguntas de Bobadilla, algo semejante á una persona llamado yulio, sale de la boca y va al paraje en que moran este hombre y esta mujer; permanece allí como una persona, y no muere y el cuerpo queda aquí. Es muy sabido, para que haya necesidad de dar de ello pruebas, que razas superiores han admitido la misma idea. No mencionaré más que una: la representación gráfica de esta idea en las obras de otros tiempos de la Iglesia, adornadas de estampas, por ejemplo, en el


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Mortilogus, etc., del prior Conrado Roitter, publicada en 1508, que contiene bosques, que representa hom­ bres moribundos, de cuya boca se escapan imagencitas de ellos mismos, las cuales son recibidas, unas por un ángel y otras por un diablo. Hay también muchos ejemplos de la identificación del alma con la sombra. He aquí uno de ellos: según Crantz, los groenlandeses, creen en dos almas, es á saber, la sombra y el soplo. Bastará citar, en apoyo de los hechos suministrados por la antigüedad, el ejemplo modernísimo sacado de los amazulús, que debemos á Calloway, que, como mi­ sionero, ve los hechos con ojos de tal, y, por consi­ guiente, invierte el orden de su génesis. «Nada, dice, prueba mejor la degradación en que han caído los na­ turales, que ver cómo no comprende que la palabra isitunzi significa el espíritu, y no solamente la sombra proyectada por el cuerpo, porque se halla entre ellos la extraña creencia de que el cuerpo muerto no pro­ yecta ninguna sombra.» La concepción del otro yo que resulta de esta iden­ tificación, tiende á suplantar la concepción que le atri­ buye una materialidad total ó parcial, porque está menos en desacuerdo con la experiencia, y, por consi­ guiente, conduce á observancias que implican la creen­ cia de que los espíritus necesitan espacio para pasar, aunque no sean de gran talla. Así los iroqueses dejan en la tumba una pequeña abertura, para que el alma pueda volver á este mundo; en otras partes, por el mismo motivo, so practican agujeros en el ataúd. Dice Walpole, que entro los ansayriis, se deja á las cáma­ ras destinadas á la hospitalidad varios agujeritos cua­ drados, para que cada espíritu pueda entrar y salir sin tropezar con los demás. En otras partes se encuen­

tran hechos del mismo valor.


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§ 95. Aunque no hubiera ninguna prueba directa de que las concepciones del otro yo tienen este origen, bastaría la prueba indirecta sacada del lenguaje. En­ contramos de ello pruebas en todas partes del inundó y en todos los pueblos de todos los grados de civili­ zación. Según Milligan, entre los tasmanios se da á los es­ píritus guardianes el nombre genérico de ou-arrouach, sombra. En la lengua quichua, la palabra natub, y en la de los esquimales, la palabra tarnak, expresan estas dos ideas; en fin, en el dialecto moliauk, la palabra atoritz, el alma, viene de la palabra atourion, respirar. Se encuentra en el vocabulario de los algonquinos, de los aruaks, de los abipones y de los basutos, palabras que también expresan relaciones de identidad seme­ jantes. Todos sabemos que las lenguas civilizadas identifican, en ciertas palabras, el alma con la som­ bra, y en otras con el soplo. No tengo para qué re­ petir aquí los hechos detallados por Mr. Taylor, que prueban que las lenguas sabias y semíticas presentan concepciones originales análogas. § 96. Emprendamos ahora el estudio de algunas concepciones derivadas muy significativas. Tomemos desde luego las más aparentes. Obsérvase que los cuadrúpedos y las aves respiran como respiran los hombres, tienen sombra como los hombres; y estas sombras, pegadas á ellos, les siguen y les imitan como las sombras de los hombres. Si, pues, el soplo del hombre ó su sombra, es ese otro yo que se va en el momento de la muerte, la sombra del animal ó su soplo, que también se va en el momento de la muerte, debe ser su otro yo. El animal tiene, pues, un espíritu. El hombre primitivo que, por el ra­ zonamiento, da un paso más allá de los hechos que se


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presentan directamente á su atención, no puede evitar el que se saque esta conclusión. Así la vemos mani­ fiesta ó tácitamente incorporada en las creencias pri­ mitivas, y sobreviviendo en las creencias do las pri­ meras razas civilizadas. El salvaje, menos adelantado y más desprovisto de ideas, se detiene allí; pero, al mismo tiempo que hace progresos la facultad de razonamiento, revela su exis­ tencia una nueva idea. Aunque difieren de los hombres y de los animales mejor conocidos en que no tienen respiración visible (á menos que no se considere su perfume como un aliento), las plantas se parecen á los hombres y á los animales, en que crecen y se repro­ ducen, florecen, decaen y mueren como ellos, después de haber producido retoños. Pero las plantas proyec­ tan sombras, y como sus hojas tiemblan con la brisa y sus ramas están agitadas por el viento, su sombra muestra una agitación semejante. Así, para ser conse­ cuente, se debe extender á las plantas el principio de dualidad; luego las plantas tienen también alma. Esta idea, reconocida por razas algo avanzadas, la de los dayaques, por ejemplo, y algunas poblaciones polinesias, produce entre ellas observancias que con­ sisten en actos de propiciación á los espíritus de las plantas. En fin, atraviesa, bajo formas muy conoci­ das, varios períodos de la evolución social. Pero no es esto todo. Llegado allí, el hombre mar­ cha y como se hace más lógico, da un paso más. En efecto, no son sólo los hombres, los animales y las plantas los únicos objetos que tienen sombras, pues también la tienen otras cosas. Luego si las sombras son almas, estas cosas deben tener un alma. Nótese que nada nos dice que esta creencia exista en las ra­ zas más inferiores. No la conocen ni los fuegianosni


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los australianos ni los tasmanios ni ios andamanes, 6 si la tienen se halla tan poco pronunciada que no lla­ ma la atención de los viajeros. Pero es una creencia» que nace y se desarrolla entre las razas más inteligen­ tes. Masón dice que el karen piensa que todo objeto de la naturaleza tiene su señor ó dios, lo que quiere de­ cir un espíritu que lo posse ó que le preside. Aun las cosas inanimadas útiles al hombre, los instrumentos, tienen su la ó espíritu. Keating, que expone la idea que los chipeuayos se forman de las almas, escribe: «creen que los animales tienen un alma y hasta las substan­ cias inorgánicas, como, por ejemplo, un caldero, tiene en sí una esencia semejante.» Como hemos visto (§ 41), los fidjianos son de todos los bárbaros los que razonan mejor, y quizá por ello esta doctrina ha sufrido una elaboración completa. Seeman cuenta que atribuían un alma, no solamente á todos los hombres, sino á los animales, á las plantas, á las canoas y á todas las in­ venciones mecánicas. T. Williams dice lo mismo y cree que esta opinión procede de la causa que da­ mos. «Es probable, dice, que esta doctrina de las som­ bras tenga algo de común con la doctrina que atribu­ ye espíritu á los objetos inanimados. Pueblos más avan­ zados han llegado á la misma conclusión.» Según Pe­ dro de Gante, los mejicanos suponían que todo objeto tiene un dios, y lo que nos autoriza para pensar que esta suposición reposaba sobre el hecho de que cada objeto tiene una sombra, es que encontramos la mis­ ma creencia explicada explícitamente por un pueblo cercano, el de los chibchas. Sobre ellos escribía Piedrahita el siguiente pasaje: «Adoraban á cada piedra co­ mo un dios, porque, decían, todas ellas habían sido hombres y todos los hombres eran convertidos en pie­ dras después de su muerte y, en fin, que llegará un


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día en que todas las piedras recuperen la forma hu­ mana. También adoraban á su propia sombra, de suerte que siempre tenían con ellos á su dios y lo veían cuando había luz. En fin, aunque 110 supiesen que la sombra era producida por la luz y por un ob­ jeto interpuesto, replicaban que había sido creada por el sol para darles dioses.,, cuando se les mostraban las sombras de los árboles y de las piedras no se con­ movían por ello porque consideraban á la sombra de los árboles como á los dioses de los árboles y las som­ bras de las piedras como los dioses de las piedras, y, por consiguiente, los dioses de sus dioses.» Estos hechos, sobre todo el último, indican perfecta­ mente que la creencia en la existencia de almas de objetos inanimados es una creencia á que ha llegado el hombre en cierto período de la evolución intelec­ tual; deduciéndole de una creencia preestablecida refe­ rente á las almas de los hombres. Sin esperar las prue­ bas más especiales que debemos dar más lejos, el lec­ tor comprenderá lo que hemos querido decir (§ 65), cuando hemos negado que el hombre primitivo haya podido degradarse hasta el punto de descender en in­ teligencia por bajo de las bestias y de confundir lo animado con lo inanimado. También verá razones para afirmar al mismo tiempo que, cuando el hombre pri­ mitivo construye sus concepciones, se ve arrastrado á confundirlas por las conclusiones que saca de una creencia natural, pero errónea, á la cual ha llegado previamente. § 97. A l cerrar este paréntesis es útil, antes de concluir, notar las diversas clases de almas y de espí­ ritus que crea este sistema de interpretación. Por de pronto, tenemos las almas de los padres di­ funtos. Estas adoptan formas precisas en el éspíritu de 17


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los supervivientes, lo que las distingue de las almas do los antepasados que, á su vez, á causa de su aleja­ miento, se hacen vagas. De ahí la idea de almas más ó menos individualizadas. Tenemos también los dobles viajeros de las personas dormidas ó sumidas en una insensibilidad profunda. Lo que nos dice Schweinfurth de los bongos muestra que no se confunde estos espí­ ritus con las demás. Este pueblo, en efecto, cree que «los viejos, aunque parezcan acostados pacíficamente en su choza, pueden, sin embargo, tener consejo con los espíritus del mal de los bosques». También hay que añadir algunas veces las almas de personas des­ piertas que las abandonan por un tiempo; por ejemplo, el karen cree que todo ser humano tiene su espíritu guardián que marcha á su lado ó le abandona para ir á buscar aventuras de sueños y que si queda ausente demasiado tiempo se le puede volver á llamar con ofrendas. Encontramos entre los malgaches la prueba de que tales distinciones son efectivamente admitidas, puesto que tienen nombres distintos para designar el espíritu de un vivo y el de un muerto. Tenemos que indicar otra clasificación de las almas ó espíritus; de una parte los de los amigos, de la otra los de los enemigos, los de los miembros de la tribu y los que pertenecen á los miembros de las demás tri­ bus. Naturalmente, estos grupos no son respectivamen­ te idénticos; hay en efecto los fantamas de los hom­ bres malos así como también los fantasmas de enemi­ gos implacables que no forman parte de ella, y hay también, en algunos casos, los espíritus malignos de individuos insepultos. Se puede decir de una manera general que tal es el origen de los buenos y de los ma­ los espíritus. La benevolencia ó la malevolencia que se les atribuye después de la muerte no es más que


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una continuación de la benevolencia ó de la malevo­ lencia que mostraron en vida. A estos espíritus hay que añadir las almas de las demás cosas, de las bestias, de las plantas y do los ob­ jetos inanimados. Clavigero nos dice que, según los mejicanos, las almas de los animales gozan de la in­ mortalidad. Los malgaches creen que los espíritus de los hombres, así como los de los animales, residen en una montaña situada al Sur. Pero, por más que so ad­ mita con bastante frecuencia la existencia de almas de animales y que los fidjianos y otros pueblos crean que las almas de los utensilios rotos van al otro mun­ do, no hay apenas hechos que prueben que se consi­ dere á estas almas como susceptibles de intervenir frecuentemente en los negocios humanos. § 98. Y a 110 resta que notar más que la diferen­ ciación progresiva de las concepciones del cuerpo y del alma de que dan prueba los hechos. Como en el último capítulo hemos visto que, á medida que la in­ teligencia se desarrolla, la idea de la insensibilidad permanente, llamada muerte, se diferencia por gra­ dos de las ideas de los diversos géneros de la insensi­ bilidad temporal que la simula, hasta que al fin pare­ cen de una naturaleza radicalmente distinta, vemos aquí que las ideas de un yo material y de un yo no material no adquieren sino poco á poco las diferencias que les colocan en oposición marcada, y el incremento del saber unido al del poder do la facultad crítica es lo que determina esto cambio. Por ejemplo los basutos creen en la materialidad del otro yo y se ven conducidos á pensar que, cuando un hombre marcha por la orilla de un río, un cocodri­ lo puede coger la sombra que el hombre proyecta en el agua y arrastra de esta manera al hombre mismo.


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Vemos perfectamente que sus ideas son de tal modo inconcebibles, que el progreso de los conocimientos fí­ sicos tiene que modificarlas y hacerles concebir el otro yo como una forma menos material. Otro ejem­ plo: por una parte el fiidjiano cree en la materialidad del alma hasta el punto de que, en el viaje que tiene que hacer después de la muerte, un dios la puede co­ ger y matarla estrellándola contra una roca, y por otra parte, cree que cada hombre tiene dos almas, su sombra y su imagen reflejada, y es manifiesto que sus creencias están muy poco de acuerdo y que, en defini­ tiva, la crítica debe cambiarlas. A medida que el pen­ samiento se hace más reflexivo, el espíritu se percata más claramente de este desacuerdo, y de ahí una se­ rie de compromisos. El segundo yo, primitivamente concebido bajo una forma tan material como la del primero, se hace cada vez menos material, ya semisólido, ya aéreo, ya etéreo. Llegado á este punto, ya no se le atribuye ninguna de las propiedades que cons­ tituyen para nosotros el signo de la existencia, y ya no queda más que afirmar la realidad de un ser com­ pletamente desprovisto de atributos.


C A P IT U L O X IV

IDEAS SOBRE OTRA VIDA

§ 99. La creencia en la reanimación supone la creencia en una vida subsiguiente. Incapaz de pensar con reflexión y A falta de una lengua que permita pen­ sar con reflexión, el hombre primitivo concebía esta vida como buenamente podía. De ahí el caos de ideas que se refieren al estado de los individuos después de su muerte. Sin embargo, en las tribus que creen que la muerte es el anonadamiento encontramos creencias incompatibles con aquélla; por ejemplo, en algunos pueblos de Africa visitados por Schweinfurth, se evi­ tan algunas cavernas por temor á los espíritus malé­ ficos de los fugitivos que allí están muertos. Puesto que en el primer momento las ideas de una vida futura sean por lo pronto incoherentes, es pre­ ciso que discernamos sus rasgos principales y que in­ vestiguemos los estados por donde han pasado para llegar á un estado de mayor coherencia. Hemos visto en el último capítulo que algunos pueblos creen que la resurección depende del trato que el cuerpo haya sufrido y que la destrucción de un cuerpo conduce al anonadamiento de un individuo. Por otra parte, una vez comenzada la segunda vida, puede concluir v io­ lentamente. Puede acontecer que al doble del muerto


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se le mate de nuevo en una batalla ó que perezca en el camino que conduce á la tierra de los muertos ó que los dioses le devoren. En algunos casos las ideas de casta aportan también una restricción á la creencia. En las islas Tonga se supone que solo los jefes tienen alma. En otras partes se dice que la resurección de­ pende de la conducta y de los resultados que puede en­ trañar. Algunos pueblos creen que la segunda vida es el premio del valor. Los comanches, por ejemplo, ha­ cen de ella el privilegio de los valientes, de los que muestran audacia para arrebatar cabelleras y para robar caballos. Por el contrario, según Brinton, una tribu dulce y pacífica de Guatemala... estaba persua­ dida de que toda muerte que no sea natural hace per­ der toda esperanza en una vida futura, y por consi­ guiente, se abandonaban á las bestias y á los cuervos los cuerpos de los individuos que habían muerto con muerte violenta. Añadamos también que la segunda vida depende del capricho de los dioses. Así, por ejem­ plo, entre los antiguos aryos, que pedían en sus oracio­ nes otra vida, ofrecían sacrificios para conseguirla. En fin en algunos casos se encuentra una creencia implí­ cita de que la segunda vida concluye después de al­ gún tiempo por una segunda muerte, ésta definitiva. Antes de estudiar la concepción primitiva de la vida futura examinemos este último carácter, el de su du­ ración. § 100. Entre los hechos que sugieren la idea de otra vida hay uno que sugiere un límite á esta vida, es á saber, la aparición de los muertos en los sueños. Sir John Lubbock ha sido el que, en mi opinión, lo in­ dicó antes que nadie. Evidentemente, las personas muertas que se hacen reconocer en los sueños deben ser personas que eran conocidas de las que les veían


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en sueños; por consiguiente las personas muertas des­ de hace mucho tiempo dejan, por lo mismo, do apare­ cer en sueños, ya no existen para nadie. Los salvajes, que á ejemplo de los manganjas basan expresamente su creencia en una vida futura en el hecho do la expe­ riencia de que sus amigos les visitan durante ol sueño, concluyen naturalmente que, cuando sus amigos de­ jan de visitarlos durante su sueño, es que han dejado de existir. De ahí el contraste que presenta Sir John Lubbock, tomándolo de Chaillu. Preguntésele á un negro dónde se encuentra el espíritu de su bisabuelo y dirá que no le conoce, que no existe. Háblesele del espíritu de su padre ó de su hermano muertos de ayer y se le verá sobrecogido de terror. «En fin, como ve­ remos más adelante al tratar de otra cuestión, los he­ chos que nos presentan los sueños establecen en el es­ píritu de los amazulús una distinción tan profunda como la de los negros entre las almas de los que han muerto recientemente y las de los que han muerto hace mucho tiempo: en su opinión estos últimos están completamente muertos. ¿Cómo la noción de una vida de ultratumba tempo­ ral se convierte, al desarrollarse, en la idea de una vida de ultratumba perpetua? No tenemos para qué ocuparnos de ello. Por el momento, nos basta hacer pensar que se llega por grados á la noción de una vida de ultratumba perpetua. § 101. ¿Cuál es el carácter de esa vida de ultra­ tumba en lo que se crce luego, de una creencia vaga y de la que se forman ideas variables y que se repre­ senta ora como temporal ora como eterna? Si nos hubiéramos do atener á diversos ritos fúne­ bres de que hemos hablado en el último capítulo, se admitiría que la vida que sigue á la muerte no difiere


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nada de ésta. Las necesidades y las ocupaciones de los hombres continúan siendo las mismas que aquí. El chinuco afirma que, al venir la noche, despiertan los muertos y se ponen á buscar alimento. Sin duda, en virtud de la misma creencia en la necesidad que obliga á los muertos á satisfacer sus necesidades materiales, los comanches admiten que los muertos pueden visitar la tierra de noche, pero que tienen que retirarse en cuanto apunta el alba, superstición que nos recuerda una creencia admitida en otro tiempo en Europa. Es­ tamos autorizados para pensar que las tribus de la América del Sur conciben la segunda vida como una continuación no interrumpida de la primera, á la que reproduce exactamente, no siendo la muerte, al decir de los indios del Yucatán, más que uno de los acci­ dentes de la vida. Así es que los tupis, según Southey, enterraban á los muertos en la casa sentados y con alimentos delante de sí, porque creían que los espíritus de los muertos iban á distraerse á las montañas y vol­ vían después á casa á comer y descansar. Entre los pueblos que piensan que la vida futura está separada de la presente por una demarcación más profunda, se ve que, á pesar de ello, las diferencias que distinguen una de otra son nada ó casi nada. De todos se puede decir lo que se dice de los fidjianos. Después de la muerte plantan, viven en familia, combaten y hacen todo lo que hacen las personas que andan por el mundo. Señalemos el acuerdo que existe sobre este punto. 011

§ 102. Las provisiones alimenticias con las cuales se cuenta para nutrirse en la otra vida son diferentes de aquellas á que se está acostumbrado. Los inuitas es­ peran tomar parte en festines de carne de reno. Des­ pués de la muerte los creekes van á sitios donde la


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caza es muy abundante, el género barato, el grano madura todo el año y donde «brotan fuentes de agua pura que no se agotan jamás». Los comanches sueñan con bisontes abundantes y gordos y los patagones es­ peran gozar de la felicidad de una embriaguez perpe­ tua. La idea 110 difiere sino en cuanto difiere el ali­ mento habitual. El pueblo de las Nuevas Hébridas creo que, en la vida futura, los cocos y el fruto del árbol del pan serán de la más exquisita calidad y de tal modo abundantes, que nunca se concluirán. Cuenta Arriaga que los peruanos no conocen ni en esta ni en la otra vida dicha mayor que tener una buena quinta que les dé de comer y de beber en abundancia. En fin, I 03 pueblos tienen creencias igualmente en relación con sus usos: los todas creen que después de la muerte se les reúnen sus búfalos para darles leche como antes. Naturalmente, cuando se tiene el mismo alimento y las mismas bebidas, se tienen las mismas ocupaciones. Los tasmanios esperaban dedicarse á la caza con un ardor infatigable y un éxito seguro. Entre los indios de la América del Norte, los dacothas no se limitan á matar perpetuamente piezas de caza en sus bienaven­ turados territorios de caza, sino que se complacen en pensar que continuarán haciendo la guerra á sus an­ tiguos enemigos. No tenemos más que recordar que los escandinavos esperaban pasar la vida futura en festines y combates renovados diariamente, para ver que estas ideas reinaban en pueblos de razas y de co­ marcas muy diferentes. Recordando las prácticas á que daban lugar, veremos hasta qué punto eran vivas estas ideas. § 103. Los libros de viajes han familiarizado á to­ dos los lectores con la costumbre de enterrar con un individuo sus bienes muebles. Esta costumbre se per-


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lección a á medida que el desarrollo social atraviesa sus primeras etapas. He aquí algunos ejemplos de estas costumbres que aduciremos añadiendo algún comentario. El salvaje muerto tendrá que cazar y que combatir: estará, pues, armado. De ahí un depósito de armas y de aparatos cerca de su cadáver. Los habitantes de las islas Tongas colocan armas y otros objetos sobre la tumba para que el muerto los tenga á su alcance y se sirva de ellos en el momento que despierte del estado que se considera como un reposo temporal. Por este motivo, tácito ó expreso, los kalmucos hacen lo mismo; de la misma manera los esquimales, los iroqueses, los araucanos, los negros del interior, los nagas y otras razas, salvajes ó semicivilizadas, demasiado numero­ sas para que se pueda citar á todas ellas. Hay algunas que llegan á reconocer las necesidades de las mujeres y de los niños, y entierran con las mujeres los instru­ mentos de sus labores domésticas y á los niños con sus juguetes. El otro yo necesitará vestidos. Por esto los abipo­ nes cuelgan un traje completo en un árbol cerca de la tumba para que el muerto se lo ponga si quiere salir de ella, y también por lo mismo los habitantes de Dahomey entierran con el muerto, entre otros objetos, trajes de reserva para que se los ponga al llegar á la tierra de los muertos. La costumbre de suministrar á los muertos prendas de vestir (en ocasiones sus trajes más hermosos con los cuales se les viste en el momento de enterrarlos, en ocasiones vestidos como, por ejem­ plo, entre los patagones que se depositan sobre sus huesos todos los años), llega hasta colocar cerca de ellos joya3 y otros objetos preciosos. Comúnmente encontramos indicado de una manera general que se


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entierra con el muerto lo que poseía. Knl.o lo (pie su­ cede entre los samoyedos, los australiano» occidenta­ les, los damaras, los negros del interior y los indíge­ nas de Nueva Zelanda. Los patagones entierran con el muerto todo lo que poseía, los nagas todos sus mué bles, los pueblos de la Guyana los principales tesoros que poseía en vida, los papús de Nueva Guinea sus ar­ mas y sus adornos. En el Perú se enterraba al inca con su vajilla de plata y sus jo y a s , en el Antiguo M é­ jico con los trajes y las piedras preciosas y entre los chibchas su oro, sus esmeraldas y sus restantes tesoros. El cuerpo de la última reina de Madagascar se ha en­ vuelto, en cerca de quinientas lambas de seda, en cu­ yos pliegues se metieron veinte relojes do oro, cien ca­ denas del mismo metal, anillos, broches, brazaletes y otros objetos de joyería, y , además, quinientas piezas de oro. Los michnús colocan en una casa edificada so­ bre la tumba todas las cosas necesarias para una per­ sona durante su vida. En fin, Burton refiere que en el Viejo Calabar se edificaba una casa sobre la playa para alojar en ella lo que el muerto poseía y se ponía en ella una cama para que el espíritu no se acostara en el suelo. E.-i muy frecuente que se lleven tan lejos las disposiciones para la vida futura de los muertos que se conviertan en causa de grandes perjuicios para los supervivientes. En la Costa do Oro hay razas en las que, según Beechan, los funerales arruinan de una manera completa á una familia pobre, y , por lo que nos cuenta Low, además do lo que pertenecía al muer­ to, entierran con él grandes sumas de dinero y otros objetos preciosos, de modo que un padre que ha teni­ do la desgracia do perder muchos miembros de su fa­ milia se encuentra reducido á la miseria. En fin, en al­ gunas sociedades extinguidas de América no quedaba


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á la viuda y á los hijos más que una cosa: las tierras del difunto, porque no se las podía encerrar en la tumba. Llevando con lógica la concepción que hace de la segunda vida una repetición de la primera, suspendi­ da algún tiempo por la muerte, los pueblos bárbaros han concluido que el difunto tendrá necesidad, no sola­ mente de los objetos inanimados que poseía, sino tam­ bién de los objetos animados. De ahí el uso de poner al lado del muerto todos los seres vivientes que le per­ tenecen. A l lado del jefe kirguí se entierran sus caba­ llos favoritos, y lo mismo se hace entre los yacutos, los comanches y los patagones. Con el borgú se entierra su caballo y su perro, con el beduino su camello, con el damara sus ganados, y con él todo el rebaño que poseía. En fin, en el momento en que va á morir un vatén se comienza por atarle á las muñecas sus cer­ dos á los cuales se les mata en seguida. Evidentemen­ te, los cráneos de animales que se encuentran con tan­ ta frecuencia al rededor de una tumba, muestran el número de animales que los muertos llevaron consigo para su uso en la segunda vida. Cuando la raza lleva aquí abajo una vida agrícola, en lugar de una vida de pastores ó de cazadores, la misma idea da lugar á mi uso análogo. Tschudi nos dice que en el Perú se deja cerca del muerto un saquito que contiene cocos, maíz, etc., para que encuentre cosas que sembrar en el otro mundo. § 104. En su desarrollo lógico la creencia primiti­ va implica algo más, es á saber: que el muerto, no solamente necesita sus armas y utensilios, sus vestidos, sus galas y demás objetos muebles, y además sus ani­ males domésticos, sino que también necesita compañe­ ros humanos y sus servicios. Hay que sostener después de la muerte el séquito que tenía durante su vida.


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De ahí esas inmolaciones más ó menos numerosas, cuyo uso ha existido y todavía existe en tantos luga­ res, como los sacrificios de las viudas, de los esclavos y de los amigos. Es un hecho demasiado conocido para que de él tenga que dar muchos ejemplos, y me limitaré á hacer notar que este uso se desarrolla á me­ dida que la sociedad recorre los primeros períodos de la civilización y que se define más la teoría de otra vida. Entre los fuegianos, los andamanes, los australia­ nos, los tasmanios, cuya organización social es rudi­ mentaria, el sacrificio de las mujeres á seguida de la muerte del marido, si es que existe, no es lo suficiente­ mente general para que lo mencionen los relatos de los viajeros. Psro este es un uso que encontramos en pue­ blos más adelantados: en la Polinesia, entre los natura­ les de Nueva Caledonia, entre los fidjianos y á las ve­ ces entre los tongas menos bárbaros; en América entre los chinucos, los caribes y los dacotahs; en Africa en­ tre los pueblos del Congo, los negros de la costa y tam­ bién en los del interior y en Dahomey está muy exten­ dido. Los caribes, los dacothas y los chinukos sacrifican prisioneros de guerra para dar un séquito en el otro mundo al muerto cuyos funerales se celebran. Sin enu­ merar los pueblos salvajes y semisalvajes que hacen lo mismo, me limitaré á citar la supervivencia de este uso entre los griegos homéricos, que degollaron (aun­ que de ello se haya dado otro motivo) doce troyanos en la hoguera fúnebre de Patroclo. Otro tanto sucede con los domésticos. Los kayane3 degüellan á los escla­ vos de un muerto, y lo mismo hacen los milanienos de Borneo. Los zulús matan á todos los que componen la servidumbre de un rey, y los negros del interior de Africa matan á eunucos para dar guardianes á sus mujeres. Los negros de la costa envenenan ó decapitan


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á HU8 servidores favoritos. No es esto todo; hay casos en que se inmola á los amigos del muerto. En las is­ las Fidgi, á la muerte de un jefe, se sacrifica á su me­ jor amigo para que tenga compañía. Uso análogo se encuentra en las sociedades sanguinarias del Africa Tropical. Pero en las sociedades muy adelantadas de la anti­ gua América fué donde se puso más cuidado en tomar disposiciones para el bienestar futuro de los muertos. En Méjico se degollaba al capellán de un grande para que practicase por él, como lo hacía en ésta, las cere­ monias religiosas en la otra vida. Según nos dice Ji­ ménez, cuando un señor iba á morir en Vera-Paz se mataba sobre el terreno á todos los esclavos que tenía para que precediesen y buscaran alojamiento á su amo. Además, de sus restantes sirvientes, los mejica­ nos sacrificaban, según Clavijero, á algunos hombres de conformación monstruosa que el rey había reunido en su palacio para divertirse. A l enviárselos se le pro­ curaba el mismo placer en el otro mundo. Naturalmen­ te, las prudentes precauciones que se adoptaban para que no faltaran al difunto ninguna de las ventajas de que había gozado en vida, necesitaban enormes efusio­ nes de sangre. Entre los mejicanos el número de vícti­ mas era proporcionado á la magnitud de los funerales, elevándose en ocasiones, como diversos historiadores afirman, á doscientos. En fin, en el Perú, cuando mo­ ría un inca, se inmolaban en la tumba sus sirvientes y sus concubinas favoritas, cuyo número se elevó, se­ gún dicen, en ocasiones á mil. Lo que nos hace comprender bien el ardor de la fe que alimentaba tales costumbres, es que tenemos prue­ bas de que las víctimas sufrían voluntariamente la muerte, que algunas veces deseaban vivamente. En


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tiempos los guerreros fieles guaranís se sacrifica­ ban en la tumba con su jefe. Cuenta Garcilaso que las mujeres de un inca difunto pedían la muerte, siendo con frecuencia tan grande su número, que los oficia­ les se veían obligados á intervenir, diciendo que por el momento había bastantes. Según Cieza, mujeres deseo­ sas de que se admirase su fidelidad, juzgando que so tardaba en colmar la tumba se estrangulaban con sus propios cabellos y morían de este modo por sus pro­ pias manos. Lo mismo sucedía entre los chibchas, pues, según Simón, se enterraban al lado del muerto las mu­ jeres y los esclavos que más lo deseaban. Entre los yorubanes, no solamente se degollaba á los esclavos en los funerales de los grandes, sino que muchos de sus amigos tomaban veneno y se les colocaba en la misma tumba. En otros tiempos, cuando en el Congo se ente­ rraba á un rey, una docena de muchachas saltaban á la tumba y se las enterraba vivas para que le sirvie­ sen en el otro mundo. Estas muchachas se apresuraban tanto á entrar en el servicio de su príncipe difunto, que en sus esfuerzos por ser las primeras se mataban unas á otras. En fin, en Daliomey «inmediatamente que mo­ ría el rey, sus mujeres empezaban á destruir todos sus muebles y cuanto poseía de precioso lo mismo que lo suyo y después se mataban unas á otras.» Una vez murieron de este modo 225 mujeres, sin que fuera ca­ paz de impedirlo el nuevo rey (1). o tros

(1) Este hecho puede hacernos comprender el origen del uso anorm al que existe en algunos reinos del Africa, donde se abandona todo al degüello y saqueo después de la muerte del rey. Lo que sucede entre los achantis, entre los cuales los parientes del rey cometen por si mismos estos actos de des­ trucción, muestra de un modo indudable que tales excesos son consecuencias del pretendido deber de ir á servir al rey á la otra vida.


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Acontece á las veces, que á la muerte de personas jóvenes, tienen lugar inmolaciones de este género. Kane dice que un jefe chinuko quería matar á su mu­ jer para que acompañase á su hijo en el otro mundo. En fin, en Anityum á la muerte de un niño querido se estranguló á su madre, á su tía y á su abuela, para que le acompañasen en el mundo de los espíritus. Lo que hará más rigurosa la interpretación que va­ mos á dar de las sanguinarias costumbres de este gé­ nero es que, no son solamente inferiores y servidores los que se inmolan en los funerales, con ó sin su bene­ plácito, sino que hasta en algunos casos se deciden á morir personas de un rango superior. Las islas Fidji no son el único paraje en que las personas de edad avanzada son enterradas vivas por sus hijos, que con ello les dan testimonio de su sumisión. El mismo uso existe en Vate, donde un jefe de edad avanzada pedía á sus hijos que le hicieran perecer de esta manera. § 105. De la misma manera que la concepción de la segunda vida la asimila á la primera en sus necesi­ dades y sus ocupaciones, la asimila á la primera en las coordinaciones sociales que la caracterizan. Se quiere encontrar allí las mismas condiciones de je ­ rarquía social y doméstica que aquí abajo. Vamos á dar de ello algunos ejemplos. Cook cuenta que los taitianos dividían á los muer­ tos en dos clases, parecidas á las que existían entre ellos, y Ellis nos repite la misma afirmación en otros términos: dice que los que habían sido reyes ó arioys en este mundo, lo seguían siendo por siempre jamás. L a creencia de los tangas coloca á las personas muer­ tas en una jerarquía compuesta en conformidad con el sistema vigente en sus islas. Lo mismo existe en las islas F id ji: el espíritu del país no puede tolerar la idea


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de que su jefe vaya sin séquito al otro mundo. Los chibchas piensan que en la vida futura tendrá un cor­ tejo de servidores como en esta. Lo mismo H u c e d e en­ tre las poblaciones montañosas de la India. El ciclo del Karen tiene sus señores y sus súbditos. En fin, en el cielo de los kubís, el espíritu del enemigo á quien ha matado un guerrero se hace su esclavo. Las mismas creencias existen en los pueblos africanos. Según Forbes, las creencias corrientes en Dahomey, afirman que en la segunda vida continúan las clases en el mismo orden que en la primera. Schooter, que describe las creencias de los cafres, dice que las relaciones socia­ les continúan después de la muerte lo mismo que an­ tes. Se puede admitir que existe una concepción aná­ loga entre los negros akras, puesto que afirman que, durante la estación de las lluvias, sus dioses guardia­ nes van de visita á la corte del dios supremo. ¿Será necesario decir que las concepciones de las ra­ zas elevadas conservan esta analogía? La leyenda de la genealogía de Ishtar, la Venus asiría, muestra que la residencia de los muertos asirios tenía, como Asi­ ría, su soberano despótico y oficiales para imponer tributos. Otro tanto acontecía en el mundo infernal de los griegos. Allí encontramos al temeroso Aidés con su esposa Persefoné, soberanos de este imperio; Minos, que da leyes á los muertos, estaba sentado en un trono; pero los otros en su derredor abogaban en sus causas; en fin, á Aquiles, honrado en vida al igual de los dioses, se decía: «Ahora que has descendido de entre los muertos, gozarás en medio de ellos de un gran poder.» En una palabra, sólo los muertos conser­ van relaciones sociales y políticas semejantes á las de los vivos. Lo mismo sucede con los personajes celes­ tes. Zeus está por cima de todos, exactamente en la 18


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misma relación que un monarca absoluto por cima do una aristocracia de la que sea cabeza. La idea que los hebreos se formaban no deja de presentar analogías semejantes (1). La palabra sheol, que en su origen no significaba más que la tumba ó de una manera vaga el lugar ó el estado del muerto, concluyó por adquirir el sentido más definido de un lugar de desgracia para los muertos; es el Hadés hebraico. Por una nueva transformación llegó más tarde á ser un lugar de tor­ mentos, la Gehena, y nos presenta el espectáculo de una especie de gobierno diabólico jerarquizado. En fin, aunque la concepción de la vida en el cielo he­ braico se complicase á medida que se complicaba la vida terrestre de los hebreos y que la disposición que se le asignaba no tuviese, como la de los griegos, ana­ logía con las relaciones domésticas, la tenía con las relaciones políticas. Según la autoridad de ciertos co­ mentadores, se puede admitir que había una corte de seres celestes, una jerarquía de ángeles y de otros personajes de rango y de funciones diferentes. En oca­ siones, como por ejemplo respecto de Achab, se vió que Dios tuvo consejo con sus servidores y adoptó un dictamen. Ila y un ejército celeste dividido en legiones. Se describe la distribución de los poderes en el reiuo de los cielos. Hay arcángeles comisionados con diver­ sos elementos y con diversos pueblos. En esto, tales (1) Probablemente las prim eras ideas de los hebreos so­ bre el estado de ultratumba se parecían á las que se en­ cuentran en los pueblos bárbaros, que, sin profesar de un modo manifiesto la creencia en una vida futura, tienen mu­ cho miedo á los espíritus de los muertos. Seguramente los he­ breos creían en los espíritus. En un principio se atribuyó una existencia temporal á los espíritus, y de esta creencia salió al fin entre los hebreos, como en otros pueblos, la creencia en una vida futura permanente.


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dioses emisarios, tienen analogía con los dioses infe­ riores del panteón griego. La diferencia principal, aparte de la de su origen, consisto en quo el poder que poseen tiene un carácter más marcado de delega­ ción y en que es mayor su subordinación. Pero tam­ bién aquí es incompleta la subordinación: so nos cuen­ ta que hubo guerras en el cielo, que se sublevaron ángeles y que fueron precipitados en el Tártaro. Como prueban hechos numerosos, esta analogía ha persisti­ do bajo el régimen cristiano. En 1407, el maestro Juan Petit, doctor en teología de la Universidad de París, representaba á Dios como un soberano feudal, el cielo como un reino feudal, y á Lucifer como un v a ­ sallo rebelde. Decía: «sedujo á una gran parte de los ángeles y los atrajo á su opinión, es á saber, que le prestarían obediencia, honor y reverencia á manera de homenaje, como á su soberano señor, y 110 estarían en nada sometidos á Dios sino al mismo Lucifer, el cual tendría su majestad como Dios tendría la suya, exento por completo del señorío de Dios y de toda su­ misión á El... Tan prento como se apercibió de esto San Miguel, fué y le dijo á Lucifer, que aquello esta­ ba mal hecho... Se produjo una corta batalla en que se pusieron del lado de Lucifer una gran parte de los ángeles, y la otra, la mayor, se puso del lado de San Miguel. (Monstrelet, lib. I, capítulo xxxix.) Todos sa­ ben que el protestante Mil ton, profesaba ideas aná­ logas. § 106. A l lado de esta analogía entre los sistemas sociales de ambas vidas, conviene que resalte la estre­ cha comunión que les liga. La segunda vida se rela­ ciona con la primera por un comercio frecuente y di­ recto. Así acontece que en Dahomey las inmolacio­ nes que incesantemente se hacen, se legitiman por la


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razón de «que envían periódicamente nuevos sirvien­ tes al monarca difunto en el mundo de las sombras», y que «todo lo que hace el rey, aun la acción más ordi­ naria, debe ser fielmente comunicado á su señor en el reino de las sombras». Entre los cafres, el uso de diri­ gir invocaciones á los superiores se extiende hasta á aquellos que han pasado á la otra vida; á las veces so invoca el espíritu de un jefe muerto para que haga bendecir á un individuo por sus antecesores. A l lado de estos hechos se pueden citar otros todavía más extr¿iños. Las transacciones del comercio se prolongan de una vida á la otra. «Se toma prestado dinero en eáta vida para pagarlo en la otra con un crecido in­ terés.» Desde este punto de vista, como desde otros, las ideas de las razas civilizadas no se han separado sino lentamente de las de las razas salvajes. A l leer que cuando las tribus amazulús están en guerra, los espí­ ritus de los antecesores de la una combaten con los de la otra, recordamos los seres sobrenaturales que se mezclaban en los combates de los griegos y los troyanos, y también que los judíos creían que los ángeles de las naciones combatían en el cielo cuando los pueblos que presidían estaban en guerra sobre la tierra. Ade­ más, recordamos que la fe de los cristianos en su for­ ma más difundida implica una íntima comunión entre los hombres de una vida y los de la otra. El vivo ora por la felicidad de los muertos, y se pide á los muer­ tos canonizados que intercedan en favor de los vivos. § 107. Como la segunda vida es, en las ideas pri­ mitivas, la repetición de la primera en otros respectos, la repite también en la conducta, en los sentimientos y en el código ético. Según la cosmogonía tibetana, los dioses combaten


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entro sí. Los dioses fidjianos son orgullosos y vengati­ vos; hacen la guerra, y so matan unos á otros; en realidad son salvajes. Se honran con el sobrenombre de adúlteros, raptores do mujeres, comedores de sesos y homicidas. En fin, el espíritu de un fidjiano so hace valer al llegar al otro mundo, jactándose do haber destruido muchas ciudades y matado muchos guerre­ ros en la guerra. La analogía que observamos entre las normas de conducta en ambas vidas, expresión tipo de la analogía que se encuentra repetida en todas partes en las primeras etapas del progreso, nos re­ cuerda las analogías semejantes de las reglas de las razas primitivas cuyas literaturas han llegado híista nosotros. .Están mal definidos, desdo el punto de vista ético, los rasgos de la vida ultratumba de los griegos muer­ tos, pero los que podemos discernir se parecen á los de la vida usual de los griegos. En el Iladés Aquiles se preocupa de la venganza y se regocija con el relato ■de las victorias de su hijo y con la muerte de sus ene­ migos. A yax conserva su cólera contra Ulises, que le ha vencido, y se ve á la sombra de Hércules amena­ zar y espantar las sombras que le rodean. Lo mismo sucede en el mundo superior: la lucha en la tierra no es más que la imitación de la lucha en el cielo. Se honra á Marte con los títulos de matador de hombres, y el teñido de sangre. Los celos y la venganza son los motivos dominantes. Los inmortales se engañan unos á otros, y además engallan también á los hombres, y hasta se entienden como Zeus y Atenea para romper tratados jurados solemnemente. Prontos á ofenderse é implacables, se les temía tanto como el hombre pri­ mitivo temía á sus demonios. El acto por el que siem­ pre se mostraban resentidos como si fuera una ofensa


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í rave, era el olvido de las observancias que expresan la subordinación, lo mismo que en nuestros días entre los amazulús no se teme la cólera de los antepasados más que cuando no han sido alabados convenientemente ó se les olvida al matar bueyes. Los únicos crímenes que atraían el enfado de los dioses de los taitianos, era el descuido en ciertos ritos ó ceremonias, ó la negli­ gencia en la práctica de los sacrificios requeridos. El carácter tradicional de los olímpicos consistía en ver una ofensa inexpiable en el olvido de los actos de pro­ piciación. Es con todo de notar que la brutalidad sin compensación que les atribuyen las leyendas de los antiguos dioses, se encuentra muy dulcificada en las de los dioses nuevos. El acuerdo que existe entre las reglas éticas de la vida actual con aquellas que se atri­ buyen á los seres de otra vida (sean muertos ó no), se revela en la conducto de los dioses griegos, tal como la vemos en los cantos de la Tlíada ; los motivos de sus acciones son más elevados en la medida en que la con­ ducta de los griegos homéricos revela motivos ele­ vados. También encontramos, aunque quizá menos perfec­ ta, una semejanza análoga en el tipo moral de la vida de ultratumba en las creencias hebraicas, en cuanto podemos inducirla, de la conducta que se nos da como habiendo conseguido la aprobación divina. Todavía la virtud suprema es la subordinación. Dense pruebas de esta virtud, y se perdonará todo el mal que se pueda hacer si es que se le reputa como mal. El obediente Abraham merece elogios por su prontitud en inmolar á Isaac; ni un signo de censura por su apresuramiento en obedecer la sugestión sanguinaria que ha recibido en sueños, y que toma por una orden del cielo. El degüello de los amalecitas es ejecutado sin misericor-


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día por Samuel; por el contrario, se condena tácita­ mente á Saúl por clemente. Sin embargo, no hay que olvidar que si la Biblia nos muestra al Dios de los he­ breos endureciendo el corazón de Faraón y enviando un espíritu de mentira á Acab por sus profetas, los có­ digos éticos del cielo y del paraíso, aunque reflejen el código de un pueblo en algunos respectos bárbaro, son la expresión del código de un pueblo en ciertos res­ pectos superior por las ideas morales. La justicia y la clemencia penetran las reglas morales de ambas vidas (por lo menos en los labios de los profetas), como no se halla ejemplo entre los pueblos inferiores. § 108. Henos llegado al hecho que nos resta que mencionar: el de las divergencias que separan más y más la idea civilizada de la idea salvaje. Es natural que, á medida que se acumulan los conocimientos y la inteligencia al ilustrarse, se perciban con más claridad los caracteres incompatibles, se haga cada vez menos admisible la concepción primitiva que hace de la segunda vida una copia de la primera. De ahí las modificaciones que ha sufrido. Veamos las princi­ pales diferencias que separan la idea salvaje de la idea civilizada. Los hechos que hemos referido son pruebas eviden­ tes de que las primeras concepciones de los hombres representaban á la segunda vida como completamente material, lo que, después de todo, ora una consecuen­ cia necesaria do la concepción del otro yo como comple­ tamente material. El difunto, aunque invisible, come, bebe y combate como durante su vida. Lo que prueba que se considera su vida material es que, por ejemplo, entre los cafres, so rompen ó se inutilizan las armas del muerto, por miedo de que su espíritu no vuelva alguna noche á la tierra y se sirva de ellas para hacer


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dafio á alguien. Por iguales razones los australianos cortan el pulgar al enemigo que han matado para que su espíritu no pueda lanzar dardos. Pero la des­ trucción del cuerpo por el fuego, ó de otro modo, tiende á producir una noción restringida de la otra vida, esto es, fortifica la idea de otro yo menos mate­ rial del que sugieren algunas experiencias de los sue­ ños y que engendra la idea de otra existencia menos material. Vemos nacer esta idea restingida en la cos­ tumbre de quemar ó de destruir por otros medios las cosas consagradas al uso del muerto. Ya hemos visto (§ 84) que en algunos sitios se quemaban con el cuerpo los alimentos que se depositaban á su lado y que, conforme á la misma idea, en otras partes se quema­ ba lo que le pertenecía. En Africa es muy conocido este uso. Entre los kusas las viudas queman todos los utensilios del muerto. Los bagos (Costa de Guinea) hacen lo propio, y al mismo tiempo destruyen todas sus provisiones alimenticias, «ni siquiera el arroz es­ capa de sus manos». Los comanches acostumbran á quemar las armas del muerto. En otras partes se que­ man los artefactos y muebles del muerto. Dice Franklin que entre los chipeuayos cuando acaba de morir un individuo, sus desgraciados padres no perdonan nada de lo que se encuentra en casa; destrozan sus tiendas y sus vestidos, rompen los fusiles y se retiran del servicio las demás armas. Evidentemente se su­ pone que los espíritus de los objetos que han pertene­ cido al muerto acompañan al suyo, de lo que resulta la creencia según la cual la segunda vida difiere mate­ rialmente de la primera, y en ocasiones tal creencia se expresa d« una manera terminante diciendo que las al­ mas de los muertos consumen las esencias de los sacri­ ficios que se les hacen y no la substancia misma do


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estos sacrificios. El uso extraño <lo destruir modelos de los objetos que poseía el difunto indica la ¡dea de una deferencia todavía más marcada. Mito uno, que existía entre los chinos, lo ha vlslo rocíen tomento Mr. J. Thom­ son. En su obra titulada Strai* o f M a ltim i, ote.., ha­ bla de dos viudas desoladas de un mandarín A las que vió entregar á las llamas enormes modelos de papel representando casas, muebles, buques, literas, damas de honor y pajes nobles. Seguramente otra vida de la que se suponga que pueden ser útiles imágenes <1ne­ niadas no puede ser para los que en ella crcen muy material. En un principio se concebían las maneras de obrar y las satisfacciones de la segunda vida como idénticas á las de la primera; pero, con el tiempo, se llega á concebirlas como más ó menos diferentes. No sólo las razas depredativas esperan ocupaciones deprcdativas seguidas de un mejor éxito y las razas que viven de la agricultura esperan sembrar y cosechar como en la vida terrestre, sino que en el estado social avanzado en que es conocido el dinero, el uso de enterrar mone­ das con el cuerpo es signo de que se cree que en la se­ gunda vida se compra y se vende; y, en fin, la misma creencia inspira á los que queman monedas imitadas de oropel. Solamente la semejanza da lugar á la dierencia. Sin intentar seguir los cambios que marcan el tránsito, bastará pasar do un brinco á la especie de otro mundo en que so creo entro nosotros, donde no pueden tener lugar nuestras ocupaciones y diarios en­ tretenimientos, ni se puedo uno casar. Sin embargo, esa vida, formada exclusivamente de domingos pasa­ dos en ejercicios piadosos que nunca se acaban, es tam­ bién una imagen do la vida actual, aunque no se pa­ rezca á lo que, en suma, la constituye.


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Añadamos que la forma de orden social que se su­ pine reina en la otra vida comienza á diferir en parte de la forma que conocemos. En el principio se adoptó el tipo del gobierno de castas, de las distinciones de las instituciones serviles. Tomado de la vida de aquí abajo se ha transportado á las imágenes de la vida fu­ tura; pero, aunque en las concepciones de las razas más civilizadas no desaparezcan por completo las analogías que asemejan á las primera y segunda vidas, la última se aparta tal cual de la primera. Aunque la gradación que supone la existencia de una jerarquía de arcángeles, de ángeles, etc., tenga alguna relación con la gradación que existe en nuestro derre­ dor, se le da, sin embargo, otro fundamento al ima­ ginar que tales desigualdades tienen otro fundamento. Otro tanto puede decirse de las concepciones éticas y de los sentimientos que suponen. A l mismo tiempo que en el curso de la civilización se han operado modificaciones en las pasiones, se operaron también, y muy grandes, en las creencias relativas á las reglas de conducta y en la medida de la bondad de la vida por venir. Se encuentra completamente abandonada la religión del odio que hace un deber de la venganza internacional y de las represalias afortunadas una gloria, y reina sin rival la religión del amor. Sin em­ bargo, en ciertos respectos reinan todavía en la otra vida los sentimientos y motivos que dominan aquí abajo. El deseo de la aprobación, pasión dominante en la vida terrestre, es también la pasión dominante en la vida futura, pues según la concepción á que nos refe­ rimos, las principales fuentes de la felicidad se hallan en la aprobación que se da ó en la que se recibe. En fin, notemos que el lazo que liga á ambas vidas se relaja mucho. En un principio se creía que existe


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un comercio incesante entro Ioh seros de la vida te­ rrestre y los do la vida do ultratumba. El salvaje busca diariamente el favor do los muertos y supone que éstos prestan su asistencia A los vivos ó ponen obstáculos á sus actos. Esta íntima comunión, que dura en los primeros períodos de la civilización, se hace cada vez menos estrecha. Sin duda el uso de pa­ gar sacerdotes para que digan misas en favor de las almas de los difuntos y las oraciones que se dirigen á los santos para conseguir su asistencia prueban de una manera general que ha existido, y todavía existe, este cambio de servicios; pero el abandono de estos usos por los hombres más adelantados, hace suponer que se ha roto por completo en su pensamiento el lazo que ligaba conjuntamente á las dos vidas. Así, pues, de la misma manera que la idea de la muerte se ha distinguido poco á poco de la idea de la suspensión de la vida, y que la esperanza de la resurección se encuentra poco á poco relegada á un por­ venir más lejano, se acentúa poco á poco la diferencia de la segunda vida de la primera. La segunda se apar­ ta del tipo de la primera en que se hace menos mate­ rial, en que las ocupaciones que la llenan son más di­ ferentes de la primera, en que no reproduce el mismo orden social, en que ofrece placeres distintos de los de los sentidos, y, en íin, en que hace prevalecer un tipo más noble de conducta. A l diferenciarse por su natu­ raleza de la primera, la segunda vida se separa de ella más profundamente, disminuye la unión que las liga­ ba, y, entre el fin do la una y el principio de la otra, se pone un intervalo cada vez mayor.


C A P IT U L O X V

IDEA DE OTRO MUNDO.

§ 109. Describiendo en el último capítulo las ideas de otra vida, he citado pasajes que implican ideas de otro mundo. Los dos sistemas de ideas se hallan tan íntimamente ligados, que no se puede tratar de uno de ellos sin que, de tiempo en tiempo, se aluda al otro. Sin embargo, con deliberado propósito he reservado el estudio aparte del segundo para lo cual tengo dos ra­ zones. Primeramente, la cuestión del lugar en que se supone colocado el teatro de otra vida es una cuestión aparte, y, en segundo lugar, las ideas que se forman de este lugar sufren modificaciones cuyas causas y orden de aparición son instructivas. Reconoceremos que el lugar de residencia de los muertos se aleja gradualmente del de los vivos por un método análogo á aquellos que ya hemos seguido. § 110. En un principio, ambas residencias son una misma. La doctrina primitiva de las almas obliga al salvaje á pensar que sus padres muertos están al al­ cance de su mano. Si renueva las ofrendas de alimen­ tos en su tumba, si trata por otros medios de que le sean favorables, es que ó no están muy lejos ó van á ▼olver. Así lo cree el salvaje.


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Ellis nos dice que los de las islas Tlaway creen que el espíritu del muerto revolotea en derredor de los lu­ gares en que ha pasado su vida. So creo en Madagascar que los espíritus de los antepasados frecuentan sus tum­ bas. Cuenta Bernau que entre las tribus de la G uyana se cree que todo paraje donde alguien ha muerto es frecuentado por su espíritu. Lo mismo sucede en todo el Africa. Según Cruickhank en la Costa de Oro se supone que el espíritu permanece cerca del paraje en que se le ha enterrado. En fin, parece ser que los afri­ canos orientales imaginan que las almas están siempre cerca de los lugares de sepultura. En ciertos casos se lleva más lejos la creencia que confunde la residencia del alma con la del cuerpo. Por lo que nos dice Livingstone en el país situado al Norte de Zambese, todo el mundo creía que las almas de los muertos se mez­ clan con los vivos y toman, de una ó de otra manera, parte del alimento de los últimos. De una manera se­ mejante, según Bastián, en las islas Alentinas, «las almas invisibles de los muertos andan errantes entre sus hijos». Hay usos fúnebres que inducen á creer que la resi­ dencia de los muertos está sumamente próxima en la casa abandonada ó en la aldea despoblada, en las cuales había pasado su vida el difunto. Los kamtschadales «van comunmente á establecerse á otra parte cuando alguien ha muerto en la choza sin llevar el cuerpo detrás de ellos. Entre los chibchas, los super­ vivientes abandonan casi siempre la casa donde ha habido una defunción. La razón de ello es evidente, y en ocasiones se la expresa. Cuando un indio creek muerto ha sido un hombre eminente la familia se aleja inmediatamente de la casa en que se le ha enterrado y edifica una nueva en creencia de que el lugar en


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quo se han depositado los huesos de sus muertos so vo siempre frecuentado por espectros. El mismo uso exis­ te en diversos pueblos de Africa. En Bolanda el hom­ bre abandona la choza y el jardín en que ha muerto su mujer favorita, y si vuelve á ella es para dirigirlo oraciones ú ofrendas. Kobben dice que los hotentotes cambian de lugar su choza cuando un habitante ha muerto en él. Según Bastián los bubís de Fernando Póo abandonan una aldea cuando alguien ha muerto en ella y, en fin, sabemos por Tompson, que los bechuanas abandonaron, según uso del país, la ciudad Lattakú á la muerte de Mallahaonan.» En casos tales es perfecta la lógica del uso. De las ideas primitivas que hemos descripto nace la idea pri­ mitiva de que la segunda vida se pasa en el lugar donde ha transcurrido la primera. § 111. En otros puntos encontramos levemente modificadas estas ideas. Se hace más vasta la región y se dice habitada por las almas de los muertos. Sin duda vuelven á visitar sus antiguas moradas, pero or­ dinariamente permanecen alejados de ellas. En la Nueva Galedonia se cree que los espíritus de los muertos andan por los bosques y Turner dice que en las islas Samoa se supone que los espíritus andan errantes por los bosques. Entre los africanos encontra­ mos esta creencia con una diferencia. Los negros de la Costa creen que en los bosques hay salvajes que lla­ man á sus almas para hacerlas esclavas, y los bullo­ nes creen que los demonios de orden superior tienen su residencia en los bosques cercanos de la ciudad y qué los de orden superior residen más lejos. En otras partes el mundo de los muertos, sin ale­ jarse mucho, es una montaña vecina. Se percibe clara­ mente el origen de esta creencia. Los caribes enterra­


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l'OR II, HrifiNOF.lt b a n á sus je fe s en co lin as, Iom r o í n n n c h o H los e n la c o lin a m ás a lt a do la v o r lin lu l

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los enterramientos están

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general

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délas montañas ó muy cerca. Esto uso y la creen­ cia que le está asociada, están en ocasionen unidos por un lazo sobre cuyo sentido no cabe engañarse. Hemos visto que en Borneo se depositan los huesos délos muer­ tos en los picos y cimas más inaccesibles. De ahí la creencia de los dayaques montañeses, de que da cuen­ ta Low, de que están pobladas de espíritus las monta­ ñas más altas y, según nos dice Saint-John, cuando se pregunta á un dayak (de la llanura) donde pasan los muertos la vida futura enseña las montañas más altas que se pueden percibir y las señala como la residen­ cia de sus amigos difuntos. En multitud do países se encuentran montañas que pasan por el otro mundo. Ellis nos dice que en Tahiti el cielo de que se habla­ ba más comunmente estaba situado cerca de... la glo­ riosa Tamahani, estancia de los espíritus de los muer­ tos, montaña famosa situada al Noroeste de Razatea. Como acabamos de vor (§ 07) existe una creencia se­ m e ja n te en Madagascar. En fin, añadiré el pasaje do Dubois, citado por sir Jhon Lubbock, de que «los auto­ res indios colocan la estancia do los bienaventurados en las montañas más elevadas que se encuentran al norte de la In d ia». Hay que mencionar un paraje más cercano de los muertos. Cuando se utilizan las cavernas como luga­ res de sepultura no so tarda en suponer que son la es­ tancia de los muertos. Do ahí se forma la noción de otro mundo subterráneo. El sepultamiento ordinario


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junto á la creencia en un doble que siempre anda erran­ te y que vuelve á la tumba, puede sugerir una idea del género de las de los khondos, cuyas divinidades (espí­ ritus de los antepasados) no traspasa los límites de la tierra «en cuyo seno se cree que residen, de donde en­ tran y salen á capricho.» Pero, evidentemente, el uso de enterrar en las cavernas tiende á dar una forma más desarrollada á esta concepción. El profesor Nilsson, en su E dad de piedra, después de haber mostrado que los restos de las cavernas comprueban las tradi­ ciones y las alusiones que se encuentran en todas par­ tes en Europa y en Asia, habla de las aldeas hechas de cavernas artificiales que los hombres han practica­ do en el seno de las montañas cuando se vieron de­ masiado numerosos para las cavernas naturales, y nos recuerda que al mismo tiempo que vivían en caver­ nas, se enterraba en ellas. Nota después que esta cos­ tumbre, como todas las costumbres religiosas... ha sobrevivido mucho tiempo después de que los hombres habitaran casas. Se puede reconocer en varias partes del globo la religión que liga á estos usos, pero, como ya hemos indicado (§ 87), se la ve especialmente en América desde la Tierra del Fuego; en el Sur, hasta Méjico en el Norte. A l lado de estos usos encontramos la idea de una región subterránea adonde se retiran los muertos. Por ejemplo, los patagones creen que a l­ gunos de ellos, después de la muerte retornan á las cavernas divinas donde han sido creados y donde re­ siden sus dioses particulares. § 112. Pero para comprender bien la génesis de esta última creencia, debemos agregar á ella la géne­ sis de la creencia según la cual los muertos habitan localidades más lejanas. ¿Cómo se ha pasado de la idea de otro mundo al lado de los vivos, á la idea de


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otro mundo lejano? L a respuesta es sencilla: mediante una emigración. No tenemos más que pensar en las formas que pro­ bablemente adoptan los sueños en los pueblos que aca­ ban de emigrar, para ver que de ello resultarán creen­ cias que establecerán la morada de la vida venidera en lugares á que no se llega más que después de lar­ gos viajes. Ligados á parientes que han dejado tras si, sujetos á la nostalgia (hasta el punto de que en oca­ siones, según Livingstone, mueren de ella), á los sal­ vajes que la guerra ó el hambre han arrojado de su país, deben con frecuencia soñar con las personas y con los lugares que han abandonado. Sus sueños, con­ tados y acogidos á la manera primitiva, como si fue­ ran hechos reales, les hacen creer que, durante su sue­ ño, han ido á visitar sus antiguas moradas. Estos sue­ ños, que todos han tenido sucesivamente, les familia­ riza con la idea de volver á ver durante sus sueños la tierra de sus padres. ¿Qué sucede, pues, á la muerte tal como la interpreta el hombre primitivo? El otro yo está ausente desde hace mucho tiempo. ¿Dónde ha es­ tado? Evidentemente, en los lugares donde iba con frecuencia y de donde otras veces volvía. Ahora no ha vuelto. Aspiraba á volver á estos lugares y solía decir que volvería á ellos. Ahora ha hecho lo que que­ ría hacer. Volvemos á encontrar esta interpretación en todas partes, en algunos casos claramente formulada, en otros seguramente entendida de una manera implíci­ ta. Entre los peruanos, á la muerte de un inca se de­ cía que «había sido llamado á las moradas de su pa­ dre el Sol.» Lewis y Clarke nos dicen que, cuando mueren, los mandanos esperan retornar al país primi­ tivamente habitado por sus abuelos. «No creáis, decía 19


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un jefe de Nueva Zelanda, que vengo de la tierra, ven­ go de los cielos; mis antepasados están todos en olios. Son dioses y volveré á su lado. » Cuando muero un san­ tal lejos del río, un pariente lleva á él una parto do su cuerpo y la coloca en la corriente para que sea arras­ trada hacia el lejano Oriente, de donde han venido 8us antepasados. De un modo semejante se afirma que •►las razas teutónicas se formaban de la vida futura una idea que las reducía á un retorno á la patria, un retorno cerca del padre.» Veamos cómo corresponden con los hechos las condiciones de esta creencia. Hubo emigraciones en todos los sentidos. Por consi­ guiente, en esta hipótesis, han debido formarse diver­ sas creencias sobre el punto donde estaba situado el otro mundo. En efecto, ha sido así. No sólo quiero de­ cir que las creencias difieren en las partes del mundo que están separadas unas de otras por grandes distan­ cias. Difieren en todas las regiones de una superficie extensa, y frecuentemente la diferencia es la que se hubiera podido prever por los caminos que debieron tomar las emigraciones para llegar al nuevo país y la que se encuentra de acuerdo con las tradiciones. Así en la América del Sur los chonos, según Inow, «hacen remontar su origen á naciones venidas del Oeste, á través del Océano», y esperan ir á ese país después de la muerte. Thomson nos dice que sus vecinos los araucanos, «van por el Oeste atravesando el mar des­ pués de su muerte». Los peruanos de la raza dominan­ te que esperaban ir al Este, ponían al cuerpo de este lado; pero los peruanos de la raza inferior indígena, que vivían en la costa, no tenían este uso. El paraíso de los ottomacos de la Guyana está situado al Oeste, y, por el contrario, el de los indios de la América Cen­ tral, se encuentra donde el sol se levanta. En la Amé­


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rica del Norte, los chinuoos, que habitan una latitud elevada, tienen, como los chipeuayos, su cielo en el Sur, en tanto que las razas que habitan las partes me­ ridionales del continente, tienen en el Oeste sus bien­ aventurados los territorios de caza. En Asia el paraí­ so de los leal mucos está al Oeste, el do los cubis al Norte, el do los todas donde se pone el sol. En fin, se encuentran diferencias análogas en las creencias de los naturales de la Polinesia. En la isla Eroraanga se cree que los espíritus de los muertos marchan hacia el Este, y, por el contrario, en la isla Lifona se supone que el espíritu después de la muerte va por el Oeste á un lu­ gar llamado Locha. Como hemos visto, en algunos de los hechos citados más atrás, la posición que se da al cadáver al enterrarle, depende evidentemente de la dirección que se considera que ha de tomar el muerto y hasta con mucha frecuencia el uso popular lo afir­ ma explícitamente. Así es que, por lo que cuenta Smith, los araucanos colocan álos cadáveres sentados con la cara vuelta hacia el Oeste, donde está situada la tierra de los espíritus. Anderson refiere que los damaras vuelven la cara de los cadáveres hacia el Norte «para recordarles (á los naturales) el lugar de donde ha venido su raza.» En fin, sus vecinos los bechuanas colocan á sus cadáveres en la misma posición. Al lado de estas ideas, que difieren según la diferen­ cia de los antecedentes de estas tribus emigradas, se encuentran ideas diferentes sobre el viaje que hay que hacer después de la muerte, ideas que difieren tam­ bién, y de una manera correspondiente, de los prepa­ rativos que hay que hacer para este viaje. Y a es un viaje hacia un mundo subterráneo, ya un viaje por tie­ rra, ya el itinerario está marcado por el descendimien­ to del curso de un río, ya es preciso pasar el mar. De


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cada una de estas ideas dependen creencias y obser­ vancias distintas. Como ya hemos dicho, una analogía, que remonta á los trogloditas, atestiguada por osamentas que se en­ cuentran en las cavernas, y también por las tradicio­ nes, da lugar á algunas creencias sobre el origen del hombre y (cuando están unidas á la esperanza del re­ torno después de la muerte á la estancia de los ante­ pasados) á otras creencias sobre el lugar del otro mundo. «Por lo menos una mitad de las tribus de la América del Norte creen, según dice Cattin, que el hombre ha sido creado bajo tierra ó en las cavernas de las rocas de las grandes cadenas de montañas, no­ ción que no podía menos de nacer en hombres cuyos antepasados vivieron en cavernas.» Desprovisto de sa­ ber, sin ideas generales, sin lenguaje en estado de expresar la diferencia que separa el acto de dejar sa­ lir del de crear, necesariamente tenían que tener tra­ diciones que les hagan nacer de cavernas ó de una manera más vaga de la tierra. Según que las leyen­ das continúan siendo especiales (lo que necesariamen­ te sucederá en los países en que no estén alejadas las cavernas habitadas en otros tiempos) ó que se hagan generales (lo que probablemente acontece cuando la tribu emigra á otras regiones), la creencia puede adop­ tar una ú otra forma. En el primer caso, se constitui­ rán leyendas del género de la que existe entre los basutos, donde hay una caverna de la que dicen los natu­ rales que han salido todos, ó del género de la que ha citado Liwingstone y que se relaciona con una caver­ na situada cerca de la aldea de Sechelé que, según se dice, es la morada de la divinidad. En el otro caso, se formarán ideas del género de las que existen entre los todas, que creen que sus antepasados han nacido de


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la tierra y de las do las antiguas razas históricas que consideraban á la Tierra-madro como la fuente de to­ dos los seres. Sea lo que lucre, al lado do la creencia en un origen subterráneo, encontramos realmente una creencia en un mundo subterráneo donde los muertos van á reunirse con sus antepasados. Sin insistir sobro el efecto que ha debido producir en los hombres pri­ mitivos la vista de vastas cavernas ramificadas, como la del mammouth en Kentucky ó la de Bellamar en la Florida, no tenemos más que recordar que en toda la superficie del globo el agua ha cavado largas galerías ramificadas que conducen al explorador, ya á un^ •ima infranqueable donde ruje un río subterráneo, ya á estrechas grietas, lo que basta para hacer sentir que no puede menos de nacer la creencia en un mun­ do subterráneo y una extensión indeterminada. Fijé­ monos en la credulidad de nuestros aldeanos que v i­ van cerca de una charca ó de un estanque profundos: dicen que no tienen fondo. Claro es que lo mismo se cree de las cavernas que no tienen gran extensión, pero cuya extremidad no ha sido explorada, á las que fácilmente se consideran como aberturas que, por grutas tenebrosas, conducen á las tristes regiones de los infiernos. En fin, en los países en que se ha em­ pleado como lugar de sepultura una caverna primiti­ vamente habitada y que, por consiguiente, se está dis­ puesto á creer que está poblada por las almas de los antepasados, bien pronto se encuentran razones para creer que el viajo de ultratumba, que el alma hace á las estancia de los abuelos, consiste en un descenso al Hadés (1). (1) He encontrado una confirmación de esta idea después que este pasaje se ha dado á la imprenta. Primitivamente existía entre los hebreos el uso de enterrar los muertos en


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Cuando un viaje que conduce á los infiernos ó A otra parte, tiene que durar mucho tiempo, necesita preparativos. De ahí viene el uso de dejar objetos cer­ ca del cuerpo; una maza en la mano del fidjiano para que esté preparado á la defensa; una azagaya en la del neocaledoniano, el zapato de los infiernos que los escan­ dinavos ponen cerca de los muertos, el sacrificio de un caballo ó de un camello para ahorrar al difunto las fatigas del camino, los pasaportes por cuyo medio los mejicanos se ponían al abrigo del peligro, la cabeza de perro depositada por los esquimales en la tumba de un niño para que le sirva de guía en la tierra de las almas, el dinero para el portazgo y los presentes des­ tinados á apaciguar los demonios que se encuentran en el camino. Es de esperar que naturalmente se encuentre cierto aire de familia entre las dificultades que han presenta­ do tales viajes de retorno al país de los antepasados cuando las emigraciones las hayan encontrado en otros tiempos semejantes. Dice Bosman que el cielo de los negros de la Costa de Oro está situado en un país del interior llamado Bosinanca, y para llegar allí hay que atravesar un río. Es natural que el paso de un río sea el acontecimiento principal del relato de un viaje entre I03 pueblos del continente. Es raro que una emi­ gración por tierra no tropiece en su camino con un gran río que haya que atravesar. Los emigrantes no tienen barcos; la tradición hará, pues, del río un obslas cavernas. Pru eba de lo que decimos es la compra de una caverna por A braham . Relacionemos etste uso con el sentido de la palabra sliéol que significa caverna y tendremos dere­ cho para decir que el mismo procedimiento de desarrollo que ha hecho del espíritu aparecido un alm a dotada de una existencia permanente, ha hecho también de la caverna un mundo subterráneo.


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táculo enorme y el paso de esta corriente de agua constituirá la principal dificultad del viaje de los muertos. A las voces so dice, entro las tribus de la América del Norte, quo la razón del retorno de un alma, es la do quo no ha podido pasar el río. Do esta manera so explica, el fin de un acceso de catalepsia: como el otro ya 110 pudo franquear el río, se ha vuelto. No es imposible que la idea formada del peligro de esta travesia, peligro tan grande que después de ha­ ber escapado de él el difunto ya no le quiere volver & afrontar, dé lugar á la creencia de que los espíritus no pueden atravesar el agua corriente. Cuando una tribu emigrante, en lugar de llegar á su nueva comarca por un camino directo, ha llegado á ella remontando un río, la tradición y la idea de un viaje de retorno al país de los antepasados, que es su consecuencia, adapta otras formas y sugiere nuevos preparativos. En algunos países en que la vegetación es sumamente lujuriosa, los ríos son,no diremos el úni­ co, pero sí el medio más fácil de llegar al interior. Por Humboldt sabemos que en la América del Sur las tri­ bus se extienden á lo largo de los ríos y de sus afluen­ tes, y que los bosques que las separan son impenetra­ bles. Se ha encontrado en Borneo una distribución aná­ loga donde so ven establecidos en las orillas de los ríos y en las riberas del mar á los invasores extranje­ ros, notándose claramente que la invasión ha seguido el curso de los ríos. De ahí proceden los ritos fúnebres usuales en Borneo. Saint-John cuenta que los canuitas acostumbran á cargar una ligera canoa con los bienes de un jefe difunto y abandonarla á la corriente de un río. El rajah Brooke cuenta que los malanayos acostumbraban á empujar el cuerpo de sus jefes de la costa del mar en un barco, con su espada, alimentos,


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vestidos, etc., y también, con frecuencia, con una mu­ jer esclava encadenada á la barca. Es útil notar quo da como antigua esta costumbre, pero añade, que ahora se depositan estos objetos cerca de las tumbas, ejemplo de la manera que tienen de modificarse estas observancias y de borrarse su sentido. Los chinucos nos presentan un ejemplo análogo que puedo añadir. Colocan al cadáver en una canoa cerca de la orilla del río , vuelta la proa del lado de la corriente. Un viaje que conduce al otro mundo descendiendo un río nos lleva como por la mano, y casi sin transi­ ción, á la última especie de viaje, á una travesía por mar. Ordinariamente lo encontramos en los países ha­ bitados por una raza que se ha establecido en ellos después de una emigración de Ultramar. El cielo de los tongas es una isla lejana. Es verdad que no se sabe bien dónde está situado bulú, la estancia de los bien­ aventurados de las islas Fidji; pero no se puede ir á él más que en canoa, lo que prueba que está separado de este mundo por agua. Turner, que nos dice que el in­ fierno de Samoa está situado en el extremo occidental de Savaii, nos dice que para llegar á él el espíritu (si pertenece á una persona que vive en otra isla) viajaba en parte por tierra y en parte á través del mar ó de los mares que de ella le separaban. También nos dice que los samoanos «dicen de un jefe muerto que se ha puesto á la vela.» A l lado de estas creencias, ó en su lugar, encontramos en otras partes usos suficiente­ mente significativos. Por Ellis sabemos que en ocasio­ nes se encuentra en las islas Sandwich una parte de una canoa cerca de una tumba. En Nueva Zelanda, poblada por inmigrantes polinesios, se encuentra con frecuencia, al decir de Angas, una canoa, en ocasiones también velas j remos ó una parte de canoa al lado


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ó en el interior de las tumbas. Sabemos do otra parte por Thompson quo se envolvían los cuerpos de los jefes neo-zelandeses y se les introducía en cofres en forma de canoas, modificación quo arroja bastante luz sobre otras modificaciones análogas. Cuando encontramos estas observaciones en comarcas adonde no se ha po­ dido llegar más que en barcos, no podemos dudar de la significión de observancias semejantes que encon­ tramos en otra parte. Ya hemos visto que los chonos ó patagones occidentales, que pretenden descender de un pueblo occidental situado más allá del Océano, es­ peran ir á él después de su muerte; y hay que añadir que encierran á sus muertos en canoas cerca del mar. También los araucanos, cuyas tradiciones y esperan­ zas son análogas, á las veces entierran á un jefe en un buque. Bronwick afirma que en otros tiempos entre los australianos dePort-Jackson se abandonaban los cadá­ veres á la corriente en una canoa de corcho. No es esto todo. Angas, que quiere mostrar cómo una observan­ cia cuyo sentido es al principio de una claridad per­ fecta pasa bajo una forma cuyo sentido es menos dis­ tinto, dice que entierran á sus muertos en una canoa las poblaciones de la Nueva Gales del Sur. Hechos análogos se encuentran en el hemisferio sep­ tentrional. Se cuenta quo entro los chinucos «se pone á todo el mundo, con excepción do los esclavos, en ca­ noas ó sepulcros do madera». Por Bastián sabemos quo los ostiacos entierran á los muertos en buques y, en fin, los antiguos escandinavos tenían usos análogos. § 113. Después deestoshechos so presenta una nueva explicación. Vemos cómo en la misma sociedad pue­ den formarse, y definitivamente se forman, bajo cier­ tas condiciones, creencias en otros dos mundos ó en un número todavía mayor. Cuando á la emigración viene


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á agregarse la conquista, y pueblos de tradiciones dis­ tintas se organizan en una sociedad, tienen estancias de antepasados diferentes adonde vuelven sus muer­ tos respectivos. Ordinariamente, cuando encontramos desemejanzas físicas y mentales, signos que atestiguan que no tienen el mismo origen, cada una de la3 razas gobernante y gobernada cree en un inundo diferente. En las islas Samoa se cree que «los jefes tienen un lu­ gar separado llamado Pulotú.» Angas dice que entre los neo zelandeses sólo se entierra á los jefes en una canoa en la esperanza de que retornarán al país de los antepasados. En opinión de algunos, auuque no de to­ dos los tongas, sólo los jefes tienen alma y retornan á Bolokú, su cielo, lo que probablemente se debe á que las tradiciones de las inmigraciones más recientes que han conquistado el pais, son relativamente distintas y predominan. Con la ayuda de esta clase podemos com­ prender cómo es que otro3 mundos diferentes destinados á castas sociales diferentes, y que no tienen al principio nadaqueverconlaética, llegan áserotrosmundospara los buenos y para los malos respectivamente. Recorde­ mos solamente que la palabra villano, hoy expresión enérgica de la vileza, quería decir solamente en otros tiempos siervo, en tanto que la palabra noble no se re­ fería en un principio más que á la eminencia que propor­ cionaba una posición social elevada, y no podremos poner en duda que la opinión pública primitiva no tiende á identificar la sujeción con la maldad y la po­ sesión del poder con la bondad. Recordemos también que los conquistadores constituyen ordinariamente la casta militar y que los conquistados se convierten en esclavos que no combaten; en fin, que en las socieda­ des constituidas con estas bases, la dignidad del indi­ viduo se mide por su bravura, y nos daremos cuenta


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de una nueva razón para que los otros mundos de los conquistadores y de los conquistados, aunque en su origen no fuesen más quo la estancia do sus respec­ tivos antepasados, lleguen á ser en la idea popular uno la estancia de los buenos y otro la estancia de los ma­ los. Es, pues, natural que acontezca que en los países que han sido subyugados par una raza invasora, los descendientes indígenas de poblaciones trogloditas se distingan los lugares respectivos á que ambas razas esperan volver, en que uno llegue á ser la estancia de los malos y el otro la de los buenos, y surgirá una creencia análoga á la corriente en Nicaragua. Las po­ blaciones de este país piensan que los malos, esto es, los que han muerto en su casa, van bajo tierra á Miqtanteot, pero que los buenos, esto es, los que han pe­ recido en el campo de batalla, van á servir á los dio­ ses á los lugares en que sale el sol, de donde se ha im­ portado el maíz. Encontramos entre los patagones la prueba de que los descendientes subyugados de una raza de trogloditas no consideran al mundo subterrá­ neo como un lugar de miseria. Por el contrario, según dicen, retornan después de su muerte á las cavernas divinas para llevar en ellas una vida agradable con los dioses que reinan en los países de las bebidas fuer­ tes; pero cuando, como en Méjico, hubo conquistas, el mundo subterráneo pasa, si no como un lugar de cas­ tigo, al menos por un lugar donde no se está muy bien. Sin duda las nociones que se forman de esta ma­ nera, variarán en cada caso con sus antecedentes. Las creencias relativas á esos otros mundos, pueden sufrir modificaciones sin fin y pueden introducirse en ellas imposibilidades que las hagan ilógicas; pero lo que es de notar, es que la estancia de los infiernos, tal como


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los griegos concebían el Hadés, que no era un lugar horrible para los primeros descendientes de una raza de trogloditas, puede sufrir una modificación que acen­ túa la diferencia para convertirse en una estancia sombría, y, en fin, un lugar de castigo, por el solo he­ cho del contraste que opone á los lugares mejores donde van otras almas, es á saber, las islas del Occi­ dente, destinadas á los valientes y las moradas celes­ tes para los favoritos de los dioses. En fin, hay tam­ bién que notar que las inhospitalarias regiones adonde son relegados los rebeldes, dan un origen análogo al Tártaro y á la Gehenna (1). § 114. De la misma manera se puede interpretar la concepción de otro mundo, del que nos resta que hablar, colocado por cima ó fuera de éste. La transi­ ción de una estancia sobre una montaña á una estan­ cia en el cielo, tal como los hombres primitivos conci­ ben el cielo, no presenta ninguna dificultad. Muchos pueblos acostumbran enterrar en las mon­ tañas, y ya hemos visto que hay sitios, como por ejemplo, en Borneo, donde existe la costumbre de de­ positar los restos de un jefe en una cima de difícil acceso, al lado de la creencia de que los espíritus ha­ bitan en las cimas de las montañas. Es probable que en estos casos la costumbre sea la causa de la creencia; (1) Y a estaba en prensa este pasaje, cuando he encon­ trado en la más antigua de las leyendas conocidas, el relato babilónico del diluvio; la prueba de que, tal como se le con­ cebía, el cielo era el territorio de donde procedía la raza con­ quistadora. L a residencia de los dioses adonde fué transpor­ tado Xisuthrus, en recompensa de su piedad, se halla situada en el golfo Pérsico, cerca de las bocas del Eufrates, y Mr. Smith indica que era la región sagrada de donde vinie­ ron los seres que enseñaron las artes á los babilonios, seres á los que éstos tributaban culto.


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pero muy pronto vamos á ver quo una creencia, apa­ rentemente semejante, puede tener en otros casos otro origen. Sin embargo, aqui nos limitamos á notar que la montaña más alta de las que están á la vista, pasa por un mundo poblado de muertos, y quo la lengua rudimentaria de los salvajes confunde la estancia en un pico elevado en los cielos con la estancia en los cielos. No olvidemos que en el principio el hombre considera al cielo como una bóveda sostenida por esos soberbios picos, y comprenderemos que de ello se haya debido de concluir que los habitantes de estas alturas tienen fácil acceso al firmamento. Una vez establecida esta creencia, luego se desarrolla, y hasta puede salir de ella una nueva idea; es á saber, que hay cielos distintos unos de otros, habitados por poblaciones je ­ rarquizadas de espíritus. Pero, como ya hemos hecho presentir, el origen que hace descender al hombre de lo alto que arrastra á creer que los muertos viven en las cimas ó en los cie­ los, no es el único origen posible; hay otro que es hasta probable y que no conduce á la misma conclusión; por el contrario, reserva esta morada celeste á una raza de seres muy diferentes con exclusión de cualquiera otra. Véanse los hechos que dan margen á esta otra creen­ cia. Podemos encontrar, desdo los tiempos más remo­ tos hasta las épocas do barbarie, la pr íeba de que bus­ caban los lugares más elevados para establecer en ellos sus defensas; testigos los c a stillo s de la Gran Bretaña, las fortalezas antiguas y modernas del Rhin, las ciu­ dades y aldeas que datan de la Edad Media que coro­ nan las alturas en Italia, y, en fin, las plazas fuertes encaramadas en las cimas do picos punto menos que inaccesibles en Oriente; testigos también las defensas que se encuentran dondequiera que el hombre salido


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del salvajismo primitivo ha encontrado lugares favo­ rables para la resistencia. Gedoi describe una fortaleza edificada en una altura por los mejicanos. Los chibchas construían trincheras en las alturas, y, en fin, los peruanos fortifican las cimas de las montañas con fo­ sos y muros. De este modo invasores é invadidos sacan partido de las eminencias que dominan los alrededores. Los restos de campamentos romanos que existen en las colinas de Inglaterra recuerdan este uso. Eviden­ temente, durante las luchas armadas y las conquistas que se han sucedido sin interrupción, ha sucedido con frecuencia que la raza conquistadora se ha apoderado de una posición elevada. Un relato que debemos al rajah Brooke, en el que cuenta la lucha prolongada que sostuvo contra un jefe montañés de Borneo, nos enseña lo que probablemente debió suceder cuando la posición permanecía en poder de la raza superior. Su adversario había fortificado una roca casi inaccesible en la cima de Sadok, montaña de unos 5.000 pies de elevación, rodeada de montañas más bajas. El rajah Brooke la llama sombría y grandiosa, las leyendas de los dayaques la designan con el nombre de Gran Mon­ te, donde ningún enemigo se ha arriesgado. La primera tentativa de tomar esta fortaleza fracasó completa­ mente; la segunda, en que se hizo uso de un pequeño mortero, fracasó también, y solo gracias á un obús que se pudo arrastrar con mucho trabajo y en medio de los aullidos de un centenar de dayaques, prosperó la ter­ cera. El jefe, que el poder de los aparatos de una raza civilizada pudo arrojar de su guarida, se hacía natu­ ralmente tener de la vecindad. El abuelo Bentap, que tal era el nombre con que se le designaba, era de una violencia peligrosa, mataba algunas veces á sus pro­ pios hombres, no tenía para nada en cuenta las eos-


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tumbres establecidas, y, entre otros delitos, cometió el de tomar una segunda mujer en una población que le le negaba su alianza; la robó y la condujo á su nido. Había rechazado á la vieja y hecho de la joven la reina de Sadok. Ayudado por sus lugartenientes Layang, Nonang y Loyioh, que sostenían puntos avanzados, era invencible contra todos los potentados indígenas. Y a se había convertido en objeto de creencias supersticio­ sas. So decía que una relación misteriosa unía á las serpientes con los abuelos del Bentap ó que las almas do estos últimos residían en estos repugnantes anima­ les. Pero si, en lugar de un jefe indígena que vive de esta suerte en las nubes (que impidieron el último ata­ que) que desciende de tiempo en tiempo para ejecutar algún acto de venganza, que tiene aterrado á todo el país en su derredor, y que da lugar á relatos ya pasa­ dos al estado de creencias supersticiosas, suponemos jefes pertenecientes á una raza de invasores importa­ dores de conocimientos, de oficios, de artes, de apara­ tos desconocidos á los indígenas, pasando por seres de un orden superior, como lo son hoy, á los ojos de los salvajes, los hombres civilizados; confesemos que, cier­ tamente, se hubieran producido leyendas en alabanza de esta raza superior establecida en el cielo. Puesto que esos dayaques creen á los dioses tan poco diferen­ tes de los hombres que suponen que su dios y creador supremo, Tapa, vive en una casa semejante á la del malayo que está vestido á la moda dayak, nos parece indudable que el pueblo hubiera atribuido carácter di­ vino á un conqustador colocado en tales condiciones. En fin, si el país fuera de aquellos en que la sequedad favorezca la creencia en los hacedores de lluvia y en los rebaños celestes; si como entre los zulús, se cree en los doctores de aguas, que tienen el poder de luchar


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contra el relámpago y el granizo y de lanzar el re­ lámpago á otro doctor para experimentarle, el jefe que viviera en un pico en cuyo derredor se formaran las nubes y de donde partieran las tormentas, sería, sin va­ cilación, considerado como el autor de tales cambios, como un Dios que tiene en su mano el rayo y el true­ no (1). No se limitarían á atribuirle estepoder, sino que se encontraría que algunas veces descendió de su celestemorada que se ha presentado entre los hombres y que tuvo relaciones amorosas con sus hijas. Que pase a l­ gún tiempo sobre estas leyendas, que se exagere y se idealicen los hechos, que se amplifiquen como la hazaña de Sansón con una mandíbula de asno, como los altos hechos de Ramsés, que mató él solo 100.000 enemigos, como las proezas de Aquiles, y llegaremos á la idea de que el cielo es la morada de seres sobrehumanos que ordenan á la naturaleza y castigan á los hom­ bres (2). (1) Hay una creencia de los antiguos mejicanos que sir­ ven de ejemplo de la idea de que los seres que viven en lo* lugares en que se reúnen las nubes son los autores de ellas. Tlala, ó de otro modo Tlalocateucli (dueño del paraíso) era el dios del agua. Se le llam aba el dios que fertiliza la tierra... el dios que reside en las montañas más altas donde o rd in aria­ mente se form an las nubes... Los ancianos creían que otros dioses residían en todas las montañas elevadas y que esta­ ban sometidos á Tlaloc. Se les im aginaría, no solamente como los dioses del agua, sino también como los dioses de las mon­ tañas. (Clavigero, lib. vi, cap. 4 y 5.) (2) Se puede añadir que, una vez formada, esta idea no queda limitada á la localidad original. L as tormentas que se form an en el cielo, lejos de esa fortaleza de rocas, serían pruebas de que el Dios tonante tiene acceso en otras partes del cielo; por consiguiente, la raza que acaba de emigrar, la emigración de este dios, estaría demostrada por las tormen­ tas que se form an tras de la raza y se concluiría por darle como morada las montañas de donde ordinariamente des­ cienden las tormentas.


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Sé muy bien que se me reprochará mi evhemerismo y que los mitólogos, cuyas ideas están hoy en moda, creerán haber concluido con esto con mis explicaciones. No presento aquí esta idea más que incidentalmente y sin pruebas. Poco á poco, después que haya mostrado que está de acuerdo con todos los testimonios directos que tenemos sobre los modos primitivos de pensamien­ to, espero mostrar que los numerosos hechos que nos presentan las razas civilizadas ó semicivilizadas no prestan ningún apoyo á las teorías reinantes de los mitólogos, y que semejantemente estas teorías se hallan en desacuerdo con las leyes de la evolución mental. § 115. La conclusión general á que llegamoses que las ideas de otro mundo pasan por diversos períodos de desarrollo. Por de pronto, se concibe la comarca de los muertos como idéntica á la de los vivos: pero poco á poco las dos estancias se apartan una de otra. La es­ tancia de los muertos retrocede á los bosques cercanos, luego á los bosques lejanos, á los más distantes, des­ pués á las colinas y, por último, á las montañas que se pierden en lontananza. La creencia en cuya virtud el muerto va á reunirse con los antepasados da lugar á nuevas diferencias que varían entre sí como las tradi­ ciones de los pueblos. Los descendientes sedentarios de una población de trogloditas creen que los muertos retornan á otro mundo subterráneo de donde han sa* lido, pero las razas emigrantes colocan su otro mundo en la patria de los antepasados, adonde el alma debe volver después de la muerte viajando por tierra, des­ cendiendo por el curso de un río ó atravesando el mar, según la situación de esta patria. Las sociedades com­ puestas de conquistadores y conquistados que no tie­ nen sobre sus orígenes la misma tradición, tienen otros varios mundos distintos; éstos se diferencian: el uno es 20


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superior, el otro inferior según la situación respectiva de ambas razas. Que estos pueblos mezclados sean conquistados por inmigrantes más poderosos y se in­ troducirán nuevas complicaciones en las ideas del otro mundo. Se establecerán otros nuevos más ó menos de­ semejantes. En fin, en los países en que el lugar de los muertos de la clase superior está situado en las cimas de las montañas, una transición fácil transporta la mo­ rada de los muertos á los cielos, por de pronto á un lugar cercano del cielo y más tarde, indistintamente, á todo él. De suerte que la pretendida residencia de los muertos, en un principio idéntica ó la de los vivos^ se aleja poco á poco en el pensamiento. La distancia que la separa, y la dirección que á ella conduce, se hacen cada vez más vagas y, por fin, el espíritu deja de asignarle un lugar en el espacio. Todas estas concepciones, que tienen sus raíces en la idea que primitivamente se ha formado de la muer­ te, sufren simultáneamente modificaciones progresivas análogas á las de la idea de la muerte. La resurrec­ ción, mirada en un principio como inmediata, se la aplaza indefinidamente; el espíritu, concebido al prin­ cipio como completamente substancial, se borra para convertirse en una substancia etérea; la otra vida, que al principio reproducía exactamente el tipo de la primera, se aparta cada vez más de ella, y el puesto que ocupa pasa, de un lugar completamente cercano, á otra parte de la que nada se sabe y nada se imagina.

F IN D EL TOMO PRIMERO


ÍNDICE DEL TOMO PRIMERO

PA gs -

PRIMERA. P A R T E

Datos de la Sociología. P r e f a c i o d e l p r i m e r v o l u m e n .................................................

5.

C a p í t ü l o p r i m e r o .— E volución s u p e ro rg á n ic a ...................

7

C a p . II.— Factores de los fenómenos sociales..................... C a p . IV .—Factores originales internos..............................

15. 25 58

C a p . V . — E l ho m bre prim itivo físico ..................................... C a p . V I .— E l ho m bre prim itivo e m o c io n a l...........................

G2 81

C a p . V II.— El hombre primitivo intelectual........................

113 141 183 197

C a p . III.— Factores originales externos..............................

C a p . V III.— Ideas primitivas................................................ C a p . IX.— Ideas de lo animado y de lo inanim ado............ C a p . X .— Ideas del sueño y de los sueños........................... C a p . X I.— Ideas del síncope, de la apoplejía, de la cata­

lepsia y de otras formas de insensibilidad............

212

C a p . X II.— Id eas de la m uerte y de la re su rrecció n ...........

222

C a p . X III.— Ideas de alm as, de aparecidos, de espíritus,

de dem onios, etc..........................................................

247

C a p . X IV .— Ideas sobre otra vida........................................

262 28&

C a p . X V .— Idea de otro mundo............................................



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