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10 años sin Gustavo Araújo. "El artista valiente".
Gustavo Araújo
El artista valiente.
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Ya fuera con una partitura, con una cámara 35 mm, un lienzo o lo que seguía a un estrechón de manos, Gustavo trascendía en mucho más de lo que él mismo se proponía. Deja un legado de obras y amistades que hoy cosechan lo que él les dejó adentro con su firma y honradez.
“Mirando hacia atrás me doy cuenta del privilegio de crecer al lado de una persona tan especial. Que de alguna manera contribuyó a la definición de quién tú eres, una que has ido construyendo sobre ti mismo. Porque crecimos, Gustavo y yo, con muy poca diferencia de edad. Él era mayor año y medio. Y crecimos como si tuviéramos esa relación que tienen los hermanos mellizos”. Eduardo Araújo, para todos Walo, inicia este camino a las luces y sombras de la memoria con un café y un pequeño puñado de pastillas. Está en la sala de su casa, donde vive con Alí y Tica (sus dos Schnauzers) la mañana del sábado en la que se cumplen 10 años, cinco meses y 18 días de cuando su hermano murió atropellado.
Las paredes de su casa en Áreas Revertidas son blancas. En ellas no hay fotos de papá, que ya murió, de mamá o cualquiera de sus cuatro hermanos. Tampoco hay réplicas colgadas de pintores reconocidos que busquen la reacción homogeneizada de un eterno legado. Hay arte en múltiples tipos de expresiones, discretamente ubicado en los dos niveles, todo con la firma de Gustavo Araújo.
“Participar en las conversaciones y reflexiones que están en muchas de sus obras; y de hecho participar en las discusiones sobre la vida entre dos hermanos, es una cosa que tiene un nivel de conexión que nunca lo he tenido con otra persona. Y no creo que sea posible con otra por la manera en que crecimos”. La grabadora tiene su luz roja, y recoge uno de los varios testimonios que dura horas para convencer a cualquiera de que Gustavo Araújo Sarria, con su vida en tres países y su éxito como artista, fotógrafo y músico, en uno de los seres más humanos y entrañables que Panamá no logra recuperar.
La historia de la vida de Gustavo se cuenta y construye con muchas voces. Todas ayudan a descifrar cómo un tipo tranquilo al que no le gustaba que le tildasen de artista, rompió paradigmas en cada escena en la que entraba sin pedir permiso, y se apoderaba, deleitaba y escapaba. Y la presencia del mar en sus vidas es esencial para entenderlos a los hermanos, y para encontrar los rumbos y temas por los que Gustavo surcó cuando su sensibilidad sobrepasaba los límites y se convertía en arte.
“Compartimos ese tiempo de la infancia juntos en la playa con la familia. Explorando el mundo solos. Porque era
un lugar en donde podíamos estar solos, no como en la ciudad donde tenías que pedir permiso para salir. Es en la playa de los años 70’s en la que nosotros crecimos. Donde nuestros papás podrían dejarnos al garete todo el fin de semana y no nos pasaba nada. Podíamos bajar a la playa, explorar, subirnos a un palo e’ mango solos y caernos. Esa sensación de libertad era para nosotros, de alguna manera, ya de jóvenes adultos, como nuestra memoria de qué cosa era ser libres y qué era explorar el mundo”, destaca Walo, menor que su hermano por 17 meses.
Con los años Gustavo devino en ese “enfant terrible” cuando se graduó, con 21 años de edad, de bachiller en ciencias del Instituto Justo Arosemena, luego de repetir algunos años en el Colegio La Salle. Tocar la guitarra tenía lustros siendo parte de su modus vivendi. Le sacaba la mugre a su guitarra con riffs frenéticos y se hacía melómano con la ayuda de Pink Floyd, AC/DC “y toda esa vaina”, recuerda Walo de los años en los que The Wall y los porros hicieron que mutaran ambos de ser los hermanos peleones de siempre a los mejores amigos de cada uno.
De eso formó la mítica banda de rock Los 33 y abarrotaba los pocos espacios que había para batir la melena y pegar brincos. “Habían un par de bares emblemáticos en Panamá (capital): El Sahara, El Graucho pub. Una vaina bien histórica. En Panamá había que si un bar de rock, si acaso dos”, recuerda Lilo Sánchez, voz y guitarra de Señor Loop, una banda con casi 20 años de discografía y al menos 10 encabezando festivales locales. “Como todo estaba tan sectorizado y tan pequeño”, retoma su también amigo, “habían estas figuras y él estaba adentro. El man tocaba sin suéter y vaina. Era intocable, por lo menos para mí, cuando era muy joven. En los ochentas y noventas era el grupo que más sonaba”.
Gustavo empezó los primeros semestres de la carrera de Informática en la Universidad Santa María La Antigua, cuando en paralelo ya tenía rodando canciones con todo el sucio del grunge y el metal gritado en español. En el disco Malas Compañías, el tema Múdate o Muérete, comienza con una dedicatoria: “Para nuestro fiel amigo: Noriega… de Los 33”. Una de las estrofas, versa: ahora dicen / soy una rata / pues yo no quiero / salir de aquí / quiero vivir / solo muy solo / revoluciones en Panamá / ¡múdate o muérete!
Era marzo del 88 y un reportaje de la BBC nos recuerda que en el país las tropas y batallones de Manuel Antonio Noriega antecedían las santamarías de los comercios fijadas por el piso. La gente pasaba hambre y los dólares escasos empeoraban la situación. El manodura había declarado un estado de emergencia, mientras que los civilistas llamaban a huelga nacional. Analistas cuestionaban la falta de estructura democrática para un futuro seguro y el pánico era un síntoma común. Un mes después, los dos más pequeños de la familia Araújo Sarria decidieron mudarse. Walo a Madrid y Gustavo a Caracas.
Banda, amigos, compañeros, familia y Walo: todos despidieron a Gustavo, quien partió a Caracas con la piquiña del rock en sus zapatillas y sus primeros semestres de informática guardados posiblemente en un floppy disk. Llegó a la casa de Nora y Marcelo Saravia, ambos amigos de Dagmar, hermana mayor que Gustavo por 15 años, y lo recibieron como a uno más en casa, junto con sus 4 hijos y un sobrino, en el municipio de Baruta: un barrio del sureste de Caracas, a veces Bella Vista, a ratos El Cangrejo, y en otros Bethania.
Sus padres putativos lo pusieron a trabajar en Unifot, una tienda especializada en el revelado de fotografía y la importación de los equipos más avanzados que habían en el mercado. Mónica Kupfer, curadora de arte, que trabajaría muchos años después con Gustavo en Panamá, estudió a fondo esta etapa caraqueña y, en una investigación que aún no publica, destaca los comentarios de Nora quien veía en Gustavo a un joven fascinado por una ciudad pujante, de muchos edificios y muchísima gente. Un joven que también empieza a experimentar con cuanta máquina llegaba a la tienda. Es así como Nora convence a Gustavo, quien ya tomaba fotografías en blanco y negro, a matricularse en la Escuela Técnica de Artes Visuales Cristóbal Rojas, ubicada en el cónclave de los museos y las artes de Caracas, al poco tiempo de haberle ayudado a comprar su primera cámara: una Pentax K 1000.
“Gustavo encontró esa maravillosa posibilidad que brindan las migraciones: la capacidad de reinventarse.”
“Durante su tiempo en Caracas, Gustavo se contagió del ambiente de más libertad, que encontró allá. Nació su visión de sí mismo como un artista. Aunque tal vez ni siquiera se diera cuenta de eso, ni usara esa palabra para referirse a su persona”, destaca ahora Walo, quien paralelo a Gustavo, se encontraba estudiando derecho en la Uni-
versidad Complutense de Madrid. Carola Saravia, entrevistada por Kupfer, destaca que Gustavo encontró “esa maravillosa posibilidad que brindan las migraciones: la capacidad de reinventarse. Vino siendo un informático con sensibilidad artística y social y encontró a un grupo creativo y las posibilidades para explotar su veta artística”. Luego Kupfer describe así las técnicas en las que empieza a divertirse como un pequeño rebelde, ahora con causa: desplazamientos del tiempo y el espacio, manipulación del obturador, la luz y las sombras; retrato, autorretrato, y cuerpos desnudos, siempre buscando desarrollar una mirada propia y personal.
De regreso a mediados de los noventas, Gustavo se instala para vivir en el Casco Viejo, una zona lejos de la que ahora encontramos cosmetizada. “Era una época en la que algunos amigos no nos querían ni ir a visitar por la guilla de la inseguridad… ese tipo de preocupaciones pequeñoburguesas (risas),” retoma Walo, “pero estábamos en Casco Viejo porque estábamos tripiando Panamá de otra manera, con una visión diferente a la de hoy en día: un lugar “cool”, patrimonio, hermoso, valorado por todo el mundo. Pero en ese momento era un lugar pobre, sucio. Sucede que cuando vives en ciudades grandes, como nos pasaba a Gustavo y a mí, te das cuenta cuando vuelves a tu país, de que eres un actor de cambio mucho más influyente de lo que pensabas y tienes esa responsabilidad de actuar”.
“SUDABAN MELODÍAS / FUMABAN BAJO EL AGUA”
Gustavo no tardó en forjar las relaciones más determinantes del resto de su vida y las que más influyeron, de ida y de vuelta, la forma en la que Panamá proyectó el arte contemporáneo. Llegó a trabajar en Publitrés (hoy P4 Ogilvy), una de las principales agencias de publicidad del país. Su vocación fotográfica la profesionalizó en estos años. Marie Claire Fontaine, quien dirigía la agencia de modelos Physical, recién incorporaba en sus filas a Jonathan Harker, un tipo que “era joven y necesitaba dinero” (como él mismo admite ahora al entrevistarlo). Harker, volvía del exterior de hacer estudios y necesitaba el trabajo.
La dupla dinámica entre Gustavo y Jonathan Harker vino por defecto, cuando el primero frecuentaba la agencia de modelaje por motivos profesionales. “Empecé a verlo casi todos los días”, narra Jonathan,
“él estaba interesado en desarrollar su lado artístico y estaba con esa inquietud de hacer cosas que no fueran moda y publicidad. Yo acababa de regresar de la Universidad de Florida y hablaba de cine experimental, de arte contemporáneo, literatura y filosofía. Empezamos a vernos a diario en su casa, la mía, en Physical, a “parkiar” juntos. Yo trabajaba en el guión de El Plomero, un cortometraje experimental”: un producto que se gestó de la convivencia de muchos artistas dentro de una misma casa, que bautizaron La Casa Tomada, y que atrajo a otros tantos hijos de la creatividad, como el disco Madretambor, el segundo de Señor Loop, y como las postales iconoclastas de Panamá en las que Jonathan se empolleraba y que muchos todavía no logran superar, entre tantos trabajos y anécdotas sublimes.
“It was the sixties!”, interrumpe Lilo emocionado al referirse a esos años en los que la administración del Canal de Panamá volvía a la mano de los panameños. Y Jonathan, quien ahora está trabajando mano a mano junto a Lilo en un documental sobre la vida de Señor Loop, retoma el hilo: “¡Sí! Había como una efervescencia. Mucha gente con muchas inquietudes por hacer cosas que sentían que nunca se habían hecho acá”. “Había mucha playa”, retoma Lilo, “fue un tiempo importante de ocio donde hacíamos y compartíamos proyectos en conjunto”.
En la casa de Walo, el sonido de una decena de distintas aves se ahoga por el paso del tren de contenedores. Para él es como el sonido de la lavadora. Su voz estoica no cambia el tono mientras sigue él con su propia ruta: “Ahí fue donde comenzamos a explorar la ciudad de Panamá juntos y nos seduce la idea de construir relatos nuevos, desde la fotografía y los textos. Digamos que nuestra generación vivía con la sensación de haber nacido en el país equivocado. Nosotros teníamos una actitud diferente, de estar presentes, de sentir que donde estábamos era donde estaban pasando las cosas. No nos acomplejaba ser panameños, al contrario pensábamos ‘qué priti que somos’ y ‘qué cosas tan cool que tiene nuestra ciudad’”.
Por estas calles caminaban entonces una banda de amigos que comulgaban en muchas cuestiones. Todo un escuadrón de perros de reserva que rayaban lienzos, abrían sus micrófonos, enfocaban sus lentes, pisaban el botón de rec, y se empapaban de una cotidianidad para darle una narrativa con alma antropológica y formato de
vanguardia. Una tribu citadina conformada por el sonidista Ingmar Herrera, el publicista Miky Fábrega, la modelo (y al poco tiempo Miss Universo) Justine Pasek, las artistas visuales Donna Conlón, Rachelle Mozman y Pilar Moreno; los cineastas Abner Benaim y Ana Endara, y muchos músicos como Alfredo Hidrovo, Lilo Sánchez, Chale Icaza, e Iñaki Iriberri, por nombrar algunos.
“A finales de los 90’s, inicios de los dosmiles, si tú tenías 20 años y querías ir a fumar a algún lado y estar tranquilo sin que nadie te joda…. Ibas para la Zona del Canal”, detalla Jonathan. “Todo era verde. Una arquitectura integrada a la jungla. Paisajes naturales que jamás habías visto. Esa sensación de ¡qué increíble todo esto! Yo siempre iba filmando con mi cámara mini DV. Salíamos a registrar porque nos fascinaba. Gustavo tenía esa curiosidad y sentido lúdico. Él no separaba aquello que era arte y vida. Miraba todo maravillado. Veía poesía en todo. Cuando lo captaba y lo trataba de expresar, lo hacía con mucho lirismo, con mucho tino”.
Algunos del clan no conocían a Walo todavía, porque estaba en la Universidad de Barcelona estudiando Cooperación Internacional y Desarrollo. El furor del Y2K estaba apunto de conver-tirse en el primer gran bulo de los próximos mil años. Gustavo, quien ya tenía su fotografía en el punto más editorial de su vida (entre tanto hizo, la portada del disco La Rosa de Los Vientos de Rubén Blades), subió a un avión con sus inquietudes, y se fue a drenarlas con su hermano en la Plaza de Catalunya en la fiesta masiva en la que el año cambiaba sus cuatro dígitos. Los ojos de decenas de miles estaban puestos en el Hombre del Milenio, una enorme figura de hierro de 15 metros de alto que cobraba vida cuando varios escaladores y artistas rellenaban su estructura. “Era La Fura del Baus”, retoma Walo, “llovía la champaña, y habían italianos, franceses, gente de todas partes. Fue cuando me pidió que volviera a Panamá porque quería que hiciéramos una revista juntos”.
Con el switch del milenio Gustavo mutaba hacia su siguiente etapa. Dejaba a un lado, cada vez más, las agencias de publicidad y modelaje para entonces dedicarse a la revista y a su primera participación en la V Bienal de Arte de Panamá, con obras fotográficas montadas en grandes cajas de luz. De esto no pasaba mucho tiempo de haberse ido un año a estudiar en
“Sus pinturas eran como vallas publicitarias que decían TODO
ESTÁ EN VENTA AHORA.”
50KNOWHOW | GUSTAVO ARAÚJOel International Center of Photography (ICP) en Nueva York, en donde desarrolló sus habilidades por la fotografía citadina, junto a una visión intimista de la persona humana. Sandra Eleta, la fotógrafa más lírica que sigue teniendo Panamá, y quien era una figura materna para Gustavo, había estudiado en esa misma academia neoyorquina.
Gustavo ganó la V Bienal de Arte, para sorpresa unánime y disgusto de los más ortodoxos. El jurado compuesto por Gerardo Mosquera, Maria Elena Ramos y Alma Ruiz, le dio a su caja de luz, titulada Bocas el primer premio jamás entregado a un trabajo fotográfico. “Mi intención en estas obras es la de crear narrativas a partir de secuencias fotográficas como lo haría una cámara de cine”, se lee de Gustavo en el libro que recuerda esa Bienal. “Las piezas ofrecen la posibilidad de navegarlas en desorden, explorando cuadro a cuadro, o la de percibir una sola composición. En este momento, exploro las relaciones que se dan a partir de jugar con elementos de mi intimidad (memoria, domesticidad, relaciones a distancia) y un medio que tradicionalmente se ha usado para la comunicación masiva. La mayor parte de mi carrera la he dedicado al mundo de la publicidad de donde tomo ahora el medio, específicamente las vallas, un medio que me resulta familiar”, agrega.
Ese era el marco en el que Gustavo le da forma en sus tiempos libres a Mogo, una revista hecha con estos amigos suyos, con quienes exploró los vericuetos más auténticos de la vida normal de una ciudad que tomaba sus primeros pasos rumbo a la pubertad. La primera edición llegó dos meses después de ese último espaldarazo en el rumbo artístico de Gustavo. Hicieron de Mogo una publicación trimestral, de hojas gruesas e historias casi inverosímiles, en un instantáneo objeto de culto. Destacaron historias como el de la señora de Paritilla, que musealizaba cada objeto que encontraba y lo disponía a la exhibición en su ranchito; como la del George Bush panameño, amo y señor de lugares tan míticos como La Casa Redonda de El Dorado y La Cascada de la avenida Balboa; o como la historia del mafá, que es una boquita de originalidad exclusiva en este istmo.
Pero el proyecto apenas aguantó cinco ediciones. “Porque la hacíamos en nuestro tiempo libre. Porque no fue concebida para un negocio. Porque nos gustaba regalarla.
Cuando se dejó, era porque representaba una carga”, enumera Jonathan Harker, co-director artístico de la revista. “Hicimos esa revista como pudimos”, alega Walo, editor y escritor de cada número, “sin plata, porque nunca hubo un financiamiento; salió con nuestros recursos personales, vendiendo publicidad para pagarla. Nadie quería encargarse de eso. Obviamente, era la parte más débil de la revista. Justo cuando íbamos a perder plata nuestra dejamos de hacerla”.
SILENCIO
Hay un mensaje anónimo fluye por internet que reza: “La vida y la muerte han estado desde siempre enamoradas por más tiempo del que las palabras pueden describir. La vida le envía incontables regalos a la muerte. Y ella los guarda por siempre”. Pero incluso, a la misma muerte, siempre se le nota cabizbaja, insatisfecha. Cada vez que va a llevar adelante su misión... se siente ahogada por la indescifrable fusión de resignación y recompensa.
La noche pasaba de sábado para domingo, 5 de octubre de 2008. Gustavo se había ido con unos amigos a darse un curetaje de olas. Entre ellos estaba Marcos Paniagua, de 30 años, que participaba de un festival organizado de surf en Playa Marqueta. Salían de la discoteca “Music”, que estaba en la vía Panamericana, en la ciudad de David. Todo esto detallado con la acostumbrada carente sutileza de un artículo del diario Crítica del día después. Eran la 1:50 de la mañana y la música no sonó más.
Walo, mientras termina su desayuno panameño, ya en el ocaso de esta entrevista recuerda: “Es muy fuerte cuando una persona desaparece de un segundo al otro. No te da tiempo a acos-tumbrarte. Cuando Gustavo se fue a surfear esa última vez, cruzó a mi casa para despedirse. Se iba todas las semanas a surfear y nunca se despedía. Me despedí de él con un abrazo”. “A mi se me quedaron las llaves en su
“Gustavo tenía esa curiosidad y sentido lúdico. Él no separaba aquello que era arte y vida. Miraba todo maravillado. Veía poesía en todo.”
estudio”, recuerda Harker. “Y entonces lo llamé. Se había llevado las llaves para su casa y las fui a buscar porque me iba para Francia. El man estaba cariñoso. Él no era muy así, pero así estaba. Se acababa de rapar el pelo”.
Han pasado más de diez años y la vida le ha puesto los retos más grandes a Walo Araújo y a toda la banda de buenos muchachos que le rodeaban. “A tu cerebro le cuesta tiempo enfren-tarse a la idea de que es verdad. Me pasó varias veces que despertaba de un sueño y le quería contar a Gustavo algo que había soñado, pero luego caía en cuenta de que...”, las lágrimas se atascan en su garganta y tras la comida nos sirven el café. “En ese momento sí te das cuenta. Porque al principio del luto estás en negación. Puedes hacerlo neuróticamente o puedes pasar a través de esa vaina y aprender todo lo que tengas que aprender. Creo que el duelo de la persona puede destrozarla o salvarla. Precisamente porque tuviste una pérdida tan grande. Y es una buena oportunidad para replantear todo: ¿dónde están las prioridades, qué es lo importante?”.
¿Cuánto tiempo te tomó entender eso?, pregunté.
“Unos años. Primero pasas por una etapa en la que el vacío que deja la persona es lo que más sientes, para más adelante comenzar a sentir también su presencia. Te vuelves a conectar, sin necesidad ni siquiera de prender una vela, ni de rituales. Cada vez que vuelvo al MAC siento súper fuerte la presencia de mi hermano. Porque pasamos muchas horas trabajando ahí. Igual pasa con mi papá. Están ahí. Ya no los echo tanto de menos porque en realidad están más cerca”.
FLUIR SIN UN FIN
Con la calma del dolor y ante la resignación a las preguntas más difíciles, una de ellas permite a quienes lo conocieron expandir la leyenda más personal que tienen sobre Gustavo Araújo Sarria: ¿Ahora qué estaría haciendo?
Walo lo piensa poco: “Surfeando, seguro. Se habría aburrido de pintar”; Harker se expande: “lo conocías y sentías que el mundo estaba lleno de posibilidades. Si él siguiera aquí, Panamá sería
distinto. Al menos en el ámbito en el que nos movemos. Tal vez estaría pintando, o estaría haciendo otra vaina, pero, ¿quién sabe?. Carlos Méndez, cantautor fotografiado por Gustavo para la portada de su primer EP, sospecha que el camaleonismo lo habría llevado a hacer una película. Y Adrienne Samos fluye: “Gustavo era un verdadero pensador. De aquellos que piensa sobre todo a través de la acción, del hacer. Imposible predecir qué habría hecho de no haber muerto, pero sin duda habría sido transformador”;
La ausencia de Gustavo ha movido los tributos más diversos. El MAC le ha dedicado exposiciones sobre su heterogénea plástica, el cineasta Mauro Colombo hizo un documental sobre la influencia de su arte. El músico Alfredo Hidrovo le ha escrito dos canciones a su hermano del alma. Y sus amigos no reparan en recordarle anécdotas en su muro de Facebook, donde Gus-tavo dejó de portada un retrato suyo sobre un lienzo inconcluso… Anécdotas como aquella en la que el destino le atravesó a su tocayo Cerati en una calle del Casco Antiguo, para que terminaran junto a su amiga Justine Pasek bailando junto al astro en el videoclip de Paseo Inmoral.
Razones habrán muchas, pero todavía quedan personas que vinculan de alguna forma que desde que Gustavo nos dejó, no se haya hecho una nueva Bienal de Arte en Panamá.
Y entre tanto, Walo trabaja en un libro sobre la obra de su hermano. Cuando lo publique quiere hacer realidad un proyecto que Gustavo imaginó, pero que no realizó: instalar en una gran valla publicitaria en la Vía España una fotografía que se tomó mientras dormía.
Hay una leyenda del folclor mexicano que narra las tres muertes por las que pasan las personas. La primera la sufrimos cuando nos enteramos que existe la muerte. La segunda, tan distante o tan cercana en el tiempo con la primera, llega cuando dejamos este mundo en el que todos nos acompañamos. Pero la tercera y definitiva, injusta como cualquier otra, llega en el instante siguiente en el que la última persona menciona por última vez nuestro nombre. Que sirvan los libros, las galerías, documentales, videoclips y todos los honores para darle a Gustavo Araújo la vida más larga y grata.