4 minute read
Miguel Montes García
—solía decir— habrá de ser culto o jamás lo será”.
Don Francisco Venegas padeció desde su nacimiento una discapacidad motora que con el paso de los años se fue agravando. Sin embargo, eso jamás fue un obstáculo para que fuera siempre un asiduo, puntual y exigente profesor; lo compensaba con su brillante lucidez, su enorme cúmulo de conocimientos y su entusiasmo.
Advertisement
Con motivo del pasado centenario la Carta Magna, en 1917, la Facultad de Derecho y la Dirección de Teatro de la UNAM organizaron la puesta en escena de un trabajo conjunto de la representación de una obra de teatro histórica de gran éxito, que se intituló Sesión permanente. Le solicité que nos ayudara a encontrar los temas trascendentales que deberían incluirse en los parlamentos de la obra. Lo recuerdo sentado al frente del auditorio García Máynez dando clases sobre las primordiales discusiones del Congreso Constituyente — con una vehemencia y maestría inigualable— a todos los actores y organizadores.
El legado tangible de don Francisco Venegas Trejo está en el recuerdo imperecedero de su calidad como maestro, que se anida en las mentes de los miles de alumnos que le conocieron y apreciaron.
Como alumno, y luego como director de la Facultad de Derecho, siempre encontré en el doctor Venegas un consejero afectuoso, sincero, directo y experimentado. Me queda la enorme satisfacción de que me permitiera ser su amigo cercano en estos últimos años.
Su partida duele mucho, pero su recuerdo y su presencia no son una luz que se apaga, sino un fuego que arde, más que nunca.
(1937-2020)
Francisco Arroyo Vieyra
Poseedor de una gran inteligencia, don Miguel Montes García iba por la vida con elegancia natural y con un incisivo y fino sentido del humor. Era de los abogados que se formaron en la rigidez del precepto, en el ropaje de la ética y en el ejercicio estricto de la responsabilidad. Egresado de la Universidad de Guanajuato, a la vera de su mentor Eugenio Trueba, fundó Radio Universidad, de la que fue locutor gracias a su magnífica y educada voz.
Escogió la disciplina del Derecho laboral, fue funcionario estatal del ramo y uno de los más exitosos negociadores de contratos colectivos. Era, pues, un abogado al que le gustaba llevar la negociación al límite, lo que en la política le trajo consecuencias y reconocimientos.
Fue titular de Educación de Guanajuato. Los maestros lo recuerdan con afecto. Años más tarde, y gracias a ese conocimiento, logró una de las leyes de pensiones más adelantadas del país. Un día, el titular de obras del estado lo bromeó: “¿Usted que hace? ¡No es capaz de hacer un puente!” “¿De cuántos días?”, le contestó.
Fue diputado federal en dos ocasiones, y local también dos veces. En los intervalos de esos cargos fue oficial mayor de la Cámara de Senadores, donde alternó con buenos parlamentarios. Él también lo fue.
Se distinguió por su agudeza. En una ocasión en que saludaba al presidente José López Portillo, le dijo: “Presidente, está usted muy fortachón”, a lo que don José respondió: “Es para que cuando tengamos que quitarnos la camisa frente a una dama, ¡no nos dé vergüenza!” “Entonces, ¡es cuestión de vergüenza!”, respondió él, mientras ambos festejaban el chistorete.
Buscó ser gobernador. Los tiempos no lo acompañaron y aceptó como un honor su incorporación a la Suprema Corte. Antes de que transcurrieran dos años vino la reforma al Alto Tribunal y lo jubilaron, por supuesto, antes de tiempo. Molesto, reclamó la falta de formas en la transformación del Poder Judicial.
Fue presidente de la Cámara de Diputados en el delicado momento de la asunción del presidente Carlos Salinas —de quien se ganó el respeto—, así como del Colegio Electoral, que entones dictaminaba la elección, y de la ceremonia misma de toma de posesión.
Fue un hombre honorable, incorruptible. También se desempeñó como procurador del entonces Distrito Federal. “Ahí conocí lo mejor y lo peor de la sociedad mexicana”, me dijo en alguna ocasión.
Cuando sucedieron los hechos de Lomas Taurinas, lo nombraron fiscal del caso Colosio. Estudió, como nunca, todas las vertientes. Se pronunció, corrigió y se volvió a pronunciar. También habló con los presidentes que le indicaron. Aunque le creemos, en público seguiremos manifestando nuestras dudas.
Finamente, se retiró a Guanajuato a litigar con éxito asuntos cuantiosos y muchos otros pro bono.
Su relación con don Eugenio Trueba Olivares fue muy cercana. Fueron socios de despacho, pero, sobre todo, de aficiones intelectuales. Don Eugenio abogó, y de alguna manera logró concretar, el cambio al artículo primero constitucional. Fue un filósofo cristiano, mientras don Miguel, más liberal, abonaba en sus ideales.
Montes fue un hombre respetado y su honradez fue cabal. Perdió diversas oportunidades por ser fiel a sus ideales. No fue, por ejemplo, senador o embajador, aunque lo tuvo al alcance.
Aceptó regresar al congreso local, donde fuimos compañeros. Ambos teníamos antecedentes en el parlamento. Nuestra relación fue por demás interesante. Acabamos siendo muy buenos amigos, hasta el 11 de septiembre, cuando murió.
Departíamos con frecuencia con varios matrimonios amigos. En esas reuniones él cantaba, reía y hablaba, mientras nosotros lo escuchábamos con atención y respeto.
Miguel Montes García fue un hombre respetable, integro y capaz. ¡Adiós, querido amigo!