La ciudad transparente
El Jinete Azul
NOVELA GRÁFICA
ANA ALONSO JAVIER PELEGRÍN PERE GINARD
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H
ubo un tiempo en que las vidas no estaban escritas. Cada hombre improvisaba su historia día a día, hora a hora, añadiendo un acto a otro sin tener en cuenta la estructura o el significado del conjunto. Aquellas gentes esclavas del azar malgastaban su tiempo en tareas rutinarias que les consumían el cuerpo y la mente con el único fin de garantizar su sustento, y ni siquiera eran conscientes de su tragedia. Existían sin propósito, y, cuando morían, su hueco era ocupado inmediatamente por otros que vivían de la misma manera, de forma que cada existencia apenas dejaba huella en unos pocos allegados, familiares o conocidos unidos al difunto por lazos casi siempre fortuitos. Así vivieron mis bisabuelos, sus padres y los padres de sus padres: vidas absurdas y anónimas, porque entonces los seres humanos apenas se interesaban por sus semejantes. Más de una vez me he preguntado qué pensarían ellos si nos vieran, si por un momento pudieran observar esta sociedad en la que, por fin, cada individuo ocupa un lugar único e insustituible. ¿Entenderían lo que significa existir de este modo, entregados a los demás? ¿Se alegrarían de ver a sus descendientes liberados para siempre de la tiranía de la casualidad, dominando por completo su destino? Hay quien sostiene que les daría miedo; que ellos, que sobrevivieron gracias a la confusión entre el azar y la libertad, no habrían entendido esta evolución final de la cultura. Además, eran pudorosos. Estaban acostumbrados a ocultar buena parte de sus actos cotidianos a los demás y a realizarlos en la más estricta soledad, o en compañía de muy pocas personas. Las cámaras, el nanomarcaje y las evaluaciones semanales les habrían cohibido; no estaban preparados para compartir sus experiencias. He leído que, al principio, hubo hombres y mujeres que se suicidaron después de las votaciones televisivas sobre su personaje. Sencillamente, se sentían incapaces de 17
aceptar el veredicto del público. Se habían hecho su propia idea del futuro, y se resistían a modificarla para complacer a la audiencia. Pero fueron pocos los que rechazaron el cambio; la mayoría entendió que era mejor evolucionar de un modo consciente y acorde con los deseos y necesidades de la comunidad que hacerlo sin proyecto, como los animales o las plantas. Y así hemos llegado adonde estamos ahora: un mundo complejo, abierto, transparente, donde todos vivimos para todos y no existe un ser humano que no haya tenido su momento estelar, su etapa de gloria y de protagonismo. Porque siempre hay un público, sea cual sea el espectáculo. A algunos solo les sigue el canal de su comunidad de vecinos; a otros, la asociación juvenil o familiar a la que pertenecen. Hay quienes triunfan en los canales de deportes o de concursos y quienes poco a poco, con esfuerzo y dedicación, consiguen construirse una vida con varios centenares de seguidores, cuando no son miles, o millones. Algunos se especializan en las discusiones de pareja y otros en el liderazgo de grupos, hay quienes sacan partido de sus vicios y quienes exhiben sus virtudes, pero, al final, no queda nadie que, a su modo, no sea interesante. Naturalmente, detrás de esta ordenada complejidad está el trabajo de los guionistas. Sin ellos, nada de esto sería posible... Ya sé que en cuanto se los menciona surgen las reivindicaciones y las disputas, porque es cierto que no todo el mundo puede tener a los mejores, y también es cierto que eso resulta injusto. Sin embargo, las injusticias aún eran mayores cuando ellos no existían. Ellos, al menos, intentan ser equitativos en la medida que pueden... Por supuesto, no es lo mismo tener como guionista personal a un programa interactivo que a un equipo de profesionales humanos. Lo sé porque he conocido las dos caras de la moneda, y no existe comparación posible. Los programas son magníficos, evidentemente, pero les falta originalidad. Con sus guiones, no voy a negarlo, resulta muy difícil 18
conquistar a una audiencia de más de cien mil personas, aunque se han dado algunos casos, como el mío. Yo empecé con guiones de programa, sí, y, sin embargo, mirad adónde he llegado. Audiencias planetarias los miércoles por la mañana, reposiciones de mi infancia y mi primera adolescencia prácticamente cada mes, clubs de admiradores, recaudaciones millonarias en cada evaluación... Sé que puedo considerarme un privilegiado, pero no siempre fue así. Hubo una época en que mis audiencias eran modestas y mi rentabilidad económica irrisoria, pero, gracias a la constancia y a la fe, he terminado convirtiéndome en un producto altamente valorado por el público. Y mi mensaje es: «tú también puedes llegar a hacerlo...». Fíjate, yo ahora trabajo para una de las mejores productoras a escala global, pero empecé con un programa de guiones de quinta clase en mi teléfono móvil. Y, si yo lo conseguí, ¿por qué no vas a conseguirlo tú? Recuérdalo: en el fondo, eres tú quien marca la diferencia. Estoy escribiendo esto por indicación de Minerva, mi asesora, que se ha propuesto desarrollar, para la siguiente temporada, nuevas y sorprendentes facetas de mi personalidad. No os impacientéis, amigos, ella me ha advertido de que tardará su tiempo... Pero nos podemos permitir ese lujo, porque tenemos la mejor audiencia posible, una audiencia que sabe esperar, entusiasta y dispuesta, como siempre, a acompañarme en esta excitante etapa de mi vida. Estoy deseando conocer vuestra opinión acerca de este nuevo desarrollo del personaje, así que no esperéis más, daos prisa... Las veinte primeras llamadas optarán a una conversación privada conmigo sin límite de tiempo. Muchas gracias. Jason desconectó la interfaz holográfica y sonrió a la cámara flotante que había estado grabando el movimiento de sus manos sobre el teclado virtual antes de ordenarle que interrumpiese la 19
retransmisión. La cámara obedeció y, zumbando levemente, fue a refugiarse en el cajón derecho de su escritorio. Con aire distraído, Jason acarició la caoba envejecida del mueble, la escribanía de bronce y cristal que descansaba sobre él y el valioso ejemplar de La Odisea encuadernado en cuero natural que Minerva le había regalado para su cumpleaños y que había estado hojeando poco antes de la retransmisión, para concentrarse. No lo veía claro, aquel giro de su personaje. Eso de retransmitir cada día la escritura de un diario ya se había hecho antes, y no con los espectaculares resultados que Minerva parecía esperar. Recordaba el caso de una adolescente de los suburbios que escribía cada día sobre sus amigas de la escuela de danza. Algo bastante zafio, que tuvo su aceptación al principio... Pero enseguida cansó, y las audiencias de la chica se recortaron de tal forma que varios canales dejaron de retransmitir su vida. Por supuesto, él no era un crío sin nada que decir. Se había pasado cuatro años viajando por decisión de su productora, visitando los lugares más bellos del planeta bajo la atenta mirada de millones de seguidores. Y no solo eso: había estudiado lenguas muertas, ciencias, Historia, violín... Leía casi como un profesional, sin mover los labios. Y lo que era aún más importante: Minerva confiaba en él, y cada vez tenía más en cuenta sus opiniones. La iniciativa de aprender a pilotar un deslizador de carreras, por ejemplo, había sido del propio Jason. ¡Y al público le había entusiasmado! Lástima que no siempre se mostrase tan comprensivo... –La agenda, por favor –dijo, caminando hacia la ventana. Los árboles estaban preciosos en esa época del año. Los tonos rojizos y dorados de sus copas contrastaban deliciosamente con el color pizarra del cielo, triste y opresivo. En la torre de enfren20
te se estaban grabando varios episodios familiares. Jason siguió durante unos minutos la mímica de una regañina paternal que se estaba representando en el piso treinta y cuatro del edificio, más o menos a la altura de su ventana. Conocía el programa, había visto a esa niña en directo más de una vez. Lloraba estupendamente, con una desolación conmovedora. Pocos personajes resultaban tan creíbles como ella a la hora de transmitir angustia, y eso que no tendría más de diez años... Debía sugerirle a Minerva que considerase la posibilidad de reclutarla para su cartera, porque la verdad era que la mocosa prometía. Quizá podrían grabar algún episodio juntos. Sobre el cristal de la ventana se perfiló la imagen de Clarissa moviendo los labios. Su encuentro con ella estaba programado para las cinco y media, y, por decisión de Minerva, no se retransmitiría en directo. Montarían las escenas de amor a posteriori, seleccionando los mejores momentos. Mucho mejor; eso evitaría las sensaciones embarazosas. El público solo vería lo más atractivo, y su personaje saldría reforzado. Era una pena que hubiesen votado a Clarissa como su nueva novia en lugar de a Alice. Alice le atraía mucho más, con aquellos deliciosos hoyuelos en las mejillas y su sonrisa de duende, pero desde el principio había sabido que no podría competir con la explosiva figura de Clarissa. En fin, en cierto modo, casi era mejor para el programa... Se concentraría en darle a la audiencia lo que quería, sin peligrosas derivas sentimentales. Acariciaría a su preciosa novia delante de tres millones y medio de espectadores, buscaría el mejor ángulo de cámara para envolverla en sus brazos y desabrocharle muy despacio el vestido. La gente se volvería loca, y Clarissa agradecería aquel empujón en su carrera... Incluso Minerva estaría contenta. «Tienes que ex21
plotar más tu físico», solía decirle, «no olvides que es una de tus bazas más importantes. No has llegado adonde has llegado solo por tu capacidad de evolución y de aprendizaje, Jason, sino porque a la gente le gusta verte... El día que te olvides de eso, estarás acabado». En el holograma proyectado por el teléfono móvil, Clarissa no parecía alegre. –¿Alguna novedad? –preguntó Jason. Por regla general, no le gustaba mantener conversaciones privadas con su nueva novia antes de grabar las escenas de amor. Clarissa se tomaba demasiado en serio su papel, y eso le desconcentraba. A veces tenía la sensación de que ella sentía realmente las cosas que le decía, y más de una vez la había sorprendido improvisando. Aquella tendencia a saltarse los guiones no auguraba nada bueno para el futuro mediático de la muchacha, pero Clarissa no parecía darse cuenta. Cuando estaban juntos, Jason notaba que su compañera se olvidaba de las cámaras y pensaba únicamente en él. Su entrega le halagaba, por supuesto, pero echaba de menos la calculada profesionalidad de Alice, que nunca dejaba de actuar, ni siquiera en los momentos más íntimos. Recordaba con una punzada de excitación la última vez que la había tenido entre sus brazos, el aparente abandono de su cuerpo, que contrastaba de un modo extraño con la indiferencia de su mirada. Incluso había llegado a pensar que Alice, secretamente, le odiaba... Con Clarissa, sin embargo, nunca tendría esas dudas. Las largas pestañas rubias de la joven aletearon. Una lágrima resbaló por su mejilla derecha. Entreabrió los labios como si fuera a hablar, pero el holograma no llegó a emitir ningún sonido. 22
–¿Hay algún problema? –preguntó Jason, alarmado. –Cambio de planes –repuso Clarissa. Su voz sonaba ronca e insegura–. La escena de hoy no se va a rodar. Jason arqueó las cejas. –¿Por qué no? El público la espera, ¿cuándo vamos a rodarla? –No lo sé. Aplazamiento indefinido. Eso es lo que me ha dicho mi agente. Jason tragó saliva. Los imprevistos de última hora le sacaban de quicio. –Tiene que haber un error –murmuró–. Estamos en máximos de audiencia, no tiene sentido cancelar una emisión... Clarissa se encogió de hombros. Sus ojos rehuían el holograma de Jason. Parecía cansada y abatida. –Pregúntale a tu agente –dijo–. En fin, supongo que nos veremos pronto... Besos, mi amor. Los labios rojos y sensuales de Clarissa flotaron un momento en el vacío antes de que su holograma se disolviese por completo. Jason descargó un puñetazo sobre el cristal de la ventana, pero inmediatamente desvió la mirada hacia la cámara flotante que le grababa desde el techo y transformó su mueca de frustración en una seductora sonrisa, como Minerva le había enseñado a hacer. Una celebridad como él no podía permitirse perder la compostura en ningún momento... Antes o después, aquellas imágenes grabadas en la intimidad de su cuarto de estar podrían salir a la luz y destrozar su carrera, haciendo que el público se sintiese engañado y se apartase de él.
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2 Decidió llamar a su agente desde el ordenador de su dormitorio. Allí las cortinas estaban echadas, y en la penumbra las cámaras no conseguirían captar la crispación de su rostro. Estaba habituado a ese tipo de maniobras, y las realizaba de un modo casi automático. Otra de las lecciones de Minerva... No debía bajar la guardia jamás, y, sobre todo, no debía descuidar los detalles. Había elegido como interfaz del aparato una pirámide flotante que parecía tallada en cristal. Mientras pronunciaba el nombre de Paul, el objeto fue ralentizando gradualmente su velocidad de giro hasta detenerse. Una de sus caras triangulares proyectó en el centro de la habitación la imagen del agente. –Jason, esperaba tu llamada –le saludó Paul, sonriendo casi con timidez. Se pasó los dedos entre los cabellos rubios, que comenzaban a ralear en la coronilla. Quizá por eso se los había dejado crecer tanto, para ocultar su incipiente calvicie... Jason notó que estaba nervioso. Hacía lo posible por concentrarse, pero sus ojillos azules no eran capaces de sostener la mirada de su cliente. –¿Me puedes explicar qué está pasando? –vociferó Jason, olvidándose por un instante de las cámaras–. Esto es de locos. Clarissa acaba de llamarme para decirme que se cancela la emisión de hoy... –En realidad, no se ha cancelado –precisó Paul–. Vamos a grabar, pero no con Clarissa. 24
Jason sintió una punzada de angustia en la boca del estómago. –¿Otra chica nueva? Vamos, Paul, me prometiste que harías lo posible para que no hubiera más cambios en una temporada. Ahora que he conseguido acostumbrarme a Clarissa, no quiero tener que volver a empezar... –No tendrás que hacerlo –le interrumpió Paul sonriendo–. Conoces muy bien a su sustituta... Y yo diría que te gusta, además. Jason tragó saliva. –¿Alice? –preguntó, incrédulo. El holograma de Paul asintió con la cabeza. Parecía haberse liberado de un gran peso, ahora que por fin le había comunicado la noticia. –Sé que no te gustan los cambios de última hora, Jason, pero estoy seguro de que con este harás una excepción. Alice ha sido siempre tu preferida, no lo niegues. Te pusiste hecho una fiera cuando te la quitaron... –No es cierto –se defendió Jason, sonrojándose levemente–. Es verdad que hice muchas preguntas, pero lo único que quería saber era si el cambio lo había solicitado ella. –En todo caso, eso ya no importa. La han vuelto a introducir en tu emisión. El reencuentro se grabará esta misma noche... Y en directo, Jason. Con cinco cortes de publicidad. –¿Tantos? –preguntó el muchacho, complacido. –La gente está deseando volver a veros juntos. Ya verás, va a ser una bomba de audiencia. Si esto funciona, no me extrañaría que en el próximo contrato pudiésemos doblar el anticipo. Te estás convirtiendo en una estrella, chico... –Pero no acabo de entenderlo. Se supone que fue el público el que votó a Clarissa. Puede que les disguste el que no se tenga en cuenta su opinión... 25
–Esas votaciones a veces resultan engañosas. Ya sabes lo que pasa; la gente se confía, está tan segura de que Alice es una pieza imprescindible del programa que decide no gastarse el dinero en un voto para ella. La productora ha hecho un sondeo, y parece que su regreso va a ser muy bien recibido. Créeme, no tienes de qué preocuparte... Todo saldrá bien. –¿Ha sido idea de Minerva? –preguntó Jason en voz baja. –Todo lo que tiene que ver contigo es idea de Minerva, hijo. Ella escribe tu vida, entre muchas otras... ¿Sabes lo que creo? Creo que, aunque no pueda manifestarlo, te tiene un afecto especial, y que por eso ha querido hacerte este regalo. Jason sonrió. Él también estaba seguro de que Minerva se preocupaba realmente por su bienestar. Lo sentía en cada párrafo que ella le enviaba, en cada línea de diálogo que le escribía. Había mucho respeto y cuidado en esos textos. Más que eso; había auténtico amor... Ella le conocía mejor que nadie, y procuraba darle la vida que suponía que él deseaba. Era como una diosa llena de piedad por su pequeña e insignificante criatura: generosa y desinteresada. Incluso la máscara virtual que utilizaba para comunicarse con él le recordaba el aspecto de las antiguas diosas griegas, aunque sabía, naturalmente, que ese no era su verdadero rostro. –¿Y Alice? –se atrevió a preguntar–. ¿Está contenta? Paul alzó las cejas, como si la pregunta le pareciese absurda. –¿Contenta? –repitió–. Claro, ¡está encantada! Llevaba un par de meses en el dique seco, prácticamente desde que salió de tu programa. Necesitaba esto como el comer... Créeme, a su agente se le saltaban las lágrimas de alegría cuando la llamé. Como siempre, las exageraciones de Paul eran un torpe intento de ocultar su falta de sinceridad. Jason sabía que Alice no 26
había trabajado mucho después de dejar el programa, de modo que en eso su agente no le había mentido. Sin embargo, sus titubeos a la hora de elegir las palabras sugerían que estaba omitiendo algo. Y él conocía a Alice lo suficiente como para imaginarse de qué se trataba... Seguramente se habría entablado una dura negociación antes de que ella aceptase firmar el nuevo contrato. Nunca le contarían los detalles, aunque ardía en deseos de preguntar por ellos. ¿Qué habría pedido ella, una mejora de sus condiciones económicas? ¿Mayor protagonismo? ¿O se habría resistido a firmar porque, sencillamente, detestaba la idea de volver a ser su novia? Una manera tangencial de abordar el asunto consistía en preguntar por los costes de la operación: –¿Por cuánto le ha salido la jugada a la productora? –murmuró–. Al menos eso me lo podrás decir... Paul frunció levemente el entrecejo. –Por un pico –admitió–. Pero recuperarán el dinero esta misma noche, ya lo verás. –¿Tanto ha pedido? La voz de Jason había sonado dolida, y Paul se percató de ello. –Alice defiende sus intereses, como haría cualquiera. Pero habrá contrapartidas. Más amor, más escenas íntimas... Ya sabes a qué me refiero. Sí, por supuesto que lo sabía. El muchacho sintió de pronto un nudo de vergüenza en la garganta. Decidió cambiar de tema. –¿Has hablado con Minerva? ¿Cuándo va a enviarme el guión? Le pareció que una sombra de preocupación atravesaba los ojos claros de Paul. 27
–No he conseguido localizarla, pero su secretaria me ha asegurado que el guión te llegará a primera hora de la tarde. –Tendré poco tiempo para estudiarlo... –Lo harás estupendamente, como siempre. Has nacido para esto... No te preocupes de nada, para eso ya me tienes a mí. Tú solo prepárate mentalmente para el cambio como Minerva te ha enseñado. –Me vendría muy bien hablar con ella antes de la grabación. Siempre me da indicaciones útiles. –Te llamará esta tarde, seguro. Bueno, Jason, espero que estés contento... Paul no lo estaba, a pesar de sus esfuerzos por sonreír. Seguía callándose algo, pero Jason comprendió que no era el momento de insistir en que se sincerara. Tenía mucho trabajo por delante, y cuanto antes se pusiera con ello, mejor. –Estoy contento, sí –reconoció–. Un poco preocupado, hasta que vea el guión... Pero siempre es así. Esta vez, la sonrisa de su agente no fue fingida. –Tienes razón, muchacho. Antes de que se levante el telón, el actor siempre se siente inseguro. Miedo escénico... Pero todo saldrá bien. Buena suerte, Jason. Te llamaré mañana para felicitarte. El holograma de Paul se difuminó en una bruma rojiza. Jason caminó despacio hacia la ventana y entreabrió la cortina. Un dirigible cruzaba en ese momento frente a su edificio, exhibiendo las brillantes decoraciones de su globo con majestuosa lentitud. «Alice», pensó. «Todavía no puedo creerlo...». Pero era cierto. Iba a verla esa misma noche. Iba a tenerla de nuevo en sus brazos, y esta vez conseguiría que su abandono fuese real. Conseguiría que le amase, que llegase a sentir por él 28
lo mismo que él sentía por ella... aunque solo fuese durante las dos horas que duraría la emisión.
Mientras se preparaba la comida estuvo pensando en Minerva y en lo raro que era que no se hubiese puesto todavía en contacto con él. Tinkerbell, su robot doméstico, revoloteaba a su alrededor parloteando incansablemente, contagiada, al parecer, por la excitación de su dueño. Entre los dos habían decidido preparar un poco de sushi con los restos de arroz blanco de la noche anterior. –A Alice le encanta el sushi que preparo –manifestó con solemnidad la pequeña muñeca articulada, aterrizando con sus ligeras piernecitas metálicas en la encimera de mármol–. Un día me lo dijo... –¿Alice te dijo eso? –Jason levantó la vista del cuenco donde acababa de poner a remojo las algas deshidratadas–. Estaría en su guión... –No –replicó Tinkerbell ofendida–. Me lo dijo porque le gusta de verdad. Alice siempre ha sido adorable conmigo... ¿Quieres que intente conseguir ese chocolate amargo que tanto le gusta para la cena? –Claro –contestó Jason distraídamente–. Aunque no creo que la cena se emita, así que es posible que no quiera quedarse. Tinkerbell suspiró, decepcionada. –De todas formas, conseguiré el chocolate –murmuró con acento de resignación. Mientras esperaba a que las algas se ablandasen, Jason miró de reojo el móvil en forma de trébol de cuatro hojas que repo29
saba sobre la mesa de vidrio de la cocina. Hacía casi dos horas que había hablado con Paul, y Minerva todavía no le había enviado su guión. No era normal. Ella sabía que se ponía nervioso cuando disponía de poco tiempo para aprenderse su papel, y siempre se ocupaba de hacerle llegar los storyboards con tiempo. ¿Por qué tenía que fallarle precisamente en un día tan crucial? No quería ni pensar en la posibilidad de tener que improvisar en su reencuentro con Alice. Podía ser bueno improvisando, lo había demostrado ya en varias ocasiones. Pero eso no significaba que le gustase... Al fin y al cabo, los guionistas estaban para algo. La improvisación equivalía a imperfección, y él odiaba las imperfecciones. Quería que su trabajo fuese perfecto, y más si ese trabajo implicaba a Alice. Con ella no podía permitirse cometer ningún error. Tenía que impresionarla, tenía que hacerle comprender lo afortunada que era por haber sido elegida como protagonista de su programa. Tenía que conseguir que se derritiese cuando le rozaba la piel con los dedos como se derretía Clarissa. Clarissa... Sintió una punzada de remordimiento al recordar su expresión derrotada y compungida, esa misma mañana. Pero, después de todo, él no tenía la culpa. La decisión de abandonarla no había sido suya, aunque al público tuviese que hacerle creer que sí. Además, Paul no le había comunicado de manera oficial la salida de Clarissa del programa. Eso significaba que, probablemente, durante algún tiempo tendría que seguir viéndola. Los triángulos amorosos estaban funcionando muy bien en las emisiones de su principal competidor, un atleta rubio y aficionado al ajedrez llamado Kevin. Era cuestión de tiempo que aquella moda llegase también a su programa... Como siempre, procuraría adaptarse a la novedad y hacer un buen papel. 30
Mientras Tinkerbell confeccionaba con minuciosa precisión los rollitos de algas y arroz con pescado, Jason optó por darse una ducha. Eligió una luz azulada que viraba cíclicamente hacia el violeta para iluminar la cabina de hidromasaje. Los chorros de agua golpeaban con fuerza su espalda a la altura de los omóplatos y de los riñones, provocando en su piel un agradable hormigueo. El vapor que llenaba la cabina olía levemente a romero y a lima. Mientras se enjabonaba el pelo, cerró los ojos. Necesitaba tranquilizarse. Minerva nunca le había fallado, y tampoco le fallaría esta vez. Quizá el retraso se debiera a un exceso de trabajo. Aunque tenía por norma no sobrepasar un número máximo de clientes, cuando estos empezaban a triunfar se veía obligada a dedicarles cada vez más tiempo. Y todos sus clientes terminaban triunfando antes o después; no en vano era una de las mejores guionistas del mundo... Intentó imaginarse (lo hacía a menudo) cómo sería la vida de aquella mujer que se dedicaba a escribir el destino de tantas personas. Pero las imágenes que le venían a la mente eran confusas y contradictorias. Corrían muchas leyendas acerca de los guionistas. Se decía, por ejemplo, que vivían en casas rodeadas de frondosos jardines sembrados de trampas para las cámaras espías. Nadie los grababa. Su existencia transcurría en el más absoluto aislamiento, sin ninguna relación con la gente de la ciudad; aunque Jason suponía que debían de relacionarse entre ellos. Y esas relaciones, si realmente se producían, debían de ser muy extrañas, teniendo en cuenta que nadie las dirigía. O, mejor dicho, las dirigían ellos mismos... Porque aquellas personas escribían sus propias vidas. Eso era, al menos, lo que pensaba casi todo el mundo. Aunque también existían otras teorías. 31
Paul, por ejemplo, le había confesado en una ocasión que estaba convencido de que Minerva no escribía guiones para ella misma. Él creía que la mejor guionista del planeta vivía en el presente, sin preocuparse por lo que sucedería el día de mañana. Como los antiguos... Quizá ella pudiera permitírselo. Con la experiencia que tenía inventando soluciones para las vidas de los demás, tal vez fuese capaz de decidir en cada instante lo que le convenía hacer sin cometer errores. En todo caso, si se equivocaba, nadie más que ella lo sabría. Estaba sola, no tenía una legión de cámaras pululando a su alrededor, grabando cada segundo de su existencia. Debía de resultar angustiosa aquella soledad, pero también apasionante. A Jason le habría gustado espiar, aunque solo fuera por unos minutos, aquella inimaginable privacidad de la casa de Minerva. Verla a ella sin su máscara virtual, con su verdadero rostro, haciendo las cosas sencillas que hace todo el mundo: comer, dormir, pasear, escuchar música... Una vez la había visto. Su rostro desnudo se había proyectado unos segundos en el aire de su sala de estar antes de que ella se diera cuenta de que había olvidado conectar su máscara. Desde entonces, aquel recuerdo obsesionaba a Jason como una visión mágica, de esas que solo se tienen una vez en la vida. Era una muchacha casi de su edad, con largos cabellos pelirrojos y cejas y pestañas del mismo tono. Iba envuelta en una especie de túnica multicolor con dibujos de enredaderas bordados en hilo de oro. Tenía la piel muy clara y frágil, y los ojos verdeazules. No la olvidaría nunca... Sin embargo, procuraba pensar lo menos posible en aquella Minerva humana y vulnerable que había vislumbrado durante un momento. Cuando pensaba en ella, prefería evocar su máscara de diosa griega, tan perfecta como inexpresiva. Esa era para él 32
la auténtica Minerva: una estatua de mármol indestructible, una presencia fría que, desde lejos, velaba por él y le infundía seguridad. La necesitaba más de lo que había necesitado nunca a su madre. La veneraba, la respetaba y, por encima de todo, le estaba agradecido. Creyó oír a lo lejos los mágicos arpegios del Arabesque n.º 1 de Debussy. Cerró instantáneamente la ducha y entreabrió la mampara de la cabina. Sí; su teléfono estaba descargando un archivo. Y la pieza de Debussy indicaba que la terminal de origen era la de Minerva... Se envolvió a toda prisa en su albornoz negro y corrió descalzo hacia la cocina. Tinkerbell aleteaba inmóvil frente a la interfaz holográfica del teléfono, como un extraño colibrí gigante. Jason sonrió al verla. Sabía que no estaba programada para interpretar guiones y que, por lo tanto, no podía entender nada de lo que veía. Justamente por eso su curiosidad resultaba más enternecedora. La apartó con un suave empujón que la envió al otro lado de la estancia y se plantó frente a la terminal parpadeante. –¿Minerva? –llamó, sonriendo–. Menos mal, estaba preocupado... Ninguna respuesta. Las viñetas del storyboard se iban descargando una a una en su terminal, proyectándose brevemente como hologramas multicolores al finalizar su grabación. La máscara rígida y benévola de Minerva, en cambio, no apareció en ningún momento. Era como si la descarga se estuviese efectuando desde un terminal no interactivo. –Minerva, por favor –insistió Jason, pulsando un par de códigos en el teclado holográfico–. Necesito hablar, todos estos cambios me han puesto nervioso... 33
Nada; solo silencio. Era obvio que Minerva no se encontraba al otro lado de la conexión de descarga. De lo contrario, jamás se habría negado a contestarle... Quizá estuviera enferma y hubiese dejado programados los envíos de los guiones en su teléfono. Quizá hubiese dejado encargado de las descargas a alguno de sus robots domésticos. Ya lo había hecho en otras ocasiones. Resultaba frustrante, pero tampoco había que convertir aquello en un drama... Jason tenía la suficiente experiencia como para aprenderse un guión nuevo sin ayuda en apenas una hora. Si le surgía alguna duda, llamaría a Paul. Quizá él lograse ponerle en contacto con Minerva. Por el momento, lo más urgente era repasar el storyboard e intentar comprenderlo bien antes de memorizarlo. Sentía una gran curiosidad. ¿Qué habría escrito Minerva para su reencuentro con Alice? Abrió el archivo e hizo desfilar rápidamente los hologramas de sus páginas ante sus ojos para echarle un vistazo general. Alzó las cejas, desconcertado. ¿Qué era aquello? ¿Dónde estaba él? ¿Dónde estaba Alice? No había visto su imagen en ninguna de las viñetas... En su lugar había otras personas, pero a primera vista no había logrado reconocer a ninguna. Regresó a la primera página, decidido a fijarse mejor en las imágenes. La que más se repetía era la de un tipo de mediana edad, cabello rubio y desgreñado y complexión atlética. El jersey azul ceniza que llevaba, tan ceñido que le marcaba todos los músculos de los brazos, le hizo sonreír. Parecía un superhéroe zarrapastroso... ¿Quién podía ser? Tenía la impresión de haberlo visto antes en alguna parte, lo cual tenía cierta lógica. Si Minerva se había equivocado y le había enviado por error el guión de otro de sus clientes, debía de tratarse de alguien conocido. Ella solo trabajaba para los mejores. 34
Empezó a leer las líneas de diálogo de las viñetas. A la mitad de la primera página, se enteró de que aquel tipo rubio se llamaba Edgar Frey. Frey... Pronunció despacio aquel nombre ante los receptores de sonido de su teléfono. El buscador tardó apenas unos segundos en ofrecerle una lista de enlaces relacionados con el personaje. Le bastó echarle un vistazo rápido al primero para averiguar de quién se trataba. Edgar Frey era un científico eminente de la industria farmacéutica, un tipo brillante que en los últimos meses había logrado una gran cuota mediática con sus descubrimientos. Al parecer, había desarrollado una vacuna de última generación para prevenir la neoviruela. La enfermedad llevaba meses avanzando en los suburbios de la ciudad, y muchos temían que llegase a contaminar los barrios transparentes. Edgar Frey se había propuesto impedirlo, y al parecer tenía muchas posibilidades de lograrlo. Su vacuna sintética iba a ser probada por primera vez sobre doscientos sujetos de estudio en un show retransmitido a la vez por ciento cuarenta y dos cadenas multimedia, con un plató aéreo montado expresamente para la ocasión y público en directo... Un logro sin precedentes en la carrera mediática de un científico. Como comentaba un periodista en uno de los blogs dedicados a su meteórico ascenso, «la percepción social de la ciencia no volverá a ser la misma después de Edgar Frey». Decepcionado, Jason atravesó de un manotazo la primera página holográfica del guión, como si con aquel gesto pretendiese romperlo. Era la primera vez que Minerva cometía un error tan garrafal. Enviarle un storyboard que no le correspondía... Cuando la productora se enterase, habría problemas. Enviarle a un cliente el guión de otro constituía una equivocación muy peligrosa que podía acarrear graves consecuencias. ¿Qué le ocu35
rriría a Edgar Frey si Jason, por cálculo o por mera diversión, colgaba aquel guión en la red global antes de que llegase a grabarse el episodio? Tenía el futuro de aquel prometedor científico en sus manos, y otro menos íntegro que él no hubiese dudado en jugar aquella carta para chantajear a la productora y mejorar sus contratos, o incluso para chantajear a la propia Minerva. Pero él no era así. No deseaba aprovecharse de los errores de nadie; lo único que quería era recibir su verdadero guión y olvidarse de aquel desafortunado incidente. El momento de la llegada de Alice se acercaba, y por culpa de la equivocación de Minerva iba a disponer de muy poco tiempo de ensayo. Por primera vez en su vida, se sentía enfadado y resentido contra Minerva. Estaba a punto de pulsar el código de la guionista en el teclado virtual de su teléfono, cuando vio algo que inmovilizó sus dedos. Se encontraba en dos de las viñetas de la primera página, diminuto pero claramente visible. Era el trébol de cuatro hojas que Minerva incluía siempre en sus guiones como un sello particular que indicaba que pertenecían a Jason. Ella le había regalado aquel pequeño detalle que simbolizaba lo especial de su relación un par de años antes, cuando por primera vez lograron colocar una de sus emisiones en prime time. El trébol de cuatro hojas era solo suyo. No podía creer que Minerva lo hubiese incluido en el guión de otro cliente por error. No. Si estaba allí, tenía que ser por alguna razón... Quizá, después de todo, aquellas páginas protagonizadas por Edgar Frey tuviesen algo que ver con su vida. Tal vez Minerva no se hubiese equivocado. Quería que él viese ese guión, quería comunicarle algo a través de él. 36
Pero había elegido un mal momento para esa clase de experimentos. Jason necesitaba con urgencia las líneas de diálogo que tendría que pronunciar esa misma noche, cuando Alice regresase a su vida. No se sentía capaz de concentrarse en algo distinto. Había demasiadas cosas en juego: sus cifras de audiencia, la continuidad de Alice en el programa, la evolución de su propio personaje... Marcó con insistencia el código de Minerva, resuelto a solucionar aquello lo antes posible. La ansiedad no era buena antes de la grabación de una escena de amor. Le restaba verosimilitud, y hacía que todo se viese forzado, sin espontaneidad. Eso era algo que los espectadores detestaban. Debía evitarlo a toda costa. Marcó los códigos una y otra vez. Insistió más de lo que nunca había insistido, pero Minerva no descolgó el aparato. En su lugar, el holograma de un robot doméstico le invitó repetidas veces a dejar su mensaje. Al final, decidió hacerle caso, y dejó grabada una incoherente explicación de su problema. Al menos, Minerva se daría cuenta de que estaba hecho un manojo de nervios y de que necesitaba con urgencia hablar con ella. No podía seguir ignorándole después de oír sus patéticas frases improvisadas... Cuando terminó la grabación, se quedó unos segundos mirando fijamente el terminal telefónico, aturdido. No sabía qué hacer. No sabía cómo emplear el tiempo hasta que le llegase la respuesta de Minerva. De modo que hizo lo que hacía siempre que se sentía perdido: estudiar un guión... Aunque esta vez (y era la primera en su vida) se trataba de un guión protagonizado por otra persona. Se trataba del último día de la vida de Edgar Frey.
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