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Aventuras externas frente al diluvio interno

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Presentación

Presentación

Claudio Katz1

Con el desgastado disfraz de la “lucha contra el narcotráfico” un nuevo contingente de tropas estadounidenses desembarca en Colombia. Ese maquillaje ya no engaña a nadie. La Brigada de Asistencia de Fuerzas de Seguridad (SFAB) llega al país para afianzar su control territorial, con la mira puesta en la agresión a Venezuela.

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Los nuevos efectivos redoblarán la supervisión de las provocaciones contra el gobierno bolivariano. En plena pandemia se multiplicaron los ingresos de bandas terroristas a través de dos provincias fronterizas. Estados Unidos financia, entrena y maneja las operaciones de los mercenarios. Recientemente fueron capturados varios integrantes de fuerzas especiales yanquis que intentaron tomar el principal aeropuerto venezolano bajo la pantalla de una empresa contratista (Silvercorp).

Washington combina la presencia de tropas regulares con incursiones de puro bandolerismo. El contrato de invasión firmado por Guaidó con los grupos depredadores incluía la promesa de remunerar con petróleo las acciones de los piratas.

1 Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz

Ese operativo fracasó por la decidida respuesta del gobierno venezolano. Si esa tónica se mantiene, Trump experimentará la misma derrota que sufrieron sus antecesores en Bahía de los Cochinos. Por eso intenta apuntalar una retaguardia de bases militares en Colombia. Con ese dispositivo apaña, además, la brutalidad imperante en un país agobiado por el terrorismo de estado, el asesinato de militantes populares y el desplazamiento forzoso de campesinos.

Colombia es un centro de operaciones regionales del Pentágono. Allí se enlazan los desplazamientos de la IV Flota con una vasta red de uniformados afincados en todo el hemisferio. Ese entramado desmiente las ingenuas creencias de los distintos analistas, que periódicamente lamentan la “pérdida del interés estadounidense por América Latina”. En los hechos, la doctrina Monroe continúa orientando todas las decisiones de Washington hacia la región. Pero el nuevo despacho de marines a Sudamérica se inscribe en una coyuntura muy crítica para Trump.

Escapatoria frente a tres convulsiones

Estados Unidos afronta tres tsunamis simultáneos. La pandemia, la depresión económica y la rebelión de los afroamericanos no son novedosas, pero en el pasado irrumpían en distintas temporalidades. La gripe española apareció en 1918, el gran desplome de la producción se verificó en 1930 y los levantamientos contra el racismo alcanzaron su pico en los años 60 del siglo pasado. Ahora, las tres convulsiones convergen en una misma secuencia de acontecimientos.

Las solicitudes del seguro de desempleo y las previsiones de caída del PBI ilustran la gravedad de la crisis económica. Aún se desconoce si la consiguiente lluvia de quiebras será contenida con mayores socorros oficiales. Tampoco se sabe si la afluencia de capitales internacionales –que buscan refugio en el dólar y los bonos del tesoro– alcanzará para compensar el desmoronamiento interno del consumo.

Esa retracción se acentúa por un derroche de gasto público en subsidios a las empresas y migajas a los trabajadores.

Los neoliberales relativizan el desplome de la producción, estimando que la saludable economía estadounidense fue afectada por una desgracia ocasional de la naturaleza. Omiten que el coronavirus ha sido una calamidad potenciada por el capitalismo y que el derrumbe de los ingresos populares no es consecuencia del virus. Deriva de los monumentales desequilibrios acumulados por un sistema social que enriquece a un puñado de millonarios a costa de las mayorías populares.

Trump ha batido todos los récords de irresponsabilidad criminal en el manejo de una pandemia, que provocó la muerte de cien mil estadounidenses. El país alberga el mayor número de contagiados del planeta y la infección ha golpeado brutalmente a 30 millones de personas que carecen de seguro médico. El magnate improvisó una medida tras otra, sin articular nunca un plan para lidiar con el desastre sanitario. Forzó la continuidad de actividades laborales entre la población amenazada y provocó la tragedia de las fosas comunes. Nueva York ha padecido en forma desesperante esa crueldad.

En ese dramático contexto irrumpió la rebelión de los afroamericanos que ha convulsionado a las grandes ciudades. Las tradicionales protestas de la población negra esta vez dieron lugar a enormes manifestaciones multirraciales. La juventud se insurreccionó contra la impunidad policial y Trump no pudo consumar su brutal convocatoria a redoblar la represión. El toque de queda fue desafiado en las calles y ningún gobernador aceptó el envío de la guardia nacional.

El asesinato de George Floyd desencadenó la indignación contenida contra un racismo inscripto en la estructura política del país. El propio sistema electoral de representación indirecta constituye una distorsión del sufragio y proviene de las concesiones otorgadas a los plantadores al fin de la esclavitud.

Con banderas contundentes (“la vida los negros vale”), símbolos del sufrimiento (“no puedo respirar”) y mensajes fulminantes (“Estados Unidos ha saqueado a los negros y aprendimos de ustedes”), la

épica de los años 60 ha sido renovada. Una nueva generación tomó nota de la ausencia de reformas, al cabo de varias décadas de “acción afirmativa”. También ha gravitado la experiencia con un presidente negro que mantuvo los pilares del racismo. Las protestas pusieron de relieve la sistemática violencia que soportan los afroamericanos y en pocos días se logró más que en años de exhortaciones al cambio gradual.

Ahora Trump afronta un trípode de obstáculos inesperados para el proyecto reeleccionista. Su figura concentra el negacionismo frente a la pandemia, la indiferencia ante los empobrecidos y el desprecio a las minorías sojuzgadas.

En este explosivo escenario reaparecen viejas incógnitas. ¿Intentará una aventura militar externa para rehuir la enorme crisis interna? Ese tipo de operativos ha sido la típica escapatoria de los presidentes norteamericanos frente a las graves convulsiones locales. Las incursiones de los marines distraen la atención, dominan los titulares de la prensa y reavivan el fantasma de la seguridad nacional. Venezuela se ubica actualmente en el mismo casillero que en el pasado ocuparon Irak, Afganistán, Siria, Libia o Yugoslavia.

Al cabo de tantos fracasos golpistas, el gobierno bolivariano es una obsesión para el Departamento de Estado. Trump y sus lacayos han intentado todos los complots imaginables y no sólo fallaron con la autoproclamación de Guaidó y la farsa de la ayuda humanitaria. Tampoco pudieron consumar los levantamientos militares. Tanto la guerra eléctrica como las improvisadas asonadas de Leopoldo López naufragaron sin pena, ni gloria.

Los delirantes derechistas que definen la política latinoamericana del Departamento de Estado (Pompeo, Abrams, Rubio) propician nuevas incursiones. Envían tropas a Colombia para potenciar las provocaciones fronterizas y dinamitan todas las negociaciones del gobierno con la oposición.

Trump afronta con Venezuela el mismo problema que tuvieron sus antecesores con Cuba. No logra digerir la capacidad exhibida por David para contener a Goliat. En un escenario económico-social

durísimo, el gobierno de Maduro ha logrado desbaratar una conspiración tras otra. Mantiene el control del país, disputa el espacio público cada vez que asoma la oposición y ha preservado la cohesión militar utilizando la carta condicionante de las milicias populares.

El nuevo arribo de marines a Colombia obedece, por lo tanto, a las tensiones internas de Estados Unidos y a los fracasos golpistas en Venezuela. Pero el belicismo imperial también expresa problemas de mayor alcance que afectan estructuralmente a la primera potencia.

Contragolpe en el patio trasero

Estados Unidos afronta una crisis de largo plazo que genera un doble efecto de repliegue interno y forzada centralidad internacional. El declive económico es muy significativo en comparación con la primacía que detentó el país hasta los años 70. El retroceso de la industria y el déficit comercial son los principales indicadores de una declinación, que ha sido parcialmente compensada por el protagonismo de las finanzas y la relevancia de las nuevas tecnologías.

Varios presidentes han intentado retomar el liderazgo de Estados Unidos. El último gran ensayo efectivizado en el debut de la globalización fue socavado por la propia dinámica del capitalismo contemporáneo. La primera potencia propició la internacionalización de los negocios bajo el comando de la Reserva Federal, el dólar, Wall Street y el Silicon Valley. Pero no logró remontar la pérdida de posiciones competitivas en la producción y el comercio mundial.

Esa frustrada experiencia ha intensificado las tensiones en la crema del poder. Los conflictos entre el segmento más internacionalizado de las clases dominantes y la tradicional fracción americanista quebrantan la cohesión interna y erosionan la primacía de la primera potencia. Estados Unidos salió mejor parado que Europa y Japón de la gran crisis de 2008, pero el espectacular avance de China anuló esas ventajas.

El gigante del Norte preserva un lugar imperial preeminente como custodio del orden capitalista mundial. Mantiene una impúdica ideología intervencionista y conserva la subordinación de una amplia red de apéndices. Pero afronta nuevas tensiones con los socios europeos y un choque de gran envergadura con Rusia, que afecta la rivalidad estratégica con China.

Trump ha ensayado un novedoso sendero para recuperar la supremacía estadounidense. Intenta forzar la reducción de los enormes desbalances comerciales que mantiene el país con sus principales socios, mediante duras negociaciones comerciales con todos los clientes y proveedores. Busca aprovechar las ventajas norteamericanas en los servicios, la economía digital y el manejo de la información e implementa un bilateralismo mercantilista muy diferente al proteccionismo clásico.

El magnate pretende complementar la conservación de los negocios globales con distintas opciones de regionalización y con ese propósito exige mayores concesiones económicas a Japón, Alemania y Canadá. Comparte con todo el establishment la prioridad de doblegar a China, especialmente en la urgente batalla tecnológica.

América Latina ocupa un lugar clave en esa contraofensiva internacional. Trump aspira a recuperar terreno global exhibiendo fuerza en el propio hemisferio. Por eso refuerza las viejas relaciones de subordinación de la región y exige la inmediata contención de la extraordinaria penetración que ha logrado China en el Patio Trasero.

Trump no disimula su nostalgia por el viejo intervencionismo, que situaba a Latinoamérica en el propio radio de acción de Estados Unidos. Cuando a principios del siglo XX la gran potencia ya actuaba como un imperio informal –priorizando la dominación económica frente a la incursión territorial– la región continuaba sometida a las formas clásicas de sometimiento. Trump añora esa prepotencia.

Su virulencia imperial persigue dos objetivos precisos: apuntalar la batalla contra China y anular los márgenes de autonomía conseguidos por América Latina en la última década. Por eso refuerza la

restauración conservadora y sostiene a los gobiernos derechistas que reportan a su Ministerio de Colonias (OEA).

Trump pretende revertir el desahogo económico que Latinoamérica ha tanteado desde el fracaso del ALCA. También busca diluir el alivio geopolítico que rodeó a la gestación de UNASUR. Las bases militares en Colombia apuntalan ese contragolpe imperial.

Adversidades, fracasos e interrogantes

En el primer tramo de su gestión Trump logró cierta recuperación de la economía, sin revertir los desequilibrios estructurales. También consiguió una mayor subordinación de sus socios, pero no el acompañamiento requerido para la guerra comercial contra el rival del Oriente.

Sus principales objetivos siguen pendientes. China resiste las presiones, Alemania consolida en alianza con Francia en un bloque europeo más autónomo y Rusia rechaza el compromiso sugerido por el mandatario norteamericano. Solo la consumación del Brexit abriría una nueva oportunidad para el exuberante presidente, si logra concretar su difícil reelección.

Trump redobla un torrente de amenazas retóricas sin correlatos prácticos. No ha efectivizado ninguna intervención directa y carga con la mochila de los fracasos previos en Medio Oriente y Asia. No se atreve a utilizar la preponderancia bélica estadounidense para recomponer la hegemonía imperial.

A diferencia de Bush, el magnate ha evitado los operativos de invasión. Sostiene las agresiones de sus socios (Israel y Arabia Saudita), pero retacea las tropas propias. En Siria conspira sin disponer acciones específicas y en Corea mantiene las presiones sin lograr el desarme nuclear. En Europa negocia un mayor financiamiento de la OTAN replegando las guarniciones y en Afganistán incrementa las matanzas, sin evitar nuevas derrotas. Aún se desconoce cuál será el alcance efectivo de la provocación que diseña contra Irán.

Las limitaciones de Trump se verifican en la comparación con la exitosa confrontación que encaró Reagan contra la URSS. El administrador de tweets tampoco ha conseguido la división de adversarios que logró Nixon, cuando opuso a China con Rusia.

Esta parquedad de resultados se extiende también a América Latina. Trump no consigue recomponer la dominación imperial. Todas las misiones que envió para incrementar el superávit comercial tuvieron magros efectos. El estancamiento económico de sus clientes y las propias restricciones que impone al intercambio de bienes socavan sus ambiciones mercantilistas.

Ciertamente logró consumar la revisión del NAFTA y asegurar la primacía de las empresas yanquis, en un convenio amoldado a las exigencias de esas compañías. Ha garantizado la propiedad intelectual y el pago de patentes, pero sin disipar las crecientes tensiones en las maquilas fronterizas.

Trump sigue intentando el desplazamiento de Brasil de los negocios más lucrativos de Sudamérica, pero el manejo de las grandes licitaciones de obra pública continúa en disputa. Tampoco ha conseguido revertir la impresionante presencia económica de China. El gigante asiático se ha instalado en el patio trasero sin permiso del Tío Sam e ignora todas las demandas de desalojo.

Este adverso escenario tiene repercusiones en el terreno bélico. Trump no ha podido reunir los respaldos requeridos para una agresión en regla contra Venezuela. Compensa esa carencia con bravuconadas y ridículas acusaciones de narcotráfico al gobierno chavista. Cuando ofrece 15 millones de dólares por la captura de los dirigentes bolivarianos se asemeja a un bandolero de ficción.

Las limitaciones que afronta para un ataque convencional ilustran el cambio de época. Trump no repite la ocupación de Granada (1983) ni la incursión a Panamá (1989). Busca crear pánico con amenazas cotidianas, pero potencia los repudios en toda la geografía latinoamericana. El envío de nuevos efectivos a las bases de Colombia agrava ese malestar.

También las relaciones del imperio con las clases dominantes de la región han sido afectadas por las provocaciones verbales. Los vecinos del sur quedaron estupefactos durante la pandemia por el súbito pasaje del “America first” al “America alone”. Entre las élites de la zona se generalizó una sensación de abandono frente al repliegue de una potencia que archiva su disfraz de auxiliadora del planeta.

El autoaislamiento que impuso Trump frente a la crisis del coronavirus transmitió una imagen de impotencia. La decisión de privar de fondos a la OMS en el pico de la infección fue tan impactante como la requisa internacional de material médico para cubrir las necesidades sanitarias de Estados Unidos.

Ese egoísmo imperial ha contrastado con la actitud asumida por China. En lugar de propagar insultos o exhibir indiferencia, el gigante asiático ofreció socorros sanitarios a los gobiernos proyanquis de la región. En esas administraciones impera el desconcierto por el vacío geopolítico que ha creado el desorden de Washington. Los vasallos de la OEA y el Grupo de Lima no logran descifrar las cambiantes órdenes que emite el Departamento de Estado.

Estas tensiones de Trump con los grupos dominantes se agravan en la coyuntura electoral en curso. El magnate gestiona la reelección reforzando su base derechista con hirientes campañas contra los inmigrantes latinoamericanos. Ha forjado su espacio político con diatribas reaccionarias que canalizan el descontento de amplios sectores con el deterioro generado por el neoliberalismo. Su estrategia apunta a potenciar ese resentimiento.

El magnate culpabiliza a los extranjeros por las desgracias sociales que provocan los acaudalados yanquis. El desprecio por los latinos, las burlas hacia los caribeños, los insultos a los mexicanos y las fantasías del muro fronterizo continúan dominando su libreto de campaña.

El alocado conductor de la Casa Blanca no se limita a los agravios verbales y a la persecución de indocumentados. Durante la pandemia alentó la expulsión de inmigrantes contagiados y extendió a los latinos su furia contra China. Ha multiplicado los mensajes

disparatados para diluir su responsabilidad en la tragedia sanitaria que afrontó el país.

Las campañas racistas del mandatario bravucón amplifican la indignación latinoamericana. El embargo de medicinas a Cuba y Venezuela en el pico de la pandemia suscitó un cúmulo de rechazos que desbordó el espectro tradicional de los críticos de Trump.

La hostilidad retórica hacia América Latina es un ingrediente del operativo montado por el millonario para consolidar internamente la alianza del bloque económico americanista con el establishment republicano. Trump intentará repetir la disputa con los medios de comunicación y con la elite del Partido Demócrata, que le permitió acceder al primer mandato. Como en los últimos cuatro años no pudo forjar su ansiado modelo de bonapartismo conservador, buscará ahora un relanzamiento del mismo esquema. Pero esta vez afronta serias adversidades electorales, en un contexto signado por la pandemia, la depresión y la rebelión afroamericana.

Afinidades antiimperialistas

La presencia de militares estadounidenses en Colombia suscita crecientes repudios en América Latina. Esos gendarmes apuntalan a los gobiernos derechistas que intentan sepultar el ciclo progresista de la década pasada y sofocar las rebeliones populares del siglo XXI. La militarización de Colombia bajo las órdenes de Washington es una pieza central de la restauración conservadora y de la acción golpista que agobia a la región.

La resistencia contra el autoritarismo, el terror y la intolerancia forma parte de las grandes batallas populares que el año pasado dieron lugar a una impactante secuencia de protestas. Colombia fue uno de los principales escenarios de esas movilizaciones. Un nuevo sector urbano –con alto nivel de organización, centralidad de los sindicatos y nítidos programas– se sumó a la tradicional lucha de los

campesinos. Chile, Ecuador, Haití y Puerto Rico fueron otros epicentros de esas revueltas.

Esta oleada de levantamientos quedó interrumpida por la pandemia. La reclusión hogareña suspendió muchas manifestaciones, que serán reanudadas cuando se disipe el peligro de los contagios. Los anticipos de esas movilizaciones ya se avizoran en los clamores vecinales.

Pero lo más novedoso de la acción popular en América Latina es su convergencia con la rebelión antirracista de Estados Unidos. La irrupción de los afroamericanos es la primera acción callejera de envergadura e impacto internacional luego de la pandemia. Las marchas convocadas bajo la consigna de “no puedo respirar” se han extendido a varias urbes de Europa y Asia. Los manifestantes tumban las estatuas de los esclavistas y derriban los símbolos de la opresión racial.

La misma sensibilidad se verifica en América Latina, que padece desde hace siglos la violencia imperial que soportan los afroamericanos. El descontrol de la policía estadounidense, la impunidad de las milicias suprematistas y la generalizada portación de armas no son resabios del siglo XIX. Constituyen efectos adicionales de las matanzas perpetradas por los marines en todo el mundo. Las masacres del imperialismo en la periferia alimentan los tiroteos, los asesinatos y los encarcelamientos que periódicamente enlutan a la población negra de Norteamérica.

La doble vara de los mandantes de Washington a escala internacional se extiende a la órbita interna. En el plano exterior condenan violaciones de los derechos humanos en los países hostilizados y ocultan los mismos hechos en los regímenes protegidos. A nivel local sofocan brutalmente la indignación de los negros y amparan descaradamente la violencia de los policías blancos.

Esa misma duplicidad rige la conducta de la OEA. Los funcionarios que escandalizan a los medios de comunicación con cualquier trasgresión de La Habana o Caracas no han abierto la boca ante el asesinato de Floyd. Ninguno exige la convocatoria de una urgente

sesión del Consejo de Seguridad de la ONU para proteger la vida de los afroamericanos.

La lucha común en las calles de Estados Unidos y América Latina pone de relieve la comunidad de intereses que enlaza a ambos pueblos. Esa ligazón comienza a retomar visibilidad luego de muchos años de olvido. La convergencia de la izquierda latinoamericana con el socialismo millennial en el norte del continente facilita ese empalme. La radicalización política que expresó la campaña de Sanders sintoniza con procesos muy semejantes al sur del Río Grande. La enorme población latina de Estados Unidos aporta un nuevo canal de conexión entre ambas tradiciones.

Esta misma convergencia de aspiraciones afroamericanas y esperanzas latinoamericanas alcanzó en 1960 un momento culminante, con la reunión de Fidel Castro y Malcom X. Ese encuentro de la revolución cubana con el movimiento radical negro simbolizó la confluencia antiimperialista, que actualmente recuperan las nuevas generaciones de todo el hemisferio.

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