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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO
ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 2
NRO 11 - enero 2017
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Renate MÖRDER Imágenes:
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Índice LA CORRENTADA MARCOS TABOSSI 6 LOS ESPEJOS DE CARLOS ROLANDO JOSÉ DI LORENZO 11 LAS NUBES DE HILARIÓN ANA MARÍA MANCEDA 14 AQUEL VIEJO PERFUME QUE HOY NO ESTÁ CARLOS M FEDERICI 22 SUERTE DE PERRO FRANCISCO JAVIER PÉREZ RUÍZ 30 LA PLUMA Y EL TINTERO DAMARIS GASSÓN PACHECO 37 EL ÙLTIMO PERSONAJE MIRCO FERRI 42 QUINCE NOMBRES PARA MANUEL ÁLVARO MORALES 47 NÉMESIS DESATADA SARKO MEDINA HINOJOSA 52 El VERDUGO DANIEL ANTOKOLETZ HUERTA 60 SUGAR AND COFFEE MÓNICA DRUETTA 66 CAOS ANA MARÍA CAILLET BOIS 70 ALMA ALBERTO CHAILE 73 EL ÁRBOL Y LOS TECNÓLOGOS ROGER DURAÑONA VARGAS 80 DÓLAR SERGIO OCAMPO 89 LO QUE YOUTUBE NO MUESTRA MIGUEL ÁNGEL DI GIOVANNI 97 HACHEDOSO ALBERTO FURLONG 101 INVIERNO EN EL BAJO JORGE LUIS VELÁZQUEZ 104 27 HORAS LUIS ALONSO CRUZ ÁLVAREZ 107 ENTRE 0.95 y 1.50 PLÁCIDO ROMERO 115 NÁUSEAS ZANDRO ZÁS 117 DICIEMBRE FABIANA DUARTE 125
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#mimavidaddecuento CARLOS ENRIQUE SALDIVAR 132 LUCIANO DOTI 133 ANDRÉS GALINDO 134 MATEADA POÉTICA 136 MARLA LEN NOX 136 ADRIÁ AMORE D´CUERVo 136 PLÁCIDO ROMERO 137 DAMARIS GASSÓN PACHECO 137 MONSTRUO COME SOMBRA 137 LEO FDK (CASAWARAT)138 MÓNICA ALTOMARI 138 ISAURA CHEVALIER 138 RENATE MÖRDER 139 ISABEL GALINDO 139 FEDE MARONGIU 140 ALEJANDRO MIGUELES 140
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regorio mira, desde la orilla, cada uno de los saltos que Oscar ensaya desde el tronco. Dejó de llover después de varios días y el caudal del río creció tanto que ahora se podían meter. La correntada se lleva todo tipo de basura acumulada durante el
tiempo de sequía. Aunque Gregorio sepa que su hermano sí ha aprendido a nadar, y que ya se mete solo en la pelopincho gigante del abuelo, tiene la esperanza de que en el río sea distinto, sobre todo en ese río, agitado, inquieto. En el verano anterior, Oscar había estado practicando en los brazos de tío Pedro que lo hacía girar en círculo y lo alentaba en las brazadas y las patadas. Gregorio, en cambio, no había querido porque sentía, como su madre, que siempre puede pasar algo. Además, no había necesidad. Si tenía calor podía meterse en la pelopincho de su patio que, al ser más chica que la del abuelo, no tenía riesgos. Gregorio piensa en decirle a su madre, en irle con el cuento. El permiso que les había sido otorgado con un solo movimiento —llevando el mentón al pecho— fue para jugar en la orilla, no para meterse —la madre había accedido mientras colgaba la ropa en el patio, después de haberlos tenido tantos días encerrados—. Pero no lo hace, se queda mirando al hermano mientras golpea el agua con una rama ¿de qué serviría?, ella alzaría los hombros y lo mandaría a él, a Gregorio, que le dijera a su hermano que hiciera caso, y Oscar, victorioso, le diría maricón, putito. Oscar anuncia, cada vez que se lanza, el nombre del salto: ¡bombaaaa! ¡palitoooo! ¡panzaaaa! y después desaparece por un instante, el instante que Gregorio espera y que disfruta. Una fracción de segundos donde el agua se lo deglute sin dejar rastros, en el mismo movimiento de la correntada. Desaparece, piensa Gregorio, y escucha en su cabeza la
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voz de la madre, desaparezcan de acá, me tienen podrida. La cabeza de Oscar vuelve a la superficie en un lugar distinto cada vez, siempre un poco más lejos, y tiene que caminar unos metros por la orilla para volver al tronco que corta el río, que está caído desde la última tormenta y que actúa como propulsor del agua. Más tarde cambia, ya no anuncia su pirueta sino que grita maricón, en el aire, antes de caer, y algunos segundos después se ríe, como si hubiera postergado adrede su risa durante el tiempo que estuvo sumergido. A Gregorio parece no molestarle, o cree que es la mejor forma de responder, fingiendo indiferencia. Las veces que buscaba defensa en su madre ella respondía en plural, siempre en plural: ¿por qué no se dejan de joder? ¿Por qué no se van? y seguía con lo suyo que, aunque no sabía bien en qué consistía, parecía estar siempre ocupada en otras cosas más importantes, con otros problemas mayores, y por eso seguramente es que lloraba de a ratos, a escondidas, o se tildaba mirando la nada y después, cuando reaccionaba, se equivocaba de nombre y en vez de Gregorio u Oscar decía Edu — siempre Edu—, y Gregorio la corregía, pero no le preguntaba. Tampoco preguntaba nunca por su padre, ¿para qué?. Seguro la madre se enojaría, y él no quería seguir dando motivos. Al contrario, buscaba siempre complacerla aunque resultara difícil saber cómo porque la madre casi no hablaba y rara vez le pedía algo, y cuando lo hacía estaba enojada y era que se fueran, que la dejaran tranquila, y si no, a veces, pedía paz, pero no a ellos, no a Gregorio ni a Oscar, sino a alguien; dame paz, decía, o dame fuerzas, y miraba al techo o un portarretratos donde un señor posaba con una caña de pescar. Cuando venían visitas, en cambio, ya sea el tío Pedro o los abuelos, la madre hablaba más, hablaba de ellos, de cómo les iba en la escuela, de cómo la ayudaban con las
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cosas de la casa, y los atendía, les hacía la leche y los dejaba mirar la tele en su habitación. Algunas noches, cuando Oscar era el primero en irse a dormir, Gregorio se sentaba en silencio en el sillón, al lado de su madre, y cuando le venía el sueño se recostaba y ponía su cabeza en las piernas de ella, siempre en silencio, y su madre le hacía algunas caricias en el pelo, casi como un descuido, o como un tic, o un automatismo, mientras miraba algo en la tele; a veces una novela, otras un programa de política o una película empezada que nunca terminaba porque al rato cambiaba, como un acto reflejo, como las caricias en el pelo. Lo importante era poner la mente en esas imágenes, las de la tele, y no en otras. Al menos eso creía Gregorio y pensaba, además, que tal vez fuera eso, el silencio, lo que buscaba su madre, y que si él podía ofrecérselo, si era capaz de comportarse como si no estuviera, todo andaría bien y su mamá podría estar tranquila y poner la cabeza en esas otras cosas, como en las imágenes de la tele. Oscar hunde su cabeza, levanta los brazos y los sacude en el agua, después se incorpora y lo mira a Gregorio sonriendo, victorioso, como burlándose, como si él no fuera capaz de ahogarse, como si pudiera dominar la situación y hasta hacer chistes. Gregorio piensa y espera, espera que en alguna oportunidad el río corra más fuerte y lo arrastre, y que Oscar levante los brazos pidiendo ayuda, pero esta vez en serio, y él pueda ver de cerca cómo se ahoga lentamente, como pasa de la desesperación al desgaste, y sus brazos moviéndose cada vez con menos fuerzas hasta entregarse por entero al agua, al río, a la corriente que no descansa. Espera verlo desaparecer como quiere la madre, que desaparezcan, y ser el último en reírse porque se ríe mejor, vengándose así de cada derrota. Pero Gregorio no sabe, mientras espera, que sería el
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comienzo del fin, que seis o siete años después su madre se iría para siempre porque resulta que no era eso lo que quería, y que ahora sí ya no tendría fuerzas para seguir, ya no podría cargar con la culpa de otra muerte y entonces el suicidio, o el abandono de la casa y de su hijo alguna madrugada, daría lo mismo, porque el mundo de Gregorio terminaría por desmoronarse y no habría otro destino que la clínica psiquiátrica, la negación rotunda de ese mundo, el real, convertido en un agujero negro, y la supervivencia en el otro mundo, el que quedó detenido en las caricias nocturnas, en los dedos de su madre entrelazándose en el pelo, y la espera, la espera eterna de una visita que siempre se postergaría porque su madre estaría ocupada, trabajando para el bienestar suyo, el de Gregorio, y años más tarde la imagen de una silla en la vereda de la clínica al atardecer, donde un hombre grande, un paciente
crónico
espera
sentado,
tomando
mates
y
fumando
incansablemente, la visita de su madre que ahora solo puede recordar en blanco y negro. El sol va cayendo, los últimos rayos no alcanzan para mantener un calor que había sido agobiante hasta hace un momento. Oscar, por fin, sale del agua y golpeando levemente la nuca de Gregorio le dice; dale boludín, parecés una estatua sentado ahí, quieto. Vamos a tomar la leche.
MARcos tabossI
Argentina
Sitio Web: www.marcostabossi.blogspot.com.ar Twitter: @marcostabossi Facebook: Marcos Tabossi
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A
maneció tardíamente; el invierno se hacía notar y los primeros rayos de sol arrancaban destellos en el hielo de las ramas de los árboles. Pero a Carlos no le molestaba tanto el frío como tener que levantarse tan temprano. Es una injusticia, pensaba
mientras se ponía las pantuflas y lo seguía pensando mientras se lavaba los dientes y se peinaba como podía; siempre despertaba con los pelos revueltos y parados. Se miró por última vez en el espejo y lamentó las arrugas y las bolsas bajo los ojos. Antes de retirarse del baño notó que hasta sus ojos ya no eran los mismos, habían perdido el brillo que tanto le gustaba. ¿Se los opacaba el espejo o la vejez?, se preguntó preocupado. Salió rápidamente del baño; ese espejo lo trastornaba. Sabía todo lo que hay que saber sobre los espejos, pero igualmente se sentía acosado por ese reflejo burlón. En cambio el del living, que adornaba la pared junto al gran perchero de caoba, al lado de la puerta de salida, era mucho más benévolo, allí se veía bien, su imagen era mucho más parecida a la que él tenía en mente. Tomó el saco y el sobretodo que colgaban del artístico perchero, se terminó de arreglar frente al espejo amigo y salió a trabajar. Hacía eso invariablemente todas las mañanas. Pero la cosa fue de menor a mayor: cada día, el enfrentamiento con el espejo del baño era peor; hasta que una mañana de primavera, antes de salir corriendo, Carlos sintió que el espejo lo atrapaba, vio claramente como los pelos parados y los ojos opacos rodeados de arrugas, se quedaban en el vidrio y junto con ellos su mano derecha. No esperó más: dio un violento tirón con la izquierda y logró escapar de ese infierno, pero cayó al piso. Fue entonces que notó con horror que solo tenía lado izquierdo y aunque los ojos quedaron en el espejo maldito, seguía viendo. Se arrastró por el piso del comedor y llegó al living. Allí
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intentó un salto, logró tomarse del perchero y con un esfuerzo más, pudo verse en el espejo amigo que atrapó de inmediato su imagen. Nadie lo volvió a ver. Los familiares de Carlos y algunos amigos lo denunciaron como desaparecido. Cuando la familia visitó la casa, recorrieron y buscaron minuciosamente por todos los rincones, tratando de encontrar alguna respuesta a la extraña desaparición, pero no hallaron nada. Unos días más tarde se dedicaron a limpiar y entre las cosas que descartaron en un gran contenedor de basura, iba el espejo del baño. No tenía sentido conservarlo puesto que nadie se podía ver en él claramente. Imágenes extrañas, como ojos y manos, aparecían y desaparecían entre horribles distorsiones que modificaban la imagen del que se miraba. Tanta gracia les causaban estos reflejos que hasta jugaron un rato con él antes de tirarlo.
ROLANDO JOSÉ DI LORENZO
Argentina
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unca te lo pude contar mamá, tenía miedo, pensarías que estaba loco y quién sabe a cuántos médicos más me llevarían. Estoy harto del comentario del vecindario «¡Este chico es un autista, nunca habla!» Pero soy muy feliz mamá, a mi manera,
pero muy feliz. ¿Por qué ser autista es no comunicarse con otros humanos? Yo me comunico con otros seres vivos y con energías que otra gente no puede captar. Tengo mi universo, y son mis libros, mis correrías por la meseta, mi contemplación del cielo, mis rocas, las aguas que corren por el dique que papá diseñó. Recuerdo tu cara de espanto mamá, cuando me viste jugar con las manos atrapando lo invisible en el aire y vos te pusiste a llorar. Sí, yo tengo mi mundo, siento placer observando a las abejas, es maravilloso ver el ritual donde honran al sol. Leí mucho sobre las costumbres y organización de estos insectos, es misterioso y complicado ¿Qué influencia ejercen estos rayos sobre su comportamiento social? En el mismo grupo existen individuos solitarios y gregarios como la colmena. ¿Por qué yo debo ser como los otros humanos? Y papá, su mirada es rara, no de espanto sino de derrota, hubiera querido tener un hijo sociable, brillante. Justo le ocurre a él, tan lógico, también reservado pero hasta lo correcto. Tuve suerte, nacieron los mellizos y ustedes no tenían tiempo ni para hablar de sus historias, vos docente, y papá supervisando la construcción del dique. Me sentí orgulloso de la llegada de mis hermanos y también me sentí mucho más libre. ¡Déjenme observar la danza de las abejas guiadas por los rayos del sol que yo solo puedo ver! ¡Déjenme observar el color que toman las aguas que se evaporan,
jugando
a
ser
millones
de
microscópicos
prismas;
la
transpiración de los árboles; la formación de las nubes; la caída de las primeras y minúsculas gotas que anteceden a la lluvia; sentir el rumor
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que produce en los arbustos el agua del suelo que va absorbiendo por sus raíces. ¡Déjenme imaginar el océano que cubrió estas tierras, por favor, no necesito hablar, son lo que más amo, son la energía de mi eternidad. Solo quiero ser. Hilarión dejó de escribir, cerró su cuaderno, se tomó la cabeza y así quedo casi toda la noche. Comentarios de los vecinos «¡Es muy callado! ¡Es hermoso, con esos rulos rubios y esa mirada desconsolada! ¡Pobrecito, parece como perdido en este mundo! ¡Y tan buenos padres que tiene, gente tan bien! ¡Pero hace las tareas a la perfección! ¡Suerte que la madre consiguió que le tomen exámenes escritos, claro al ser docente supo como exigir a las autoridades, de tonta no tiene un pelo, porque los orales serían imposible, sin embargo los exámenes son brillantes! ¡Pero no habla! ¡Es autista!» Vivir en un pueblo, en plena meseta patagónica, donde el viento sopla siempre, con temperaturas extremas por su clima desértico, casi aislados, hace que la gente originaria del lugar sea reservada y observadora. Hilarión nació en un hospital público de la ciudad más cercana donde vivían sus padres, sus cuidadoras fueron gente oriunda de la zona y dieron todo el afecto y comprensión hacia un bebé que nació en circunstancias complicadas y antes de cumplir los meses establecidos para un buen nacimiento. Los padres de Hilarión llegaron con la energía de la juventud a formar su hogar en esas perdidas tierras patagónicas. Él, ingeniero, fue designado para supervisar la construcción del dique que daría riego artificial a ese pequeño pueblo, aprovechando la fuerza de un milagroso río que crecía desmesurado en la época de deshielo de las altas
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montañas. Su madre daba clases en una escuela rural. La vida de Hilarión transcurría entre el hogar, simple y confortable, la escuela y sus paseos por los alrededores del dique. Desde la niñez hasta la pubertad vio la transformación del paisaje, con el regadío aparecieron los verdes en las orillas de la zona donde el río era embalsado. Surgieron las huertas, los frutales y la variedad de hierbas aparecidas por la humedad que se formaba en la tierra y la atmósfera, producto del ciclo del agua. Él disfrutaba de sus libros, sus rocas. Al fondo de la casa su padre tenía una pequeña huerta, la organizó en forma diagonal al terreno para protegerla de la dureza del clima y sembró las verduras según la incidencia del sol. En un espacio del terreno, Hilarión colocó en forma armoniosa sus piedras, era su jardín de rocas, las coleccionó durante los paseos por las colinas cercanas, las clasificaba según su criterio del desarrollo de los cristales y las distribuyó en distintos lugares del jardín. La cuestión era que la luz se reflejara con la mayor intensidad posible. Hacia la zona de sombra dispuso las que no emitían reflejos pero las amaba de manera especial, tenían las huellas fosilizadas de antiguos animales marinos, prehistóricos habitantes cuando el mar ocupaba ese relieve. Su mayor placer era ver como los rayos del sol iluminaban los cuarzos, los feldespatos, las micas. Fiesta de colores, podía estar horas mirando esa maravilla. Cuando nacieron los mellizos, aprovechaba el cansancio de sus padres y en las noches de luna llena se levantaba sin hacer ruido y a través de los vidrios de la ventana de la cocina, al calor de las brasas de la cocina a leña, miraba como cambiaban los tonos de las radiaciones de las rocas. Cercano a cumplir los quince años Hilarión comenzó a sentir una cierta vaguedad en su cuerpo, un desasosiego, una premura, una sed de
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algo desconocido. Por esos días descubrió de pronto la presencia de Mayté, la hija del sereno del dique. En realidad la joven siempre había estado allí. Fue un deslumbramiento. Comenzó a mirarla, la chica feliz de que Hilarión la tomara en cuenta, le alcanzaba piedras, refrescos o cualquier objeto placentero para él. Una tarde de verano lo encontró recostado en la zona aledaña al dique.—¿Qué mirás Hilarión? El joven señaló las nubes, éstas se transformaban en formas distintas y tomaban el color del juego de las luces del sol. Era la hora en que la noche viene parsimoniosa anunciando su presencia, es la hora del violáceo, el color de los ojos de la incertidumbre. Ella se tiró a su lado, en silencio, sacudido todo su cuerpo por la belleza del chico y del momento. Las manos de él comenzaron a recorrer el cuerpo de Mayté, todo su cuerpo no alcanzaba para abarcar ese nuevo universo, por primera vez sus ojos no participaban. Instinto, pasión, jugaron sus sexos hasta quedar extenuados. Y las tardes de amor se repitieron, sin hablar, solo la complicidad del secreto. Y el verano pasó. Comentarios de los padres. «¡Está raro Hilarión! ¡Ya no lee tanto! ¡Parece que se olvidó hasta de su jardín de rocas! ¿Por qué no va en busca de sus piedras?» —El otro día lo descubrí escuchando música, escondido, como si fuera un delito—, comentó su padre. —Está en una edad delicada, pensá que ya es un adolescente, su cuerpo está cambiando, debemos ayudarlo—, dijo su padre. —¿Cómo? La ciencia avanza, no podemos quedarnos con los brazos cruzados. Por suerte los mellizos están creciendo de forma normal, pero con el tiempo deberán afrontar las rarezas de su hermano y esto los va a marcar— opinó su madre.
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Una noche, el joven escuchó discusión y llantos en la habitación de sus padres. Algo extraño pasaba, ellos nunca discutían, era una pareja armoniosa, unida por amor y por la necesidad de fortalecerse ante la “enfermedad” de su hijo. Hilarión no sabía qué hacer, no se animaba a ir hacia el cuarto de donde venía el conflicto. Se puso tenso, debía ser algo grave, no soportó, se levantó y fue hacia ellos, no iba a entrar, solo quería escuchar. —No podemos hacer eso, él se crió aquí. ¿Qué haría en una gran ciudad? se sentiría perdido. —La decisión está tomada, la semana que viene llegan los ejecutivos de la Empresa, yo les envié una carta contando nuestra situación, cualquier técnico puede afrontar mi trabajo, yo puedo viajar y supervisar. Es estos años todo ha sido un éxito, hemos logrado lo planificado.— sentenció su padre. —Tengo miedo —se lamentó su madre. —Querida, debes afrontar la realidad. En la Capital tendrá los mejores psicólogos. Sé que es un chico de inteligencia brillante, pero no puede seguir por el mundo con esa actitud autista. La gente ama, sufre, trabaja ¿Qué pasará el día que nosotros no estemos? ¿Quién lo cuidará, mantendrá? —No es tan simple, no sé si es cuestión de psicólogos, tengo el presentimiento como madre que es algo especial, un caso muy especial. —Con más razón, te repito, en la Capital están los mejores profesionales. Aquí lo han visto muchos médicos y no tuvimos ningún resultado.
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—Si, pero los estudios fueron en la Capital y tampoco tuvimos ningún resultado. Aquí él es feliz. Tiene esa expresión tan maravillosa. Él todo es luz. Hilarión se fue alejando, sin darse vuelta, el espanto no le permitía ningún otro movimiento, llegó a su cuarto, caminando hacia atrás. Se tiró en la cama. El mundo le pareció de una desnudez absoluta. Por primera vez supo lo que es el llanto desgarrado, hundió su cara en la almohada y en el sufrimiento halló que las lágrimas eran agua de mar. El ambiente de la casa no fue el mismo, la tristeza se adueñó de las personas y del aire que la contenía. El verano iba terminando, las mañanas eran frescas pero aún muy iluminadas. Hilarión pasó ese tiempo, desde que escuchó a sus padres, como si se hubiera apagado. Se prometió que no se lo iba a permitir, sería deshonrar la maravillosa vida que le fue dada. Tomó una copa y la llenó de agua, salió al patio, alzó la copa hacia el sol, como brindando con él. El líquido incoloro tenía el poder de reflejar todos los rayos disipados en el aire, y lo bebió. Sintió que el sol entraba en su cuerpo, lo recorría, lo inundaba y saciaba esa misteriosa sed de la vida ¿Qué otra cosa podía desear? Era Feliz. Con la copa en la mano, vacía, fue hacia la zona del dique. Se recostó sobre las hierbas donde amara a la única mujer que llevaría dentro de su ser por siempre. Besó el suelo que los cobijó, se levantó y siguió caminando, sin rumbo, dando vueltas, como si imitara la danza de las abejas. De pronto sus ojos se iluminaron, un pensamiento, una decisión le devolvió esa vida que se había apagado en ellos. A lo lejos vio el caer de las aguas escapando del encierro del dique y fue hacia allí. El agua bajaba como la juventud, tempestuosa, irreverente, seguiría su camino hacia el mar, en el trayecto encontraría la madurez,
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hasta llegar a él, sumisa y sosegada. Hilarión se tiró, no tuvo miedo ni sintió el frío del deshielo. Sabía que iba en busca de su propia madurez, de ahí al sol, de ahí a la eternidad, al principio del todo. Solo que quizás el destino existe, las sirenas de seguridad ulularon, el rescate de los bomberos fue extenuante y milagroso. Y los años pasaron, las mesetas patagónicas reverdecen en la primavera por el vapor de las aguas del dique. Hilarión pasea orgulloso con Mayté y sus hijos, mostrando a su familia la obra mágica de su padre.
* Este cuento recibió una Mención de Honor en el Concurso Literario Nacional e Internacional de Narrativa 2015-2016 organizado por Ámbito de Escritores.
Ana María Manceda
Argentina
Web: https://murmullosenlapatagonia.wordpress.com Facebook: https://www.facebook.com/anamaria.manceda Twitter: @amtaboada
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Si bien mi producción en la narrativa se ha inclinado principalmente a los subgéneros (ya sean de índole policial, fantástica o de ciencia ficción) otros temas, más realistas, emanados del período de la subversión y del subsiguiente proceso que transitara mi país en el pasado siglo, ciertamente incidieron, como no podía ser de otro modo, en el material de mis escritos. Y si bien nunca embanderé mis textos, ni propicié en ellos una toma de partido, porque entiendo que no es esa la función del narrador en cuanto tal, de todos modos lo sucedido en aquellos años oscuros no deja de proveer de tramas de interés y de innegable atracción, dentro de una cualidad puramente literaria. El relato que sigue, distinguido en su momento con un primer premio, puede considerarse como ejemplo de lo manifestado.
CARLOS M. FEDERICI
H
inchada, como de costumbre —no lográs recordar una sola vez en que no haya pasado—, la puerta se traba al intentar abrirla. A punto estás de sacudirle una buena patada; pero te contenés. Ahora sos más maduro, medís tus actitudes, pensás
antes de actuar... Algo útil te enseñaron en todos estos años. Franca por fin la vía, ingresás al patio trasero. Casi es la hora del crepúsculo... Alzás la vista en busca de uno de aquellos atardeceres “índigo y rosa” que en tiempos más dichosos te llenaban las pupilas. ¡Vamos, caracho! ¡Movete, o te caliento el lomo! ¿Te pensás que tenemos toda la noche pa' esperarte a vos, cretino? ¡Dale a las tabas, si no querés felpiada! —Pero qué chico era esto... —se te escapa, en susurro. Hubo un tiempo en que lo veías inmenso. Aquellas paredes enladrilladas encerraban la jungla de Tarzán, la gruta de Alí Babá, las planicies lunares y algo más... Corrías por el senderito de baldosa trozada, en pos de los piratas, o huyéndole a los Sioux. Y pegado a vos... —¡Ricardo!...
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No fue sino aliento modulado; el fantasma de tres sílabas remontándose
hacia
el
éter,
a
horcajadas
de
timoratos
signos
exclamativos. Enganchada, una migaja de recuerdo: ojos vivaces, risa que contagiaba... Ya no existe más la casa de él. En su lugar hay un feo edificio de apartamentos, apenas a dos puertas de allí. Era donde vivía él; pero le gustaba mucho más pasarse las horas en tu patio trasero, jugando aventuras contigo. (Luego, ya mozos, siguieron juntos; lo cual — se te tuerce la boca amargamente— no fue la mejor idea del mundo, desde luego). ¡Los brazos bien abiertos, desgraciado! ¡No doblés las rodillas, o te las parto a golpes! ¡Bien parado, canejo! ¡Firme! ¡Brazos en cruz! Desde el interior de la casa te llegan las voces (un poco amortiguadas), del Viejo, de Zulema, de María Gracia; en segundo plano, el llanto del nene. Sin duda sos vos el tema de la charla... ¡Saben tanto de tu vida! Unos, de la primera parte; la otra, María Gracia, de épocas apenas estrenadas. (¿Y el lapso intermedio, entre ambas puntas? Tiempo de negruras y dolor y suciedades, enquistado en lo hondo de vos, revolviéndosete adentro y chocando contra los forros de tus entrañas, marcándote...) —¡Dios! ¡Pobre Ricardito!... Gruñe la puerta a tus espaldas: invaden tu isla de circunstancias. —Oie, Carlojalberto, ¿no vienejatomar el té? —¿Eh? ¡Ah, sí..., sí! Ya voy, ya. Cosa extraña: la voz de María Gracia, por lo general un bálsamo para cualquier herida, no parece funcionar de la misma forma en el patio de tus remembranzas. Aquí, la anfractuosidad del dejo caribeño se encarama en las frases, adulterando matiz y sentido, y oscilando al
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interferir las ondas locales del ámbito rioplatense. En tu interior, una pequeña zona ulcerada se encona, resentida por la intrusión. Un poco avergonzado del instintivo repliegue, te volvés hacia ella con sonrisa de excusa. —Estaba haciendo recuerdos, ¿sabés? —Y, claro... ¡Son tantojaño’! Ya está a tu lado, ya aferró tu brazo. Hiciste lo humanamente posible por recibirla con el calor que acredita su ternura; pero —es patente— su sensibilidad no dejó de captar el conato de rechazo inicial. (Si supieras cómo borrarlo, lo harías.) —¿Lo encuentras muy cambia’o? —¿Mmm?... —El patiecico éste, digo. La casita, tus padre’.. —Y... ¡no se puede esperar que las cosas sean inmutables! En tantos años... Se quedan callados por un rato. Eso te alivia, ya que no estás con ánimo para ventilar determinados temas, que ni a vos mismo se te aparecen claros... Enseguida reaccionás, sin embargo. Es mucho, también, lo compartido con María Gracia; ¡y tanto lo que le debés! Hay que evitar que siga sintiéndote distante. La estrechás por los hombros. —¿Qué te ha parecido todo? —indagás. ¡Nombres! ¡Dame los nombres, hijué...! ¡Vos los conocés a todos, incluso al cabecilla, y me los vas a nombrar uno por uno, aunque tenga que arrancarte el pellejo a tiras! ¡Los quiero a todos! ¿Entendés? ¡Nombres! ¡Nombres! ¡Todos los nombres! —¿Todo, qué? ¿Tu casa y tu familia?
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—Sí... Y la ciudad, la gente, el clima, yo qué sé... Ella dispara un pequeño tableteo de risa. —¡Pero si estamos recién llega’os, Carlojalberto! ¿Cómo quieres que opine? —Tenés razón, petisa. —Formás una sonrisa cansada y, tras una pausa, cambiando el tema—: ¿Por qué era que lloraba Sandinito, eh? —¡Ay, pobrecico! Se siente un poquitín extraño acá... Con cautela, echás una sonda: —¿Y vos, petisa? ¿También te sentís extraña? ¿No habrá sido demasiado pedirte, que te vinieses para acá conmigo, tan abajo del mapa? Te besa en la mejilla y se te pega, cálida. —Mientras vivamos juntito’, cualquier lugar sirve... —Estás toda erizada... —comentás—. Sentís un poco de frío, ¿eh? —Ejun poco más fresco que allá, sí. Pero me gusta, ¿sabes? ¿Hasta dónde es sincera?... El sol, en tanto, ha continuado resbalando y ya no se le ve. Es grato sentirla bien pegada a vos, una sola silueta compartida, en el patio ensombrecido. —¿Por qué no entramos ya, mmm?... ¡Tus padres han de tener tanto que preguntarte! —Ya, ya vamos. Un minutito más, ¿sí? ¡Otras cuatro horas! ¡Y nada de agua, oís! ¡O cantás esos nombres, o acá dejás los huesos, mal nacido! ¿Estás buscando que te aplique otros métodos, todavía? —Quiero ver cuando aparezca la primera estrellita —aclarás. El movimiento de ella, que dicta el cariño, te sobresalta, al confundirse con las nieblas del pasado y metamorfosearse en agresiones
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que tus reflejos, dolorosamente condicionados, no cesan de evocar. Es cosa de un segundo: enseguida respondés a la caricia, confiando en que ella no haya notado nada. O que al menos finja no haberlo hecho, como tantas otras veces. —¡Sáquese el gusto el señor, pues! ¡Esperemojala dichosa estrella! Te consiente, claro. Igual que los otros: se te trata como a herido de guerra... Ya es una situación familiar para vos. Contra eso no caben resistencias. Hay que soportarlo, tanto como a las cicatrices. Algún gritito de pájaro, por ahí cerca. Y eso se parece tanto a tus recuerdos más antiguos... Quizás, después de todo, los cambios no sean absolutos. Un poco más vieja la gente; tal vez más triste; pero siempre la misma. La misma casa también, acaso menos enhiesta, pero en pie todavía, aunque le goteen los techos y se caiga el revoque. El parral, con su carga de menudas uvas incomibles (¡cómo las odiabas!); los malvones, la madreselva, las rosas, en incesante retoñar... Es posible que no todo se haya perdido. Con delicadeza, te desprendés de María Gracia. —Andá, nomás, petisa. ¡No vayas a resfriarte! Yo entro enseguida, ¿sí? —Como quieras —acepta—. ¡Pero a ver si tienes cuida’o tú también, que luego tus pulmones...! Solo de nuevo, rodeado de sombras invasoras... En forma inconsciente te palpás con la yema del índice el párpado izquierdo, rígido, caído sobre la pupila muerta. Te queda nada más que un ojo útil: suponés que bastará para abarcarlo todo.
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Un poco a tientas, echás a andar por el patio, hacia la nudosa higuera que se agazapa al fondo. De chico, recordás, te daba un poco de miedo aquella forma retorcida, en la penumbra. —Si hubiese forma de volver —murmurás—, de recobrar aquellos miedos tan chiquitos... Las baldosas desgastadas bajo tus suelas, la tierra casi negra (aunque “el negro”, decía la profesora de pintura, “no existe en la Naturaleza”), los muros de ladrillo, con sus minúsculas guaridas de arañas, las flores, las hojas, que son pasto de hormigas... Cosas vistas, cosas palpadas, cosas que emiten antiguos efluvios. La aspereza del tronco gris bajo tu palma... ¡Escupilo, sotreta! ¡Largá lo que sabés! ¡Vas a ver cuando te suba el voltaje y te fría los dos...! ¡El que falta! ¡Quiero el nombre que falta! —¡Ricardooo! ¡Ricardo Fragaaaa! Tus manos saltan hacia tu cara y la estrujan sin lástima. —Dios... ¡Oh, por piedad! —clamás, garganta adentro—. Dejame que lo olvide... Luego te secás las lágrimas, componés las facciones y te armás de coraje para entrar a la cocina y reunirte con los otros ante las tazas de té humeantes y la torta cortada en gruesos triángulos, como cuando eras chico... Llevás algo podrido adentro; pero, en bien de los demás, hacés lo posible para sofocar el hedor. Volviendo sobre tus pasos, dejás atrás la grotesca forma negra de la higuera. En dirección de la puerta (esa, que se traba siempre), con sus vidrios forrados de papel coloreado, roto en algunas partes. Ya parpadea en lo alto la estrella pionera que esperabas y, en mitad del muro de la casa, la ventanita deja escapar un manso raudal de luz amarilla. De
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pasada, tendés la mano hacia el rosal y le robás un pimpollo, ignorando la protesta de las espinas. La vieja fragancia... Aspirás una vez, y otra, y otra. La suave corola te hace cosquillas en la punta de la nariz... ¿Qué pasa? ¿Son distintas las rosas de estos tiempos? Menéas la cabeza, con gusto agrio en la boca. Hay que conformarse: no volverás a percibir los aromas de antes; al menos no lo vas a hacer en la misma forma que acostumbrabas. El viejo perfume ya no existe para vos... Desde luego, no podías esperar otra cosa, desde que ellos te hicieron polvo el tabique nasal (especie de himen robusto, aunque no indestructible), sin que haya en el mundo terapia capaz de recomponértelo. —¡Ya voy, ya voy! —le gritás a la figura de María Gracia, que se recorta en el rectángulo luminoso de la puerta abierta, esperándote.
CARLOS MARÍA FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici
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E
s viernes, el aire huele a fiesta, los muchachos sienten la sed en la garganta y los hígados les cosquillean. Han llegado a casa de Fernando, los seis montados en la camioneta negra del papá de Lalo. Escupen maldiciones, guarradas. Lalo luce sus gafas
nuevas, diez mil pesos los pinches lentes de sol para terminar presumiéndolos en medio de la noche. "Es que pa' que valga la pena, se ven bien vergas con las luces del antro", pensó al verse en el espejo del baño, después de tomarse cinco fotos sin playera. Obviamente llevaba ya una abolladura en el parachoques delantero, choque del cual huyó velozmente, como buen ciudadano. Sinceramente un manco hubiera maniobrado mejor el volante a comparación de Lalo. No se bajan siquiera a tocar el timbre, carajo, ¿para qué hacer el pinche esfuerzo si la camioneta tiene un claxon, no? Lalo ataca el botón de la bocina como si estuviera matando una numerosa familia de arañas. —¡Órale, güey! ¡Apúrale, pinche Fer! Fernando no necesitó el claxon para escucharlos llegar, el estéreo de la camioneta estaba a todo volumen y La Arrolladora hacía temblar las ventanas de los vecinos. Pero justo ahora Fernando está en un dilema, ¿botas negras o miel? Debía verse perfecto, Tania visitará esta noche el antro y se corre el rumor de que está recién despechada; ellos saben que nada más grita sexo fácil como una mujer enfiestada, borracha y despechada. Los perros aúllan de dolor, de miedo. ¿Qué era tanto ajetreo? ¿Por qué temblaba? ¿Hay un monstruo ruidoso en nuestro territorio? ¡Alerta! Los perros de las calles contiguas respondieron al llamado, no saben qué demonios pasa, pero los aullidos suenan importantes. ¡Hay que correr la voz de la alerta! ¡ALERTA, ALERTA! ¡AUUUUUUUUUUUH!
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El aullido de precaución se extiende varias calles como una explosión de sonido, Nani se desconcierta, su miedo incrementa y la espalda se le encorva con temor. Mete el rabo entre las patitas y encoge las orejas. Con esos ojos vidriosos y apariencia temblorosa, pondría a llorar a cualquiera con 10 gramos de corazón. Se siente impactada por la combinación de sonidos: Los aullidos y las bestias imparables de lámina que están siempre en movimiento, enojadas, rugiendo, corriendo con furia hacia un destino desconocido; se intimida fácilmente con esos ojos brillantes como fogatas, el infierno en aquellos pares de ojos desenfrenados ¡Qué bestias tan terribles! Recuerda haber subido con sus humanos a una bestia de lámina, ese mismo día los llevó ante un territorio desconocido, de pronto una de las bocas se abrió y le invitaron a bajar, tenía miedo, sin embargo confiaba en sus humanos firmemente; pero después de bajar la viciosa bestia cerró su hocico, ¡se llevó a su familia humana! ¡Maldita bestia! Justo ahora no sabe dónde ha llegado a parar, ni dónde está su familia, pero sabe que debe regresar para protegerlos. Sobre su cabeza cuelgan otros ojos de fuego, singulares, similares, pero no se mueven, solo alumbran el helado concreto. Tiene miedo de oír rugir a los ojos colgantes, siente cómo la observan, en ellos ve el infierno pero no recibe el calor de éste, solo el frío de invierno en las piedras húmedas bajo sus patas, y el viento helado en su pelaje. El cielo está triste, gris. Ha oscurecido, aunque no por completo. Se acerca a un charco para beber, lo necesita después de tanto caminar.
Toma
agua
con
unos
cuántos
lengüetazos,
respira
profundamente. Siente una calma momentánea al verse reflejada con
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listones rosas en las orejas, le encanta verlos bailando tan alegres en sus orejitas, son lindos y le suben el ánimo, hasta su cola baila un poco. Al armarse de valor pensando en aquellas personas que ama, que la necesitan, sigue caminando sin saber a ciencia cierta por dónde, ni hacia dónde. Mira alrededor, desconcertada. De pronto un estruendo le sorprende a un costado, un perro con pelaje oscuro, mugroso y enredado, le amenaza, grita lo más fuerte que le permite su aguardentoso ladrido para ahuyentarla, y ella corre antes de que el vagabundo la alcance. Voltea con un rápido vistazo mientras se aleja, el perro se queda gruñendo en su lugar, su baba se vuelve espesa y blanquecina. El ladrido inicia otra reacción en cadena, los perros dentro de cada casa comienzan un ladrido frenético y la calle se vuelve un túnel de horrores. Nani corre, intenta escabullirse pero a cada esquina que dobla e intenta esconderse salta otro perro, siempre más grande y alterado que el anterior. Cada vez gritan cosas más terribles. "¿Qué he hecho mal, por qué me odian?", piensa, llorando por dentro a causa de la impotencia. Corre más rápido Nani, corre más y más rápido. Se siente cansada, frustrada, las patitas se le doblan y le cuesta mantenerse en pie, pero ha corrido suficiente para que los ladridos apenas sean audibles. Se acurruca en el suelo de concreto, bajo el alumbrado de un ojo de fuego. Mientras más tiempo pasa, el frío se acrecienta, es un frío invernal, muy mala temporada para estar sin refugio. Cierra los ojos, acurrucada, luce como una pequeña e indefensa bola de carne, empieza a temblar. La perrita escucha un par de respiraciones a su lado y salta con espanto. Entonces ve a un cachorro más pequeño que ella, observándola
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fijamente detrás de una puerta hecha de barrotes negros. Se le nota sorprendido, y a su lado hay de pie una humana canosa, arrugada, pero con aspecto dulce. Nani no ha visto rostros tan amigables hasta ahora, y esto le da esperanza. ¡Sí, el destino! Se acerca a la puerta de rejas saltando, balbuceando, alegre. —¡Disculpe, buena señora! —Ay, qué linda perrita. ¿No eres de la calle, verdad mi vida? No, eres muy risueña, además esos listones deben ser de alguien especial. ¿Cómo llegaste hasta aquí? Nani balbucea de nuevo, la anciana no puede entenderla, pero Nani no lo sabe, y para la anciana tiene algún tipo de sentido el hablar con un perro. Qué loca. —¡Sí! ¡Sí! ¡Claro que sí! —Nani responde. —Estoy en una travesía para rescatar a mi familia, una bestia se los ha llevado y me necesitan. Si pudiera solo brindarme una sábana, o refugio por una noche se lo agradecería muchísimo. Se lo pagaré algún día, claro, con la vida si es necesario. Solo ayúdeme esta única vez, ¡se lo ruego! De pronto el cachorro se transforma en una versión miniatura de los canes arrabaleros de antes, se le eriza el lomo y gruñe grotescamente. —¡Aléjate, perra! Éste es mi territorio, mi humana, búscate tu propia familia, tus propias sábanas. —Espera... por favor, solo es una noche... —¡No me importa cuántas noches sean! No vas a traspasar mi territorio ni comer de mi alimento, búscate otro lugar para mendigar, vaga. —¡Por favor! No sabes lo que he tenido que pasar, ¡POR DIOS! —¡No me importa! ¡Lárgate! ¡No me vas a robar mi hogar!
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La anciana se consterna, por su mente empieza a fluir la paranoia, su cabeza se inunda de quizás, y es el desborde de un río muy negro, lleno de ideas pestilentes. "¿Y si le pega alguna enfermedad a mi Sancho? Sé ve linda pero no sé por dónde ha estado, ¿qué tal si se pelean? ¿Y si tiene rabia o pulgas o lepra? Por Dios... ahorita no tengo para pagar un veterinario... Ni voy a exponer a mi bebé, a mí bebé. Además... ¿Y si la están buscando? ¿Qué tal si me ven dándole paso y creen que me la robé? ¡Yo no me voy a meter en tales problemas!”. —Espero encuentres pronto a tu familia, bonita. Vámonos, Sancho. La mujer entra sin mirar atrás, Sancho sostiene su gruñido y una mirada agresiva. —¡No, espere! ¡No, por favor! Nani aúlla con toda la desesperación de su pecho. Después de un rato, con las esperanzas destrozadas y el frío abrazador, se marcha cabizbaja. Cruza la calle con un ancla en el corazón, el estómago y las tripas.
¿Ya mencioné el chiste del manco? ¿Sí? Pues lo confirmo de nuevo, es más, un manco, ciego y leproso manejaría mejor que Lalo, por Dios. Yendo sin cuidado, frenando estúpidamente para hacer saltar a los que se sientan detrás, dando arrancones para hacer sonar el motor y girando en las esquinas sin miedo a estamparse contra otro automóvil. Saltaron de nuevo, por décima vez, ahora dieron un buen tumbo que los descontroló, Lalo casi pierde el control del volante, bueno, el agarre del volante, no podemos llamar a eso control.
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—Pinches baches cabrones —Se queja Lalo. —¡No mames, güey! ¡Aprende a manejar, pinche manco! —Chinga a tu madre, no seas nena. —Nos vas a matar antes de llegar al antro, pendejo. —Si te sigues quejando no te subes de regreso. —Si sobrio no puedes manejar, ¿crees que pienso regresar contigo? Ni madres, yo me regreso en taxi.
Parado en la entrada, Sancho observa a la bestia de lámina alejándose. Frente a él, la perrita ha dejado de moverse, de su nariz y hocico emana una extraña baba roja. La vaga no se mueve, ni siquiera parpadea. Sus listones se empiezan a entintar con el charco de baba carmesí que le sale a borbotones. Sancho le ladra un par de veces, la vagabunda sigue sin responder. "Pues por si acaso se levanta…", piensa, mientras orina en la entrada. Después de eso entra y se acurruca dentro de su cama, entre las sábanas gruesas de la alcoba que comparte con la anciana. Empieza a quedarse dormido, entonces escucha un golpeteo afuera, pequeños tamborileos en las ventanas y la azotea, ha comenzado a llover.
Francisco Javier Pérez Ruíz
México
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A
hí estaba Lucas como siempre, como el perrito faldero que mueve la cola con frenesí y hasta se orina a la vista de su amo. Orbitaba por cuanto evento literario, charla o bautizo de libro existiera, deseando fervientemente que las críticas y las luces de
la fama voltearan hacia él. Rodeaba al escritor de turno deseando contagiarse por ósmosis de su talento, don para él negado. Trató de realizar un ensayo sobre su más admirado maestro: Ernest Hemingway, pero la crítica fue implacable: «El ensayo de un estudiante de primaria, pueril y mal informado», «Gran atrevimiento del ensayista, arriesgarse a que Hemingway se pare de su tumba y lo abofetee». Y sobre los cuentos y crónicas, pesó un silencio opresivo que puede resultar más deprimente que la crítica destructiva en si. En medio de estas cavilaciones,
Lucas se paseaba por un antiguo sector de la
ciudad entrando en librerías y tiendas de antigüedades cuando vio el juego de tintero y pluma más hermoso que hubiera podido imaginar; tintero de cristal de roca ribeteado en oro, al igual que la pluma. Nada más verlo, supo muy dentro de sí que había pertenecido a su mentor Hemingway, por lo que se acercó al vendedor y pese a su instinto de regateador le preguntó directamente: —¿Cuánto pide por esto? —Bueno amigo, se ve que sabe apreciar las antigüedades. Antes de decirle cuánto cuesta, permítame contarle que esta pluma y este tintero pertenecieron a un escritor famoso. No me está permitido decirle quién, pero emigró a una isla del Caribe para vivir solo y… —¿Cuánto? —Calma, calma son…
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Y aunque no viviera con holgura precisamente, se llevó el tesoro a su casa. Preparó el papel, echó un poco de tinta en el tintero y se dispuso a trabajar. Como siempre, tuvo que enfrentarse a la inmensidad del papel en blanco, tan blanco como sus pensamientos. Molesto, tomó el papel y sin querer se cortó el dedo, unas cuantas gotas de sangre cayeron justo en el tintero y sin meditarlo siquiera mojó la pluma y su mano empezó a escribir de manera mecánica. Vio escrito sin que su voluntad mediara en ello: «Libérame». Soltó la pluma impresionado y le preguntó al papel. — ¿Quién eres?—. Su mano por voluntad propia agarró de nuevo la pluma y escribió: «Eso no importa, déjame escribir con tu sangre y reescribiré toda tu historia, vive conmigo y jamás te arrepentirás». Pero había un pequeño inconveniente; para que la sangre pudiera unirse a la tinta, debía ser más fluida, Lucas decidió empezar a tomar anticoagulantes, a pesar de saber que era hemofílico y que su vida podía correr un riesgo mortal. Pero ¿no era mejor empezar a vivir con riesgos a estar muerto en vida? Esa noche se sometió a un frenesí de escritura y desangrado. Cuando despertó, vio que ya no vivía en el pobre cuarto de pensión infestado de cucarachas sino en un apartamento con todos los lujos imaginables; a su lado, una mujer hermosa dormía con solo la parte superior de su pijama. Se dirigió al baño y se quedó sorprendido por el hombre que lo veía desde el espejo, ese hombre alto, musculoso y de pelo negro y espeso no era el Lucas bajo, delgado, calvo y miope al que veía todos los días, aunque su mirada fuese la misma. Se duchó y se secó y la mujer hermosa lo esperaba en la mesa con un desayuno principesco y el periódico matutino en donde se reseñaba:
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«El afamado escritor y posible ganador del Premio Nobel de Literatura, Lucas de Arroyo, nos deleitará hoy con su última obra publicada “Tras los pasos del Maestro”, magnífica muestra de la biografía de Ernest Hemingway en la que...” La mujer le sonreía con dulzura, hasta que le dijo. —Querido, te sangra la nariz—. Lucas corrió al baño a ponerse apósitos para contener la hemorragia y decidió alejarse de la pluma y el tintero por un tiempo, para disfrutar de esta su nueva vida y dejar de tomar los anticoagulantes que tanto le podían perjudicar. Unas semanas después, en la madrugada se vio sentado en el escritorio con la pluma en la mano y escribiendo; «Lucas, si no escribes ahora y cambias el destino de otras personas así como cambiaste el tuyo, te arrepentirás amargamente. Se te otorgó este poder para que lo compartas, no para que te lo apropies de manera egoísta» Pero Lucas pensó: —Si lo hago, moriré desangrado sin la posibilidad de disfrutar a Mary y a esta, mi vida de lujos. Ciertamente no recuerdo haber escrito nada de esas obras, pero con las ganancias que ya obtengo y las regalías que percibiré, podré vivir acomodado por el resto de mi vida-. Así que se decidió, dio vuelta a la silla y echó al fuego tanto a la pluma como al tintero; todo se volvió un puro fogonazo blanco y al abrir los ojos se vio en su viejo departamento ruinoso. Pasado un tiempo de penurias y desesperación, encontró en un rincón de su departamento la pluma y el tintero, negros ambos por efecto del fuego. Temblando de la emoción, tomó una dosis de anticoagulantes, se cortó un dedo y probó pasar de nuevo toda la noche escribiendo; volvió la escritura automática y le dijeron: «Conoces las condiciones Lucas, no
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habrá una segunda oportunidad ¿aceptas?» —Claro que acepto— dijo, y empezó a escribir. Cuando despertó, se vio en un sótano cargando una escopeta con dos balas y tratando de parar una terrible hemorragia nasal. En la mano tenia la parte final de la biografía de su escritor favorito escrita por él mismo: «Dos días después, en la madrugada del 2 de julio de 1961, Hemingway se disparó “deliberadamente” con su escopeta favorita. Abrió la bodega del sótano donde guardaba sus armas, subió las escaleras hacia el vestíbulo de la entrada principal de su casa, y empujó dos balas en la escopeta Boss calibre doce, colocó el extremo del cañón en su boca, apretó el gatillo y estalló su cerebro».
Damaris Gassón Pacheco
Venezuela
Twitter: La Dama @damarisgasson
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S
oy el último personaje que queda con vida. No sé por cuanto tiempo, pues sus caprichos son impredecibles: es posible que me conceda el don de la eternidad, o que me haga sucumbir de una manera rocambolesca e idiota, como suele hacerlo. Nadie lo
sabe. Lo que sí está claro es que en su ser se instauró la locura. Esta incertidumbre me tiene sumido en el más hondo pesar; a veces quisiera que todo acabara, otras veces, en cambio, clamo por no desaparecer. Tengo una teoría que no he podido comprobar, pero me parece la más lógica. Todo empezó con su obsesión por Borges. Sí, Jorge Luis Borges, el infame fabulador por cuya causa aparecí de la nada y hacia la nada me dirijo. Borges tenía la manía de inventar un libro y después comentarlo: decía que era más fácil hacer eso que escribirlo en realidad. Tenía otra manía, relacionada con los laberintos, los retornos, el infinito. Mi creador, por llamarlo de alguna manera, llegó al argentino por casualidad. Parece ser que cierto amigo lo inició en su lectura, o se encontró un ejemplar de "Historia universal de la infamia" en una visita a alguna librería y le llamó la atención el título; esto no está establecido. Lo que sí queda claro es que se convirtió en su escritor favorito, o para decirlo con mayor propiedad, el único. Las obsesiones de Borges devinieron en suyas, y comenzó a fantasear con la idea de completar la obra de su héroe. Éste, por genial que fuera, nunca acometió la tarea de escribir un libro infinito, o más bien, "el" libro. Él si lo haría. En su retorcida mente comenzó a maquinar la horrenda idea: escribiría una historia completa, en todo el sentido y la extensión de la palabra. Ahora bien, lo que entendía por completa era algo atroz: en su pretendida obra, no dejaría ningún cabo suelto, ningún detalle sin explicar, ningún objeto que describir, ninguna vida sin narrar. Hasta el
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más obscuro personaje, así fuera un insignificante peón que se divisara a lo lejos en algún pasaje de su pesado —en todas las acepciones posibles— libro, tendría su biografía. Su historia, si es que vale la pena hablar de ella, era sencilla, básica y pueril. Al principio hablaba de un hombre y una mujer que se conocieron "una tórrida mañana de junio, cuando el sol, ese astro de tercera magnitud gracias a cuya energía es posible la vida sobre la Tierra, planeta tercero en distancia con respecto al astro rector del sistema solar, cuando el sol brillaba con un resplandor dorado sobre las copas de los árboles". Hago esta cita textual no por gusto, sino para que entiendan el farragoso y cansón estilo del aspirante novelista. Ese comienzo binario se dividiría en dos ramas principales, ya que según el plan trazado debería completar la biografía de cada una de las personas. Allí tropezó con la primera dificultad, ya que entendió que si seguía de ese modo la historia crecería hacia atrás, porque cada nuevo personaje tendría que establecer su propia biografía, que a su vez apuntaría hacia algún ancestro y de esa manera llegaría al comienzo de los tiempos. Desechó entonces ese primer borrador, y decidió que en ese cosmos particular que constituía su libro los personajes iniciales no tendrían pasado, sino que serían ellos el punto de partida. De esta manera, logró cierta coherencia en su labor. No se sabe a ciencia cierta cuantas horas al día le dedicaba, pero deberían ser muchas. Al cabo de dos años tenía escritos 4500 folios, y en la novela habían trascurrido apenas cuatro días. Pero su cosmos comenzaba a sobrepoblarse: ya unos veinte personajes habían aparecido y su vida había sido descrita. Alrededor de la página 3000 fue que me hizo aparecer; yo era al principio un muchacho que limpiaba los vidrios de los vehículos en los semáforos, huérfano por necesidad de brevedad, que "subsistía precariamente y
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cometía pequeñas fechorías que poco a poco le convertían en una criatura abyecta y llena de rencor hacia los demás". Tengo que confesar que ese comienzo mío no me pareció para nada cónsono con mi verdadera personalidad, pero a medida que progresaba la trama del libro comencé a tomar más preponderancia cada vez, cosa que me satisfizo. En medio de su locura tuvo un momento de lucidez: la vida no le alcanzaría para terminar esa obra que en su cabeza era indispensable y perfecta. Entonces comenzó a forzar la desaparición de algunos personajes, tratando de que esas desapariciones fueran coherentes. La primera víctima fue Yolanda, la vendedora de jugos naturales en el kiosko de la plaza Benítez, en donde "se yergue la estatua del héroe epónimo, triunfador en la batalla de Chinchilla, ciudad del norte del país, de veinte mil habitantes, cuya principal fuente de ingresos es el comercio de pieles de alpaca" (y por allí se mandaba la descripción de la cría y beneficio de esos pobres animalitos, la curtiembre, los materiales utilizados en ella, el camino andino por donde debían transitar los comerciantes,
los
medios
de
transporte
que
utilizaban).
Yolanda
perecería a causa de la picada de un escorpión, escondido entre las frutas con las que preparaba sus tisanas. De esta manera, comenzó a eliminar cada personaje que le comenzaba a estorbar, y poco a poco experimentaba mayor satisfacción en los asesinatos que con la construcción de su obra. Se volvió un experto maquinador de muertes inesperadas, una más atrabiliaria y descabellada que la otra. Como fichas de dominó fueron cayendo uno a uno: la pareja inicial falleció de manera conjunta, al caer por accidente en las heladas aguas de la cascada de Iguauruzirú. La descripción de ese accidente, debo decirlo, es uno de los pasajes mejor logrados de la obra:
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el lector puede casi sentir el vértigo que experimentaron los protagonistas cuando la endeble balsa de ratán en la cual trataban de vaguar el enorme río que desemboca en la espectacular caída de agua se precipitó hacia la nada, con ellos a bordo. Por azares del destino yo fui el único sobreviviente de esa masacre a cuentagotas, pero no sé por cuánto tiempo: en las heladas estepas en donde me ubicó mi creador no consigo comida; el frío se me instaló de manera permanente en los huesos, y a lo lejos se escuchan los aullidos de una manada de lobos.
MIRCO FERRI
Venezuela
Blog: mircoferri.blogspot.com Twitter: @mircoferri
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Hay una corriente dentro de los nuevos creyentes en la reencarnación, que dice que despertamos a nuestra nueva conciencia amnésicos, porque al final de nuestros días, invariablemente elegimos olvidar.
C
uando caí todavía era joven, tanto como para aún saber lo que era el miedo. Nunca temí el fuego ciego de una bala, hasta diría que me gustaba sentir la muerte zumbando. Pero la idea de una picana conectada en los testículos, aún no sé por qué, me
provocaba un temor siniestro. Hubiera podido soportar que me arrancaran los dedos, que me escarbaran debajo de las uñas, que me cortaran la lengua, que me cosieran los ojos y hasta la muerte misma, pero no sé por qué, esa es tarea para psicoanalistas, tal vez por el machismo que reinaba de chico en casa de mis padres, la idea de que vejaran mi hombría, de cualquiera de las dos formas que mi imaginación abarcaba, la posibilidad de la tortura, me provocaba un temor pavoroso, tanto como para que se insinuara en mí el cobarde que a todos nos habita. También me aterraba que la torturaran a ella. Preso, había escuchado versiones de gente a la que le torturaban a la familia, a la madre, a la hermana. ¿Qué necesidad de pasar por algo como eso? Así, para ser un hombre no se puede tener familia, tanto como para ser libre, es necesario estar solo, aunque sea tan solo libertad para morir. De modo que en ese temor habíamos hecho un pacto, no caer si era para levantarse, no caer de otra forma que no implicara la muerte. Claro que hubiera sido bueno saberlo, haberlo visto venir. Un día en la calle una mujer me pidió fuego. No me llamó la atención que no usara mi nombre de pila, el real, sino el alias que casi nadie conocía. Cuando me di vuelta, embelesado en las fantásticas posibilidades detrás de esa dulce voz, había dos milicos, uno metralleta en mano, el otro con una sonrisa en el
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rostro que ya no se me borra, un rictus perverso de nazi de película yanqui. Nunca el partido nazi tomaría en sus filas a un ser como ese. A su lado, todos los villanos parecían pequeños y tristes hombrezuelos civilizados, fanáticos religiosos, creyentes fervorosos enceguecidos por cosas que se escapaban a su comprensión. Ya preso nunca me tocaron un pelo. Me tiraron en una celda mugrosa y oscura. No sé cuánto tiempo estuve ahí antes de saber cuál iba a ser mi destino. Solo rondaba mi cabeza la confusa e ingenua idea de morir con honra. De día, me comunicaba con el de la celda de al lado con golpecitos en la pared. Durante la noche, si agudizaba bien mi oído y calculaba mi voz, nuestros susurros se filtraban por una pequeña grieta entre
dos
ladrillos
del
muro.
Le
pregunté
cómo
se
llamaba.
Proféticamente, dijo Manuel. Me reí durante tres días seguidos. No sé bien, ahora, qué fue lo que me causó tanta gracia en ese momento. Sí sé que no me habían tocado, porque ellos sabían lo que yo sabía. El de al lado decía que ya no sentía dolor, que eso era algo que ya no importaba, que lo único relevante era ese último tiempo antes de la muerte. Yo lo escuchaba y procuraba convencerme, pero por más que intentaba no lograba sacarme el miedo a que me torturaran, o a que lo hicieran con ella para no tocarme a mí. Fueron concisos acerca de lo que querían. Había un alias que se usaba entre otros tantos, que era Manuel. Había quince, veinte, veinticinco, cincuenta Manueles, todos eran Manueles, o Alfredos, Adolfos o Felipes. Ellos no sabían bien cuál era cuál. Estaban abarrotados de informes cruzados y su propia ineptitud, su incoherencia analfabeta, los hacía perderse en innumerable cantidad de papeles que llegaban desde todos los departamentos y desde los países fronterizos.
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En cada pueblo y cada ciudad había quince, veinte, veinticinco alias, nunca sabían cuál correspondía a los que iban cayendo, por lo que desconocían cuántos aún estaban libres. Lo que querían de mí, era que les diera quince nombres para Manuel, que le pusiera una cara a cada uno de esos fantasmas. Me dijeron que casi todos estaban muertos, que habían ocurrido grandes redadas en las últimas semanas, que ya estaban todos presos o muertos, que en realidad era lo mismo. Dijeron que solo esperaban de mí no que fuera un delator, sino que demostrara una especie de fe ciega que confirmara mi humillación, mi derrota, que no podía yo con la muerte, con mi propia muerte, arrebatarles lo que ya era de ellos, lo que ya me habían robado para siempre. Me dieron tiempo para decidirme, ahora yo sé que lo hicieron porque sabían que no había nada por decidir. Yo lo consulté con el de la celda de al lado. Él dijo que la naturaleza comete con nosotros errores a diario, pero que para compensar algunos de ellos, nos hizo a todos diferentes. Cada cual tiene que tomar sus propias decisiones, nadie puede decidir por otro. Cada cual sabe cuál es su verdad. Había comenzado a perder la razón, decía frases a lo loco. Todo rico es un ladrón. La peor mentira es la verdad. La única verdad que vale es la que se paga con sangre. Después de todo, los hombres no podemos ser tan solo eso, lo que se dice de nosotros, o lo que decimos de nosotros mismos. Al final hay algo más, un destino oculto. Mi compañero decía “yo nací para morir acá adentro”. Por eso aguantaba estoico todo lo que le hacían. Por eso no abrió la boca hasta el último estertor, hasta el último grito que fue como uno de guerra, aunque era de despedida. Comúnmente construimos fantasmas enjaulados en torres de cristal, reyes inexpugnables en castillos eternos. Solo nosotros sabemos la verdad, solo nosotros sabemos realmente quiénes somos. Solo yo sabía
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lo que podía dar, hasta donde podía ir, la pronunciación correcta de cada uno de esos quince nombres. Así fue que creí salvar mi hombría, salvarme de la tan temida tortura. Me dejaron en la frontera junto a ella. Lo único que nos dieron fue el dinero suficiente como para no volver, como para que no pasara por mi cabeza ni siquiera una vaga idea, un deseo por ese descampado fronterizo, por ese tugurio de bagalleros, para que siguiera hacia el este o hacia el norte, para que me fuera, a cualquier lugar menos a uno. Así me fui, pensando que me escapaba, creyendo que podía empezar de nuevo, que había eludido a la tortura, que un nombre nuevo podría hacer a un hombre nuevo. De todas formas perdí mi hombría. También perdí su amor. Al fin y al cabo, hace veinte años que no nos podemos ver la cara. El sexo nunca fue lo mismo. Nunca más cogimos al aire libre, a las escondidas, como si fuera un pecado, pensando que por el simple hecho de estar gozando podían pegarnos un tiro. Después de eso nunca fue lo mismo. Yo sabía que Manuel podía ser cualquiera, que había miles de Manueles, cientos de miles, millones. Manuel, podía hasta no ser una persona, podía ser un pensamiento, podía ser un acto, podía ser un grito, una pedrada, un vidrio roto, un clandestino grafiti. Manuel era todo. Yo solo les di quince nombres. Yo solo les puse quince caras a esos nombres, quince caras a Manuel. Pensé que con esto me escapaba, que podía eludir a la peor tortura. Ahora sé que el tiempo me alcanza; que la maldición adquiere su cualidad cuando nadie la incumple.
ÁLVARO MORALES
Uruguay
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ara definir a un ser vivo, hay que ver si cumple ciertos requisitos como ser capaz de nutrirse, relacionarse con el medio en el que se vive y reproducirse. Una planta se nutre, se relaciona y se reproduce. Una roca no es capaz
de realizar ninguna de estas tres funciones. Por ello no vive —explicó la mujer. —Eso lo logro entender, pero, entonces, ¿Cómo dice que se mata a un virus? —Volvemos a lo mismo, no matas algo que no está “vivo”. Los virus no se nutren, ni se relacionan. Para hacerse copias de ellos mismos necesitan, de forma obligatoria, la intervención de una célula. Por ello, los virus no son seres vivos, ¿Entiendes? —Sí tranquila, ya, ya entendí —respondió el muchacho, mientras trataba de mirar las piernas de la atractiva científica sentada delante suyo. La misma lo había citado como uno de los candidatos a un trabajo de asistente en su laboratorio. —Oiga, si bien quiero trabajar aquí, lo que no entiendo es por qué necesita alguien como yo. Tampoco soy tan tonto como para no darme cuenta que este trabajo es especializado. Yo ni siquiera supe la diferencia entre una bacteria y un virus cuando preguntó. —No te preocupes, no necesitas saber mucho. La labor es sencilla. Desarrollo curas para virus peligrosos, pero yo los manipulo, tú harás trabajo de redacción en la computadora y algunos encargos que te daré, muy específicos y sencillos. —¿Cómo me dirijo a usted?
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—Doctora. Bueno, quedaba en el aire una pregunta tuya ¿Cómo matar a los virus? Pues verás la estructura de un virus es muy simple. Constan de una molécula que contiene información genética, una cápsula de proteínas en cuyo interior se encuentra la información. Algunos, además, tienen una envoltura por encima de la cápsula. Para destruirlos y acabar con ellos no se pueden utilizar antibióticos, ya que son fármacos que matan bacterias. Solo nuestro sistema inmune puede luchar contra ellos. Por eso nos vacunamos para alertar a nuestro sistema inmunológico sobre la existencia de virus y prevenir un posible contagio. La bella mujer hizo un espacio en su disertación para tomar algo de agua, mientras dramáticamente se sentó cerca de la ventana, justo en un buen lugar para que la tenue luz bloqueada por las cortinas pudiera barrerla con un halo naranja. —Son tan maravillosos a pesar de su peligrosidad. Fascinantes. Y si alguien consiguiera replicar su funcionamiento perfecto sería el mayor de los logros biotecnológicos del milenio. No es que sea tan lejano el hacerlo, es más, se puede, mediante la creación de nanobots que tuvieran la información dentro suyo como el material genético y todo envuelto en la consabida proteína y el recubrimiento molecular. Se le dotaría de la capacidad de usar el material de las células huésped para recrear
réplicas
de
sí
mismo.
El
problema
sería
el
equipo
de
nanoconstrucción para trabajar a niveles moleculares ese tipo de micromáquinas. Pero no nos adelantemos, usemos el método científico, primero ¿Para qué crear un virus artificial? Sería como tener un poder divino, único. Podría usarse para combatir a otros virus y acabar con las 54
enfermedades más mortíferas o para ganar guerras de manera eficiente y focalizada, claro, implicaría muchas otras facetas como evitar que la programación de los mismos sea hackeada o que desarrollen por sí mismos conciencia de existencia, pero sin lugar a dudas que éxito sería para el que lograra eso o para LA que lo lograra… El muchacho había perdido minutos antes el interés en las piernas de la científica, el discurso lo había aburrido. Pensó en retirarse pero la cantidad de dinero prometida hizo que aguantara la palabrería. —Bien, no más charla. —Alelu… —¿Dijiste algo? —Nada doctora, solo que ¿Empiezo hoy? —Sí, así es, pero estarás cansado y con sed, cuando hablo puedo apasionarme en el tema por mucho rato, en el refrigerador del fondo hay gaseosas para los asistentes, toma una cuando quieras. El muchacho se paró y marchó directamente hacia el refrigerador. —En la mesa del fondo hay un paquete que debes entregar ahora, la dirección está cerca. El muchacho recogió el paquete y se marchó atravesando el laboratorio. La científica lo miraba de reojo, observando su bien formado cuerpo. Volvió la mirada hacia la ventana y el pequeño espacio que le dejaba las cortinas para mirar hacia la calle. Cuando observó al muchacho tomar la ruta correcta bajó la mano derecha para acariciarse un muslo, sintiendo lo firme que estaba. —Es fácil, una vez integrado el nanoprocesador dentro de cada virus, el poder modificar a voluntad algunos aspectos orgánicos, como el 55
destruir células cancerígenas específicas hasta la grasa en algunas partes… modificar e incitar a las células a reproducirse en algunos casos, aumentando lugares del cuerpo, formándolo… —continuaba diciendo en voz alta la mujer, aún sabiendo que nadie la escuchaba, mientras lentamente recorría su cuerpo con su mano diestra. —Claro que esta biotecnología no cambiaría la personalidad y hasta en personas muy inteligentes el ser objeto de deseo del sexo opuesto no significaría más que distracción física, pero no aseguraría encontrar el anhelado amor —hizo una pausa en su monólogo y continuó. —En especial cuando algunos individuos, notando el cambio operado en esa mujer, solo la instrumentalizarían, la usarían, la pervertirían, alejándola de su principal objetivo cual es buscar la felicidad en una relación estable, sincera, verdadera, como siempre le dijeron que sería si fuera más bella, atractiva. Pero eso tampoco sería problema, el uso de los virus modificados también podrían desencadenar alguna manifestación directa en el organismo como afectando el sistema inmunológico de manera drástica, de tal manera que un virus tan sencillo como el de la gripe, pudiera en cuestión de horas acabar con el sujeto, causante del dolor de sentirse engañada y usada. —Claro, eso sucedería si las implicancias morales de la científica estuvieran en desacuerdo con sus valores intrínsecos, su manera de pensar. Porque para empezar una buena científica, aún sabiendo la potencialidad de sus creaciones para modificar favorablemente la estética, usaría ese poder para un bien mayor, curar el cáncer, el VIH inclusive,
porque
los
mismos
virus 56
podrían,
programándolos
correctamente,
ser
agentes
destructores
de
otros
virus.
Este
descubrimiento la ayudaría a mejorar todo a su alrededor, desde las producciones agrícolas hasta la limpieza de los océanos, lo cual salvaría a la raza humana y cerraría poéticamente la puerta de la destrucción y abriría aquella que los conduciría hacia la nueva evolución. Las posibilidades de hacer el bien serían absolutas —abrió una botella de gaseosa del refrigerador y tomó un largo trago. —Pero ¿Qué si decide hacer otra cosa?, si decidiera mejorar su aspecto como lo planteó en un inicio, probar en sí misma las ventajas cosméticas de sus propias creaciones. Si comprobara que son efectivas ¿Qué si intenta vivir aquello que le estuvo negado por años?, la experiencia de experimentar eso que para otras fue tan natural, sin negarse a una vida universitaria alocada por intentar ser la mejor de su promoción y llegar a ser una de las científicas independientes de mayor prestigio ¿Sería egoísta de su parte? No lo creo, peligroso sería que en vez de encontrarse con alguien que comprendiera esas ganas de amar que contuvo durante tanto tiempo, escogiera justo a uno que se aprovechara de ella, la usara solamente por su bello cuerpo y también de su dinero y ella, al exigir algo más que fríos encuentros sexuales y no un intercambio de sentimientos, fuera dejada sin mayor explicación, sumiéndola en dudas sobre
si siempre es la
causante
del repudio varonil
o,
simplemente, por más que lo intente, nunca logrará esa felicidad que cualquier asistente de freidora de hamburguesería logra —mientras dice eso en voz alta, lanza contra una pared la botella de gaseosa. Se sienta en un taburete y se mesa los cabellos. Pequeños charcos de lágrimas se forman en la mesa de trabajo. 57
—Finalmente ¿Qué podría hacer después de eso la científica? Pues lo natural en una mujer. Lo he investigado, es factible en muchos casos que los desengaños amorosos creen situaciones patológicas, llevándolas a cuadros depresivos y tendencias suicidas y… hasta asesinas. Para una pensadora como ella sería fácil, en el calor de los sentimientos y aún nublada con su dolor, forjar un plan infalible que la lleve a impregnar las ropas y enseres de aquel desgraciado que la lastimó con los virus artificiales, meterlos en un paquete y decirle que le envía sus últimas pertenecías con un ayudante. La pregunta sería ¿Cómo lograría solo afectar a un individuo con el virus? Eso sería algo complicado en principio pero al final factible: se valdría del código del ADN de la persona a atacar como identificador genético, así los virus afectarían a quién en su programación tendrían como digamos “víctima” y no a cualquier otro ser vivo —al terminar de decir esto se levantó, fue al baño del laboratorio y se alisó los cabellos, se enjuagó la cara y se volvió a maquillar. —Se esperaría que así se cumpliera con la venganza planeada y ahora, la bella científica, solo le restaría activar a distancia las cepas y luego sentirse finalmente liberada —dijo mientras tecleaba algunos datos en su laptop. Una ventana de seguridad apareció con la frase: “Segura de ejecutar programa Némesis” y se quedó allí, esperando que marque sí o no. —Lo único que no se esperaría es que la científica, cansada de esta existencia, de estas reglas de la sociedad de relacionamiento entre las personas que solo traen dolor, no implantara ese seguro, ese resguardo, que los virus esparcidos de esa manera no tuvieran ese control específico y se activaran, reprodujeran y eliminarán masivamente 58
a cualquier ser humano, teniendo una tasa de propagación tal que en pocos días acabara con toda la humanidad. Eso, eso sería fatal ¿No? — dijo por último la bella mujer mientras se sentaba de nuevo en el taburete y jugueteaba con el botón “Enter”.
SARKO MEDINA HINOJOSA
Perú
Facebook: https://www.facebook.com/SarkoMedinaHinojosa/
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stoy muerto. Sí, estoy muerto y, además, fui ejecutado de la manera más terrible. No niego que, quizás, me merecí la sentencia. Al menos considerando el mediocre modo de vida de esos estúpidos lugareños que se comportaban como ganado…
mí ganado. Aún puedo saborear el placer que me brindó mi última víctima, con su caliente fluido granate deslizándose pegajoso entre mis dedos y el férreo gusto dulzón en mis labios cuando le arranqué un pedazo de cuello y un chorro de su yugular me bendijo. Esos cobardes… Los cobardes nunca van a ningún lado. Mueren y no pueden enfrentar su muerte. Se quedan sempiternamente vagando en la nada. Tuve un juicio que fue un chiste. Esas ovejas estaban aterradas de mí aunque estuviera esposado. Cuando leían los crímenes de los que se me acusaban, los cobardes abrían los ojos de puro terror si los miraba a los ojos. Y lo más cómico que no nombraron ni la mitad, ni siquiera nombraron a los mejores. Como era lógico, ya que defenderme hubiera sido obsceno, me encontraron culpable. Quizás, sabiendo lo que sé hoy, hubiera sido menos arrogante, más humilde y, sin lugar a dudas, más cauteloso. Desgraciadamente eligieron un buen verdugo. ¡Qué diferencia hay entre su trabajo y el mío! ¿Que unos estúpidos lo autorizan porque dicen que cumplen con la ley? ¡Já! Ya me preocupó cuando vino el verdugo y no estaba encapuchado. Son muy pocos los que aparecen a cara descubierta. Esa mirada aburrida hundida en una cara llena de cráteres me provocaba pavor. Ese andar encorvado y lento. Sin duda, sabía el efecto que producía. En éste maldito pueblo, al reo lo sentencian a muerte, pero el método de ejecución y la fecha, son elegidas por los verdugos. Además, cada uno
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tiene su especialidad, pero había uno que ya era legendario: Caraluna, el hombre
de
las
mil
muertes.
Horca,
decapitación,
electrocución,
crucifixión, los mil cortes, veneno, hoguera… cualquier método era bueno para él. Y la elección la tenía el sentenciado. Elegía el que más terror le producía, así le llevara meses descubrir cuál era. Incluso, no era mal visto un poco de tortura. Y, sí. Tuve mala suerte. Me tocó a mí. Durante casi un mes, por la mañana, venía a buscarme a mi celda y me llevaba a las diferentes salas de ejecución en dónde podía ver los más atroces métodos. Me esposaba a alguna de las paredes y él se sentaba, encorvado y casi sin pestañar, a observarme atentamente. Podía pasarse eternas horas exasperantes frente a mí, rara vez se paseaba en silencio por la sala. Ni siquiera podía escuchar el crujir de sus ropas. Si yo miraba algo, él seguía mi vista y, en su retorcida mente, lo anotaba. Me hizo visitar varias veces cada sala y ya casi me sabía de memoria los elementos de ejecución. Lo peor es que ya me podía imaginar el dolor que producía cada uno. El garrote vil, podía imaginarme con los sunchos sosteniéndome firmemente cuello y cabeza, y ese espantoso tornillo sin fin destruyendo mi nuca y saliendo por mi boca. La silla eléctrica… esposado frente a ella, pude sentir los amperes recorriendo mi cuerpo y mi cabeza estallando en llamas mientras terribles convulsiones sacudían mi cuerpo. Y Caraluna siempre sentado frente a mí, observándome en silencio e impertérrito. No podía evitar temblar cada mañana cuando me venían a buscar. Y, al final, temblaba de terror casi todo el día. Será ésta mi última mañana, qué método utilizará el maldito bastardo para ajusticiarme. Uno de esos días, me llevó a una sala con una especie de quirófano en el medio. En el costado, sobre una bandeja, una serie de bisturíes se
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alinean esperando abrir mi carne: la muerte de los mil cortes. No podía evitar sentir el sanguinolento trabajo de esos metales sobre mi piel. Más allá, unas jeringas reposan delante de unos frascos verdosos, la muerte por inyección letal. Según leí, es una de las muertes más benévolas, pero al mirar esos frascos, podía imaginar a esos letales fluidos quemando el interior de mis venas. Y el maldito bastardo sentado frente a mí. Con su cara llena de pozos, observando mi agonía en silencio. —¡Maldito bastardo hijo de puta! —le grito— ¿Cuándo vas a terminar conmigo? —pero nada. Sigue mirándome con frialdad, sin perder detalle. No sonríe, no se sobresalta, simplemente me mira en silencio. Como siempre, en silencio. Intenté esforzarme en no pensar en nada, no quería darle el gusto. No quería que siguiera hurgando en mi interior. Podía sentir cómo se metía en mi mente y se regodeaba con mi terror ante cada elemento de ejecución. Otro día pude imaginar el filo de la guillotina separando mi cuello y, en mi último estertor podía ver todo dando vueltas mientras mi cabeza rodaba por el piso. Ese mismo día, Caraluna me aterrorizó mostrándome la horca. Pude sentir cuando el piso del patíbulo cedía bajo mis pies y la soga se cerraba alrededor de mi cuello impidiéndome respirar. Pero por la noche, otra vez me dejaron en mi celda. Ya para esos momentos, yo no podía comer. Sabía que mi fin estaba cerca e imaginaba que me ejecutaban poniéndome vidrio molido en la comida, como yo lo había hecho con algunas de mis víctimas… Aún las recuerdo retorciéndose de dolor en el piso. Pero eso era una ilusión. Caraluna siempre disfruta de las ejecuciones y cada vez que yo imaginaba algo, podía sentir los ojos sin emoción de mi verdugo que no me perdía el rastro. Incluso una
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noche, cuando observé que mi celda tenía un crucifijo, y sé que antes no estaba ahí, pude imaginarme a Caraluna clavando mis manos y mis pies a esos troncos, no pude evitar pegar un alarido cuando imaginé que elevaban esa cruz y la calzaban en un hueco en el piso. Sentía el increíble dolor en mis manos y pies cuando me esforzaba por levantarme para que entrara un poco de aire a mis pulmones y cuando el dolor me vencía, me soltaba y sentía la asfixia de no poder respirar. Cuando logré controlarme, pude ver los ojos de mi verdugo observándome sin ningún tipo de emoción. Sentí el fuego de la hoguera cuando mis pulmones se cocinaban mientras mis ojos observaban las lenguas de fuego, me aturdieron los aguijonazos de los disparos de un pelotón de fusilamiento, pero todas las noches era llevado indemne a mi celda. Realmente no puedo precisar cuánto tiempo duró ese juego. Solo que no soportaba el terror. Ya quería que todo terminara. Sé que deliraba del miedo. Pero Caraluna me observaba. Y llegó el día. Lo supe en el momento que llegó mi verdugo. No había nada, en su semblante, diferente a los otros días. Simplemente lo supe. Se paró frente a mí y me miró con esos ojos fríos y sin emociones. Recuerdo que en el momento que acercó su cara a la mía, me defequé del miedo. En voz baja y con una áspera voz pavorosa me ordenó: —¡Muérete! Todos los medios de ejecución que ya me conocía de memoria, vinieron a mi mente. Horca, guillotina, inyección letal, mil cortes, despellejamiento, hoguera, fusilamiento… Y yo, más cobardemente que la más cobarde de mis víctimas, simplemente morí.
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DANIEL ANTOKOLETZ HUERTA
Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/daniel.antokoletz
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B
artolo era caramelero, también su padre y su abuelo lo habían sido. Había estado tanto tiempo tratando de inventar fórmulas nuevas, que se había olvidado del amor y no había formado una familia. Cuando se dio cuenta ya estaba anciano para
intentarlo y no podía volver el tiempo atrás… Una noche decidió crear un niño de azúcar. Hizo una masa y fue modelándolo hasta que quedó perfecto. Siguiendo los consejos de un libro de alquimia, le dio un soplo y el muñeco cobró vida. Bartolo lo llamó Meme. Era un niño dócil, un tanto melancólico. Él fue creciendo y pronto se transformó en un jovencito dulce y delicado. Bartolo se enfermó y desde su lecho le dio varios consejos, el más importante de todos fue que se cuidara del agua… si se mojaba, su vida terminaría. El anciano murió y Meme quedó desolad0. Lloró sin lágrimas su soledad absoluta. El tiempo fue pasando. Desde los ventanales del departamento que estaba sobre la vieja fábrica, el joven observaba la vida a su alrededor: señoras de compras, niños jugando, parejas abrazadas. De todas las cosas que no había vivido, las que más intensamente anhelaba, eran la libertad y bañarse en el mar. No tenía nostalgias de una madre porque para él siempre había sido una abstracción, un concepto en el diccionario. Una tarde, en que el encierro ya era insoportable, salió a la calle y caminó varias horas disfrutando de esa libertad impensada…y nueva. En una de las salidas, que se habían transformado en rutina, conoció a una muchacha, que como él, miraba al mar desde lejos. Era la mujer más hermosa que había visto. Tenía la piel marrón y el cabello
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lleno de rulos, que se movían con la brisa marina. Siempre estaba sola, con la mirada perdida en el horizonte. Pronto Meme descubrió que no vivía lejos de su casa, y espiándola, aprendió sus horarios y rutinas. El encuentro fue inevitable. Cruzaron un par de palabras y tendieron puentes invisibles con las miradas. Meme no se atrevía a tocarla. La sola idea lo ponía nervioso y al transpirar, su piel de azúcar se ponía pegajosa. Una tarde entre nublada hicieron una cita, pusieron lugar y hora. Meme había decidió contarle la verdad, aun sabiendo que la perdería. Cuando llegó el momento, grandes nubarrones presagiaban tormenta. Un aire caliente y húmedo hacía más densa la atmósfera. Meme no había podido dormir pensando en la forma de contarle su verdad porque sabía que sería su último encuentro. Salió media hora antes con un impermeable y un paraguas, aunque todavía no había caído una gota. Se sentó sobre unas piedras, en la playa, esperando a Morena. Desde allí se disfrutaba de un paisaje incomparable. El mar aparecía con manchas verdes, grises, azuladas y se mezclaban bajo la tarde tormentosa. Ya había pasado más tiempo del prudencial y la joven no llegaba. Meme sabía que debía irse porque si la lluvia lo atrapaba a la intemperie, sería su final. Cansado ya de esperar, se puso de pie y vio a la muchacha caminar presurosa hasta él. —Perdón…—musitó ella con su cálida voz. Él la abrazó y aspiró su aroma: olía a café y a chocolate. —Me gusta tu perfume —le dijo Meme oliendo su cabello, y agregó en su oído: —Debo confesarte algo…
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—También yo —contestó ella Se miraron con ternura, ya la tormenta estaba sobre ellos y un relámpago, seguido de un trueno, los estremeció. Al instante, las gotas como balas, empezaron a dejar heridas en la arena tibia aún. —Soy de azúcar —le dijo Meme, mostrándole su piel blanquísima y le relató brevemente su historia. Ella lo besó apasionadamente. Cuando se separaron, dos lágrimas caían por sus mejillas, dejando grietas en su piel perfecta. Meme la miró sorprendido, ya las gotas se habían transformado en lluvia. —Yo soy de café y chocolate —confesó Morena sobre su boca— tenemos la misma esencia —y tiró su paraguas y su impermeable. Algunos peatones, a los que había sorprendido el aguacero, aseguran haber visto a una pareja desnuda bajo la lluvia, bailar y reír y luego correr hacia el mar y desaparecer en él. Cuando algunos curiosos fueron a ver, solo se veían dos manchas mezcladas, sicodélicas, inseparables, que despedían un suave olor a vainilla.
MÓNICA DRUETTA
Argentina
Facebook: Mónica Druetta Twitter: @monica_druetta
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onsieur Bonnard, el chef mimado por la televisión, dueño del mejor restaurante de Aguas Claras, el balneario de moda en la costa del Tuyú, se afana en la cocina para preparar la mejor langosta de su vida. No puede fallar. Uno de los
matrimonios más aristocráticos del país ha bajado desde Cariló a comprobar en persona si la fama de Bonnard es verdad o puro cuento. La señora Pancha Rivadeneira de Blas Pascal y Bakunin y el próspero avicultor Jacinto Alastristes esperan, ya un poco impacientes, que el plato solicitado se haga presente. Pero las cosas no son tan sencillas en la cocina. A la heladera, también llamada doña Pancha, rechoncha, se le salen las salchichas, las sorpresatas y las mollejas que aprendieron a abrir la puerta, se escapan hacia las paneras y fuentes o se colocan solas entre rebanadas de pan de campo. La cocina importada de China, empotrada en la pared, muy moderna, pero aburrida porque lo que más se usa es el wok y la parrilla, baja despacito y sale caminando rumbo al cine a ver una película de amor. El lugar está convulsionado. Doña Pava sirve agua casi fría para el mate, pero tiene mala puntería y no la emboca. Don Cuchillo trata de ayudarla, pero doña Pava no quiere que su eterno pretendiente le toque la cintura. La olla Cebolla, llena de agua hirviendo, mira nerviosa a la langosta que pronto flotará en su interior. ¿Qué se siente cuando una pobre langosta es sometida a tamaña tortura? Lentamente, apartándose del fuego y tratando de no volcar el agua, se va de la cocina con rumbo desconocido. Monsieur Bonnard, desesperado, advierte la deserción y corre tras Cebolla, pero cada vez que arrima la langosta a la olla, esta lo elude con una graciosa finta hasta quedar a salvo. La comida no se prepara y una tropa de desconcertados ayudantes va y viene sin dar pie
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con bola. El chef está cada vez más desesperado y espía el salón a través de la cortina de ratán malayo. Los comensales están muy enojados porque la espera de su comida se hace interminable. Los más furiosos son los miembros del matrimonio “paquete” que pidió langosta y ahora están dispuestos a armar un piquete. En la cocina, mientras tanto, la cosa se complica aún más cuando los platos, las copas, las fuentes, las cucharas y las cucharitas, los tenedores y los cuchillos se solidarizan con la langosta condenada a muerte y salen detrás de la olla Cebolla como en un desfile, irrumpen en el salón, para espanto de la selecta concurrencia, pasan debajo de las mesas, entre
las piernas de esa gente
tan fina que, falta de
entrenamiento para esos menesteres, no atina a capturar a un mínimo pocillo, salen a la calle, se dirigen a la playa y se pierden por la arena rumbo al mar. ¡Por fin están de vacaciones! A todo esto, la langosta, prendida de la nariz del chef, entona la Marcha de San Lorenzo.
ANA MARÍA CAILLET BOIS
Argentina
Facebook: www.facebook.com/ana.cailletbois
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artín mira por la ventana de su casa, ubicada en las alturas del pueblo, desde donde puede ver con claridad el lago y las montañas. Le gusta quedarse por horas en ese lugar, en esa actitud contemplativa.
—Martín, ya está tu desayuno, dice su madre desde la cocina. Si bien el aroma a mate cocido y a pan tostado lo invitan por si solos a desayunar y casi nunca hace falta llamarlo, hoy no ha sido así. —Martín, se te va a enfriar el mate cocido, insiste su madre ya sentada en la única mesa que poseen. —Voy a encender el televisor, —piensa ella. Era ésta, una de las maneras que había encontrado de llenar ese vacío que reinaba en la casa. Alguna vez pensó que a lo que nunca se iba a acostumbrar de Martín, era a ese silencio que él le imponía a su existencia. Por lo demás, era un excelente chico —¡Joven, señora, su hijo es ya un joven!, le había dicho la maestra en la escuela de oficios a la que concurría. Pero ella lo seguía viendo como un chico. Martín sigue parado frente a la ventana. Ella se impacienta, no le gusta gritarle o retarlo, no es bueno empezar el día así. —Qué te está pasando hijo mío, —piensa. Sé que te gusta mirar el lago desde la ventana, pero nunca —en todo este tiempo— has dejado de venir a la mesa, a desayunar conmigo. Se levanta, camina hacia él, —la casa es pequeña, pero confortable— lo abraza cariñosamente y se queda, ella también, mirando el lago. —¿Por qué no hay témpanos en el lago, mamá?
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Cuántos días habían pasado, no recordaba. Ya había dejado de prestarle atención, pero hacía bastante que él no le decía una palabra. Claro que, cuando lo hacía, siempre la tomaba por sorpresa. Pero la mayor parte del tiempo se quedaba en silencio como si no estuviera frente a ella. Ocasionalmente podía decir algo inesperado, que la emocionaba, pero que también la golpeaba. Que la ponía crudamente frente a la realidad y la hacía repensar todo lo vivido: la dura existencia junto a su hijo, el mantenerse firme y afrontar el día a día con entereza, levantarse, desayunar, llevarlo a la escuela, para luego ir a su trabajo. Siempre sonriente y amable, como si ese vivir así, no le pesara. Catorce años así. —Ya van a llegar los témpanos, hijo. Ahora, vamos a la mesa que se te enfría el mate cocido. Unta un par de tostadas con dulce de leche y se las acerca. Es lo que más le gusta de este momento. Disfruta mucho el ver como las devora. —Tenemos que ir al lago mamá, —dice él, y ella termina de desacomodarse. Sabe que en la escuela suele hacerlo. Que hay días en los que — cuando nadie lo espera— empieza a hablar, hace preguntas y puede pasarse toda la hora conversando de los temas más inusitados. Lo sabe porque, cuando ella lo pasa a buscar a la tarde, la maestra se adelanta eufórica a contarle: que Martín estuvo genial, que trabajó mucho y bien en clase, que está muy interesado en saber que les pasó a los dinosaurios o quiere saber si es cierto que los hombres van a poder vivir en la luna. Y sabe también que eso pasa. Que al otro día la maestra ya no se adelantará. Se quedará a un costado, mientras arrean la bandera,
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abrazando los libros sobre dinosaurios o viajes a la luna que — entusiasmada por el interés de Martín— se había puesto a estudiar. Libros que ahora debe guardar, porque el entusiasmo de Martín ya no está, se ha evaporado. Pero el deseo de escucharlo es más fuerte. Y es ese deseo el que alimenta irracionalmente su ilusión de que no pare de hablar. Que deje escuchar el registro de su voz, que a veces ella teme olvidar por lo prolongado de sus silencios. —Sí, hijo, el sábado a la mañana, nos levantamos temprano, preparo el termo, las tostadas y nos vamos a desayunar a la costa del lago. —No mamá, el sábado va a ser tarde, dice él, con una seguridad que a ella lo vuelve a sorprender. —¿Tarde para qué, hijo?, pregunta, con naturalidad, como si el conversar fuera un hecho cotidiano para los dos. —Para los témpanos, mamá. —¿Qué pasa con los témpanos, Martín? —Los témpanos van a pasar mañana, mamá. —¿Qué témpanos, Martín? —Mi témpano, mamá. Por el lago viene viajando un témpano para mí. —¿De dónde sacaste eso, hijo?, pregunta, y ahí nomás se da cuenta de que ha cometido un error. Que la respuesta puede resultar tan incompresible, como puede resultar incompresible lo que acaba de preguntar. —¡Me lo dijo “él”, mamá, me lo dijo “él”!
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Y todo queda en silencio. Ya le había pasado otras veces. Todos sus esfuerzos por darle un orden a su vida, para establecer una rutina, para alejarse de ese temor a la locura que la rondaba, de esforzarse por asumir que su realidad no era, de alguna manera, muy distinta a la de muchas mujeres que habían decidido vivir solas: consagrar su días a la crianza de su hijo y hacerlo, no desde el lugar del sufrimiento, sino con la frente alta, con orgullo. Se sentía digna así. Era esa la actitud que más alimentaba y la que más energía le aportaba para mantener el rumbo. Pero una vez más Martín traía a la mesa la figura de “él”. Ese “él” que asomaba en el horizonte de su existencia como un fantasma. Ese él, que ella no se animaba a desenmascarar, porque —a pesar de todo lo que se había estabilizado emocionalmente— la sola mención de Martín, la ponía nuevamente al borde del naufragio. La bronca, la culpa, el resentimiento, el dolor, el miedo a no saber cómo explicar lo que le había pasado, todo aparecía de golpe, como una tormenta que azotaba su realidad sin clemencia. —¿Qué te dijo “él”? —pregunta, como si fuera ésta una charla más, pero sabiendo que no es así. Nunca se había animado a preguntarle a Martín por “él”, a indagarlo sobre a quién se refería cuando mencionaba la palabra “él”. Tal vez por miedo a hacerle daño a ese niño, que a toda la vulnerabilidad propia de su temprana edad, le sumaba las otras dificultades que la vida le había impuesto. —Me dijo que mañana va a llegar a la costa del lago un témpano para mí, —responde Martín. Ella lo mira contemplativa. —Debo pensar bien en lo que digo, — se dice a sí misma,— no puedo equivocarme en este momento. Levanta la
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vista buscando los ojos de Martín pero no los encuentra. El niño, que desayuna con ella todas las mañanas, ya no está ahí. —No me
puede estar
pasando esto,
no puedo estar tan
confundida, —piensa, casi al borde del llanto. Su cabeza le está jugando una mala pasada. De golpe, como cuando se rebobina una película, todo vuelve para atrás. Sentado frente a ella, está “él”. Ella agacha la mirada. Frota sus manos apretadas entre sus piernas, respira bien profundo y no logra desanudar lo que tiene en el estómago. —¿Un tempano para vos hijo?, —pregunta con la cabeza baja. —Sí, mamá, un témpano en el que viene viajando un regalo para mí. —¿Un regalo, hijo?, —pregunta temerosa, tratando de dibujar una sonrisa en su rostro. —Sí, mamá. Él me dijo que mañana espere al primer témpano que llegue a la costa del lago, que ahí viene para mí parte de mi alma. Ella deja caer una lágrima. Se refriega el rostro con las manos como para asegurarse de que está despierta. Que no está sumergida en una de sus tantas pesadillas que suelen atormentarla. No sabe qué hacer. A diferencia de otras veces, intuye en ese decir de Martín, algo pensado, que nada tiene que ver con esas frases que ocasionalmente repite y que ha escuchado por ahí, en la escuela o de algún vecino. —Me dijo que vaya a buscarla. Que debo amarrar ese témpano, arrastrarlo hasta la costa y esperar a que el calor lo vaya derritiendo. Y que cuando ello suceda, esa parte de mi alma, que hoy no está conmigo, quedará libre y vendrá hacia mí.
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Tengo que llevarlo a la escuela, tengo que ir a trabajar. No puedo estar teniendo esta conversación. No solo no puedo, si no que no sé cómo sostenerla, —piensa ella. El cuerpo le pesa, el cansancio que tiene se parece al de los viernes a la noche cuando termina la semana, agotada, tirada en el sillón frente al televisor. Pero no es viernes, es martes. El día recién empieza. Debe desayunar con Martín, y salir a caminar ese día que, desde la ventana de su casa se avizora pleno, reluciente, como a ella le gusta. Cuando está reponiéndose. Cuando más o menos ha logrado ordenar en su cabeza esas palabras que Martín le acaba de decir con tanta ternura y esperanza. Cuando se dispone a respirar profundamente para luego pararse y hacer como si nada y despertar de eso que se parece a una alucinación, lo escucha una vez más: —¿Mamá? —Sí, hijo. —¿Qué es el alma?
ALBERTO CHAILE
Argentina
Blog: http://comunicalafate.blogspot.com.ar/ Facebook: Alberto Chaile
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l tecnólogo, o chatarrero, que es como se les conoce a los oriundos del País Denmar en Elymuria, entró en el pueblo poco después del mediodía. No sabía adónde había llegado, ni los lugareños sabían por qué había venido. Era una aldea de las
planicies del oeste, casi en el límite con el Bosque Oscuro. Lo primero que llamó la atención del tecnólogo, aún desde antes de entrar, fue el árbol. Y no podía ser de otra forma. El coloso medía una obscena cantidad de metros de altura y le juzgó unos seis metros de diámetro a su tronco, marcado de cicatrices como un veterano de guerra. No hizo preguntas al respecto. Sobre todo porque tenía hambre, y con hambre no se hacen preguntas, excepto acerca de dónde comer. Y en este caso, en un villorrio tan chico, tal lugar quedaba justo a su izquierda, a veinte pasos de distancia, un tabernucho sin nombre a la usanza de los pueblos sureños, o sea, un toldo sostenido por un par de varas por un lado y adosado a la fachada por el otro, que cubría cinco mesas. Pidió bebida y alimento. Entonces se dedicó a mirar al gigante forestal. Justo ahí en el medio de lo que podría haber sido la plaza del pueblo, según lo habitual en los ya mencionados villorrios meridionales del Medio Mundo. Las raíces se extendían casi hasta las puertas de las casas, una de ellas terminaba casualmente bajo la pata de la mesa donde estaba sentado. —¿Le gusta nuestro árbol? —le preguntó el tabernero, un tipo flaco y con el delantal asombrosamente limpio. Al chatarrero le resultó sospechoso. Todo el mundo sabe que nunca debes confiar en un posadero delgado. Es algo antinatural.
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—Se ve un poco grande para mi gusto. Y el lugar no me parece el apropiado. —Es grande para el gusto de todos. Y sí, es un estorbo. —¿Hay alguna razón por la cual no se deshacen de él? —Psé, ni que fuera fácil. Ya lo han intentado los mejores leñadores del mundo. Y es que el condenado es esponjoso y las hachas rebotan. Y además se cura a la velocidad de un chisme. Han venido en grupos de seis y siete, pero a la larga hay que irse a descansar y venga el árbol a crecer. El denmar se encogió de hombros. —Ineptos. Tres se bastan para cortar ese árbol. —Ya, si usted lo dice. —Parece que no me cree. —Disculpe el señor —intervino un viejo sentado en la mesa vecina, que no se sabía dónde tenía más pelos, si en el bigote o en las cejas—, pero es que tal cosa la hemos oído cada vez que viene un gañán con un hacha al hombro. El tecnólogo se bebió lo que quedaba del vino y pidió más con un gesto. El caldo no estaba mal, para ser destilado en un lugar olvidado por la geografía. —Es que no han abordado el problema de la forma correcta. —Ah, ¿y cuál es la forma correcta, si se puede saber? —preguntó el posadero, desde detrás del mostrador. —Ingeniería, esa la forma correcta. — Ya —dijo el viejo cejudo—. No lo han tumbado hombres bien forzudos y lo va a tumbar una mujer.
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—Cierra esa boca ignorante —dijo el posadero—. La ingeniería es una ciencia, no una mujer. —Pues si ve un poco de esa ingenería por ahí mándela para acá. Un cambio de estrategia vendría bien para reavivar las apuestas. Verá, porque como ya todos saben lo que siempre pasa, pues no tiene gracia apostar. Ya ni el tonto del pueblo le va a los leñadores. El tecnólogo esbozó una sonrisa llena de dientes metálicos y no dijo más nada. Se echó al coleto la segunda jarra de vino y salió de la taberna. Le dio un par de vueltas al árbol, tocó la corteza y escarbó durante un rato con su cuchillo. La corteza era dura y debajo de ella había una capa de corcho, donde su cuchillo se hundió hasta la mitad. Luego se sentó en sus raíces. Allí se dedicó a matar el tiempo engrasando sus articulaciones postizas, para deleite de los chicos y el tonto del pueblo. Al otro día no había señales de él. —Bah —dijo el bigotudo asiduo de la taberna—, mucha ingenería y abordaje, pero se largó con viento fresco. —Ya veremos. —le respondió el tabernero. Pasaron tres días. A mediodía del cuarto, un estrafalario artefacto con ruedas apareció en el camino. Humeaba como diez jubilados con pipas y traqueteaba tanto que asustó a todos los animales en el trayecto hasta la plaza. Allí le dio una vuelta al árbol, brincando sobre las raíces, antes de quedarse quieto. Cuando la nube de humo negro se disipó los vecinos pudieron ver tres tecnólogos. Uno de ellos ya abría una compuerta en la parte trasera del vehículo. Otro, el ya conocido del tabernero y el viejo asiduo, se dirigió a la taberna.
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—Buenos días señor. Me tomó algo de tiempo porque los caminos no están en muy buen estado. Algunos consejeros tacaños han estado convenciendo a los reyes para reducir el presupuesto de mantenimiento de las carreteras. —Vaya, conque volvió. —dijo el viejo. —Así es. Y espero que aún les interese cortar el árbol. El posadero y el viejo se miraron entre sí. —Ya le hemos dicho que es imposible. Por favor no cree falsas esperanzas entre la gente del pueblo. —Según he entendido ya la gente de su pueblo no tiene esperanzas. Así que espero que no le moleste si lo intentamos. Tres de nosotros, tal como les dije. El tabernero se encogió de hombros. —Es su tiempo. Gástelo como quiera. Pero no nos demande remuneración alguna. —Será un placer demostrarles la efectividad de la ingeniería, no requeriremos pago alguno. Hizo un gesto a los otros dos denmar que esperaban junto al vehículo, que empezaron a sacar cosas del interior del mismo. Ya la gente se había congregado alrededor de los recién llegados. Alguno que otro pillo intentaba sonsacarle una apuesta al vecino, pero nadie picaba. Cerca del anochecer los cacharreros habían amontonado las partes en tres grupos, dos de ellos compuestos en su mayoría por vigas de metal. El más grande contenía artefactos tan desconocidos que los lugareños ni siquiera podían imaginar cuál sería su uso. Los tecnólogos ya no se separaron de sus piezas. Junto al árbol comieron esa noche, y cada uno se acomodó al lado de una pila a dormir.
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O al menos eso parecía, porque no faltó quien dijo que los denmar no dormían. Antes de salir el sol ya estaban de pie, ensamblando, martillando, atornillando y haciendo un estrépito que opacaba el canto de los gallos. Les tomó todo ese día armar un par de estructuras a cada lado del árbol siguiendo una línea de este a oeste, conectadas entre sí por una curiosa hoja metálica dentada. Las estructuras estaban montadas sobre rieles y junto a la del oeste había armado una aún más compleja. El tabernero se acercó antes de que oscureciera a echar un vistazo. —Mañana empezaremos. —le dijo el tecnólogo. —Así que ésta es su ingeniería. —No —dijo otro tecnólogo—, es una sierra mecánica a vapor. —Diseñada por mí. —dijo el tercero. —Solo necesitaremos carbón —intervino el primero—. Pero lo pagaremos. Al amanecer del tercer día varios vecinos llegaron con sacos de carbón para vender. Al igual que el día anterior ya los tecnólogos estaban en pie antes que saliera el sol, trepados en el árbol, cortando ramas. Compraron una docena de sacos de carbón, limpiaron las ramas de sus hojas y las acomodaron donde recibieran sol, para usarlas más adelante como leña. Mientras estaban trepados amarraron una gruesa cuerda alrededor del tronco y la estiraron en dirección perpendicular a la hoja de la sierra, o sea, de sur a norte, coincidiendo con la calle principal. La ataron a un artilugio clavado en la tierra, con una manivela. Entonces llenaron el aparato con carbón y lo encendieron, media hora después el vapor silbaba.
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La sierra mecánica echó a andar cuando aún algunos vecinos, los de sueño más pesado, no se habían levantado. La hoja se movió a izquierda y derecha, tomándose un segundo en ir y venir, raspando la corteza esponjosa. Cerca del mediodía hasta los más pacientes se habían aburrido. La hoja avanzaba poco a poco dentro del árbol, pero tal cosa no era nueva para los lugareños. Muchos hacheros habían echado el resto en la primera jornada, para encontrarse al amanecer que su avance se hallaba obstruido por una savia cristalizada, tan dura como el mismo tronco y luego la capa corchosa cubría el agujero, para ser cubierta a su vez por la dura corteza. El único evento digno de ver fue que la sierra se detuvo y los tecnólogos la sacaron para enfriarla y lubricarla con aceite. Sin embargo los denmar no tenían pensado detenerse durante la noche. Para disgusto de los moradores cercanos, dos de ellos dormían, inmunes al ruido, mientras el tercero continuaba la faena de parar y lubricar la hoja cada tres o cuatro horas. La visita del viejo parroquiano coincidió con una parada, poco después del amanecer. El primer tecnólogo sacaba la sierra del corte, mientras otro daba unas vueltas a la manivela del artilugio en tierra, que tensaba la cuerda sujeta al árbol. Así el corte se mantenía abierto y a la vez se guiaba el árbol para que cayera en la dirección deseada. —¿Es que no piensan parar? —preguntó el bigotes. —No —le contestó el ingeniero—, a menos que sea necesario. Esta maquinaria puede trabajar varios días seguidos. —¿Varios? ¿Un mes, dos meses? —No, no más de veinte días. Pero según mis cálculos no tomará tanto.
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—No hacen falta cálculos para saberlo —se rió el viejo—. Puedo asegurarle que todos se van antes de los quince días. El chatarrero ignoró al viejo y empujó la hoja de vuelta al corte. La máquina echó a andar otra vez, para deleite de los chicos, que recogían montañas de virutas de corteza y corcho. Al tercer día la separación era perceptible en el corte. Al cuarto día la herida se abría en un ángulo notable, tanto que la cabeza del tonto del pueblo cabía dentro. La hoja de la sierra estaba bien adentro en el tronco, casi hasta la mitad. Los que habían apostado contra los tecnólogos empezaban a fruncir el ceño, mientras que los arriesgados se frotaban las manos con satisfacción. A esas alturas, todos sabían que el árbol caería, a menos que ocurriese un milagro. El milagro
nunca
ocurrió
y tal
como lo prometieron los
chatarreros, el árbol cayó al séptimo día, haciendo un ruido horrible. La aldea entera asistió al evento, a una distancia prudencial, desde luego. Las ramas cubrieron los techos a ambos lados de la calle principal y derribaron casas. Pero el precio fue considerado admisible por los vecinos, que atacaron al gigante caído con hachas para convertirlo en madera conque reparar las viviendas aplastadas. Los denmar observaron el espectáculo con una sonrisa, mientras empacaban. Ese mismo atardecer se marcharon, llevándose como recompensa una caja de botellas de vino. Un par de días después el cejudo y el posadero observaban el tronco, carcomido por las hachas y despojado de su capa de corcho. Aún así el cadáver del árbol se resistía a ser convertido en tablas, a diferencia de las ramas. —Tendremos que hacer algo con ese bulto. —dijo el bigotudo.
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El posadero se dedicaba a lo que siempre se dedican los posaderos cuando no tienen nada que hacer: brillar las jarras. Sonrió y respondió: —Deja que pase el próximo chatarrero y ya se me ocurrirá algo. Estoy seguro de que conseguiremos que la ingeniería haga todo el trabajo por nosotros otra vez, si abordamos el problema de la forma correcta.
Roger Durañona Vargas
Cuba
Blog: http://dsgp.blogspot.com
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I
A
penas pudo obligar a sus párpados a que le respondieran pero estos, como si hubieran formado coalición con su voluntad, hacían que una vez más todo fuera difícil para John... Forzó, por enésima vez, la última vuelta de llave a la puerta de
salida de la casa. Recordó que la habitaba desde hacía más de diez años, pero no le pertenecía y partió a cumplir con las tareas que le había asignado el Gerente Operativo cuatro años atrás. Que ridícula la frase: "los problemas de casa quedan en casa y los del trabajo, allí mueren", pensaba mientras caminaba las interminables ocho cuadras que lo llevarían hasta el colectivo más económico. Sabía que al llegar a destino todavía lo esperaban otras veinte más. Treinta y pico más su infancia sobre el lomo, tres hijos concebidos en el más profundo amor, y Lara, su maravillosa esposa que guerreaba desde el mismísimo principio de la relación, al sortear los "no" cual corredor de “slalom”, inmersa en el sentimiento hacia él que la llevaran a concretar al fin la tan soñada boda (la no debida boda) El cielo parecía no animarse a tomar color, palidecido por el sol que golpeaba de frente al futuro caminante solitario, quien levemente alzaba su rostro exponiéndolo a los rayos que lo acariciaban y que más de una vez habían provocado el sonrojo de su nariz. Le gustaba contar los pasos largos que hacía en su caminar y memorizarlos, quién sabe para qué, de allí que sabía con seguridad que los dos mil novecientos treinta y cinco que lo separaban de su labor hacían más de treinta cuadras. Todo era como la última vez, el asfalto desgarrado mostraba las inconfundibles marcas del desgaste solar y la fricción de las inmensas ruedas de los camiones que descansaban a su 90
lado. El particular aroma a pasto mojado por esa rebelde escarcha matinal que aún perecía en el campo peleaba rudamente por tapar el olor a gas oil mal quemado de los motores recién detenidos. De a ratos refrescaba la tez una agradable ventolina que alivianaba el paso del caminante, que algunas veces practicaba el correcto método de respiración haciendo largos soplidos o manteniendo el sincronismo "paso, inhalo, paso, exhalo" aprendido cuando chico en sus prácticas de atletismo. Caminaba. II No supo cómo, pero el reloj anunciaba la hora de partida y se incomodó al verse sorprendido ante la noticia. Hora del regreso. Miró sus mocasines, a los que había agregado plantillas para menguar el dolor provocado por el pie abductor, que le notificó el médico en uno de esos controles anuales que se hacen en las empresas. Metió el saliente de la camisa mangas cortas dentro del pantalón vaquero, empuñó el rompevientos que Lara le había comprado (todas sus prendas las había comprado ella, nunca le prestó demasiada atención a su vestimenta), y comenzó su regreso. Ya desde el puente podía verse el campo herido apenas por una línea recta gris que debía tomar ahora con sol de "cotte". Cada tanto aparecía un auto que se perdía en el horizonte ayudado por el desnivel de la calle. Una vez más se detuvo al comienzo de la carretera que no se cansaba de flamear esa llama transparente que mojaba el límite entre el cielo y ella. Eligió dar su primer paso junto a un Golf que pasó cerca suyo y en su misma dirección, tan ciego como todos ellos, tan sordo como él mismo. Había dado sesenta y siete pasos cuando notó que algo reflejaba
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el sol hacia sus ojos, molestándolo un poco. Estiró la palma izquierda hacia "eso" pero no le pareció atinado hacerlo ya que el astro ahora pegaba en su reloj, produciendo un efecto casi idéntico al que quería neutralizar. Cuando bajo el brazo estaba a tan poca distancia que pudo distinguir bien lo que brillaba. Era una hebilla y no estaba sola... III No le costó reconocer el estuche de cuero negro como un pequeño ataché con cierre a cremallera y banda de cuero bordado con iniciales que no pudo descifrar por el desgaste y el estilo de letra gótica. Antes de levantarlo miró hacia atrás como un acto reflejo ya que "caminante solitario" hacía honor a su nombre, lo abrió lentamente sin que nada pasara por su cabeza más que una intriga infartante producto de su incansable ansiedad. El estuche vomitó hojas por doquier, tanto que hasta le arrancó un insulto en voz alta; además de hacerle perder el control del brazo que sostenía su abrigo que cayó al pasto, no quiso que el poco viento esparciera su desgracia así es que enderezó su postura y se abalanzó hacia las hojas que jugueteaban muy a su pesar. Las acomodó como pudo, sin siquiera ojear alguna, recogió su abrigo y al hacerlo arrastró hacia sí una última hoja que remontó vuelo como si hubiese cobrado vida, sin embargo no se inmutó, su vista quedó clavada abajo. Los sentimientos que uno experimenta al ver una billetera perdida son tan beneplácitos como dañinos, tan creativos como confusos, tan ilusorios como reales pero la billetera estaba allí. Vaya que si estaba. La banda elástica que intentaba unir ambas puntas parecía no resistir la presión de su cautivo contenido. Deslizándola hacia el ángulo la extrajo completamente para que frente a sus ojos aparecieran varios "atados" de 92
billetes que tuvo que mirar detenidamente para al fin reconocerlos como de cien dólares. Abrió tanto su boca que el caudal de aire tomado le causo una tos que punzó su pulmón al punto de ahogarlo y sonrojarlo por completo. Se incorporó lentamente miró con detenimiento su entorno que no había cambiado en absoluto. Era un total absurdo el haberse encontrado en tal situación, mordió su labio inferior mientras forzaba su razonamiento a encontrar una razón lógica y valedera. Nunca se conformó con saber que algo ocurría, siempre le interesó saber por qué y qué circunstancias habían provocado que eso ocurriera. Frunció el entrecejo tomando la frente solo con el pulgar y el índice en clara postura de incredulidad. Fue inútil, no había lógica. Volvió en sí sin dejar de dudar pero de a poco cambió su actitud pensando y, ¿por qué no?. Recién allí tomó verdadera conciencia de lo que estaba ocurriendo, lo que "le" estaba ocurriendo. Su intención de llegar hasta la puerta de la fábrica por la que pasaba frente y entregar el objeto perdido a la guardia cambió drásticamente. Quien nunca dejó la última "flautita" para que coman sus hijos aunque supiera que hasta el otro día nada ingeriría cree que el dinero no hace la felicidad, pensó. Una sonrisa nerviosa se dibujó y hasta pareció que todo se le nublaba. Estaba
por
continuar
su
caminata
cuando
chequeó
pertenencias, abrigo, billetera, estuche. ¿Estuche?, se preguntó. El miedo no es zonzo, la conciencia sí. Al instante vino a su mente lo hacía poco leído "conciencia es la razón lógica embanderada por los cobardes para justificar sus actos".
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A cada segundo que pasaba se acrecentaba la distancia entre el estuche y John que no volteó a mirar ni cuando el ave atornillo el aleteo en sus oídos haciéndolo vacilar al tranco. ¿Cincuenta y cuántos pasos? El horizonte ahora parecía infinito, era inevitable ya no contaría jamás ahora pensaba en que le pareció que por el grosor de cada fajo habría unos ochenta, noventa quizás cien billetes, cien le pareció una buena cifra teniendo en cuenta que creía haberlos visto fajados por un banco. Rápidamente calculó cien por cien, ¿diez mil era cuatro o cinco fajos? Que en pesos serían... La cuenta fue interrumpida por el paso de un auto en su misma dirección que aturdió su pensamiento y atrajo su atención por unos instantes. Hubiera querido detenerlo para preguntar. ¿Preguntar qué? (esa maldita conciencia). Otra vez miró hacia atrás y lo tranquilizó la quietud, agudizó su oído, su olfato, su vista. Nada. Y si algo faltaba para tomar la decisión final, ese era el perfecto motivo. Nada. Por un momento cerró sus ojos y vio claramente a Lara saltando de alegría, sus hijos llevados a modo de jinetes por un bravío corcel. La casa, el auto, el préstamo, deudas, la vida misma, el bienestar, sus pasos estaban tan olvidados que parecía flotar no andar. El caminante caminaba. IV La
alegría,
mezclada
con
nerviosismo,
no
lo
dejaban
contabilizar sus pasos que a esa altura le era imposible adivinar. El sol
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castigó medio rostro, de manera automática llevó la mano al bolsillo trasero de su pantalón, se percató que andaba con la billetera en su diestra, un escalofrío descolocó su pie, que al tocar suelo se clavó. No pasa nada, se dijo, mientras levantó su brazo para alcanzar la campera. Por sobre el hombro alcanzó a divisar a lo lejos que un auto se había detenido en el preciso lugar donde yacía el estuche. Tragó no sin dificultad. El sol multiplicó desesperadamente su temperatura, con un nervioso sacudón acomodó su suerte bajo el brazo y apuró la marcha. Ahora podía deducir la forma inequívoca, el rugido del motor que se acercaba por detrás, todo su cuerpo aumentó bruscamente de peso. Ya sus piernas, antes elogiadas por él mismo por su fuerza en carreras de fondo, daban muestras de descontrol y desesperante cansancio, como si los setenta kilos estuvieran repartidos de manera homogénea en sus pies. La brisa que notó no hizo más que acrecentar el hilo que sentía desplazarse por su espalda y que ahora se pagaba de la manera más repugnante. Recordó haber leído en el "Readers" algo sobre el foco y la "zona de visualización", practicó clavar la vista al frente y leer el resto de la zona sin mover las pupilas. El auto pasó lentamente al lado suyo y se detuvo a veinte pasos de él. Bajaron tres personas bien vestidas, le pareció que la combinación de colores usada por ellos la había visto en alguna película de gángsters, uno de ellos llevaba el bendito estuche (que lamentó no haber arrojado al campo detrás del alambrado quíén sabe por qué) pero lo que brillaba en sus manos no eran otras hebillas, corrió el sudor que empañaba completamente su rostro solo con la palma de su mano y pudo distinguir.
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“¡Esa es una pistola, por Dios, tienen armas! ¡Le entrego la billetera y ya!”, pensó casi balbuceando de manera inaudible. Sin esforzarse pudo escuchar sus propios latidos. Los rostros no eran amigables, aquel primer hombre hizo una seña que los otros parecieron comprender y ejecutar sin emitir sonidos, su más cercano contrincante miró hacia atrás, hacia delante, el caminante se detuvo, nadie aparecía y el sonido ensordecedor del silencio más tenebroso lo apabulló. La corredera del arma sonó estrepitosa, un abrupto sobresalto hizo que el caminante casi dejara caer penosamente sus pertenencias, pero no pudo evitar que cayera el habla, la razón, el entendimiento, sus sueños y el sentido del equilibrio. Cuando se sintió caer, una mano lo tomó del hombro, y mientras lo
sacudía
le
decía: ¡LARGÁ!,
¡LARGÁ!,
¡LARGÁ!,
¡PAPÁ!,
¡papá!,
¡papaaá...! Cuando sus ojos se abrieron por fin, la mano de Lara dejó de hacer presión en el pecho de John, las pequeñas y suaves manos de su esposa acariciaban su rostro intentando secar, con la sábana, lo que parecía un lago de sudor. —Perdoname, gemías, temblabas y sudabas tanto, que tuve que hacerlo.
SERGIO OMAR OCAMPO
Argentina
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H
ace unos cuantos años, en un bar de San Telmo, conocí a Katia e Iván Korolev, una simpática pareja de hermanos rusos. Hoy Iván es tristemente famoso gracias a la cámara de
seguridad del palier de su edificio, en Neuruppin, Alemania. A Katia le perdí el rastro, no tiene cuenta en facebook. Pero con Iván, que sí cayó en las garras de la red, mantengo una comunicación. No muy fluida, pero comunicación al fin. Nacieron en la Rusia comunista, la URSS. La madre murió en el parto de Katia. Y el padre, un militar de rango, se las arregló para criar solo a la parejita. Alguien ―algún sádico― subió a YouTube las imágenes que grabó la cámara de seguridad. Al video, en blanco y negro, se lo conoce como el del perro, que casi se ahorca en un palier. El que tiene estómago para verlo lo encontrará enseguida. En el corto tiempo que compartimos en Buenos Aires, Iván dejó bien sentada la fama de bebedor. Sus borracheras son fuente de anécdotas que le recordé, mas de una vez, vía face. Aunque, me comentó, el alcohol ya no es algo gracioso: se le convirtió en una guerra personal. Arranca el día con media botella de vodka y un paseo en compañía de la perra husky siberiana con la que vive. Según sus propias palabras, esos paseos con Drasa ―“corajuda” en lituano, idioma que Iván aprendió en uno de los destinos de su padre― son lo único que le interesa en la vida. Y más de una vez se pregunta si no es la perra quien lo pasea a él. Cuando le pregunto si tiene trabajo o alguna actividad económica, se burla de sí mismo diciendo que los privilegios del hijo de un héroe del
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Ejército Rojo hacen que las cuentas se paguen solas. Pero lo reconoce: son esos mismos privilegios los que lo condenan al abandono. El resto del día es “una perfecta mierda”: Iván termina de noche mirando porno por Internet y liquidando la botella del desayuno. Pero volvamos al video del perro, que casi se ahorca en un palier. En él se puede ver a mi amigo con la perra: tambaleante, llega de la calle y llama al ascensor. Cuando el ascensor automáticamente abre la puerta, la perra entra olfateando el suelo. Y, vaya a saber qué olió, sale enseguida. Iván, como puede, se mete. Drasa está quedándose del lado de afuera. La perra amaga a entrar de nuevo. Pero la puerta del ascensor, al cerrarse, la golpea suave y hace que se eche para atrás. Y sí: la puerta se cierra dejando a la perra afuera. El ascensor comienza a subir. La correa tira lentamente hacia arriba, hasta que el pobre animal queda colgado contra el marco superior. El video no tiene audio, pero los aullidos de Drasa ―que se adivinan como si uno estuviera oyéndolos― hacen que un vecino salga a mirar. Ante semejante escenario, el tipo vuelve rápido a su departamento y aparece otra vez, ahora con algo cortante ―no se ve muy bien si se trata de una tijera tipo sastre o un cuchillo de buen porte―. Pero la perra, que sigue
pataleando,
aullando
y
contorsionándose
desesperada,
evidentemente lo asusta: temiendo algún tarascón, el tipo no se decide a cortar el collar. Se ve a otro vecino que llega. Y este último sí levanta un poco al animal, y el primero corta. Ahí, con los vecinos atendiendo a la perra, termina el video.
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Lo que YouTube no muestra ―¿privilegios del hijo de un exjerarca ruso?― es el video de la cámara interna del ascensor. Katia me lo describió en un mensaje desde la cuenta de facebook de Iván: el otro extremo de la correa de Drasa, Iván se la colgaba al cuello.
MIGUEL ANGEL DI GIOVANNI
Argentina
Facebook: Miguel Ángel Di Giovanni
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Y
a es hora de que pare de llover, son quince días ininterrumpidos en que el agua nos invade. Pisamos charcos porque tratamos de evitar ese río que es la calle, y lo que logramos es empapar nuestras zapatillas y medias, que persisten en su humedad más
allá de lo saludable. No es conveniente enrollar los pantalones porque los resultados obtenidos son peores ya que el agua salpicada, tan subordinada a las leyes, aplicará la de gravedad, para inmiscuirse entre los dobleces para permanecer allí todo el tiempo que estime necesario. Debería hacer lo mismo que cuando era un chico, cuando en días lluviosos salía a practicar un primitivo surf al costado del cordón. Todo esto en contra de los consejos de mi mamá que invariablemente interrumpía la aventura cuando señalaba que nos estábamos mojando. Aunque en realidad no nos mojábamos, el agua resbala, somos impermeables. Esto, mi mamá nunca lo entendió. Estaba tan tranquilo, porque en el verano hicimos arreglar el techo y algunas caídas de agua, donde se producían filtraciones. Digo estaba, porque ayer, propicio para la lectura, me senté en mi sillón favorito, hasta que escuché el sonido de lo que parecía una gota de agua cayendo de cierta altura. Efectivamente, se trataba de una gota que sorteando todos los arreglos realizados había logrado la libertad de caer desde una altura de tres metros, y tras ella otra y otra. Para evitarme el trabajo posterior ubiqué el lugar donde se suicidaban y coloqué un recipiente. Pude cronometrar sus saltos: lo hacían cada segundo. Comencé a acompañar el ritmo de sus caídas con palmas, pero cuando la lluvia se hizo más intensa, como requeridas por algo ancestral las gotas aceleraron su ritmo y mis manos, ya sumergidas en ese vértigo acuoso las acompañaron.
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Por el costado del ojo pude percibir que en la pared un fenómeno estaba ocurriendo, abandoné la danza del agua, que había alcanzado cierto frenesí y me concentré en la pared. Una pequeña parte había cambiado de color, estaba más oscura. Era una pequeña mancha, una isla tan solo, en la que en su extremo inferior, en esa difusa península, cabalgaba una gota. Me recordó al trabajo de las hormigas. Era la exploradora, la que señalaba el camino más propicio, la que iba dejando su rastro. Se deslizaba feliz, hasta que decidido a terminar con esa incursión, la aplasté de un zapatillazo, sin preocuparme por la pisada absurda que ostentaría la pared en esa zona. Es probable que mi reacción haya sido tardía, porque otras gotas, organizadas, ampliaron su frente de ataque, y duplicaron la mancha, en abierta declaración de guerra. Con la maza respondí a esas invasoras y la emprendí de tal manera, con tal ímpetu, que tan solo detuve mi accionar cuando descubrí la cara absorta de mi vecino, asomado al boquete practicado. Parecía pedirme disculpas porque, para no tener que regar el jardín, había estado rezando para que lloviera.
Sospecho que me están engañando. Matilde dijo que me llevaría a un lugar donde me arreglarían la cabeza, y me doy cuenta de que esto no es una peluquería.
Alberto Furlong
Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/alberto.furlong
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E
sa zona de la avenida Alem en el Bajo se fue vaciando de a poco. Primero se retiraron los vendedores callejeros, que recogieron sus mercaderías cuando el último rayo de sol se ocultó detrás de los árboles que entretejen sus copas en el
boulevard. Luego desaparecieron los paseantes, que eligieron refugiarse en el único bar abierto para combatir con café y alcohol el frío del invierno porteño. Después dejaron de circular los coches. En algún momento los semáforos abandonaron el cambio de colores y se bloquearon en amarillo intermitente, como si tuviesen capacidad de advertir lo que pasaba alrededor. Un hombre miraba la escena protegido bajo la extensa recova que encadenaban los viejos edificios, de espaldas a una pared descascarada que lo protegía del viento. Llevaba puesto un abrigo de paño. Era negro, largo y tenía bolsillos profundos. Aunque hizo un esfuerzo, no lograba recordar quién se lo había dado ni de dónde lo había sacado. Solo tenía una certeza: estaba hecho en una tela delgada, incapaz de protegerlo de los rigores del invierno. De haber podido elegir, seguramente se hubiera quedado con algo más pesado. Quizás una campera de cuero, pensó. Una mujer que se le acercó por el costado izquierdo, moviéndose sigilosamente, lo sacó de sus pensamientos. Ella también llevaba un abrigo largo, idéntico al que él tenía puesto. Era negro azabache, como su pelo largo y pesado. La aparición imprevista lo dejó paralizado. Ella se le acercó un paso más hasta pegar la boca a su oreja. Y lanzó apenas un susurro. —La última vez que te vi en una situación así estabas planeando algo inconfesable.
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Él no respondió. No sabía qué decir. Solo atinó a retroceder unos centímetros para pegar más su espalda a la pared y así sentir que tenía cubierta la retaguardia. Pero la sensación inicial de seguridad que le dio ese movimiento se transformó pronto en encierro. Refugiado en la oscuridad, el hombre entonces pudo soltar alguna palabra. —Me has estado siguiendo— le reprochó a la mujer. —Todo el tiempo me mantuve cerca tuyo—, respondió ella. El hombre no intentó seguir hablando. Por primera vez en la noche sacó su mano derecha del bolsillo profundo del sobretodo. Sintió el golpe seco del frío en la piel. En su puño apretado apenas podía adivinarse un revólver pequeño, casi invisible en la penumbra. No dudó un segundo. Apuntó a la sien y presionó el gatillo. El estruendo quedó aprisionado entre las columnas de la recova. La sangre dibujó una marca viscosa en la pared y manchó las solapas del abrigo. Las rodillas se le doblaron. Quedó tendido boca abajo en la vereda de cemento,
entre
envoltorios
de
caramelos
y
restos
de
cigarrillos
pisoteados. —Siempre quisiste que te alcance. Esta vez no fallé— volvió a susurrar la mujer, sin preocuparse por ser escuchada. Luego se dio media vuelta y caminó hacia la ancha cinta de asfalto. Cruzó sin prestar atención al parpadeo amarillo del semáforo ni a un pequeño automóvil gris que, a marcha cansina, atravesó su imagen rompiendo la monotonía nocturna.
Jorge Luis Velázquez
Argentina
Facebook: http://www.facebook.com/jorgeluisvelazquez
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-¡M
aldición! —exclamaba Ulich por toda la cabina— Por fumar esa porquería metiste mal los datos para el salto y ahora ¿dónde estamos?. Juntar a un piloto de personalidad maniática, como Ulich, con
Cire, un piloto relajado y descuidado, era uno de esos errores que suceden, en los viajes de exploración en el siglo 25. Lo delicado de la situación es que estos viajes usan la técnica del “salto espacial” y desviar, unos centésimos los valores, puede hacer que la nave, y todo lo que hay adentro, aparezca dentro de un sol o en el núcleo de un planeta con lo cual la muerte es automática. —Ahora tendremos que esperar a que los tanques de iones alfa se vuelvan a llenar en veintisiete horas…¡Oye deja de aspirar esa porquería! —Ulich estaba a punto de desesperarse pero se calmó—¡Veintisiete horas, varados y sin hacer nada! Cire salió por un momento de su aparente éxtasis y le respondió: —¡Cálmate! Yo me encargaré de ubicarnos y luego daremos el salto pero antes, una aspiradita para reaccionar. Cire le guiñó el ojo a Ulich y este se dio cuenta que otra cosa ya no se podía hacer. Estaba en sus manos. —¿Trajiste por lo menos la memoria musical con las canciones de Nitzer Ebb? —Cire intentó recordar—No, se me quedó en mi cuarto antes de partir. —¡Ni para eso sirves!, bueno me voy a dormir un rato. Encárgate de ubicarnos —Ulich, ¿pero no vamos a comer antes? —Él miró el cielo de la nave y no le quedó más remedio que aceptar la propuesta. Hace horas que no habían probado alimento.
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Ulich tuvo un sueño pesado después de la comida, los alimentos le habían caído muy mal así que despertó de mal humor. El pasillo que unía los cuartos monopersonales con la cabina de mando, se le antojó más largo que de costumbre, aunque la nave era un modelo mediano pues solo tenía cuatro secciones: la cabina, cuartos, sala de motores y combustible y la sala común con enfermería incluida. —¿Cómo vamos? —Ulich miró a Cire y vio que el efecto de las drogas se le había pasado. Cire estaba concentrado en la pantalla de ubicación astral, así que tardó un par de minutos en responder: —Ulich, no sé dónde diablos estamos. No encuentro estrellas, ni quasar, ni planetas, ni siquiera asteroides de referencia. —¿Has intentando con el barrido sónico? —Cire se detuvo un momento pensando lo que iba a responder. —No te lo puedo describir, mejor ven y escucha—Ulich se puso los audífonos —¡Nada!, espera una queja, ¡ahhhhh! ¡apaga eso! —Ulich tiró los audífonos y miró a Cire, esperaba encontrar una respuesta que le dejara tranquilo, pero sabía que Cire tampoco la tenía. —En el siglo 23 cuándo se empezó a experimentar con los motores basados en la teoría Riemann, para producir la curvatura del espacio y “saltar” en él de un punto a otro, se vislumbró un problema y era que, al igual que si estiras una tela, el espacio se puede desgarrar y entonces te puedes ir, literalmente, fuera de él. Cire paró su explicación y lo miró— Creo que esta vez nos hemos metido en una de esas rasgaduras del espacio. ¡Bienvenido al No Espacio! —Ahora sí malograste todo, no tenemos puntos de referencia por lo que vamos a tener que encontrar un valor de singularidad desde el
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cual saltar, o sea, mejor te pones a calcular desde ahora esos seis puntos de la ecuación de singularidad. Ahí tienes la computadora. —¡Oye, no te pases!, eso me va a llevar por lo menos 10 horas, ayúdame pues Cire, es tu problema haberme metido en esto, así que empieza desde ahorita, por ahí que lo haces más rápido—. Ulich se sentó frente a la pantalla para mirar ese espacio que debía ahora asumir que “no era espacio” y comenzó a convulsionar de nervios. Cire lo miró y le tomó de la barbilla: —Tranquilízate muchacho, mejor regresa a la cama y acá avanzaré con las ecuaciones. Toma estas pastillitas para relajarte. Minutos después Ulich estaba de nuevo en su cuarto, intranquilo, pero al calor de sus sábanas y con el efecto de las pastillas, comenzó a dormirse, hasta que sintió que “algo” había bajo las mismas. Ulich las levantó lentamente y lo que vio era increíble: Ella. Habían pasado dos años desde la última vez, antes de su muerte en la tragedia de la exploración a Orión 75, y ahora estaba ahí, en el “no espacio”, desnuda, en la misma cama que él. Ella lo miraba con la misma expresión de siempre y él al verla así, totalmente desnuda, no pudo contener una erección. Ella, que estaba muerta y cuya lápida estaba en la Tierra, notó eso y puso su mano en la erección; tal como lo solía hacer cuando ambos dormían juntos. Él esperaba alguna palabra familiar mientras hacían el amor, pero lo que oyó fueron unas palabras extrañas y reconoció el idioma hebreo y eso lo aterró. Sabía en el fondo que a pesar de que sus ojos lo miraban con calidez, lo que ella decía era algo maligno. A Ulich le entró un espanto que le hizo cubrirse los oídos y cerrar los ojos, hasta que dejó de escucharla. Cuando volvió a abrirlos, ella había desaparecido.
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—Cire, ¡era ella!, mi ex muerta. Cire seguía en lo suyo y sin voltear para responderle le dijo: — ¿Qué te hablo en hebreo? ¿Tú me consideras imbécil o qué? El hebreo no se habla desde hace 300 años, ¡300 años! Así que ¡no me jodas! Más bien te cuento que se me ha ocurrido otra cosa, voy a poner en acción la función de mapeo espacial. —Cire pero si estamos en el “no espacio” ¿qué va a detectar? — Cire se quedó pensando y dijo—Aunque sea la nada. Ya habían pasado unas catorce horas y el indicador decía que los tanques se habían llenado al cincuenta por ciento, lo cual les produjo a los dos cierto desconcierto. Si estaban en el “no espacio” no debería haber iones alfa, pero sin embargo los habían. Allí afuera había algo que los emitía pero ¿qué sería? Ulich notó el cansancio en Cire:—Tómate un descanso, yo seguiré la búsqueda de los valores. Cire entró al cuarto, pero no iba a dormir. Buscó entre sus cosas un pequeño disco. En él tenía algunos recuerdos que siempre llevaba en sus viajes, recuerdos de la Tierra y de su familia desaparecida en el crucero 383 y sobre todo un tiempo en el que él había estado enamorado. Cire estaba a punto de poner su disco, cuando sintió el familiar sonido de esa voz. “Hola Cire, hace mucho que no nos vemos” —era lo primero que ella le dijo— “Así que hasta en el “No Espacio” me dejarás en paz” —Cire le dirigió la palabra a su ex novia. Él estaba consciente que el abuso de las sustancias y el cansancio le podían estar haciendo una mala pasada, pero en el fondo sabía que “ella” estaba ahí, que era “real” y que la “conversación” también lo era. También recordaba que ella había muerto en una lucha entre pandillas de neo portorriqueños y jamaicanos
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separatistas, porque al separarse de él, ella inmediatamente comenzó a salir con un miembro de los neo portorriqueños pero bueno eso no era su problema. — “¿Todavía con el rencor que te ha hecho un fracasado?. Bueno, aquí terminaste, en esta pocilga espacial…que más se podía esperar de ti….yo solamente, esperando peras de un olmo podrido” —La voz era exactamente igual — Bueno, soy feliz. Algo que tú nunca pudiste hacer en toda tu vida y menos pude yo encontrar cuándo estuve a tu lado. Pero lo importante, ¿qué haces aquí? Tú estás muerta ¿no es así? — “Yo estoy mucho más allá de eso… ¿oye, aún te gusta esa música?” —le preguntó ella mientras señalaba el disco que Cire sostenía“¿Sabes?, extraño escuchar esas canciones. ¿Puedes poner alguna?”. Cire puso el disco en el reproductor y lo primero que salió fue Poesíe Noire. Cire pudo ver que una especie de lágrima salía de los “ojos” de ella mientras escuchaba la canción. —“Extraño estas cosas, donde estoy solo hay… no sé cómo explicar…no sonido”— Cire quiso acercarse, pero ella lo detuvo— “Préstame tu baño, por favor” —Cómo la primera vez que nos conocimos ¿te acuerdas? —le dijo Cire. — “Sí, claro que lo recuerdo. Ya salgo y seguimos conversando” — Cire, esperó unos diez minutos y se metió al baño. Tal como lo esperaba ella ya no estaba. Al pasar las horas, ambos descubrieron algo asombroso en la nave, era como que la sustancia de las cosas se hacía más “débil”, por ponerle una palabra, había algo en el ambiente succionando la materialidad de las cosas. Accionaron un contador Geiger modificado
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para detectar que cosa había, pero este no registraba nada en sus cuentas, es más, comenzó a marcar en negativo. La conclusión era que las cosas perdían masa. Ulich y Cire, sabían que debían apurar el paso para salir de “ahí”. — ¿También viste a tu ex, Cire? — ¡Si!. Y eso no está bien. Primero se aparece tu ex Ulich, luego la mía, luego vemos que las cosas pierden “sustancia” y no olvidemos ese “no sonido” que parece un lamento afuera. Creo que este no es un “No Espacio”, creo que sí estamos en algún lugar ¿pero dónde?. Cire y Ulich comenzaron a pensar por un momento. — Cire, creo que este es un lugar del cual no vamos a salir, o sea faltan dos horas para que se llene el tanque pero siento que la nave pierde sustancia más rápido que eso. Si no salimos de aquí antes, desapareceremos… Cire miró sorprendido a Ulich: —Oye, se te ve más transparente, puedo ver lo que hay atrás tuyo, como si fueras un objeto medio translucido. —¡Lo mismo te está pasando Cire! —la angustia se apoderó de ellos, pero los cálculos ya estaban avanzados, 4 de los 6 valores habían sido encontrados para activar la ecuación y encontrar la singularidad, pero ante la pequeña felicidad, les sobrevino un espanto. —¡Son ellas! ¡Las dos! —gritó Ulich y ambos vieron como, en la cabina de controles, las dos ex habían aparecido, pero su presencia era por decir, lo menos, inquietante. Ambas se les presentían como unas mensajeras de algo malo. En efecto se dieron cuenta que el contador Geiger iba marcando valores cada vez más negativos y a la vez el
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mapeador espacial iba indicando en la pantalla unas letras identificando el lugar donde estaban: “P”, luego una “U” y la “R”. —Se están acercando Cire, ¡hagamos algo! —el miedo había paralizado a ambos y sobre todo cuándo se dieron cuenta que ellas no venían caminando sino flotando. Ulich alcanzó a ver que sólo faltaba un valor para que la ecuación se activara y con eso también lo hiciera el motor; y logró arrastrar hacia sí a Cire. Ahora los dos estaban arrinconados, sabían que si ellas los tocaban, lo poco de sustancialidad que le quedaba desaparecería. De pronto, la nave se cubrió de una luz rojiza. Era el indicador que el último valor había sido encontrado por el programa y que el motor y la nave estaban listos para dar el salto. Los espectros de las dos mujeres, hicieron una mueca de gritar con desesperación. Ulich y Cire cerraron los ojos y esperaron lo peor. El sacudón había sido fuerte, Ulich y Cire abrieron los ojos y vieron el Sol, luego Júpiter y Saturno. Las dos mujeres habían desaparecido, la nave y ellos estaban tan sólidos como siempre: el salto había sido un éxito. Lo comprobaron con el contador y descubrieron que este emitía resultados positivos, los tanques estaban casi al 2%, con lo cual les bastaba para hacer un viaje de Júpiter a la Tierra en una hora. Por último fueron al mapeador para ver si descubrían el lugar del cual habían salido y este mostraba la siguiente palabra: PURGATORIO. Ulich miró a Cire y con un tono solemne le dijo: —Nunca más vuelvo a viajar contigo.
luis alonso cruz álvarez
Perú
Facebook: https://www.facebook.com/luisalonso.cruzalvarez Blog: Fundador de Supernovas http://luiscruzalvarez.blogspot.pe/
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E
ntré en el hipermercado. No tenía idea dónde mirar. Tuve que preguntar a un dependiente. Me dijo que buscara en la sección de perfumería e higiene. Allí los encontré. Saqué el papel que
llevaba en el bolsillo y comencé a apuntar números en él. Por cierto, debo reconocer que esperaba fueran más caros. Hubo que esperar dos semanas antes de que volviera a regañarme. Comenzó a soltarme su filípica e, inevitablemente, volvió a decírmelo. Entonces saqué el papel y le repliqué que ya sabía cuánto valía un peine.
Plácido Romero
España
Twitter: @Plcdrmr Blog: placidario.blogspot.com
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A
brió los ojos, confuso, y demoró en darse cuenta que ya no estaba dormido. No supo a ciencia cierta qué lo había despertado. Es que, en realidad, había más de una causa
probable. Podría haber sido el calor, ya que estaba mojado en transpiración. También podría haber sido el ardor en las palmas de sus manos; o el ardor de toda su espalda. En todos estos años, nunca había podido convencerse del todo que las manos le ardieran más que la espalda; era casi inconcebible, doce horas bajo el sol, con lo blando que era para el sol… piel blanca, piel de mierda… y sin embargo las manos siempre le ardían más. En fin, estaba despierto, había que salir de la cama como fuera. Estiró la mano, la posó sobre la silla que oficiaba de mesa de luz, y sacó un cigarrillo sin filtro del paquete. Lo sostuvo entre los labios, y sobrevino la bronca buscada; como de costumbre, como cada comienzo de día, no tenía como encenderlo. Así se levantó y, tambaleante, fue hasta la cocina de la vivienda. Agarró la caja de fósforos de sobre la mesa, y al fin prendió el cigarrillo. Parado en medio de la cocina aspiró profundo, sintió náuseas como siempre y, como siempre, no vomitó. Los días, así, eran una sucesión de náuseas y hechos que no llegaban a concretarse. El calor era casi insoportable debajo del techo de chapas. El sol que entraba a pleno por la ventana, le enceguecía. Cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir. Luego de este gesto inútil y casi automático, obviamente todo seguía igual. Y no tenía ninguna intención de cambiar nada, ¡nada!; mucho menos esta pasajera sensación de disconfort. Sabía que sin hacer nada, de a poquito, como diluyéndose, como evaporándose, como escapando a escondidas en puntas de pié para no molestar, las náuseas
desaparecerían.
Y,
en
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realidad,
¿desaparecían
o
se
acostumbraba a ellas tanto que se volvían imperceptibles? Daba igual, el resultado era el mismo: no sentía malestar. Y eso, justamente eso, que se aplicaba a absolutamente todas las cosas que sucedían o estaban ya sucedidas de antes, era la mayor virtud que le reconocía a algunos seres humanos; entre los cuales se contaba. Ese infinito poder de adaptación inagotable, ese magnífico y evolucionado poder de adaptación, ese necesario y tan asqueroso poder de adaptación. Gracias al cual él y toda una legión de pares aún seguían vivos; razón por la cual hace mucho, cuando aún era joven, había decidido, muy consciente de lo que hacía (o, mejor dicho, de lo que no hacía), no volarse la cabeza de un tiro. Aún se acordaba de forma vívida del terror adolescente, al descubrir que no era más que un pobre diablo que no tenía ni una sola buena razón para pegarse un tiro. La desolación y el aburrimiento eterno, la falta de motivación y el hastío, día tras día, al no encontrar un solo desafío, una sola prueba por superar. En la niñez era fácil, y hasta divertido a veces, fingir que no entendía algo, demorarse más de lo necesario con una tarea en la escuela, o discutir con sus compañeros sobre cosas ya sabidas, dejando la mayoría de las veces convencerse con explicaciones del todo erradas según su entender. Pero cuando creció esos trucos se volvieron inútiles, la rabia empezó a expandirse dentro de su cuerpo, hasta que éste se sentía a punto de estallar ante la imposibilidad de contenerla. La rabia hacia absolutamente todo, y todos; pero
una
rabia
tranquila,
monótona,
casi
inútil;
en
realidad,
absolutamente inútil. Una rabia sin odio. Aún le dolía profundo en el pecho, no haber sido capaz de sentir odio, al menos una pizca, un gramo, un poquitito de precioso odio. Esa hubiera sido la excusa necesaria para terminar con toda esa mediocre idiotez, para terminar con todo o con
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todos; o, porque no, con todo y con todos. Pero, si en realidad no era capaz de sentir odio ahora a sus treinta y tres años, no podía reprocharle a aquel joven de apenas catorce o quince años la incapacidad de sentirlo. Y entonces una vez tomada la decisión del tiro final, descubrió con horror que no tenía una razón valedera para hacerlo. No tenía la sensación de necesitar nada, y las pocas cosas que a veces creía necesitar, las alcanzaba con poco o nada de esfuerzo. No era infeliz; estaba aburrido, hastiado, pero infeliz no era. Claro, tampoco era feliz; de hecho su definición de felicidad estaba íntimamente ligada al concepto de ignorancia. Y por supuesto, tampoco se consideraba ignorante; y lo que era peor, nadie lo hacía sentir ignorante frente a ninguna situación específica. Y liquidarse tenía sentido si era un acto que lo motivara, que lo hiciera sentir algo; al menos en los últimos segundos previos al disparo. Matarse por aburrimiento era igual que vivir como vivía todo el mundo, sin tener una razón valedera para hacerlo, inventándose excusas todo el tiempo, que a corto plazo eran sustituidas por otras, lo que probaba que no eran más que excusas para permanecer, para durar, para tener el derecho insoslayable de seguir respirando un tiempo más. Si al menos fueran capaces de realizar fotosíntesis, pero no, la idea era respirar en forma lo más pasiva posible y perdurar un segundo más. Perdurar… vegetar…vivir… pudrirse de a poco y, mientras tanto, entre respiración y respiración, perdurar… El horror fue diluyéndose y dando paso a la sensación de acostumbramiento; sí, todo gracias al poder de adaptación. Y de a poco, como sucede prácticamente en todo lo compatible con la vida, fue retornando a la pasiva existencia, en aparente comunión con la sociedad, al ir y venir sin sentido, inventándose excusas innecesarias para ir y
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venir. Sin ningún esfuerzo, sin ninguna sorpresa, culminó la secundaria. También sin ningún sobresalto un día se inventó una excusa para ir, y nunca más volvió. Nunca echó de menos la casa de su infancia, la de sus padres; obviamente tampoco a sus padres. Un día se despertó debajo de un árbol, en una plaza céntrica, en un pueblo cualquiera, con frío, y decidió que empezaría a dormir nuevamente bajo un techo; que volvería a tener un domicilio fijo. Caminó unas pocas cuadras, encontró un grupo de personas y algunas máquinas que formaban parte de una cuadrilla que se encontraba reparando las calles. Se sentó a una distancia prudencial, y observó unos minutos. Se comportaban como todo grupo de individuos, de forma previsiblemente aburrida; había dos o tres que pico y pala en mano intentaban nivelar ciertos sectores de la calle, luego que pasaba una de las máquinas manejada por un cuarto, recibiendo previamente las instrucciones de un quinto. La segunda máquina, una aplanadora bastante maltrecha, se encontraba parada al costado de la calle, con el motor apagado. Y había un sexto, sin uniforme pero con casco que, bajo la sombra de un árbol observaba todo con actitud impaciente; se sacaba y se volvía a poner el casco sin razón aparente, y cada tanto recibía la visita del quinto quien le daba explicaciones y a quien hacía ademanes mientras movía la cabeza de un lado a otro. Obviamente, con quien debía hablar era con el sexto. Se paró, agarró su bolso, optó por llevarlo agarrado con su mano izquierda, y no colgado del hombro como prefería hacerlo. Comenzó a caminar hacia el sexto; en ése momento pensó que su aspecto seguramente no sería el mejor, miró alrededor, ningún bar u otro lugar donde pudiera haber un baño y un espejo. No se preocupó demasiado, tal vez fuera mejor así. Cuando se encontraba a poca distancia observó que
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el sexto, que seguía comportándose como si algo le molestara, tenía un encendedor en la mano y buscaba algo en sus bolsillos sin tener éxito, lo que parecía molestarlo aún más. Se acercó, procuró no estar demasiado cerca, no invadir ningún espacio ficticio. Dijo: —Buenos días. El sexto lo miró. —¿Sí? Sin decir ninguna palabra le extendió el paquete de cigarrillos. El sexto lo miró nuevamente por unos segundos, y aceptó. Sacó un cigarrillo del paquete, lo puso entre los labios y, con el encendedor que aún tenía en la mano, lo encendió. Le devolvió el paquete y le dijo: —Sin filtro, ¿eh? —Así me gustan; respondió. Parecía necesitarlo; agregó. —Sí, creo que perdí los míos. —También parece necesitar un peón más. —El maquinista se fue hace dos días. Nos estamos atrasando. —Si me lo permite, le puedo dar una mano. —¿Sabe conducir? —No; mintió. Pero necesito trabajar, y soy muy bueno con el pico y la pala; volvió a mentir, e instintivamente metió sus manos en los bolsillos. Si alguno de sus trabajadores puede conducir, yo podría ocupar su lugar mientras él maneja la aplanadora y le solucionaría el problema. Y si no es así, tendría un peón más trabajando de a pie, y todo se haría más rápido. —Sí, es verdad, pero… es que los papeles de la empresa, seguro laboral, ingreso en planilla, y demás trámites, demoran unos días. —Por mí no se preocupe, no voy a hacer ningún reclamo; si al final de la jornada no le sirvo, me lo dice y no me ve más. Si sirvo, bueno,
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entonces hace todos los trámites que la empresa le exige. No pretendo que me pague nada hasta que esté todo el papeleo listo, puedo trabajar a la par de cualquiera de sus trabajadores sólo a cambio de un lugar para dormir. Si usted considera que sirvo, arregla entonces con su empresa los papeles, salario, etc. —¿Y… si se lastima mientras está a prueba? —Nunca diré que estoy a prueba, y en ese caso, obviamente me lastimé realizando tareas personales. El sexto dudó, pero en realidad necesitaba un trabajador más, y sabía que la empresa jamás le enviaría el peón ya solicitado hace dos días; tenían mucho trabajo en la ciudad, y el ya no soportaba más la estadía en ese pueblo lejos de su casa. —Bueno si es así, podría dormir en el vagón de la cuadrilla, comería con los peones y, si sirve para el trabajo, cuando lleguemos a la ciudad yo me encargo de que lo contraten. —Eso estaría muy bien, yo se lo agradezco mucho; y quede tranquilo que si pasara algún accidente, yo me lastimé en las cercanías y usted me ayudó, pero yo no sé ni su nombre. Éste último comentario tranquilizó mucho al sexto. Y de esa manera, sin demasiados sobresaltos, comenzó a trabajar. Cuando terminaron las tareas en aquel pueblo, volvieron a la ciudad; y obviamente fue contratado. Se instaló en aquella ciudad, alquiló la vivienda, empezó a tener una rutina. Seis días trabajando en las calles con el pico, bajo el sol, hacía que las noches fueran más tranquilas. Cuando llegaba de trabajar, con las manos destrozadas y la ginebra dentro del bolso, sentía el cansancio necesario para ignorar el ardor en su espalda y tumbarse a leer. Hacía ya seis meses que podía dormir, lo
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mismo le había pasado cuando se fue de la casa de su infancia, tuvo varios meses de buen sueño; bueno, en fin, de sueño y basta. Lo que era bueno, y lo habilitaba a llamarle buen sueño. Fue así que aquel mediodía se despertó, con resaca, algo cansado; obviamente con las manos desechas y con la espalda ardiendo, pero no agobiado. No con la cabeza pesada de tanto pensar toda la noche, de formular preguntas sin respuestas. De dar vuelta en círculos mentales que no llevaban a ningún lugar nuevo. Se despertó tranquilo, por primera vez en mucho tiempo. Y casi sin darse cuenta, había terminado su primer cigarrillo del día, y las nauseas habían desaparecido. Se dio una ducha rápida, pensó dos segundos en las semejanzas que tenía la lectura de la noche anterior con el jazz que escuchaba en su adolescencia. No desayunó. Un domingo sin trabajo, un día tranquilo; el sol inundaba todo. Salió a la calle, miró alrededor, vio rostros plácidos, vio niños corriendo, vio bolsas de supermercado, vio hombres leyendo el diario y lavando sus autos; vio mujeres con la mirada vacía, gritando a niños que creían de su propiedad, y sintiéndose bien al hacerlo. Flotaba en el aire una tranquila felicidad colectiva. Entonces caminó hasta la esquina, dobló a la derecha y, antes de sentir náuseas otra vez, se hundió en el bar.
Zandro Zás
Uruguay
Blog: www.letrasquemuerden.wordpress.com Twitter: @LetrasqMuerden Facebook: www.facebook.com/zandro.zas
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D
iciembre
siempre
fue
mi
mes
preferido.
Empiezan
las
vacaciones de verano, llega la navidad. Me paso el día jugando en casa, con mi hermano y mis primos. Y lo mejor… No me
obligan a dormir siesta. Hoy es el día en que se arma el arbolito. Mi hermano y yo estamos nerviosos desde la mañana. Sabemos que el arbolito está guardado arriba del ropero, en la pieza de mamá. Con mi hermano Adrián nos pusimos a buscar, pero no lo encontramos. Sin que mamá se diera cuenta, arrastramos una silla de la cocina. Cerré la puerta de la pieza. Adrián, que es más alto, se sube para buscar en los estantes, arriba de las perchas. Nada. Le pregunté tres veces a mamá a qué hora lo íbamos a armar. Nos echó para afuera, porque estaba limpiando. Las melli juegan en el piso sobre una manta con algunos juguetes. Mamá las deja ahí, mientras limpia la casa. Cada tanto las trae al centro como si fueran gallinas que se escapan del gallinero. En vacaciones, tenemos todo el día para jugar. Por la mañana, Adrián y yo salimos al patio a jugar a la pelota. Un balde dado vuelta y un buzo marcan el arco, el que hace gol ataja. Cuando sea grande quiero ser arquero de la selección, o vendedor de diarios, no estoy muy seguro. Es muy difícil hacerme un gol, mi hermano se enoja porque lo cargo. Le digo que no le puede hacer un gol ni al arco iris, eso siempre le dice mi primo Beto. Aunque el arco iris es bastante grande como para que mi hermano meta aunque sea, un gol. No sé, no entiendo, pero eso lo pone chinchudo. Después de levantar tierra un rato, nos cansamos de patear.
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Adrián toma agua de la canilla, se seca la boca con la mano. Vamos para el fondo. Se sube al árbol de moras. Mamá nos tiene prohibido comer moras, y son tan ricas. Mi hermano corta algunas y las traga. Yo me las guardo en el bolsillo. Como dos. Hay que comerlas sin masticar, para que no quede la lengua manchada de morado. Abro la boca y le saco la lengua a mi hermano para que me diga si estoy limpio, él hace lo mismo. Cuando pongo las moras en el bolsillo encuentro dos bolitas. Una norte que tiene unos pétalos rojos y azules en el centro, y una lecherita que es mi preferida. Es blanca con manchas marrones. Las bolitas es el juego que más me gusta. Practico mucho a escondidas de mi hermano, pero él es mejor jugador. Me cuesta poner la bolita en el hueco entre el dedo gordo y el flaquito. Hay un agujero en el medio del patio que es nuestro opi, marcamos una línea con una rama de paraíso. Detrás de esa línea hacemos los tiros. Tengo estudiado cada bajada del patio, sé con qué fuerza tengo que tirar la bolita, pero igual no la emboco. El primero que hace opi comienza el juego. Usando la mano boba como apoyo, hay que apuntar y picar a la bolita del otro, si la tocas te la ganas. Cuando vienen mis primos somos cinco jugando. Una vez, papá nos pidió permiso para jugar. Empezó haciéndose el tonto, el que no sabía… Después, sacó con tanta fuerza desde el opi, que me pico la lecherita y casi la partió. Creo que salieron chispas cuando la tocó. Yo me quedé con la boca abierta y él se reía mucho. La mía salió disparada; la norte que mi hermano le prestó a mi viejo quedó dando vueltas en el mismo lugar. Tanto, que dejo un hueco en la tierra. Ahora cuando mi papá se prende a jugar, yo la tiro lejos.
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Mamá nos llama a comer, hay olor a milanesas. En la mesa el humo del puré caliente hace dibujitos en el aire. Las melli están una frente a la otra en su sillita alta, mi mamá les corta las milanesas y enfría el puré soplando el tenedor antes de metérselos en la boca. Vino mi abuela Coca a comer. Es muy vieja mi abuela. Flaquita, las arrugas de la cara se parecen a las de la tierra cuando la seca al sol. Cuando llega me llena de besos, yo intento escaparme, pero no me suelta. Ella dice que los lunes, los besos y las flores tienen más perfume. Hoy es lunes, pero igual no le creo. Después de comer mi mamá trae las cajas y el arbolito para armar, hasta mi hermano está entusiasmado, y eso que él se hace el duro. No sé por qué me ilusiona tanto armar el arbolito. Me gusta ayudar a mamá a desarmar el pino verde, abrir todas sus ramas, colocarle todas las pelotitas de colores, las luces, las guirnaldas. Armar el pesebre con el niño Jesús en el medio, rodeado de María, José y los Reyes Magos. ¡Quedó tan bonito al lado de la ventana! Hay que escribir la carta a Papa Noel, le tengo que decir que me porté bien este año. Yo sé que no es verdad. Hace unos días veníamos de la escuela caminando, era el mediodía, hacía mucho calor. Nos paramos en un zanjón con mi hermano y el Juanchi a ver los renacuajos. Estaba lleno y todos chillaban al mismo tiempo, era como un coro de sapos. Los empezamos a molestar con un palo, estábamos jugando. Adrián me dijo que no los moleste,
que
los
deje
en
paz,
se
amenazándome con decírselo a mamá.
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enojó
y
se
fue
caminando,
No sé lo que me pasó, el Juanchi me decía que mate a uno, que quería ver de qué color era la sangre. Pinché a uno con el palo hasta que lo maté. Quedó boca arriba mirando al cielo con las patas y los brazos abiertos, la sangre era roja nomás. Desde ese día no puedo dormir, tengo pesadillas, sueño que viene una mamá sapo gigante, me saca de la cama: me tira al zanjón, millones de renacuajos se me suben encima y me ahogan. Me despierto todo chivado y asustado. Escribo igual la carta a Papá Noel, pero no se... Voy al galpón donde mi papá guarda sus herramientas, busco un frasco que tiene unos tornillos y clavos. Lo lavo y lo dejo preparado. De la cocina, agarro el matamoscas que está colgado de un clavo detrás de la puerta y me pongo a trabajar. Busco entre las hojas de las plantas del jardín, debajo de los ladrillos sueltos, en los árboles, en la mora hay muchos. Me hice con unas ramas del paraíso un atrapa bichitos de luz. Trabajé duro, todo el día juntando bichos, gusanos, moscas, mosquitos, un cascarudo… Lo que junté lo puse en el frasco. Cuando me despierte mañana voy a llevar todos los bichos y les voy a dar de comer a los renacuajos del zanjón. La mañana esta convulsionada, me despierta temprano el ruido de la mesa que se corre en la cocina. Mamá está pelando frutas. Papá en el fondo de casa prepara todo para hacer el asado de esta noche. Van a venir mis tíos, mis primos y la abuela a festejar la navidad con nosotros. Papá puso música, habla por teléfono con el tío Jorge, le dice que no se olvide de traer el hielo.
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Hace 18 días que todas las mañanas llevo los bichos que junto a los renacuajos del zanjón, ya no tengo pesadillas, pero a veces sueño que soy un renacuajo. Empieza a sonar la sirena de los bomberos, brindamos y salimos todos a la calle. Los grandes se saludan con los vecinos. Mi hermano y mis primos tiran cohetes. Yo, fosforitos en la vereda, papá me ayuda. Los de enfrente tiran bombas de estruendo. Cuando se calma un poco el ruido por fin entramos a la casa. Debajo del árbol de navidad, donde no había nada está lleno de regalos. Trato siempre de estar atento cuando pasa Papá Noel por nuestra casa, pero nunca pude verlo. Siempre nos peleamos con mi hermano por ser quien reparte los regalos, esta vez se lo dejo a él. Tarda mucho en leer los nombres de cada paquete, creo que lo hace a propósito. Entrega todos los regalos y ninguno para mí. Las melli reciben muñecas y ropa, mi hermano una pelota de futbol y guantes de arquero. Quedan dos en el piso que sin leerlos, mi hermano me los da. En uno de ellos hay una camiseta de Boca Juniors. En el otro paquete hay un short para la pileta. —¿Qué te trajo Papá Noel, Hernán? —pregunta la abuela. Yo había pedido un kit de ladrillos Rasti. Hago una mueca, levanto los hombros. Le muestro a mi abuela la ropa que recibí. Me pongo la camiseta azul y amarilla y salgo al patio.
FABIANA DUARTE
Argentina
Facebook: www.facebook.com/fabiana.duarte.522066
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E
ntre el 8 y el 24 de diciembre de 2016 lanzamos el desafío #MINAVIDADDECUENTO, la consigna era escribir cuentos de no más de cien palabras con la palabra "NAVIDAD" y publicarlos en blogs
propios o en las redes sociales Twitter y Facebook. Quienes recogieron el guante nos brindaron navidades de todo tipo: blancas, negras, románticas, sangrientas. A continuación los mejores microrrelatos de #minavidaddecuento. ¡Disfruten!
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La navidad de cuento de
CARLOS E.SALDIVAR ROSAS Facebook: Carlos Enrique Saldivar
EL SEGUNDO REGALO —Abre tu regalo —le dijo al niño su madre. El infante, emocionado, lo hizo: era un precioso carro de juguete a control remoto. —Ahora abre tu otro regalo —le dijo su padre. En la segunda caja se encontraba un pequeño rostro humano, había sido extirpado con precisión quirúrgica y aún tenía sangre. El infante no supo qué decir. —Ese es el niño que te hacía bullying en el colegio —dijo la madre. —Lo hemos traído para ti —dijo el padre. —¡Gracias, gracias, es la mejor Navidad de mi vida! —dijo el niño. Abrazó a sus progenitores mientras lloraba de felicidad.
SIN NAVIDAD Estaba harto de la hipocresía en las fiestas navideñas, de que todos esperaran esta época del año para portarse más o menos bien, y de que derrochasen tanto mientras otros morían de hambre. Por eso decidí asesinar La Navidad. Era una dama hermosa, trigueña, de cabello negro, vestido verde y cinturón y botas rojas; la eliminé de un balazo. Desde entonces, por estas fechas de diciembre las personas empezaron a arrebatarse las cosas. Incluso yo fui robado y apuñalado. Triste de mí, antes de expirar no pude confesar a nadie que había sido yo el maldito que mató La Navidad.
MALA NAVIDAD Una noche de Navidad el Diablo decidió disfrazarse de Papá Noel y regalarles cosas horribles a los niños. Desde entonces en el mundo se celebró la Nochemala, e incluso los adultos recibíamos perturbadores obsequios.
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Siempre teníamos que adivinar qué presente nos trajo Santa Claus y cuál era del Príncipe de las Tinieblas. Papá Noel, harto de que otro (de podrido corazón) se inmiscuyera en el arte de dar regalos navideños, cesó de brindarles dádivas a las personas. Ahora, cada Navidad, recibimos una sola caja sellada con lazo, la cual nunca abrimos, porque, de hacerlo, padeceríamos horrores que preferimos no imaginar.
NAVIDAD «INTELIGENTE» Emilio debía pagar la cuenta del Smartphone, pero aún contaba con saldo para dos días más, y no «podía» celebrar la Navidad solo. Reventó cohetes digitales en un grupo de chat, luego cenó con varios amigos en un restaurante virtual: hubo intercambio de regalos y una chica extranjera le dio un yate. Hermosos adornos digitales copaban la mansión virtual que había edificado mediante una aplicación. De amanecida se retiró a dormir a su habitación, contento por la magnífica velada. Ni siquiera por Nochebuena había saludado a su familia, que vivía con él y con la cual no hablaba hace días
La navidad de cuento de
LUCIANO DOTI Twitter: @luciano_doti
RESFRÍO Hacía calor ese 24 de diciembre. Entre copas, Pablo se lamentaba por no haber podido vivir nunca una Navidad blanca. A la madrugada, cuando todos se fueron a dormir, él quedó solo. Se le ocurrió preparar la bañera con el hielo que sobró y poner el aire acondicionado al mango. El cansancio lo durmió inmerso en esas aguas heladas. Al despertar, ya era pleno día, le dolía la cabeza y tiritaba. Su esposa se levantó al baño y lo halló en ese estado. Un fuerte estornudo sonó en el momento. —Nada peor que un resfrío de verano —sentenció ella. 133
La navidad de cuento de
andrés galindo Twitter: @andresrsgalindo
Nunca olvidaré el invierno en que maté a Ruperta; alguien tenía que sacrificarse por la cena de navidad.
Yo no quería matar a Ruperta, confieso. Es solo que llegó un punto en que ya no le entraron más carnes frías de navidad.
Ruperta tenía buen gusto para comer. La Navidad pasada, incluso, llegó a darme unas mordiditas mientras hacíamos el amor.
Ruperta siempre fue de buen comer, especialmente en Navidad. Yo sólo quise alentar su gula, hasta el hartazgo.
Comer con Ruperta era todo un espectáculo, por eso para Navidad quise prepararle toda una bacanal. Cenó y cenó y cenó…
Pero Ruperta no fue la única que murió en mis brazos. A Lilit, por ejemplo, la mató la lujuria, también en Navidad.
Con Lilit actúe en legítima defensa: antes de que ella me matara de un infarto, preferí ultimarla con mi espada.
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Maligna me dejó clavada una daga, llevándose a cambio mi corazón. Esa navidad cambié la avaricia por amor.
Ya me había dicho Maligna que para Navidad quería mi corazón con clavos. Débil, fui a perder, también, la razón
Que Maligna me dejara moribundo fue, quizá, la razón por la que llegara a detestar la Navidad…
Algunas noches frías de Navidad le escribía cartitas de desamor a Maligna: ¿Dónde están las promesas que me silenciaste?
Sea por dolor o por pereza, no envié las cartas que le escribí a Maligna en Navidad. Ya la Muerte le llevará mi mensaje.
Jamás olvidaré a Maligna. Nunca fui tan feliz como aquella Navidad en que la amé… con el cuchillo eléctrico.
Para Navidad le pediré a Santa Claus que me traiga a Ruperta... del cementerio donde dejé sus restos.
¡Ya mañana es Navidad y no he ni comprado el cuchillo ni he marinado a Dulce Pánico! Me pregunto si cabrá en el horno.
“¡Feliz Navidad!” le dije a Ruperta, mientras le arrancaba una pechuga marinada en llanto y gritos de desesperación.
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Ya terminó #navidaddecuento pero les guardé un poco de recalentado de Ruperta, estaba para chuparse los huesos.
La navidad de cuento de
MATEADA POÉTICA Twitter:@mateadapoetica
Aquella vieja foto desató la esperanza, de estar en mil lugares al mismo tiempo y no temerle más al sol y a la navidad.
La navidad de cuento de
MARLA LEN NOX Twitter: @zafirblanco
Mi navidad de cuento está en la penumbra de un gato a mis pies, con pájaros en mi ventana de lluvia y un corazón poblado de espinas y familia.
La navidad de cuento de
adriá amore D'Cuervo Twitter:@aamoredcuervo
En una vela pasé esa navidad, con la bruja que se formaba en su cera y con una manta a cuadros verde/roja a modo de alma
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La navidad de cuento de
Plácido Romero Twitter: @plcdrmr
Pedí que Mamá Noel me trajera los regalos. Me dormí esperándola. Cuando desperté, vi que solo me había traído carbón.
La navidad de cuento de
DAMARIS GASSÓN PACHECO Twitter:@damarisgasson
Mis papás tenían todo listo para recibir a Santa; las galletas y la leche, el espacio bajo el árbol, las botas puestas en la chimenea. Yo tenía mis sospechas porque en el colegio unos niños mayores se burlaban y nos decían que no había ningún Santa, que eran invenciones. Yo les dije que sí había y se los iba a demostrar el día de Navidad. En la noche de la víspera me escondí tras la chimenea y tomé el café que mamá tenía en la nevera. Tengo la pistola de papi, ya verán si hay o no Santa.
La navidad de cuento de
Monstruo come sombra Twitter: @isa_arredondop
El ritual navideño terminaba cuando le pagaba a la mujer con quien había pasado la Navidad, para recibir un abrazo.
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La navidad de cuento de
LEO FDK (CASAWARAT) Twitter: @casawarat Blog: http://rugidosalviento.blogspot.com
ENÉSIMA Esa tarde calurosa casi de la nada me dijo: ¡Dios no existe! Y sin dudar arremetió diciendo: ¡Esto, lisa y llanamente se acabó! Llegué a un punto que me quedé sin esperanzas y sin fuerza para apostar a un amor que vive en un castillo de naipes, coincidirás conmigo que estamos en una letanía donde el fuego de la pasión se fue al exilio hace mucho tiempo. ¡Me voy! Terminó diciendo sin más despedida. Cerró la puerta y se subió al coche de su marido a vivir su enésima navidad en familia.
La navidad de cuento de
MÓnica Altomari Twitter: @monicaaltomari
SALIDA
Los 8 de diciembre salía para ver los arbolitos de navidad. A las doce de la noche volvía de nuevo a su tumba.
La navidad de cuento de
isaura chevallier Twitter: @chevalierisaura
La navidad es temporada de unión familiar, pero no sólo para los que estamos de este lado, eso dice él.
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La navidad de cuento de
renate Mörder Twitter: @renatemorder
UNA NAVIDAD CON MARÍA Fue una navidad de retrasos y regalos cambiados. Bob no fue la excepción, esperó en vano la planta que había pedido, jamás sospechó que el viejo y los renos se la habían fumado.
VACACIONES EN FAMILIA —Mi abuela dice que me esperará en la estación, pide que por favor me acompañen hasta tomar el tren. Como era la misma rutina de siempre, nadie dudó, el chofer del colegio ayudó a Alexa a subir al tren y le deseó unas felices vacaciones de navidad. La niña huérfana descendió en la estación indicada, tomó un autobús y luego caminó dos kilómetros hasta la casa de su abuela que estaba en el medio del campo. Nadie salió a recibirla, pero eso no la inquietó. Ella había dejado a la vieja malvada bien muerta en su última visita.
La navidad de cuento de
isabel galindo Twitter:@soyissabelgalind
Juró que no volvería pero ahí estaba, tocando a su puerta, dispuesto a pasar navidad, a quedarse con ella para siempre.
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La navidad de cuento de
FEDE MARONGIU Twitter: @FedeMarongiu666
FAMILIA Estaba harto de su esposa, de su suegra y de sus hijos. Las dos mujeres nunca lo habían respetado y los chicos, a medida que crecían, le discutían y no tomaban en serio su autoridad. El odio hacia ellos aumentaba a medida que se acercaba fin de año, época de balance de malos momentos vividos en familia. Cargó el arma que usaba para cazar. En la noche, los disparos se confunden con la pirotecnia del barrio que celebra la Navidad. En el suelo de la casa, los cuerpos sin vida. En la televisión, a todo volumen, un hermoso villancico.
FESTEJANDO NAVIDAD Despertó en la bañera, con el agua hasta el cuello. No recordaba nada de la noche anterior, excepto que había festejado la Navidad con amigos. Alcohol, drogas, prostitutas y póker. De a poco, imágenes volvían a su mente, como hormigas abriéndose camino a través del cerebro. Veía claramente como una de las chicas se le acercaba y le hablaba al oído, luego consumían cocaína juntos. Ella, vestida de Papá Noel le hacía un strip tease. Él, totalmente descontrolado, mezclaba vodka con éxtasis. Una última imagen, sus manos apretando el cuello de la mujer y la cara de horror de ésta.
La navidad de cuento de
Alejandro Migueles Twitter: @alexmigueles
No esperaba tanto resplandor, no esperaba ver que sus ojos se apagaran si #MiNavidadDeCuento apenas comenzaba.
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